MENTE Y POLÍTICA. FRONTERAS DE LA MEDITACIÓN



La tradicional frontera entre la psicología, por un lado, y la filosofía social y política, por el otro, ha sido invalidada por la condición del hombre en la era presente: los procesos psíquicos antiguamente autónomos e identificables están siendo absorbidos por la función del individuo en el Estado, por su existencia pública. Por tanto, los problemas psicológicos se convierten en problemas políticos: el desorden privado refleja más directamente que antes el desorden de la totalidad, y la curación del desorden personal depende más directamente que antes de la curación del desorden general. 

Herbert Marcuse,  Eros y Civilización. 



Introducción

En la entrada anterior apunté algunos temas que deseaba abordar de manera preliminar en la primera sesión del seminario que estoy dictando en estos días virtualmente sobre «meditación budista». 

Decía, entonces, que mi interés por la filosofía y la práctica budista se debe a que considero al budismo una tradición destacada, cuyo planteamiento puede aportar luz sobre algunas de las cuestiones que estamos intentando resolver. El budismo, como otras tradiciones de pensamiento en el mundo, merece tener un espacio en el debate global en el que estamos inmersos. 

Sin embargo, a diferencia de la actitud que tienen los feligreses y ortodoxos, como en cualquier tradición, prefiero adoptar una actitud crítica. Eso significa, para comenzar, poner a prueba las enseñanzas y las liturgias que nos ofrece. Pero, más importante aún, poner en cuestión las interpretaciones contemporáneas que sus líderes espirituales han ofrecido a la luz de las condiciones existenciales concretas que está viviendo la humanidad y, por descontado, las apropiaciones comerciales de las enseñanzas articuladas para confluir y acomodarse a los presupuestos y prácticas corporativas que hoy imperan en todas nuestras relaciones sociales. 

Esto es muy importante y nadie debería ofenderse por ello. Cuando hablamos de responsabilidad no estamos pensando en promover nuestras «marcas» intelectuales o espirituales en el mercado de las ideas, sino en encontrar las herramientas adecuadas para enfrentar los desafíos que tenemos por delante. Por lo tanto, nadie debería creer que la adopción de una actitud crítica es impropia. Muy por el contrario, es un signo de que nos tomamos en serio lo que se nos propone. 

También apunté en mi entrada previa que no podemos hablar de la meditación sin echar una mirada preliminar al contexto concreto, a las circunstancias específicas que estamos viviendo. Esta observación inicial debe informar y afectar nuestra manera de interpretar el pensamiento budista y las prácticas que nos ofrece, y debe contribuir a nuestra reflexión sobre los temas que nos interesa tratar en el seminario.

La pandemia, como decía, ha puesto al desnudo las debilidades del sistema. El confinamiento masivo ha puesto a la vista de todos (1) un aparato de poder opresivo y explotador; (2) regímenes globales que definen nuestras relaciones, primariamente, en términos de desigualdades lacerantes; y (3) un mundo natural, humano y no humano, transformado exclusivamente en objeto de deseo y de saqueo, tanto en su dimensión biológica como cultural. 

La totalidad de la vida se ha convertido en una mercancía, un mero recurso en los procesos de producción, distribución y realización última del capital. Eso significa que la vida misma tiene en el vigente sistema de relaciones sociales un valor subalterno. Los recientes debates en torno al interrogante sobre qué debemos priorizar, la vida o la economía, son una muestra elocuente de que en el imaginario capitalista existe una contradicción inherente. Esa contradicción es el resultado de la fetichización de la economía, la pretensión de su abstracción respecto a la ética, y su resistencia a dejarse subsumir bajo las exigencias de la vida misma. Esto es un signo de que vivimos bajo un «totalitarismo del mercado».

El desafío del presente

La guerra, el hambre y las catástrofes naturales vuelven a llamar a nuestras puertas. La situación geopolítica es delicada. En muchos lugares del mundo se asoman hambrunas. La pobreza crece vertiginosamente, mientras una minoría privilegiada acumula riquezas que nos han enseñado a considerar incuestionables. Las catástrofes naturales se multiplican. Estos son los desafíos que debemos resolver urgentemente. 

En cambio, muchos de nosotros estamos obsesionados con la minimización de nuestras incomodidades y la maximización de nuestros goces individuales. 

Sabemos que el neoliberalismo no es solo un sistema de dominación socio-económico y una estructura jurídico-política al servicio de este dominio. Es también una industria cultural, cuyo poder ha sido potenciado por una variedad de avances biotecnológicos que garantizan la subjetivación de ese orden de dominación y explotación en todas las esferas de la vida de las poblaciones. 

En este contexto, tenemos que ser muy cuidadosos con el tipo de prácticas en las que nos embarcamos. 

Pensemos un momento, por ejemplo, en las enormes ventajas que ha supuesto internet y el resto de las tecnologías de la comunicación. Es indudable cuáles son sus ventajas. Hemos resuelto numerosos problemas que parecían insuperables. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, estos avances no traen solo buenas noticias. Vienen acompañados de nuevos problemas, que debemos abordar de manera inteligente, crítica, para evitar quedar cautivos de las consecuencias imprevistas o impensadas. Sabemos que el desarrollo vertiginoso de estas tecnologías, junto con lo que está sucediendo en el ámbito de la inteligencia artificial, la robótica o la bioingeniería nos obliga a repensar muchos aspectos de nuestra existencia que, hasta su irrupción, parecían incuestionables. Incluso corremos el peligro de que estas tecnologías, llamadas en principio a mejorar nuestras vidas, se conviertan en instrumentos de alienación y opresión. 

Pongamos un ejemplo. Estas tecnologías han explosionado la noción que teníamos de la privacidad. La vigilancia es ubicua. Aunque cerremos las puertas de nuestras casas con dobles cerrojos, sabemos que la información sobre nuestras peculiaridades, nuestros gustos, nuestras fobias, nuestras promiscuidades, nuestras inclinaciones, y las de nuestras familias, se compran y se venden en el mercado. Cada uno de nosotros es el objetivo incesante de un ejército de expertos al servicio de la actividad corporativa que en competencia se disputa nuestra atención con el fin de moldear nuestros consumos y nuestra voluntad política. 

Capitalismo y espiritualidad

Hace más de un siglo, Max Weber escribió un libro titulado La ética protestante y el nuevo espíritu del capitalismo en el que afirmaba que la ética y las ideas puritanas habían influenciado el desarrollo del capitalismo al imponer un conjunto de valores en torno al trabajo y al progreso que favorecían la persecución racional de la ganancia económica y la acumulación. Con una cita de Benjamin Franklin Weber ilustra esta teoría:

Recuerda que el tiempo es dinero. Quien puede ganar diez chelines por día trabajando, pero, en cambio, se va de viaje, o se sienta a holgazanear la mitad de ese día, aunque gaste solo seis chelines en su diversión u holgazanería, debe considerar que no solo tuvo ese gasto. Por el contrario, ha malgastado o tirado en realidad cinco chelines más (…) Recuerda que el dinero tiene una naturaleza prolífica y generadora. El dinero puede engendrar dinero, y su descendencia puede engendrar más, y así sucesivamente. Cinco chelines bien invertidos se convierten en seis, vueltos a invertir se transforman en siete chelines y tres peniques, y así sucesivamente, hasta que se convierten en cien libras. Cuando más dinero hay, más dinero se produce en cada ciclo, de modo que la ganancia crece cada vez de manera más acelerada. Por consiguiente, el que mata a una cerda destinada a la reproducción destruye a toda su descendencia hasta la milésima generación. El que asesina una corona, destruye todo lo que podría haber producido, incluso decenas de libras. 

Sin embargo, eso que llamamos «capitalismo» no es un fenómeno estático. Se trata de un conjunto de relaciones sociales y formas institucionales en continua mutación. No es lo mismo el capitalismo mercantil de la primera etapa, que el capitalismo industrial que imperó en las sociedades centrales en el siglo XIX y comienzos del XX. No es lo mismo el capitalismo administrado por el Estado, que tuvo su auge a posteriori de la Segunda Guerra Mundial, que el capitalismo financiero o neoliberal que impera en nuestra época. En este sentido, cabe preguntarse cuáles son las características del orden moral imperante, qué tipo de imaginarios, qué tipo de prácticas, qué tipo de instituciones exige una sociedad dominada por las prerrogativas del capitalismo financiero o neoliberalismo. 

Son muchos los estudiosos que señalan que la nueva espiritualidad, cuya marca emblemática es el «mindfulness» y todas sus formas análogas, bien puede representar el complemento ideal para maximizar el rendimiento de los individuos en una sociedad que, cada vez de manera más totalitaria, se entiende a sí misma exclusivamente en términos de mercado. No hay esfera que no haya sido colonizada por la lógica de la maximización de la ganancia y la acumulación. 

Como ha señalado Wendy Brown, en las sociedades neoliberales se espera que las personas y los Estados se comporten como empresas, maximizando su valor capital en el presente, mejorando su valor futuro en ambos casos, a través de prácticas de emprendeduría, autoinversión y atracción de inversores. 

En muchos sentidos, las prácticas meditativas y sus gurús se promocionan en el mercado espiritual con este mandato como eslogan. Nuestra felicidad y nuestro sufrimiento, al fin y al cabo, depende exclusivamente de nosotros mismos. Si tu vida es miserable o si es una delicia, depende exclusivamente de ti mismo. Las condiciones sociopolíticas y económicas tienen que quedar enteramente fuera de la ecuación. 

El presupuesto inarticulado detrás de esta perspectiva es cierta noción de nosotros mismos como individuos aislados, autoconservados, subsistentes, cuya relación con otros individuos, con el cuerpo político, el entramado económico y el mundo natural resulta meramente accidental. De este modo, la sociedad queda reducida a un artefacto o constructo artificial y la naturaleza transformada en un recurso o un activo (como una obra de arte o una fotografía junto con un gran lama) para elevar nuestro valor de portfolio. 

En ese marco, la clave para nuestro éxito consiste en centrarnos exclusivamente en nosotros mismos, convenciéndonos de que no hay nada que podamos hacer excepto cambiar aquello que nos afecta, promoviendo u obstaculizando nuestra felicidad. 

Cuando hemos logrado algún control sobre el escenario exterior, pero descubrimos que pese a nuestro esfuerzo aún no logramos la felicidad que buscábamos, o cuando fracasamos en nuestra búsqueda de éxito personal y profesional, nos volvemos a nuestro interior, convencidos que bastara con que cambiemos nuestras actitudes para lograr lo que siempre hemos querido: ser felices, tener éxito en la vida, de cualquiera de las maneras en la que nos imaginemos ese logro. 

Algunas personas, sin embargo, irán un paso más allá, y habiendo convertido su propia interioridad en el campo de acción privilegiado de atención, o habiendo reducido el círculo de su privacidad en escenario exclusivo de sus desvelos, se convencerán que el cultivo exquisito de sus mentes o almas tendrán, en el futuro, un efecto beneficioso para el mundo. 

Incluso si cultivamos un horizonte de bien progresista, parecemos estar convencidos de que el único campo de acción es nuestra interioridad, o el reducido círculo privado en el cual, aparentemente, tenemos algún grado de control. Como este escenario acaba siendo decididamente inestable en nuestra época, nuestra atención tiende a reducirse aún más, convirtiendo a nuestros cuerpos, a nuestros hogares y a nuestras mentes en los exclusivos ámbitos en los que desplegamos nuestra acción transformadora, convenciéndonos de que, eventualmente, nuestro esfuerzo y nuestra dedicación a ser felices conducirá a la felicidad de los otros. 

Seis contradicciones y el fin de la espiritualidad capitalista

En la entrada anterior me referí a tres supuestos que ponían de manifiesto contradicciones insuperables en numerosas presentaciones de la meditación que habitualmente se ofrecen en el mercado espiritual. La explicación de estas contradicciones sistémicas es que las mismas adoptan como punto de partida el sentido común que caracteriza los trasfondos de sentido de las sociedades contemporáneas. 

Para hacer breve una larga historia, apuntemos tres características sustantivas detrás de los malestares manifiestos de nuestro tiempo: (a) el hiper-individualismo; (b) una concepción atomista del orden social y político; (c) una comprensión de la acción en términos exclusivamente instrumentales. 

O, para decirlo de modo sencillo: nos sentimos solos, desconectados y ansiosos al haber convertido nuestras relaciones personales, sociales y naturales en medios para lograr nuestros fines individuales, ajenos a los propósitos sustantivos que tienen las relaciones mismas. Las redes sociales son una muestra emblemática de esa instrumentalización sistemática de todas nuestras experiencias, de la fragilidad de nuestros lazos sociales, y de la fijación obsesiva en nosotros mismos. Lo utilizamos todo, nuestra pareja, nuestros hijos, nuestras vacaciones, nuestras relaciones sociales, nuestras experiencias en la naturaleza, nuestra práctica espiritual, para elevar nuestro valor de portfolio o reconocimiento social.

Pero comencemos recordando los supuestos que introduje en la entrada anterior: 

1. Cambiar el mundo es cambiar nuestra mente. 
2. La verdad está en nuestro interior.
3. El propósito de la meditación es el logro de la felicidad. 

A estos tres supuestos sumaré los siguientes: 

4. La meditación tiene por objetivo que reposemos en el aquí y ahora. 
5. La meditación es una técnica o tecnología al servicio de la felicidad.
6. La meditación puede ser validada por la ciencia (especialmente las neurociencias, las ciencias cognitivas y las ciencias del comportamiento). 

Supuesto 4: «La meditación tiene por objetivo que reposemos en el aquí y ahora»

Una dimensión fundacional de la meditación budista, como de cualquier otra forma de práctica contemplativa, consiste en atender de manera relajada al contenido de la experiencia. Aprender a estar en lo que ocurre, aprender a suspender nuestras evaluaciones, prestar atención a lo que sucede momento a momento, es un elemento clave como punto de partida de la meditación. 

Ahora bien, no se trata estrictamente de una práctica meditativa. Estamos hablando de una actitud o postura preliminar sin la cual la meditación no puede avanzar. 

Sin embargo, algunos consagrados maestros de meditación han convertido este preliminar: estar con uno mismo sin necesidad de estimularnos continuamente con toda clase de actividades o distracciones, como un logro de gran profundidad. 

Hay maestros que hablan del «poder del ahora» como si hubiesen descubierto un tesoro capaz de transformar el mundo entero. Como nos recordaba Ron Purser recientemente, algunos gurús, como Jon Kabat-Zinn, el fundador del método del «Mindfulness basado en la reducción de stress», sostienen que la atención plena que ellos enseñan «puede llegar a ser el único recurso a nuestra disposición para garantizar a nuestra especie la supervivencia en los próximos siglos». Evidentemente, se trata de una afirmación hiperbólica, pero que comparten numerosos gurús mediáticos, como Eckhart Tolle, quien afirma con estridencia ese «poder del ahora» como un elixir milagrero capaz de curar todos nuestros males. 

Aunque reconozco el valor de esta práctica preliminar, considero que la insistencia en permanecer atentos exclusivamente al momento presente, olvidados del pasado e indiferentes respecto al futuro, es una distorsión grosera del propósito de la práctica, y un ejercicio peligroso que mutila nuestra inteligencia y sensibilidad.

Walter Benjamin hablaba del tiempo-ahora, como Charles Baudelaire, quien descubrió en el instante la puerta de lo eterno, y por ello una instancia en la cual se pone de manifiesto nuestra libertad radical. Sin embargo, la pretensión de instalarnos en esa libertad incondicional acaba convirtiéndose en una suerte de perversión, una suerte de traición hacia nosotros mismos, una estrategia desesperada por huir del mundo que se asemeja más a una patología psicológica que a una verdadera revelación espiritual. 

El argumento es sencillo. Somos seres encarnados, históricos, finitos, dotados de una habilidad lingüística que nos permite asumir diversas perspectivas. Entre ellas, suspender provisionalmente nuestra historicidad y nuestra consciencia de finitud para adoptar una pura presencia. Sin embargo, resulta absurdo creer que esta atención puntual puede convertirse por sí misma en una revelación capaz de transformar nuestra existencia individual y colectiva de manera significativa, a menos que pensemos que nuestro objetivo es compartir con los pájaros y las serpientes, las vacas y los murciélagos, una consciencia ínfima de la existencia. 

Obviamente, quienes creen que la suspensión del pensamiento es un logro superior en la práctica espiritual son aquellos que consideran a la razón misma como la antagonista a batir en nuestra lucha por la supervivencia. 

No me cuento entre estos profetas del silencio. Creo, por el contrario, que necesitamos usar nuestra inteligencia con el fin de escapar de las telarañas egoístas y egocéntricas que teje a nuestro alrededor la ignorancia. Por supuesto, si nuestra inteligencia está al servicio de nuestros caprichos, nuestras fobias y prejuicios, nada bueno podemos esperar de ella. Pero si utilizamos la razón para analizar nuestros problemas, descubrir sus causas últimas, establecer la posibilidad de liberarnos de nuestras tendencias autodestructivas y fijar una estrategia para lograrlo, la inteligencia se convierte en una aliada insustituible.

Basta con recordar a Jesús de Nazareth o a Gotama Buda para saber en cuan alta estima tenían ambos la consciencia de nuestras acciones y sus efectos, y la consciencia de la transitoriedad y la propia muerte. Las contemplaciones de este tipo exigen que no reduzcamos la meditación a la mera atención del momento presente, sino que seamos capaces de contextualizarlo. La significación del ahora es un logro lingüístico. Por sí mismo, el ahora no tiene valor alguno. Como ocurre con un fragmento de silencio, es el marco de sonidos que lo rodea lo que hace posible nuestra apreciación del mismo. 

Somos seres finitos, seres dependientes que hemos emergido de causas y condiciones específicas, y que dejaremos la existencia cuando esas causas y condiciones se descontinúen.

Cuentan sus discípulos que la última enseñanza de Gotama Buda estuvo dedicada a la no permanencia, la transitoriedad de la vida.

Los maestros tibetanos suelen decir que una mañana en la que no recordamos la muerte, es una mañana perdida; una tarde en la que no recordamos la muerte, es una tarde perdida; y una noche en la que no recordamos la muerte, es una noche perdida. De igual modo, nos piden que recordemos que nuestras experiencias no son fruto del azar o el designio de una voluntad caprichosa, sino el efecto complejo de precisas, aunque innumerables, causas y condiciones. 

De este modo, la meditación no puede reducirse a la mera atención del aquí y del ahora. Recordar el pasado y el futuro es un ejercicio central en nuestra práctica espiritual. Eso significa, para empezar, discernir la eficacia de las causas y las condiciones que nuestras acciones individuales y colectivas pasadas tienen en el presente, al tiempo que recordamos inteligentemente que nuestras acciones presentes no se disolverán como nubes en el cielo de nuestra experiencia, sino que producirán inevitablemente efectos en el futuro. 

Sin embargo, cuando prestamos atención exclusivamente al presente, cancelando de manera concertada toda referencia al pasado y al futuro, como en un sueño, tenemos la impresión de que la realidad es un milagro. 

La atención exclusiva y cerrada al momento presente tiene en este caso un poder efectivo: el poder de engañarnos. La ignorancia que produce la manipulación de la temporalidad de una práctica meditativa fetichizada, nos hace sentir inmunes e impunes. Esto aviva nuestro egoísmo y nuestro egocentrismo. Cautivos del círculo estrecho de nuestro goce individual, nos entregamos sin freno al placer de la pretendida autosuficiencia.

Las repercusiones de esta obsesión por borrar el pasado y cancelar el futuro son notorias. La despolitización es resultado de la des-historización. La obsesión capitalista por cancelar el futuro anunciando el fin de la historia es un emblema de esta actitud que los gurús de la meditación han colaborado, tal vez de manera involuntaria, a promocionar entre las ciudadanías despolitizadas, haciéndonos creer que la existencia convencional, la tarea cotidiana que consiste en curar nuestras relaciones rotas (con nosotros mismos, con nuestro entorno, con nuestra propia mente, con nuestro pasado y con nuestro futuro, y con los innumerables otros que se presentan en nuestro mundo como amigos, enemigos o desconocidos) no merece nuestro tiempo ni nuestros desvelos, porque en esa noche eterna que es el eterno presente que promueven los gurús del ahora, «todas las vacas son negras», como decía Hegel, convirtiendo pretenciosamente la ignorancia supina en una corona, y al tonto, en un rey entre reyes. 

Supuesto 5: La meditación es una técnica o tecnología al servicio de la felicidad. 

Son muchos los que promocionan la meditación como una técnica, incluso como una tecnología al servicio del éxito y la felicidad personal. No habría nada que objetar en principio a una definición semejante si no supiéramos, como sabemos, que las técnicas y las tecnologías se implementan de manera instrumental sobre diversos dominios de la realidad con el fin de producir ciertos resultados. Hay técnicas que se implementan en el dominio exterior con el fin de extraer recursos o moldear resultados beneficiosos para quien domina esas técnicas. Pero también hay técnicas que se implementan en el dominio interior, con el fin de extraer de manera análoga recursos disponibles y modelar respuestas convenientes por parte de los sujetos. 

La práctica meditativa, entendido como una técnica, puede convertirse con facilidad en una actividad en la cual el sujeto se somete voluntariamente a una suerte de «lavado de cerebro». En manos de tecnócratas del mundo laboral, por ejemplo, el mindfulness, como otras técnicas semejantes, puede convertirse con facilidad en un ejercicio de autoinducción que conduce a los sujetos expuestos a estas técnicas en seres auto-explotados, cuyos recursos pueden ser fácilmente apropiados por el sistema corporativo o burocrático. 

Pero incluso en los ámbitos tradicionales observamos, de manera semejante, que la implementación acrítica de las «técnicas» meditativas conduce a resultados opuestos a los esperados. Cuando nos tratamos a nosotros mismos como un dominio en el cual ejercitar la razón instrumental, implementando técnicas o sometiendo nuestro comportamiento al modelaje tecnológico, lo que producimos son respuestas automáticas y estilos de vida «robotizados» que solo resultan atractivos a quienes se sienten cómodos con formas de fundamentalismo espiritual. Sea que hablemos de la meditación, el yoga o cualquier otra práctica semejante, cuando nos aplicamos a ellas tratándonos a nosotros mismos como entidades inanimadas y no como seres vivos a quienes debemos escuchar en sus propios términos, y con quienes debemos dialogar, el resultado es la cerrazón y el fanatismo. 

La mejor manera de prevenir esta deriva es abandonar la idea de que meditar consiste en aplicar técnicas, o que la meditación es una suerte de tecnología espiritual al servicio de la liberación o la iluminación, como se dice habitualmente. Lo que necesitamos es adoptar una relación dialógica con los textos y las prácticas. Eso significa, como vengo defendiendo desde el comienzo, adoptar una perspectiva crítica. Eso no significa «criticar» a la meditación o a la tradición de turno. Muy por el contrario, se trata de tomárnoslas en serio y tomarnos en serio a nosotros mismos. 

De este modo, nuestra tarea no consiste en implementar ciertas fórmulas, sino dialogar con los maestros y con los textos, reflexionando acerca del sentido de las enseñanzas y la significación de los mismos para nosotros como individuos, pero, también, intentando descubrir el tipo de relevancia que estas pueden tener en nuestro contexto social y político específico. 

Uno de los problemas que tenemos en América Latina, y al que me he referido en otro sitio, es que muchas de las técnicas espirituales exportadas a nuestras latitudes son productos diseñados para las sociedades angloestadounidenses. Nada puede ser más pernicioso, como nos muestra la historia, que viajar con un mapa que no corresponde con el territorio que deseamos explorar.

Supuesto 6: La meditación exige una verificación científica.

Conectado al punto anterior. Hay muchos maestros de meditación o practicantes de yoga que promocionan sus técnicas explicando los beneficios que supone para nuestra salud aplicarnos a las mismas. Esto no es un error necesariamente, pero cuando llevamos las cosas demasiado lejos, y olvidamos que este tipo de beneficios es un subproducto, una suerte de efecto lateral que no necesariamente se cumplirá, y que no resulta central para nuestra motivación, esto puede acabar siendo contraproducente. Por lo tanto, tenemos que prestar atención a nuestras estrategias publicitarias, y no prometer lo que no podemos garantizar. Ni el éxito, ni la felicidad, ni la salud, ni mayor eficacia en nuestro desempeño, ni mejores relaciones interpersonales, ni ninguno de los otros logros que habitualmente se publicitan deberían utilizarse como cebo para «pescar» estudiantes. 

Como señalé en la entrada anterior, sostener que la felicidad es el objetivo central de la meditación es ya problemático. Pero si a esto sumamos la imagen de un monje conectado con hisopos en su cráneo a un artefacto tecnológico para medir su felicidad en el cerebro, pasamos del error al espanto sin estaciones intermedias. Si a esto le sumamos la caracterización del monje en cuestión como «la persona más feliz del mundo» y lo paseamos convertido en un fenómeno de circo publicitando el mindfulness, estamos ante una completa fetichización de la práctica meditativa que no puede traer nada bueno. 

Debemos resistirnos a la apropiación de la meditación por parte del mundo corporativo, como también a la pretensión de la ciencia de convertirse en el árbitro último que la legitime mediante un estudio de nuestro comportamiento cerebral. 

Los maestros de meditación que se regodean con los resultados en estas áreas deben recordar, para empezar, que ninguno de los datos que tenemos a nuestra disposición son concluyentes, y que en nada cambiaría nuestra apreciación de una vida de estudio, reflexión, contemplación y compromiso político, si supiéramos que el precio a pagar por vivir consciente y comprometidamente resultara ser contraproducente en relación a esos bienes empecinadamente publicitados. 

Sencillamente, un pensador, un meditador, una persona comprometida con la justicia, la paz, la igualdad y la preservación de nuestro planeta no evalúa la utilidad de la práctica en estos u otros términos semejantes. Hacerlo sería tan absurdo como pretender que la libertad o el amor pueden comprarse o venderse en el mercado como cualquier otro activo.

Conclusión

Estas consideraciones críticas no tienen el objetivo de desanimar la práctica meditativa. Muy por el contrario, en consonancia con el epígrafe que abre esta nota, estamos convencidos de que, en nuestra época, la pretensión de escindir mente y política acaba teniendo consecuencias totalitarias. 

En un momento en el cual la tecnología (incluidas las sofisticadas formas de management) tienen entre sus principales objetivos la conquista y la colonización de las subjetividades, con el fin de controlar los comportamientos individuales y colectivos, y a través de ellos, capitalizarlos, la tarea de liberación psicológica y espiritual se convierte en una actividad política sine qua non. 

En ese sentido, las prácticas meditativas y las prácticas espirituales contemplativas que se realizan de espaldas a la realidad sociopolítica y son indiferentes a los avances científico-tecnológicos que nos afectan, o se dejan seducir por sus cantos de sirena, en el mejor de los casos acaban convirtiéndose en «impotentes compañeras de viaje» de un sistema en cuya raíz se inscribe la violencia, la desigualdad y la autoaniquilación de nuestra especie. 

LA MEDITACIÓN BUDISTA. PROMESAS Y LÍMITES

Introducción

Algunas amigas y amigos me pidieron que los introdujera a la práctica meditativa. Con ese propósito en mente organizamos un curso inicial a través de una plataforma digital. Se trata de ofrecer algunas explicaciones generales sobre (1) los propósitos y (2) la metodología meditativa desde la perspectiva budista, e (3) ilustrarlos con unos ejercicios meditativos sencillos que sirvan como ejemplo de la práctica. Todo esto sin olvidar el contexto en el que estamos inmersos.

En la década de 1990 me dediqué de manera concertada y exclusiva al estudio y a la práctica meditativa. Tuve la fortuna de vivir en Asia, ordenarme como monje, conocer y recibir instrucciones directas de grandes maestros, y pasar largas temporadas realizando retiros solitarios en cabañas y ermitas. A finales de aquella década, uno de mis maestros me pidió que sirviera como instructor en algunos de sus centros. De este modo inicié mi tarea (esporádica) de docente en este rubro de las prácticas meditativas.

Sin embargo, pronto caí en la cuenta de las limitaciones que tienen, en general, las enseñanzas budistas impartidas en Occidente y, ahora, en las sociedades subalternas como las latinoamericanas. Las limitaciones, como no puede ser de otro modo, están relacionadas con presupuestos ideológicos de las sociedades liberales contemporáneas que, en buena medida, distorsionan nuestra comprensión del mensaje del Buda. 


Es, en este contexto, en el cual quisiera explicar las razones por las que accedí a organizar el presente curso.

Son dos:

(1) En primer lugar, porque creo que, efectivamente, la práctica de meditación, especialmente en su versión budista, puede aportar algo interesante a la cultura occidental contemporánea. La filosofía y la práctica meditativa budista ofrece un punto de vista desde el cual, tal vez, sea posible reinterpretar algunas de las paradojas en las que parecemos sistemáticamente atascados. Por ejemplo, creo que la filosofía de Nāgārjuna, como expliqué brevemente en mi entrada anterior en este blog, puede echar luz sobre los debates sobre el realismo y el antirrealismo que hoy vuelven a estar de moda en nuestra cultura filosófica contemporánea.

Por otro lado, estoy convencido que es factible que, abriéndole la ventana a la filosofía budista, entre una brisa de aire fresco a nuestros debates que nos permita redefinirlos y, habiéndolo hecho, podamos encontrar respuestas nuevas a viejos problemas. Esto mismo, por supuesto, lo creo respecto a otras filosofías mundiales, y por ello defiendo que debemos cultivar una filosofía intercultural que nos ayude a trascender el eurocentrismo rampante en el que aún estamos inmersos.

Finalmente, la práctica meditativa puede ayudarnos a recuperar la dimensión contemplativa que la filosofía occidental (erudita y académica) parece haber perdido, convirtiéndose por ello (en ocasiones) en un artefacto con limitada capacidad transformadora. 

(2) En segundo lugar, porque en los últimos años, especialmente en América Latina, he constatado el crecimiento de una «espiritualidad materialista» que ofrece un sustituto aparentemente modernizado de la genuina práctica meditativa, pero que consigue lo opuesto a lo que el budismo propicia. 

El resultado es un enroque de muchos budistas en versiones religiosas fundamentalistas, o la trivialización oportunista.

Los centros espirituales y los «servicios de bienestar» se multiplican en nuestra geografía. Con ello, se multiplica la despolitización, el fenómeno de «huida del mundo» y, a la par, crece el temor al otro, el fanatismo, la exclusión de lo que se considera tóxico y la cerrazón.

En este marco, parece que existe una distancia insalvable entre (1) los ideales promovidos por el Buda de una ética personal que comienza invitándonos a poner coto a nuestras acciones dañinas, continúa con el cultivo de la virtud y acaba con la asunción de una actitud de «responsabilidad universal», y (2) el afán inconfesado de los usuarios de los servicios espirituales de lograr a través de las prácticas que se les ofrece, estrategias y nuevas tecnologías de la subjetividad que les permita conquistar nuevas fronteras de bienestar, exclusividad y felicidad.

La apropiación de un «budismo global» corporativa y hollywoodense, propiciada, en ocasiones, por los mismos líderes espirituales, acaba secuestrando el mensaje del Buda, convirtiéndolo en un conjunto de herramientas o tecnologías al servicio de la felicidad personal que acaban socavando las esperanzas de cambios sustantivos en la sociedad. El budismo se convierte de este modo en un aliado de las fuerzas conservadores y libertarias, y no el motor de una transformación responsable de un sistema que está dando muestras evidentes de agotamiento.

El contexto

Ahora bien, siempre he pensado que la redacción de los Diálogos platónicos, por ejemplo, o de los Suttas en los que se recuerdan las intervenciones de Gotama Buda, no es casual. En estos clásicos, lo primero que encontramos, siempre, es una referencia al lugar y al momento en el cual esos diálogos o enseñanzas ocurrieron. En cierta ocasión, en un lugar determinado, Buda o Sócrates, dijeron tal o cual cosa, a tales o cuales personas, en tales o cuales circunstancias. Por esa razón, comenzaré aquí con una breve referencia sobre el lugar y el momento en que escribo estas páginas. Esto permitirá que las afirmaciones vertidas en este texto puedan ser posteriormente interpretadas como fruto de un contexto específico, y no como afirmaciones absolutas.

Vivimos un momento excepcional. No por la pandemia en sí misma, que ha habido otras, incluso más brutales en términos comparativos si la medimos en función de las víctimas mortales que ha producido, sino por su extensión y alcance. 

Efectivamente, estamos ante un fenómeno planetario. El Covid-19 y la respuesta que hemos dado al contagio nos afecta a todos de un modo u otro. En los últimos meses son miles de millones los que han debido restringir sus movimientos y adecuar sus vidas a un confinamiento obligado con el fin de detener la transmisión del virus. 

Esto ha afectado el funcionamiento ordinario de nuestras actividades, ha puesto en cuarentena a la economía, jaqueado el orden institucional en muchos países, y profundizado los problemas estructurales que ya teníamos.

En algunos lugares, como en Europa, desde donde escribo, hemos comenzado el proceso de desconfinamiento después de una catástrofe que ha causado la muerte de cientos de miles de personas.

En otros sitios, como América Latina, aún nos encontramos en pleno proceso de ascenso de la curva de contagios.

En Asia, donde la crisis sanitaria se inició, la situación es más compleja. En algunos lugares, los temores giran ahora en torno  a los hipotéticos rebrotes que empiezan a asomarse amenazantes. En otros es la escalada de los contagios y las muertes que van en aumento. Sea cual sea la situación en la que nos encontremos, la experiencia general es la de una enorme incertidumbre y malestar. Incertidumbre producida porque no sabemos exactamente qué ha pasado, qué está pasando y qué podemos esperar.


A esta incertidumbre sanitaria, se suma la creciente experiencia de temor por parte de las ciudadanías de que la pandemia sea utilizada por las élites corporativas y estatales para avanzar agendas regresivas contra la población en términos de derechos.

Ahora bien, esta incertidumbre no es nueva. El mundo «prepandémico» no era el paraíso.

El temor a la guerra y a la violencia era ya una preocupación extendida en la población. No solo debido a la creciente polaridad geopolítica, sino también por el ascenso aparentemente irrefrenable de los fundamentalismos, el racismo, los populismos neofascistas, los nacionalismos excluyentes, en el marco de una  creciente aceleración que impuesta por el capitalismo financiero en todas las esferas de nuestra vida, y la violencia en la que se traduce esta aceleración desbocada, que es respondida con un aumento exponencial de la vigilancia estatal-corporativa, represión y militarización del espacio público.

Por otro lado, la inestabilidad económica y financiera es sistémica, como son sistémicas la precarización laboral y la exclusión. La brecha entre ricos y pobres es cada vez más abismal.


Finalmente, el deterioro medioambiental es cada vez más evidente. Los negacionistas del cambio climático tienen cada vez más difícil la tarea de convencernos de que el capitalismo no produce efectos nocivos en nuestro entorno natural. La incertidumbre respecto a la viabilidad misma de nuestra supervivencia como especie en el planeta no surgió con la pandemia.

En todos estos sentidos, las preocupaciones y las incertidumbres van en ascenso. 


Todo esto para recordarnos a nosotros mismos que la pandemia, pese a su excepcionalidad y su espectacularidad, no vino a sumar algo radicalmente nuevo, sino, simplemente, a poner en evidencia nuestra vulnerabilidad, y obligarnos a enfrentar nuestra incertidumbre.

La meditación como «materialismo espiritual»

En este marco vamos a hablar de la meditación.

Sin embargo, como pueden imaginar en vista a lo dicho hasta aquí, mi manera de abordar el tema difiere en algunos aspectos de las presentaciones habituales. A mi entender, el «discurso oficial» en este campo ha contribuido de manera sustantiva a una comprensión errónea, muy extendida, de todo el asunto.

Ahora bien, mi intención no es aportar algo nuevo.

Para aquellos que tienen alguna experiencia meditativa, o están en contacto con centros de meditación, o han escuchado a docentes profesionales en estas materias, es posible que algunas de las cosas que explique en estas páginas les resulten convincentes, pero consideren ciertos énfasis como exagerados. Lo que quisiera que supieran, en este caso, es que mi intención no es ofrecer una lectura o interpretación novedosa de la meditación. Todo lo contrario. Lo que pretendo con mis objeciones a ciertas presentaciones de la meditación es evitar algunos efectos colaterales que he detectado profusamente entre algunos practicantes. Para ello, me enfocaré primero en algunas formulaciones que utilizan nuestros propios prejuicios ideológicos para publicitarse, pero que, al hacerlo, acaban pervirtiendo inadvertidamente el sentido último de las enseñanzas de Buda.

Para explicar lo que quiero decir me centraré en tres supuestos que, según mi entender, pese a las buenas intenciones de quienes los promocionan, tienden a ser contraproducentes, hasta el punto de convertir a la meditación en lo opuesto de lo que debería ser.

Supuesto 1: «Cambiar el mundo es cambiar nuestra mente»

Se trata de un lugar común, repetido hasta el hartazgo por los adeptos a las prácticas meditativas, especialmente cuando emprendemos la tarea publicitaria (evangelizadora) de vender nuestro producto. Para cambiar el mundo, decimos, hemos de cambiar nuestra mente y nuestro corazón. 


Evidentemente, llevamos parte de razón cuando decimos esto. Pero, el problema con esta afirmación surge cuando se convierte en un dispositivo ideológico. Porque, aunque es cierto que tenemos que cambiar nuestra mente, eso no significa que, al hacerlo, cambiaremos el mundo. La meditación tiene una utilidad limitada en este sentido.

La razón es sencilla. Vivir en el mundo significa estar inserto en una red de relaciones sociales, y eso significa, estar obligados a realizar ciertas prácticas sociales y responder a específicas demandas institucionales que funcionan sobre la base de una lógica muy diferente a la que cultivamos en nuestra práctica meditativa. A menos que decidamos vivir en un claustro, como hacen los monjes (e incluso en este caso), el mundo convencional de nuestros centros de meditación y nuestros monasterios, y el mundo convencional de nuestras prácticas sociales e instituciones, están en contradicción.

Eso significa que, una y otra vez, nos vemos ante la encrucijada moral que supone que nuestras visiones del bien, nuestras opciones éticas, no se acomodan o incluso son impedidas por el normal funcionamiento de nuestras prácticas sociales y nuestras instituciones. En nuestra práctica cotidiana, por ejemplo, nos prometemos a nosotros mismos no tratar a otros individuos como medios, sino siempre como fines, pero en nuestra empresa, reducimos los costos laborales de nuestros empleados para ser más competitivos. En nuestra práctica cotidiana nos prometemos a nosotros mismos cultivar la ecuanimidad, el amor, la compasión y el regocijo ante la felicidad de los otros, pero en nuestra vida social reina la arbitrariedad, el oportunismo, la evasión de nuestras responsabilidades ciudadanas, la competencia y la explotación directa o indirecta de quienes están por debajo de nosotros en la escalera social.


Creer que la meditación, o cualquier otra práctica espiritual, como el yoga u otras prácticas contemplativas son suficientes es muy empobrecedor. Creer que esas prácticas espirituales pueden resolver por sí solas las contradicciones inherentes del sistema, un signo de ignorancia. 

El resultado de adoptar una perspectiva semejante está a la luz de todos. Cuando entramos en un centro budista, o hablamos con un profesor de yoga, lo primero que nos llama la atención, en general, es que parecen vivir en una realidad paralela, como si sus centros budistas o sus prácticas de yoga estuvieran desconectadas de la realidad sociopolítica y económica en la que están inmersos.

El problema es que, tarde o temprano, el mundo toca a la puerta de tu refugio espiritual y te pide explicaciones. A veces, ese encuentro con el mundo es brutal. En otros momentos, la brutalidad se manifiesta como una forma de hipocresía, de cinismo. Seguimos practicando la ecuanimidad y el amor, la serenidad y el yoga de la vacuidad, pero utilizamos la práctica para lavarnos las manos, justificándonos a nosotros mismos, pensando: «Si no lo hago yo, lo hará otra persona», y dejamos las cosas como están. He escuchado a muchos budistas que viven de rentas extraordinarias hablar de la pobreza y la desigualdad como hechos consumados que no pueden cambiarse, ni merecen nuestro tiempo y esfuerzo para cambiarse.

Por lo tanto, el primer punto consiste en recuperar una perspectiva humilde respecto a la meditación. 


Por eso suelo plantearles a mis estudiantes lo siguiente: imaginemos que todos los niños del mundo aprendieran a meditar. ¿Garantizaría esto la justicia en el mundo? Si esa meditación, esa práctica de yoga, o cualquier otra práctica religiosa o espiritual está desprovista de una formación crítica y un activismo cívico y político comprometido como trasfondo, lo más probable es que acabe siendo parte del mecanismo de naturalización de las injusticias, legitimando las desigualdades, enquistando el desprecio hacia aquellos que no forman parte de nuestro mundo «exquisito» de cultivada sensibilidad.

Esto no es baladí, vemos las consecuencias de actitudes análogas en las sociedades premodernas en las que han convivido las mayores aspiraciones espirituales con las más denigrantes formas de explotación y discriminación social, pero también entre quienes practican la meditación u otras prácticas espirituales actualmente. 


Entre los cultores del mindfulness, por ejemplo, especialmente en el mundo corporativo, esta actitud es generalizada. La práctica meditativa es una plataforma al servicio de la meritocracia y la explotación inescrupulosa, o una herramienta para cultivar una falsa consciencia.  

En India, para poner otro ejemplo, un país en el que el yoga es una disciplina nacional que se imparte sistemáticamente en todas las escuelas, que el propio Primer Ministro Modi publicita de manera activa, el yoga se ha convertido en un artefacto de identidad cultural que sirve para justificar, promover y profundizar la xenofobia, el chauvinismo y la miseria.

No lo olvidemos, de la misma manera que la educación liberal, la educación en las artes y las letras, no solo no ha servido para detener guerras, campos de exterminio, conquista y explotación. En ocasiones ha servido como marcador para justificar lo contrario: la opresión de unas clases por otras en vista a su supuesta superioridad moral y estética. 


En síntesis, la educación espiritual y la meditación, por sí mismas, no garantizan una sociedad más justa e igualitaria para todas y todos. Necesitamos mucho más.

Supuesto 2: «La verdad está en nuestro interior»


El segundo supuesto, que acompaña al anterior, es que la verdad está en nuestro interior. Lo cual implica, para empezar, que existe algo que denominamos «interioridad» que tiene una suerte de privilegio epistémico respecto a nuestra experiencia del mundo con los otros. En este caso, la meditación nos ofrece la oportunidad de descubrir nuestra verdad más profunda, porque la verdad de lo que somos, desde esta perspectiva, está en lo más profundo de nosotros mismos. Desde este punto de vista, el mandato consiste en redirigir nuestra atención hacia adentro, donde están nuestros verdaderos tesoros.

Supongo que mi rechazo a este segundo supuesto es más difícil de justificar, especialmente para quienes no han meditado nunca. Y entre quienes meditan habitualmente, la manera en que formularé mi rechazo puede resultar chocante. Lo cierto es que, en mi propia investigación de este hipotético mundo interior, he llegado a la siguiente conclusión: nuestra interioridad es un fetiche, una ilusión, que nuestras sociedades contemporáneas han llevado al paroxismo.

Estamos convencidos, nosotros, los modernos, que en nuestro interior encontraremos nuestra auténtica identidad. Adoramos la originalidad que emerge de ese pozo profundo que llamamos la consciencia. Adoramos los escenarios interiores que nos permiten poner en cuarentena la amenazante exterioridad del mundo con su eficacia rotunda. Adoramos todo aquello que promete ser expresión y representación genuina de nosotros mismos.

En esta línea debemos entender el lugar privilegiado que hemos concedido a los sentimientos, las emociones y los artilugios imaginativos que manufacturamos, dotándolos de una autoridad epistémica privilegiada. Decimos: «no importa si es verdad o si es mentira (esto o aquello), lo que importa es lo que siento». Y con esto, lo que pretendemos es que nuestros sentimientos tengan prioridad absoluta por sobre la realidad efectiva.

Por consiguiente, mi veredicto es que la interioridad (al menos como esta es representada habitualmente por muchos divulgadores de la práctica meditativa budista) no existe, es un mito. O, si esto nos parece excesivo, podemos formularlo del siguiente modo: nuestra tarea consiste en liberarnos justamente del autoritarismo de esa interioridad. Lo que sostengo es que estamos cautivos por nuestras emociones y nuestra ignorancia. Por lo tanto, nuestra tarea, como meditadores, contrariamente a lo que muchos parecen sugerir, es deslegitimar la hipotética autoridad de esos fenómenos interiores.

Supuesto 3: «El propósito de la meditación es el logro de la felicidad»

Finalmente, se dice que la meditación tiene por objetivo lograr una «genuina felicidad». Esta afirmación puede interpretarse correctamente cuando contraponemos a esta «felicidad genuina» las felicidades mundanas, en las que hemos puesto tantas esperanzas, pese a sus recurrentes «traiciones».

Sin embargo, la idea misma de que las enseñanzas del Buda tengan por objetivo la felicidad (aunque sea calificada como genuina) acaba siendo problemático, y da lugar a incontables malentendidos que acaban potenciando el materialismo espiritual y el nihilismo concomitante.

Hay maestros de meditación que incluso coquetean con las corrientes de la «psicología positiva» o la «industria de la felicidad» sin medir las consecuencias de una aproximación semejante. Por ese motivo, me inclino por una formulación más radical: el budismo, la meditación budista, no tiene en modo alguno, como objetivo central, la felicidad.

El budismo nos propone que nos liberemos de nuestra «obsesión por la felicidad», que dejemos de estar atrapados en esta obsesión egocéntrica que acaba obnubilándonos y apostemos a trascender esta perspectiva.

Puede que la meditación, en ocasiones, nos produzca estados de éxtasis, pero esa no es la cuestión, y como dice un buen amigo polaco, esos estados de éxtasis, en general, están sobrevaluados, como el sexo o el éxito profesional.

Lo importante es que la felicidad no sea el criterio exclusivo y prioritario de nuestro modo de estar en el mundo. Hay cosas definitivamente más importantes:

1) Por ejemplo: terminar con la violencia, la opresión y la explotación sistémica. Definitivamente, eso es mucho más importante que nuestra felicidad personal.


2) Lo mismo podemos decir de la desigualdad lacerante. Luchar por un mundo más igualitario es muchísimo más importante que lograr nuestra felicidad personal.

3) Finalmente, la destrucción de nuestros entornos naturales, que afectan especialmente a las poblaciones más vulnerables, debe tener prioridad por sobre nuestras experiencias de felicidad personal.

Conclusión

Por consiguiente, si realmente estamos comprometidos con las transformaciones que necesitamos hacer para promover una cultura de la paz, igualitaria, y respetuosa con el medioambiente, necesitamos reconocer que (1) la meditación (las prácticas espirituales, en general) no solo no son suficientes para llevar a cabo esta transformación, sino que pueden convertirse en un obstáculo en toda regla para ello. Por ese motivo, debemos acompañarla, e incluso fundarla, en un activismo político que aliente nuevas prácticas sociales y nuevas formas institucionales. Esto significa profundizar nuestro compromiso ético y político fundamental.

Por otro lado, (2) necesitamos desautorizar nuestra injustificada pretensión de que «la verdad» de lo que somos, y mucho acerca de la realidad misma, la encontraremos en un hipotético «mundo interior», independientemente de nuestras relaciones personales, sociales y naturales. Esto significa profundizar en nuestra comprensión última de lo que somos: seres interdependientes, y no entidades autosuficientes, dotados de una esencia inherente que nos define.

Finalmente, (3) necesitamos renunciar a la creencia de que nuestras acciones (incluida la acción de meditar) tienen que tener como objetivo prioritario el logro de la felicidad personal. Nuestra obsesión ubicua por ser felices es siempre contraproducente, porque nos encierra dentro de nosotros mismos y convierte nuestra vida en una búsqueda incesante de satisfacción material o espiritual. En este marco, atender prioritariamente a las necesidades y sufrimientos de los otros es la mejor estrategia (para llamarla de algún modo) para poner límites a nuestra obsesión caprichosa por darle a nuestro pequeño yo un lugar preferente en el mundo, dirigiendo nuestra atención hacia la trascendencia. En este caso, la forma más sencilla de caracterizar eso que llamamos «trascendencia» consiste en afirmar en nuestras vidas la prioridad absoluta del otro.  

EL NUEVO REALISMO Y LA DIALÉCTICA DE AYRA NĀGĀRJUNA


I

Una de las fortunas que tuve en la vida fue vivir en India durante casi diez años. Allí me encontré con las enseñanzas budistas, me ordené como monje y estudié los clásicos del pensamiento indio, Nāgārjuna y Shantideva, a través de los ojos de quien yo considero su más importante intérprete tibetano, Lama Tsong-khapa.

En estos días se está discutiendo con cierta insistencia el tema del «nuevo realismo» en el cual se asocian, quizá de manera apurada, autores tan diversos como Charles Taylor, Hubert Dreyfus, Gabriel Markus o Quentin Meillassoux. 


Todos estos autores proponen (1) un regreso a algún tipo de realismo robusto que nos libere de un tipo de cautividad impuesta por la tradición epistemológica «de Descartes a Rorty», como dicen Dreyfus y Taylor, pero también, (2) la superación del trasfondo tácito que es la base sobre la cual se articulan nuestras prácticas sociales y nuestras instituciones contemporáneas. 

Aunque la tradición posmoderna, en todas sus formas, se presentó como un movimiento aparentemente «anti-epistemológico», fue en realidad la versión opresiva de la libertad promovida por la deriva anarquizante de pensadores como Foucault que, tal vez de manera involuntaria, como plantea Nancy Fraser en su Fortunas del feminismo, acabó convirtiéndose en el compañero de viaje del neoliberalismo. De este modo, el posmodernismo cultural y el capitalismo neoliberal, como señaló tempranamente David Harvey en The Condition of Postmodernity, se abrazaron para dar forma al mundo que hoy se encuentra en crisis. 

II

En esta nota traigo a colación algunas estrategias que Arya Nāgārjuna articuló en sus obras, especialmente su Mūlamadhyamakakārika (Tratado del Camino Medio) con el propósito de tender una mano a los nuevos realistas utilizando un tipo de argumentación que puede resultar sugerente, con el fin de evitar una tentación habitual entre algunos de quienes se suben al nuevo carro del realismo, que consiste en convertir la respuesta al posmodernismo en una nueva forma de conservadurismo. 

O, para decirlo a la manera de Clifford Geertz en la época en la cual la fiebre posmoderna aún afectaba nuestra racionalidad: de lo que se trata no es simplemente de articular una anti-epistemología, sino más bien, la de ofrecer una respuesta «anti-anti-epistemológica».

En este marco, apunto algunas ideas que se desprenden de la posición de Nāgārjuna. En mi interpretación, el filósofo indio está lejos de poder ser asociado al nihilismo, como sugieren algunos autores budistas e intérpretes occidentales. En mi caso, lo asocio a un tipo de realismo robusto, «comunitarista», pero también «pluralista» - de allí su gracia - que puede asistirnos en las reflexiones que estamos desplegando. 

Enumero: 

1) Nāgārjuna y sus seguidores sostienen que todos los fenómenos condicionados (finitos) surgen en dependencia de causas y condiciones. Entienden la causalidad de manera amplia. No solo piensan (a) en el modo en el cual son producidos los fenómenos impermanentes; sino también (b) en la dependencia «mereológica», es decir, la que se establece entre las totalidades y sus partes, en ambos sentidos; y (c) la dependencia funcional y pragmática de las entidades en relación a los mundos-de-vida o juegos de lenguaje en los que son reconocidos como tales. Esta dimensión se asocia generalmente a una suerte de nominalismo. 

¡Todo esto discutido en el siglo II de nuestra era!

2) Esto último lleva a estos pensadores a la siguiente conclusión: el surgimiento dependiente (pratītyasamudpāda) es un signo de que los fenómenos están vacíos de existencia intrínseca (están vacíos de esencia - svabhāva). Si su existencia depende de causas y condiciones, eso significa que, cuando se descontinúan esas causas y condiciones, el fenómeno deja de existir. A esa ausencia de existencia inherente, a ese «vacío» de esencia, lo llaman «vacuidad» (sūnyāta).

3) La vacuidad niega un tipo de existencia, no la existencia in toto. La existencia negada es la inherente o esencial. Pero esto deja intacta la existencia convencional o nominal. Obviamente, para una persona que aún no ha descubierto el sentido de la vacuidad, la negación de la existencia inherente parece referirse a la negación de la existencia en general. Por ese motivo, algunos intérpretes consideran la posición de Nāgārjuna como nihilista.
Sin embargo, la conclusión es que todos los fenómenos existen «efectivamente» como fenómenos nominales, aunque no tengan un ápice de existencia inherente o intrínseca. Es decir, pese no tener esencia, su mera existencia nominal o convencional es suficiente para que produzcan efectos (de ahí su efectividad). 

4) Ahora bien, uno podría pensar que los budistas son antinormativistas, pero este no es el caso. La disciplina ética y meditativa exige una estricta normatividad. Y esto es así porque la única vida humana posible, de acuerdo con los budistas, es una vida éticamente responsable, lo cual implica, entre otras cosas, (1) restringir nuestras acciones negativas (dañinas en relación con nosotros mismos y con los otros), (2) el cultivo de virtudes como la generosidad, la paciencia o la atención plena, y (3) un sentido de responsabilidad universal, en el caso del Mahayana, que nos permita servir a nuestros congéneres y otros seres sentientes no humanos. 

Entonces, ¿cómo se entiende esta combinación de normas convencionales y vacuidad? 

6) Los budistas no pretenden vivir en una realidad sin normas. Lo que dicen es que las normas son siempre «instrucciones pragmáticas» para vivir y convivir. Las normas están allí para promover la felicidad y disminuir o eliminar el sufrimiento en todas sus formas. 

7) Ahora bien, esas instrucciones pragmáticas, cuando se absolutizan, suelen acabar siendo «injustas», porque no responden de manera precisa a la complejidad causal que supone la emergencia de los fenómenos y la perspectiva desde la cual estos fenómenos son percibidos como tales. De modo que las normas siempre son provisorias y revisables. Sin embargo, esa revisión no puede ocurrir fuera de un marco básico en el cual la discusión de dichas normas tenga sentido y puedan debatirse sus límites. La multiplicación ad infinitum de normatividades alternativas solo puede dar lugar al caos, a la atomización social, y a la incomunicación. 

III

Aquí no estoy fijando posición. Estoy simplemente poniendo de manifiesto dos cosas. 

1. Que esta discusión es muy antigua y transcultural. Es un problema que ha existido siempre, y al que todas las tradiciones deben enfrentarse. Porque las tradiciones (y nuestra discusión se enmarca dentro de una tradición, que es la de la filosofía occidental, la teoría crítica, etc.), como decía MacIntyre, no pueden entenderse sin sus sucesivas revoluciones.


Las tradiciones son una mezcla de conservación y cambio. Cuando lo tradicional se absolutiza (es decir, triunfa de manera partidista el conservadurismo, la fidelidad a un origen, o a un paradigma cerrado del mundo convencional), el anquilosamiento y la decadencia resultan patentes. 

Cuando la revolución se absolutiza, no hay lugar para el intercambio y solo hay pugna infinita, la guerra de todos contra todos, el fin de cualquier proyecto común.

2. En este sentido, estoy en la línea de los filósofos de la liberación latinoamericana que, como E. Dussel, sostienen que hemos de prestar atención a las dimensiones materiales, formales y fácticas de nuestras posiciones ético-políticas. 


La factibilidad se refiere a lo posible, a lo que verdaderamente puede ser articulado en un momento determinado y en un lugar determinado. 

Todos los órdenes socio-políticos son más o menos injustos. Para el anarquista puro, el «izquierdista» del que hablaba Lenin, la pureza se convierte en una maldición. Solo hay lucha, pero no hay sociedad posible. Para el conservador, cualquier movimiento fuera del orden vigente es una traición y un peligro para la sociedad. 

Hemos de tener en cuenta, por tanto:

1. La materia (la vida, la promoción de la vida, más allá de los órdenes sociopolíticos y económicos que la subsumen, la vida como exterioridad y fundamento de todo orden social);

2. la forma, el modo en el cual el lenguaje, la cultura, la política, la economía, y sus órdenes siempre transitorios y cambiantes, imponen sus constricciones, organizan y explotan la vida con el peligro recurrente de convertirse en un orden-para-la-muerte; 

3. y, finalmente, cuando respondemos a un sistema como el actual, convertido en lo opuesto a la vida, una totalización para-la-muerte, tenemos que tener en cuenta también la factibilidad, es decir, lo que es posible aquí y ahora, para contener y enfrentar a la muerte que avanza sobre nosotros.

LA PÉRDIDA


I


En los últimos días he hablado con muchas amigas y amigos, telefónicamente o por videoconferencia. Quería saber cómo estaban viviendo este momento, quería saber de sus pérdidas, de sus miedos, de sus expectativas. Los he escuchado, a veces durante horas, tratando de entender sus perspectivas, poniéndome en sus zapatos. 

Como suele decirse, cada uno de nosotros es un mundo, y el confinamiento confirma este lugar común. Nuestras experiencias son semejantes, pero los dramas que cada quien sufre en su carne son irreductibles a los padecimientos de quienes le rodean. 

A algunas de mis amigas y amigos les he pedido que me escriban un texto sobre la crisis. Mi idea era publicarlos para componer un collage de impresiones, ideas, propuestas que, conjuntamente, nos puedan ayudar a guiarnos a nosotros mismos en la búsqueda de un futuro que ahora parece inimaginable. Porque, si en un principio parecía que la pandemia traía consigo una oportunidad, «otro mundo posible», ahora da la impresión que el camino que tenemos por delante será largo y oscuro, una especie de purgatorio, en el cual deberemos enfrentarnos a todos los «pecados» cometidos en nuestra existencia previa. 

II

Eso que llamamos «la política» tiene su manera de hablar del pasado, del presente y, sobre todo, del futuro. Tiene su propia manera de «nombrar» lo que tenemos por delante.

Nosotros, los ciudadanos de a pie, que también «estamos, somos y hacemos» ineludiblemente política, pero que no somos «la política», tendremos que encontrar nuestra manera de nombrar y lidiar con la pérdida de nuestro pasado, asumir nuestro presente, e imaginar nuestro futuro posible. 

«La política» europea, por ejemplo, habla de «reconstrucción». Las alusiones al «Plan Marshall» se repiten continuamente. El dinero, se dice, hará el milagro. Bastará que inyectemos inversiones y voluntad para la reconstrucción y saldremos adelante. Efectivamente, se trata de insuflarnos con ese espíritu voluntarista que ha marcado a nuestra civilización moderna. La figura es la del buen líder, guiando a su pueblo a través del desierto para alcanzar la Tierra prometida. 

Pero el nombre «reconstrucción» no suscita ya el mismo entusiasmo. Son demasiados los peligros y las amenazas que enfrentamos, y demasiadas las promesas incumplidas detrás de ese nombre. No podemos asumirlo, sin más. 

De este modo, a la promesa de reconstrucción respondemos con una suerte de melancolía generalizada. No es descabellado pensar que, como Aaron en el desierto, nos dejaremos tentar con algún fetiche sustituto para aplacar nuestra tristeza. Los nacionalismos, la xenofobia, los liderazgos autoritarios, la construcción de chivos expiatorios, nunca están lejos como candidatos para asumir esos roles sustitutos.

Pero esta oscilación entre voluntarismo y melancolía no debería sorprendernos. Es la dicotomía que caracteriza nuestro espíritu moderno y contemporáneo, el peculiar identikit de nuestra cultura bipolar.

III

En este contexto recordé la lectura de Precarious Life, el libro de Judith Butler que más me impresionó. En él, la autora estadounidense ofrece un análisis de la identidad que merece destacarse en estas horas para echar luz sobre lo que exige el momento que vivimos en términos psicológicos y espirituales. 

Para Butler, toda pérdida es una pérdida de nosotros mismos. Esto supone que cualquier diagnóstico que hagamos del presente debe tener en cuenta la posibilidad de que estemos pasando por un «duelo no superado». 

Para analizar la cuestión, Butler se enfrenta a la posición ambivalente que Freud mostró en sus escritos sobre el duelo. A la pregunta: ¿cómo superar con éxito una pérdida? Freud propuso dos respuestas diferentes. 

En primer lugar, señaló que debíamos ser capaces de cambiar un objeto de apego por otro. Una persona amada muere, un mundo se derrumba, una experiencia significativa llega irremediablemente a su fin. La primera propuesta de Freud fue que debíamos apartar nuestra mirada del objeto perdido y encontrar un sustituto. 

La retórica política tiene ese tinte voluntarista. Aquí, en España, la pandemia dejará - además de decenas de miles de muertos que ya se contabilizan; los cientos de miles de personas que habrán superado la gravedad de la enfermedad pero llevarán las marcas del miedo en sus cuerpos y memorias; y las millones de personas infectadas que habrán perdido la falsa presunción de inmunidad que ha marcado nuestra manera de estar-en-el-mundo durante el último siglo - pero, además, decía, dejará trás de sí a una población que no ha podido llorar a sus muertos, que no ha podido despedirlos, ni siquiera enterrarlos, una población que no ha podido abrazarse en el dolor ni consolarse, una población que ha debido mirar higiénicamente a sus congéneres para cumplir el mandato político de un confinamiento necesario, eso sí, pero que no nos ahorrará por ello los trances que nos impone nuestra innata compasión, el reconocimiento de que somos exclusivamente con los otros. 

En este escenario, la política nos dice: «reconstruiremos nuestro país», o «reconstruiremos el mundo», volveremos a poner ladrillo sobre ladrillo, y haremos de esta catástrofe una oportunidad para ser mejores.

Pero, una parte importante de la sociedad no cree ya ingenuamente en este tipo de retórica. Nos miramos los unos a los otros sabiendo que detrás de las palabras se esconde una cierta cobardía inevitable, de ocasión. Ocurre como con los amigos que, al intentar darnos ánimos en nuestra lucha por superar el duelo de una pérdida, desnudan sus temores proponiéndonos distracciones que nos ayuden a tapar nuestras angustias. Nosotros sabemos que no hay distracciones que valgan. Que la única manera de responder a ese duelo es mirando a la cara al sufrimiento que la pérdida nos provoca. 

IV

En ese sentido, Butler nos recuerda que Freud vaciló en su respuesta a la pregunta «¿cómo superar con éxito una pérdida?», y propuso una segunda solución a la angustia, que consistía en incorporar la perdida dentro de nosotros mismos, dando lugar con ello a una experiencia de melancolía. Dice Butler en su texto: 

Quizá uno llora una pérdida cuando acepta que por haberla experimentado uno será cambiado, posiblemente para siempre. 

Quizá el lamento consiste en aceptar que hemos de atravesar una transformación (quizá deberíamos decir someternos a una transformación) cuyo resultado completo no podemos conocer con antelación. 

Hay una pérdida, como sabemos, pero también un efecto transformativo de la pérdida, y esto que sigue no puede ser cartografiado o planeado. Uno puede tratar de elegirla, pero puede ocurrir que esta experiencia de transformación deforme la elección en cierto nivel. 

V

La política tiene que insuflarnos con una voluntad de renovación. Efectivamente, el mundo exige un cambio de rumbo, una respuesta a la altura del sufrimiento inmediato que vivimos, pero también al prolongado malestar que todos arrastramos al enfrentamos diariamente a las imágenes de desigualdad y destrucción que vivimos en carne propia o nos rodean por todos lados, incluso a aquellos privilegiados que miran la pobreza y la contaminación que experimenta el pueblo llano desde los atalayas de sus «sociedades desarrolladas» o «barrios cerrados». 

Pero el voluntarismo político no puede esconder la melancolía que, de un modo u otro, subyace en todos nosotros. 

Es cierto, el mundo que dejamos atrás no era un buen mundo, ni siquiera el mejor de los mundos posibles. Pero era nuestro mundo, y nosotros éramos ese mundo. Ahora ese mundo ya no está y no puede regresar. No sabemos qué nos deparará el futuro, y nuestras mejores intenciones tampoco pueden garantizarnos demasiado. 

Sin embargo, sabemos que no basta con cambiar el foco de nuestra atención para eludir la angustia que significa nuestra pérdida. No basta con pensar en «otro mundo posible». El tránsito exige, también, o quizá primeramente, un duelo. No solo un duelo por el mundo que hemos perdido, sino porque en esa pérdida también nos hemos perdido a nosotros mismos.


NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

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