DEBATES (3): Ética y derecho


Llegamos ahora a la tercera cuestión que deseaba tratar en esta serie. Hemos visto, en primer lugar, que el debate en torno a estas cuestiones se encuentra mediado por: (a) la articulación de una ontología positiva que extiende el estatuto de la “personalidad” al embrión humano; y (b) la inarticulación ontológica de aquellos que neutralizan el estatuto del embrión, eludiendo de ese modo la problematicidad de su entidad.

En segundo término, hemos constatado que estas posiciones se sostienen gracias a una impensada onto-logia a la que he llamado “lógica de la identidad”. De acuerdo con mi exposición, debido a condiciones intrínsecas de nuestra cognición y nuestra lingüisticidad, aprehendemos las entidades de manera reificada. Debido a esta reificación, los análisis genéticos de dichas entidades se enfrentan a diversos tipos de hiatos que no pueden ser explicados por medio de dicha lógica.

Por otro lado, hemos dicho que, frente a la imposibilidad explicativa resultante, surgen interrogantes respecto a la raigambre de las positividades o funcionalidades en cuestión que pueden responderse, o bien con una suerte de “nihilismo” que se traduce en determinaciones flotantes, arbitrarias; o bien, por medio de alguna forma de fundamentación ontológica. Entre las articulaciones posibles, nosotros hemos señalado la necesidad de encontrar una que dé cuenta de la “communitas” cosmológica que permita, por su parte, arrancar lo político positivo de su peligroso solipsismo autojustificante.

Por supuesto, de la fundamentación ontológica no pueden deducirse ni establecerse los contenidos del derecho positivo de manera directa. Sin embargo, pueden limitarse, por medio de esta ontología mínima, la teoría y praxis legislativa cuando estas se convierten en violaciones flagrantes de los principios constitutivos de dicha ontología.

Aun así, no estamos en condiciones de eludir los conflictos éticos que presenta la positividad de la ley. Justificamos esta afirmación haciendo mención de la finitud humana, en primer lugar, y afirmando el carácter “sacrificial” de cualquier acto fundacional de derecho.

A nuestro entender, esta línea argumental resulta interesante, no sólo para los casos en los que estamos ocupados ahora mismo (cuestiones de bioética), sino también para muchas otras cuestiones en el marco del debate medioambiental, los hipotéticos derechos de los animales no humanos y de la naturaleza sentiente en general, lo cual implica revisar y problematizar conceptos tales como los derechos humanos, la propiedad privada, la democracia, etcétera.

Si preguntamos: ¿En qué sentido los argumentos aquí vertidos resultan esclarecedores a la hora de la confrontación de las partes en pugna? Nuestra respuesta es la siguiente: Por un lado, los antiabortistas levantan una bandera de pureza moral que sólo pueden defender sobre la base de una demarcación sustancialista de la vida biológicamente humana en contraposición a toda otra forma de vida. Ante la evidencia de las diferencias funcionales irrefutables entre el embrión humano (categoría biológica) y la persona humana (categoría social), los antiabortistas se ven compelidos, o bien a negar de cuajo dichas evidencias o a hipostasiar una personalidad que se establece independientemente del conjunto de relaciones socio-culturales que son condición de posibilidad de la personalidad, aferrándose a una noción biologicista de la personalidad.

Por su parte, el “sociologismo” legalista, al enfatizar de manera excluyente la naturaleza relacional de la personalidad humana, se ve compelido a eliminar de su relato del proceso embrionario cualquier referencia biológica de dicha personalidad, reduciendo al embrión a mera materia viva. El propósito de una posición de estas caracteriza es neutralizar valorativamente dicha materia para convertirla en dominio adecuado sobre el cual la persona afectada puede ejercitar su derecho (en este caso, el derecho a la interrupción de un embarazo no deseado). El efecto impensado de este extremo es la adopción de una postura instrumentalista que se encuentra, en buena medida, en consonancia con las prácticas dominantes del capitalismo, fundado en una antropología individualista y utilitarista que se traduce en atomización social y ejercicio técnico de la razón instrumental, esta vez sobre el propio cuerpo de la mujer (análogo a la naturaleza) y sobre el embrión biológicamente humano.

Ahora bien, nuestra posición es la siguiente: en el contexto de las prácticas capitalistas no hay ningún motivo para prohibir a los individuos las prácticas individualistas y utilitaristas que el propio capitalismo promueve sin sonrojarse en todos los ámbitos de la vida humana. A decir verdad, es posible argumentar que las prácticas abortivas, especialmente cuando se realizan durante los primeros meses del embarazo, resultan éticamente mucho menos perniciosas moralmente que nuestras prácticas alimentarias, por poner sólo un caso. Los frigoríficos y las granjas ilustran de manera acertada la brutalidad que sustenta nuestro desarrollo instrumental. Las prácticas abortivas se fundan en el mismo espíritu prometeico de la civilización moderna sobre la naturaleza. En ese sentido, resulta convincente la argumentación feminista que defiende el derecho de la mujer a tomar posesión absoluta sobre su cuerpo y decidir plenamente acerca de lo que en su seno quiere o no quiere que se engendre. Por lo tanto, en el contexto del presente status quo, en el contexto del capitalismo que domina el sistema-mundo y su lógica instrumental, creemos que la exigencia de una despenalización del aborto dentro de ciertos plazos convenientemente establecidos, resulta razonable defender.

Otra cosa ocurre si nuestra intención es juzgar el trasfondo que sustenta dicha exigencia, es decir, si nuestra intención es deconstruir la “lógica de la identidad” que se encuentra en la base de estas determinaciones. En ese caso, la totalidad de la cosmología, antropología y ética capitalista resulta insostenible, y la totalidad del aparato institucional resulta, sino erróneo en su contenido explicito, sí en su espíritu, porque deja de lado un elemento clave para la autocomprensión de los agentes que modifica sustancialmente la naturaleza de sus pretendidos derechos. Como ocurre con el derecho de propiedad, el derecho a la disposición absoluta del embrión sólo puede ejercitarse privando a otros del disfrute de ciertos derechos que son sacrificados en el altar del orden jurídico que hace posible esta ordenación social.

Lo interesante del tema, por lo tanto, es que en estas cuestiones fronterizas, las justificaciones se desdoblan. Por lo general, los mismos que defienden políticas económicas corrosivas del orden social, que defienden a capa y espada el derecho de propiedad, y mantienen posturas reaccionarias ante las demandas de un giro holístico en nuestra relación con la naturaleza no humana, son los mismos que se atribuyen a sí mismos una sensibilidad que desconocen en el resto de las áreas en disputa, lo cual hace sospechar que las razones de fondo son la preservación de un orden paternalista y patriarcal. Por el contrario, aquellos que en los problemas citados se esmeran por cultivar un sano “relativismo” que pone coto a la razón instrumental y al individualismo rampante, se aferran en las cuestiones que nos conciernen en esta ocasión a una ontología reduccionista que desdice sus intereses en esas otras luchas sociales, políticas, económicas y culturales que promueven.

Finalmente, es preciso repensar el carácter sacrificial de toda fundación jurídica. Nosotros creemos que esto es necesario, como decíamos en el post anterior, porque nos permite reconocer que en la génesis de nuestros derechos siempre es posible identificar una “injusticia”. La asunción de esa “injusticia” o “pecado original” en la base de todo orden social nos devuelve a la cuestión del hiato. Esta vez, la distancia entre la ética y la ley. Distancia que no puede recorrerse enteramente sin resolverse en una suerte de ruptura con el orden legal. La lucha por el reconocimiento de esa injusticia fundante en todo orden de dominio, conlleva siempre adoptar ante dicho orden una suerte de postura revolucionaria, y por lo tanto criminal desde la perspectiva del orden establecido.

DEBATES (2): La lógica de la identidad, la gratitud y el perdón.


Ahora me gustaría detenerme en una cuestión que surgió ayer cuando reflexionábamos sobre el aborto y la fertilización asistida. Intenté explicar muy sucintamente de qué modo la lógica de la identidad que impera en las argumentaciones de los contrincantes en el debate dificulta una mejor comprensión del problema que tenemos entre manos. Por supuesto, los más arrebatados y militantes se impacientarán con mi línea discursiva. Pero a nosotros nos toca pensar el asunto y echar luz sobre el mismo, aún a riesgo de complejizar la cuestión.

Decía, entonces, que existe entre los antiabortistas y los legalistas un afán reduccionista que podemos atribuir a una suerte de ”lógica de la identidad”. Con ello me refiero a lo siguiente. Debido a características intrínsecas de nuestra estructura lingüística y cognitiva, nuestra relación con los entes sólo parece posible cuando somos capaces de determinarlos de manera rotunda. Al aprehenderlos, los concretizamos de manera reificante: los hacemos “esto o aquello” de manera concluyente. Cuando hablamos de una mesa, por ejemplo, no nos referimos a una ventana. Las mesas y las ventanas son otras, en nuestra aprehensión habitual, de manera absoluta. Sin embargo, las mesas existen en nuestra esfera de convencionalidades porque existen también las ventanas y otros “pragmata” que en contra-distinción contribuyen a la constitución de nuestro mundo cotidiano.

Ahora bien, debido justamente a este condicionamiento inherente de nuestra cognición y nuestra "gramática", nos resulta ajetreado el comprender la relación que existe entre: (1) las entidades y sus causas; (2) las entidades y sus partes; y (3) las entidades y los conceptos que les otorgan a los mismos un rol funcional en la esfera de las convencionalidades de la que hablábamos más arriba.

Con respecto a (1), o bien diferenciamos de manera problemática a las causas de sus efectos; o bien equiparamos las causas a sus efectos disolviendo las complejidades de las dinámicas genéticas.

Con respecto a (2), solemos, o bien totalizar las entidades ocultando su diversidad constitutiva, estructural; o bien las hacemos desaparecer debido a nuestro afán analítico.

Con respecto a (3), oscilamos entre un problemático objetivismo y un subjetivismo proyectivista.

Nuestra tesis podría formularse del siguiente modo.
1) Con respecto a la relación de las causas y sus efectos, decimos que, en última instancia, esta relación no se adecúa a la lógica de la identidad porque las instancias comparadas (las causas y sus efectos) no pueden considerarse en términos de igualdad y diferencia.

2) Con respecto a la relación estructural de las totalidades y sus partes, decimos que, en última instancia, su relación no se adecúa a la lógica de la identidad porque las instancias comparadas (las totalidades y sus partes) no pueden considerarse en términos de unidad y diversidad.

3) Con respecto a la relación entre las entidades y los conceptos que a ellos se refieren, decimos que, en última instancia, su relación no se adecúa a la lógica de la identidad porque las instancias comparadas (las entidades y la conceptualidad) no pueden considerarse a partir de nociones objetivistas o proyectivistas de lo real.

De este modo, podríamos decir que existe un hiato irresuelto que la lógica de la identidad (la lógica que impera sobre las funcionalidades) no puede explicar. Desde la perspectiva de esta lógica, este hiato se convierte en una distancia insuperable entre dichas convencionalidades, lo cual se ve ilustrado por (1) los imaginarios atomizantes de la realidad (una suerte de libertarismo anárquico)y (2) su contracara reaccionaria que nos imagina a partir de una suerte de totalización totalitaria.

De este modo, lo que subyace a los malentendidos políticos que se multiplican son los extremismos que pendulan de manera excluyente entre el anhelo de una libertad entendida exclusivamente en términos de “individuación”, y un igualitarismo que hace tabula raza del reconocimiento de la diferencia. Lo que necesitamos es volver a pensar lo distintivo a la luz de la comunión fundante que subyace a todo lo existente.

Todo esto conlleva situar la discusión en un doble plano: político y ontológico, con el fin de devolver a la política (el plano que verdaderamente nos incumbe porque allí es donde ejercitamos nuestra responsabilidad, es decir, nuestra condición respondente) su raigambre en la naturaleza.

Pero entendámoslo correctamente, aquí “naturaleza” no se refiere a la naturaleza definida en contraposición con la agencia humana. No es ni la naturaleza del capitalismo que se ve reducida a su condición de mero recurso, ni la naturaleza de la “ecología romántica” que sofoca sus jerarquías de complejidad creciente, convirtiendo al hombre en "antinatural" en el pleno sentido de la palabra. Aquí “naturaleza” pretende recuperar alguna concepción análoga al antiguo concepto de “cosmos”, con el fin de escapar a esa política flotante que el postnietzscheanismo erigió como paradigma de los tiempos (voluntad de poder). Es decir, una política que no se atemorice ante su propio limite, que sea capaz de recuperar su tentacion positivista reificante.

Eso significa, desde otra perspectiva, volver a pensar la revolución. Es decir, reconocer que la institucionalidad (la positividad entendida como cristalización de las pugnas de poder) no pueden ser vehiculo de novedad alguna, que es necesario una ruptura para escapar a los imaginarios imperantes. Esa ruptura (esa “anomalía” diría nuestro amigo Forster) se manifiesta, en primer lugar, como negatividad de lo real funcional, pero no en sentido nihilista (no al menos necesariamente). Lo que viene es a devolver a las funcionalidades ineludibles de la existencia humana su raigambre ultima, allí donde la lógica de la identidad no llega.

Por supuesto, esto nos lleva a otra cuestión muy interesante: que la positividad se funda siempre en una injusticia radical que refleja la condición inherente finita de la existencia humana.

Ahora regresemos a la cuestión puntual que nos incumbía (el aborto y la fertilización asistida). Lo que pretendemos es una crítica a toda política nihilista entendida de tal modo que incluye, tanto a los positivistas de todo pelaje que ahogan la justicia en la verdad exclusiva de la ley humana, como a los que pretenden, con una actitud de enmascarado cinismo, condenar las convencionalidades a la luz de lo absoluto. Puede que la “solución” a muchos de nuestros conflictos pase por recuperar y asumir el carácter sacrificial de toda gramática política. Es decir, volver a pensar la “representación” asumiendo como trasfondo alguna nocion análoga a la de “communitas”, donde debería haber un lugar para los idos, para los porvenir, como asi también para lo que no pudieron ser para que nosotros seamos.

Nuestra existencia frágil recuperaría de ese modo su perspectiva de radical contingencia, su estatuto de existencia donada, dando paso, de ese modo, a una ética del perdón y de la gratitud.

DEBATES (1): apuntes sobre aborto, fertilización asistida y capitalismo


En las próximas semanas la ciudadanía participará en una serie de discusiones y debates en torno a cuestiones sensibles que involucran aspectos cruciales en el ámbito de la bioética. La sociedad civil movilizada pugna por imponer sus diversos criterios en la arena política. Asuntos como el aborto o la fertilización asistida exprimirán los minutos televisivos y radiales desplegando argumentos y ofensivas de diversos tenores para convencer a la ciudadanía adónde buscar el bien que anhelamos. Mi intención en este post no consiste en marcar una posición definitiva. Más interesante, a esta altura del debate, es intentar pensar por qué razón las estrategias discursivas de los contendientes acaban por encontrarse con el muro de inconmensurabilidad que suscitan ontologías dispares.

En los dos asuntos que mentamos más arriba, aborto y fertilización asistida, lo que levanta ampollas es el estatuto de los embriones involucrados. De manera semejante, aquellos que pretenden impulsar la legalización, como aquellos otros que se esfuerzan por mantener el status quo ofrecen sus razones con el fin de justificar o condenar la práctica en cuestión. Lo curioso del asunto es que en un debate típico sobre el tema, ambos contendientes citarán estadísticas científicas, se referirán a las declaraciones de personajes eminentes que acompañaron su propuesta, o citarán con grandilocuencia las promulgaciones internacionales para apuntalar sus edificios retóricos. Los derechos humanos servirán para justificar a ambos contendientes, poniendo en evidencia, una vez más, los problemas que suscita cualquier ética exclusivamente procedimentalista.

Parte del inconveniente a la hora de echar luz sobre la discusión es la inarticulación en el seno del relato de los contendientes. Cuando un cristiano, por ejemplo, afirma sin cortapisas que su posición se debe a una convicción religiosa que puede y debe traducirse en términos filosóficos con el fin de guiar racionalmente nuestra praxis humana, no hace falta darle más vueltas al asunto. La personalidad que se mienta en el embrión no necesita explicarse científicamente, sino dar cuenta de la propia cosmología, de la cual se deriva una ética y una antropología dada. De manera análoga, la afirmación feminista que sostiene el derecho absoluto de la mujer sobre su cuerpo, no puede justificarse con la retórica positivista que hace referencia a la empiria. Hace falta una hermenéutica para neutralizar la materia con el fin de convertirla en objeto absoluto de nuestro dominio. Aquí también nos vemos confrontados con una cosmología, una antropología y una ética determinada.

Desde luego, si queremos resolver el asunto o, al menos, dirimir los extremos de la disputa, debemos comenzar apartando las interpretaciones más groseras. Una de las más trilladas explicaciones de los “antiabortistas” gira, como decíamos, en torno al estatuto del embrión. Esto se vuelve elocuente cuando en el fragor de los debates los militantes de este signo se refieren a los embriones como “niños” o “bebés”. En este sentido es importante recordar que las definiciones que hacemos de las entidades en todos los órdenes de la existencia se encuentran estrechamente atadas a sus caracterizaciones funcionales. Pongamos un ejemplo: cuando distinguimos entre una semilla, un árbol y una manzana, todas ellas entidades que pertenecen a un mismo continuo, lo hacemos porque tomamos en consideración, no sólo la disparidad entre sus respectivas apariencias, sino también, su diversidad funcional. Una semilla no es lo mismo que un árbol y este no es lo mismo que una manzana. Lo comprobamos cuando pensamos en lo que podemos o no podemos hacer con cada una de esas entidades. Con la madera de un manzano podemos hacer muebles, pero no una ensalada de frutas. De la madera no crecerán árboles. Sin embargo, sin semillas no hay árboles; sin árboles, no hay manzana. En breve: los embriones no son bebés, aunque evidentemente pertenecen al mismo continuo, y por lo tanto, sin embriones no hay niños.

Los “legalistas” ortodoxos, por su parte, insisten en considerar el cuerpo femenino donde se produce el embarazo como una propiedad exclusiva de la madre sobre la cual ésta tiene un derecho absoluto. Detrás de esta concepción absolutista asoma una aprehensión reduccionista de la corporalidad que es neutralizada con el fin de preservar un derecho. Se reconoce: el embrión es mera materia viva, no es un ser humano. Por lo dicho anteriormente, es claro que, a menos que nos apoyemos en un relato religioso, no podemos equiparar al embrión con un niño, pero tampoco es el caso de que estemos hablando de “mera” materia viva. Es claro que las células que conforman el hígado y las células embrionarias no son equivalentes. Las células embrionarias pertenecen al continuo de la madre de manera contingente y están llamadas, en algunos casos, a formar parte de un continuo que no pertenece a la madre. En breve: el embrión no es un niño, pero tampoco es nada. Tiene una entidad compleja, controversial, que debe tomarse en consideración sin extremismos.

Todo esto en lo que respecta al estatuto del embrión. A esto sigue una segunda discusión que gira en torno a otra complejidad que involucra a la madre, evidentemente, pero no ya en relación exclusiva con su embrión, sino en su relación con la sociedad en su conjunto. Aquí el debate se torna multifacético. Si encaramos la cuestión sin prejuicios, estamos obligados a dar cuenta de dos extremos interrelacionados evidentemente, pero no reducibles uno en el otro. Me refiero, por un lado, a las cuestiones que giran en torno al reconocimiento. En este caso el estatuto de la mujer en nuestras sociedades, pero también, como se plantea entre los ecologistas, el de las generaciones futuras. Resulta, cuando menos curioso, que aquellos que se afanan por reconocer derechos a los hipotéticos habitantes del futuro, eludan cualquier consideración a los embriones presentes. En segundo término, es obligado hacer referencia a las cuestiones distributivas y a todo lo que ello implica desde el punto de vista de la justicia social.

Ahora bien, si nuestra intención es pensar hasta sus últimas consecuencias lo que nos jugamos en los casos que ahora discutimos (aborto y fertilización asistida) y en muchos otros emparentados con estos, no tenemos otra opción sino encarar una discusión seria sobre las raíces morales del capitalismo. De eso se ocupa primordialmente la filosofía, de dar cuenta de los marcos inarticulados sobre los cuales damos forma a los modos de existencia contingente que habitamos, naturalizándolos de tal modo que ocultamos con ello toda alternativa.

Frente a esta complejidad, lo que resulta evidente, de nuevo, es lo inoportuno de cualquier dogmatismo. De igual modo, resulta inoportuno, en vista al tamaño estadístico de nuestras prácticas sociales eludir el asunto. Por supuesto, la solución jurídica que ofrezcamos será siempre imperfecta éticamente, pero eso no nos exime de intentar la mejor legislación posible en las presentes circunstancias.

PASIÓN TECNOCRÁTICA. Sobre el dolar, los subsidios y el anarcocapitalismo.


Durante los últimos días, a propósito de las medidas gubernamentales en relación con la política cambiaria y el entramado de subsidios, se han levantado voces entre opositores suspicaces y analistas que pretenden una reivindicación de sus saberes cuestionados en estas latitudes: demandan seriedad en la política económica, denuncian desprolijidades e improvisación. Se arguye, contra la heterodoxia, la necesidad de formar un equipo prestigioso que responda a las premisas del consenso ortodoxo, con el fin de enfrentar las "turbulencias" en las actuales circunstancias.

Frente a la lectura eminentemente política que promueven las huestes kirchneristas, quienes se esfuerzan por recordarnos, con la empiria histórica en la mano, que el poder corporativo no le hace ascos a las estrategias destituyentes cuando intenta fijar la agenda ciudadana, con el fin de cautivar la soberanía popular ajustándola a la impotencia. En esta dirección - nos dicen - deben leerse las campañas mediáticas, dirigidas a socavar el poder que el ejecutivo cosechó en las urnas.

Con estirada arrogancia, algunos periodistas y analistas continúan paseándose por los micrófonos que se les concede, augurando desgracias indecibles, con una mezcla curiosa de morbosidad y anhelo.

Bienvenidos sean aquellas valoraciones críticas cuya intención "objetiva" consiste en desanudar los hilos de una realidad compleja que, por supuesto, necesita de todos para lograr precarios momentos de transparencia en los que podamos definir nuestro destino.

Sin embargo, cuando la calidad "subjetiva" de estos agentes comunicadores evidencia motivaciones opacas, dejando a la vista un desinterés brutal por la suerte común, los productos de estas inteligencias contaminadas por el egoismo, se convierten en obsequios envenenados que debemos cuidarnos de consumir.

Por lo tanto, hay que volver a reiterar lo que la filosofía y las ciencias humanas en su actividad autorreflexiva no han dejado de advertir frente a los "positivismos" conservadores que insisten con sus interpretaciones descarnadas: allí donde actúan los seres humanos, es ineludible una consideración moral. La economía no escapa a esta verdad de Perogrullo que la pasión instrumentalista de nuestros antepasados se esforzó en ocultar. Por lo tanto, no se puede hablar de economía abstrayéndola de su encarnadura ético-política.

Cuando la presidenta Cristina Fernández, en el contexto del G-20, se refirió al "anarcocapitalismo", no hizo otra cosa sino recordarnos que el instrumentalismo no sólo no tiene corazón, tampoco piensa, atrapado como se encuentra en su ejercicio inacabable de fragmentación.

La pretensión tecnocrática, que arguye a favor de la existencia de meras funcionalidades, no hace más que ocultar sus prioridades morales detrás de la inarticulación de sus propios fines. Por esa razón es importante que el discurso técnico que despliegan estos agentes sea devuelto al contexto de sus imaginarios. La burocracia estatal y corporativa, desarraigada del mundo de la vida, resulta en un Leviathan que reduce las relaciones sociales a meras pugnas de intereses, y las motivaciones de los individuos y las colectividades contingentes, a mero afán de supervivencia. Una economía funcionalista sería entonces una economía amoral, sino fuera que es impensable una actividad humana que no se encuentre atada (aun ocultamente) a alguna forma de bien.

En la política discutimos esos bienes, intentando construir en la pugna de nuestras prioridades en el escenario público, nuestra identidad común. Por todo ello, parece arriesgado creer que la subestimación que los agoreros de siempre ejercitan en relación con el actual gobierno, que ha sabido sortear tan complejas coyunturas en lo que lleva al frente del Ejecutivo, pueda encuadrarse en una mera discusión en torno a "tecnicismos", como pretenden, haciéndose los inocentes, quienes propician y festejan los tropiezos patrios. Mas realista es reconocer el combate ideológico que se libra, la disputa ético-política detrás de estos conflictos: "¿Qué país quieren ellos?", deberíamos preguntarnos; "¿Qué país queremos nosotros?"

ARGENTINA: PASADO Y FUTURO


Ahora bien, lo que planteaba en el post anterior no significa que no podamos (más bien, que no debamos) sentarnos a discutir con aquellos que mantienen posiciones diferentes a las nuestras en las cuestiones que sean.

Digo más: la legitimidad concedida por las urnas nos habilita a ello. Y esto en un doble sentido. Por un lado, porque en nuestra interlocución dialéctica con nuestros contrincantes podemos alcanzar una articulación más adecuada de nuestros compromisos ético-políticos a la luz de los desafíos puntuales que se derivan de cada momento histórico particularizado.

Pero también porque la propia soberanía, el poder maestro que orienta en última instancia, o conduce la suerte de las particularidades al embarcarlas en un proyecto totalizador, se enriquece con la diversidad de su constitución.

Eso no implica, por supuesto, que debamos quedar prisioneros de la actitud postmoderna de indecisión que la indescifrable pluralidad nos impone. Eso es lo que querrían que creyéramos quienes se adhieren a estas doctrinas con el propósito sigiloso de aprovechar la confusión de lo múltiple para atomizar el poder colectivo.

Todo lo contrario. Aquí de lo que se trata es de asumir el poder concedido por los muchos disímiles con el propósito de consolidar otra Argentina que nos contenga a todos en un nuevo orden.

Es desde esta perspectiva que debe entenderse la alusión de la presidenta a la ausencia de neutralidad que los liberales parecen no entender. Un Estado neutral es un no-Estado. Porque en la fundación misma del Estado está la prerrogativa antipática que decide por las categorías de la inclusión y la exclusión que permiten la constitución de una identidad.

Cuando comprendemos esto, nos damos cuenta que el intento por neutralizar moralmente al gobernante no es otra cosa que pretenderlo im-potente. La soberanía política se funda en una asimetría. Se trata de una voluntad siempre volcada hacia un bien excluyente que reordena la vida moral de sus particulares ineludiblemente.

Esta voluntad política está obligada no sólo a mirar al futuro para imaginarse una nueva nación. Tiene que mirar al pasado y reescribirse. La pugna está justamente en esa reescritura.

Por supuesto, no estamos diciendo nada que no sepamos ya desde hace mucho tiempo. Pero vale la pena recordarlo. Reescribir la historia es parte de la tarea. Porque la historia oficial de la Argentina estuvo escrita por los vencedores, por aquellos que se deshicieron de la herencia española para anudar su suerte al capitalismo promovido por el imperio inglés y la cultura francesa. Esa historia oficial de civilización que se escribió con la sangre de la barbarie, de los negros, de los caudillos federales, de los indios y de los inmigrantes, es la que se ha puesto en cuestión. Una historia que concitó en las clases medias emergentes un afán tilingo de protagonismo y propició la traición funcional antipopular que ha servido como punta de lanza durante todo el siglo XX, para que el “poder real” lograra, por las buenas o por las malas, mantener el status quo.

En esta tierra sin aristocracia. En esta tierra embardunada por afanes miméticos. En esta tierra provinciana que supo hacerse un lugar en la historia, no debido a las virtudes prometeicas de sus héroes, sino a las ubres de sus vacas y la promiscua fertilidad de su tierra, la nota dominante ha sido el fingimiento. Aquí todos hemos sido alguien diferente a lo que verdaderamente somos. Ahora bien, el precio que hemos pagado para poder continuar mintiéndonos a nosotros mismos ha sido el de una violencia extremada, una violencia de silenciamientos o de sobornos.

En contraste con lo que muchos pretenden, el resentimiento es la marca de origen de una oligarquía traicionera que supo en cada tramo de su historia de ascensión y decadencia, reescribir su paradójico “salvajismo civilizador” convirtiendo en símbolos de su masculinidad disminuida a la chusma que se empañaba en aniquilar.

Imaginar otra Argentina implica reconocer en la pretensión civilizadora que festejó su suerte en el primer centenario la máscara detrás de la cual se escondió la voluntad de mantenernos en el atraso. Imaginar otra Argentina es reconocer que los autoproclamados civilizados estaban decididamente empeñados en renunciar a los sueños de una patria grande con el fin de cumplir su rol en el esquema neocolonial impuesto por el capitalismo británico que nos concedía el ambiguo privilegio de ser “granero del mundo” al servicio del “taller del mundo” que ellos mismos encarnaban.

Pero no seríamos justos con el futuro si desconociéramos los peligros que nos acechan en esa otra totalización que la globalización capitalista se empeña en ocultar, esa totalización que nos impone, como nunca antes, la necesidad de pensarnos a nosotros mismos a la luz de una suerte común que no conoce fronteras.

Olvidar que este planeta es una nave que marcha hacia una catástrofe, olvidar que estamos todos juntos embarcados en ella, atados a un destino común, es otra de las formas de la ignorancia que debemos combatir.

Por supuesto, sabemos que la globalización capitalista utiliza de manera pervertida el miedo para obligarnos a vender nuestra alma. Pero no por ello es menos verdadero el peligro que acecha y por ello no menos perentorio hacernos cargo de ello.

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE CÓLERA


Hace varias semanas que no publico nada en el blog. Durante este tiempo han pasado cosas extraordinarias en Argentina. Probablemente, lo más impactante, aunque notoriamente anticipado por todos, fue el triunfo contundente de Cristina Fernández en las elecciones del 23 de octubre. No voy a volver sobre los guarismos, apenas recordar que la distancia con el segundo competidor rondó el cuarenta por ciento. Otro aspecto destacable es el hecho de que junto al socialismo, el centro izquierda o “progresismo”, como les gusta a mis compatriotas llamar a esta franja ideológica, suman el 70% del electorado. Aún así, hay que reconocer que Binner se llevó el voto Duhaldista, lo cual implica que parte de su avance electoral se traduce definiéndolo como la mejor opción antiperonista que ofrecía la oposición en las presentes circunstancias. Visto de este modo, el Frente Progresista tendrá que hacer esfuerzos rotundos para no quedar pegado al talante reaccionario de su mejor electorado.

Pero ahora pasemos a la cuestión que a mí me interesa resaltar. Lo primero, recordar lo que José Pablo Feinmann señaló hace unos días en el teatro Sha, donde imparte sus lecciones sobre “Historia conceptual de la Argentina”: “Pese a la dimensión de la victoria, no se trata de un triunfo definitivo, y la amenaza de nuestros “enemigos políticos” sigue tan viva como siempre”. Las elucubraciones sobre el dólar son un testimonio fiable de lo que promueven. No hace falta satisfacer veleidades de profeta para señalar que de haber mediado una debacle kirchnerista por las razones que fueran y la tribuna opositora se hubiera hecho con el poder, muy diferente serían las expectativas sociales de las mayorías gradualmente reconocidas.

Basta con echar una mirada a los anuncios que los políticos europeos ofrecen para compensar y recompensar el saqueo prolongado de los Estados ahora en ruina, para comprender las abismales diferencias que promueven las tradiciones en pugna. Uno puede alegremente pretender ajustes en la “inversión social” cuando no ha sido maltratado junto a los suyos por las políticas agraviantes del neoliberalismo o ha sido uno de los “triunfadores” de dicha política. Muy diferente es cuando la gente percibe quién defiende no sólo nuestros intereses, sino también nuestra identidad moral a lo largo de las décadas. Por lo tanto, hay que continuar alerta. Basta con echar una mirada a las editoriales del diario La Nación para constatar, pese a la superficial desaceleración de las primeras jornadas postelectorales, que el anuncio reaccionario de Lilita Carrió poco después de la derrota definitiva de la fórmula por ella encabezada, no hacía más que dar cuenta del estado de ánimo de una porción nunca desdeñable de la ciudadanía que aún interpreta los resultados adversos de la democracia popular en clave golpista.

No hace falta decir que los tiempos han cambiado y resulta un exabrupto de la imaginación pretender amenazas armadas. Sin embargo, no hay que desdeñar lo que palpablemente pusieron de manifiesto los revelados secretos de Tabaré Vázquez hace pocas semanas, cuando nos contó que, junto a George W. Bush y “Condi” Rice planeaban “bombardear Buenos Aires”; o las interesantes anotaciones que wikileaks reveló sobre los contubernios de afamados periodistas y políticos traicioneros, que no hacen más que reiterar en clave postmoderna las estrategias de sus antecesores a la hora de unirse con los de afuera para “matar” a los de adentro. Vuelve de este modo el Martin Fierro a recordarnos lo que hace decente a un hombre. No es precisamente la fraternal traición la que lo enaltece.

Entre los contertulios de siempre hubo quienes justificaron las elucubraciones del expresidente de la Banda Oriental haciendo caso del barullo entrerriano y el ejercicio imprudente y crispado del difunto Néstor Kirchner. Ni tontos ni perezosos, estos tertulianos comparten con los editorialistas de la prensa amarilla inglesa en lo que concierne al conflicto por las "Falklands" (lease, Islas Malvinas), que el atolondrado comportamiento de nuestro canciller está fuera de lugar y lo inaudito de nuestros reclamos soberanos.

Frente a las revelaciones de wikileaks que el periodista de Pagina12 Santiago O’Donell se esforzó en cosechar con esmero en una publicación recientemente editada, el silencio de los “escrachados” fue estridente.

Como siempre, estos detalles circunstanciales exponen de manera rotunda el talante neocolonial de algunos de los más engreídos intelectuales de nuestra tierra. Algunos de estos especímenes comparten con nuestros antepasados porteños la feliz idea de que esta tierra sería más gloriosa sin el morochaje que la habita, se rasga las vestiduras hablando del clientelismo y advierten con el índice extendido que se anotan en la memoria su valiente resistencia contra el régimen imperante.

Reaccionarios de variados pelajes, en un batiburrillo más bien indescifrable, comparten las portadas de los medios digitales exagerando el pesar que les causa la herida que el poder acumulado por “la viuda” ha producido en el espíritu republicano, y llaman, todavía en sordina, a una rebelión que se cuece en los hogares de nuestros prohombres y sus promujeres.

En fin, nada es más engañoso que esta calma chicha que imperará hasta el próximo arrebato paroxístico de la oposición corporativa que ahora se ve sumida en la impaciencia ante la perspectiva de seis meses de obligada inmovilidad debido al hábil manejo que hace el Ejecutivo de sus tiempos. Hasta diciembre, nada habrá que decir que altere la luna de miel que vive el pueblo con su líder. Después viene enero y luego febrero y finalmente marzo para hacer que las cosas vuelvan a convertirse en una pesadilla.

Más realistas, sin embargo, es asegurar posiciones estratégicas, porque el panorama internacional amenaza afectarnos ineludiblemente. Sea por las buenas o sea por las malas, para recordarnos, ahora sí, que Argentina no está aislada del mundo, a Dios gracias y mal que nos pese.

LA "ANTI-CHAVIZACIÓN" DE LA OPOSICIÓN


En esta entrada voy a referirme a dos cuestiones. Por un lado, me gustaría refrescar nuestra memoria acerca del rol que ha jugado la oposición política, mediática y la dirigencia agroindustrial durante los últimos años, y el giro que han suscitado los recientes resultados electorales en algunos eminentes representantes del sector que han debido reconocer la “facticidad” de la presente hegemonía kirchnerista como punto de partida ineludible para avanzar en cualquier dirección imaginable.

Visto y considerando el estruendoso fracaso analítico que ha provocado la ceguera ideológica alimentada por los grandes hacedores de información y el abúlico seguidismo de la clase política alternativa, ha sido inteligente en estos pocos sincerados de última hora, aceptar la realidad ineludible que las PASO (Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias) han dejado en evidencia.

Sin embargo, no estamos para hacer sonar las campanas de la reconciliación nacional. Las operaciones político-mediáticas de las últimas semanas, que tuvieron su epicentro en un asunto de enorme trascendencia institucional como es la transparencia eleccionaria; el explícito o velado soporte de la llamada “prensa libre” a la hipótesis de fraude generalizado (la expresión es de ADEPA en su último comunicado condenatorio a las expresiones del Ministro Randazzo); junto a las desafortunadas afirmaciones de muchos periodistas y analistas “estrella” de la corporación mediática que han salido a pegarle al gobierno bajo la impostura de una indignación que tiene más de ocultamiento de su propio espíritu destituyente, que a auténticas preocupaciones republicanas, da como resultado de la ecuación una tipología que nos lleva a asemejar la oposición local con el radicalismo militante de la oposición al gobierno del Presidente venezolano Hugo Chávez.

Recordemos un fragmento ilustrativo de nuestra historia reciente y comparémosla con otra de más próxima hechura que nos permita extraer las continuidades de la retórica opositora.

En una filmación televisiva de la época “campestre” en la que se discutía la 125, el periodista Mariano Grondona y el dirigente rural Hugo Biolcatti, entusiasmados con el etéreo apoyo ciudadano, coquetearon con la posibilidad de destituir a la presidenta para que la sucediera el vicepresidente Cobos, elevado en el podio gracias a su indiscutida traición. La escena esta filmada y se ha reproducido hasta el hartazgo en los últimos años. En un bien ensayado intercambio, Grondona le dice al ruralista que dos años son mucho tiempo, que hay impaciencia entre la gente, y entre risotadas dejan en el aire la conveniencia de una interrupción del mandato constitucional de Cristina.

Quienes recuerdan ese programa grotesco, también deben recordar lo que los sesudos intelectos de la oposición mediática anunciaban sin mayor sustento. En un guiso cocinado con anhelos sin condimento, hablaban del “partido del campo” y llamaban a la oposición a rendirse ante la evidencia de la patria auténtica que volvía desde su época fundacional a reclamar lo que le pertenecía para bien de todos. Fue la época en la que todo simpatizante del gobierno en el rubro que fuera era considerado un “ultra-K”, viniese de donde viniese. Fue también la época en la que se anunciaba el fin del kirchnerismo o el principio de un postkirnerismo que, como todo post, prometía una restauración.

Desde entonces ha corrido mucha agua debajo del puente. Las últimas elecciones contradicen de cabo a rabo las profecías de los indignados y ponen en evidencia la debilidad que en las actuales circunstancias transitan los mecanismos de construcción político-cultural en nuestro país. Eso es un signo inequívoco de madurez ciudadana. Mucha gente inteligente, ante la noticia ruinosa que se le impone, apaga la televisión; ante el título mentiroso hace una mueca y putea. El descrédito es generalizado. Exceptuando algunos palurdos, se ha hecho pública y notoria la desinformación que fomentan los grupos de intereses a través de sus medios para sacar tajada de las coyunturas.

Pero el tono opositor va adquiriendo una modulación espeluznante que recuerda a muchos opositores de Chávez que en su radicalización han cortado amarras con la realidad para instalar un discurso que no le hace asco a las comparaciones más desopilantes. De los miles de comentarios que el diario La Nación atiende en sus foros, uno de cada cuatro compara los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández con el nazismo o el fascismo, llama a la presidenta montonera o sigue haciendo referencia a la tiranía o dictadura K. Esos comentarios son acompañados por otros muchos comentarios que son denigratorios hacia la población que ha depositado su confianza en Cristina como dirigente. Se la acusa de ignorante, de bruta, de negra y se resiente el que este país esté habitado por quienes lo habitan. Dando cuenta, de este modo, a la herencia retórica de los anunciantes.

En un programa reciente, el mismo periodista del que hablamos más arriba, Mariano Grondona, les decía a sus invitados, convidados para hablar del hipotético fraude - después desmentido con rotundidad por la justicia electoral -, que las razones coincidentes entre todos ellos en aquel conciliábulo televisado, le recordaba una cita evangélica en la cual Jesús les hablaba a sus apóstoles de “los hijos de las tinieblas” y “los hijos de la luz”. A lo cual agregaba con descaro: “Ya sabemos quiénes son los hijos de las tinieblas. Pero ustedes…” Ninguno de los presentes dijo un pero. Asumiendo la paternidad de quien fuera, asomaron gestos de aprobación y continuaron despotricando contra la dictadura eleccionaria y profetizando futuras indignidades por parte del ejecutivo.

Dejemos para otra ocasión la cuestión de la paternidad que esta oposición maltrecha nos reclama resolver. Lo importante es captar el ánimo que recogen las escenas. Por un lado, tenemos a un periodista de larga trayectoria que ofrece su pluma, su rostro y su palabra a una de las más importantes empresas comunicacionales del país. Por otro lado, juntos y revueltos, representantes del radicalismo, del duhaldismo, de la coalición cívica, del socialismo y de eso que han dado en llamar “peronismo federal” en sus dos variantes. Finalmente, un representante estatutario del negocio agroindustrial ahora llamado a la cordura por sus propias huestes, y la feliz estrategia gubernamental que ha sabido mostrar los intereses contrapuestos dentro del sector.

El rechazo de este rejunte radicalizado que llamamos “la oposición” ha sido contundente. Pero eso no amaina la indignación que produce el desprecio que concitan en sus intervenciones, ni el peligro latente que sus arrebatos ponen de manifiesto.

Recordemos, finalmente, que no hay mal que por bien no venga. En cierto modo, la oposición radicalizada contribuye a su manera al éxito de este proyecto, porque en su "anti-iluminismo" militante, en su apuesta reaccionaria a todo o nada, ha dejado patente que la única opción inteligente es la que a todas luces vencerá en octubre, la cual sabe matizar sus utopías con un aceitado realismo político que mide las oportunidades y rectifica cuando hace falta, sin necesidad de traicionarse en sus compromisos fundamentales.

ECOLOGIA Y CULTURA DEL RECONOCIMIENTO (1)



En esta entrada, y las que planeo a continuación, voy a intentar desplegar las ideas que de manera apretada expuse en el post anterior. Como es de suponer, en el proceso de clarificación se irán presentando objeciones y respuestas a dichas objeciones que pueden ayudarnos a ir construyendo un modelo argumentativo que justifique o rectifique nuestras actuales perspectivas medioambientalistas.

Lo importante, en todo caso, es que además de la propaganda política y la intención exclusivamente utilitaria que motiva buena parte de la actividad en esta área (en la cual los especialistas se han convertido en pequeñas estrellas con las cuales coquetean la burocracia estatal, que de manera cosmética ofrece su gestión “inteligente” de recursos, y las corporaciones que se afanan por camuflar sus actividades bajo un manto verde de bondad) es necesario pensar una auténtica política medioambiental y justificarla filosófica, política y socialmente.

Esto tiene interés por dos razones. En primer lugar, desde el punto de vista de la política interior, porque es necesario sentar las bases de un modelo de desarrollo sustentable ahora que la fiebre de crecimiento se ha desatado en nuestro continente amenazando con su aceleración irreflexiva en poner en peligro las condiciones existenciales de las generaciones futuras.

En segundo lugar, desde el punto de vista de las relaciones internacionales, con el fin de fijar una postura que pueda articularse con otros países y regiones para enfrentar el discurso dominante en estas cuestiones que pretende hacer pagar los desaguisados históricos en la materia, a los países y regiones que no se han beneficiado con la especulación desordenada y la falta de involucramiento elemental que hubiera sido necesario para proceder a un crecimiento sostenible. En vista de estos desafíos, creo que la reflexión debe superar las preocupaciones técnicas, para fijar el espíritu y la agenda de nuestras actividades en lo que se refiere a este tema.

Comencemos analizando, por lo tanto, el primer párrafo del texto precedente. En el mismo se dice:

“La problemática ecológica o medioambiental debe comenzar definiéndose a partir de los análisis que giran en torno a la aprehensión que los sujetos tienen respecto de sí mismos, de otras especies animales y el entorno físico. Esta aprehensión podría caracterizarse como una suerte de reduccionismo en el cual las entidades son interpretadas discretamente y de manera atomizada. De esta aproximación perceptiva que fomenta un trato exclusivamente instrumental de las entidades, se sigue una actitud “afectiva” que puede traducirse en términos de “desprecio moral”.”

El título del texto anterior señala que la intención es ofrecer un borrador que permita desarrollar un programa de fundamentación de futuras políticas medioambientales. Con ello se pretende que no existe aún una articulación global en este sentido de la cual el autor de la entrada tenga conocimiento. Por lo tanto, lo que ofrece son algunos lineamientos que permitirán desarrollar dicha articulación.

En este primer párrafo se dice que los problemas medioambientales no pueden enfrentarse exclusivamente como cuestiones de índole técnica. Es necesario plantear los problemas medioambientales en un marco de comprensión que nos ayude a entender por qué razones hemos llegado a una situación de preocupación planetaria de las dimensiones que observamos. Para ello es preciso, realizar (1) un análisis ontológico que clarifique la cuestión medioambiental en base a la constatación de ciertos constitutivos antropológicos; y (2) abordar la cuestión desde una perspectiva cultural que nos permita reconocer, además de los factores perennes que hacen posible el deterioro de nuestro hábitat a partir de la agencia humana, los factores culturales, es decir, aquellas peculiaridades de la modernidad en general y de nuestra modernización particular que están involucrados en el problema.

Aquí se dice, por lo tanto, que debemos comenzar nuestro análisis intentando dilucidar de qué modo se aprehenden los sujetos a sí mismos, de qué modo se relacionan con otras entidades vivientes no humanas y su entorno físico. En este sentido, las palabras elegidas (aprehensión y relación) quizá no sean las más adecuadas. Lo que nos interesa, en todo caso, es conocer la actitud media de los agentes con el fin de comprender las dificultades que encontramos a la hora de establecer políticas empáticas que entusiasmen a la ciudadanía y la lleve a realizar esfuerzos en su dirección.

Lo que constatamos es que en las presentes circunstancias, la postura adoptada puede traducirse en una suerte de reduccionismo. Y a eso agregamos que la misma consistiría en una comprensión (en su mayor parte inarticulada) de las personas, de otras entidades vivientes y de las cosas en general, en términos discretos y de manera atomizada. Decir que aprehendemos estas entidades de manera discreta, acotada, etcétera, implica, en líneas generales, que recortamos su significación en vista a su mera expresión funcional. La referencia a la percepción atomizada de los agentes enfatiza el carácter hegemónico de la visión cientificista que elude las descripciones cotidianas de los agentes, para quienes la experiencia primaria siempre es afectiva y cognitivamente holística. Por esa razón se dice, al final del párrafo, que este trato exclusivamente instrumental al que sometemos a las entidades humanas y no humanas del sistema-mundo puede interpretarse como un modo de “desprecio moral”.

Podemos decir eso cuando entendemos, como intentaremos desarrollar en las próximas entradas, que la exigencia de reconocimiento y la negación de dicho reconocimiento se traducen en una forma de violencia hacia las entidades involucradas. Es en este sentido que se dice que lo contrario del reconocimiento es el “desprecio moral”, y la articulación de ese desprecio consiste en la negación de la naturaleza última de dichas entidades reducidas ahora a mero recurso.

Sin embargo, es importante enfatizar que aquí lo que se pretende es, en mayor o menor medida, una recuperación del carácter primario de lo existente, que sólo secundariamente, y a modo de ocultamiento, adquiere su peculiaridad funcional en vista al entramado sistémico que establece su valor en el marco monetarista que el capitalismo ofrece como único ámbito de sentido en esta instancia histórica de globalización planetaria.

PARA UNA FUNDAMENTACIÓN DE FUTURAS POLÍTICAS MEDIOAMBIENTALES



La problemática ecológica o medioambiental debe comenzar definiéndose a partir de los análisis que giran en torno a la aprehensión que los sujetos tienen respecto de sí mismos, de otras especies animales y el entorno físico. Esta aprehensión podría caracterizarse como una suerte de reduccionismo en el cual las entidades son interpretadas discretamente y de manera atomizada. De esta aproximación perceptiva que fomenta un trato exclusivamente instrumental de las entidades, se sigue una actitud afectiva que puede traducirse en términos de “desprecio moral”.

De este modo, sería conveniente trabajar sobre la cuestión medioambiental enfatizando que la misma no hace referencia a un anexo en el contexto de las luchas por el reconocimiento, sino que es uno de los aspectos centrales que debe abordarse junto al resto de las preocupaciones que movilizan a las fuerzas político-sociales que dan sustento al presente modelo.

Si pensamos en las políticas de promoción de ampliación de derechos llevada a cabo en los últimos años, constatamos que las transformaciones categoriales se han traducido en cambios normativos, y viceversa. Teniendo en cuenta esto, debemos apostar por redefinir la cuestión medioambiental, como decía, para evitar que la misma se interprete como un mero apéndice de las cuestiones de modernización funcional y de justicia social que más preocupan actualmente a la ciudadanía.

El desafío consiste en hacer de la problemática medioambiental, parte del modelo omnicomprensivo que incluye, por un lado, las cuestiones en torno a las pugnas redistributivas; por otro lado, aquellas que giran alrededor de las luchas a favor de trato igualitario (ante la ley); finalmente, las exigencias diferenciales en torno al reconocimiento de las aportaciones individuales y colectivas para el sostenimiento de la sociedad.

Sin descuidar (1) las prioridades que establece el compromiso humanista con los derechos humanos en todas sus dimensiones; (2) tomando en consideración la renovada preocupación por la soberanía territorial, ahora amenazada por los emprendimientos privados, cabe incorporar (3) una categoría de reconocimiento que permita una ampliación de derechos que tome en consideración la naturaleza radicalmente interdependiente de los sujetos en relación con su entorno y sus habitantes no humanos.

En vista a la utilización evidente que las potencias centrales han hecho y continúan haciendo de esta preocupación que concierne a la población del planeta en su conjunto, es necesario promover una postura efectiva que transite un camino medio, entre las pretensiones supra-estatales y las respuestas exclusivistas, acotadas a los intereses nacionales y regionales. Como ocurre con otras cuestiones relativas a la modernización planetaria, es necesario abordar los desafíos que traen aparejados los desarrollos funcionales del sistema-mundo capitalista imperante con respuestas adecuadas a las peculiaridades histórico-culturales en cada caso.

Por lo tanto, habría que comenzar definiendo el lugar que ocupa la cuestión medioambiental dentro del esquema omnicomprensivo de las luchas por el reconocimiento que el actual gobierno ha adoptado como marco de gestión estatal. Para ello es necesario (1) establecer un modelo ideal de relativa “salud” ambiental que nos permita contrastar (2) las insuficiencias actualmente manifiestas, para derivar de allí (3) un conjunto de preceptos y normativas que nos permitan transitar de (2) a (1).

Para ello resulta ineludible emprender una clarificación conceptual que nos permita definir la relación entre los sujetos humanos y el entorno no humano que justifique las normativas futuras. Mi impresión, como decía más arriba, es que esa clarificación debe tomar en consideración tres aspectos:

(1) De manera análoga en la cual ponemos en cuestión la atomización social que promueven las democracias liberales contractualistas sobre la base de una epistemología objetivante e instrumentalista, debemos poner en cuestión el descuido de la naturaleza no humana, no sólo en función de criterios costo-beneficio, sino también en términos de reconocimiento.

(2) Un reconocimiento de esta naturaleza debe tomar en consideración la estrecha relación que existe entre la cultura y “la tierra”. Eso significa, entre otras cosas, apostar por una cultura que prospere en su relación de cuidado con aquello que la sustenta.

(3) Finalmente, una asunción de la radical interdependencia entre el hombre y la naturaleza que hace posible justificar una defensa del hábitat natural como un reconocimiento de la corporalidad del anthropos y de sus necesidades básicas, al tiempo que se le reconoce a la naturaleza sentiente no humana una suerte de ciudadanía territorial que mejore nuestras aspiraciones conservacionistas, defendiendo de este modo nuestro territorio y sus habitantes humanos y no humanos del agresivo avance comercial de las corporaciones que hacen peligrar la biodiversidad.

LA SOCIEDAD ARGENTINA FRENTE AL CASO ALFANO




En esta entrada voy a referirme sólo tangencialmente al caso Alfano. Lo que quiero, en cambio, es utilizar lo ocurrido esta semana en los programas de chimentos para pensar algunas cuestiones que ya se anunciaban en este blog en entradas anteriores y están relacionadas con la normalización de ciertos horizontes morales que hasta hace muy poco continuaban encontrándose en disputa.

Me refiero a la cuestión de los derechos humanos en relación con la dictadura cívico-militar. A esta altura del partido hay mucha gente que está obligada a hacer un mea culpa asumiendo el prolongado silenciamiento en el cual incurrió por los motivos que sean. No se trata de hacerlo públicamente, a modo de un gran lamento mediático nacional, pero resulta imprescindible para la salud individual y colectiva que se lleve hasta el final ese proceso de sinceramiento. Hasta ahora, la memoria y el enjuiciamiento de los implicados directos han sido promovidos sólo por algunos sectores de la sociedad, los cuales, por otro lado, han encontrado enorme resistencia o indiferencia en un amplio sector de la población.

Un sinceramiento de estas características puede ayudarnos a eludir la tentación de reproducir escenas como las de esta última semana, en la que tuvimos que contemplar con cierto hastío, el linchamiento mediático de un personaje, reconozcámoslo, repulsivo moralmente, que fue una de las caras bonitas con las cuales se disfrazó la dictadura mientras mataba, torturaba, robaba, se apropiaba sistemáticamente de bebés y hacía desaparecer tantas personas en nuestro país.

Hoy, cualquier reivindicación de la dictadura que haga pie sobre la estrambótica doctrina de los dos demonios merece la más enérgica condena. La indiferencia o la franca defensa ante el horror genocida se asienta indefectiblemente sobre esta concepción: se trató de una guerra en la cual todos cometieron excesos. De este modo, cualquier referencia de este tipo merece un firme repudio porque desdibuja el contenido inconmensurable de los crímenes cometidos, promoviendo la impunidad por medio de la complicidad en una mentira de silenciamiento. Sin embargo, cuando los que se relamen haciendo sangre de un personaje como Alfano son los que son, una cohorte de alcahuetes cuya única ética ha sido y sigue siendo el “sálvese quien pueda”, no hay mucho para festejar en esta sorpresiva asunción de nuestra tragedia nacional.

Dicho esto, me gustaría volver sobre un par de cosas desde la perspectiva estrecha de mi experiencia personal. Durante veinticinco años (hasta hace unos pocos meses) viví autoexiliado en diversos países del mundo. Me fui aterrado ante el descubrimiento repugnante de la condición cómplice de mi entorno. El cual no sólo negaba lo ocurrido en Argentina, sino que además, como ocurría con amplios sectores de la población, defendía las crueldades indecibles que se habían perpetrado utilizando perversos argumentos patrióticos y cristianos. Recordemos que la “guerra contra la subversión” no sólo se llevó adelante desde los cuarteles, sino también, y muy especialmente, desde los púlpitos. Frente a mi reclamo, me encontré con un muro de silencio. Frente a mi insistencia, con una reprobación unánime.

En 1995 volví durante algunos meses. A los pocos que reencontré concedí el principio de la duda: inútil. Nada había cambiado. Incluso en la gramática cotidiana que utilizaban se ponía de manifiesto hasta qué punto seguían cautivos por la hermenéutica genocida.

Tampoco cambiaron las cosas en el 2001. Ni siquiera las catástrofes producidas por la aplicación impiadosa de las recetas neoliberales que habían inspirado a los artífices civiles del exterminio, ablandaron el corazón de aquellos que asumieron entre crucifijos la voluntad asesina como el único medio para lograr la ansiada seguridad que pretendían merecer a cualquier costo.

En el 2005, las políticas de Néstor Kirchner habían comenzado a horadar el pacto de silencio que las leyes de punto final y obediencia debida pretendieron asegurar. Pero ante la mirada acusadora de la historia, esos mismos sectores de la sociedad que pasaron de puntillas ante la verdad para no despertarla, se encendieron en una ira conspirativa empeñada en único propósito: devolver a la sociedad el preciado silencio que la dictadura había promovido desde el primer día. ¿Quién puede olvidar el mensaje que en aquellos días terribles se instaló en el obelisco conminándonos a la complicidad: “El silencio es salud”?

Escudados en las aberraciones que permite una cultura de meras formas liberales, amontonados temerosos en sus bunkers, se aficionaron a paladear resentimiento contra la “chusma” kirchnerista. Herederos de otros gorilismos a los que debemos una buena parte de la violencia setentista, se esforzaron por mantener viva la xenofobia, la altivez excluyente, el vacío cosmopolitismo que practican sin avergonzarse cuando se evidencia el ridículo de una educación fallida y obsecuente.

Hasta hace muy poco, la presidenta seguía siendo una montonera y mucha de esa gente seguía defendiendo con arrogancia el olvido, so pretexto de que la defensa institucional de los derechos humanos que Néstor Kirchner inauguró con valentía desde el primer día de su mandato, no era más que una estrategia gubernamental del “tirano” para robarse el voto de la gente ignorante (“Que en la Argentina abunda”, decían).

En mi caso, y pongo por testigos a todos quienes me conocen, impuse en mi vida la liturgia de la memoria. No ha pasado un solo día de estos veinticinco años, desde el momento mismo en que descubrí avergonzado quiénes éramos, en el que no recordara lo que fuimos capaces de hacer muchos argentinos a otros muchos compatriotas nuestros.

No era difícil escuchar barbaridades del estilo que he mentado más arriba unas semanas antes del clamoroso triunfo simbólico de Cristina en las primarias. Los dichos de Duhalde, en la noche de su camuflada derrota, aludiendo a las “banderas subversivas”, estaban en la boca de muchos. En algunos barrios, había gente que los reproducía a viva voz en cualquier cafetería. Muchos porteros y taxistas no eran ajenos a esa retórica cínica que mantiene cautivos a muchos conciudadanos, rendidos ante la impotencia del odio y la sofisticada imbecilidad que practican. Las farándulas del espectáculo, del periodismo y de la cultura dominguera no se cansaron de recordarnos de mil modos que los derechos humanos son cosa del pasado y, por ende, no sólo no merecían nuestros desvelos, sino que eran un verdadero obstáculo para el feliz advenimiento de nuestro futuro.

Pero ahora, con el triunfo abrumador de Cristina, esas palabras que invocan la sinrazón de la maldad, ya no pueden expresarse con la facilidad de antaño. Sin embargo, hay que estar al tanto, porque son muchos los que se subirán al tren de la memoria para lavar sus culpas participando de linchamientos mediáticos para eludir sus propias responsabilidades morales, jurídicas o políticas.

Por supuesto, Alfano no es una víctima. Si se encontraran indicios en su contra, debe ser juzgada –como suele decirse – con todo el peso de la ley. Sus dichos deben ser repudiados con la mayor firmeza. Pero esto debe hacerse con la serenidad que exige la seriedad del asunto que tratamos.

Sabemos que en el mundo del espectáculo, como en el mundo de la empresa y el deporte, en la cultura, el periodismo y la política, hubo muchos que supieron, hicieron la vista gorda, alcahuetearon o participaron de un modo u otro en el horror del régimen genocida. Pero recordemos que todavía estamos en duelo. No puede haber lugar para la frivolidad mientras todavía anide en nuestros corazones el dolor y el anhelo de justicia.

LA LUCHA POR EL RECONOCIMIENTO


Cristina ganó con más de 50% de los votos. Algunos exaltados, renunciando al espíritu del sistema político que nos rige, retrucan: “eso quiere decir que hay un 50% de ciudadanos que no la quieren”.

Ahora ni siquiera la mayoría absoluta les es suficiente para reconocer la legitimidad a su gobierno, se le exige una unanimidad que ni siquiera el creador logró entre sus ángeles.

Como ha señalado la socióloga de Carta Abierta María Pía López, el Kirchnerismo es un gobierno reformista cuya base militante por momentos adopta un vocabulario “revolucionario” que resulta problemático, pues lo hace blanco fácil de la acusación de “impostura”.

El llamar “reformista” a los gobiernos de Néstor y Cristina no es poco. En una época de renovado conservadurismo y políticas sociales regresivas en el mundo entero, apostar por el reformismo social es toda una proeza de autonomía política e ideológica.

Nosotros mismos hablamos en una entrada anterior de una Ekklesia kirchnerista. No lo hicimos de manera despectiva ni irónica. Constatamos en el escenario militante una retórica simbólica que el triunfo aplastante obliga a revisar (López habla de la necesidad de secularizar dicha retórica, lo cual justifica nuestra alusión a la Ekklesia). Esto es así si reconocemos la existencia de un kirchnerismo de dos velocidades. La tentación de las élites de elevar las prácticas de las mayorías a los criterios de la militancia puede resultar en un fracaso.

Ahora bien, esta secularización no sería posible ni deseable si no se comenzara a vislumbrar o entrever una integración extensiva de los horizontes morales asumidos por el kirchnerismo y el cristinismo.

Mal que les pese a los opositores furibundos, los gobiernos de Néstor y Cristina son, sin lugar a dudas, y quedarán en la historia, como gobiernos que se articularon sobre el fundamento ético-político de los derechos humanos y todo lo que ello supone.

Esa articulación ha ido mutando, y con ello profundizando y extendiendo el horizonte moral que lo inspira a esferas que se concebían ajenas a las políticas de la memoria y la reparación. Esto obliga, en línea con lo expuesto por la socióloga de Carta Abierta, a una secularización de los discursos y los gestos que acompañe la extensión de los cambios que se han producido en el imaginario social.

Como señala López, por un lado, es necesario reconocer que entre 1973 y 2011 han cambiado muchas cosas, lo cual hace imposible un retorno a las concepciones que se sostenían en aquellos años, problematizando de ese modo su retórica reivindicativa sin más. Por otro lado, la asunción cultural de ciertas reivindicaciones nucleares por parte de sectores en principio no comprometidos con dichas causas, puede y debe dar lugar a una secularización de la retórica militante para permitir la integración de dichas reivindicaciones en el trasfondo tácito de la sociedad.

Por lo tanto, como yo lo veo, el cristinismo está llamado en esta nueva etapa que se abre a normalizar las reivindicaciones históricas convirtiéndolas en banderas nacionales que trasciendan las generaciones y las particularidades: ¿De qué otro modo sino puede entenderse el concepto de “profundización” cuando hablamos del modelo, si además del aspecto “comprensivo” de dicha profundización no advertimos la importancia de extender las nociones de justicia y reconocimiento a las que aspiramos?

Estos ocho años de gobierno forman parte de una larga lucha por el reconocimiento que la ciudadanía finalmente asumió (mal que les pese a quienes pretenden ofrecer una interpretación reduccionista de los factores del acompañamiento). Se trata, en buena medida, de un punto de inflexión que pone de manifiesto una enorme madurez de la ciudadanía, teniendo en cuenta la encrucijada electoral que se nos planteó: frente a las alternativas discursivas y simbólicas en las que nos jugábamos el destino; y la cautividad a la que se pretendió someter al electorado por medio de un poder comunicacional que se saltó todos los límites deontológicos, desenmascarándose de manera vergonzosa.

Por lo tanto, el triunfo de Cristina debe leerse no sólo en clave funcional, sino también en clave cultural. Elegimos no sólo el bienestar relativo que ha provisto la fortuna y la eficacia administrativa, sino una identidad. Lo cual es doblemente extraordinario si pensamos esta elección como el resultado de un arduo proceso “terapéutico” ante la profunda crisis identitaria que se manifestó con todo su furor en el 2001, cuando definitivamente no sabíamos quiénes éramos, ni hacia dónde íbamos.


Esta recuperación, estos signos de salud social, no son fruto del azar. Son producto, primero de un diagnóstico certero de época que se trazó en aquellos días de mayo del 2003 cuando el nuevo gobierno de Néstor Kirchner asumió la responsabilidad de su tiempo y emprendió un programa de recuperación de la memoria que, en principio, se hizo cargo de los traumas sociales producidos por el genocidio llevado a cabo por la dictadura, para luego emprender un extenso programa de reparación social que aún se encuentra en progreso, para desanudar la complejidad de nuestra herencia neoliberal.

Por lo tanto, se trató (y aun se trata) de recuperar la memoria histórica, no sólo de las víctimas de los años genocidas, sino también, de las víctimas del neoliberalismo noventista que continúo el proceso de aniquilación por otros medios.

Este reconocimiento a las víctimas (entre las que nos encontramos en buena parte “todos”, como miembros de esta nación) tiene como eje central la noción de derechos humanos entendidos éstos de manera integral. Por un lado, como decíamos, ofreciendo reparación moral a través de la justicia y el otorgamiento de la palabra testimonial que abre el camino a la dignificación de las víctimas de la violencia genocida. Por otro lado, por medio de la reparación redistributiva, la actitud solidaria y el reconocimiento del valor inherente de las víctimas que el capitalismo excluyente convirtió en residuos sociales, y ante las cuales la oposición afiebrada intentó responder con un discurso de mano dura que confirmaba la exclusión y negaba el reconocimiento de igualdad que es la única solución a los males que nos acechan.

El Duhaldismo (tras el cual se enfilaron una buena cantidad de votos del PRO) y el actual Alfonsinismo representan lo peor del pasado (paradójico cuando se piensa en el énfasis que han puesto, cada uno a su manera y en su medida, en la necesidad de no mirar hacia atrás, y ocuparse exclusivamente del presente y el futuro). Duhalde y Alfonsín representan hoy el miedo de una parte de la sociedad argentina, todavía enferma, ante la posibilidad de tratamiento y eventual curación. Representan esa parte dubitativa del electorado, sumisa ante los poderes fácticos y el odio.

El kirchnerismo, en cambio, pese a algunos desaciertos evidentes, ha sabido sostener la audacia ante el peligro y avanzar a través de los difíciles senderos de la reconstrucción hacia un nuevo amanecer.

UNIDAD NACIONAL Y CONDUCCIÓN



En un artículo publicado hoy en Página 12, el actual Ministro de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Esteban Bullrich, dice, de manera fecunda, que hay que dejar de lado las prácticas inútiles de la “chicana” y ponerse a trabajar conjuntamente, reconociendo (como ya había hecho el ministro en ocasiones anteriores) las muchas cosas buenas que han hecho los gobiernos, primero de Néstor Kirchner, y de Cristina Fernández, después.

Lo interesante de la nota en cuestión es que el funcionario PRO se distanció de las efusivas muestras de simpatía de Federico Pinedo y otros pesos pesados del partido, quienes en estas últimas horas, pese a la consigna de hacer mutis en vistas del 2015, sorprendieron a propios y ajenos apoyando tácitamente al ex presidente Duhalde, quien se despachó sin filtro llamando a la rebelión de los justos y echó un grito al cielo denunciando “¡fraude!”.

Mientras tanto, el resto de representantes políticos condenó la retórica cuasigolpista del ex presidente, denunciando la campaña de miedo a la que nos tienen acostumbrados los cavernícolas de siempre. Incluso los amigos de la Coalición Cívica, habiendo tomado nota de la suerte que le cupo a Carrió debido a sus arrebatos de delirio dostoievskiano, salieron a darle palos al dirigente de Lomás de Zamora.

Lo importante, sin embargo, es que Esteban Bullrich se hizo eco de la campaña “Cristinista”, y llamó a los hipotéticos vencederos y vencidos del próximo Octubre a trabajar por un futuro que nos encuentre unidos y no revueltos. No exigió un cambio de rumbo, como hubiera sido esperable, sino una profundización del modelo.

Mientras tanto, Juan Manuel Santos, el presidente colombiano, homenajeó al ex mandatario Néstor Kirchner convirtiéndolo en una suerte de prócer que ayudó a sentar las bases de una Sudamérica unida que sea capaz de enfrentar las terribles amenazas que nos vienen de fuera.

Algo semejante declaró, con poca repercusión en los afiebrados medios anti K, el ex tupamaro que preside ahora mismo la República Oriental del Uruguay, cuando nos advirtió de los tiempos de oscuridad que acechan a nuestro continente, nos llamó a la unidad y encomió las labores de Néstor Kirchner y Cristina Fernández en esta dirección, al tiempo que embestía silenciosamente contra los de adentro que siembran cizaña, para beneficio de los de afuera.

Lo que en este rubro se está haciendo tiene signos de convertir a los líderes actuales en próceres de nuestro mañana. No está lejos el bronce para aquellos que están dando forma a la comunidad que viene.

Entretanto, algunos periodistas, convertidos en operadores políticos de primera línea, azuzan a los candidatos a hacerse cargo de esta hora trágica que enfrentan los menos ante las mayorías esperanzadas.

Lo cierto es que en esta mitad más uno que viene a confirmar el rumbo de estos ocho años de proezas manchadas, eso sí, con algunas erradas que no debemos empeñarnos en defender, además de la militancia juvenil embanderada con la memoria de la utopía que tanto detesta Duhalde, hay una gran cantidad de votos de gente corriente, que aprueba sin prisa, pero con tiento, lo hecho y deshecho en estos años. La suma total de logros políticos y económicos, además de los procesos de deconstrucción cultural e institucional abiertos durante estos ocho años por el gobierno K, producen vértigo al observador y un entusiasmo que no prospera en otras latitudes.

Por lo tanto, podemos hablar de un Kirchnerismo de dos velocidades. El de los “virtuosi”, “los militantes de la liberación”; y los practicantes “laicos” que se sienten parte, por adhesión, de este movimiento que han echado a andar los más entusiastas, dándole colorido a la escena local, renovando los ideales que parecían para siempre destinados al olvido, reinventándolos en el presente en una suerte de hermenéutica teológica, por medio de la cual se preserva el espíritu de la transformación final, a través del ritual cotidiano de la consagración de los horizontes últimos que algunos soñaron a deshora.

Ahora bien: honrar el voto es tomar en consideración esas dos velocidades. Un difícil, aunque no imposible, equilibrio, que puede dar lugar a herejías a dos bandas. Lo importante es entender que en la Ekklesia Kirchnerista hay lugar para todas las voces, siempre y cuando se entienda que la unidad nacional es una construcción que necesita de conducción y lealtad.

"¿ES SÓLO LA ECONOMÍA, ESTÚPIDO?"


La pregunta del día es la siguiente: ¿Por qué razón la gente votó lo que votó? En algunos círculos se ha impuesto una respuesta contundente: “Es la economía, estúpido”. Mi objeción es la siguiente. Quienes formulan semejante afirmación de manera absolutista son los mismos que instalaron en su momento un diagnóstico catastrofista de la realidad nacional, quienes auguraron descalabros económicos, financieros, sociales e institucionales de todo tipo. ¿Por qué razón deberíamos sujetarnos a una lectura tan sesgada como la que ellos proponen?

La acción gubernamental ha transitado muchos caminos. No menor es el impulso transformador de la cultura de la emancipación y un vuelco en los procesos de construcción identitarios que han devuelto a los argentinos un lugar en el mundo. Esto último lo ilustra la presidenta en sus viajes al exterior, donde se desenvuelve con seguridad, prodigando con resolución sus convicciones, respaldadas por la realidad empírica de nuestro trajinar cotidiano.

Por otro lado, pese a las hordas vengadoras que pretenden devolvernos a un pasado de ruido y de furia, la ciudadanía ha votado por la palabra y contra el eslogan. La verborragia presidencial, su vocación explicativa, casi docente, en todas sus presentaciones públicas, ha demostrado, pese al “asco” que produce en algunos su retórica, que la gente prefiere su claridad y su inteligencia probada a la reiteración de lugares comunes y denuncias altisonantes y escandalosas con los cuales ha jugado la oposición.

En realidad, en esta campaña, sólo ha habido un programa de gobierno. El del propio gobierno. Lo que ha primado ha sido la positividad de la política, en contra de la triste reiteración opositora que ha abundado en denuncias de tiranía y corrupción, sin ofrecer una sola línea que pudiera hacer entrever el rumbo que pretenden imponer a la nave quienes aspiran a capitanearla.

No ha sido, por lo tanto, únicamente el bolsillo, que cuenta y mucho, a quién puede caberle duda del asunto, sino también lo que se presiente y constata como “dotes de liderazgo”. La repolitización del mercado, por medio de una férrea re-jurisdiccionalización de la economía por parte del Estado, transmite certezas a una población que no es tonta y percibe la debilidad de los gobiernos de las otrora naciones ejemplares, que como ha demostrado Obama recientemente, pero también los líderes europeos, se encuentran zarandeados por las muecas del poder financiero que impone ajustes a las economías que obstaculizan, cuando no interrumpen brutalmente, el ámbito de comunicación social que de manera constitutiva define a las democracias en las que pretendemos vivir.

Por lo tanto, ante la acusación reiterada (eso sí, más tímida ante la contundencia de los guarismos) de que el gobierno triunfó en las urnas por la disponibilidad que le ofrece la “Kaja”, la panza llena de los privilegiados y la desesperación de los excluidos, no caben ya demasiados argumentos.

La necedad que hasta ayer era explicable ante la ilusión del “fin del kirchnerismo” que promovían las huestes de terturlianos y periodistas cautivas por la lógica corporativa; ahora, frente a la voluntad de una inmensa mayoría entusiasmada ante la esperanza sostenida por ocho años de victorias políticas y afrentas a la impotencia, sólo puede responderse con la esmerada dignidad de una motivación renovada y una vocación dialoguista con quienes quieran hacer del encuentro, no un mero enfrentamiento con la vista puesta en los réditos de la corrosión, sino una práctica constructiva de unidad nacional (como señaló en su discurso post-electoral la presidenta) que nos ayude (1) a consolidar nuestra autonomía relativa, en términos económico-financieros y geoestratégicos (lo cual implica cada vez más insersión regional en un mundo de creciente interdependencia); (2) a promover cada vez más la democracia (lo cual conlleva afianzar el reconocimiento en términos identitarios, pero también en términos de clase); y (3) renovando el compromiso moral con la igualdad, que debe ser adoptado por todos como la vigía de todos nuestros esfuerzos.

Por supuesto, hay muchos otros temas de los que no se habla, o se habla muy poco, que también nos conciernen a la vista de las cuestiones anteriores, pero de modo específico, como ocurre con la necesidad de un uso más racional de nuestros recursos, o la urgencia de regular la actividad de explotación en ciertas áreas estratégicas que se ha vuelto depredadora y amenaza la sostenibilidad de nuestro proyecto global a largo plazo.

Esperamos que haya espacio y voluntad para pensar y actuar conjuntamente en relación con todas estas cuestiones, a medida que se normaliza y acepta que existe una amplia voluntad popular de continuar por la senda transitada durante estos años.

LA CIUDAD, LA NACIÓN Y EL CUENTO


La ciudad de Buenos Aires tiene que ser gobernada. No hay vuelta. Hay que elegir a uno de los candidatos. Entre los que encabezan las encuestas, Mauricio Macri, Daniel Filmus y Pino Solanas, está el tema. Por lo tanto, hay que prestar atención y estudiar lo que tenemos delante.
Mauricio Macri es lo que es. No se puede pedir mucho más. Los cuatro años de mandato son su testimonio. Ninguna de sus promesas vale lo que muestra su gestión. Apostó a sí mismo y perdió. La invisibilización de sus desaciertos no los hacen menos reales. Ahora intenta resguardar un distrito. Creyó que Buenos Aires era una plataforma para su ascenso en la carrera presidencial, descuidando lo verdaderamente importante, aquello para lo que se le había elegido.
Hay signos elocuentes en su mandato que dejan patente ese afán de protagonismo y falta de responsabilidad. La renuncia de Gabriela Michetti no fue un dato menor. La vicejefa se fue para convertirse en legisladora con el sólo fin de allanar el camino del presidenciable. El resultado: una ciudad por momentos acéfala, y la certeza de que los porteños estaban siendo utilizados como moneda de cambio para el crecimiento personal del “pibe” con bigote y sin bigote. Lo dijo él mismo cuando le preguntaron para qué quería ser presidente. Contestó: “Cuando termine voy a dedicarme a viajar por el mundo dando conferencias en las grandes universidades”. La cita no es textual, pero ese fue el espíritu de su respuesta a la pregunta de su entrevistador.
Los problemas de los que debían salvarnos los eficientes caballeros macristas se han escondido bajo falsas soluciones que amenazan convertirse en trampas mortales para el futuro. Macri no hace política, hace negocios en la ciudad. Toda su gestión muestra que sus decisiones son coyunturales o miran a largo plazo en función de negocios futuros. Como señaló una funcionaria macrista recientemente: la cuadrilla de gestores privados que ahora llevan la ciudad no saben nada de política. Confunden la municipalidad con una empresa y atienden a los ciudadanos como si fueran clientes. Ojo: lo dijo una funcionaria macrista.
Además de las inmoralidades de la campaña (es el único candidato que ha desmerecido los debates con el resto de las minorías, ha recibido advertencias de los tribunales electorales por el mentiroso contenido de su campaña en cuatro ocasiones), Macri insiste con cierta desfachatez que hay que votarlo por sus valores. Lo repite la candidata a vicejefa y la montonera de candidatos a la legislación porteña que los acompañan. A esta altura, o bien los valores que promueven son una risa o es una risa que digan que promueven valores. La suficiencia moral desde la que hablan los muchachos de PRO es más ofensiva que la actitud canalla de algunos delincuentes comunes. El pragmatismo PRO hace del oportunismo virtud y de la preocupación pública ingenuidad. Durán Barba se ha encargado de recordárnoslo una y otra vez. Lo importante es el corazón de la gente, no su sapiencia e inteligencia. Hay que decirles lo que quieren escuchar. El porteño que vota a PRO es por lo general cínico, no cree en la política, se desliza con facilidad al “que se vayan todos”, refiriéndose a los otros, y no cree un ápice en las instituciones. Mauricio es lo que ellos mismo querrían ser, un oportunista suertudo, con una mina buena y mucha guita. En ese sentido, el macrismo es semejante al berlusconismo de una manera alarmante. No está de más recordar cuánto le cuesta a la sociedad italiana del espectro amoral que ha fabricado el poderoso magnate. La sociedad italiana, en ese sentido, no es muy diferente a la nuestra. Aunque el tipo sea un corrupto, inmoral y delincuente, lo siguen apoyando porque representa a los valores. También la iglesia italiana, pese a la evidencia de su deficiencia moral, le ha dado su apoyo, como aquí hacen algunos religiosos que adoran la aparición mediática. Bergman y Hotton son dos ejemplos, un poco siniestros y otro poco caricaturescos, de lo que es esta política mundial de conservadurismo barato y oportunismo grandilocuente.
Pino Solanas ha sido y sigue siendo una figura importante simbólicamente entre los candidatos opositores. Es, a quien le cabe duda, la voz de la consciencia pública en el corazón de algunos votantes. Sus denuncias cinematográficas y políticas forman parte del acervo de nuestra época. Sin embargo, ha fallado con rotundidad en el modo de manejar las presentes circunstancias. Primero, fracasó en el tramado de una alternativa nacional. Luego, protagonizó diversas escaramuzas dentro de su propio partido y con sus aliados coyunturales. Llega debilitado por mérito propio. No parece apropiado cederle la responsabilidad de uno de los distritos más importantes del país habiendo sido incapaz de gestionar el poder partidario.
Queda Filmus. Un hombre de la ciudad. El candidato que le disputó al fracasado Macri su primera administración. Vuelven a encontrarse. El vencedor de antaño, con el fracaso de su gestión a cuestas. Y el otro, que ahora regresa pidiendo una oportunidad para mostrar su habilidad política. Sus propuestas son interesantes. Nadie que se haya tomado el trabajo de leer sus proyectos se sentirá decepcionado. Además, el modo en el cual se perfila el traspaso de poder es de una ordenada transición. y el modo en el cual su fuerza se perfila en la ciudad es a través de una ordenada transición. Filmus no es un comediante del Gran Cuñado, ni un aventurero de último momento. Independiente de las arbitrariedades del gusto de cada cual, cabe reconocerle una extensa trayectoria académica y política en la cual ha demostrado su preocupación e interés por lo público.
Permitir que Macri continúe gobernando exclusivamente para evitar que los K ganen en el distrito es comprensible entre las franjas ciudadanas que son fácilmente movilizadas con la pirotecnia de los prejuicios que suscita el asco o exacerba la indignación. Entre los resentidos que el malversado discurso opositor ha construido, no hay duda que el sentimiento antiK resulta clave para entender el persistente macrismo que aún tiene la ciudad. Sin embargo, en vista a lo dicho y lo mostrado en estos últimos años, Filmus parece una opción más respetable para los porteños. En el ámbito legislativo, ha hecho honor a su responsabilidad. Como ministro de educación, ha tenido una gestión decente. Ha acompañado los proyectos nacionales sin despilfarrar retórica, sabiendo justificar con acertados argumentos cada una de las decisiones que ha acompañado explícitamente.
Frente a ello, Macri y algunos de los suyos parecen adolescentes caprichosos. No saben lo que quieren, excepto que lo quieren, como decía Luca Prodan, y que lo quieren ya. Eso, en política, no está bien.

BUDISMO, FILOSOFÍA Y POLÍTICA (3): ¿La religión después de la religión?


En este capítulo vamos a abordar dos cuestiones. En primer lugar, como prometimos en el capítulo anterior, vamos a dirigir nuestra atención a los caminos que llevaron al surgimiento de la sociedad moderna occidental. Lo haremos muy sucintamente, enunciando dos esferas de investigación que Charles Taylor ha bosquejado en el capítulo final de A Secular Age.

En segundo lugar, y en línea de continuidad con la aproximación de Taylor respecto a las condiciones de la creencia en la era secular, voy a permitirme traer a colación las conclusiones que Marcel Gauchet ofreció en Le désenchantement du mond acerca de lo que él llama “la religión después de la religión”.

Comencemos, por lo tanto, con la cuestión planteada por Taylor: ¿Cómo explicamos el surgimiento de la era secular? Aquí, Taylor nos invita a realizar una doble aproximación. Por un lado, nos dice, es necesario estudiar las transformaciones filosóficas que se produjeron después de la muerte de Tomás de Aquino. De acuerdo con esta versión, la crítica que se produjo durante la Baja Edad Media a la doctrina “realista” del aquinate contribuyó al surgimiento de la era secular. En esta historia del advenimiento de la modernidad, la teología nominalista, posibilista y voluntarista de autores como Duns Scoto, Guillermo de Occam y otros, dio pie al surgimiento de una ciencia mecanicista y a la creciente importancia de una nueva postura instrumental de la agencia humana. El nominalismo, por su parte, adelantó el desarrollo de esa distinción terminante de la que hablamos en el capítulo anterior, entre lo natural y lo sobrenatural, entre el orden inmanente y la realidad trascendental. Finalmente, la postura instrumental contribuyó al radical giro reflexivo que estuvo en la base de la aprehensión triunfante, intelectual y pragmática, del mundo.

Todo esto ayudó a generar el tan mentado dualismo moderno en el cual la mente se encuentra enfrentada a un universo entendido de manera mecanicista y vaciado de todo sentido, un universo sin propósito interno, como ocurría con el cosmos antiguo y medieval. Es decir, de acuerdo con esta versión, la crisis intelectual abierta durante la Baja Edad Media contribuyó al desencantamiento del mundo, lo cual implica señalar motivos teológicos detrás del anti-realismo que ayudó a vaciar al cosmos de las Ideas y las Formas significativas que habían reinado hasta entonces.

Como dijimos, Taylor reconoce la importancia de esta versión de los hechos y nos anima a explorar todo este proceso desde esta perspectiva, pero nos dice que los cambios intelectuales son secundarios en relación a una serie de reformas en las prácticas y los imaginarios sociales que transformaron el trasfondo de sentido, preparando el terreno para los cambios intelectuales de los que hablamos más arriba. No vamos a extendernos en esta cuestión. Lo importante es que en un momento determinado durante la Edad Media comienza a producirse una suerte de descontento o insatisfacción entre las élites acerca del equilibrio jerárquico que caracterizaba a las sociedades medievales que distinguían entre la vida laica y las vocaciones renunciantes, es decir, entre aquellos que vivían una vida corriente y aquellos otros que se entregaban plenamente a la devoción religiosa.

Todas las civilizaciones organizadas en torno a una “religión superior”, adoptan una distinción semejante. Por un lado, identifican las formas superiores de compromiso que apuntan a un logro “trascendente” y, por otro lado, identifican formas más prosaicas que se orientan hacia alguna forma de prosperidad y florecimiento. Taylor ilustra esto diciendo que se trata de civilizaciones que operan en “diferentes velocidades” complementarias. Por un lado están los “virtuosi” y por otro lado están los laicos. Eso lo encontramos en la cristiandad latina de la que estamos hablando, pero también lo constatamos en las sociedades budistas. Los monjes y eremitas se comprometen con la práctica devocional de manera absoluta. Los laicos organizan sus vidas corrientes ofreciendo una parcela de su tiempo y de sus bienes para garantizar un futuro próspero en esta vida y en las futuras. Al mismo tiempo, los laicos sostienen las instituciones religiosas y la práctica de los monjes y eremitas facilitándoles las condiciones para la práctica.

Ahora bien, durante la Edad Media, este orden jerárquico entró en crisis. Las élites comenzaron a demandar que se redujera la distancia entre el compromiso de los “virtuosi” y los laicos. Debido a ello, se produjeron incontables reformas cuya intención era que la gente expandiera sus formas de práctica y sus devociones. Finalmente, cuando ocurre la Reforma mayúscula, se intenta llevar a toda la sociedad a adherirse a estándares superiores.

Por lo tanto, en la Edad media teníamos el siguiente arreglo jerárquico. Por un lado, un elemento doctrinal más desarrollado que era propio de la vida devocional que tomaba forma por medio de la oración interior, las prácticas meditativas. Por el otro lado, un contenido rudimentario, que estaba dirigido a la vida corriente de los laicos, y que incluía prácticas como el ayuno, abstenerse del trabajo, atender misa, realizar actos litúrgicos, devoción a los santos, etcétera. Pero la distancia fue acortándose paulatinamente.

Hay muchas cosas que podríamos apuntar sobre todo este proceso, pero no tenemos espacio para ello, porque nuestra intención nos impide detenernos extensamente en esta cuestión. Sin embargo, creo que es importante tomar conciencia que nuestra imagen de la religión tiene una historia, que la civilización occidental estuvo sujeta a un intenso proceso de reformas que acabó borrando la distancia entre los dos tipos de espiritualidad y que esta des-diferenciación acabó contribuyendo al desencantamiento del mundo moderno.

Pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de desencantamiento del mundo? El tema es muy extenso. Lo que nos interesa es comprender cómo hemos llegado hasta aquí, que ha significado el paso desde un mundo encantado, un mundo habitado por espíritus, demonios y fuerzas morales, a un mundo en el cual estas entidades han desaparecido completamente, un mundo en el que lo único que queda es el lugar donde existen los pensamientos y los sentimiento, un lugar que llamamos “mente”, o más bien, más específicamente, “mente humana”, la única clase e mente que existe en este tipo de universo. Estas “mentes”, decimos, existen “dentro” de nosotros, en el espacio interior que nos permite o posibilidad ejercitar una autoconsciencia introspectiva.

No puedo dejar de insistir acerca de la relevancia de esta transformación. En la época en la cual los humanos aun vivíamos en un mundo encantado, este estaba habitado a su vez por espíritus buenos y malos. Estaba Satán y otros muchos demonios que amenazaban a los humanos por todos lados. Y estaba Dios y los espíritus benignos que nos protegían de los ataques de los demonios. Por otro lado, no solo existían mentes, sino también el poder residente de los objetos. Un mundo encantado era un mundo que permitía la existencia de reliquias, por ejemplo, y otros objetos de poder.

Lo que ocurre en la modernidad es que progresivamente estas entidades desaparecen. Todo comienza a estar “dentro de la mente”. Las cosas solo tienen sentido en la medida en que suscitan ciertas respuestas en los sujetos, en la medida en que somos seres con mente, es decir, criaturas con pensamientos, sentimientos, sensaciones, etcétera.

En este sentido, podemos decir que en el mundo encantado, la frontera entre la mente y el mundo se encuentra difuminada. Fenómenos como la posesión son perfectamente comprensibles en un marco de estas características. Sea en la forma maligna, en la cual nuestras facultades superiores son eclipsadas por la actividad demoniaca, o en la forma de la influencia benéfica, como ocurre con la posesión de Dios o del Espíritu Santo, que entran dentro nuestro otorgándonos de ese modo la gracia.

Visto desde la perspectiva del sujeto, podemos decir que el contraste entre el “yo” moderno y el “yo” pre-moderno ocurre especialmente en el ámbito de la experiencia existencial. El “yo” moderno es un yo atrincherado, un yo que es capaz de distanciarse, de desvincularse de aquello que es exterior a su mente. De algún modo, este yo puede entenderse a sí mismo, hasta cierto punto, como invulnerable. Sea como sea, la ambición de este “yo” es, justamente, desvincularse de aquello que se encuentra más allá.

En contraste, el “yo” pre-moderno es un “yo” poroso. Sus fuentes más poderosas e importantes se encuentran “fuera” de la mente. No hay una frontera clara entre lo interno y lo externo. El yo poroso es vulnerable a los espíritus, a los demonios, a las fuerzas cósmicas. Pensemos en el principio de sanación en este marco de sentido. La curación por medio de objetos sagrados, de reliquias, etcétera, es, hasta cierto punto, análoga a la medicina que conocemos, pero muy diferente. En el caso pre-moderno, el pecado y la enfermedad se encuentran hasta cierto punto relacionados. A lo que se aspira es a una sanación física y espiritual, justamente porque la demarcación entre lo físico y lo moral no existe.

Para nosotros, en cambio, el mundo no-humano que se encuentra más allá de nuestra mente es percibido como un dominio en el cual rige la ley natural sin excepciones. De este modo, resulta muy difícil en el mundo pre-moderno adoptar una postura de increencia. En ese mundo, Dios es el espíritu dominante, es la garantía de que en el campo de fuerzas que habitamos, el bien triunfara. Rechazar a Dios, en el cosmos pre-moderno, no implicaba, como ocurre en nuestros días, retirarse hacia el círculo de seguridad del “yo” atrincherado, sino atreverse a vivir en un campo de fuerzas sin su garantía. En ese caso, la única alternativa que teníamos era refugiarnos en otros protectores, como en su enemigo, Satán.

Por lo tanto, lo que esto pone de manifiesto en última instancia es la posibilidad de desvinculación radical que conlleva el paso a la concepción del “yo” moderno en relación al entorno físico y social. En contraposición, el yo pre-moderno, el yo poroso, era un yo inherentemente social. Las fuerzas espirituales amenazaban a la sociedad en su conjunto, y las fuerzas espirituales benefactores hacían lo propio con la sociedad. La Iglesia, como decíamos, ejercía la magia buena, garantizaba la continuidad de la comunidad afrentada por los demonios.

Todo esto desde el punto de vista antropológico. Desde el punto de vista cosmológico, la transformación que trajo consigo la modernidad también fue extraordinariamente dramática. El cosmos pre-moderno, a diferencia del universo moderno, se caracterizaba por ser una totalidad ordenada. Lo que subyacía era la idea de una totalidad existencial, organizada jerárquicamente, en la cual había niveles superiores e inferiores del ser. En cuyo ápice habitaba Dios, la eternidad, la Ideas, etcétera, y en el caso de la religión bíblica, nosotros estábamos situados en un lugar determinado en una historia definida. En cambio, el universo de la modernidad es un orden regido por leyes naturales, un universo en el cual fluye el tiempo secular, es decir, un universo ilimitado. Pensemos en la imagen que nos ofrece la cosmología actual: en ella, nosotros habitamos un planeta, dentro de un sistema solar, que a su vez se encuentra dentro de una galaxia, entre otras innumerables galaxias.

Creo que estos apuntes pueden ayudarnos a tomar consciencia de la distancia que existe entre nosotros y nuestros antepasados, y algunos de nuestros contemporáneos, como los tibetanos de los que estamos hablando. Hay muchas otras cuestiones que merece la pena estudiar. Como decía, no voy a abundar en esta dirección, pero sí animarlos a estudiar el tema en la medida de lo posible. El texto de Taylor sobre la secularización es extraordinariamente rico. Abunda en análisis fenomenológicos e históricos de enorme valor, además de ofrecernos una articulación ontológica que nos permite valorar las transformaciones eludiendo las tentaciones historicistas, progresistas o conservadoras.

Porque uno de los problemas que tenemos que encarar, en todo caso, es valorar dicha transformación. Y aquí nos encontramos con dos posiciones extremas, y dos intentos por eludir el determinismo. Hay quienes creen que el proceso de desencantamiento del mundo que ha permitido, entre otras cosas, la ciencia moderna, los regímenes políticos modernos y la economía moderna, además de una nueva concepción del ser humano sometido a una exigente autodisciplina para amoldarse a una sociedad de acceso directo con estas características, sólo puede ser interpretada de manera positiva. Otros, en cambio, sostienen que en el camino de estas transformaciones ha habido ganancias superficiales que esconden una pérdida absoluta. La postura moderna, de acuerdo con estos intérpretes, ha cometido una suerte de pecado mortal contra su propia naturaleza al robarle el alma a la creación para someterla a sus propios designios.

Quienes quieren eludir la exigencia de definirse acerca de estas transformaciones pueden adoptar dos posturas. Algunos autores se niegan a emitir juicio alguno so pretexto que se trata de realidades inconmensurables las que se contraponen. No se puede juzgar desde la modernidad lo que le antecedió, como tampoco pueden juzgarse los imaginarios sociales actuales desde el pasado o sus análogos contemporáneos.

Creo que esta última opción no es válida en última instancia. Mantener un cierto agnosticismo antes de tomar una decisión al respecto parece una elección acertada. Pero eventualmente, tenemos que decidir acerca de ello. Creo, y en esto sigo a Taylor de buena gana, que el advenimiento de la modernidad no puede ser leído de manera radical a favor de una interpretación que sólo le adjudica pérdidas o ganancias. La modernidad ha traído consigo buenas y malas noticias. La ardua tarea que nos toca a nosotros es decidir cuáles son esos logros y esas pérdidas y determinar qué puede salvarse del pasado y a qué debemos renunciar del presente si queremos vivir una vida más lúcida, más iluminada.

Como ven, no hay duda que esto es importante si queremos entender el budismo. Porque, a fin de cuentas, el budismo echa sus raíces en culturas que aún no han debatido con su propia modernidad o se encuentran dando los primeros pasos en esa dirección. Para nuestro caso, que es el estudio del budismo tibetano, les recomiendo que vean la película Kundum, de Martin Scorcese. Se trata de la historia del actual Dalai Lama, el relato de su descubrimiento como reencarnación de su predecesor, una ilustración de su educación, en la que no falta una crítica a la cultura tradicional, como así también, al fanatismo y cerrazón de Mao Tse Tung, con quien el Dalai Lama tuvo un encuentro en Pekín poco antes de la invasión definitiva, etcétera. Pero también contiene una muy interesante reflexión acerca de la modernidad. En reiteradas ocasiones el propio Dalai Lama o algún miembro de su círculo plantean el desafío que implica pensar y promover un Tibet moderno.

Es muy importante comprender que hay dos aspectos de eso que llamamos “modernización”. Por un lado, están los cambios funcionales, cambios que se encuentran estrechamente asociados con la ciencia, la tecnología, la acumulación de capital, los regímenes burocráticos de gestión estatal, etcétera. Por otro lado, tenemos los aspectos culturales que giran en torno a nuestra concepción del mundo, del ser humano, de la historia, de Dios o la divinidad, etcétera.

Muchas veces esos dos aspectos se confunden. Hay mucha gente que cree que ser moderno implica necesariamente adoptar una postura mimética con la cultura europea o estadounidense, nuestros modelos originales de modernidad. Para estas personas, ser modernos implica, en buena medida, hacer a un lado las propias tradiciones culturales para dar lugar a las culturas de los países considerados más adelantados. Esa fue la postura adoptada por los iluministas argentinos, y es la postura adoptada mayoritariamente por una parte de las élites sudamericanas en la actualidad. Para muchos, se trata de realizar una metamorfosis de la demografía local, con el fin de convertirnos en buenos europeos o, al menos, en buenas semblanzas de los europeos o estadounidenses.

No está demás decir que este tipo de actitud está basada en un doble engaño. Por un lado, la idealización de los pueblos que tomamos como modelos que llega hasta el absurdo. Por el otro lado, una interpretación perniciosa de nuestra propia cultura que sólo puede acabar resultando en una suerte de neocolonialismo cultural. Buena parte del “cosmopolitismo” imperante entre las élites tiene este tipo de sabor anti-local. Si el localismo desenfrenado resulta problemático, como el propio Dalai Lama confiesa cuando rememora el aislacionismo voluntario que los tibetanos promovieron durante siglos, y que en esta época se traduce en algunos casos en antiglobalización, la promoción de una globalización que haga tabula rasa con las diferencias, no resulta mejor. En nuestro caso, los abanderados de esa modernización malentendida promueven una mímesis: queremos ser como ellos. Incluso nos inventamos barrios que sean como los de “allá”, nos vanagloriamos de tener aquí un París o un Miami, pero más exclusivo. Y si las cosas no funcionan como queríamos, nos mudamos a esos otros lares.

En fin, la modernización no consiste necesariamente en abandonar nuestras raíces culturales. Se trata de pensar los procesos de transformación funcional de los que hablábamos más arriba a la luz de nuestra cultura. Los budistas tibetanos tienen que pensar esas cuestiones. Tienen que hacer cuentas y decidir a qué están dispuestos a renunciar y de qué modo. Ellos se encuentran abocados en esa tarea. No hace falta decirlo, pero parece prudente recordarlo, que es una prueba de inteligencia por nuestra parte, nosotros que estamos interesados en descubrir de qué se trata el budismo y otras tradiciones exóticas que han traído a nuestros barrios los vientos de la globalización, que seamos conscientes de los procesos de cambio que viven las sociedades en las cuales han surgido o han echado raíces estas enseñanzas.

***

A continuación, voy a ocuparme de unas pocas páginas del libro de Marcel Gauchet, El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión, que pueden ayudarnos a poner en perspectiva nuestra atracción puntual hacia la tradición budista en el marco de una atracción más general que se ha hecho evidente entre nosotros hacia eso que se llama de manera un tanto liviana “la nueva espiritualidad”.

El libro de Gauchet es sobre la religión y la secularización. Es decir, es un intento por entender la religión a partir de una hipotética “muerte de la religión”, o como señala Taylor, es un intento por captar el fenómeno de la religión desde la perspectiva de aquellos que han vivido su desaparición.

Recordemos que en el capítulo anterior introdujimos varios sentidos del término “secularización”. Dos de ellos, dijimos, tienen un sentido sociológico: (1) el que se refiere al vaciamiento de lo religioso en el espacio público; y (2) el decaimiento masivo de la creencia y la práctica religiosa.

El primero sentido se concentra en el declive de la creencia personal para explicar la secularización del espacio público. En este relato se otorga un lugar preponderante al surgimiento de la ciencia moderna, a la cual se le concede el privilegio de haber desplazado a la religión, convirtiendo en increíbles las antiguas creencias.

La segunda teoría enfatiza una noción de la religión que le otorga a esta una función en la construcción de los imaginarios sociales. La religión, en este sentido, es entendida como un conjunto de creencias que dan pie a la articulación de un patrón de prácticas. La religión, por lo tanto, es el modo en el cual experimentamos o pertenecemos a una totalidad social superior.

Comencemos con una breve clarificación de la hipótesis que defiende Gauchet. Para ello voy a seguir muy de cerca el prólogo de Taylor a la edición inglesa de la obra en cuestión.

La teoría de Gauchet gira en torno al segundo sentido del que hablamos más arriba. Según él, vivir en una sociedad religiosa implica un modo muy diferente de ser del que nosotros conocemos en nuestra era secular. Nuestra manera de entender la historia de la religión nos dice que las transformaciones que se han producido, desde las versiones “primitivas” hasta las “formas superiores” que adoptan en el período axial el confucianismo, el budismo, las doctrinas Upanishádicas, el judaísmo profético o la teorización platónica, son un “avance”, un progreso, una actualización de los potenciales de la religiosidad.

Pero para Gauchet lo que ocurre es justamente lo contrario. Para él, la forma religiosa más perfecta la encontramos al comienzo, en la etapa “primitiva”. Los supuestos avances se caracterizan por la introducción de una incongruencia en las doctrinas en cuestión que producirán, andando los siglos, con el advenimiento de la modernidad primero y su desarrollo posterior, la muerte de la propia religión.

En breve: la historia de Gauchet nos dice que no hemos ido progresando a medida que pasábamos de un estadio religioso a otro hipotéticamente superior, sino que hemos ido atravesando estadios de deterioro hasta alcanzar la realidad social en la cual vivimos actualmente, que podemos definir como lo opuesto a la realidad originaria.

Gauchet comienza reflexionando sobre las peculiaridades del animal humano. Nos dice que los seres humanos son unos animales cuya característica distintiva consiste en la actividad reflexiva respecto a sí mismo y su propia situación. En este sentido, el ser humano no adopta una actitud meramente pasiva ante el lugar predeterminado que habita, sino que se encuentra siempre volcado a redefinirlo. Es decir, además de su capacidad autorreflexiva, el ser humano es un agente cuya capacidad le mueve a una intensa actividad de transformación del mundo.

Ahora bien, lo que distingue los modos religiosos originales es la concepción de que el orden del mundo ha sido preestablecido en la época fundacional. Dicho orden se caracteriza por ser irremediablemente fijo. En este marco, a cada uno de los individuos se le ha asignado un lugar en dicho orden que no puede rechazar. En este sentido, en el marco de las religiones “primitivas” no existe cuestionamiento alguno acerca de dicho orden con el fin de transformarlo.

En estas formas religiosas tempranas, nos dice Gauchet, el mundo había sido establecido en un pasado “tiempo de los orígenes”, que era inaccesible a todos los habitantes de ese mundo. Todos los miembros de la sociedad se encontraban en la misma situación con respecto a ese tiempo fundacional. Ninguno estaba más cerca de ese punto primordial que el resto. Cada uno cumplía su rol. El modo de aproximarse al tiempo sagrado era a través de la renovación de los rituales que se realizaba la colectividad en su conjunto.

Ahora bien, de acuerdo con esta interpretación, el resto de la historia humana se caracteriza por una progresiva ruptura con esa unidad original. La obra de Gauchet pretende ofrece una suerte de “genealogía” de las diversas etapas en ese proceso de ruptura que comienza, primero, con la creación del Estado, como ocurre en Egipto y en Mesopotamia, en el cual se rompe el equilibrio de las sociedades tempranas al concentrar el poder y el ejercicio de control en el Estado, transformado el orden sagrado en una jerarquía, en la que ahora es posible distinguir a ciertas personas o clases que se encuentran más cerca del orden invisible que otros.

En el caso de las religiones “superiores” del período axial, todas ellas tomaron el orden difuso y variado de las religiones primitivas e intentaron unificarlas bajo un principio trascendente supremo: un Dios creador supremo; algún principio de orden unificador, como el Tao; o el ciclo inacabable del Sâmsâra al que se contrapone la liberación del Nirvana; o el orden de Ideas unificadas por el Bien. Todo esto pone de manifiesto la existencia de un orden trascendente más allá del orden en el cual habitan los seres corrientes.

Eso implicaba, en primer lugar, que el orden que habitaban los seres humanos no era auto-explicativo, dependía de una realidad superior al que podía accederse o aproximarse a través de la devoción o la comprensión. Eso conllevaba, en segundo término, un paso a favor de la individuación, un giro hacia el sujeto, en tanto este era llamado a entender las ideas, aproximarse a Dios o alcanzar la Iluminación. Lo sagrado no estaba en el pasado irrevocable al cual sólo podíamos acercarnos a través del rito. Había un camino para ponerse en contacto con lo sagrado.

Como dijimos, esta ruptura con la religión primitiva tenía en su propio seno el potencial para la destrucción del orden sagrado. El resultado es la sociedad moderna post-religiosa. Eso no implica que los seres humanos hayamos logrado una comprensión absoluta acerca de nosotros mismos. Todavía estamos sujetos a una alteridad que no nos permite alcanzar esa transparencia plena a la que aspiramos. En este caso, el otro o lo otro ya no es Dios, ni es el Nirvana, o el Tao,o las Ideas eternas. Ahora lo otro es el futuro. Nuestra sociedad se encuentra abocada al futuro, el cual pretende comprender y controlar sin éxito. Por más esfuerzos que realizamos por proyectar nuestro presente sobre el futuro, más se nos escapa. El futuro se nos hace cada vez más inconcebible.

Todo esto muestra que somos, en cierto modo, la contracara de las sociedades “primitivas” que a diferencia nuestra tenían la mirada vuelta hacia el pasado originario, a la época fundacional del orden cultural que habitaban.

Pero eso no significa, según Gauchet que la religión haya desaparecido de nuestro mundo completamente. Pervive en nuestra fe personal y las prácticas colectivas que inspira. Ya no se trata, como en el pasado de un orden sagrado en el cual estábamos inmersos socialmente. Ahora la religiosidad, nos dice Gauchet, gravita en torno a un conjunto de cuestiones que las religiones “primitivas” primero, y luego las religiones “superiores” de manera imperfecta, mantuvieron ocultas, cuestiones que giran en torno a quiénes somos, a cuál es el sentido de la existencia, etecétera.

Como hemos indicado a lo largo de todas estas páginas introductorias, el resultado de este vaciamiento de la religiosidad en la esfera pública y el decaimiento en las lealtades hacia las doctrinas y prácticas tradicionales por parte de los individuos, sumado a la multiplicación de alternativas, problematiza las respuestas. La experiencia contemporánea de la religiosidad es una experiencia fragmentada que se traduce en una búsqueda espiritual en la cual los individuos pretenden encontrar respuesta a las grandes preguntas recogiendo de manera desordenada en las ruinas de las grandes tradiciones fragmentos que puedan servirles para componer lo que se ha dado en llamar “una religiosidad a la carta”.

Ahora bien, creo que la crítica de Taylor a la posición de Gauchet es acertada hasta cierto punto. Lo que le achaca, igual que ha otros pensadores contemporáneos que han hecho del “sentido de la vida” el núcleo de la nueva espiritualidad, que no tomen en consideración que existen aun adherentes que modelan su vida espiritual tras los pasos de modelos como Buda o Jesús, cuyos caminos de realización no pueden ser reducidos exclusivamente a partir de esa “sed de sentido” a la que se pretende subsumir la espiritualidad contemporánea. Lo que nos recuerda Taylor es que además de la búsqueda de comprensión, estas tradiciones tienen como elementos centrales de sus respectivos proyectos, ideales como karuna o ágape que no pueden reducirse exclusivamente, como decíamos, a alcanzar una comprensión de nuestra identidad o el sentido de lo existente. Creo que esas críticas deben ser tenidas en cuenta.

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De lo anterior se puede inferir que, de acuerdo con Gauchet, hay dos errores que es necesario eludir ante la religiosidad actual. Por un lado, creer que la pervivencia de un núcleo subjetivo de religiosidad asegura la permanencia de la función religiosa en nuestras sociedades. Por el otro lado, creer que el declive del rol de la religión en nuestras sociedades modernas representa un signo seguro de su desaparición final. En contraste con la posición de Taylor que augura nuevas articulaciones de la religiosidad y aun reserva a las religiones tradicionales un lugar en el espacio público que debe ser abordado teniendo en cuenta la fragilidad ineludible de todas las posiciones en las actuales circunstancias, Gauchet considera que la discontinuidad de la función social de la religión ya es un hecho. Sobre esta base, nos anima a explorar otros senderos, como “prolegómeno – nos dice – a una ciencia del hombre después del hombre religioso.” De acuerdo con Gauchet, hay tres aspectos que estructuraron la experiencia del hombre religioso que nos antecedió que continúan estructurando nuestra propia experiencia “post-religiosa” que giran en torno a (1) nuestros procesos de pensamiento; (2) la organización de nuestra imaginación; y (3) el problema del yo.

Creo que, independientemente de la interpretación que realiza Gauchet sobre la época histórica presente y los tránsitos que han estado detrás del surgimiento de la modernidad, e independientemente del lugar que otorga Gauchet a los aspectos que hemos indicado y ahora vamos a explorar, vale la pena abordarlos porque es posible constatar en ellos algunas de las razones que han impulsado a muchos occidentales a asumir de manera completa o fragmentaria algunas de las doctrinas y prácticas budistas de las que hablaremos en las páginas que siguen.

El primer residuo del que nos habla Gauchet es el que concierne al contenido del pensamiento. Si prestamos atención a la multiplicidad inagotable de lo sensible, la infinita trama de objetos diversos y diferencias concretas, caemos en la cuenta que involucran otra realidad: aquella que nuestra mente encuentra cuando vamos más allá de lo visible para examinar la unidad y continuidad subyacente. Esta dualidad que concierne a lo visible y lo invisible es algo que podemos constatar en nuestros procesos corrientes de pensamiento. Esta distinción se encuentra en la base de cierta aprehensión sagrada de lo real. Pero también puede ser abordada desde una perspectiva atea. En el caso del budismo, la dualidad de lo visible y lo invisible, de la multiplicidad y la unidad subyacente se entiende en términos de vacuidad, una imagen extremas que se refiere a lo indiferenciado, a lo ilimitado, a la totalidad sin centro, donde convergen y se disuelven todos los fenómenos.

El segundo residuo se refiere a la experiencia estética. Aquí, nos dice Gauchet, no se trata del modo en que pensamos la naturaleza profunda de las cosas, sino del modo en que organizamos imaginariamente nuestra aprehensión del mundo. Por un lado, es posible concebir una relación con lo real que esta circunscrita a la mera percepción de los datos fácticos que llegan a nuestros órganos sensoriales. Sin embargo, nuestro trato con las cosas se encuentra imbuido y articulado por la imaginación, lo cual hace posible la experiencia estética que transforma en significativa las experiencias ordinarias presentándolas bajo una luz familiar. La enorme relevancia del arte para la cultura moderna, que ha llevado a concebirlo como un sustituto de la propia religión y al artista como una suerte de profeta que se encuentra en contacto con algo que está más allá de la visión ordinaria de las cosas, se encuentra estrechamente conectada con el lugar privilegiado que se otorga en la tradición tibetana a la imaginación en las prácticas tántricas, por ejemplo, en las cuales el propósito explícito consiste en combatir la visión ordinaria de las cosas.

Finalmente, tenemos el problema de nuestra identidad. De acuerdo con Gauchet, si hay una lección general que podemos extraer del enorme cuerpo de devociones orientadas al encuentro de algo que se está más allá y es superior a nosotros mismos y a todas las especulaciones acerca de la realidad intangible, es la enorme dificultad que tenemos los seres humanos para aceptarnos a nosotros mismos. Es como si sólo pudiéramos tener éxito en la aprehensión de nosotros mismos si nos instalamos entre la auto-negación y la autoafirmación. En cierto modo, todas las tradiciones religiosas parecen coincidir en la implementación de dispositivos que nos llevan, de manera contradictoria, a afirmarnos y a negarnos simultáneamente. El budismo no es ajeno a este cuerpo de devociones, sus enseñanzas sobre la congruencia de la vacuidad y la interdependencia se encuentran en continuidad con esos residuos de religiosidad que le permiten al hombre moderno conectar con una espiritualidad que en principio le es ajena.

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