RACIONALIDADES EN PUGNA. ARGENTINA FRENTE A LA DEUDA



En estos días, el gobierno de la República Argentina se debate frente a una encrucijada que merece una consideración sosegada pese a la urgencia del momento. 

 

Como es bien sabido, el gobierno del Ingeniero Mauricio Macri endeudó al país de manera irresponsable para el pueblo argentino, y aceptó condiciones de pago imposibles de honrar por parte del Estado frente al Fondo Monetario Internacional. 

 

Por otro lado, es de público conocimiento que el préstamo concedido al país y el uso que se hizo de dicho préstamo contravino los estatutos del propio Fondo Monetario Internacional, y se realizó sin el expreso consentimiento del Congreso Nacional, convirtiendo a toda la operación en ilegal internacionalmente, y anticonstitucional a nivel local. 

 

Los propios funcionarios del FMI, y del gobierno de los Estados Unidos que presionaron por razones geopolíticas por la aprobación de dicho préstamo, hicieron declaraciones que confirman el carácter espurio del endeudamiento, y el propio Mauricio Macri ha declarado públicamente a medios internacionales que el objetivo central de la operación fue blindar su candidatura a la reelección ante el peligro que suponía, para los inversionistas extranjeros, el retorno del kirchnerismo. Todo esto es de público conocimiento, y por ello no abundaré en detalles informativos que pueden encontrarse con facilidad en los medios oficiales y en las redes sociales. 

 

Lo que quisiera hacer es reflexionar sobre las racionalidades en pugna que justifican las posiciones de los actores políticos frente a esta cuestión. Y quiero hacerlo prestando atención a un debate análogo que aún anima la esfera pública en estos días y que ha marcado la agenda mediática en los últimos dos años de pandemia. 

 

Me refiero al debate en torno a la prioridad última de la economía frente a la vida, o la necesidad alternativa de priorizar una ética humanista frente a las prerrogativas del mercado. En este caso concreto, lo que me interesa subrayar es el modo en el cual se argumenta a favor de un cumplimiento irrestricto de las obligaciones frente al mercado financiero y los organismos multilaterales como el FMI, incluso si ese cumplimiento, aun habiendo sido a todas luces irregular en origen, pone en entredicho, nada más y nada menos, que la vida misma del pueblo argentino en las próximas décadas. 

 

Sabemos perfectamente que la lógica inherente del capitalismo, tal como quedó demostrado en la crisis de 2007-2008, solo atiende a las necesidades del mercado. Eso explica el aparentemente irracional salvataje de las instituciones financieras que produjeron la crisis por parte de los «Estados democráticos», en detrimento de la vida de los millones de ciudadanos que eran su responsabilidad directa, a quienes abandonaron a su suerte. 

 

Los argumentos en aquel entonces fueron básicamente los siguientes: la razón por la cual debemos salvar a los bancos y otras entidades financieras del descalabro, y no a las familias, es que el sistema vigente debe preservarse a cualquier costo. De modo que cientos de miles de millones fueron destinados al salvataje de las grandes fortunas, en detrimento de la salud, la educación, y el bienestar de las poblaciones, cuidándose muy bien el poder político y judicial de no molestar a los responsables fácticos de la debacle, que no sufrieron ni siquiera un susto que los despeinara. 

 

Diez años más tarde, cuando el mundo se enfrentó a la pandemia del COVID-19, volvimos a encontrarnos con una encrucijada análoga. En aquel momento, lo que estaba en juego era, por un lado, la vida y la salud de la población, y en contraposición, la economía. La respuesta del poder político y económico ha sido clara. La promesa de Davos de un «reinició de la humanidad» ante la catástrofe (como solemnemente declararon) no se refería a la implementación de nuevos criterios a favor de la vida, sino una vuelta de tuerca al proceso de acumulación a través de una violenta ofensiva cuyo objetivo último no consistió en otra cosa que acelerar el proceso de extracción de plusvalor y acumulación de capital ficticio en detrimento de la población mundial. El comportamiento de los laboratorios es un ejemplo del carácter desalmado del capital global. 

 

Ahora bien, sería un error por nuestra parte indignarnos ante semejante comportamiento. El león es carnívoro y solo percibe a su presa como alimento cuando está hambriento. En buena medida, lo que Marx nos enseñó es que un régimen de relaciones sociales capitalista responde de manera ineludible a una lógica que es indiferente a la moral de sus agentes. No se trata de buenos y malos capitalistas. Se trata de capitalistas sin más, y sus víctimas. 

 

El capitalismo es un orden de relaciones sociales basado exclusivamente en la ganancia y la acumulación. El sistema no opera con criterios que responden a las exigencias de la vida, sino que opera con la lógica de la apropiación por desposesión y explotación. En este contexto, un «buen» capitalista sería como un león vegetariano. Por más amabilidad o cortesía que demuestre en su trato personal, en su rol como capitalista, no tiene otra alternativa que actuar despiadadamente o desaparecer, devorado por otros capitalistas que en la lucha fratricida de clase en las que está sumido, no dudarán un instante en someterlo. 

 

Por ese motivo, resulta grotesca, no solo la pretensión de un «capitalismo con rostro humano», como en algún momento se publicitó como alternativa al capitalismo salvaje que impuso el neoliberalismo a partir de 1970, sino la idea, mucho más peregrina, de que el capitalismo puede domarse. La realidad de las economías centrales son una prueba de la incoherencia de una pretensión semejante. La pobreza endémica de la principal economía mundial, la estadounidense, y el deterioro creciente de las condiciones de vida en las sociedades europeas debido a la imposibilidad que supone pretender sostener una política democrática virtuosa en el marco de una competencia despiadada, da por tierra con cualquier pretensión en este sentido. 

 

Necesitamos, de una vez por todas, entender que la economía política que encarna el capitalismo tiene por objetivo exclusivo la ganancia y la acumulación. La producción, por ejemplo, no está al servicio del bienestar de la ciudadanía, tampoco está vinculada al sostenimiento de un sistema de vida democrático al servicio de los derechos humanos entendidos integralmente. 

 

Si bien es cierto que, desde una perspectiva histórica, puede argumentarse que existe una coincidencia entre el capitalismo y cierto aumento del bienestar relativo para la humanidad, la vinculación entre capitalismo y bienestar no es vinculante, sino meramente circunstancial. El capitalismo no es sinónimo de avance tecnológico. Tampoco es sinónimo de avance científico. El capitalismo no está relacionado necesariamente con la democracia y los derechos humanos. Mucho menos con la libertad, definitivamente se da de bruces con la igualdad, y es indiferente a la fraternidad.  Al mismo tiempo, es posible e imperativo imaginar otros regímenes de relaciones sociales más inteligentes y armoniosos, cuyo fin primario e irrenunciable no sea otro que el cumplimiento del mandato político y moral de producir, reproducir y realizar la vida misma en el marco del respeto a su diversidad. 

 

El capitalismo ha logrado ampliar nuestra capacidad de consumo, pero no ha permitido que los pueblos decidan democráticamente en qué invertir sus esfuerzos colectivos. Muy por el contrario, la imposición de una guerra permanente, la naturalización de una desigualdad lacerante, y la indiferencia ante la destrucción ecológica, son una prueba irrefutable de que el capital tiene la última palabra. 

 

El sistema capitalista tiene un solo criterio de justificación, la ganancia y la acumulación del capital. Cualquier otro objetivo es circunstancial y no vinculante. Si las vacunas producen ganancias, éstas serán producidas. Si no lo son, las sociedades capitalistas no tienen manera de hacer que las mismas se produzcan, porque el capital elige sus objetivos exclusivamente a través del criterioso sopesar de la ganancia y la acumulación en el marco de la competencia en el mercado. De igual modo, la paz, el cuidado y la sostenibilidad ecológica, no dependen de la voluntad del poder, sino de la posibilidad de que una apuesta a dichos fines resulte beneficiosa en términos cuantitativos para el capital en su proceso de valorización. 

 

El gobierno de Alberto Fernández sostuvo, frente a la crisis de deuda que se avecinaba, que había encontrado la llave para sacarnos de la trampa que nos impuso Macri hipotecando nuestro futuro, cediendo nuestra soberanía a los fondos especulativos. Nos quiso convencer de que el capitalismo se había vuelto mágicamente humano. Como Mauricio Macri, quien pretendió convencernos de que su trato personal con Christine Lagarde era una muestra de la confianza y buena voluntad vegetariana del Fondo con la Argentina, Alberto Fernández tuvo también su celestina. Como Macri, el actual presidente y su ministro, Martín Guzmán, nos presentaron a Kristalina Gueorguieva como el nuevo rostro del Fondo «bueno», cuyo principal objetivo, sin embargo, nunca ha sido otro que proteger la hegemonía financiera de los Estados Unidos en el mundo a cualquier costo. 

 

Argentina debe leer sus futuros alternativos en ese contexto. Mucho se ha hablado del modo en el cual el capital global ejercita su poder de dominio a través de la deuda. 

 

La Argentina sobre la cual Mauricio Macri y sus acólitos ejercieron su voluntad de dominio era una presa apetecida por el poder corporativo global y las élites locales, cuya hambre de acumulación y poder había sido restringido hasta cierto punto por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. La relativa salud financiera del país, por otro lado, lo convertía en un blanco privilegiado del poder financiero internacional. 

 

Macri no llegó al poder mágicamente. Más allá de los fracasos y claroscuros de los llamados «gobiernos progresistas» que lo precedieron, se puso en marcha una aceitada y violenta operación internacional que, a través de los tribunales locales y los medios de comunicación cuyo horizonte transnacional se ha vuelto evidente, cooptaron el imaginario de una buena parte de la ciudadanía, que fue convencida de que sus intereses de clase coincidían con los intereses de las clases oligárquicas locales, y los intereses corporativos a los que estos últimos están históricamente vinculados. 

 

Como señaló en su día la vicepresidenta Gabriela Michetti, el modelo que Macri tenía en mente para la Argentina era análogo al rol de la India en el mercado global. Es decir, un modelo agroexportador y de servicios, capaz de suministrar a las economías centrales trabajadores con relativa cualificación a salarios bajos, en el marco de una pobreza extrema generalizada. La situación de la Argentina posmacrista ilustra hasta qué punto el proyecto macrista, tal como lo definió Michetti, fue todo un éxito en el cumplimiento de sus objetivos.  

 

Por todos estos motivos, Argentina debe suspender provisionalmente el pago de la deuda con el fin de avanzar decididamente en el proceso de investigación acerca de su legalidad en ambas instancias, nacional e internacional, afianzando de ese modo su soberanía. Especialmente, teniendo en cuenta la actitud recalcitrante que está mostrando el Fondo Monetario Internacional, como era de esperar, y la complicidad abierta de la oposición en la Argentina que parece operar en tándem con los funcionarios del organismo en contra de los intereses del pueblo argentino. 


De este modo, se enfrenta en el escenario público dos tipos de racionalidades irreconciliables, dos voluntades inconmensurables. 


Por un lado, la racionalidad instrumental y la voluntad de dominio del Fondo Monetario Internacional, representante institucional de las élites globales en su proyecto irracional de acumulación a través de la explotación y la desposesión ilimitada de la naturaleza y los seres humanos. 


Por el otro lado, la racionalidad y la voluntad de un pueblo que se juega, en última instancia, su propia supervivencia y dignidad, la posibilidad de su reproducción y el desarrollo de su vida en libertad. 





EL PAÍS DE LAS COSAS «ROMPIDAS»


Las noticias que llegan de la Argentina son preocupantes en muchos sentidos. Las evidencias de que las máximas autoridades del gobierno de Mauricio Macri, incluido el propio expresidente y la gobernadora de la provincia más poblada del país, María Eugenia Vidal,  condujeron de primera mano la persecución judicial y policial contra opositores políticos, sindicalistas, periodistas, e incluso recopilaron información ilegalmente y armaron causas preventivas contra miembros de su propio partido y aliados circunstanciales, constituye la más grave vulneración del estado de derecho en la Argentina desde el regreso a la democracia en 1983. 

 

La historia de Mauricio Macri avala que se considere al expresidente un delincuente reincidente en lo que respecta a este tipo de crímenes. Recordemos que Macri llegó a la jefatura del Estado procesado por una escandalosa causa de espionaje ilegal dirigida, por un lado, contra su oposición política de aquel entonces, competidores empresariales, víctimas y familiares del atentado terrorista más grave que jamás sufrió el país en toda su historia, e incluso sus propios familiares. El hecho de que el PRO y la UCR, los dos pilares de la antigua alianza Cambiemos, hoy Juntos por el Cambio, no hayan iniciado una purga en el interior de la misma, lejos de constituir una estrategia electoral errónea de cara a la cita electoral de 2023 en la que están sumidos los principales aspirantes a la presidencia, se ha convertido en un signo de la decadencia ética que hoy caracteriza a ambos espacios. 

 

Sin embargo, sería un error creer que solo nos estamos refiriendo a un problema de «corrupción» tal como ésta se concibe habitualmente: la mera utilización indebida o ilícita de las funciones en provecho de sus gestores. Obviamente, esto también. El endeudamiento masivo a favor de inversionistas privilegiados en desmedro del país en su conjunto y el capitalismo de amiguetes que practicó la administración ponen en evidencia que el macrismo, pese a la honorabilidad que pretendió encarnar, fue sobretodo un dispositivo de desposesión al servicio de los círculos privilegiados que lo constituyeron, aliados con el capital global para lograr una porción del robo sistemático perpetrado contra los argentinos. 

 

Obviamente, resultará difícil probar en los tribunales, debido al denso entramado de ocultamientos que caracteriza a la actividad mafiosa de este tipo de engranaje corporativo, favorecido por la extensa impunidad que promueve la reglamentación financiera y la invisibilidad que concede el orden societario. Sin embargo, a nadie debería caberle duda, si alguna vez sospechó de los claroscuros aparentes de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, que la «administración» macrista, lejos de ser responsable de hechos puntuales de corrupción, fue un dispositivo sistemático de desposesión y explotación al servicio de las minorías. En todas sus jurisdicciones, tanto a nivel local, como a nivel nacional, sobre la administración macrista cae el más oscuro velo nocturno en término de transparencia.  

 

Sin embargo, como decía, no es la corrupción en el sentido habitual lo que me interesa pensar en esta nota, sino la corrupción como deterioro sistemático de valores, de usos, de costumbres, la corrupción como diarrea, como descomposición moral. Este es el escándalo institucional que ya no puede ocultarse, pese al empeño y el poder mediático y judicial que detenta aún el macrismo a nivel corporativo y en las propias instituciones.  Esto es lo que debería poner en alerta a la ciudadanía: la evidencia de que el macrismo, con la complicidad de la Unión Cívica Radical, ha socavado el estado de derecho, llevándonos a una situación inaudita en la que los fundamentos mismos de la sociedad se encuentran hoy hechos añicos. 

 

Obviamente, los casos más escandalosos ocupan hoy los portales de los diarios y las pantallas de televisión, aun de aquellos que han actuado concertadamente durante los últimos años bajo el expreso mandato de ocultarlos – lo cual demuestra la gravedad de los hechos, dicho sea de paso. Pero lo verdaderamente peligroso es el modo en el cual la corrupción en los tribunales ordinarios y en las fuerzas de seguridad, por un lado, y en la prensa amarilla, rosa o negra, ha socavado las seguridades jurídicas mínimas que exige una sociedad para mantenerse cohesionada. 

 

Mucho se hablaba en tiempos de las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de la ausencia de seguridad jurídica en el país, lo cual, se decía, socavaba el tipo de confianza exigida por el empresariado y el capital inversionista. Con ese discurso garantista a favor del capital llegó el macrismo al poder en 2015, asegurando a su electorado que se abría una nueva época para la nación. Se anunció un cambio profundo que estaba llamado, según se dijo en su momento, a poner de pie nuevamente el país con la bandera de la transparencia y la división de poderes por delante. 

 

El resultado fue muy distinto a lo previsto. El macrismo, envalentonado por el odio recalcitrante e histórico que anida en la sociedad – que hoy amenaza con convertirse en otra expresión pura y dura de fascismo, como en otros lugares del mundo – y el poder cuasi-absoluto sobre la esfera pública una vez desmantelados los intentos por poner freno al poder monopólico de la información de los principales grupos de noticias del país, claramente alineados con el proyecto neoliberal promovido por el presidente Macri y sus acólitos, reprodujo el Proyecto de Reorganización Nacional promovido por la última dictadura militar, pero esta vez en clave posmoderna. 

 

Mientras el dictador Videla perseguía y aniquilaba ciudadanos bajo la consigna del respeto a la dignidad de los derechos humanos en clave humanista cristiana, Macri y sus acólitos se lanzaron a una salvaje persecución de sus opositores políticos, líderes sociales y sindicalistas, jueces genuinamente independientes y periodistas rebeldes, armados con las armas que les facilitaba el monopolio mediático, y el control del poder judicial, ocultado bajo el manto de un discurso posmoderno a la medida de la sociedad digitalizada. 

 

En ese contexto, el macrismo espió, armó falsas causas judiciales, inició procesos sumarios en los medios de comunicación con el fin de lograr linchamientos mediáticos que apuraran las condenas penales de sus opositores, acudiendo a las amenazas, la extorsión e incluso al terror para lograr sumar cómplices atemorizados a su cruzada de violencia criminal contra la ciudadanía.

 

Hay quienes pueden pensar que el colapso institucional solo afecta a las esferas prominentes del poder, que la ciudadanía de a pie vive una realidad diferente, marcada exclusivamente por los agobios cotidianos de la crisis económica, social y sanitaria que la afecta. Una apreciación de este tipo está completamente desencaminada. El macrismo afectó, no solo los fundamentos institucionales de la sociedad, sino, y lo que es más preocupante, sus imaginarios. 

 

Si es cierto, como señalan los analistas estadounidenses, que el paso de Trump por la presidencia de los Estados Unidos ha retrotraído al país a una situación prebélica que recuerda los prolegómenos de una guerra civil, no es descabellado, como ya han señalado algunos analistas en Argentina, que estemos a las puertas de un nuevo período histórico de confrontación que se dirimirá, no en el marco democrático de entendimiento institucional, sino a través de las armas, las que sean más apropiadas para la destrucción o aniquilación de nuestros respectivos enemigos en la época en la que vivimos. 

 

Sea cual sea el resultado, estamos hablando en cualquier caso de malas noticias. Es el fracaso de la política, el fracaso de una sociedad por construir mecanismos no violentos para dirimir los conflictos y, sobre todo, la desafortunada consecuencia de obligar a cada uno de los involucrados al desasosiego que supone luchar por la mera supervivencia, es decir, de conducir a la patria a una nueva forma de anarquía, estado de naturaleza o guerra civil. 

EL GRITO

Introducción

 

Vivimos tiempos convulsos, violentos, marcados por el abuso, la frustración y el agotamiento de las fuerzas vitales de las poblaciones, sometidas a una tensión creciente y un aparato impiadoso de desorientación cognitiva. 

 

En un escenario semejante, no es casual la radicalización política y el desmembramiento del tejido social. La aceleración y precariedad que imponen los regímenes de acumulación flexible socavan las certidumbres que exigen los individuos y las sociedades para lograr su realización. 

 

En este escenario, “la verdad y la mentira” se vuelven, en palabras de Nietzsche, fenómenos “extra-morales”, armas de destrucción masiva, meros instrumentos del poder. Sin verdad sustantiva, no hay comunidad. Arrecia entonces la soledad, impuesta como dínamo de un sistema de relaciones sociales volcado exclusivamente a la valorización del valor, la ganancia del capital.

 

La rebelión de las masas

 

Los amantes y los amigos no consumen, se comparten mutuamente. En el abrazo amoroso o fraterno, no hay tiempo para las distracciones que nos ofrece el mercado. La soledad promueve el consumo y la competencia. 

 

Ante la soledad que impone el sistema, el pánico hace crecer el tribalismo, la lealtad delincuencial, la arbitrariedad partidaria. No hay verdad excepto la que impone la necesidad de la supervivencia o el triunfo. Esto no solo en la vida pública. Las redes sociales son solo una muestra del caos emocional que reina en nuestras vidas individuales y en nuestras relaciones interpersonales, reducidas a su mercantilización creciente. La cuantificación de la popularidad de los dispositivos de dichas redes es un signo del deterioro de las formas genuinas de amistad basadas en la virtud.

 

Después de décadas de discusión en torno a la redistribución, el reconocimiento y la universalidad de los derechos humanos, vuelve el chauvinismo y las exigencias violentas de quienes pretenden que se les reconozca privilegios distintivos basados en el dinero, la clase, el género, la raza, la etnia o la lengua. 

 

Sin verdad y sin mentira, las masas rebeladas de las que hablaba Ortega y Gasset, se alistan para la batalla.

 

El sonido del silencio

 

Cuando el recién nacido tiene hambre, llora. Cuando el niño se ve privado de un capricho, patalea. El grito pertenece al género del llanto infantil y la pataleta. Es un signo de debilidad frente a las emociones que arrecian en nuestros corazones, disgustados ante una realidad que retacea sus recursos en la medida de nuestras expectativas. 

 

Hay diferentes gritos. Los gritos de espanto son muy diferentes a los gritos de bronca. Los gritos que produce el odio al prójimo, no son iguales a los gritos de indignación que produce la injusticia. Se trata de gritos diferentes. 

 

Aunque desde cierto punto de vista, lo mismo es el escándalo que produce una pila de platos que se estrella en el suelo y el silencio que se produce entre dos notas musicales en una partitura, en tanto los dos son fenómenos que pertenecen a la esfera del sonido, existe una diferencia cualitativa entre ambos que no debe olvidarse. El escándalo es al silencio, lo que lo superficial es a lo profundo, la forma a la vacuidad, la expresión al libertad, o la nube al cielo transparente.  

 

La muerte es una forma de grito del alma. A veces es un suspiro, otras veces una suerte de aleteo, un estertor. El grito de la muerte, sin embargo, es, en realidad, “menos que nada”.

 

Ese “menos” de la nada a la que nos enfrenta la muerte, es el silencio que hacen posible dos notas musicales en una partitura. El silencio de la muerte es un sonido entre los vivos que enloquece con su eco las almas más débiles. Es un grito silencioso, de espanto, como el que ilustra el cuadro de Edvard Münch. 

 

Conclusión 

 

Por eso hay que aprender a callar o a hablar el sonido del silencio, el sonido de la muerte, que nos acecha en el presente con su acumulación de pérdidas pasadas y amenazas futuras. 

 

El insulto, el llanto, la pataleta, el abuso, la mentira, la manipulación o el desprecio son expresiones de la debilidad de ese ser mutante que es el animal humano cuando vive de espaldas a su única certeza: su muerte, sus horas contadas. 

 

¿EL FIN DE UNA ILUSIÓN?

Las fuerzas progresistas en Argentina se enfrentan a una derrota electoral que augura un descalabro institucional. La derecha conservadora y libertaria, pese a haber conducido al país a una debacle durante su reciente mandato, exige al gobierno de Alberto Fernández una rendición incondicional. Su control de la agenda mediática y judicial le permite mantener al ejecutivo jaqueado de manera continuada. 

Como en otras latitudes, la pandemia y sus consecuencias han abroquelado la bronca ciudadana detrás de personajes que expresan el cansancio, la frustración y el odio que fue cocinándose en los corazones durante los meses de confinamiento y distanciamiento, en los que se ahondó la vulnerabilidad de las grandes mayorías y se dinamitaron los cimientos de las clases medias. 

I

En la Argentina de hoy, se multiplican los abusos y las violencias de todo tipo, en una suerte de guerra de todos contra todos que parece regresarnos a una suerte de estado de naturaleza hobbesiano, en el que se está produciendo una peligrosa metamorfosis. Los restos virtuosos del orden institucional hoy en crisis parecen no ser ya efectivos para contener incluso los más flagrantes abusos, y la violencia se torna lenguaje cotidiano a la hora de dirimir las disputas entre derechos y privilegios. 

Ahora bien, ¿qué esconden esos abusos y esas violencias que caracterizan a la Argentina posmacrista y pospandémica? ¿Qué nos dice la impotencia presidencial, la tibieza de sus respuestas ante la prepotencia opositora y empresarial que exige privilegios que violan de manera obscena el principio de igualdad ante la ley? 

Los abusos sistemáticos que ejercita el poder real sobre la norma y su forma cuando estas no encajan con sus necesidades e intereses, junto a la impotencia notoria del actual representante elegido por el pueblo, pone en evidencia un nuevo orden de legitimidad: el de la fuerza. Y por ello augura para el futuro, a menos que medie un milagro, una etapa inhumana. El poder inhumano es, simplemente, aquel que niega la humanidad a sus enemigos.

En este marco, lo arbitrario, lo legitimado como prerrogativa de un poder abusivo, queda fuera de todo marco de mediación o sustanciación judicial. 

Pero, ¿cómo se legitima un poder al que se le concede la prerrogativa del abuso? El nacimiento en una familia noble, la pertenencia a una etnia o una raza sobre otra, el género dominante, todo esto explica históricamente la subordinación de ciertos seres humanos en relación con otros. 

Los imaginarios actuales tienden a justificar dicha subordinación e incluso enaltecerla con argumentos cuasi-darwinianos. La derecha reclama un regreso al realismo duro de las desigualdades biológicas, naturales, que justifican los privilegios. La verdad del poder triunfa de manera rotunda sobre el poder de la verdad.

En las sociedades contemporáneas, la riqueza es el factor clave. Para el 1%, las reglas que rigen para el 99% restante son una entelequia. El capitalismo concede al rico una suerte de invulnerabilidad que se asemeja a la infalibilidad de un papa en cuestiones doctrinales. Es inequívoca, incuestionable. Cualquier sugerencia de que los ricos deben atenerse a la ley es perseguida como terrorista. La riqueza es un derecho, incluso si está fundada en la estafa, el fraude, la explotación, el robo. 

II

En cualquier caso, cuando se producen abusos, estos no hacen más que evidenciar la arbitrariedad constitutiva que caracteriza ciertas maneras de ejercitar el poder. El que arbitra sobre la realidad de manera partisana siempre acaba socavando la dignidad de aquellos sobre los cuales ejerce dicho poder. Ese es el límite insuperable de una política basada en la pugna de intereses sectoriales, sin un bien común que permita construir una hoja de ruta compartida, que exige coincidencias y renuncias de todas las partes. 

Estos abusos evidencian a su vez los mecanismos de legitimación sobre los cuales el poder logra su gloria simbólica. Cuando el abusador encarna el poder, su origen, estatuto o condición lo eximen de toda responsabilidad. En algunos casos, el abuso mismo es desdeñado como tal. En los casos más extremos, la culpa es achacada a la víctima, o el abuso es abiertamente silenciado. 

La razón es comprensible. El abuso nunca es accidental, sino que es constitutivo del orden partisano. Al hacerse visible, desnuda lo que es el caso: la injusticia soberana.

Soberano, nos decía Schmitt, es aquel que impone la excepcionalidad para proteger la norma del orden vigente. El orden vigente es el orden del capital. El capital, como decía Ellen Meiksins Wood, es enemigo de la democracia. 

El giro global hacia la extrema derecha es la respuesta del capital a los anhelos de igualdad y justicia que la crisis multidimensional que afecta al orden vigente pudieran materializar. La exacerbación de las frustraciones y la rabia, la alienación que impone la lógica del mercado (la incertidumbre, la precariedad y los abismos de la desigualdad) desactivan el potencial «transformador» de las reivindicaciones populares.

III

La impunidad que exige Mauricio Macri y sus acólitos en la Argentina no debería ni sorprendernos ni indignarnos. Muy por el contrario, esa impunidad clarifica el escenario donde se juega la partida y el lugar que ocupan los espacios políticos enfrentados históricamente en el país.  

Las fuerzas populares están siempre cautivas dentro de un orden que les es constitutivamente adverso. En dicho marco, la ley y el orden impiden la irrupción democrática preservando la norma que garantiza el privilegio. Las fuerzas antipopulares encarnan y conducen el poder policial de administración de lo sensible con el fin de asegurar impunidad y privilegios.  

La evidencia de esta desigualdad ante la ley que celebran los voceros mediáticos o silencian quienes se acomodan al orden republicano de la injusticia formalizada, desenmascara la naturaleza de las relaciones sociales vigentes.

Las víctimas de la arbitrariedad expresan con claridad meridiana hasta qué punto el proyecto democrático liberal-republicano se encuentra en crisis y por qué motivo la única alternativa viable es la radical puesta en cuestión del orden vigente en sus fundamentos. 

A esta altura, el gobierno de Alberto Fernández sabe que no hay salida democrática al entuerto en el cual se encuentra. El golpe de mercado, el acoso mediático, y la acción concertada de la política local, en tándem con los intereses transnacionales que aquellos representan en el país, clausura toda posibilidad de diálogo. 

Lo que se le exige al presidente Fernández es una rendición incondicional, sin cortapisas. 

Por ese motivo, en estos días se baraja en el seno de la coalición gobernante, por un lado, el costo de articular una resistencia abierta, o asumir la derrota como una suerte de rendición. El gobierno de Alberto Fernández, en sus acciones y en sus declaraciones, parece haber optado por esa asunción de la derrota. Si es así, se encamina a implementar en los años que restan de su administración, el ajuste (con paliativos) que exige el capital. Pero eso está por verse. Pese a la evidencia de los gestos y la declaraciones, la esperanza es lo último que se pierde. 
 

LOS LÍMITES DE LA POLÍTICA



 Introducción

 

Vale la pena pensar qué hay detrás del giro global a la derecha que se extiende a lo largo y ancho del planeta, en un momento en el cual parece urgente articular una respuesta mancomunada para enfrentar la crisis que afecta de manera transversal a la humanidad en su conjunto, aunque cebándose especialmente con las poblaciones más vulnerables. 

 

En este contexto, pese a las dificultades que implica, las fuerzas populares progresistas necesitan resucitar un proyecto genuinamente internacionalista, capaz de hacer frente a la globalización neoliberal y sus alternativas neoconservadoras (cuyo rol consiste en proteger el actual orden de privilegio por medio de una estrategia anti-política). Esto conlleva la formulación consensuada de una alternativa factible que nos permita avanzar hacia una transformación radical.  Algunas de las razones generales han sido expuestas en algunas de mis notas anteriores. Aquí quiero referirme a los límites de la política. Más específicamente, quiero hacer algunos apuntes acerca de los límites de la democracia representativa en tiempos de neoliberalismo y tecno-feudalismo.

 

El odio a la democracia

 

La crisis de legitimidad de las instituciones democráticas, «el odio a la democracia», como diría Rancière, juega indudablemente un papel central en la actual dispensación. Este odio debe entenderse como la expresión consumada de la lucha de clases. 

 

Ahora bien, para entender este odio a la democracia como expresión de la lucha de clases necesitamos sortear el obstáculo o trampa que nos ha dejado la epistemología posmoderna, al colonizar el trasfondo de comprensión de las ciencias humanas y sociales, para infiltrarse luego a la sociedad en su conjunto gracias a la promoción de un sentido común en el cual las espiritualidades gnósticas, en alianza con el cientificismo y el constructivismo, han acabado haciendo desaparecer las demarcaciones que imponen las relaciones sociales de explotación y desposesión, deslegitimando con ello a las formulaciones sustantivas que justifican una política radical. 

 

En este sentido, no es de extrañar la alianza secreta que emparenta a los neoliberales y a los neoconservadores. Esta alianza tiene larga data, y se puede rastrear echando un vistazo a la formulación ética de sus pioneros. Hayek o Friedman son ejemplos elocuentes de los vasos comunicantes entre los ideales del fundamentalismo del mercado y una sociedad disciplinada en los cánones del más estricto conservadurismo. 

 

Mientras que los primeros (los neoliberales) se han servido de una epistemología reduccionista que ha hecho del mercado y del agente económico las claves explicativas de la realidad social y política – es decir: mientras que el neoliberalismo ha logrado hacer «desaparecer» a la sociedad (con sus pobres y excluidos) y a la política (con sus reivindicaciones de reconocimiento, distribución y genuino internacionalismo) en favor de relaciones sociales basadas exclusivamente en el interés económico, la competencia y el mérito individual como ethos; la estrategia neoconservadora ha servido para redibujar los esquemas sociales y políticos que visibilizan la explotación y la desposesión, como los estadistas imperiales redibujaron las cartografías de sus posesiones para despojar a los pueblos de sus identidades históricas, forjar nuevas alianzas interclasistas, incluso si esas alianzas conducían a la guerra y el exterminio mutuo, si ello servía para garantizar el orden de privilegios y su perpetuación en el tiempo.

 

 Efectos de la pandemia

 

La pandemia no hizo más que exacerbar los síntomas de los problemas constitutivos del capitalismo global, cuyo funcionamiento desbocado a partir del fin de la guerra fría aceleró los procesos de acumulación, y con ello, la desigualdad y la violencia, debido a la rendición incondicional de toda resistencia sustantiva al proyecto de clase impuesto como «armisticio» con la caída del muro de Berlín, en el cual, como en tiempos del Tratado de Versalles, el ganador pretendía ganarlo todo, y los perdedores estaban llamados a perderlo todo o sucumbir ante el poder imperial. 

 

El resentimiento global que exacerbó el «nuevo imperialismo» dio lugar al terrorismo global, la «Guerra contra el terror» y un proceso de deterioro de los derechos sociales y ecológicos que la llamada crisis de las subprime hizo patente a las sociedades centrales, cuando las periferias extracomunitarias en Europa, se replicaron en su territorio, y la «invasión de migrantes y refugiados» se convirtió veladamente en el principal supuesto bélico al que debían hacer frente las sociedades ricas, debido al «efecto llamada» que produce el hambre, la miseria y la desigualdad lacerante.

 

En este marco histórico, la pandemia no hizo más que visibilizar lo que ya estaba presente en la sociedad, pero conduciendo la situación a un nivel superior, entre otras cosas, debido al grado de paranoia y frustración que impuso la amenaza de un enemigo minúsculo e invisible que ningún muro, ni régimen de vigilancia estaba preparado a contener. 

 

El virus venía de este modo a suplantar al terrorista suicida que durante los últimos años había mantenido en vilo a las sociedades centrales, causando estragos en los territorios en conflicto en la periferia, y animando un conjunto de medidas de vigilancia y control social impensadas en la dispensación previa, cuando las celebraciones por la libertad hipotéticamente reconquistada con el triunfo del capitalismo estaban aún en su apogeo, y nuestros intelectuales articulaban odas a los nuevos héroes de la democracia digital que, según decían, estaban construyendo una aldea global en la que reinaría la paz y la prosperidad por siempre jamás. 

 

En esos mismos años, sin embargo, el nuevo imperialismo fue manufacturando con prisas al enemigo que le serviría de espejo para cuando las crisis de acumulación, primero localizadas, luego abiertamente globales, se manifestaran. El neoliberalismo allanó el camino deshaciendo las identidades colectivas sobre la base de las diferencias de clase, y el neoconservadurismo, a la estela de las reivindicaciones identitarias, inventó su nueva cruzada, manufacturada a la medida de las reivindicaciones del neoliberalismo progresista.

 

«Comunismo o libertad»

 

Hoy los ricos y las clases medias acomodadas están atemorizadas ante el desorden y el caos que los circunda. Las certidumbres se han desvanecido. El orden institucional, aquí y allá, pende de un hilo. El descrédito de la democracia es generalizado. Los Estados están atados de pies y manos ante el todopoderoso accionar corporativo que impone límites de hierro a los gobiernos de turno, además de manufacturar alternativas recalcitrantes para bloquear las iniciativas populares. Frente a las necesidades extremas que sufren amplios sectores de la población, el empobrecimiento generalizado de los sectores medios precarizados, la falta de horizonte que viven las nuevas generaciones, la violencia generalizada que afecta el tejido social especialmente en su base, la respuesta de clase consiste en enroscarse de modo beligerante sobre sí misma al grito de «comunismo o libertad».

 

Ahora bien, es importante entender qué significa aquí la palabra «comunismo». No se trata simplemente de denunciar a la «bruja» de turno, sino de lograr, una vez más, disciplinar a la sociedad en su conjunto a través del linchamiento mediático y los escarmientos judiciales. No son solo los espectros soviético, cubano, venezolano o nicaragüense a lo que se apunta. Estos son solo emblemas que expresan de manera sintética un odio que se extiende de manera indiscriminada – como los mismos pioneros de la filosofía política neoliberal expresaron en su momento – a todas las iniciativas volcadas a construir un proyecto comunitario sustantivo que reconozca «lo común» como esfera de lo in-apropiable para el capital y exija su protección y dignidad. Lo común es la vida misma, y lo que hace posible la vida en nuestra Tierra. 

 

Subjetividad y política

 

Sin embargo, esta descripción estaría totalmente desencaminada si no sumamos un condimento al análisis etiológico de nuestra situación presente. El elemento clave es la frustración reinante, que afecta al corazón mismo de la subjetividad contemporánea en grado sustantivo. 

 

El sujeto contemporáneo se encuentra acosado de manera ininterrumpida por fantasías que conducen, aparentemente de una manera ineludible, a una rendición incondicional del mismo ante la insatisfacción inherente y la pulsión de muerte que resultan de nuestra existencia condicionada. Insatisfacción y odio, basados en una aprehensión fetichizada de nuestras circunstancias presentes, se traducen en respuestas viscerales que el capitalismo ha convertido en las energías fundamentales que mueven la rueda de la vida y de la muerte de la que se alimenta, imponiendo un ritmo cada vez más acelerado para lograr la realización del proceso de valoración que lo define. 

 

Este proceso de alienación y aceleración impuesto por el capital desemboca cada vez y de manera más frecuente, en sus crisis sistémicas, debido a las contradicciones entre las ilimitadas «ansias» de acumulación y disfrute instantáneo, y los cuerpos naturales y sociales finitos que habitamos. 

 

La libertad 

 

Entonces, hay que preguntarse que es esa «libertad» que se contrapone al «comunismo». Tal vez, solo ansia de ser y pulsión de muerte concomitante, competencia y mérito, desigualdad y aceptación indiferente ante el sufrimiento de aquellos que quedan en el camino o sirven para forjar nuestro proyecto individual a cualquier costo. 

 

«Comunismo», en cambio, es el reconocimiento y el nombre circunstancial que damos a nuestra individualidad condicionada, vulnerable, dependiente, y las respuestas colectivas que damos a esta condición común, basada en la convicción de la igual dignidad de todas y todos, que debemos extender a cada ser viviente y sufriente que habita nuestra Tierra. 

 

El odio a la democracia es la expresión de esta voluntad de poder que pretende ignorar el trasfondo que hace posible la misma libertad. Ese trasfondo, en términos sociales, políticos y medioambientales es aquello que no cuenta en el cálculo de clase: los grupos esclavizados, explotados, despreciados, las realidades subalternas aptas para la explotación y la desposesión, y la naturaleza misma, fuente de recursos baratos y basurero gratuito al servicio del consumo irracional y la acumulación sin límites. 

 

La pandemia, lejos de hacernos mejores, ha puesto de manifiesto nuestras tendencias más arraigadas, fruto de las diligentes y violentas pedagogías que nos han convertido en el tipo de sujetos que somos. El capitalismo, pese a las piruetas discursivas de sus defensores, es abiertamente el mayor enemigo de la democracia. Ha logrado imponer regímenes electorales que simulan a través de un republicanismo de masas (masas precarias y desinformadas) una democracia caracterizada por la impotencia, debido a la servidumbre del poder político frente al poder del mercado.

 

En este marco, las buenas intenciones de los líderes populares encuentran su techo de cristal en el hiper-individualismo y la atomización social impuesta a la política democráctica, por el ethos anti-político neoliberal. 

 

En este océano de individualidades alienadas, desorientadas dentro de un régimen de relaciones sociales marcado por la precariedad, la frustración y el miedo, se acrecienta la dificultad por parte de la política partidaria a dar forma a un proyecto común que no esté planteado exclusivamente en términos individualistas y, por ende, replique el mandato anti-político. 

 

De este modo, la única libertad relevante es la libertad negativa: la libertad de cada uno a no ser coercitivamente obligado a hacer lo que no le place, o forzado a no hacer lo que le place. 

 

Tal vez, el ejemplo más notorio de esta anti-política caprichosa y egoísta se puso de manifiesto en la manera en la cual, pasado el shock inicial, las oposiciones políticas, aquí y allá, y la sociedad civil enrabietada, respondieron con infantil negacionismo y la difusión histérica de teorías conspirativas, a la tragedia que supuso para millones de persona la pandemia del Covid-19.  

 

 

 

POSPANDEMIA


Tiempos interesantes

La crisis que afecta a la humanidad parece abarcarlo todo. Sin embargo, cabe preguntarse, de qué modo interpretar el presente. ¿Estamos ante el final de un ciclo histórico, el final del actual régimen de relaciones sociales capitalistas tal como lo conocemos, o más bien, como señalan otros, en la antesala de un colapso civilizacional, o incluso la extinción de nuestra especie? ¿Será la tecnología quien nos salve, o las circunstancias nos forzarán a un nuevo modo de vida, a establecer una nueva forma institucional para organizar nuestras relaciones sociales y nuestra relación con el resto de la naturaleza no humana, un nuevo contrato socioeconómico, político y ecológico que haga sostenible nuestra existencia en la Tierra? Si hablamos de cambio de paradigma, de un final de ciclo, lo que siga no necesariamente será mejor de lo que hemos tenido hasta el momento. Sin embargo, ¿podemos continuar por esta misma vía? El horror se asoma como alternativa, pero el miedo a errar no justifica nuestras precauciones conservadoras. 

 

Rocket Man

 

Hay quienes sueñan con una solución más drástica: la vida humana en otros lugares del cosmos, la colonización de las estrellas, una élite de millonarios y científicos capaces de preservar el legado de nuestra historia colectiva más allá de nuestro planeta. Aunque un proyecto de estas características es actualmente solo accesible a la imaginación a través de la ciencia ficción, la esperanza de una vida humana más allá de nuestro cuerpo terrestre parece ocupar hoy un lugar análogo al que en su día mantuvo esperanzada a la humanidad con una vida celestial. 

 

Hace unas semanas, cuando Jeff Bezos, fundador de la empresa Amazon, regresó de su viaje de 11 minutos en su nave «Blue Origin» en la que ascendió 60 millas por encima de la Tierra, enfundado en su traje espacial, rematado con un sombrero de cowboy, agradeció ante las cámaras a los empleados de su empresa y a los clientes porque, según nos dijo, son ellos los que en última instancia han pagado por su aventura estelar, a la estela de las iniciativas de Richard Branson y Ellon Musk, los otros superricos embarcados en la carrera espacial.  

 

El agradecimiento de Bezos ilustra nuestra situación actual. Un superrico declara abiertamente que es el esfuerzo de los trabajadores en su empresa lo que le ha permitido realizar la hazaña. Los trabajadores le responden con denuncias reiteradas de la explotación y desposesión a la que son sometidos, y al tipo de prácticas antisindicales a las que se los somete colectivamente para impedir la defensa legítima de sus intereses de clase. Como ha ocurrido siempre, los ricos defienden sus privilegios, a costa de los derechos de sus trabajadores, al tiempo que invierten el plus-valor que extraen a través de la explotación y la desposesión concertada, en sus emprendimientos caprichosos. El sueño de una solución tecnocrática ante las amenazas que nos acorralan, parece no ser sustentable, si entendemos como parte integral de la sustentabilidad, la defensa concertada de los derechos a la vida y a la promoción de la vida de todos los involucrados. Si, como el propio Bezos confiesa, son los trabajadores y clientes de Amazon los que han costeado su viaje de 11 minutos al espacio, ¿no deberían tener voz y voto en el modo en el cual se invierte la riqueza colectivamente acumulada? 


Laboratorio «Pfizer»

 

Después del «clímax» de la pandemia, cuando millones de personas morían a lo largo y ancho del planeta, sin recurso a la esperanza de una vacunación que pusiera freno a la expansión del virus, estamos de regreso con nuestros problemas sistémicos, y con signos notorios de que estos problemas, lejos de haberse aligerado con el paso del tiempo, se han profundizado, en parte debido a la misma crisis sanitaria, en parte por las mismas condiciones que la crisis sanitaria impuso a la ciudadanía global, y en parte por el tipo de respuesta que los Estados y las corporaciones aparentemente están promoviendo para la llamada «recuperación» de la economía mundial – recuperación que supone, ni más ni menos, que una apuesta conservadora a mantener los límites del debate en el marco previo a la pandemia, cuando ya era evidente para muchos que el sistema estaba dando muestras de agotamiento, y las formas institucionales de la gobernanza global mostraban ya signos innegables de encontrarse a las puertas de una crisis de legitimidad, que hoy, en todos los rincones del planeta, se vive con angustiosa incertidumbre. 

 

Obviamente, la pandemia no ha llegado a su fin. Especialmente, en los países más pobres, y como consecuencia directa de la especulación económica y geopolítica de los Estados centrales y la competencia despiadada de las corporaciones involucradas, abusivas en sus prerrogativas y exigencias a los Estados en plena crisis humanitaria, el virus campa a sus anchas, amenazándonos con nuevas cepas que podrían volver inútiles nuestras actuales tecnologías farmacéuticas, aparentemente sobrevaloradas, teniendo en cuenta la creciente evidencia de la limitada inmunidad que proveen a mediano plazo. Israel, recientemente, ha anunciado el cuarto ciclo de vacunación en el país en un solo año, ante la acelerada disminución de la inmunidad de su población, vacunada enteramente con el producto de la empresa Pfizer. 

 

Kabul-Saigón

 

En este marco, la fragilidad del equilibrio geopolítico internacional se ha hecho patente con la huida apresurada, caótica, de las fuerzas militares de ocupación en Afganistán. Las imágenes del aeropuerto de Kabul durante las semanas de la desbandada, junto a los testimonios de algunas de las víctimas, privilegiadas ante las cámaras por su estrecha relación con el contingente de ocupación, dejaron patente, para empezar, la debilidad de la Unión Europea para imponer condiciones razonables para la retirada de su personal en el terreno. Por el otro, la impotencia de las fuerzas de ocupación estadounidense para defender el último reducto bajo su control, el aeropuerto de Kabul, después de veinte años en el territorio. 

 

Durante todas estas semanas, no hemos dejado de escuchar explicaciones insustanciales de los responsables políticos europeos, acompañados por recortes informativos sesgados de la prensa occidental, ahora preocupada exclusivamente por el futuro de los derechos humanos en el país, hoy bajo el poder de los talibanes, miopes ante el tamaño del fiasco que ha supuesto la cruzada iniciada por George W. Bush, y reafirmada por Barack Obama y Donald Trump, «para devolver la libertad al pueblo afgano».

 

En el ínterin, consumimos ávidos la escenificación del salvataje de un puñado de ciudadanos afganos que sirvió a los contingentes extranjeros durante las dos décadas de ocupación del país. La escenificación sirvió, como en otras ocasiones, para devolver a Europa el orgullo de ser el último baluarte de los derechos humanos en el mundo, además de permitirle lavar sus culpas frente a la sangrienta e inútil ocupación del país que, bajo el paraguas de la OTAN, impuso un gobierno de color local, a través de un proceso electoral que hizo sonrojar, incluso, a sus más animados defensores, por el absurdo que suponía pretender implantar un régimen liberal en un país desbastado por las ansias vengativas del gobierno de George W. Bush, apoyado masivamente por su ciudadanía, traumatizada por los ataques del 11S. 


El objetivo, obviamente, como en Iraq, no era otro que establecer un gobierno que validara jurídicamente la estrategia corporativa en la región. En este contexto, el despliegue militar dio sus frutos. La especulación financiera (ese aparato de destrucción masiva que se alimenta del endeudamiento masivo de Estados y poblaciones), y la guerra (cuya meta es la desposesión sistemática de aquellos recursos que se consideran indispensables para el «normal» funcionamiento de las economías centrales) son los principales negocios del capitalismo estadounidense y europeo actual. 


«Endeudar y matar»

 

El endeudamiento y la guerra no son solo instrumentos de apropiación de los recursos de las poblaciones periféricas. A través de las campañas militares, por ejemplo, las élites estadounidenses se encargan de vaciar las arcas del propio Estado norteamericano, además de promover, con amenazas endémicas y conflictos continuados, un mercado armamentístico en el que consumen la riqueza colectiva creada por sus respectivas ciudadanías, sus aliados, sus socios neocoloniales, e incluso sus propios enemigos declarados. En el caso de Estados Unidos, su modelo neoliberalizado de «defensa» y expansión imperial, en el cual el rol del Estado es cada vez más acotado, a favor de fuerzas mercenarias y apoyo logístico subcontratado, garantiza en la política local, un aceitado lobby de la industria militar para promover y perpetuar los conflictos en los términos que le sean más beneficiosos al capital.

 

De este modo, volvemos al presente (después del impasse que trajo consigo la pandemia, con sus oportunidades perdidas y sus peligros, ahora manifiestos), a una sociedad más recalcitrante, más dividida, más vigilada, más desprotegida y más explotada. 


El nuevo «orientalismo»

 

Mientras Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea comienzan a dar muestra de sus temores ante el avance aparentemente imparable de la agenda de expansión China (y rusa) que, además de ganar terreno en la esfera económica, se posiciona como una alternativa entre los países periféricos frente al decadente «imperio americano» y la «hipócrita Europa» - siempre aliada a los poderes neocoloniales locales para imponer sus prerrogativas en las regiones de su incumbencia. 

 

Frente a esta inusitada simpatía, la estrategia consiste en resucitar los viejos motivos «orientalistas» de pasado, con el fin de contener la posibilidad de que se multipliquen los intentos de establecer una «tercera posición» en regiones como América Latina o África, que mejore las condiciones de negociación de los países históricamente explotados por las grandes potencias occidentales. 


La antipolítica y los condenados de la Tierra

 

En este contexto, los condenados de la Tierra se enfrentan a olas de hambre y violencia extremas. El neoliberalismo, entendido como la forma institucionalizada de explotación y desposesión al servicio del capital en nuestra época, ha impuesto niveles inauditos de población sobrante, precarización sistemática y exclusión y expulsión de grandes masas de la población mundial. Lo ha hecho a través del ataque concertado al ideal del Estado social, con políticas fiscales regresivas, privatizaciones, endeudamiento masivo y violencias generalizadas que garantizan los niveles de incertidumbre e inseguridad que convierten en inviables los consensos populares y destruyen el potencial de respuesta democrática de las poblaciones. 

 

Las nuevas tecnologías de la comunicación, la desinformación y la vigilancia han acabado de rematar la faena, dinamitando las bases de la acción política comunitaria, manufacturando subjetividades alienadas, sometidas a ritmos vertiginosos de aceleración que afectan el tejido social, imponiendo una lógica de supervivencia competitiva, que incluye a la violencia como mecanismo privilegiado en la búsqueda de la «resolución de los conflictos y las contradicciones intrasociales», como consecuencia de la ausencia de un proyecto común que permita superar el único mandato vigente en tiempos de colapso: el «sálvese quien pueda». 

 

En este escenario, las sociedades se polarizan, se multiplican los comportamientos racistas, misóginos u homofóbicos. La «anti-política» convierte el odio a las instituciones, la persecución del extranjero, la estigmatización del pobre y el diferente, en sus principales fuentes de caudal electoral. En esta tarea, con motivaciones diversas, se unen anarquistas, libertarios, la extrema derecha cuasi-fascista o abiertamente fascista, negacionistas de variados pelajes, todos ellos materializando candidaturas de oposición basadas exclusivamente en el rechazo visceral del establishment político, dejando con ello indemne al poder real en la sombra, que se mueve en las esferas celestiales de la gobernanza global, a años luz de los acontecimientos que afectan la política sublunar donde las masas desfogan sus frustraciones, sus rabias y gestos de impotencia. 

 

El capitalismo contra la vida

 

Como corolario de nuestra crisis socio-económica y política, se exacerba la crisis medioambiental. Durante un par de meses, los habitantes de las grandes urbes del planeta vieron transitar por sus avenidas y calles, a otros animales no humanos, hasta entonces invisibles debido al omnipresente y amenazante imperio humano. Las carreteras, las plazas y los parques fueron invadidos por toda clase de especímenes. Los cielos y los mares, durante el impasse que produjo la primera ola de la pandemia, se silenciaron del ajetreo aeroportuario. Las aves volvieron a surcar el firmamento libremente, mientras los seres humanos contemplaban azorados las calles vacías y soñaban en aquellos primeros días con un mundo nuevo, en el cual pudiéramos reencontrarnos con la naturaleza en un plano de mayor igualdad y cuidado, conscientes por fin de la posibilidad siempre latente de forjar una nueva vida que nos salve de la catástrofe inminente que se avecina. 

 

Hace unas semanas, sin embargo, más de un año después de aquellos días de dolor y de euforia que supusieron la primera cuarentena, los expertos a los que las Naciones Unidas encargaron el informe sobre la situación medioambiental del planeta, han ofrecido sus resultados. La situación es aún peor de la que creíamos. Nos enfrentamos a un cataclismo sin precedentes, causado enteramente por nuestra falta de previsión democrática, en el marco de un sistema capitalista incapaz de tener en cuenta aquello que es condición de posibilidad de su propia lógica de acumulación: la naturaleza, y las clases sociales y grupos subalternos de los cuales se extrae el valor que el capitalismo valoriza, apropiándose de la vida y todo aquello que hace posible la vida en el planeta. 

CAMPOS DE SENTIDO: Bien común o intereses de clase.

Hace casi siete años, fueron muchos los que auguraron la catástrofe política, social y económica a la que conduciría el gobierno de la entonces coalición Cambiemos. Había razones históricas y evidencias empíricas basadas en el gobierno del PRO en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, además del constatable alineamiento ideológico de dicha coalición, que la asociaba a una tendencia global de gobernanza que ha causado estragos en todas las dimensiones de la experiencia social e individual en el planeta, implementando un programa extremo de apropiación y desposesión.

Si echamos un vistazo a las opiniones críticas que se expusieron públicamente por entonces, alertando sobre la deriva que se avecinaba, no solo en el país, sino en el continente, es sorprendente la «precisión» de dichos augurios. En todo caso, lo que cabe subrayar es la cautela relativa de las predicciones si tenemos en cuenta que el resultado de los cuatro años de gobierno encabezados por Mauricio Macri fue mucho más catastrófico de lo imaginado.

En cambio, si prestamos atención a las predicciones de los intelectuales y analistas que apoyaron la propuesta de Cambiemos, lo que descubrimos es un total desatino interpretativo. A nivel global, todos conocen la anécdota en la que la Reina Isabel, en ocasión de la crisis financiera del 2008, demanda a los expertos de la economía de su país que expliciten las razones de su incapacidad para predecir la debacle que se avecinaba. Cabe destacar que estos expertos del establishment, entrenados en las universidades más prestigiosas del mundo, y asociados a los think tanks más influyentes, ridiculizaban los estudios de sus pares heterodoxos que venían anunciando desde hacía tiempo que había un elefante en el baño. Efectivamente, la pregunta que uno debe hacerse si echa una mirada retrospectiva a lo que aconteció es cómo fue posible que estos expertos y sus ayudantes de cátedra o soportes en sus sofisticadas instituciones de investigación no hayan visto el elefante, permitiendo una catástrofe humana que dejó al mundo patas arriba, beneficiando a unos pocos y lanzando a las grandes mayorías del planeta a una situación de mayor precariedad en el mejor de los caso, y la exclusión pura y dura entre los más desfavorecidos. 

Algo semejante ocurrió en la Argentina. Las consecuencias de las políticas implementadas por el gobierno del Ingeniero Macri, no solo fueron catastróficas, sino que fueron extensamente denunciadas por su capacidad destructiva por los expertos e intelectuales críticos que, de manera transparente e informada señalaban que el resultado sería un nuevo ciclo de desposesión que ampliaría la desigualdad, y conduciría al país a la bancarrota. De modo que, siguiendo a la Reina Isabel uno debería preguntarse. ¿Cómo es posible que el mejor equipo de los últimos cincuenta años, junto con todos los expertos que abiertamente apoyaron las políticas de endeudamiento, fuga, y desguace del Estado, hayan errado su diagnóstico de manera tan rotunda? 

La razón es que no hubo equivocación alguna. Aunque inexpresables públicamente, los motivos y objetivos de la coalición Cambiemos de entonces, como de todas las fuerzas políticas actuales que se oponen por derecha a la coalición del Frente de Todos, tienen como objetivo exclusivo beneficiar a «los nuestros». El problema es que «los nuestros» en el imaginario de esta fuerza política ha sido, históricamente, solo una parcela de la totalidad de ese nosotros más extenso y pretendidamente omniincluyente que dice representar la actual fuerza gobernante, más allá de sus límites y contradicciones. 

Un gobierno del actual «Juntos» – sea este espacio conducido por Rodríguez Larreta, Vidal, Manes, Santilli o el mismísimo Macri (hoy denigrado o negado por sus antiguos seguidores) – solo puede conducir al país a más de lo mismo. Esto no es fruto de la falta de habilidad en la gestión, o errores de diagnóstico, sino, sencillamente, porque ocupan un campo de sentido radicalmente diferente al que ocupa el campo de la política popular, cuyo objetivo no puede ser otro más que el bien común. Para «Cambiemos», «Juntos por el Cambio», «Juntos», o como quiera llamársele, como para todos los engendros que le presidieron, la política no tiene como objetivo último el bien común, sino exclusivamente el beneficio de clase, que viene acompañada de la falaz promesa de que ese beneficio de clase redundará, mágicamente (después de haber creado las condiciones de acumulación que exigen explotación y desposesión de las mayorías) en la mejora de las condiciones de vida de todos a través de ese mecanismo fantasioso que ellos llaman de manera insolente «el derrame».  

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...