GRECIA: ¿"SYMTHOME" O ANOMALÍA?




Dejemos la disputa en torno a la descripción de los hechos a los profesionales del asunto. Concentrémonos en lo que creemos es el aspecto determinante de los sucesos. Para ello, comencemos con una breve ilustración que puede clarificar nuestra perspectiva.

Si llegamos a un pequeño pueblo en una mañana de luto en la cual sus habitantes acompañan a los familiares y amigos de un difunto al camposanto, la falsa impresión que la imagen transmite es que el difunto es una suerte de anomalía en el curso cotidiano de los hechos.

Los propios protagonistas se enfrentan al cadáver de ese modo, reverenciándolo como a un rey. Sin embargo, una breve reflexión sobre el suceso pone de manifiesto la universalidad que oculta la falsa excepcionalidad. Todos y cada uno de los partícipes del acto funerario ocuparán en su momento el lugar privilegiado del muerto actual. La distorsión epistemológica oculta la verdad de nuestra finitud al convertir en extraordinario un suceso que forma parte constitutiva de nuestra naturaleza humana. La cosmética funeraria nos permite continuar con nuestra vida diaria como si nada “fundamental” hubiera pasado.

Lo cierto es que la muerte del otro debería ser un espejo en el cual se reflejara nuestra propia muerte. Esta, a su vez, debería servir como acicate para reordenar nuestras prioridades en vista a nuestra auténtica realidad. Pero bien sabemos que, después de una breve conmoción, la mayoría de nosotros olvidamos el acontecimiento para continuar bregando con nuestros asuntos más o menos importantes.

Sabemos que la muerte forma parte de la vida (y en eso consiste la otra estrategia habitual frente a la misma: reducirla a mero suceso biológico), pero acertadamente sospechamos que la muerte irrumpe con la nada en el ser, amenazando con nihilizarlo enteramente. Frente a la muerte, las cosas “valen” bien poco o casi “nada”.

La muerte amenaza la totalidad de las relaciones sociales. Reduce peligrosamente la legitimidad del orden constituido haciendo caducas las jerarquías que sostienen la ficción comunitaria (frente a la muerte todos somos peligrosamente iguales). En la muerte la individualidad se cancela. El cadáver (el regreso al polvo indiferenciado de la carne), trastorna el orden de los nombres. Los nombres humanos están asociados a los rostros que los portan. La muerte transfiere las nominaciones a las efímeras construcciones imaginativas que habitan la memoria. El esfuerzo colectivo, el ritual conmemorativo, consiste en realizar dicha transferencia desde lo físico-material a lo psíquico. La vida anterior de los muertos se condensa en un relato que intenta vanamente rescatar su “haber sido” del incontenible poder destructor de la nada.

Sea como sea, la muerte es nuestro destino común e inescapable. Ningún esfuerzo nos ahorrará el trance. Nuestra individualidad en el sistema-mundo está condenada a su irreversible desaparición.

De manera análoga, los esfuerzos mediáticos que acompañan a la troika oficiante en el funeral griego están dirigidos a aplicar una cosmética que contenga las amenazas nihilizantes que trae consigo el acontecimiento. La función de la labor es doble y aparentemente contradictoria. Sin embargo, resulta eficaz para contener el verdadero “sentido” de la crisis a la que nos enfrenta el descalabro.

Por un lado, se trata de naturalizar la catástrofe aduciendo mecanismos inherentes del sistema. Desde esta perspectiva, los “ajustes” forman parte de la dinámica correccional que exige el capitalismo para lograr su propia continuidad. De este modo, los agentes sociales son “convencidos” que la amenaza no debe impactar de modo alguno en las estructuras que sostienen el orden social. Se trata de hacer el luto y continuar como si nada hubiera ocurrido.




La segunda estrategia consiste en apelar a la extraordinariedad de los sucesos de un modo perverso. El tipo se murió, pero dicen que lo que causó la muerte es que fumaba mucho, era un bebedor empedernido o tenía un mal talante (lo cual – explican – es causa de cáncer). Cualquiera sea el veredicto que el peritaje popular haga del asunto, lo cierto es que el tipo se murió porque los tipos y las tipas se mueren, independientemente de sus estilos de vida.




Ahora bien, de manera análoga a lo que ya hemos dicho, los sucesos pueden llevarnos a comprender el “acontecimiento-crisis” como un “symthome” que revela la constitución y sentido último del capitalismo; o bien puede llevarnos a adoptar una perspectiva superficial sostenida por una estrategia de ocultamiento que nos evite una “transvaloración de los valores” imperantes.




Grecia es un cadáver en la mesa del capitalismo. Echado el muerto, cabe reflexionar qué deseamos hacer (nosotros los vivos) con el tiempo que nos queda.




La “troika” pretende obligarnos a olvidar el verdadero sentido de esta muerte. Los ajustes, como las prácticas de luto, son un llamado a continuar transitando el mismo rumbo. Nuestra tarea, para muchos incomprensible, es permitir que la nihilidad que el acontecimiento-muerte inyecta en el actual sistema-mundo se expanda hasta alcanzar los límites de esa esfera de la realidad epocal que es el capitalismo. El propósito, como decíamos en entradas anteriores, es permitir que el acontecimiento-Grecia, entre otros, muestren en su desnudez la brutalidad esencial que oculta el rostro amable que el capitalismo se esfuerza en transmitir a sus víctimas, acompañado en su tarea por la publicidad, los mass-media y la expertise académica.

LAS DOS VERDADES DEL CAPITALISMO


En la entrada anterior planteamos la necesidad de rearticular el ideario izquierdista con el propósito de aventurar un desafío ideológico a la actual hegemonía capitalista que, con diversos matices, reina a sus anchas en el sistema-mundo. En este artículo vamos a llamar la atención sobre los descalabros argumentales a los que son propensos algunos actores, fundamentalmente, debido a una confusión categorial.

Para ello podemos remitirnos a dos distinciones. Una de ellas (ambiguamente platónica pese a todo) es aquella que el heideggerianismo enalteció durante las última décadas en torno a la diferencia ontológica.

La segunda, análoga, pero esta vez de raíz budista, enfrenta dos categorías de verdad: (1) la verdad última referida al estatuto absoluto de los entes en cuanto tales, en el que se deconstruye la aparente esencialidad de los entes, a través de un análisis genético, estructural y conceptual que conduce a una noción de radical relatividad, correlativa con la siguiente conclusión: el vacío de existencia intrínseca de los entes, la otra cara de (2) la verdad convencional, en la cual los entes son referidos en su funcionalidad, en su particularidad en relación a un todo significativo. Aunque la definición provisoria de esta última distinción resultará problemática para cualquier conocedor medianamente informado de la tradición en cuestión, es adecuada para los propósitos de esta entrada.

De nuevo, con propósitos meramente explicativos, podemos referirnos a la categorización de Alain Badiou que distingue entre el Ser y el Acontecimiento. Como señala el filósofo esloveno Slavoj Zizek, "el “ser” es el orden ontológico positivo accesible al saber, la multiplicidad infinita de lo que “se presenta” en nuestra experiencia, categorizado en géneros y especies de acuerdo con sus propiedades". Mientras el acontecimiento, continúa Zizek, “surge ex-nihilo: no es posible explicarlo en términos de la situación, pero esto no significa sencillamente que sea una intervención desde afuera o desde más allá, sino que está ligado precisamente al vacío de toda su situación, a su inconsistencia, a su exceso intrínseco.” De manera análoga, el “ser” (lo óntico, la convencionalidad), corresponde a la verdad relativa al capitalismo, mientras el “acontecimiento” hace referencia a su inconsistencia, a su “exceso intrínseco”, a la negatividad manifiesta de su condición interna.

En las últimas semanas, los ánimos han vuelto a exaltarse en la República Argentina. Esta vez frente a dos cuestiones que aciertan al corazón de nuestros contemporáneos en todas las latitudes. El conflicto diplomático y la militarización/nuclearización del Atlántico Sur vuelve a poner sobre el tapete el tema del nacionalismo. Mientras que los conflictos en torno a la llamada “minería a cielo abierto” han reactivado los conflictos en torno a lo “ecológico” o medioambiental.

La coincidencia de estas dos cuestiones es bienvenida a la hora del análisis, porque nos permite ilustrar de manera fructífera las confusiones reinantes, al tiempo que ofrecen la ocasión para presentar un instrumento argumental que nos saque del atolladero en el que parecen quedar presos algunos debates. La inconmensurabilidad es el verdadero desafío a los que debe enfrentarse la política democrática. La inconmensurabilidad no puede resolverse, como pretende la política liberal, por medio de meros consensualismos parlamentarios. Hay que enfrentarse a las tensiones inherentes en todo proyecto político acertando a habitar sus contradicciones y antagonismos que reflejan en muchos casos, como nos enseñó Hegel, algo más que la insuficiencia epistemológica, la incongruencia ético-política de sus postulados, sino también la complejidad misma de la realidad con la cual pugna y crece.

El conflicto con Gran Bretaña en torno a las islas Malvinas nos obliga a una reflexión en torno al nacionalismo. Los discursos hacen hincapie en la construcción de un imaginario social y a la herida histórica que dicho imaginario sufrió por parte del poder imperial. La alusión al derecho de autodeterminación de los pueblos para el caso de los isleños por parte de la diplomacia británica resulta congruente con la perspectiva universalistas de los conquistadores.

Por otro lado, la renuencia de algunos intelectuales argentinos que han ejercitado sus plumas y sus laringes en las últimas semanas a dar argumentos a favor de la “soberanía” territorial transparenta, no sólo la “colonización” de las subjetividades de dichos intelectuales, como se ha denunciado con sarcasmo por parte de sus contrincantes en el debate, sino también, la estrecha continuidad de dichos discursos con el talante posmodernista, aterrado ante los grandes relatos y las reacciones particularistas que siguieron al tirunfo de la versión globalizada de nuestra humanidad. Detrás de este continuismo cosmovisional pueden identificarse (1) el consecuente antihegelianismo que resulta en la incapacidad de reconocer el antagonismo inherente entre la totalidad y el individuo que constituye a la sociedad per se; y (2) un positivismo nominalista al que resultan traumáticas las exposiciones y prácticas utópicas encarnadas.

La disputa interna entre “malvinistas” y “antimalvinistas”, por lo tanto, pertenece al mismo escenario de disputa donde se confrontan esos enunciados. De un lado están aquellos que se alinean con el universalismo abstracto por el cual abogan coincidentemente los globalizadores (defensores a ultranza del derecho de las individualidades sobre las particularidades nacionales). Del otro lado, aquellos que abogan por la expresión de una particularidad encarnada, la cual en este contexto conlleva una resistencia del Estado-nación y la defensa del aun vigente (aunque siempre amenazado) derecho internacional.

La segunda cuestión, como dijimos, gira en torno a la disputa entre “productivistas” y “ecologistas”. Las variantes más pobres en esta disputa son incapaces de distinguir los escenarios del debate actual. Por un lado, tenemos la discusión “óntica” respecto al tipo de capitalismo al cual nos adherimos (en la entrada anterior distinguimos el capitalismo neoliberal, el capitalismo bienestarista, el capitalismo con valores asiáticos y el capitalismo populista). Por el otro lado, tenemos la disputa “ontológica” que, hoy podemos decir, se encarna en una “critica del capitalismo” en sus tres variantes: (1) la de los antimodernismos religiosos; (2) la de los “neomarxismos; y (3) la de los diversos ecologismos.

En el caso que nos atañe, tanto el gobierno como los actores sociales deben cuidarse de confundir la arena del debate. Las pretensiones estrictamente ecologistas se enfrascan en una crítica ontológica que pone en cuestión el “ethos” de nuestra época, y por ello forman parte de lo mejor de la crítica anticapitalista actual, de lo mejor de nuestra resistencia emancipadora.

Lo que ocurre es que el escenario de administración gubernamental y la militancia política que da sustento al proyecto productivista y redistribucionista surge, como no podía ser de otro modo, en el seno del propio sistema capitalista y como respuesta a otras versiones del mismo.

El gobierno deberá eludir la tentación de confrontar con los movimientos ecologistas, empeñándose en la tarea explicativa que pone de manifiesto las contradicciones del status quo y apoyándose en la voluntad popular a la hora de decidir el precio que deseamos pagar por nuestro desarrollo y nuestra responsabilidad en una cuestión indudablemente “meta-nacional” como es la cuestión medioambiental. Por su parte, los medioambientalistas deberán contar a estas alturas con un claro posicionamiento diferencial respecto a los trasfondos política y socialmente asimétricos de cada una de sus luchas puntuales.

De este modo, la tensión inherente, la discontinuidad irresoluble entre las dos verdades puede ser mediada únicamente por mayor participación democrática, lo cual no ofrece demasiados reaseguros, por supuesto, pero es lo único que tenemos a la mano en esta época posfundacional.

CAPITALISMO: Entre la resignación y la utopía.




En esta entrada continúo explorando la cuestión de la exclusión. Esta vez desde una perspectiva analítica diferente.

Comienzo con una experiencia muy personal. Las circunstancias: un regreso a la Capital Federal a través de la autopista Illia. La visión: la villa miseria conocida como “la 31”.

Dos lecturas contrapuestas: para una de ellas, la que pretendo desplegar en las líneas que siguen a continuación, se necesita un vuelco de la conciencia, una suerte de conversión. De pronto, la Villa 31 deja de ser producto de las ineficiencias gubernamentales (erradas políticas públicas o corrupción) y se convierte en “signo” de la verdadera “constitución” del sistema: las villas del conurbano, como las favelas de Río o los slums de Mumbai son el capitalismo.

Esta conversión categorial viene acompañada de una mutación epistemológica, análoga a la que ocurre con la enfermedad cuando la pensamos a la luz de nuestra finitud constitutiva. Visto de este modo, la enfermedad no es un accidente, sino un signo de nuestra auténtica condición. En este sentido, la Villa 31, enclavada en el corazón de Buenos Aires, es el molesto recordatorio de lo que verdaderamente implica nuestra frenética acumulación de capital.


Frente a esto cabe articular una serie de interrogantes que justifiquen una perspectiva alternativa a la actual hegemonía de las “culturas” capitalistas, una alternativa de resistencia que, como señalaba no hace mucho el excomunista, devenido comunitarista católico, Alasdair MacIntyre, nos permita preservar/transmitir nuestras tradiciones auténticamente universalistas. O como dice Zizek: nuestra auténtica tradición europea.

Tres asuntos son relevantes en este contexto:

1. Con respecto a la motivación subjetiva y las actitudes elementales de los agentes, preguntamos: ¿Por qué deberíamos prestar atención a la suerte de otros seres humanos, o incluso a la suerte de otros animales no humanos? Una de las respuestas dice: porque los seres humanos son criaturas divinas; o, porque la vida sentiente es sagrada; o porque todos somos iguales en
lo que concierne al hecho de que deseamos ser felices y evitar todo padecimiento; o porque debemos actuar de tal modo que la acción resulte universalizable, o cualquiera de las versiones de la regla de oro que uno quiera articular. El problema es que el contrincante nos dice: ¿Qué pasa si a mi no me convencen tus razones? ¿Por qué razón no voy a actuar con indiferencia a las necesidades de mis congéneres o incluso en detrimento de ellos? Por lo tanto, la primera cuestión es una discusión acerca de la motivación básica, nuestra disposición subjetiva elemental. 

2. Con respecto a la crítica social, nos preguntamos: ¿Qué tipo de sociedad debemos esmerarnos en construir? ¿Una sociedad cuyo propósito sea la promoción de una existencia “digna” de todas sus partes; o bien, una sociedad cuyo funcionamiento asegure la actualización y despliegue de los potenciales de unos pocos individuos humanos en detrimento de la inmensa mayoría de otros humanos, y la naturaleza sentiente en general? En este sentido, la crítica al capitalismo: la cuestión de la exclusión, la marginalidad, la alienación de las masas no es un fenómeno contingente, un accidente dentro del sistema capitalista, sino más bien un factor constitutivo, estructural del sistema.

3. Con respecto a la praxis revolucionaria, nos preguntamos: ¿Existen condiciones objetivas y subjetivas para una transformación radical de la sociedad? En esta pregunta anida varias cuestiones:

a. O bien creemos que el capitalismo (el actual modo hegemónico de organización de la sociedad) es:

i. Un desarrollo natural de la especie humana en su larga búsqueda de su propia esencia.

ii. Un fenómeno histórico contingente que ha probado su superioridad respecto a otras formas de organización de la sociedad, pero que está llamada a ser necesariamente superada.

iii. Un modo de organización de la sociedad, peculiar del Occidente moderno que se ha planetarizado, y frente al cual debemos resistirnos.

b. Si creemos que el capitalismo es un modo de organización insuperable, cabe interrogarse:

i. Si debemos, de todos modos, resistirnos al mismo.

ii. Si debemos acomodarnos de  modo más eficiente a su funcionamiento.

iii. Si debemos desarrollar una praxis capitalista que encuentre un lugar para las peculiaridades culturales propias de cada región del planeta (ejemplo: el capitalismo con valores asiáticos; el capitalismo neoliberal estadounidense; el capitalismo bienestarista europeo; el capitalismo populista latinoamericano)

4. Si nuestra decisión, en cambio, está marcada por una voluntad de rotunda resistencia a la resignación reinante, al tiempo que rechazamos el utopismo milenarista determinista del marxismo clásico, la pregunta es: ¿De qué modo articular una utopía izquierdista que vuelva a movilizar a las conciencias en su lucha emancipatoria? Dos fragmentos argumentales análogos pueden ayudar a echar luz sobre este extremo:

a. La premisa marxista que sentencia que hay que sumar a la opresión la conciencia de la opresión; y

b. La premisa budista que sostiene que el camino de la liberación comienza con la conciencia de la omnipresencia del sufrimiento y sus causas.

LA ALAMBRADA


Hace unos meses, unos amigos nos invitaron a su casa donde ofrecían una fiesta con motivo de su aniversario. El lugar al que fuimos convidados está ubicado a cuarenta minutos de la capital, en un de los llamados “barrios privados” o “barrios cerrados” que han sido construidos en los últimos años, fruto del “terror” que produce la “inseguridad” entre las capas medias de la población que han logrado acceder a los privilegios de la modernización y la pujanza de los últimos años.

Como ocurre en muchos casos, la fastuosidad interior de estos barrios linda con la más brutal indigencia. Hasta el punto que los kilómetros finales de la carretera pública que sucesivamente nos acerca a los portales de seguridad de los emprendimientos habitacionales acomodados de la zona están flanqueados por altas alambradas que impiden a los “villeros” (los habitantes de las llamadas “villas-miseria”) acceder a la carretera, ofreciéndoles de este modo a los propietarios privilegiados que deben transitar por esos territorios abyectos una sensación extra de seguridad.

La elección del adjetivo “ab-yecto” no es casual. Lo que pretendo en esta entrada es pensar la condición de aquellos que han sido echados fuera, los excluidos del sistema, desde la perspectiva de la violencia. Pero quiero, para ello, fijar mi atención en un conjunto de fenómenos paralelos que evidencian una faceta de la violencia que en muchas ocasiones no es tenida en cuenta. Me refiero a ciertos hábitos que promueve la inclusión social en los que se refleja la contingencia de nuestra condición.

El asunto es de una complejidad asombrosa. Y esto debido a que, a partir de la dicotomía inclusión/exclusión (que ha venido a suplantar la dicotomía marxista opresor/oprimido) puede elaborarse una entera antropología filosófica (como bien nos enseñó Hegel en su Fenomenología y en sus escritos de juventud). Una antropología que sepa eludir, por un lado, el reduccionismo materialista que promueve el marxismo vulgar, y las muchas versiones idealistas que conciben la historia como una mera evolución de las subjetividades.

No podemos situarnos fuera del marxismo, porque es bien sabido que la premisa elemental que propuso Marx (aunque modificada en su formulación debido a las peculiaridades de nuestra época) continúa vigente: la historia humana está surcada de cabo a rabo por las luchas de los individuos y las colectividades por el reconocimiento de si, por la superación de la opresión. Lo cual equivale a su contracara: la historia que habitamos puede interpretarse también como la aspiración al dominio, al poder, sobre los cuerpos y las almas de los otros.

Pero la peculiaridad de nuestra época no es la opresión, sino la exclusión, la producción de “desperdicios humanos”. En esta línea, constatamos un conjunto de autores y tendencias enfocados en una suerte de “medioambientalismo” social que proponen reciclar la “basura humana”, recuperándola para hacerla “económicamente” beneficiosa. Bienvenidos sean todos las empresas que se lleven a cabo para meter dentro del sistema a los desplazados/excluidos, pero eso no nos exime de la crítica al proyecto de la globalización capitalista. Es decir, estamos obligados a volver a Marx después de su larga ausencia (convertida en espectro, según nos mostrara plásticamente Derrida), estamos obligados a recuperarlo como presencia. Es decir, necesitamos repensarlo desde el presente. El cual evidencia sus excesos, sus equívocos, sus errores, pero también, las dolorosas verdades conquistadas en sus textos.

Sin embargo, Marx no es suficiente. Porque además de una interpretación de las condiciones objetivas de la crueldad imperante, necesitamos una teoría de la subjetividad que nos permita poner en evidencia (fenomenológicamente, digamos), los mecanismos que sostienen la aberración de la exclusión. Eso significa echar luz sobre la violencia concertada que se promueve desde el núcleo duro de la ignorancia (la asunción de una ontología fundada en la falaz aprehensión de una autonomía absoluta que nos permite trazar una frontera radical entre “nosotros” - los que contamos – y ellos, cuya suma se acerca a 0).

Volvamos, por lo tanto, a las alambradas que flanquean las carreteras, las garitas y las cámaras de vigilancia y el resto de la tecnología al servicio de la seguridad y volvamos a pensar la violencia. ¿Qué es la violencia después de todo? ¿Dónde está la violencia?

La brutalidad naturalizada que promueve el ejercicio exclusivista y excluyente en raras ocaciones se percibe como tal. La obsena coreografía del despilfarro se despliega frente a la miseria sin miramientos. La cualidad pornográfica de nuestra cultura perturba, demoraliza y paraliza a los individuos sometidos a la vulgaridad de lo explícito. Una ola de impotencia y brutalidades coincide con la morbosidad que producen las imágenes de los órganos y la mecánica reiterada del acotado imaginario que permite lo porno.

De manera análoga, el sufrimiento de la indigencia es acompañado sin prurito por la exhibición morbosa del lujo en las páginas de información, que en una ecuación macabra resuelven en la violencia delincuencial, fruto maduro de la indecente exposición del privilegio y su contrario (la exclusión/expulsión).

Cuando el crimen se acrecienta, cuando las estadísticas sociopoliciales encumbran la inseguridad como variable determinante en la percepción ciudadana, hay que preguntarse: ¿Qué estamos haciendo mal? ¿En qué estamos fallando?

A menos que pretendamos una reformulación cuasi calvinista de la democracia, debemos sincerarnos y preguntarnos a nosotros mismos: ¿dónde está la violencia?

No está demás, por lo tanto, recordar el anhelo marxista de la igualdad, la utopía de una sociedad sin clases, a la hora de pensar la democracia, al tiempo que sumamos a nuestro análisis del capitalismo una fenomenología del sujeto (siempre atento a las peculiaridades de la historia) que eche luz sobre la causa primera y última del sufrimiento: la ignorancia respecto a nuestra verdadera condición. No somos entidades autónomas, como pretendemos (aunque es indispensable asumir una autonomía ética – no otra cosa es la libertad). Somos entidades radicalmente interdependientes. Nuestros alambrados, nuestros muros, nuestra tecnología al servicio del privilegio están en la base de la exclusión que aniquila los cuerpos y reduce los espíritus a la brutalidad. A ambos lados de la cerca, por cierto.

LA VIRTUD DEL PENSAMIENTO


Quiero volver a unas líneas escritas hace unas semanas e incluidas en una entrada del blog. Lo que quiero es volver a aproximarme a esas líneas para sacarles punta.

Entonces me preguntaba: ¿A qué debemos atender para que nuestro pensamiento no sea presa de la frivolidad acechante que nos rodea? La respuesta, aunque obvia, merece articularse más plenamente: el objeto primario del pensamiento, decíamos, debe ser el sufrimiento. Pero el término “sufrimiento” debe entenderse de manera adecuada, porque una comprensión limitada, estrecha, del mismo, no resultará convincente.

Por esa razón voy a acudir a un fragmento de sabiduría budista que nos permita alumbrar la cuestión.

Entre las muchas clasificaciones y distinciones en las doctrinas budistas sobre el sufrimiento, atenderemos a aquella a la que los textos se refieren con el humilde título de “los tres tipos (o clases) de sufrimiento.”

Veamos: con el primer tipo de sufrimiento, que se conoce como “sufrimiento del sufrimiento”, los budistas se refieren a los padecimientos e insatisfacciones evidentes que incluso los animales no humanos son capaces de reconocer como tales en sus respectivas experiencias. Los dolores y malestares físicos y psicológicos forman parte de esta categoría. Cuando prestamos atención a la marcha del mundo constatamos que en el orbe, mal que nos pese, reina a sus anchas el dolor: las guerras, las enfermedades, las mil formas que adopta la opresión, los conflictos interhumanos en toda su variedad, las diversas patologías psicológicas y las angustias existenciales que padecen los individuos humanos pertenecen a este conjunto. Pero también los padecimientos de otros individuos no humanos, sujetos a sus sufrimientos peculiares y a la prepotencia de los hombres.

Sin embargo, además de estas experiencias en las cuales es posible constatar de manera inmediata el carácter indeseable de los mismos, existen otras experiencias de placer y bienestar que los budistas clasifican entre las formas de sufrimiento. Los placeres y las satisfacciones condicionados, sujetos a los avatares de la temporalidad, ocultan tras de sí lo que los budistas llaman “el sufrimiento del cambio”. La belleza, las riquezas, la fama, las “buenas” compañías, los placeres sensoriales, incluso los llamados “placeres cultos”, producen experiencias contingentes, transitorias, que dejan tras de sí, el sufrimiento del cambio. A la juventud sigue ineludiblemente la senectud y la muerte. A toda compañía, tarde o temprano, sigue la separación. A toda acumulación, la dispersión. Este es el carácter ineludible de nuestra condición finita.

Pero aún hay más, nos dicen los budistas, porque nuestra condición finita, nuestra estructura psicofísica, nuestra historicidad constitutiva, nos hace sujetos potenciales de cualquier padecimiento. Todos tenemos dentro de nosotros, de manera latente, la posibilidad de padecer un ataque cardíaco, de padecer un cáncer, de ser engañados en nuestras relaciones, de ser víctimas de una catástrofe medioambiental, o de la violencia en general. Nuestra condición finita se define, desde cierta perspectiva, por los sufrimientos potenciales a los que estamos sujetos.

Ahora bien, ¿Por qué resulta tan importante comenzar ahondando en esta reflexión? Porque esto concede seriedad al pensamiento. Nos permite alumbrar el verdadero sentido de la existencia humana que es la búsqueda de la felicidad individual y colectiva.

Pero además, hay una justificación circunstancial que no debemos perder de vista. Vivimos una época de múltiples verdades. Una época en la cual las diversas verdades están empeñadas en anularse las unas a las otras. En definitiva, una época de no-verdad, fragmentada, explosionada, en lo que respecta ella. Una época que, con o sin razones, desconfía de las metafísicas y las teologías, incluso de los grandes relatos antropológicos y sociológicos en boga en el pasado. Una época que se empeña en las peculiaridades, que se resiste a las determinaciones ontológicas.

Pero podemos constatar conceptual y empíricamente la verdad del sufrimiento, la verdad que anida en la insatisfacción que padecemos superficial y profundamente. También podemos constatar lo inadecuadas que resultan nuestras estrategias a la hora de enfrentar el miedo, y la banalidad de nuestros logros y disfrutes cotidianos a la luz de los desafíos que tenemos delante.

Por lo tanto, contamos con esta primera verdad que los budistas llaman "noble", a partir de la cual asegurar nuestro pensamiento en "la virtud del pensamiento". Una verdad que nos permite enfrentar con seriedad la orgía de lo vacuo que nos circunda.

LA SABIDURÍA SECRETA


Nuestra pertenencia a un lugar determinado, a una tierra, a una nación, es un producto cultural. Quienes se adhieren firmemente a estas imaginaciones sociales pretenden, consciente o inconscientemente, naturalizar su pertenencia. Sin embargo, la elección de una ruptura, la discontinuación de dicha pertenencia, no implica en modo alguno la desnaturalización del individuo en cuestión. Los seres humanos pueden, y en algunos casos están compelidos, a romper con sus lazos familiares, sociales y nacionales, con el fin de su preservación.

En esta entrada voy a referirme, superficialmente, a esta cuestión. Voy a hacerlo sin eludir el desafío que ello implica personalmente, ni los conflictos identitarios que ello suscita.

En buena medida, lo que pretendo es ofrecer algunos apuntes que me ayuden en un posible futuro a desarrollar una fenomenología del desarraigo y la marginación. Quién puede dudar que el “exilio”, el “destierro”, la expulsión del individuo de la Polis, y el temor a ser expuesto a las calamidades de estas condiciones ha jugado un rol crucial en la construcción de nuestros imaginarios sociales. O estamos dentro o estamos fuera. Si estamos dentro, nos aterra la posibilidad de ser arrojados más allá de los lindes que definen lo humano. El expulsado, el in-mundo (aquel falto de mundo, a quien se le ha arretado la mundanidad o se ha precipitado casi voluntariamente a la in-mundicia), yerra a través de los espacios marginales donde podrá, eventualmente, fabricar una nueva pertenencia, imaginar una nueva identidad. Como me explicó Juan Carlos Arbolé a través de una comunicación personal, la utilización que yo hago del término in-mundo implica lo contrario del uso que puede constatarse etimológicamente. De acuerdo con Arbolé, en el contexto de la ética platónica y judeo-cristiana, inmundo se refiere a aquello que se encuentra "demasiado" en el mundo. El estado caído consistía precisamente en ser de este mundo. Ser salvado, por el contrario, implicaba escapar a la mundanidad. De todas maneras, es posible, por medio de una imaginativa transvaloración darle al vocablo el sentido opuesto. En el contexto del marco inmanente, el inmundo es aquel que ha perdido el mundo, que ha sido desterrado del mismo. Es inmundo en el sentido ordinario que le damos en la actualidad, porque se encuentra más allá de los confines de lo establecido. En nuestra jerga rioplatense, el inmundo es el bárbaro, en contraposición al civilizado, es aquel que habita más allá de los confines de la decencia. Aquí decencia, de nuevo, debe entenderse de manera amplia y ordinaria a un mismo tiempo. Lo indecente es no estar a la altura de lo convenido.

Ahora bien, pensemos en la ordenación de las llamadas "villas miseria". En este caso, la marginalidad inicial acaba produciendo un orden de inclusiones y exclusiones propias que se ciñe a las formalidades de toda construcción social. Sin embargo, antes que esto ocurra, antes que el desterrado, el in-mundo, sea capaz de fabricar una nueva identidad, antes que los márgenes se transformen en una nueva centralidad con sus propias marginalidades, el in-mundo no pertenece a ningún sitio. No es ni siquiera un “judío” o un “gitano”, debido, por ejemplo, a la ausencia de una filiación étnica particular que lo identifique. El inmundo habita en la inmundicia, en la basura, tal como esta es definida por la centralidad.

El in-mundo, el desplazado, ese “daño colateral” que fabrican las construcciones sociales, sólo puede definirse en función del rechazo que lo constituye como tal. Ni siquiera su humanidad está asegurada. Es menos que no-humano, como ocurre con un animal, con una mascota que merece nuestra atención pese a que su pertenencia es una gracia que le concede el hombre al elegirlo como animal de compañía. No, aquí el in-mundo, el desterrado, es menos que un animal de compañía. Es invisible o debe ser invisibilizado para preservar al círculo de los justos (la decencia).

En su peregrinaje en busca de un sentido, el desplazado, el desterrado, el expulsado, no puede apropiarse de la historia imaginada comunitariamente para decirse quién es. Se define a sí mismo negativamente a partir de aquello que ha dejado de ser y de aquello que no podrá ser nunca. Se define a partir de lo perdido y lo inalcanzable. Es decir, el desterrado es convertido, por la fuerza de las circunstancias en una mera negatividad. No es el cosmopolita, que se ha inventado (imaginado) un lugar que alcanza todos los rincones del planeta, porque pertenece al círculo de aquellos que tienen poder sobre todo el planeta (los triunfadores de la globalización capitalista, por ejemplo). El desterrado, desplazado o in-mundo, es la contracara del cosmopolitismo. El in-mundo es aquel que ha sido despojado de mundo, aquel que no pertenece a ningún lado. Para el cosmopolita, en cambio, todo el mundo entero es su hogar, ejercita su soberanía sobre la entera orbe. Él pertenece a los que poseen la totalidad de la mundanidad en toda su variedad. Por ello, el cosmopolita es felizmente multiculturalista. Al ser dueño del orbe en toda su variedad y su diversidad, se convierte en un dotado y exquisito amante de lo exótico.

En ese sentido, el in-mundo, el falto de mundo, es un perdedor. Para él no existe un orbe. Habita extra-muros. Lo define la fealdad, la inconveniencia, el error, el aspecto ineficaz del sistema-mundo al que se le exige que integre o erradique lo que obstaculiza la salud de la totalidad producida. El in-mundo no es otra cosa que el desperdicio que la comunidad ha fabricado en su tarea de totalización, de sentido y cohesión. El in-mundo es aquel al que se le niega un lugar dentro del círculo de las particularidades que conforman la totalidad. Porque es bien sabido que el acto de totalización conlleva constitutivamente exclusión. En ese sentido, la identidad se transforma siempre en una forma de negación absoluta del otro.

En esta época nihilista en la cual el ser ha sido reducido a mera voluntad de poder y la técnica se ha convertido en su más acabada expresión, el no-poder, la im-potencia, es el modo más abyecto del ser. Vivimos en una época pornográfica, una época obsesionada por el tamaño de los órganos y las protuberancias mamarias, una época en la que contrasta la pobreza abyecta y la descarnada exposición del privilegio.

Sin embargo, no desesperemos, en esa impotencia relativa del in-mundo, en su penuria asfixiante, hay un poder que aterroriza a quienes viven ocultándose a su verdadera condición: el in-mundo, el marginado, se encuentra mucho más cerca de la verdad que concede la impotencia absoluta y universal de la muerte. Allí reside el poder del in-mundo, en el trato cotidiano con la muerte, que lo acecha de manera punzante sin darle coartada, que se expresa en todas las formas de finitud que la impotencia patenta. El in-mundo habita los charnel-grounds, los cementerios, puede convertirse en un yogui, aquel que al no tener nada que ganar y nada que perder, al ser menos que nada, se ha convertido en totalidad de totalidades.

Por supuesto, la condición marginal surge como contracara de las centralidades. Por otro lado, es condición de posibilidad de las centralidades que a través del sacrificio establecen lo que pertenece y lo que no pertenece al centro y trazan la frontera con las periferias. Este tipo de análisis se encuentra estrechamente relacionado con estudios como los de Mijail Bajtin, Victor Turner y René Girard. En el caso de Turner, especialmente la noción de estructura y antiestructura merece una especial atención.

Por lo tanto, la marginación no puede entenderse como una condición o estado absoluto. Sin embargo, es importante caracterizarla de manera adecuada. En la marginalidad reina la crisis. La conmoción del marginado gira, como decíamos, alrededor del hecho de que a éste se le ha negado el ser: el marginado se debate entre el ser y el no ser. El ser lo constituye la centralidad. El no ser se define a partir de dicha centralidad. Pero, pese a que el marginado ha perdido su condición original de pertenencia que le otorgaba su ser [pensemos en el caso del esclavo], es impotente a la hora de imaginar un sentido futuro.

Pero es justamente esta encrucijada la que permite vislumbrar el carácter imaginario/arbitrario de nuestros órdenes existenciales al tiempo de su necesidad ontológica. Por lo tanto, pese a que no podemos hacer de la marginalidad absoluta nuestro hogar (marginal es aquel que ha sido arrancado de su hogar), ella es la que nos permite una ruptura con nuestro hogar original para inventar una nueva forma de vida. Como bien enfatizaba Castoradis, la imaginación es el motor de toda constitución social. La imaginación permite la irrupción de la novedad, es lo que hace al anthropos un ser constitutivamente histórico.

EL FRACASO




Como señala el título, en esta entrada voy a abordar la cuestión del fracaso. Para ello voy a comenzar recordando un encuentro que tuve a mediados del 2003 con Osel Hita, la supuesta reencarnación del Lama Yeshe, el maestro fundador de la FPMT, una organización internacional dedicada a la preservación y difusión de la tradición del Budismo Mahayana en su estilo tibetano.

La aventura existencial de Osel es fascinante, pero no pretendo extenderme acerca de ella. Lo más importante es que a la edad de tres años fue reconocido por S.S. Dalai Lama como la reencarnación de Lama Yeshe, fue por ello introducido tempranamente a la cultura tibetana y educado en la tradición budista en el Monasterio de Sera, en el sur de India, con el fin de prepararlo para la difícil labor a la que se le había destinado, convertirse en el heredero de la organización, lo cual implicaba hacerse cargo de centenares de miles de fervientes discípulos a lo largo y ancho del planeta.

Tuve la fortuna de encontrarme con Osel en varias ocasiones en India y otras tantas en Barcelona, adonde me mudé a comienzos del 2003 para continuar con mis estudios de Filosofía después de una década dedica a los Estudios Budistas en India y Nepal.

En la ocasión a la que voy a referirme, Osel había renunciado ya a su educación monástica. Después de una temporada de estudio en colegios exclusivos de Canadá y Suiza financiada por la Organización a la que representaba, renunció a sus privilegios y se decidió a hacer cine. En ese momento, siguiendo el ejemplo de otros maestros tibetanos, aguijoneados (quién puede dudarlo) por la recepción auspiciosa de algunas estrellas de Hollywood que han mostrado ser persistentes en su devoción al Budismo, se volcó hacia el séptimo arte con la intención, según me dijo, de encontrar su propio camino. Muchas cosas “complotaron” para ese cambio de rumbo. Como ocurrió con la legendaria renuncia de Krishnamurti a la organización que lo enaltecía como reencarnación del Buda Maitreya en 1923 (plasmado en su discurso titulado A Pathless path), la muerte de uno de sus hermanos menores en Ibiza, no es ajena a esa subrepticia transformación.

En aquella ocasión, después de una larga charla en la cual me relató sus vagabundeos y sus dudas, me confesó sus temores respecto a los planes que se había trazado para su vida: “Ya sabés – me dijo – hacemos muchos planes respecto al futuro, pero dependemos del karma para que se cumplan. Nuestros éxitos y nuestros fracasos no dependen enteramente de nuestra voluntad. Por lo tanto, he aquí lo que actualmente deseo que se convierta mi vida, pero quién puede saber lo que nos depara el futuro, qué obstáculos debamos enfrentar, de qué manera el enfrentamiento con dichas circunstancias modifique nuestras convicciones y nuestros deseos.”

Hace unos días recibí el llamado de un viejo amigo colombiano a través de Skype. Aprovechamos la ocasión para hablar de muchas cosas: nuestras vidas, la política latinoamericana, el Dharma, el mundo que habitamos, las convicciones que aún atesoramos, las ingenuidades del pasado. En fin, cuando le planteé la encrucijada en la que me encontraba, me dijo:

"¿Todavía crees tú que eres quien decide el rumbo que toma tu vida?. Si te asomas imaginativamente al encadenamiento de causalidades que te han traído hasta aquí, verás que no eres dueño de tu destino. Confía."

Hay una extensa bibliografía dedicada a esta filosofía abocada a la renuncia de la voluntad. Puede tomar formas cuasi-místicas, trágicas, irracionales o ser el producto de un sesudo análisis funcionalista de los aconteceres. Lo importante, en todo caso, es dar respuesta a lo que subyace a estas interpretaciones bienintencionadas. Porque lo que aquí nos jugamos es qué entendemos por libertad, si existe en nuestro esquema algún lugar para ese concepto tan equívoco. Decidir por una libertad disminuida implica, querámoslo o no, asumir una irresponsabilidad sistémica. ¿Cómo podemos hablar de respuesta frente a las circunstancias que nos tocan si al fin de cuenta nuestras decisiones forman parte del mismo entramado de causalidades que enfrentamos?

Después de leer las 1600 páginas que suman los dos volúmenes de Peronismo: filosofía política de una persistencia argentina, de José Pablo Feinmann, encontré en la revista Veintitrés un reportaje en el cual el autor de Filosofía y Nacion y la Filosofía y el barro de la historia, revelaba el título que originalmente había planeado para su obra: “Ensayo sobre la condición humana a propósito del peronismo”. Luego, nos dice, lo desechó por considerarlo pedante. Pero valió la pena que nos revelara esa intención original, porque el libro es una extensa y meticulosa reflexión acerca de los actores y acontecimientos que llevaron a la experiencia del horror: la dictadura desaparecedora que entre 1976 y 1982 sesgo de manera atroz decenas de miles de vidas. Es decir, la irrupción del mal absoluto en nuestra historia patria.

Hay una expresión que hace días que me ronda en la cabeza. Cuando se dice en ciertas circunstancias: “de esto no se vuelve”, “de esto no hay retorno posible”. La dictadura militar fue un acontecimiento del cual no hay retorno posible. Querámoslo o no, creámoslo o no, de todo lo que la dictadura ejecutó y modeló a partir de su pedagogía del miedo y sus alegatos justificatorios del mal, parece no haber retorno posible. A partir de esos acontecimientos nada será igual a lo que fuera: alguien (muchos) hicieron posible, permitieron, justificaron, la mayoría de las veces con indiferencia, la ignominia y el horror. De esta certidumbre, me dije un día, no hay retorno posible.

Ahora bien, en 1976 yo tenía 9 años, y en 1983, quince. Han pasado desde entonces casi treinta años. Y uno puede preguntarse qué nos ha sucedido y qué hemos hecho desde entonces.

Lo cierto que allá a lo lejos, en nuestra memoria, y en las memorias de las víctimas, están nuestros pecados de entonces. Aquí está nuestro presente. Y la pregunta que uno no puede dejar de hacerse es : ¿hasta qué punto hemos sido capaces de resistirnos, de torcer la inercia de nuestra participación directa o indirecta en aquel pasado?

A comienzo del año pasado regresé a Buenos Aires. Me encontré con alguna gente, observé sus vidas, escuché sus opiniones. Por supuesto, vivimos un mundo muy diferente a los tiempos que precedieron el 24 de marzo de 1976, magistralmente expuestos por Feinmann en su obra sobre el Peronismo. En el intermedio, regresó la democracia, cayó el muro de Berlín, triunfó el neoliberalismo, estalló furiosamente la sociedad saqueada, observamos azorados el derrumbe de las torres gemelas, descubrimos angustiados la fragilidad de nuestro modo de vida planetario al constatar los engaños financieros y las amenazas a la salud ecológica de nuestro hogar cósmico. En fin, los tiempos son otros. Pero como un experto que es capaz de leer en los trazos de un lienzo las diversas épocas de un autor las continuidades y las evoluciones que lo definen, es posible constatar en nosotros la persistencia del mal.

Como diría Ricoeur, el mal del que hablamos es parte de nuestro carácter, es decir, es aquello sedimentado de nuestra historia en nosotros. A ello sólo podemos oponer “la palabra dada”, la promesa del “Nunca más”, que nos ayuda a trazarnos otra historia, en convertirnos en otros seres de lo que fuimos.

En este sentido, el fracaso, pese a los éxitos sociales, políticos y económicos, pese a los reconocimientos de los muchos o su abucheo, depende exclusivamente del hecho de que hayamos o no dejado de seguir siendo lo que fuimos, aquello que permitió el horror o se opuso a ello.

Como sostuvo Zygmunt Bauman recientemente en su análisis sobre el Holocausto, no cabe ser optimista, las condiciones para el genocidio no están presentes, pero seguimos viviendo con las causas del horror en nuestro corazón, y eso se hace patente, querámoslo o no, creámoslo o no, en nuestros gestos cotidianos de indiferencia y crueldad que cultivamos con un toque de "sano" esnobismo.

VIAJE A MISIONES (4)


En la entrada anterior me referí a la escucha. Me preguntaba entonces: ¿A qué debo atender? Y respondía sucintamente: al sufrimiento. Si no atendemos al sufrimiento, concluía, lo único que puede “producir” el pensamiento es frivolidad.

La frivolidad es lo opuesto a la lucidez. Digo más: es el antídoto contra la lucidez. Puede tomar las más diversas formas, por supuesto. Uno puede ser frívolo dedicándose a la moda, los negocios, al arte, la política, la ciencia o incluso la mismísima filosofía. Uno puede convertirse en un empedernido erudito para no tener que pensar.

Por lo tanto, aquí cuando digo “frivolidad” me refiero al desajuste voluntario que ejecutamos entre nuestra visión y nuestra praxis, por un lado, y la realidad. La frivolidad consiste en no querer enterarse de qué va la cosa verdaderamente, en camuflar lo que pasa.

Por supuesto, una actitud de estas características puede resultar “terriblemente” poderosa. De hecho, lo es. Imaginemos qué ocurriría si al bombardear una aldea de Afganistán, por ejemplo, so pretexto de exterminar las fuerzas islamistas que amenazan nuestro “estilo de vida”, nos mostraran lo que implican verdaderamente los “daños colaterales" (lo que hacemos con los niños, las mujeres y los ancianos, para decirlo con ese vocabulario pasado de moda). Si nos mostrasen las consecuencias que traen consigo nuestras actividades, es probable que nuestras acciones no resultaran tan “efectivas”. En realidad, estoy convencido que la más alta “efectividad” sólo puede lograrse por medio de un grado superlativo de ignorancia. La efectividad, en este sentido, se refiere al ejercicio “liberado” del poder. Pero, ¿liberado de qué? Liberado de cualquier escrúpulo extraño a las metas objetivas previstas en nuestro plan de acción.

La persona que pretende ser efectiva, si nos acercamos a ella para ilustrarla acerca de las consecuencias de su acción, nos dirá: “no sigas, no quiero saber.” Desdeñará nuestras razones, nos tildará de ingenuos, nos despreciará acusándonos de pusilánimes. Pero todo esto lo hará porque necesita mantener la verdad alejada de la ecuación para que esta funcione. La razón es muy sencilla: la lucidez es un poderoso obstáculo a la hora de realizar ciertas actividades. Saber ciertas cosas nos impide hacer otras. Por esa razón es absolutamente consecuente con el espíritu de los tiempos que la filosofía esté fuera del curriculum formativo, o sea adecuado en la forma posmo que conocemos actualmente, la cual nos permite hacer una habilidosa utilización de sus utensilios discursivos para optimizar el funcionamiento de los engranajes del sistema operativo, proveyendo a las personas de sustitutos reflexivos que puedan contraponerse a las amenazas de vaciamiento existencial que licuan la creatividad.

Por esa razón yo insisto tanto con esta idea: la ignorancia es moralmente reprochable. Cuando alguien se dice a sí misma o se justifica ante los demás diciendo: “Pero yo no sabía…”, debería inmediatamente responderse con la siguiente pregunta: ¿No sabías porque no podías saber o no sabías porque no querías saber? No querer saber es moralmente reprochable. Porque ese no querer saber cumple una función muy importante en el entramado de nuestro quehacer cotidiano. Nos permite hacer cosas que de otro modo resultarían inaceptables.

Pensemos, por ejemplo, en esa caricatura que circula en el mundo acerca de los estadounidenses que dice que son muy brutos, que no saben nada más allá de lo que ocurre en su barrio. Uno que ha viajado mucho y ha conocido a muchos estadounidenses está tentado a confirmar la caracterización. Sea o no cierto lo que se dice de ellos en términos comparativos, lo cierto es que la ignorancia del pueblo estadounidense acerca del resto del planeta nos debería llevar a interrogarnos del siguiente modo: ¿Para qué le sirve la ignorancia al Imperio? Para muchas cosas. Entre otras, para explotar ese mismo mundo que dice ignorar por completo, para oprimirlo, para saquearlo, para convertirlo, como decía Heidegger a su manera, en mero recurso.

En Argentina encontramos algo muy semejante, pero esta vez dirigido de puertas adentro. Uno de los rasgos de cierta “élite” cultural del país (especialmente cierta élite porteña hoy venida a menos en muchos sentidos) es su persistente y sistemática negación de lo auténticamente nuestro (y con esto no me refiero a la cultura gauchesca for export y los modales “estancieros” que hemos puesto de moda). Me refiero a lo nuestro interior (geográfica y culturalmente hablando) en toda su diversidad y en toda su brutalidad también. La caricatura, en este caso, es la siguiente: los hipotéticos miembros de estas élites no saben nada de la música, cine o arte argentino o latinoamericano a menos que sus autores hayan triunfado en el exterior. Prefieren viajar treinta veces, durante cuatro días, a París, Londres, Nueva York o Berlín, antes que darse una vuelta para ver lo que ocurre en alguna capital sudamericana. Para evitar al gronchaje veraniego que inunda las playas argentinas, se van a cualquier otro sitio, aunque sea cruzando el río, para marcar su diferencia. Es decir, se afanan por superar el “pecado” de haber echado raíces en este territorio bárbaro, aficionándose a los deleites que supone la adopción del estilo de vida de la centralidad. Esta es la actitud típicamente neocolonial que debemos analizar.

La pregunta gira alrededor de lo mismo que decíamos más arriba: ¿Para qué sirve ignorar el interior, ignorar “nuestra” historia, darle la espalda a “nuestra” gente? Sirve para mantenerlos a raya, para oprimirlos y explotarlos, para convertirlos, como decía Heidegger, en mero recurso. Sirve para lo de siempre: para tener esclavos. Porque es sabido que la mejor manera de tener esclavos es hacer de cuenta que no son humanos.

VIAJE A MISIONES (3)


(1)Pasamos navidad en Posadas. Desde el balcón refrescado por un viento enérgico, contemplamos la orilla paraguaya, donde estallaban fuegos de artificio como burbujas en el horizonte ennegrecido. El río, caudaloso, había perdido la displicencia de las últimas semanas, y animado acompañaba la tormenta. El día anterior llovió durante toda la jornada. Las temperaturas se precipitaron. Aprovechamos la ocasión para quedarnos en casa y descansar nuestros cuerpos de los calores de las tardes y las noches anteriores.

(2)Aunque ya decidimos, por circunstancias coyunturales, que Posadas es sólo una estación pasajera en nuestro extraño itinerario de “autodescubrimiento” (todo viaje es un descubrimiento de uno mismo en la exterioridad), insistimos y nos quedamos. Puede que la razón sea que descubrimos en Posadas otra metáfora del fin del mundo (Usuahia sería la otra frontera hacia lo inconmensurable), en el extremo sur de la patria. Después de 24 años, regresamos a la Argentina con la voluntad de quedarnos, de echar raíces en nuestro tierra natal, pero acabamos sentados a la orillas de su geografía, con el cuerpo sobre su territorio, pero la mirada puesta más allá de sus límites.

(3)Como suele decirse: veinticuatro años se dice fácil, pero no. Lo que me separa de aquellos días del 88 en que me fuí son las muchas errancias de estos años. En mi memoria se tropiezan las jornadas en las que jugué a ser fotógrafo en el Chile de Pinochet, la Cuba que festejaba los 30 años de la Revolución, cuando Guantánamo resumía en un cuadro inolvidable a quien lo haya presenciado, la guerra fría. Allí, en su bahía, la flota yanqui y la flota soviética convivían amenazantes. Ahora Guantánamo es símbolo de otra guerra, la guerra contra el terror que las democracias liberales han usado como pretextos para suspender o cancelar públicamente y como escarmiento, los derechos civiles que decían defender. En aquellos años de vagabundeos sudamericanos, en los que además de atravesar el río Amazonas, el desierto de Atacama o las salinas de Uyuni, para nombrar algunas asombrosas geografías que embelesan a los amantes de la naturaleza, fui testigo de horrores que ponen en entredicho las curiosas exasperaciones de los republicanos de hoy. En Venezuela, mientras me hospedaba en la casa de un superviviente chileno de las infames ejecuciones en el Estadio Nacional y su hijo, presencié la masacre ordenada por el Presidente liberal Carlos Andrés Perez que se conoce en la historia como “el caracazo”. Después le tocó el turno a la bella Barcelona preolímpica, el carrer Escudellers y el Pasatge del Rellotge eran nuestra morada, donde pretendíamos vivir una existencia caducada por las virtualidades glamurosas que trajeron consigo los noventa postmodernos. Esos primeros años “europeos” fueron también los años del Rock & Roll en la estación central en Amsterdam, el Rodo Bar. Las noches veraniegas interminables junto a Billy, Rico y el resto de la Banda. En Intxaurrondo, en Bilbao la Vieja y en el apartamento frente a la plaza San Francisco, en Euskadi, aprendimos de los vascos el auténtico sentido de la fidelidad. Después le tocó el turno a Bangkok, los guest-house de Yakarta, los viajes en la selva en la Isla de Célebes, los rituales funerarios de sumba, las fiestas en Singapur, la locura en Nueva Delhi, la erótica alegría de Katmandú y las eternas jornadas de meditación en mis hermitas del Himalaya.

(4)Durante estos veinticuatro años regresé a Argentina 4 veces: en 1995, a las pocas semanas del triunfo de Menem para su segundo mandato; en el 2001, días antes que estallara el país en aquellas jornadas trágicas de diciembre que evidenciaron la brutalidad del proyecto neoliberal inaugurado por la junta militar en 1976; y en en el 2007, cuando se cocían en los hogares los humores “destituyentes” que aflorarían en las marchas “campestres” de 2008.

(5)Cuando en Febrero de este año me instalé en Buenos Aires, me encontré con un país “crispado”, arrebatado por una ofensiva opositora que no escatimaba esfuerzos y mentiras para desarmar la hábil política comunicacional de un gobierno que había sido capaz de mantenerse fiel a sus promesas de justicia social y había logrado torcer las líneas maestras de un relato que condenaba a la Argentina a un destino de incomprensibles fracasos, levantando las banderas de una época que se creía definitivamente clausurada, en un mundo contracorriente que en breve mostraría su verdadero rostro.

(6)En octubre, después del aplastante triunfo de Cristina Fernández en las urnas, amainaron los ánimos de los intransigentes ante el poder incuestionable que la voluntad popular ratificó. Después del combate dialéctico ineludible al que fuimos todos sujetos debido a la resistencia “gorila” y el atrincheramiento ideológico de las fuerzas progresistas del país, por fin se creó un espacio que permite un acompañamiento crítico de la actual conducción.

(7)Pensar el regreso significa pensarnos a nosotros mismos como habitantes de un tiempo circular que avanza como un bucle que promete una comprensión más profunda de nuestra identidad descubierta e inventada. Si no hubiera acontecido este regreso, en cierto modo, no tendríamos nada. El regreso es un trampolín hacia la memoria de lo irresuelto en nuestras vidas. Volvemos allí de donde alguna vez nos habíamos marchado. Volvemos a aquello a lo que habíamos renunciado, buscando en los trazos indelebles que dejaron nuestros gestos y los gestos de los nuestros en el espacio, lo que fuimos para entender lo que hemos devenido. O para decirlo de manera cuasi-platónica: ¿Cuánto tiempo más podíamos permanecer bajo la fascinación de los esplendores de la idea o su nihilidad?

(8)Había que regresar a casa, para volver a perderla. Esta vez sabiendo la verdad sobre ella. Había que volver a hablar con los "prisioneros" de la caverna, había que enfrentar el peligro del asesinato. Pero también había que enfrentar la posibilidad de establecer una nueva comunidad: la de aquellos que habían visto y que ahora secretamente erraban por el mundo de las sombras armados con una única convicción: educar.

(9)Pero el regreso se comió también esa bella ilusión. Ahora parece que el tiempo de la luz también era un engaño, otra enfermedad de la imaginación empecinada en negar lo que somos. No se podía retroceder al pasado, ni indagar en el futuro y permanecer ajeno a la radical contingencia que nos sustenta. En definitiva: no hay manera de escapar de nosotros mismos. Allí donde pusiéramos la mirada encontraríamos siempre nuestro rostro frente al espejo. ¿O esto también era otra de las abundantes estrategias del ego para esquivar lo farragoso de la historia?

(10)La sospecha: que el regreso evidenciaba más que cualquier otra cosa, mi propia ordinariez. Tal vez fuera así. Pero si ese era el caso, la escritura debía ser de otro. Pero, ¿de quién? ¿A quién debía rendir mi escucha? Había una sola certeza: la de los oprimidos. ¿Qué tienen que decir ellos? Escucharlos era mi única salvación. ¿Se entiende? Era eso, o ponernos del lado de los opresores. Porque en estas cuestiones no podía haber término medio. Cualquier justificación era una canallada, un acto de cobardía. Por supuesto, para los opresores la cosa estaba clara. Bastaba con adoptar una versión “naturalista” de la injusticia, cualquiera de ellas, para que cualquier voluntad transformadora (“revolucionaria”) perdiera su atractivo y se convirtiera en una bufonada. Pero bastaba mirar cara a cara a la víctima, y contemplar la crueldad del opresor en sus innumerables gestos de indiferencia cotidiana para recuperar la compostura.

(11)La verdad no está en los libros de historia, ni en las especulaciones filosóficas o religiosas, ni en los discursos políticos, ni en los tratados científicos. La verdad no está en ningún lado. Allí donde la buscamos “se desvanece en el aire”. Pero esa, su ubicuidad, fácilmente podía confundirse con una negación absoluta. Esa había sido la trampa en la cual habían caído todos los “nietzscheanos” humanistas y antihumanistas, anonadados ante la servidumbre platónica (el gran Platón era el alfa y omega y de toda la filosofía).

(12)Lo que importaba era eso que está al comienzo de todo para el hombre: la constatación del sufrimiento, de la hondura del sufrimiento humano y sintiente en general. La constatación del designio ineludible de la finitud y la espantosa crueldad que nos infligimos los unos a los otros desde siempre.

(13)Por lo tanto, el primer paso consistía en mirarle el rostro al sufrimiento, a la desesperación, al dolor, a la injusticia, a la incomprensión, a la angustia de ser para la nada. Sin atreverse a dar ese paso, todo se convertía en una frivolidad. Sin el sufrimiento como horizonte, todos nuestros pensamientos se convierten en charlatanería. Entonces me convencí en qué consistía el escuchar que buscaba: había que escuchar el dolor, el nuestro, y el de nuestros congéneres, y el dolor del mundo. Todo lo demás, me dije, es entretenimiento.

VIAJE A MISIONES (2)


Es probable que en un par de semanas nos estemos embarcando en una aeronave de Aerolíneas argentinas para emprender otro regreso, esta vez a Barcelona. El viaje a Misiones fue un último intento por implantar nuestras raíces desarraigadas en esta tierra de la cual fuímos una vez arrancados. Nuestra historia no es excepcional. Compartimos nuestra suerte de dolorosa itinerancia con cientos de millones. Pero en este rubro hay de todo. Lo más importante, quizás, sea el éxito o el fracaso de los caminos recorridos por cada cual. Mientras tanto, sigo estudiando el texto de Feinmann sobre el Peronismo. Las páginas del regreso de Perón a la Argentina, no tienen desperdicio. En ese regreso está todo, como dice Feinmann, como un Aleph, en el que se concentra el alfa y el omega de nuestras vidas.

Ahora bien, lo que a nosotros nos interesa es entender a partir de la historia lo que nos está sucediendo. El libro de Feinmann es un libro sobre filosofía política. Pero ¿qué podemos decir nosotros de la política, nosotros que asistimos a la historia desde los balcones, que contemplamos las escenas fascinados por ellas, pero hasta cierto punto ajenos a las tramas que se tejen? Padecemos la historia, incluso más: somos constituidos por ella, somos la historia en todos los casos. Pero nuestro lugar es minúsculo, prescindible. No somos nada (porque nadie puede ser nada), pero es como si así fuera. La muerte de cualquiera de nosotros no "significa" nada. Nuestras muertes ordinarias son tautológicas: uno se muere porque se muere. Siempre es posible, por supuesto, relatar las cosas de tal modo que las muchas muertes estadísticas se conviertan en una vida "verdaderamente" humana, extraordinaria. Pensemos, por otro lado, en la muerte de Perón, por ejemplo, o la muerte de Néstor Kirchner, para mentar un acontecimiento más reciente. Esas muertes cambiaron (para bien o para mal) el rumbo de la historia, o aceleraron los procesos, o se conviertieron en banderas que guiaron una nueva época (la muerte de Perón fue el comienzo del horror – un horror anunciado y calculado). Pero qué pasa con nuestras muertes. No pasa nada. Nos morimos y listo.

Hace unos días escuché una vieja entrevista que le hicieron en su juventud a Cristina Fernández. No recuerdo exactamente el contexto de su respuesta, pero lo que surgía de su discurso era claro, decisivo a la hora de juzgar su biografía. Cristina Fernández habla de la política y la trascendencia. Habla de la actividad política en relación con la búsqueda de trascendencia. Aquí la palabra “trascender” implica muchas cosas. Por un lado, la más obvia cuando hablamos de “lo político”, es la trascendencia de la aprehensión de la individualidad acotada en la construcción de la identidad. Lo político apunta a lo colectivo, a la totalidad. Nuestra identidad se despliega sumando a nuestra biografía meramente personal, nuestra biografía comunitaria. Nuestras mentes y nuestros cuerpos se entienden a sí mismos como hebras de un tejido en cuya estampa participamos. Pero “trascendencia” también hace referencia a algo cuasi-teológico. Aquí no se trata de Dios, por supuesto, pero sí a algo que es la historia entendida como memoria, y en este sentido hay una estrecha relación con la heroicidad homérica. Ser cantado por los poetas. Que nuestro nombre quede atado al canto de nuestro pueblo. En la memoria del pueblo está nuestra redención.

Ahora mismo estoy sentado frente al Paraná, mirando la orilla paraguaya que se desdibuja en esta mañana neblinosa y caliente. Dicen que hoy las temperaturas llegarán a los 38º. De todas maneras, sopla un viento que apacigua nuestros cuerpos calientes. En este rincón en los límites de la Argentina, vine a buscar un lugar que me devolviera mi derecho a quedarme en esta tierra. Es mi país, pero es otro que el país que fui. Hay una escena memorable en la película de Aristarain, Martin Hache, en la que Diego Botto, que hace el papel de Hache, le pregunta a su padre, Federico Lupi, por qué razón no regresa a Buenos Aires. Entonces, Federico Lupi le contesta que Argentina es una entelequia: el país son los lugares de uno, la familia, los amigos, y remata: “qué tienen que ver conmigo un tucumano o un correntino”. “Argentina – dice Lupi – es una trampa.”

¿Qué tienen que ver conmigo un tucumano o un correntino? Esa pregunta, pese al disgusto que pueda producirnos su mera articulación, es el quid de la cuestión, es la expresión más acabada del nudo gordiano que constituye la identidad política, la nacionalidad, construida, como bien sabemos, de arbitrarias exclusiones. Y digo “arbitrarias” pensando en la soberanía que determina el ser y el no ser de todas sus particularidades. ¿Qué significa ser argentino? ¿Se puede renunciar a la argentinidad cuando ya no tenemos familiares, ni amigos, ni lugares a los cuales volver? ¿Qué significa mi argentinidad aquí, en Posadas, Misiones, en este extremo de su territorio que a pocos pasos deja de ser lo nuestro para convertirse en la tierra de ellos, otros que, como nosotros, quizá se interrogan acerca de su ser?

Para los budistas resulta relativamente fácil la explicación. “Argentina” es un nombre (un “mero” nombre) y por lo tanto, una ilusión creada por la mente conceptual. El Bodhisattva, dicen las enseñanzas, en su afán por realizar el Dharma (la verdad de lo que es) comprende que “Argentina”, como todos los entes, es vacío, shunyata, lo cual no implica rechazar su realidad cuasi-ilusoria, su funcionalidad. Ser o no ser argentino tiene consecuencias, tiene efectos. Porque Argentina no es una entidad eterna que vive en el cielo de las ideas inmutables otorgándonos su ser, sino un producto, es decir, la consecuencia de ciertas causas y condiciones que han permitido su irrupcion. Pero cuando uno analiza concienzudamente sus particularidades, cuando uno se detiene en los detalles de esta Argentina que decimos ser, no puede dejar de “asombrarse”. Argentina no está en ningún lado. No está en la tierra, ni en los montes, ni en los ríos que surcan su geografía generosa. No está en los rostros de su gente, ni en sus batallas. Hay que ponerle nombres a las cosas. Plantarle una etiqueta a los productos para que esta tierra sea nuestra tierra. Se necesita una voluntad de ser que diga quienes pertenecen y quienes no pertenecen a ella. Se necesita de la política para hacer nuestra argentinidad. No existe una argentinidad en nuestros cromosomas. La información genética no dice nada acerca de nuestra pertenencia. Somos esto o aquello por pura voluntad política, por pura imaginación política: poder e imaginación.

Argentina es una tierra de inmigrantes. Excepto unos pocos (los más marginados entre los marginados, esos que llaman, los pueblos originarios), ninguno de nosotros podemos acudir a una genealogía que oculte la arbitrariedad de nuestra “propiedad”. Nuestra identidad es un empeño. Nos hemos hecho argentinos por voluntad. En esta verdad reconocemos nuestra grandeza, pero también nuestra debilidad. Somos un país joven. La juventud es pura potencia, pero también la incertidumbre que trae consigo el ser en su novedad. ¿Seremos capaces de seguir siendo lo que somos? ¿Hasta cuándo? Todo está por hacerse, pero cómo, cuál es el espíritu que conducirá nuestros afanes.

Todas estas cuestiones, como se ve, están marcadas por las insistencias de mi biografía, trenzada de punta a rabo con las historias de mi país y con las del mundo en el cual nos hicimos. De manera totalizadora podemos preguntarnos: ¿Qué significa ser de este mundo?, y allí encontramos el núcleo teórico que andábamos buscando, como bien señaló Heidegger en su momento: ¿Qué relación existe entre el ser y el tiempo, entre el ser y su historia? Pero si queremos plantear el interrogante en términos budistas, también podemos hacerlo: ¿Qué relación hay entre la verdad última de lo que es, su vacuidad, y la verdad convencional, su apariencia?

Puede que la imagen insuperable que nos ha regalado la filosofía para pensar estas cuestiones siga siendo el símil de la caverna que Sócrates nos cuenta en el libro VII de la República. El relato de ese itinerario que lleva a su protagonista, guiado por una mano misteriosa, de las sombras a la luz, de las apariencias a la verdad, y de allí de regreso con sus ex-compañeros de prisión, al interior de la caverna. Dice Platón que quien retorna corre el peligro de ser asesinado por sus ex-compañeros.

Pero hay otros regresos que merecen nuestra memoria: no menores son el que relata Homero en la Odisea, el que narra el Antiguo Testamento sobre Moisés. Lo cierto, para nosotros, es que en todo regreso reina la violencia. Incluso Cristo traerá consigo, en su regreso, el apocalipsis.

VIAJE A MISIONES (1)




(1)La noche anterior a la partida me entreviste con Jorge Dotti, mi director del programa postdoctoral de la UBA en su casa de Zapiola, en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires. Le conté que había escrito a la Universidad de Misiones solicitándoles una entrevista de trabajo. Me respondieron amablemente y me animaron a viajar. Como nuestro alquiler en Buenos Aires se vencía, decidimos subirnos en el automóvil toda la familia y marcharnos de la capital. A decir verdad, era el plan original cuando decidimos regresar. Pero como era de prever, las relaciones familiares, los trámites burocráticos y los problemas básicos de adaptación nos obligaron a permanecer en “nuestro barrio”. La idea, sin embargo, era tomarle el pulso al “país real”, como dice la “ideología oficial”. Y eso significaba, entre otras cosas, viajar a las provincias. Porque era evidente (al menos lo era para mí) que no podíamos hacer una radiografía diagnóstica del mundo si nos empeñábamos en ocultar las diversas periferias que acaban siempre convirtiéndose en ejemplos constitutivos del estado de las cosas, que no podíamos hablar del país si nos quedábamos atrapados en la imagen distorsionada que nos ofrece su capital, y que no podemos hablar de las realidades provinciales si no damos cuenta de sus marginaciones. El texto maestro, ese que se acomoda en los renglones, en este caso, no se entiende si no hacemos referencia a los márgenes. En los márgenes están las claves de nuestra interpretación. Dotti me dió algunos nombres para impresionar a las autoridades de la Universidad de Misiones. Me habló de su amigo Martín Traine, ahora catedrático en alguna prestigiosa universidad alemana, que pasó veinte años de su vida enseñando en Posadas. También me recomendó que rastreara la biblioteca de Franciso Romero en la que podía encontrar una buena colección de filosofía alemana, especialmente, textos kantianos y neokantianos. Hablamos del país, del gobierno kirchnerista, de su amistad con Horacio González, de Ernesto Laclau, de su vida. Me regaló una velada cálida que necesitaba antes de la partida.

(2)El día anterior, me había cruzado en la calle con el Senador Samuel Cabanchik. Me presenté, le conté quién era y quedamos para cruzar impresiones en algún momento. Cuando llegué a casa le envié mi CV y una copia de mis últimos cuatro libros: Cuerpo, lenguaje y mundo; El agente autointerpretante; Dialéctica interpretativa; Budismo y mundo moderno. Por la mañana recibí un mensaje en el cual ponderaba mi escritura y la extensión de mi investigación. Debido a que viajábamos esa misma tarde, quedamos en encontrarnos a mi regreso. Samuel Cabanchik es el más prestigioso lector de Wittgenstein en estas tierras sudamericanas. Me comentó que regresaba de los EEUU con bibliografía política elaborada sobre la senda wittgensteniana. Le hablé de Fergus Kerr y el catolicismo angloamericano, Alasdair MacIntyre, Charles Taylor, John Milbank, etcétera, que han abordado la filosofía política desde una perspectiva semejante.

(3)Llegamos a Posadas en tres días. Decidimos hacer nuestra primera parada en Escobar. Llegamos tarde, cocinamos algo de carne, preparamos una ensalada, organizamos las viandas para el camino y nos fuimos a dormir. Salimos muy temprano a la mañana siguiente rumbo a Gualeguaychú. El viaje fue fácil y placentero. A las 13:00 habíamos alcanzado la ciudad de Concordia. Decidimos continuar hasta Paso de los libres. Lo que más impacta de ese viaje es que nos encontramos en un país “en construcción”. Las obras de infraestructura se estiran a todo lo largo de la ruta del Mercosur. En todos lados se respira un aire de prosperidad impensable hace algunos años. Algunos pueblos y ciudades del litoral que cruzamos han perdido el “exotismo” de su pobreza. Se percibe la pujanza. Las ciudades se han modernizado, el parque automotor, por ejemplo, se ha renovado. Hace algunos años, en la propia capital, uno se encontraba con una imagen muy diferente. Los vehículos antiguos, en pésimo estado, estaban por todos lados. Ahora los autos viejos son minoría. No hay duda que se ha ampliado el goce del bienestar. Se consume con entusiasmo. Por supuesto, eso nos alegra “socialmente”, aunque es evidente que a su vez nos obliga a interrogarnos acerca de otras cuestiones “globales” que ahora mismo no toca plantear. El etnógrafo, por lo tanto, se siente decepcionado: la modernización, vituperada o ensalzada en dependencia de contextos y pretextos diversos, iguala, homogeniza.

(4)Antes de llegar a Posadas, paramos en Santo Tomé, en el hospedaje del Automóvil Club. En la recepción hay un cartel que anuncia “Meditación Crística”. Otro dice: “Reiji Cristiano”. La encargada me habla de una pareja de teólogos catalanes que realizan misión en la región. Le pregunto si todas esas actividades que anuncian son habituales. “Corrientes es una provincia muy espiritual. Aquí hay muchos grupos de oración y toda clase de Iglesias. Es una provincia llena de Dios. ¿Ustedes creen en Dios, no es cierto?”

(5)Durante la primera semana, mientras avanzábamos sobre las carreteras calientes, aproveché el tiempo libre que me dejan los quehaceres del viajero y las responsabilidades familiares, para leer Daños colaterales. Desigualdades en la era global, de Zygmunt Bauman. Desde el punto de vista diagnóstico, los análisis de Bauman son un alimento nutritivo para el pensamiento. Uno de los aspectos que me ha llamado la atención es la insistencia por parte del sociólogo polaco en confirmar la muerte del llamado “Estado social” y la necesidad de articular un proyecto social global. Esta reflexión es especialmente interesante si pensamos en el nuevo rol del Estado para las democracias sudamericanas, el énfasis en el regionalismo y el modo en el cual el Estado argentino resuelve los desafíos de integración global en una época de crisis, de reordenamiento de poderes, etcétera.

(6)En San Ignacio, donde se encuentran las famosas ruinas jesuíticas, conocemos a Marilén, una italiana que nos cuenta la historia de su vida. Es la propietaria de un hotelito amable al que le ha puesto de nombre “La toscana”. Lleva 5 años en Argentina. Se vino primero con su marido (un excamionero que ahora se dedica al casino – los misioneros son afiebrados timberos, en cada pueblo hay un mamotreto dedicado al juego –, y a producir limoncello). Posteriormente, ha traído a sus dos hijos. Ninguno habla todavía el castellano. Marilén conoció Argentina cuando era pequeña. Su padre, maestro mayor de obra, trabajo para el ejercito durante la primera presidencia de Perón. Vivió, primero en Bahía Blanca y después en La Plata. Cuando su padre murió, su madre volvió a Italia con el hermano mayor y sus dos hijas menores. Las hijas mayores ya se habían casado con criollos. Uno de ellos oriundo de Apóstoles. Con los ahorros de toda una vida y el dinero de la pensión abrieron el hotel en San Ignacio.

(7)Guillermo es dueño de “La Aldea”, una pizzería frente a las ruinas de San Ignacio Mini. Llegó a Misiones en el 2001, en una suerte de exilio interno. Es oriundo de Lanús. Cuando supo que yo era de Buenos Aires me trató como un compatriota. “No veo la hora de volver”, me dijo. “No quiero morirme acá. Tienen una cultura que no es la nuestra. No son como nosotros.” Su mujer me habló de las muchas dificultades que tuvo a la hora de instalarse, la parsimonia de los misioneros y lo que más le preocupa: “No quiero que mis hijos sean unos quedados”. Mientras me daba charla no podía dejar de emparentar a estos personajes con otros que conocí en la India entre la “colonia extranjera”. Cuando hablaban de la población local se ufanaban de lo que los diferenciaba de ellos sin miramientos y no se avergonzaban de dar sus lecciones etnocéntricas a los recién llegados frente a los autóctonos. Esto me hace pensar en esa costumbre tan “paqueta” de hablar mal del servicio doméstico frente a ellos.

(8)Pierre se vino de Buenos Aires (Temperley) hace 20 años. Es el dueño de un restaurante de comida rápida en el centro de San Ignacio. Con él hablamos de política, acerca del crecimiento de la provincia. En síntesis: el proceso de modernización se ha acelerado de manera asombrosa. Pese al bienestar notorio que ha significado para la provincia, advierte que hay que prestar atención a los “daños colaterales” (la definición es mía). Me habló especialmente de las poblaciones costeras del Paraná, a quienes se le ha arrebatado su forma originaria de supervivencia. Sin embargo, decía, no es fácil hacer un veredicto sobre ello. Hay muchos entre los “afectados” que consideran los cambios como positivos. Otros, por el contrario, no terminan de asumir las transformaciones que se llevan adelante.

(9)Visitamos la ciudad de Aristóbulo del Valle y Oberá. Cada pueblo es una isla en medio de un mar de selva impenetrable. Por la tarde, pagamos 10 pesos, y asistimos a una pileta pública. En el camino nos cruzamos con varios carteles que anunciaban a los turistas la proximiad de comunidades autóctonas. Cuando acabo con el libro de Bauman me decido por los Tristes trópicos de Levi-Strauss. Dice el antropólogo francés: “¿No era culpa mía y de mi profesión suponer que hay hombres que no son hombres?, ¿que algunos merecen más interés y atención porque el color de su piel y sus costumbres nos asombran? Con sólo que logre adivinarlos, perderán su cualidad de extraños; y tanto me habría valido permanecer en mi aldea.” (Levi-Strauss, Claude, Tristes Trópicos, Madrid, Paidós, 2006, página 414)

(10)Reunión en el decanato de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nacional de Misiones. Mientras les cuento mi vida a los catedráticos, el mate gira sin pausa entre los presentes. Además de la Dra. Belarmina Benítez, la secretaria académica que amablemente organizó esta reunión, están presentes el Psicólogo Luís Nelli, Decano de la Facultad, la profesora Cambas y un investigador joven que se encuentra a cargo de las materias de filosofía en los diversos programas en curso. Todos fueron muy amables. Están interesados en que dicte un curso de postgrado en Estudios budistas. Durante la charla se hacen referencia a la actualidad y diversos comentarios sobres las pugnas locales que me permiten ir cartografiando los entramados de la ciudad. Vuelve a plantearse la misma preocupación: ¿Quiénes ganan y quiénes pierden en este proceso de modernización? Otra cuestión reiterada: ¿Qué es lo que diferencia a la política nacional de sus supuestas implementaciones a nivel provincial, incluso en el seno de las mismas corrientes ideológicas?

(11) Visita al aeropuerto y al llamado Centro de Conocimiento. Como hago cada vez que tengo ocasión, visito la biblioteca y el aeropuerto. A las 9:00 hs, el aeropuerto de Posadas está prácticamente vacío. En el estacionamiento las barreras están abiertas y las garitas cerradas. Sólo me encuentro con el personal de servicio y un policía aeroportuario que me responde varias preguntas sobre las frecuencias de vuelo y los destinos con los cuales está conectada la ciudad de Posadas. Sólo hay dos vuelos diarios, el que viaja de ida y vuelta de Posadas a Buenos Aires a las 11:00 y a las 20:00 hs.

(12) Junto al aeropuerto está el Centro de conocimiento, un complejo cultural que incluye teatros, galerías, un observatorio, y una extensa biblioteca, además de una cafetería donde los empleados se dedican a jugar a las cartas. El complejo está prácticamente vacío. Desde el punto de vista arquitectónico, no tiene nada que envidiarle a las más modernas construcciones europeas. Me hace recordar al Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). El fondo bibliográfico es limitado, pero contiene una selección aceptable. Como soy el único usuario, las cinco personas que atienden el lugar se esfuerzan ante todas las preguntas que les remito. Uno de los empleados reconoce que el proyecto ha sido muy criticado debido a la ubicación del mismo. Se encuentra muy alejado del centro. Sin embargo, enfatiza que ha permitido a los habitantes de las poblaciones con menos recursos tener un lugar de calidad donde encontrarse. De los barrios, dice el hombre, vienen los chicos caminando hasta el centro para pasar las tardes en un lugar fresco y apacible. Otra de las desventajas que tiene el centro es que no realiza prestamos domiciliarios. Impresiona la frescura aireacondicionada que contrasta con el calor abrazador que nos rodea. Las secciones de antropología, sociología y filosofía están bien provistas. Si nos quedamos en Posadas tengo abundante material de estudio.

(13) En Radio Provincia me entrevisto con un “hombre de cultura” que me da algunas pistas más de las disputas locales. Se trata de un funcionario de carrera que conoce muy bien los entramados de poder y es muy crítico con la administración local. Quedamos para tomar un café uno de estos días. Le he dicho que quiero traer un espectáculo a la ciudad. Al ver una posibilidad comercial, se ha mostrado muy interesado y me ha contado un montón de “secretos”. Me ha recomendado que escuche varios programas. De todas maneras, ha insistido que la cultura misionera está muerta. O mejor: que la han matado. Antes (cuando eran ellos los que atendían el cotarro), había un proyecto cultural en marcha. Ahora no hay nada. Solo pugnas.

(14) Buscando una casa para alquilar, conozco a “Pinocho”. Está sentado a la puerta de su casa en el barrio de Los aguacates. “¿Sabe de alguna casa para alquilar por el barrio?” “Puede ser”, me responde. “Vos sos de Buenos Aires, ¿no es cierto?” “Si.” “¿De qué barrio?” “De Recoleta”, le respondo. “Yo conozco Recoleta como la palma de mi mano. Tuve muchas novias en Buenos Aires. ¿Sabés quién era el “fantasma” Benitez?” “Me suena”, le miento. “Yo soy el “fantasma” Benitez. Jugué en Velez, en Alemania y en Italia. Imaginate por qué me llamaban fantasma.” Me ofrece varias opciones de alquiler. Conoce a todo el mundo en la zona. Me presenta a Aurora, la delegada de Soka Gakkai en Posadas. Aurora es viuda, vive en una casa de cuatro habitaciones, sola. Sus hijas se han ido a vivir a Buenos Aires. Lleva un grupo de estudio budista que se reúne cada semana en su casa a discutir las enseñanzas de Ikeda. Me obsequia varias publicaciones de su organización. Cuando se entera que soy profesor de Estudios Budistas me pide que la instruya. Durante quince minutos le ofrezco una breve introducción a las cuatro nobles verdades y a la Bodhicitta. En el glosario de una de las publicaciones se lee: “Soka Gakkai internacional: organización mundial de creyentes budistas laicos que desarrolla tareas en los campos de la paz, la educación y la cultura; en ciento noventa y dos países y territorios.”

(15)Entrevista con Leopoldo Bartolomé, director del departamento de Antropología Social de la UNAM. Me atiende muy amablemente. Me otorga media hora para que le recite mis “logros”. ¿Lo consulto acerca de la posibilidad de hacer una investigación doctoral en el departamento? “No, nada de eso. Lo que usted necesita es un trabajo. Por lo que me cuenta, tiene experiencia suficiente. Me gustaría tenerlo en mi departamento. Pero yo estoy jubilado. Lo único que puedo prometerle es que haré fuerza para que le den un nombramiento de dedicación exclusiva. ¿Cuánto tiempo tiene para aguantar?”, me pregunta. Hago cálculos mentalmente acerca de los ahorros que nos quedan. “Cinco o seis meses como mucho”, le contesto. “Mmmhm... la cosa es urgente. Lo que tiene que hacer es encontrarse con la gente, caerle simpático a los que tienen poder de decisión. Así son las cosas. Envíeme su CV y algunos textos suyos y déjemelo a mi.” Nos despedimos.

(16) Mientras tanto me llegan algunas propuestas desde el exterior. Pero todavía no me doy por vencido. Ahora mismo siento que sudamérica es el mejor lugar donde estar. Desde mi llegada a la Argentina me he impuesto una ambiciosa ruta de lectura. Dos autores me han guiado en la reconstrucción de este momento: Ricardo Forster (especialmente La Muerte del héroe y todos sus artículos) y José Pablo Feinmann. Durante mi estadía en Buenos Aires asistí a dos seminarios de Feinmann que me permitieron conocerlo personalmente, uno de ellos dedicado a la filosofía del sujeto en el Centro Armenio de Palermo, y el otro a la historia conceptual de la Argentina en el teatro Sha, de Once. Sus interpretaciones y su retórica multigenérica (ensayística, novelesca, folletinesca) resulta muy adecuada para leer a la Argentina y a los argentinos.

(17) Hace unos días, en una librería del centro de Posadas encontré el segundo volumen de Peronismo: Filosofía política de una persistencia argentina, JP Feinmann. Hasta el momento he leído doscientas páginas. No me ha decepcionado. Si tuviera que recomendar algunos libros a mis amigos españoles para entender la versión de la Argentina con la cual me siento más identificado serían Filosofía y el barro de la historia y sus libros sobre el Peronismo. Se trata de textos estimulantes, escritos con la furia de una creatividad desbordante que no se priva de abordar las cuestiones que le interesan con las herramientas que juzgue más apropiadas en cada ocasión. El guión cinematográfico, el ensayo, la narrativa novelesca, el folletín, la bravata, el improperio, todos los géneros se dan cita para desenredar la enredada historia de los argentinos.

(18) Por las tardes nos instalamos en la costanera. Se trata de un lugar encantador, recién inaugurado. Hace unos días se abrió al público “El brete”, una playa artificial de 600 metros, con sombrillas, palmeras y todo el resto Lamentablemente, pese a la belleza de los atardeceres que nos prodiga el Paraná, y el ambiente festivo que cada tarde invade su orilla, las cloacas de la ciudad desembocan muy cerca de las playas, lo cual hace prohibitiva la posibilidad de bañarse en sus aguas. De todos modos, hay otros placeres que se practican en estas tierras que no deben despreciarse. En un antiguo almacén de la calle San Lorenzo compramos dos sillas playeras. Mientras los chicos juegan en los toboganes, sube-y-bajas y calecitas, nosotros nos sentamos a tomar la fresca y cebar mates. La gente se pasea con los “termos de frío” para el tereré. Los jóvenes se reúnen a lo largo del paseo, con las puertas abiertas de sus automóviles para permitir que la música acompañe sus encuentros. Hasta bien entrada la noche se pasean las familias recuperando el tiempo que consumió la voracidad de las tardes calientes.

(19) Una de esas tarde conocimos a Mariano Anton, delegado del Inadi en la provincia. Hablamos de todo. Otra vez tocó hablar de mi vida, cómo hemos llegado aquí, y las perspectivas de instalarnos en la ciudad. Cuando abordamos la cuestión de la discriminación, Antón reconoció que el misionero es mucho más tolerante hacia el brasilero o el paraguayo, por ejemplo, que hacia el porteño. Me pide mi CV y me promete darme una respuesta durante la semana. Viaja a Buenos Aires en unos días. Me ha dicho que le interesaría tenerme en su equipo. Especialmente, además de mi formación filosófica, le interesa mi identidad migrante y mis estudios sobre el tema.

DEBATES (3): Ética y derecho


Llegamos ahora a la tercera cuestión que deseaba tratar en esta serie. Hemos visto, en primer lugar, que el debate en torno a estas cuestiones se encuentra mediado por: (a) la articulación de una ontología positiva que extiende el estatuto de la “personalidad” al embrión humano; y (b) la inarticulación ontológica de aquellos que neutralizan el estatuto del embrión, eludiendo de ese modo la problematicidad de su entidad.

En segundo término, hemos constatado que estas posiciones se sostienen gracias a una impensada onto-logia a la que he llamado “lógica de la identidad”. De acuerdo con mi exposición, debido a condiciones intrínsecas de nuestra cognición y nuestra lingüisticidad, aprehendemos las entidades de manera reificada. Debido a esta reificación, los análisis genéticos de dichas entidades se enfrentan a diversos tipos de hiatos que no pueden ser explicados por medio de dicha lógica.

Por otro lado, hemos dicho que, frente a la imposibilidad explicativa resultante, surgen interrogantes respecto a la raigambre de las positividades o funcionalidades en cuestión que pueden responderse, o bien con una suerte de “nihilismo” que se traduce en determinaciones flotantes, arbitrarias; o bien, por medio de alguna forma de fundamentación ontológica. Entre las articulaciones posibles, nosotros hemos señalado la necesidad de encontrar una que dé cuenta de la “communitas” cosmológica que permita, por su parte, arrancar lo político positivo de su peligroso solipsismo autojustificante.

Por supuesto, de la fundamentación ontológica no pueden deducirse ni establecerse los contenidos del derecho positivo de manera directa. Sin embargo, pueden limitarse, por medio de esta ontología mínima, la teoría y praxis legislativa cuando estas se convierten en violaciones flagrantes de los principios constitutivos de dicha ontología.

Aun así, no estamos en condiciones de eludir los conflictos éticos que presenta la positividad de la ley. Justificamos esta afirmación haciendo mención de la finitud humana, en primer lugar, y afirmando el carácter “sacrificial” de cualquier acto fundacional de derecho.

A nuestro entender, esta línea argumental resulta interesante, no sólo para los casos en los que estamos ocupados ahora mismo (cuestiones de bioética), sino también para muchas otras cuestiones en el marco del debate medioambiental, los hipotéticos derechos de los animales no humanos y de la naturaleza sentiente en general, lo cual implica revisar y problematizar conceptos tales como los derechos humanos, la propiedad privada, la democracia, etcétera.

Si preguntamos: ¿En qué sentido los argumentos aquí vertidos resultan esclarecedores a la hora de la confrontación de las partes en pugna? Nuestra respuesta es la siguiente: Por un lado, los antiabortistas levantan una bandera de pureza moral que sólo pueden defender sobre la base de una demarcación sustancialista de la vida biológicamente humana en contraposición a toda otra forma de vida. Ante la evidencia de las diferencias funcionales irrefutables entre el embrión humano (categoría biológica) y la persona humana (categoría social), los antiabortistas se ven compelidos, o bien a negar de cuajo dichas evidencias o a hipostasiar una personalidad que se establece independientemente del conjunto de relaciones socio-culturales que son condición de posibilidad de la personalidad, aferrándose a una noción biologicista de la personalidad.

Por su parte, el “sociologismo” legalista, al enfatizar de manera excluyente la naturaleza relacional de la personalidad humana, se ve compelido a eliminar de su relato del proceso embrionario cualquier referencia biológica de dicha personalidad, reduciendo al embrión a mera materia viva. El propósito de una posición de estas caracteriza es neutralizar valorativamente dicha materia para convertirla en dominio adecuado sobre el cual la persona afectada puede ejercitar su derecho (en este caso, el derecho a la interrupción de un embarazo no deseado). El efecto impensado de este extremo es la adopción de una postura instrumentalista que se encuentra, en buena medida, en consonancia con las prácticas dominantes del capitalismo, fundado en una antropología individualista y utilitarista que se traduce en atomización social y ejercicio técnico de la razón instrumental, esta vez sobre el propio cuerpo de la mujer (análogo a la naturaleza) y sobre el embrión biológicamente humano.

Ahora bien, nuestra posición es la siguiente: en el contexto de las prácticas capitalistas no hay ningún motivo para prohibir a los individuos las prácticas individualistas y utilitaristas que el propio capitalismo promueve sin sonrojarse en todos los ámbitos de la vida humana. A decir verdad, es posible argumentar que las prácticas abortivas, especialmente cuando se realizan durante los primeros meses del embarazo, resultan éticamente mucho menos perniciosas moralmente que nuestras prácticas alimentarias, por poner sólo un caso. Los frigoríficos y las granjas ilustran de manera acertada la brutalidad que sustenta nuestro desarrollo instrumental. Las prácticas abortivas se fundan en el mismo espíritu prometeico de la civilización moderna sobre la naturaleza. En ese sentido, resulta convincente la argumentación feminista que defiende el derecho de la mujer a tomar posesión absoluta sobre su cuerpo y decidir plenamente acerca de lo que en su seno quiere o no quiere que se engendre. Por lo tanto, en el contexto del presente status quo, en el contexto del capitalismo que domina el sistema-mundo y su lógica instrumental, creemos que la exigencia de una despenalización del aborto dentro de ciertos plazos convenientemente establecidos, resulta razonable defender.

Otra cosa ocurre si nuestra intención es juzgar el trasfondo que sustenta dicha exigencia, es decir, si nuestra intención es deconstruir la “lógica de la identidad” que se encuentra en la base de estas determinaciones. En ese caso, la totalidad de la cosmología, antropología y ética capitalista resulta insostenible, y la totalidad del aparato institucional resulta, sino erróneo en su contenido explicito, sí en su espíritu, porque deja de lado un elemento clave para la autocomprensión de los agentes que modifica sustancialmente la naturaleza de sus pretendidos derechos. Como ocurre con el derecho de propiedad, el derecho a la disposición absoluta del embrión sólo puede ejercitarse privando a otros del disfrute de ciertos derechos que son sacrificados en el altar del orden jurídico que hace posible esta ordenación social.

Lo interesante del tema, por lo tanto, es que en estas cuestiones fronterizas, las justificaciones se desdoblan. Por lo general, los mismos que defienden políticas económicas corrosivas del orden social, que defienden a capa y espada el derecho de propiedad, y mantienen posturas reaccionarias ante las demandas de un giro holístico en nuestra relación con la naturaleza no humana, son los mismos que se atribuyen a sí mismos una sensibilidad que desconocen en el resto de las áreas en disputa, lo cual hace sospechar que las razones de fondo son la preservación de un orden paternalista y patriarcal. Por el contrario, aquellos que en los problemas citados se esmeran por cultivar un sano “relativismo” que pone coto a la razón instrumental y al individualismo rampante, se aferran en las cuestiones que nos conciernen en esta ocasión a una ontología reduccionista que desdice sus intereses en esas otras luchas sociales, políticas, económicas y culturales que promueven.

Finalmente, es preciso repensar el carácter sacrificial de toda fundación jurídica. Nosotros creemos que esto es necesario, como decíamos en el post anterior, porque nos permite reconocer que en la génesis de nuestros derechos siempre es posible identificar una “injusticia”. La asunción de esa “injusticia” o “pecado original” en la base de todo orden social nos devuelve a la cuestión del hiato. Esta vez, la distancia entre la ética y la ley. Distancia que no puede recorrerse enteramente sin resolverse en una suerte de ruptura con el orden legal. La lucha por el reconocimiento de esa injusticia fundante en todo orden de dominio, conlleva siempre adoptar ante dicho orden una suerte de postura revolucionaria, y por lo tanto criminal desde la perspectiva del orden establecido.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...