TEORIA Y PRAXIS

Sobre intelectuales y expertos


Como investigador estoy obligado a responder ciertas preguntas previas a mi actividad investigadora: ¿para qué investigo? ¿Por qué quiero saber ciertas cosas? ¿Por qué me empeño en encontrar respuestas a ciertas preguntas? ¿Por qué quiero resolver ciertos problemas?

Obviamente, cuando digo que estas preguntas son «previas» a la actividad investigadora que desempeño, no quiero decir que primero tengo que resolver estas preguntas (o incluso formularlas), antes de poder llevar a la práctica la investigación. Generalmente ocurre justamente lo contrario. Descubro el por qué y el para qué en el proceso mismo de la práctica investigadora. O, para decirlo de otro modo, soy capaz de articular plenamente lo que me motiva, el genuino objeto que anima mi voluntad de saber, a medida que avanzo en mi tarea. 

Actualmente estoy embarcado en un proyecto de investigación en el cual me guían los siguientes intereses: 

 

1) ¿Qué relación existe entre nuestra «mente», y todo lo relacionado con nuestra subjetividad y nuestra construcción identitaria a nivel individual y colectivo en la modernidad, y la cultura política de nuestras mal llamadas «sociedades democráticas modernas»? Me interesa entender hasta qué punto nuestras autocomprensiones, que incluyen no solo nuestra manera de concebir quiénes somos, sino también el modo en el cual encajamos en el mundo social y en la naturaleza, determinan nuestras concepciones y prácticas de la política, en el sentido clásico del término. Es decir, no solo como un dispositivo de administración estatal, sino nuestra comprensión de eso que en otro tiempo llamábamos de manera no problemática «el bien común». 

 

2) El segundo interés gira en torno al modo en el cual encajan nuestras maneras de entender la ética y la política en el seno del sistema de relaciones sociales y políticas que llamamos «capitalismo». Aquí lo que llama mi atención es la separación, que uno podría juzgar como «radical» en nuestra época, entre las esferas de la ética, la política y la economía. Lo cual resulta doblemente sorpresivo, porque si uno piensa en términos clásicos, por ejemplo, echando una mirada retrospectiva, por ejemplo, a la obra de Aristóteles, uno descubre que la ética, la política y la economía formaban parte de una totalidad engranada, mientras que, en nuestra época, como ilustran, por ejemplo, las obras de John Rawls o Jürgen Habermas, esta vinculación se ha interrumpido. Hay una ruptura entre las tres esferas: ética (privada), política (pública) y economía (trasfondo último de nuestro orden social), que aparece como irremediable y «natural», debido al carácter sistémico en el que se aprehenden las respectivas esferas.  

 

3) En tercer lugar, me pregunto: ¿cómo pensar y qué hacer con las «víctimas» que produce nuestro sistema de relaciones sociales y ecológicas capitalistas?, y junto a ello, ¿cómo pensar y qué hacer con nuestros ideales de bondad y justicia que hipotéticamente informan nuestro orden moral, cuando evidentemente se encuentran en flagrante contradicción con nuestra praxis societal, especialmente con nuestros comportamientos en la esfera de la economía.  En este marco emerge la «vida» como fuente última de todo valor y, por ende, fundamento de toda praxis y criterio de legitimidad a partir del cual debemos juzgar nuestra actual dispensación. 

 

Volvamos, entonces, al comienzo. ¿Por qué y para qué buscar respuestas a estas cuestiones que considero cruciales para entender nuestra situación presente y trazar una posible alternativa frente a nuestra encrucijada actual? 


El sistema de investigación académica tiene limitaciones constitutivas que están íntimamente vinculadas con la tierra donde echa sus raíces. El dispositivo evaluativo basado exclusivamente en criterios cuantitativos y los regímenes competitivos que impone son solo el aspecto visible de su degradación. Menos visible es el hecho de que el sistema de educación institucional se ha convertido en un dispositivo dedicado exclusivamente a garantizar los procesos de acumulación capitalista, y por ello es inmune a cualquier ética, política o «económica» crítica del sistema vigente. 


Las exigencias del mercado laboral universitario, en el cual las prácticas de explotación y desposesión alcanzan cotas que rondan el absurdo de una meritocracia formal y el ridículo de la competencia cuantitativa que emula el sistema financiero y produce crisis análogas a las del capital ficticio, promueve entre los investigadores «actitudes pervertidas» que hacen imposible el pensamiento crítico, o lo convierte en simulacro o «puesta en escena», emulando en nuestras tareas la cultura de la propaganda que hoy denominamos «posverdad».


Por ese motivo, resulta imprescindible aclarar lo que motiva a la investigación, dejando atrás con un gesto de desprecio el pueril y deprimente esfuerzo por hacernos una «carrera» como investigadores. 


En mi caso, lo que me mueven son las siguientes consideraciones: 

 

1.     Como ya he dejado entrever, creo firmemente, después de haber analizado la cuestión con esmero y durante un largo período de tiempo, que nuestro régimen actual de relaciones sociales y ecológicas, no solo es in-sostenible (en el sentido que plantea el medioambientalismo), es decir, que nos conduce inevitablemente al colapso civilizacional, sino que está fundado en la superproducción de sufrimiento innecesario (insatisfacción, o satisfacción compensatoria estéril) que hurta a los seres humanos del extraordinario potencial transformador que caracteriza a nuestra especie, al tiempo que condena al resto de las especies que habitan el planeta a una existencia miserable o su extinción.  

 

2.     En esta misma línea, considero que los niveles de injusticia, opresión, explotación y desposesión que vivimos en la actualidad superan con creces cualquier otra experiencia histórica previa cuando la observamos sin las anteojeras que imponen los avances científicos y tecnológicos que maquillan la violencia, la desigualdad y la miseria y la destrucción medioambiental que afecta principalmente a las grandes mayorías subalternas de la humanidad y al resto de las especies que habitan el planeta en nuestra «sociedad del espectáculo».

 

3.     Finalmente, estoy convencido de que nuestro destino no está sellado de una vez para siempre, o que estamos predeterminados a la extinción. Creo firmemente que podemos hacerlo mejor, podemos ser mejores. Para ello necesitamos educarnos ética, política y ecológicamente: lo cual implica estar decididos a poner en cuestión los dispositivos burdos y sutiles que disciplinan nuestro espíritu en la microfísica de nuestras relaciones sociales y ecológicas, con el fin de derrotar al sistema de explotación y desposesión en el que estamos cautivos. Como investigadores, la Universidad, la organización académica, el sistema de evaluación y competencia deben ser nuestros primeros objetivos a batir. La única tarea decente en el momento que vivimos es utilizar todos nuestros recursos disponibles, materiales e intelectuales, para dar respuesta a la evidencia de injusticia y maldad intrínseca que expresa el sistema en el cuerpo de todas sus víctimas.

LA GUERRA Y EL CAMINO DE LA VERDAD


 

1

 

¿Cómo pensar la verdad en relación con esta guerra? Lo primero es el dato duro: las vidas truncadas, las muertes, los refugiados, el miedo, las hostilidades, eso que llamamos “la realidad objetiva” en su dimensión “superficial”, aparente, inmediata. 

 

Luego, tenemos la “realidad subjetiva”, aquello que pensamos que está pasando al observar la realidad en su dimensión superficial, aquello que, interpretamos, está oculto bajo la inmediatez de los hechos desnudos. 

 

Ahora bien, ¿qué vinculación existe entre la realidad objetiva y la realidad subjetiva? En nuestra época en la que el arte del marketing, de la propaganda, de la posverdad, como le llaman algunos, ese vínculo parece roto. Por ese motivo, hay una urgencia por pensar una vez más la verdad, para poder decir la realidad y actuar en ella. Esa es la genuina vocación del filósofo. Como nos enseñó Marx, no se trata de interpretar el mundo, sino de transformarlo. 

 

2

 

En este artículo quiero explorar brevemente cuatro dimensiones de la realidad, a partir de las cuales es posible formular cuatro aproximaciones a la verdad que, conjuntamente, nos ofrecen un camino o itinerario para su realización plena.  

 

Comencemos con la dimensión “superficial” de la realidad a la que hemos hecho referencia en la introducción. El término “superficial” no debe confundirnos. Aquí la superficialidad se dice respecto a lo que es inmediatamente accesible a través de nuestros sentidos y nuestra consciencia, aquello que se presenta de manera rotunda frente a nosotros y llamamos, en general, los “hechos objetivos”. 

 

Por lo tanto, no hablamos de superficialidad despectivamente. Aquí “superficial” no es sinónimo de “frívolo”. Lo superficial es lo concreto-inmediato, lo que innegablemente es el punto de partida y de llegada de cualquier reflexión seria acerca de lo real de suyo. Aquí, la guerra es, antes que cualquier otra cosa, “ese monstruo grande” y despiadado que se come las vidas humanas, destruyéndolo todo a su paso. 

 

Sin embargo, lo inmediato-concreto exige explicaciones si pretendemos una genuina comprensión. Necesitamos saber, por ejemplo, cómo hemos llegado hasta aquí, cómo hemos pasado de eso que llamamos “la paz”, a eso otro que llamamos la abominable “guerra”. No es fácil decidirlo.  

 

¿Cuándo se inició el conflicto? ¿Acaso cuando las tropas rusas cruzaron la frontera de Ucrania? Pero, entonces, ¿qué había antes de la invasión? ¿Acaso la paz? No parece serio plantearlo de ese modo si uno echa un vistazo a la historia reciente. 

 

Por otro lado, ¿quiénes son los que combaten en el campo de batalla? Los rusos, por supuesto, también los ucranianos. Sin embargo, ¿qué papel juegan otras potencias u organizaciones? Por ejemplo, los Estados Unidos, la Unión Europea, la OTAN, China, India, Irán, y el resto de los Estados del mundo, quienes, a través de sus gobiernos, no han podido ni pueden permanecer ajenos frente al peligro que nos acecha a todos. 

 

Pero, además, esos nombres se dicen o establecen sobre diversidades muchas veces antagónicas. Se dice y se espera, por ejemplo, que la oposición rusa se enfrente al gobierno de Putin, e incluso que fuerce su derrocamiento. En Estados Unidos, las palabras de Trump ponen en entredicho al gobierno demócrata de Biden, y se multiplican las voces disidentes aunque la inmensa mayoría apoyaría una nueva empresa guerrerista. No hay una Unión Europea, sino muchas, y en pugna entre ellas. Alemania y Polonia tienen intereses contrapuestos, lo mismo Francia con los miembros de la Europa del Este. Lo mismo ocurre con todas y cada una de las configuraciones restantes que llamamos Estados.  

 

De este modo, cuando los analistas políticos e internacionales serios se enfocan en la guerra, “descuartizan” nuestra percepción inmediata del conflicto. En este nivel, si no estamos haciendo propaganda, los “buenos” y los “malos” se distribuyen de manera desigual en el escenario político. 

 

Detrás del campo de batalla en el que personas de carne y hueso padecen las miserias de la guerra, hay una complejidad de particularidades e intereses en pugna que convierte el problema en intratable y explica el desenlace de las hostilidades. Es justamente la imposibilidad de resolver las contradicciones entre las muchas partes lo que conducen finalmente a una resolución violenta. A esta dimensión de la realidad es a la que hace referencia un tipo de verdad que llamaré “relativa”. 

 

A la tercera dimensión la denominaré “profunda”. Aquí la clave no la encontramos en el análisis discriminativo de lo que con-forma esa masa aparentemente caótica que es la guerra cuando la aprendemos superficialmente. Como hemos visto, hay bloques en pugna, que a su vez se articulan o engranan de manera compleja y contradictoria. En los primeros días, por ejemplo, todo era odas a la unidad de los “libres” contra la nueva expresión del “imperio del mal”. Pasados diez días, las contradicciones y las pugnas de intereses entre las potencias aliadas se han vuelto transparente. 

 

En lo que nos enfocamos en esta tercera dimensión, en cambio, es en la energía o poder (Kraft) que moviliza el proceso causal que se cristaliza en la guerra. Es decir, el trasfondo, generalmente tácito, innominado en el relato oficial, que explica en última instancia todos estos movimientos que conducen a la erupción de las hostilidades. 

 

Obviamente, detrás está la vida misma, la voluntad de vida, convertida patológicamente, en voluntad de dominio. Sin embargo, en nuestra época, esta voluntad de dominio se manifiesta en su forma más extrema y hegemónica en la voluntad de explotación y dominio por parte del capital, que instaura el sistema de relaciones sociales y ecológicas dentro del cual vivimos nuestra existencia concreta e inmediata: el capitalismo. Permítanme que cite el texto de David Foster Wallace para ilustrar mi punto: 

 

Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice, “Buen día muchachos ¿Cómo está el agua?” Los peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta “¿Qué demonios es el agua?”

 

El capitalismo es el agua en la que vivimos. Es un sistema de clases, que se articula también a través de discriminaciones raciales, sexuales, étnicas, nacionales y religiosas, basado en la explotación de las inmensas mayorías de la población planetaria, y a la desposesión y apropiación sistemática de los bienes comunes de la humanidad por parte de una minoría, que además es indiferente a los efectos perversos que la extracción indiscriminada de recursos naturales y la libre disposición de los desperdicios que produce su actividad productiva, supone para el bienestar colectivo de la humanidad y el resto de seres que habitan el planeta. El resultado del sistema capitalista está a la vista de todos. Sus emblemas son la guerra, la pobreza y la destrucción medioambiental.  

 

 3

 

Hace unos días, en la ciudad de Buenos Aires, en uno de sus barrios acomodados, Palermo, seis jóvenes violaron a una joven de 20 años en un automóvil, a plena luz del día. La ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, se refirió a los acusados de la violación grupal del siguiente modo en un twitter:

 

Es tu hermano, tu vecino, tu papá, tu hijo, tu amigo, tu compañero de trabajo. No es una bestia, no es un animal, no es una manada ni sus instintos son irrefrenables. Ninguno de los hechos que nos horrorizan son aislados. Todos y cada uno responden a la misma matriz cultural. 

 

Y horas más tarde, en una entrevista televisiva, señaló: 

 

No se trata de hechos aislados, ni de hechos que estén vinculados a personas, varones, con algún problema en particular […] Crecimos y nos socializamos sobre las bases de una masculinidad que nos enseña que los varones tienen derecho a decidir, solos o en grupo, sobre los cuerpos de las mujeres y LGBTI+ como quien dispone de una propiedad o de una cosa. 

 

La presidenta del principal partido político de la oposición, pidió de inmediato la renuncia de la ministra acusándola de justificar el crimen. De acuerdo a Patricia Bullrich, establecer un vínculo entre el trasfondo cultural machista y la violación grupal implica necesariamente socavar nuestro orden moral basado en la autonomía individual, en el que cada persona responde libremente, en vez de predeterminada por la cultura. 

 

La conclusión es transparente. No hay conexión o vínculo entre la violación de los jóvenes y nuestra cultura machista. De modo que la única alternativa explicativa que nos queda es la “monstruosidad”, en el sentido de anomalía y excepcionalidad. El crimen no debe poner en cuestión nuestro rumbo actual, nuestro orden vigente. La perspectiva conservadora, en este sentido, previene ante cualquier transformación sistémica. 

 

 

4

 

Volvamos a la guerra en Ucrania. En el nivel subjetivo, superficial, la guerra se reduce a sus consecuencias inmediatas: el dolor, la muerte, la destrucción, y su perpetrador: Vladimir Putin, que el establishment político y mediático occidental tilda como “monstruo”. Eso explica la difusión hasta el hartazgo de retratos biográficos y psicológicos del líder ruso, como explicación última de las hostilidades. 

 

En el nivel objetivo, relativo, la guerra se explica en un contexto geopolítico complejo que la precede, una guerra comercial, tecnológica, financiera, cultural y territorial que involucra a un imperio en decadencia, los Estados Unidos, una potencia en alza, China, y otra repetidamente humillada, y que además se siente acorralada, Rusia, y una Unión Europea prisionera de sus vacilaciones pasadas, una burocracia institucional inoperante internacionalmente, y una dependencia cruzada respecto a Estados Unidos (dependencia militar) y Rusia (energética y comercial). Ucrania es el escenario donde se libra una batalla de esta guerra global. 

 

Obviamente, en este nivel de análisis, la guerra no puede entenderse como el resultado caprichoso del carácter de un líder político como Putin. Aquí lo que está en juego son lógicas estructurales del orden geopolítico global actual, en el que las potencias se topan con límites que se dirimen finalmente de manera violenta, produciendo toda clase de consecuencias en el orden vigente, de manera análoga a que la crisis financiera es el resultado de contradicciones inherentes que acaban, al llegar al climax de su evolución, a instancias de destrucción masiva que empujan a la miseria a pueblos enteros para reconfigurar nuevos órdenes de acumulación. 

 

Como han señalado diversos analistas, el modelo que estamos dejando atrás es el anunciado por George Bush en 1991 – el orden mundial unipolar en el cual Estados Unidos tenía un lugar hegemónico indiscutido. Primero Donald Trump, y ahora Vladimir Putin son los anunciadores del nuevo orden mundial multipolar en el cual las potencias en alza reclaman reconocimiento e intentan fijar sus zonas de influencia. 

 

En este caso, ya no podemos seguir hablando de la guerra como una anomalía. No existe, como diría Žižek, un grado 0 de violencia, la paz, que es de pronto interrumpido por la acción extraordinaria de un agente, el cual nos traslada a un escenario bélico. Solo en el paisaje que nos ofrece la perspectiva subjetiva el tránsito entre la paz y la guerra se percibe en términos absolutos, como una ruptura radical. Desde la perspectiva objetiva, existe una continuidad palpable, en un proceso cuyos hitos son visibles y documentados. En el caso que estamos analizando, la cronología de los hechos muestra que el comienzo de las hostilidades, no solo estaba largamente anunciado, sino que en mucho precedió al momento de la invasión, como prueban los sucesos de 2014 y la guerra civil dentro del país entre la Ucrania prooccidental y las regiones separatistas rusas. 

 

Ahora bien, estas explicaciones, por muy detalladas y comprensivas que puedan ser, exigen, como decíamos, que se aclare un elemento clave del entramado: la fuerza, potencia o energía que moviliza las pugnas geopolíticas hasta alcanzar la cristalización superficial que contemplamos en forma de guerra. Más allá del nacionalismo ruso o el imperialismo estadounidense, como decíamos, el trasfondo es la lógica inherente del capitalismo global que se manifiesta en sus límites cristalizando guerras, crisis socioeconómicas y política y destruyendo el medioambiente.  

 

5

 

En este último apartado quiero referirme al problema de la verdad, y responder a dos posibles objeciones. 

 

Lo primero es notar que la dimensión subjetiva es aquella en la que nuestra racionalidad se encuentra en su nivel más bajo y, por ello, la más proclive a la manipulación emocional por parte de la propaganda. Es un lugar en el que las verdades están comprometidas, por eso mismo, debido a la parcialidad a la que nos inclinan nuestros afectos y pasiones. 

Eso no significa, como ya hemos dicho, que el nivel subjetivo deba descartarse. No estoy proponiendo que extirpemos nuestros sentimientos morales de la ecuación. Lo que estoy diciendo es que esos sentimientos morales (como la indignación, por ejemplo), deben realizar un viaje dialéctico cuyo objetivo es el acoplamiento de las emociones con la razón. En el nivel puramente subjetivo, o bien las emociones están completamente desvinculadas de la razón, o la racionalidad está al servicio de la justificación de la experiencia emocional espontánea que se produce ante las circunstancias que vivimos. 

 

Este viaje dialéctico comienza, efectivamente, con la “verdad subjetiva-superficial”, que nos conduce espontáneamente al rechazo moral visceral frente a la guerra, nuestra simpatía natural hacia las víctimas, y la aprehensión espontánea del agente dañino primario como “malo” o “monstruoso”. Sin embargo, no se detiene allí. El siguiente paso es analizar la trama causal que hace posible el crimen o el acto violento. En este marco, descubre que el “monstruo”, lejos de tal cosa (una anomalía) es el efecto cristalizado de ciertos procesos causales, de ciertos actos que tuvieron lugar en el pasado, que voluntaria o involuntariamente precipitaron el efecto presente. 

 

En este punto pueden plantearse dos objeciones análogas a las articuladas por la presidenta del PRO, Patricia Bullrich, a la ministra de la Mujer, géneros y diversidad de la Argentina.

 

La primera objeción apunta a que una explicación de este tipo puede conducir a una exculpación del criminal. La respuesta es negativa. De lo que se trata es de ampliar el sentido de responsabilidad a otros agentes partícipes, que directa o indirectamente, voluntaria o involuntariamente, son cómplices del crimen. 

 

La segunda objeción es más difícil de responder. ¿Acaso todos somos culpables? La respuesta es, sin embargo, un rotundo “no”, porque existen las víctimas, que expresan en su piel la injusticia de ciertas relaciones y entramados causales específicos. En el caso concreto que estamos analizando, además de Rusia, los Estados Unidos, la Unión Europea, y el propio gobierno de Ucrania, son responsables, en diferentes medidas, de la tragedia humanitaria que se está produciendo. Ninguno de estos agentes es un espectador inocente, pese a la fingida indignación que expresan y ajetreo humanitario desplegado. Basta recordar la huida y abandono de civiles de la OTAN en Afganistán hace unos meses para saber que la preocupación central, más allá del desafío geopolítico que plantea la invasión, y las devastadoras consecuencias socioeconómicas que traerá consigo, lo que se intenta con estos gestos es proteger la legitimidad del poder burocrático-político ante la crisis. 

 

El viaje, sin embargo, no ha terminado. El siguiente paso es reconocer el trasfondo último, la energía o potencia, que explica estas apariencias y configuraciones cristalizadas de los niveles 1 y 2. Como ya indicamos de pasada, esta energía, que en nuestra época se cristaliza en las formas institucionales y en las formas de vida que impone el capitalismo, puede entenderse universalmente en relación con nuestra condición finita, y por ende, con nuestra lucha por la supervivencia y el poder, que se traduce en explotación, apropiación, guerras y conquistas que hemos vivido a lo largo de nuestra historia, y cuyas raíces pueden seguramente rastrearse en nuestra biología. Todas las tradiciones religiosas mundiales, todas las filosofías y éticas humanistas del mundo han formulado articulaciones dirigidas a disciplinar a los individuos para poner coto a los efectos perniciosos de esta voluntad de vida, convertida patológicamente en voluntad de poder. 

 

Los budistas, por ejemplo, hablan de una confusión básica, que nos hace aprehendernos a nosotros mismos como entidades autosuficientes, dotadas de una existencia inherente, separada del resto del cosmos. Esto es, nos dicen los budistas, lo que subyace a nuestro afán de apropiación y dominio: la cosificación, la fetichización de las personas y las cosas, y nuestras emociones negativas. 

 

O, como dicen los teístas, el origen del dolor, de la guerra, de la injusticia, debemos buscarlo en nuestro olvido de nuestro vínculo filial con Dios, nuestro padre, nuestro origen común, nuestra fraternidad como criaturas, con toda la creación humana y no humana. 

 

Ahora bien, esta tendencia universal a la confusión primordial o al olvido de nuestro origen común nos lleva a percibir nuestra suerte individual desacoplada de la suerte del resto de las criaturas. Sin embargo, el modo en el cual se articula históricamente esta tendencia es peculiar en cada época. En nuestra época, esa tendencia adopta la forma del capitalismo neoliberal, en camino de convertirse, según algunos pensadores, en una suerte de neofeudalismo corporativo digital, militarizado y financiarizado.

 

Lo que distingue al capitalismo de otros órdenes y sistemas de relaciones sociales y ecológicas previas es el hecho de que la ignorancia básica, el olvido, es el fundamento del sistema, y las prácticas de competencia, apropiación y desposesión sistemáticas, las claves de su funcionamiento. Las vidas humanas y no humanas están al servicio del capital, convertido en una suerte de genio maligno que ha transformado nuestras existencias en imágenes ilusorias en las pantallas de nuestros ordenadores, o datos numéricos en sus documentos de Excel. 

 

Con esta visión como trasfondo, damos el último paso en nuestro camino hacia la verdad, en la que ésta coincide, por fin, con la realidad. Regresamos al nivel 1, a la experiencia superficial de la guerra, de los refugiados, de la muerte. Los sentimientos morales siguen ahí, pero ahora sabemos que una solución exige mucho más que una condena emotivista, emblemas, emoticones o banderas en nuestras cuentas de Instagram. Necesitamos una revolución, una transformación radical, un nuevo comienzo, otro mundo posible. 

 

ESE MONSTRUO GRANDE

 Es fácil entender que los que sufren las consecuencias (de la guerra) consideren que es de una complacencia inaceptable indagar por qué ocurrió y si se podría haber evitado. Comprensible, pero equivocado. Si queremos responder a la tragedia de modo que ayude a las víctimas y evite las catástrofes aún peores que se avecinan, es prudente y necesario aprender todo lo que podamos sobre lo que salió mal y cómo se podría haber corregido el rumbo. Los gestos heroicos pueden ser gratificantes. No son útiles.

NOAM CHOMSKY

 

La invasión de Ucrania y la guerra en curso nos enfrenta a toda clase de aporías. Es difícil pensar constructivamente lo que está ocurriendo mientras contemplamos en nuestros televisores la destrucción en el terreno y las profecías ominosas que expresan nuestros analistas sobre nuestro futuro global.


La alternativa cómoda en estos momentos es la condena unánime y sin cortapisas del crimen cometido por el gobierno ruso contra el derecho internacional, olvidando enteramente el trasfondo que nos ha traído a las actuales circunstancias.  


De modo que, en esta nota, me abstendré de sumarme al coro de los llamados «medios occidentales». En primer lugar, porque considero una forma de autodesprecio moral sumarme a este tipo de respuestas de manual a las que nos conminan de manera reiterada las redes sociales y la comunicación de «emoticones y banderas». 

 

Más que nunca, necesitamos inteligencia. Como dice Noam Chomsky, y ha sido probado una y otra vez en la historia, «los gestos heroicos pueden ser gratificantes», pero no son útiles. Aquí la palabra clave es gestos. En una sociedad emotivista como en la que vivimos, la política se reduce a gestos, y cuando se acaban los gestos, a falta de política, lo que queda es la guerra, la violencia, la arbitrariedad del poder. 

 

Mi razonamiento en este caso es el siguiente: «No es aceptable que después de tantas guerras atroces, de tantos bombardeos inteligentes, de tantas víctimas colaterales, de la manufacturación de tantos países fallidos por obra y gracia de nuestra pretendida «libertad y democracia», de haber tragado tantos retratos caricaturescos de dictadores perversos, terroristas insanos, rebeldes psicóticos, de tantos millones de desplazados, de tantos campos de refugiados, de tantas crisis migratorias; sigamos «borreguilmente», como se dice en España, asintiendo a las explicaciones superficiales que nos ofrece el establishment corporativo y burocrático que nos gobierna abierta o secretamente. 

 

¿De verdad esta guerra, y cualquier otra guerra previa, va de locos, perversos, retrógrados y cosas por el estilo? ¿De verdad tengo que creer que el problema son personajes como Putin, Sadam Hussein, Gadaffi, Netanhyahu, Milosevic, Bush o Trump? ¿Pueden los vulgares retratos biográficos de estos personajes explicar, por ejemplo, la existencia de los arsenales nucleares en el mundo, de los cuantiosos porcentajes presupuestarios dedicados al armamento y la vigilancia de las ciudadanías en pos de “nuestra seguridad”? ¿De verdad tengo que asentir una vez más al relato de los buenos occidentales (racistas, chauvinistas, colonialistas, imperialistas y genocidas en todas sus campañas militares de conquista o intervención en los últimos quinientos años, que hoy, como ayer se presentan como defensores de la cristiandad, la civilización, la libertad o la democracia en el mundo, para justificar sus atropellos)? ¿De verdad tengo que asentir a la vulgata de los malvados, oscuros, obscenos y narcisistas gobernantes del bloque contrario, que contestan de manera brutal, dictatorial, genocida también, a las pretensiones imperialistas de los poderosos líderes del Atlántico Norte al servicio del entramado corporativo al que sirven? ¿De verdad en Rusia tenemos oligarcas y en Occidente tenemos buenos capitalistas? ¿De verdad tengo que vanagloriarme de nuestras democracias liberales contraponiéndolas al despotismo oriental, como ha sido usanza de la vieja Europa desde sus orígenes?

 

Por todo ello, considero una forma de autodesprecio moral ser obligado a aceptar lecciones morales de sociedades que encarnan la violencia, que acumulan armas de destrucción masiva, que atentan contra las democracias en el mundo que amenazan su hegemonía, o imponen gobiernos títeres contra sus poblaciones para defender sus intereses, que son responsables primarios de la desigualdad por medio de la explotación y la desposesión en el mundo, que acumulan la mayor tasa de contaminación medioambiental y destrucción ecológica que sufrimos todos. 

 

En segundo lugar, porque, pese a que existe un responsable principal de las muertes y la penuria que viven hoy, principalmente, los ucranianos, pero que se extenderá a todo lo largo y ancho del globo debido a las consecuencias que traerá consigo la guerra y la respuesta de la coalición occidental ante la ofensiva rusa, cuando uno presta atención a las publicaciones previas a que se desatara finalmente la crisis violentamente, ni los Estados Unidos, ni la Unión Europea, ni mucho menos el presidente Zelenski resultan menos culpables de lo acontecido. 

 

Los líderes de la OTAN deberían ser sentados en el banquillo de los acusados junto con Vladimir Putin. Su indignación actual y su atropellada e inconducente respuesta ante la invasión y la guerra es una prueba de su responsabilidad en el desenlace que estamos viviendo. La hiperactividad en el frente mediático para dar visibilidad al esfuerzo denodado por demostrar la firmeza de la coalición ante la agresión es más un síntoma de culpabilidad encubierta que un efectivo tratamiento para contener la violencia y evitar males mayores. 

 

A menos que la OTAN esté dispuesta a involucrarse directamente en el conflicto militarmente, lo cual supondría un enfrentamiento bélico que amenaza convertirse en la primera guerra nuclear (recordemos que el crimen de Hiroshima y Nagasaki se perpetró contra un Estado y un pueblo, el japonés, que no tenía medios de respuesta, ni era una amenaza en dichos términos a los Estados Unidos), la única solución es una negociación diplomática. 

 

Una negociación diplomática exitosa en este caso no se logrará imponiendo la lógica de vencedores y vencidos en términos absolutos. El problema es que dicha negociación diplomática mostrará claramente que la Unión Europea, los Estados Unidos y el propio presidente Zelenski, a quien hoy se aclama en las redes sociales como un héroe, son cómplices de las hostilidades y corresponsables de los crímenes de guerra que se están perpetrando. 

 

Obviamente, esto no supone un menosprecio de la resistencia popular ucraniana, pero resignifica nuestra interpretación de la historia reciente. Ucrania corre el riesgo serio de convertirse en un «Estado fallido», en buena medida, porque su líder político decidió, pese al peligro que suponía en el actual escenario geopolítico mundial adoptar dicha decisión, abandonar su rol de neutralidad en una época de guerra abierta, aunque no declarada, entre «Occidente», Rusia y China.

 

Cuanto más se retrase un entendimiento diplomático entre las partes, mayores serán los sufrimientos de la población en el terreno, y mayores serán las consecuencias socioeconómicas globales del conflicto. La pregunta, entonces, es ¿por qué motivo la Unión Europea mantiene una retórica beligerante en la que afirma por activa o por pasiva que dicho entendimiento diplomático está bloqueado, y se inclina, en cambio, exclusivamente por una respuesta militarista (armar a la resistencia ucraniana) y sanciones económicas?

 

Tal vez, los aliados de la OTAN y el propio Zelenski quieran esconder su complicidad en la debacle de la guerra, porque al final, la única solución posible, a menos que Rusia sea vencida militarmente, o que el régimen de Putin sea derrocado por la oposición interna, solo puede ser, en última instancia, algo semejante a lo que Rusia exigía antes del comienzo de las hostilidades: que la OTAN se mantenga a distancia y deje de jugar con fuego en sus fronteras, como viene ocurriendo en los últimos años de manera sistemática, y como está ocurriendo en Asia, en la medianera marítima que Australia, Gran Bretaña y Estados Unidos dicen defender frente a China. 

 

Si eso ocurriera, si finalmente Ucrania decidiera aceptar un estatuto de neutralidad en el escenario geopolítico europeo, y Rusia obtuviera una garantía aceptable de seguridad para su integridad territorial por parte de la Unión Europea y la OTAN, entonces, la invasión y la guerra de Ucrania serían el mayor desatino que uno puede imaginarse, y el sufrimiento de la población ucraniana verdaderamente inútil. 

 

¿Puede permitirse Europa y los Estados Unidos un entendimiento semejante para que se ponga fin a las hostilidades? ¿O, en realidad, no es solo Putin quien se encuentra ineludiblemente cautivo de sus decisiones, y el bloque europeo ha firmado un acuerdo con el diablo al atar su destino a la inevitable «decadencia del imperio americano»?


Permítanme agregar, para evitar malentendidos, que todo esto no quita, como el propio Chomsky ha señalado, que la invasión de Ucrania sea un crimen injustificado que será recordado en los anales de historia de manera análoga a la invasión de Irak por los Estados Unidos en su momento.  




EL DESIERTO


Introducción

 

Comencemos, una vez más, desandando el camino que hemos hecho hasta el momento. Para ello, permítanme comentar, parafraseándola, una cita del filósofo político estadounidense Michael Walzer que, a mi modo de ver, sintetiza el espíritu de lo que estamos haciendo.

 

El contexto es una reflexión sobre la significación del éxodo del pueblo judío. Walzer resume su estructura narrativa del siguiente modo. 

 

(1) El punto de partida es “Egipto”, que simboliza la esclavitud del pueblo judío. (2) En el horizonte, tenemos la libertad, en la figura de la “tierra prometida”: Israel. (3) Entre el estado de esclavitud e Israel (la tierra prometida), lo que tenemos es un camino. No hay alternativa. Si queremos llegar a Israel, hay que cruzar el desierto, y para ello hay que caminar, hay que “unirse (a otros) y caminar”. 

 

Egipto

 

“Egipto” es en el budismo dukkha, la verdad de nuestra condición ordinaria: el sufrimiento omnipresente que caracteriza nuestras vidas. La primera noble verdad.

 

En la segunda noble verdad nos preguntamos: ¿Por qué dukkha? ¿Qué hay detrás del sufrimiento? ¿De dónde viene? 

 

En la metáfora de Egipto, el cautiverio del pueblo judío está vinculado a dos cosas. 

 

Por un lado, al poder de nuestros opresores. Un poder enorme, apabullante. Por el otro lado, a nuestra propia ignorancia, nuestros aferramientos, nuestras fobias, nuestros temores. 

 

Los budistas dirían que los opresores son la manifestación de nuestro karma, el resultado “cristalizado” de nuestra historia pasada. 

 

Hoy, por ejemplo, nos encontramos ante la guerra, la pobreza y la exclusión, y la destrucción medioambiental. Este es nuestro karma. Es decir: es el resultado de la historia de esta comunidad de la que formamos parte, que incluye a la humanidad, y a todos los seres vivientes que habitan la Tierra. 

 

Por otro lado, nos encontramos con nuestra ignorancia, nuestras emociones negativas, nuestro temor. Por ello, necesitamos, además de claridad respecto a nuestra situación históricamente determinada, de nuestra situación de cautiverio, concientización, como diría Paulo Freire.

 

Concientización

 

Concientización significa descubrir quiénes somos verdaderamente, y a partir de esa comprensión profunda de nuestro ser, imaginar y construir un futuro posible, una tierra prometida para la comunidad de la que formamos parte. 

 

Concientización implica, primero, reconocer nuestra condición finita, dependiente, vulnerable. Pero, también, concientización respecto al potencial de libertad que anida en el corazón de esta existencia finita y condicionada. Esta es la tercera noble verdad: la verdad de la cesación de dukkha

 

Por lo tanto, esa concientización debe serlo (1) de nuestra condición relativa, y (2) de nuestra naturaleza última. 

 

Ahora bien, no podemos enfocarnos exclusivamente en nuestra naturaleza última, metafísica. Sencillamente, porque nuestra naturaleza última solo se manifiesta en nuestra condición relativa. El Sutra del corazón lo expresa con completa sencillez: la forma es vacuidad y la vacuidad es forma. De modo que la verdad del sufrimiento en las cuatro nobles verdades es tan verdadera como la verdad de la cesación del sufrimiento. La verdad relativa es tan verdadera como la última verdad de lo que somos. Solo en la historia, diría el cristianismo, se manifiesta la libertad. Paradójicamente, solo en la humanidad de Jesús se expresa de manera perfecta el amor del Padre. 

 

Una manera de pensar este punto es centrarnos en lo que está en juego en la verdad relativa. Si nos enfocamos exclusivamente en nuestra condición privilegiada, podemos ignorar un aspecto importante de nuestra búsqueda espiritual: que nuestro privilegio actual está fundado siempre, ineludiblemente, en la injusticia del orden institucional que habitamos. No podemos pensar nuestras circunstancias relativas sin pensar en las circunstancias relativas de quienes hoy encarnan identidades despreciadas.

 

Ser negro, ser mujer, ser indio, ser homosexual, ser pobre, etc., exige una labor previa de autoaceptación y de lucha por la igualdad. Esta lucha por la autoaceptación que afecta a grandes masas de seres humanos en la Tierra actualmente, solo se logra reconfigurando la identidad relativa que emerge de nuestras relaciones sociales y ecológicas del orden presente.

 

Más allá del budismo “socialmente comprometido”

 

Lo interesante del asunto, sin embargo, es que la lucha por la igualdad no solo afecta al negro, a la mujer, al indio, al homosexual, sino que pone en cuestión y obliga a reconfigurar todas las identidades dentro de ese orden: el blanco se ve atacado en sus privilegios cuando el negro reclama igualdad; al hombre le pasa algo semejante cuando la mujer exige que no se la explote, discrimine o excluya, y se la trate de igual a igual;  y lo mismo pasa con el criollo, cuando el indio se hace presente y alza su voz. 

 

Este tipo de luchas reconfiguran a la sociedad en su conjunto, porque en el momento en el que “los que no cuentan” empiezan a hablar, y su voz empieza a ser oída, la totalidad de la comunidad sufre una metamorfosis, deja de ser un tipo de comunidad, para convertirse en otra. 

 

El budismo está sufriendo esta metamorfosis. Sin embargo, hay una ética crítica budista, un budismo mucho más radical que el mero “budismo socialmente comprometido”, liberal, que actúa en el seno del orden vigente con cierta autocomplacencia. 

 

Este budismo radical es fiel a las enseñanzas del Buda, y por eso pone en entredicho al budismo institucional, denunciando que éste ha creado sus propias víctimas, de manera voluntaria o involuntaria, pero siempre debido a su concepción acrítica de la historia.  

 

El budismo radical pone el dedo en esas exclusiones institucionales. Es un budismo crítico, como existe un cristianismo, un judaísmo, un islamismo, un liberalismo, un marxismo crítico. En todos estos casos, la crítica pone el acento en quienes se quedan afuera, quienes no están invitados al banquete de la comunidad de los elegidos, las víctimas. 

 

La libertad en la historia

 

Ahora bien, la insustancialidad (el carácter meramente histórico y socialmente constituido) de todas las identidades relativas, es la señal que permite al budismo declarar la vacuidad inherente de toda identidad. 

 

Todas las identidades son circunstanciales, emergen de manera interdependiente (históricamente y en el seno de un orden de sentido determinado), y por ello están vacías en última instancia de una esencia que las defina de una vez para siempre. 

Es decir: las identidades existen, y se organizan en nuestro orden social en jerarquías que ponen de manifiesto violencias, desigualdades, injusticias. Nuestra primera tarea es poner en entredicho la fetichización de dichas identidades, y los ordenes jerárquicos de explotación y desprecio moral que encarnan. El budismo no puede aceptar como natural un orden moral que legitime el desprecio o la subordinación y explotación social. 

 

La otra noción importante es la del karma (acción), que nosotros relacionamos con la historia. Nuestra historia personal, nuestra historia comunitaria, la historia de nuestra especie entre otras especies. 

 

Somos hijos de nuestra historia, indudablemente. Pero no estamos condenados necesaria, trágicamente, a repetir la misma historia. Cuando vivimos conscientemente el presente, y tomamos consciencia que estamos cautivos de un relato destructivo y somos capaces de imaginar una meta alternativa, nuestra tierra prometida, nos echamos a caminar por el desierto en busca de un nuevo mundo. 

 

La guerra

 

Una de las cosas terribles que estamos presenciando en estos días es que la historia parece haberse apropiado de la voluntad de la humanidad. La historia, decíamos, es equivalente al karma en el budismo. El karma está relacionado con la noción de acción, y ésta con las ideas de voluntad e intencionalidad, que a su vez están estrechamente vinculadas con la noción de libertad. 

 

Ahora bien, la noción de karma parece tener dos caras. Por un lado, se refiere a las acciones mismas que realizan los agentes. Por otro lado, se refiere al hecho de que esas acciones, una vez actuadas, echan a rodar en el mundo con independencia de sus agentes. Eso que echamos a rodar en el mundo se independiza de los agentes, adquiere vida propia, se cristaliza en la historia.

 

Pensemos, por ejemplo, en lo que está ocurriendo en Ucrania. Hace 8 años, en el 2014, los expertos en relaciones internacionales estadounidenses y europeos alertaban que las políticas de expansión de la OTAN que estaba propiciando Estados Unidos desencadenarían una guerra, cuyas consecuencias eran imposibles de prever. A lo largo de estos años, esa política siguió promoviéndose.

 

Hasta hace unos días, los actores involucrados en el conflicto aún tenían en sus manos la posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo para evitar el conflicto. Pero el acuerdo no se produjo, y estalló la guerra en el corazón de Europa. Como ocurrió con la pandemia, la guerra que estamos presenciando es una catástrofe largamente anunciada. 

 

Todos sabíamos que tarde o temprano se desataría una pandemia. Lo sabíamos porque todos los epidemiólogos del mundo alertaban sobre ello. Podríamos haber hecho muchas cosas para evitar la pandemia, o minimizar sus efectos, pero no lo hicimos. 

 

Ahora bien, una vez que la acción individual y colectiva se cristaliza en la historia, deja de estar en manos de los sujetos cambiar el rumbo de las cosas, porque ya no se trata de algo que ocurre en la esfera de nuestra consciencia o nuestra subjetividad, sino que se convierte en una realidad en el mundo, una objetividad en el mundo que nos enfrenta. 

 

Algo parecido ha pasado con la guerra. Una vez todos los puentes fueron dinamitados en la negociación entre Rusia y Occidente, se inició el conflicto militar. En ese momento, la guerra se convierte en agente, y nosotros nos convertimos en meras marionetas. La guerra se convierte en el sujeto de la historia, y nosotros, todos nosotros, en sus víctimas. El karma se manifiesta plenamente. 

 

Uno de mis maestros budistas solía decir que, en lo que concierne a esta vida, nuestro karma ya se ha manifestado. En cierto sentido, esta vida ya está perdida, no hay manera de cambiar el efecto de los actos que ya se han actualizado. Hay cosas que ya no podemos cambiar, porque son los efectos o consecuencias de lo que hemos hecho en el pasado. Una vez la historia realiza su potencial, ya no hay vuelta atrás. Sin embargo, podemos cambiar el futuro, actuando sobre el presente, creando las causas adecuadas, y neutralizando las acciones  dañinas ya realizadas, pero aún no realizadas, que se convertirán en sufrimiento del mañana.  

 

Obviamente, cuando actuamos de ese modo, como nos enseñó Walter Benjamin, la historia es resignificada y las víctimas redimidas. 

 

El becerro de oro

 


En la metáfora del éxodo, Egipto, como decíamos, es la esclavitud, Israel es la tierra prometida, y el desierto es el camino que debemos transitar para alcanzar la liberación. 

 

Ahora bien, liberarse de la esclavitud no se reduce a escapar de Egipto, eludir el karma que hemos fabricado, huir de nuestros captores. Hay que liberarse también de una cierta noción que tenemos de nosotros mismos. 

 

Al echarse al desierto, el esclavo deja la esclavitud en su mente y en su corazón. En el camino el esclavo realiza su libertad. Obviamente, el individuo o el pueblo puede volver a su condición esclava en el camino si fetichiza la promesa, si convierte a Dios en un becerro de oro, si se olvida que la libertad es siempre un camino y no un lugar concreto en algún lugar de la tierra donde construir un muro e inventar a nuestros enemigos. 

 

El camino cumple, entre otras cosas, ese propósito. Al transitarlo, nos despojamos de las falsas comprensiones que tenemos de nosotros mismos. Dejamos de ser esclavos. 

 

La tierra prometida y la natividad

 

¿Qué es entonces la tierra prometida? No es una ilusión banal, fruto de la imaginación caprichosa. La tierra prometida es la expresión de nuestra condición originaria. Para el budismo, la tierra prometida es nuestra condición inherente de libertad, la pureza fundamental que subyace a la ignorancia cotidiana en la que estamos cautivos y de la que tenemos que despertar.

 

No importan las circunstancias en las cuales en el presente estemos prisioneros. Lo que caracteriza a los seres humanos, especialmente, es que nuestro presente está siempre abierto a futuros alternativos. La historia nos interpela, dándonos ocasión a no repetir en el presente aquello que produjo nuestro sufrimiento actual en el futuro.

 

Como señalaba Keiji Nishitani, el famoso sacerdote Zen y filósofo, discípulo en Alemania de Martin Heidegger, no somos, como pretendía el maestro de Friburgo, exclusivamente seres-para-la-muerte, somos también, y más fundamentalmente, siempre una promesa que se manifiesta en el hecho de nacer. Nishitani citaba a la discípula de Heidegger, Hannah Arendt, en este sentido, quien contraponía al ser-para-la-muerte de su maestro, la natividad. 

 

La esperanza y la libertad

 

Creo que este punto es muy importante para entender la tercera noble verdad. Somos seres que nacen. Como seres que nacen, que traen siempre una novedad al mundo, la esperanza es constitutiva de la experiencia humana, incluso en tiempos oscuros como los que vivimos. 


Obviamente, esa nueva vida puede ser una repetición de la vida que le precedió, puede ser una experiencia basada en la ignorancia dentro del ciclo de los renacimientos y las muertes sin sentido, pero también puede ser la ocasión de una novedad radical, puede ser el despertar a una vida radicalmente nueva. 

 

Ahora bien, debemos ser cuidadosos cuando hablamos de libertad. En estos tiempos en los que la palabra libertad, como otras palabras solemnes tan manoseadas, como son el amor y la verdad, se utiliza para reclamar caprichosamente lo que nos place a cualquier costo, vale la penar recordar a la filósofa francesa Simone Weil. Para ella, la libertad se expresaba más profundamente, más fundamentalmente en nuestras obligaciones, en nuestros deberes, que en nuestros derechos. 

 

La genuina libertad, en este sentido, se expresa al asumir la responsabilidad de nuestros actos, cuando nos comprometemos a través de ellos frente a los otros. En ese sentido, nos decía Weil, nuestros deberes, nuestras obligaciones frente a los otros, son más fundamentales que nuestros derechos, y argumentaba que el principal derecho de un ser humano es poder ser de utilidad a otros seres, poder servirles. 


Se trata del derecho a ser responsable, del derecho a sentirse obligado frente a uno mismo en su vida, a seguir viviendo, promover la vida, realizarla; el derecho a ser responsable de otros, para que sus vidas sigan reproduciéndose, desarrollándose y realizándose, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.  

POSVERDAD O CRISIS DE LEGITIMIDAD


Introducción

El objetivo de esta serie de conversaciones es explorar la cuestión de la «posverdad». 

Comencemos señalando brevemente a qué se refiere este fenómeno. En general, el término hace referencia a una cierta prioridad que se otorga en el espacio público a las emociones y a las creencias personales, en detrimento o por encima de los hechos. 

Esto está relacionado, a su vez, con un fenómeno político relevante para nuestra discusión: una suerte de angustia generalizada por parte de la ciudadanía respecto a las verdades que pretende establecer la autoridad burocrática y el poder corporativo en nuestra época. 


Posmodernismo y posverdad

Los análisis del fenómeno de la posverdad, en general, adoptan dos estrategias. 

Por un lado, desde el punto de vista filosófico, lo que se intenta es rastrear los orígenes del fenómeno en la historia de la filosofía, con el fin de identificar en las doctrinas explícitas, los trasfondos de sentido, los imaginarios sociales, las formas institucionales y las prácticas cristalizadas en las teorías. Obviamente, no se pretende que las teorías sean la fuente del fenómeno, sino que en ellas son explicitados los órdenes morales de las sociedades modernas y contemporáneas, y por ello resultan informativas. 

Hay quienes identifican en la revolución epistemológica moderna, en el giro subjetivista que la caracteriza, el origen remoto que ha conducido a la actual devaluación de la verdad. Otros, en cambio, apuntan que es en la revolución trascendental kantiana, enfocada en la «correlación» insuperable sujeto-objeto, donde encontraremos la explicación de nuestro actual derrotero. 

En cualquier caso, el idealismo, el nihilismo, el relativismo cultural y el posmodernismo, conducen en este relato a la muerte de la verdad, cuya contracara es la exacerbación de la cultura emotivista actual, en la cual las verdades ya no se buscan en los hechos. 

En este relato, la figura de Nietzsche es clave. El posmodernismo, el enemigo a batir. 


Aceleración y alienación

Por otro lado, desde un punto de vista sociológico, se analiza el problema de la posverdad prestando atención a los procesos de alienación y aceleración a los que conduce el capitalismo actual, especialmente en relación a las profundas y vertiginosas transformaciones tecnológicas que han modificado de manera disruptiva los fundamentos espacio-temporales de nuestra experiencia de vida. 

Para quienes eligen esta deriva analítica, las nuevas tecnologías conducen a la pérdida progresiva de referencias sustantivas y estables, lo cual conlleva, para el sujeto, modificaciones en todas las dimensiones de su experiencia:

En la dimensión connativa, los individuos parecen desorientados en el fragmentado espacio moral que habitan. En parte, debido al empobrecimiento o disolución de los horizontes articulados a partir de valores sustantivos. Esto da lugar, por un lado, a una orientación exclusivamente instrumentalista de la acción, o al retorno de toda clase de tribalismos.  

En la dimensión atencional, los individuos parecen estar cautivos en las lógicas extenuantes que impone la precariedad existencial, la exacerbación del consumo, especialmente, en el mercado digital, y el incansable acoso propagandístico. Todo ello en el contexto de una economía de mercado en el que los agentes se autoperciben a imagen y semejanza de la empresa capitalista, obligados a remodelar de manera continua sus profiles para resultar competitivos, y someterse mansamente a las exigencias continuas de evaluación que imponen los sistemas de competencia. Todo ello en el marco de una extendida precariedad, explotación abierta de los estratos burocráticos y corporativos gerenciales, y una incertidumbre generalizada.

En la dimensión cognitiva, los individuos parecen cautivos entre (1) la indecisión que impone la indeterminación para el discernimiento de lo que es aparente y de lo que es real de suyo (poniendo en entredicho la racionalidad misma del mercado, tal como pretende la teoría de la elección racional); y (2) una suerte de decisionismo o voluntarismo cognitivo, que se acomoda mejor a la experiencia monológica de las redes sociales y el consumo digital, que a la «acción comunicativa» que, teóricamente, fundamenta la democracia liberal. 

Finalmente, en la dimensión afectiva, los individuos oscilan entre la insensibilidad y la hipersensibilidad. Estos fenómenos se encuentran estrechamente asociados al modo en el cual los acontecimientos son tratados por el aparato mediático, o discutidos en el espacio público. En ocasiones, ponen de manifiesto una irracionalidad innegable por parte de la ciudadanía, que, (1) o bien se ve exacerbada por sus emociones al enfrentarse a disyuntivas manufacturadas o incluso imaginarias, o (2) responde de manera apática ante amenazas reales.  


El chantaje liberal

Aunque estos análisis críticos son muy interesantes y, en muchos sentidos, acertados en su diagnóstico, nuestra estrategia ante la cuestión es diferente. Lo primero que haremos es poner en entredicho el término mismo «posverdad». Su utilización parece oscurecer, más que iluminar, el problema que enfrentamos. 

Diríamos que se trata de un dispositivo «conservador» del régimen de relaciones sociales y ecológicas vigente – régimen que hoy es contestado por sus víctimas a todo lo largo y ancho del planeta, en ocasiones expresándose de manera desagradable, como cuando adopta la retórica y las formas de la extrema derecha o el anarquismo radical, sin que ello disminuya un ápice el justificado malestar que anima estas expresiones. 

En este sentido, un poco parafraseando a Foucault en su famoso debate con Habermas, nos negamos al chantaje del establishment que nos obliga a elegir entre la hegemonía actual y las respuestas retrógradas que aparentemente se le oponen. Entre otras cosas, porque estamos convencidos de que esas respuestas retrógradas forman parte del mismo dispositivo conservador, en tanto y en cuanto sirven para desactivar el potencial de transformación real, el cual supone inexorablemente una amenaza para las élites privilegiadas y los estratos burocráticos y corporativos a su servicio en el orden vigente.

Es decir, el discurso de la posverdad se ha convertido en una estrategia del establishment cultural de las democracias liberales para contener la justificada crítica al fracaso del proyecto político, socioeconómico y ecológico hegemónico, el cual, en las últimas cinco décadas, en su versión más extrema, «neoliberal», ha conducido a la humanidad, una vez más, al abismo de una guerra mundial, la obscena y lacerante desigualdad y exclusión de miles de millones de personas, y manifestaciones innegables de un deterioro medioambiental que amenaza la supervivencia de la raza humana en el planeta. 


Democracia y posverdad

Por ese motivo, nuestra propuesta es superar la narrativa conservadora actual que apunta a la posverdad como una amenaza para nuestras democracias, y enfocarnos en el problema real: nuestras democracias nunca han sido lo que pretenden ser. 

Por otro lado, dejar atrás la idea de que la posverdad pone en entredicho la verdad, como si nuestras prácticas de manipulación colectiva nunca hubieran existido, y hubiéramos estado viviendo en un paraíso de transparencia hasta la llegada de este terrible y novedoso fenómeno. 

Lo cierto es que nuestras sociedades democráticas occidentales se caracterizan, no solo por sus sofisticados sistemas de representación política a través de procedimientos electorales de dudoso funcionamiento, sino también, como contracara, por ser el más sofisticado y efectivo conjunto de dispositivos de manipulación para conducir a las poblaciones a que actúen contra sus propios intereses. 

Esto ha sido así desde el origen mismo de la institución de nuestros sistemas democráticos modernos, cuando los fundadores de nuestros regímenes de gobierno estaban más interesados en blindar los privilegios de los ricos y los poderosos, que de garantizar que la voz del pueblo se convirtiera verdaderamente en un factor de cambio a su favor, y no el eco mimético de los intereses de clase que hoy representa. 

Por ello, resulta imprescindible superar la narrativa conservadora que apunta a la posverdad como la amenaza actual a la salud de nuestras democracias, y enfocarnos en el problema real, que no es otro, como decíamos más arriba, que las democracias mismas, y los engaños en los que estas se fundan. 

En este sentido tenemos que entender la estrategia habitual de los partidos políticos de imponer cordones sanitarios a las expresiones de extrema derecha y el anarquismo radical, dejando intacto el fondo de la cuestión. Con ello solo se consigue una exacerbación de los problemas, debido, justamente, a que los enfrentamos con una falsa solución que los oculta. La extrema derecha, como el anarquismo radical, no son otra cosa que síntomas que el liberalismo progresista neoliberal manufactura en su huida hacia adelante para perpetuar su hegemonía. 

Por otro lado, la palabra «posverdad» es sospechosa en otra dimensión. La utilización del prefijo «pos», que se asocia a términos análogos utilizados en el pasado, como «posmarxismo», «posmodernismo» o «poscapitalismo», no hace más que embarrar el debate imponiendo una categoría presuntuosa y pedante que, como ya he dicho, oculta más de lo que revela. 

El otro presupuesto cuestionable detrás del término «posverdad» está relacionado con sus implicaciones. Se dice, por ejemplo, que el fenómeno pone en entredicho la viabilidad de la democracia y la sana convivencia, exacerbando las diferencias y los antagonismos, y dinamitando las bases de los posibles consensos que exige la democracia. De modo que, la posverdad se asocia a formas totalitaristas, mientras la democracia representa en este imaginario, lo opuesto a la manipulación de los hechos con el fin de reflejar la verdad. 


Crisis de legitimidad

En nuestro caso, partimos de un diagnóstico menos autocomplaciente. No creemos que hayamos estado en posesión de una verdad ético-política que la tecnología y la cultura ha venido a trastocar. Tampoco creemos que la actual dispensación sea fruto de un problema comunicacional, sino que echa sus raíces en un fenómeno más profundo que es la crisis de legitimidad del orden hegemónico vigente, que las transformaciones tecnológicas solo han enervado o exacerbado. 

Tampoco afirmamos que las democracias liberales estén en crisis como consecuencia de fenómenos como la posverdad y otros análogos en el orden institucional, como son el Lawfare o la guerra judicial. 

La democracia liberal está en crisis porque no puede sostener su legitimidad frente a las contestaciones que ponen en entredicho su eficacia para resolver los problemas materiales de las poblaciones, y la mutiplicación ad infinitum de los excluidos que llaman a la puerta pidiendo ser escuchados y reconocidos sus derechos a la luz de los propios criterios que nuestras democracias dicen representar.

Contra la historia liberal-conservadora en boga en las sociedades del Atlántico Norte, creemos que, si realmente queremos entender qué nos ha traído hasta aquí, a la profunda crisis civilizacional que afecta a la humanidad en su conjunto, debemos reconocer que el matrimonio entre las llamadas democracias liberales y el capitalismo es el principal sospechoso. 

Las Guerras mundiales, la amenaza actual de un nuevo ciclo de destrucción bélica planetaria, la desigualdad, las hambrunas, la violencia sobre amplios sectores de la sociedad excluidos del reparto de los recursos, y la destrucción medioambiental, solo pueden explicarse en el marco de la competencia suicida que impone el capitalismo, y la manipulación sistemática de nuestras democracias. 

 

 

MISIÓN IMPOSIBLE: MÁS ALLÁ DE LA CRÍTICA INMANENTE

  Una ficción banal puede iluminar la arquitectura del pensamiento social contemporáneo. La saga Misión Imposible pertenece a ese tipo de...