POLÍTICA, FICCIÓN Y REVOLUCIÓN


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Este artículo no pretende dar respuestas a las encrucijadas que diariamente mantienen en vilo a las sociedades catalana y española. Como inmigrante y residente en Catalunya y España no puedo evitar, ni quiero eludir la responsabilidad de interpretar lo que nos está ocurriendo.

La aceleración histórica que ha sufrido el país de un mes a esta parte es tan vertiginosa que únicamente el análisis mesurado puede ayudarnos a digerir el exceso de información que nos vomitan los medios de comunicación y la infinidad de opiniones que surcan las pantallas de nuestros dispositivos digitales conminándonos a tomar posición, indignándonos o desalentando directamente una sana relación con el mundo social y político en el cual estamos envueltos.

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Es importante recordar, sin embargo, que el mundo que experimentamos a través de los dispositivos digitales no es "la realidad," sino su "representación." O, si queremos ponerlo en términos lacanianos, "la realidad" no corresponde a lo Real, que es siempre la tachadura de la realidad. Con esto quiero decir, “la realidad” es un constructo discursivo, fruto de explícitas racionalizaciones, pero también microfísicas y pulsiones de poder y des-poder que no corresponde enteramente a lo Real, que siempre desborda los acotados moldes donde “la realidad” pretende enclaustrarla. 


Por lo tanto, la realidad es siempre el mundo representado. La política, la dimensión de la “representación” por antonomasia, y la más arcaica “voluntad de poder” es, en buena medida, la antinomia de lo Real. Lo Real de suyo es inconmensurable, inaprehensible. La política (primariamente) intenta convertir lo Real en manejable a través de la institución de sus adentros y sus afueras. 

En estos días estamos asistiendo a la política en su estado puro. La política en su dimensión constituyente y no meramente administrativa. Pero también estamos asistiendo a la política administrativa en su dimensión represiva, ante la amenaza que supone a su existencia soberana eso que llaman “desafío independentista,” que no es otra cosa que una revolución, con una mezcla de anacrónicos rasgos decimonónicos y novedades discursivas posmodernas.

Lo Real es irrepresentable e inapropiable. Sin embargo, la “batalla de la realidad” en la que estamos inmersos, consiste justamente en una pugna de apropiación y representación. 

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En un post anterior hice mención de este tema de una manera solapada: contrastaba la lógica de la política con la lógica del amor. 


La política en su expresión esencial, como nos enseñó Schmitt, se articula alrededor del binomio amigo-enemigo. El Estado en su más reducida función, es el actor (sujeto sui generis) que define su adentro y su afuera, incluyendo y excluyendo “siempre arbitrariamente” aunque pueda decorar su arbitrariedad con consensos solapados o reduccionismos étnico-lingüístico o históricos, quiénes somos nosotros, y quiénes no somos. 

El amor, en cambio, en su expresión esencial, como nos enseñó Jesús de Nazareth, es la suprema cancelación de lo que nos distingue y nos separa. 

Pero lo Real de suyo no es política ni es amor. Si lo Real de suyo pudiera reducirse a la lógica de la política o a la lógica del amor, lo Real sería una representación más entre las representaciones en pugna. 


No tenemos acceso representativo a lo Real, ni el amor, ni la política, hace justicia, a lo Real. Sin embargo, convengamos que los humanos no podemos vivir más allá de la lógica de la representación, ni deberíamos pretenderlo, como hacen los falsos místicos que miran el mundo con la boca abierta. 

Pero lo que no deberíamos olvidar, no obstante, es que la representación (“la realidad”) no es lo Real de suyo. 

Repito: es una injustificada arrogancia pretender escapar a la pugna de representaciones (“el conflicto de las interpretaciones,” diría Ricoeur) huyendo hacia el templo metafísico de nuestro living-room. El ser humano es, en griego, zoon logon echon, un animal poseedor de logos. Ni las bestias ni los dioses se atreverían a tanto. Ellos también son ADN biológico o logos espermatikos, cifra y orden. 

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Dicho esto, aquí estamos, asomándonos peligrosamente al horroroso vacío que la confrontación de los órdenes constitucionales, de las representaciones en pugna, pone en evidencia al cancelarse mutuamente hasta el triunfo sobre su contrario. Se abre a nuestros pies el mundo. No hay donde agarrarse, hemos llegado "a la hora señalada."

Los más perspicaces saben que estamos ante el comienzo de un catástrofe (la guerra) cuyas consecuencias son difíciles de mensurar a priori... 


Una guerra del siglo XXI, posmoderna, higiénica, calculada. Una guerra retransmitida 24hs que desgarra el tejido de los días, mutilando la psiquis de las poblaciones y destruyendo las redes de confianza tendidas entre nosotros. 

Pero no quisiera que se me malentendiera, el problema no es el independentismo. El independentismo es solo un síntoma de un mal mucho más profundo y preocupante. El independentismo es el signo de la enfermedad mortal que sufre la dimensión de la representación política en nuestro tiempo. Y prueba de ello es que la crisis terminal de la política representativa que en estos días se saldará con un doble fracaso y un exiguo y parcial triunfo que no alcanzará para paliar la nostalgia de certezas que alguna vez creímos poseer. 

El doble fracaso es que ninguna de las entidades en pugna por legitimar su representación saldrán fortalecidas de esta confrontación. El Reino de España está herido de muerte. Su Rey se ha convertido en un cadáver político, cuya corona no podrá sobrevivir el tsunami que se avecina. Su Reino ya no es de este mundo. Es más bien el residuo de un imaginario anticuado que ha perdido incluso su relevancia como símbolo de unidad. 

Pero no lo tendrá mejor una hipotética República catalana. Nace partida en medio, forzada en su constitución a abrir una brecha intestina que pudrirá la euforia de su constitución.

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Y, sin embargo… todo continuará más o menos como siempre, porque el cemento social, eso que nos une a los unos con los otros, ha dejado de ser el orden político de la sociedad, su representación institucional. Hoy lo que nos une con su despiadada frialdad matemática y su geometría no euclidiana que resiste toda representación, es el orden del capital en su fase de virtualidad extrema. La independencia de Catalunya es, en términos de re-distribución real del poder, un acontecimiento insignificante, mal que les pese a quienes aspiran a una epopeya "poscolonial."

Así y todo, lo que es seguro, y los buenos modales ya no podrán ocultar, es el resentimiento mutuo que crece como el moho en las esquinas oscuras de las casas abandonadas durante largo tiempo a la mirada de sus propietarios. Un resentimiento que irá creciendo con el correr de los días hasta que acabemos cocinando el gato de nuestro vecino o envenenando a su perro.

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La adopción de una posición apolítica en estas circunstancias no es comprensible ni respetable. El procés, por un lado, y la respuesta que el llamado procés está produciendo dentro de Catalunya y en el resto de España, exige nuestra más concentrada y seria atención.

Ahora bien, la peligrosidad del momento que vivimos se traduce en los temores que padecemos cuando volcamos nuestras opiniones en el espacio público. No es un momento cualquiera de la vida política. Atravesamos uno de esas instancias en las que, a veces sin notarlo, coqueteamos de manera morbosa con diferentes formas de violencia y autodestrucción. Estamos dispuestos a todo. 


Los independentistas quieren dar el salto definitivo hacia otro escenario representativo sin contar con el consenso imprescindible para que su afrenta no se traduzca en una arrogante arbitrariedad. Los unionistas se deleitan secretamente con el ejercicio coercitivo del Estado. En la intimidad de sus consciencia parecen morbosamente predispuestos a la represión más brutal.

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Lo constatamos el día en el cual se celebró el referéndum. El accionar represivo de la Guardia Civil y la Policía Nacional mostró de manera rotunda que el Estado está dispuesto a hacer uso de la fuerza para preservar su existencia. La apariencia de contención que muestra en estos días es ilusoria. España es una poderosa maquinaria de Guerra. Sus tropas están distribuidas por los cinco continentes, acompañan los contingentes del Imperio en su guerra contra los “enemigos de Occidente,” y sus cuadros de inteligencia participan de las labores más oscuras de esta cruzada en las mazmorras de nuestras democracias liberales.

Sin embargo, también descubrimos ese día (el día del referéndum) que la fuerza del Estado no es poder o autoridad política, sino eso: mera fuerza. El fenómeno es endémico en Occidente. La representación política tiene los pies de barro. Se sostiene exclusivamente debido a la fuerza abrumadora y la omnipresencia de sus instrumentos de sometimiento.

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El domingo, 8 de octubre, sin embargo, por primera vez en la historia de Catalunya, una manifestación de centenares de miles de "unionistas" inundaron las calles de Barcelona, demostrando que la revolución no será incolora, inodora e insápida como el agua. No hay revolución light o independencia soft disponible, y las cachiporras del 1 de octubre serán una caricia frente a la brutalidad con la cual amenaza responder el Estado la arrogancia independentista. Los unionistas se sienten amenazados. Muchos de ellos, ciudadanos catalanes, exigen al gobierno la implementación de los artículos 155 y 116 de la Constitución. Eso significa que el conflicto intestino es inevitable.

Todo esto es bien sabido por parte de los líderes políticos, sin embargo, hay una parte del pueblo catalán que parece estar despertándose a la situación recién ahora. No podrá evitarse la quiebra social una vez se haya consumado el quiebre constitucional y se pretenda la vigencia de una nueva legalidad que no goza de la aceptación de la totalidad de la ciudadanía, por las deficiencias formales en su promulgación y por la intensa presión internacional que supondrá el sitio que le espera a Catalunya.

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Dicho esto, vuelvo al propósito de este artículo, que es más estrecho de lo habitual, porque no intenta dar respuestas a lo que acontece, sino desplegar interrogantes. Porque en él me propongo esbozar una guía para formar mi propio entendimiento sobre la cuestión, y la articulación de una construcción heurística que me permita juzgar los acontecimientos que impone la efectividad de la historia, al mismo tiempo que invento herramientas analíticas que me liberen del determinismo, con el fin de elaborar alternativas todavía inexistentes ante una situación enroscada en sus propias lógicas suicidas y reiteraciones patológicas.

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Por supuesto, mi presuposición es que esta escena ya la vimos. Es una repetición. Y, como toda repetición, ella misma es una expresión de la cautividad de los sujetos en la historia. Sin embargo, este momento también contiene la clave para reformular de manera creativa esta experiencia de cualidades casi oníricas, extravagante. Por ese motivo, propongo a mis lectores catalanes y españoles que nos aboquemos a articular, aunque sea esquemáticamente, dos líneas argumentales.

La primera línea argumental consistiría en contrastar analíticamente dos fotografías que vertebran la actual disputa identitaria. Esos elementos están organizados en dos escenarios muy simples.

(A) El primer escenario es aquel en el cual se estableció la Constitución de 1978. Uno de los extremos de esa construcción escenográfica es la refundación del Reino de España como una monarquía parlamentaria compuesta por un conjunto heterogéneo y conflictivo de territorios, pueblos y naciones entre los que se encuentra Catalunya.

(B) El segundo escenario es el de una hipotética República catalana, bajo cuyo paraguas se acomodarían dos tipos de ciudadanos. Unos ciudadanos cuya identificación con el ordenamiento representativo está fundado en su identidad como pueblo y nación, y otra parte que cuestiona esa unidad histórico-sociológica y se opone a la representación política impuesta por los secesionista sobre esas bases.

Habiendo establecido las dos fotografías estáticas que marcan los límites de un tránsito temporal (1978-2018), dos fotografías “excavadas” en el tiempo, como muestras fosilizadas con las cuales el geólogo intenta reconstruir una historia hecha siempre y exclusivamente de “tránsitos,” pasamos al análisis de los advenimientos.

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Es muy importante ser consciente que nada se “sustrae” de la historia, sino que simplemente se oculta, se disfraza o muta. Muchos en estos días piensan que la Constitución de 1978 se puede borrar de un plumazo como si nunca hubiera existido, y en un ejercicio voluntarista pretenden negarle toda entidad efectiva, como si se tratara exclusivamente de un papel mojado que puede echarse al cubo de la basura sin que ello suponga consecuencia alguna.


Sin embargo, cuando miramos hacia el pasado, constatamos que es inconcebible la Constitución de 1931 sin su antecedente de 1812, y es incomprensible la de 1978, sin el antecedente de la primera. Basta con echar un vistazo a las grandes revoluciones modernas (la estadounidense, la francesa, la rusa o la cubana) para entender hasta qué punto el pasado anida en el presente, más aún cuando pretende negarlo absolutamente, sin residuo, y en qué medida el voluntarismo acaba siendo esclavo de su propia ilusión de poder. 

Las revoluciones no acaban para siempre con el pasado, sino que lo reescriben, lo absorben, lo digieren y lo excretan. Incluso en su más abierta confrontación con la tradición, no pasan de ser iteraciones brutales de lo que fue. Sus excrecencias no desaparecen del mundo, sino que lo cubren, convirtiéndose en el abono de donde surgiran  a los gusanos y bacterias que amenazarán la salud de nuestros cuerpos institucionales del futuro.

Estamos presenciando o, mejor aun, somos partícipes, de un acontecimiento de enorme relevancia para la historia de España y Europa, con repercusiones inconcebibles más allá de sus fronteras actuales. Pondré un único ejemplo: ¿Cómo se rearticularía la relación entre Catalunya, España y América Latina con una ruptura de por medio? Ni una palabra se ha dicho al respecto, pese a la enorme relevancia que tiene esa relación para el futuro de todas las entidades en disputa. Eso muestra el caracter eurocéntrico y la dimensión provinciana del conflicto. Tal vez el enfrentamiento España-Catalunya es la insospechada expresión de un nuevo orden de representación política mundial que apuesta por la balcanización planetaria como respuesta a una globalización cuya lógica ha desbordado la voluntad política de dominio.

O tal vez no sea todo esto más que otra burbuja, como tantas otras, otro shock que aprovecharán las élites financieras y económicas para sacar réditos del sufrimiento de las mayorías. Es decir, otra burbuja que al explotar solo dejará un reguero de heridos y una nueva distribución de fuerzas. 


Sea como sea, estamos ante una de esas escenas en la que los individuos y los pueblos intentan satisfacer, en la fugacidad de un instante, el anhelo de ser conductores de sus destinos. 

Tal vez, esta tarde, el Parlament de Catalunya declare su independencia. Pero, pase lo que pase, minutos después de haberlo hecho, en medio de los festejos de unos, y los  gritos de guerra de los otros, la historia volverá a seguir su curso, y volveremos a ser huérfanos de nosotros mismos, marionetas del destino, expresiones arrogantes de nuestra pasión por una libertad que siempre nos elude.



EL CATALANISMO INVENTA A SU OTRO



Las calles en disputa

Las calles de Catalunya se llenaron de senyeras, banderas españolas y estandartes europeos. La estampa fue inesperada. Las esteladas reinaban en Catalunya de manera rotunda. Después de semanas de manifestaciones independentistas, la sensación era que el 50% de la población que en las urnas no acompañó a los partidos independentistas que forman la coalición Junts pel sí + la CUP, ni participó del referéndum convocado por el Parlament el 1 de octubre, no tenían nada que decir. Muchos creíamos que esa mitad del país era indiferente a la suerte echada por el independentismo, o simplemente era una ficción que repetían los políticos para justificar sus fracasos electorales y la soledad que acostumbra rodear sus intervenciones públicas. Como afirmaba hace algunas semanas Iñaki Gabilondo, la mención a la “mayoría silenciosa," un tropo habitual de la prensa españolista, no tiene relevancia política alguna.

Hoy, una nutrida multitud que dice representar ese otro 50% (o reclama ser  esa "mayoría silenciosa" mentada por los políticos) salió finalmente a la calle, acompañada de un contingente de españoles venidos de otros rincones del territorio para asistir a la manifestación, y mostró su músculo amenazante al gobierno exigiéndole en ocasiones respuestas de mano dura frente a la crisis, y un repudio sin cortapisas a las pretensiones de los líderes independentistas de acelerar el proceso de independencia la próxima semana. 


La manifestación de hoy estuvo precedida por una movilización anterior convocada para mostrar el disgusto de la sociedad civil con la falta de diálogo entre las partes en disputa. La movilización vestida de blanco y con la única consigna de “hablar” para resolver el disgusto mutuo y salir del enroque autista que han asumido Madrid y Barcelona, llenó las plazas más importantes de la península.

La suma de estas marchas modifica hasta cierto punto la cartografía de estos últimos días, especialmente si se suma a esas manifestaciones sociales la creciente incertidumbre económica junto a algunas decisiones del empresariado. El gobierno de Rajoy puede mostrar apoyo popular en Bruselas, y atemorizar a la ciudadanía catalana con el descalabro económico, relativizando de ese modo la hegemonía en las calles de la que ha gozado el independentismo, y minando la certeza de sus adherentes de lo que el periodista Enric Juliana llama una "indepdendencia low-cost".

La encrucijada de Puigdemont


A estas horas es difícil saber qué hará el independentismo en los próximos días. Quedan solo 48 horas para que el President Carles Puigdemont asista al pleno del Parlament desde donde sus seguidores esperan se declare unilateralmente la independencia. 


Pablo Iglesias, invitado por la TV pública catalana, señaló anoche que una declaración unilateral resultaría contraproducente y asomaría a Catalunya al abismo de un retroceso institucional que será difícil de remontar. De acuerdo con el líder de Podemos, el Partido Popular parece “entusiasmado” con la posibilidad de que se le brinde una excusa que le permita aplicar los artículos 155 o 116 de la Constitución que autorizaran la suspensión de la autonomía y su intervención.

Sin embargo, hay que ser precavidos, la marcha de los llamados “unionistas,” junto con la exigencia tímida de los dialoguistas, y el claro mensaje de una parte del empresariado, agregan elementos hasta ahora imprevistos en el imaginario político de quienes defienden la vía rápida del independentismo. 


La fotografía de una Barcelona inundada de banderas españolas tiene peso y disminuye el impacto comunicacional que supuso para el independentismo a nivel internacional las vergonzosas imágenes de la guardia civil y la policia nacional pegándole a manifestantes pacíficos la semana pasada. Las decisiones corporativas de mover sus sedes administrativas a otras capitales de España alimenta los titubeos de quienes abogan por la confianza y la seguridad en los negocios. 

La amenaza de ulsterización de Catalunya

Los organizadores de la manifestación, Sociedad civil catalana, cifran la asistencia en 1.000.000 de personas. La Guardia urbana en 350.000. 


Cualquiera sea el número, la imagen televisiva resultó imponente. El ejercicio simbólico que permite la calle convierte ahora en problemática cualquier pretensión de las "facciones" en pugna de apropiarse de la totalidad de eso que llaman “el pueblo catalán.” Hay al menos dos Catalunyas, cada una de allas compuesta a su vez por otra multiplicidad de Catalunyas en pugna, que se aferran a representar la totalidad. Sin marco representativo legal aceptado por todos, estamos sujetos a la voluntad poder y a la capacidad de producir "hechos consumados." La anunciada declaración de independencia "unilateral" es expresión de ese complejo trasfondo. 

La tentación de una “ulsterización” de baja intensidad de Catalunya por parte del PP es hoy una realidad palpable. Enric Juliana lo advirtió hace unas semanas. La división dentro de la sociedad catalana es hoy una evidencia. Solo una salida dialogada puede evitar la tensión creciente que ha logrado empujar a la calle a muchos individuos hasta ayer indiferentes frente a la lucha política, aun cuando estuvieran en desacuerdo con el rumbo del país. Una declaración unilateral sedimentará la división convirtiendo el proceso en un doble hito: el que marca el quiebre (retórico-simbólico o efectivo) con la unidad histórica de facto de España, junto con la invención efectiva de un enemigo interno en el seno de la misma sociedad catalana.

La manifestación unionista no se dirigió en sus alocuciones y en sus gestos  a la Catalunya independentista,solo se mostró en sus gestos: lo que se pretendía era romper la ilusión de una hegemonía absoluta. Ni unos ni otros podrán reclamar una mayoría absoluta que, de todos modos, las urnas demuestran falaz, pese al gravedad simbólico de las movilizaciones de masa. 


Los oradores


La proyección internacional de los principales oradores elegidos por los organizadores para transmitir el mensaje no puede disimularse. 


Mario Vargas Llosa, un Premio Nobel de literatura que, pese a su reconocido sesgo ideológico neoliberal y neoconservador y su sospechoso encono antipopulista que esgrime en sus intervenciones periodísticas como lobbista (además de sus notoria esgrima antidemocrática a la hora de enfrentarse a sus "enemigos": alentó el golpe a Hugo Chávez que el expresidente Aznar animó y festejó), mantiene incólume la popularidad internacional que le otorgó su membresía entre el abigarrado grupo de escritores que formó el llamado "boom latinoamericano," y su reconocimiento Nóbel "sospechosamente político" a su obra literaria. 

En un encendido discurso en el que tuvo tiempo para destacar su experiencia biográfica y exaltar de su pedigrí intelectual, el peruano acusó veladamente al independentismo de "racista" y, más abiertamente, de ser heredero de un nacionalismo que "sembró de cadáveres el continente." 

Menos recalcitrante, pero igualmente inflamado, el ex ministro socialista y expresidente del Parlamento europeo Josep Borrell, fue más allá. Reivindicó una Europa sin fronteras, una Europa solidaria a la que contrapuso el proyecto secesionista, que - según dijo - es la antítesis de esa europeidad del derecho y la solidaridad. Tuvo tiempo de denunciar a la televisión pública catalana por su aparente sesgo y arbitrariedad, y llegó a calificar su servicio informativo como una “vergüenza,” abogando a continuación por tomar el control de los servicios públicos de información autonómicos para romper el cerco ideológico que, según explicó,  mantiene cautiva a la población catalana con sus mentiras.

Europa, presente


Las banderas europeas resultaron un acierto para la construcción del relato unionista. La semana pasada, el independentismo se ganó el favor de la opinión pública internacional al viralizarse las brutales imágenes de represión que llevaron a cabo las fuerzas de seguridad del Estado decididas a evitar un referéndum que estaba llamado a discurrir pacíficamente, pese a la ilegalidad de la convocatoria dictada por los tribunales. También contribuyó a la simpatía de esa opinión pública el ridículo que sufrió el gobierno de Rajoy, el cual padeció la habilidad táctica del independentismo, cosechando con ello una imagen de negligencia, inoperancia policial y desorientación ejecutiva. 


En este caso, sin embargo, al identificarse abiertamente con la Unión Europea, el unionismo envío un mensaje claro a sus socios continentales de que España es una salvaguarda de los valores de la Unión frente al aventurismo catalán, lo cual dificulta aún más la posible aceptación de una medida unilateral como la declaración de independencia por parte del Govern.

El embrollo ideológico


Como señaló acertadamente Enric Juliana en La Vanguardia, el actual procés independentista tiene su origen en
 una explícita estrategia de la antigua CIU por frenar el avance de una coalición de izquierda en Catalunya debido a los desgarros de la crisis económica a partir del 2012. 

Ayer, Pablo Iglesias le recordó a la periodista y lobbista Pilar Rahola (defensora acérrima de los gobiernos de extrema derecha en América Latina, y enemiga consumada de la República Bolivariana de Venezuela y otros gobiernos progresistas de la región como el de Lula, Correa, Morales o los Kirchner) que CIU – el actual PdeCat, que hoy conduce el procés desde la presidencia del Govern – no solo fue el soporte explícito de todas las políticas regresivas implementadas por el gobierno español, apoyando las iniciativas más retrógradas en términos sociales del Partido Popular durante la época pujolista y la de su delfín, Artur Mas, sino también, un socio de hierro, aun en medio del procés, en la estrategia por frenar el avance vertiginoso de Podemos como alternativa frente al bipartidismo a nivel estatal, y su amenazante ascenso en la propia Catalunya. 

Rahola en Buenos Aires, Vargas Llosa en Barcelona

La periodista Pilar Rahola es una ilustración, por un lado, del embrollo ideológico del independentismo y, por el otro, de los vasos comunicantes entre los actores en pugna. Ambos comparten un eurocentrismo agresivo e intervencionista, e igualmente reclaman un respeto para sí mismos, sus pertenencias y sus símbolos, lo que jamás conceden a sus contrincantes. 


Rahola viajó a Buenos Aires en 2015 para apoyar la candidatura de Mauricio Macri. Sus viajes han sido parte de una abultada agenda combativa en América Latina en su cruzada antipopulista, en la que no ha tenido prurito en defender a los líderes que promueven en el Latinoamerica las políticas de sus contrincantes en España. 

El caso de Mauricio Macri, sin embargo, es especialmente ilustrativo. El presidente argentino, quien saltó a la fama mundial gracias a las filtraciones periodísticas conocidas como "Panama Papers," es un estrecho socio político e ideológico de Mariano Rajoy. Miembro de la Sociedad Mont Pelerin, a la cual pertenecen  el propio Vargas Llosa, Albert Rivera y José María Aznar, el elegido por Rahola en su imaginario geopolítico es un implacable implementador de las políticas promovidas por Popper, Hayek, Von Mises, y Friedmann - los llamados "Masters of the Universe" del neoliberalismo. 

Macri es un representante consumado de las élites corporativas en América Latina que ha prometido acabar "a sangre y fuego" con el populismo en la región. Después de dos años al frente del Estado, el presidente está en la mira de las organizaciones y organismos internacionales de derechos humanos (ONU, CIDH, Amnistía Internacional, etc.) por su política concertada de detenciones ilegales, negacionismo del genocidio perpetrado por la dictadura, una agenda antiinmigratoria que imita en tono local las vociferantes humillaciones de su amigo Trump en los Estados Unidos, y lo que es aún más triste: el regreso de las desapariciones forzadas en la Argentina. Todo esto acompañado de la ejecución de un brutal ajuste de corte neoliberal auspiciado por los mercados financieros que ha empujado a millones de ciudadanos a la pobreza y la indigencia.

Identidad e ideología

Desde el punto de vista ideológico, por lo tanto, el parentesco entre Pilar Rahola y Mario Vargas Llosa es estrecho. Ambos son fervientes enemigos de los llamados populismos y promueven sus agendas con desparpajo contra las mayorías excluidas del continente latinoamericano, promoviendo el libre mercado y la formalidad del "Estado de derecho" liberal, como tenazas contra los reclamos de justicia social de las mayorías postergadas, mientras en Europa promueven sus propias agendas identitarias.

Esta sola ilustración prueba que la pugna identitaria no se traduce necesariamente en un desencuentro ideológico entre las partes. Los catalanes tienen derecho a decidir. Nosotros lo suscribimos y creemos que las urnas son el único camino decente para resolver el conflicto. Por otro lado, denunciamos la represión violenta del gobierno español y exigimos una investigación que deslinde las responsabilidades, establezca con claridad los excesos cometidos e identifique a quienes cometieron abusos. 


Dicho esto, como señalaba ayer el líder de Podemos, Pablo Iglesias,  habrá que sopesar nuevamente la actual distribución de fuerzas en la contienda, y volver a barajar, poniendo en juego, no solo las aspiraciones identitarias, sino también las convicciones ideológicas arbitrariamente distribuidas bajo el color de las diferentes banderas.

LA LÓGICA DE LA POLÍTICA Y LA LÓGICA DEL AMOR



Catalunya es una sociedad moderna, extraordinariamente plural, en la cual las hibridaciones son la regla. El círculo restringido de nuestras amistades y conocidos es un dibujo de abigarrados contrastes. Las identidades puras son excepcionales. Somos mestizos de muchas maneras. Nuestros cuerpos están hechos de herencias biológicas dispares. Nuestra lengua es el resultado de accidentados intercambios. Nuestros hábitos y estilos de vida combinan tendencias de orígenes variados. Incluso nuestras creencias más profundas son el fruto de la convergencia de múltiples tradiciones e idiosincrasias personales. No somos uno, somos muchos, y estamos hechos de relaciones directas e indirectas con todos.

Las pretendidas esencias, a poco de observarse, se disuelven en ese océano de relaciones. Los empecinados esfuerzos por definir una identidad fija, estable, esencial, acaban criminalizando la diferencia, negando una parte de la realidad que nos envuelve, y reprimiendo lo que hay de diferente dentro de nosotros mismos.

Basta con recorrer las aulas de nuestras escuelas públicas para comprobar que el tejido de nuestro país futuro estará hecho con hebras provenientes de los cinco continentes. Que la lengua normalizada no podrá contener los innumerables vocablos extranjeros que la enriquecerán, convirtiendo el idioma oficial de las élites en un lenguaje más entre innumerables expresiones culturales que escribirán, declamarán y cantarán la magnífica pluralidad que las nutre.

Las instituciones que otorgan ciudadanía, carta de identidad, no pueden contener el mundo, ni hacer oídos sordos, ni ocultar que somos muchos, diferentes, y que aquello que está llamado a unirnos podrá, circunstancialmente, ser apropiado y bautizado con un nombre, pero permanecerá abierto y en disputa. La ciudadanía, ese tropo que define quiénes somos, estableciendo nuestra diferencia respecto a los otros, siempre está en pugna con la democracia, que es la voz de los que no son parte y exigen ser tenidos en cuenta.

Basta con recorrer los hospitales cualquier día, ese lugar donde el sufrimiento, la angustia, el miedo, pero también la benevolencia y la compasión están siempre presentes, para reconocernos en la vulnerabilidad y la pérdida que a todos nos preocupa, pese a nuestras diferencias. Basta con salir a la calle, reencontrarse con la muchedumbre de desconocidos que habitan nuestra ciudad, para descubrir que la realidad no encaja en los moldes que intenta imponer la política sobre el mundo.

En momentos de extrema confrontación como los que vivimos, nuestra reacción cognitiva consiste en reducir de manera maniquea esa multiplicidad que somos. La singularidad de nuestras biografías se cancela para acomodar nuestra vida a la brutal cartografía que determina “amigos y enemigos.” En eso consiste la política.

En estas ocasiones, si queremos guardar la cordura, si deseamos fervientemente seguir siendo leales a nuestras convicciones morales, debemos prevenirnos de ser devorados por la voluntad política.

Mientras salimos a la calle con nuestras banderas y nos manifestamos en la calle y hacemos nuestras legitimas caceroladas, es bueno recordarlo: hay personas como nosotros que ahora mismo entierran a sus muertos, hay familiares que velan a sus enfermos, hay numerosos individuos que padecen el abandono y la miseria del desempleo y la pobreza. A todas esas personas la política no les resolverá la vida. A todas esas personas la política no les aliviará el dolor. A todas esas personas la política no les facilitará el tránsito a través de las difíciles pruebas que nos impone la existencia. La política no puede sustituir la vida sin convertirse en una patología.

Cuando la política se encuentra con su límite, la guerra – y no es casual que el lenguaje bélico tenga un lugar tan destacado en las crónicas de estos días – la política devora a la vida. Y al hacerlo nos ofrece la posibilidad de una ferviente militancia, y con ella la ilusión de una fraternidad que el silencio de la noche descubre falaz. Estamos otra vez solos. En cierto sentido, el momento insurreccional (cuya contracara es la represión) nos regala un sucedáneo del amor. Somos uno, pero nos hemos convertido en meras caricaturas de nosotros mismos.


LA IMAGEN INVERTIDA.


Felipe VI 


El discurso de Felipe VI le sonó a algunos comentaristas como una decidida y terminante defensa del status quo. Llamó a los líderes independentistas desleales y al desafío catalán lo calificó de inaceptable. No convocó al diálogo, como esperaban muchos. Tal vez, ya no podía hacerlo. Tampoco hizo gestos condescendientes con los millones de catalanes que participaron en el referéndum, quienes fueron reprimidos por las fuerzas de seguridad del Estado, y luego asistieron a las protestas masivas contra la brutal violencia policial a lo largo y ancho de todo el territorio de Catalunya.

El gesto de firmeza, en este caso, parece más un signo de debilidad. Ante el fracaso rotundo de la política nacional, el Rey dio la cara y enfrentó abiertamente el desafío, sacrificando para siempre una minoría importante de la ciudadanía a los confines de su reino. El ataque premeditado a la Constitución de 1978 por parte del independentismo es, al fin de cuentas, un ataque directo a la monarquía: el pretendido significante que enlaza en el imaginado diseño institucional la diversidad de España. 


El Reino de España

Siempre he creído que el Rey es la pieza clave del edificio constitucional español, y no un hombre de paja, de escasa o nula relevancia fáctica, como creen muchos. En su discurso, Felipe VI habló de la permanencia del Reino y dibujó imaginariamente un círculo de pertenencia dentro del cual una minoría imposible de ignorar no tiene lugar. Desterrados in extremis al cementerio de la ilegalidad, Catalunya se prepara para conocer la estrategia operativa de la ofensiva del Estado ordenada por el Rey con el fin de restablecer el orden.

La monarquía que hace al Reino de España es la expresión de una aspiración compleja a la unidad indisoluble y la continuidad histórica de un imaginario colectivo. En realidad, ese imaginario, como todo imaginario colectivo, es constitutivamente conflictivo, transitorio, e in-esencial, como lo es la propia Catalunya, que ahora pretende consolidarse como una unidad histórica permanente, dotada de rasgos inherentes, definitorios, esenciales.

La frivolidad que envuelve a la casa real en la prensa rosa, y las huellas de corrupción endémica del entramado político-corporativo en la propia familia real, no es excepcional, sino un signo de época. No debería distraernos de lo importante. El jefe del Estado, pese a su (hasta ahora) aparente inocuidad, es una pieza clave, convertida en blanco de los anhelos de cambio, dormidos desde hace décadas entre los pueblos de España. 


El desafío y el orden

El catalanismo independentista parece haber abierto la caja de Pandora. El desafío a la Constitución vigente es un desafío al Jefe de Estado, al monarca que sostiene simbólicamente la construcción democrática, y último garante de su unidad y permanencia. El catalanismo ha vuelto a convertir en actual el republicanismo peninsular y las objeciones históricas a la autoridad del régimen monárquico-constitucional del 78.

Las críticas aunadas del independentismo a dicho orden, junto con las rotundas críticas republicanas de los representantes de la izquierda española, comienzan a consolidar un proceso de impugnación de la investidura. Lejos queda la condescendencia de Pablo Iglesia con la monarquía que le valió las críticas de muchos republicanos hace algunos años. El propio Rey, forzado por la negligencia notoria de los políticos al mando, ha estado obligado a servirse él mismo en bandeja como blanco de la crítica al visibilizarse del modo en que lo hizo.

El gobierno del Partido Popular acabó legitimando internacionalmente lo que era ilegal de acuerdo a la normativa constitucional vigente al defender de forma acérrima y desproporcionada el status quo. Por su parte, en su comparecencia televisiva, el Rey apareció desnudo, exponiéndose de cuerpo entero, debilitado en su investidura al renunciar al diálogo y exigir medidas excepcionales para resolver el conflicto.

Siendo una "cuestión de vida o muerte" para los actores en pugna, las perspectivas para la población son desconsoladoras. Hay que mirar con mejores ojos los esfuerzos de Unidos Podemos y otras fuerzas políticas alternativas por encontrar una salida dialogada a la violencia y el sufrimiento que se asoman en el horizonte del futuro inmediato.


Mientra tanto, en la Eurocámara...

quedó al descubierto la relativa debilidad del relato independentista en el marco de la narrativa de legitimación europea: el "estado de derecho," se repitió una y otra vez, es un límite infranqueable de la Unión. Las críticas a la operación y represión policial fueron reiteradas y duras, pero el énfasis en las conclusiones estuvo puesto en la ilegalidad de una hipotética declaración unilateral de independencia y el origen inconstitucional del referéndum convocado. 

Europa exige al gobierno español un tratamiento proporcional frente al desafío cesionista. La operación policial fue, decididamente, desafortunada, torpe y merece una comisión de investigación que deslinde responsabilidades pero, dicho esto, acaba conminando al gobierno catalán a abstenerse de una declaración unilateral, invitándolo a restablecer el diálogo con Madrid en el seno y pleno cumplimiento del estado de derecho. 

LA PASIÓN CONSTITUYENTE Y LA PROMESA DEMOCRÁTICA

Declaración unilateral 

Catalunya está hoy cerrada a cal y canto. El paro general, convocado por las organizaciones de la sociedad civil, y facilitado por la Generalitat y otros estamentos del Estado, como repudio a la brutal actuación policial ordenada por el ejecutivo español con el fin de frustrar el referéndum hace unos días, es un éxito masivo, y la asistencia a las numerosas manifestaciones populares, imponente.

Una gran parte del pueblo catalán se dirige decidido hacia la llamada “Declaración unilateral de independencia” que prevén las leyes de transitoriedad promulgadas por el Parlament de Catalunya (y suspendidas por el Tribunal Constitucional de España). Los medios de comunicación anuncian que las autoridades catalanas le pondrán rubrica al proceso este fin de semana.

Algunos expertos sostienen que la ilegalidad manifiesta impide todo el proceso en marcha, y que el Estado español, en todo caso, tiene recursos que harán imposible su realización efectiva. Estas opiniones son expresiones voluntaristas que no se justifican a la luz de la historia. Ni la legalidad vigente, ni la fuerza tienen necesariamente todas las de ganar. Aunque bien es cierto que el marco jurídico no valida lo actuado por la Generalitat y el Parlament, y los recursos del Estado no son insignificantes. 


Sin embargo, el atlas histórico mundial nos lo recuerda en su variopinta cartografía política a lo largo de los siglos. La solidez y permanencia de todos los fenómenos humanos es una distorsión perceptiva. La ley y la fuerza bruta no son el sine qua non en el marco de arbitrariedad que caracteriza la historia de los hombres.

Mi impresión es que, pese a las dificultades, los obstáculos aparentemente insuperables, un orden mundial que amenaza a los grupos subalternos con el castigo de la violencia ante cualquier gesto de independencia, y un futuro que parece haber escapado a la mirada fecunda de la esperanza, (i) la inoperancia del actual gobierno español, que ha socavado su propia legitimidad a través de su doble estrategia de negacionismo y represión brutal; (ii) la efectividad de los políticos independentistas, la afilada puntería de su estrategia; y (iii) su voluntad política de conducir con sangre fría la eufórica e indignada movilización social, no es alocado pensar que todo esto acabará en algún futuro no lejano en "jaque mate."

Solo un milagro


Solo un milagro puede revertir la situación: la decisión heroica y visionaria de un PSOE improbable de asumir la responsabilidad histórica, junto con Unidos Podemos y otras fuerzas de la oposición, de dar por clausurado el consenso del 78 con el fin de abrir un período de rearticulación de la unidad circunstancial de España. Solo esto puede conducir a una tregua que permita imaginar un nuevo encaje normativo entre las diversas naciones y regiones. 


Un encaje que no puede ser ni autonómico, ni federal, sino un experimento plurinacional sui-generis para el siglo XXI, que interpele y seduzca a las mayorías catalanas que han asumido de manera indeclinable su destino. Un proyecto que inspire a la propia Unión europea, ofreciéndole un ejemplo paradigmático que la anime a revisar la defectuosa e inestable relación de su estructura burocrática con sus bases populares. Es decir, solo un milagro. 

Con esto no pretendo que la declaración sea el final de la partida. Lo dijo el President Carles Puigdemont en la rueda de prensa que ofreció al día siguiente del convocado referéndum: “No se trata de apretar un botón que automáticamente nos dé la independencia.” Sin embargo, es evidente que la declaración unilateral convertirá en irreversible el proceso, en el sentido de que no habrá ya tentación posible por parte de los actores en pugna de regresar artificialmente al pasado o a aquello que el pasado nos exige. 

El proceso constituyente

Dicho esto, cabe comenzar a pensar en el hipotético proceso constituyente que nos propone el movimiento independentista a los actuales ciudadanos españoles residentes en territorio catalán, y otros residentes no españoles de Catalunya que, con igual pretensión de derecho (en principio) están llamados a convertirse en los soberanos del prentendido nuevo país.

La dignidad moral de una ciudadanía no se mide por su independencia relativa respecto a su Otro, la historia común que teje su destino, los vehículos lingüísticos que la definen circunstancialmente o los rasgos étnico-culturales que establecen su folclore. Las sociedades modernas son espacios normativos complejos donde, en el marco de hegemonías étnicas, lingüísticas o culturales, pugnamos por el reconocimiento de derechos a través de procesos democráticos que siempre están poniendo en cuestión los límites de la ciudadanía. 


La historia, la lengua, la cultura, la étnia, todos estos aspectos pueden dar lugar a construcciones socio-políticas perversas que acaban humillando o despreciando, o simplemente negando sus minorías, o promoviendo burdos o sutiles status quo que establecen ciudadanías de primera y segunda, o explícitos procesos de exclusión.

La revuelta catalana dice haber sido parida por abusos y negaciones de derechos de este tipo, ilegítimas violaciones al derecho de libertad e igualdad que sostienen los imaginarios de nuestra época. 
No alcanzó el consenso liberal forzado en 1978 para sanar las heridas y consecuencias  de las injusticias históricas cometidas por el opresor, ni las discriminaciones sufridas en el presente debido a los privilegios heredados de algunos, escondidos bajo la pretendida justicia del orden normativo que nos impera a todos. 

La democracia y los límites de la ciudadanía

La democracia española, como la del resto de los países de Europa, es una caricatura grotesca de los ideales de inclusión que pretende encarnar. Sin embargo, atrapada en sus fosilizadas formas burocráticas de gestión de la voluntad popular, manufacturada en las usinas del neoliberalismo de la información, Catalunya no estará libre tampoco de las exclusiones sistémicas de nuestra época. 

El catalanismo contiene en su seno las contradicciones de cualquier sociedad plural contemporánea, y en el propio independentismo se fusionan circunstancialmente ideales, ideologías y aspiraciones contradictorias, o incluso opuestas, que deberán dirimir sus diferencias en la hipotética patria por venir. 

Las pugnas identitarias no solo se definen estableciendo el no-ser de una identidad, sino afirmando un horizonte de sentido que aún está borroso para muchos de nosotros que interrogamos desde hace años su proceso. 

Constituir, por lo tanto, implica (i) negar lo que no queremos o no nos permitimos ser, abriendo una herida sobre la geografía compleja de las poblaciones, sus historias y sus herencias, para (ii) contar el relato de aquello en lo que decimos habernos convertido y aquello que aspiramos alcanzar. 

La Catalunya prometida

Si el error mayúsculo del Estado español consistió, justamente, en aferrarse al dibujo imperfecto de su propia constitución de 1978, indiferente al dinamismo de una sociedad ya inaprehensible en términos de su molde constitucional, produciendo todo tipo de exclusiones y, por ello, malestares inaguantables para individuos y comunidades, un error semejante se asoma en la periferia del ideario independentista. 

Si el catalanismo se aferra al relato de sus penas e injusticias sufridas con el fin de marcar la cancha de su identidad, expulsando de su relato los maridajes de migraciones variadas, hoy parte constitutiva de su geología social, y la pluralidad innegable de su constitución cultural actual, batiburrillo de lenguas, étnias, historias y anhelos traicionados, con el fin de asegurar sus propios privilegios, la "Catalunya prometida" no pasará de ser una promesa rota, con sus propios excluidos, que la democracia se encargará de impugnar. 

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...