EL PERSONAJE ILUSTRE


Más allá de la pandemia 

La Organización Mundial de la Salud ha vuelto a advertir que la pandemia va para largo. Mientras esperamos la milagrosa vacuna, los gobiernos del mundo, en función de sus recursos y sus circunstancias particulares, experimentan con diferentes recetas.

En principio, el objetivo es contener la enfermedad, mantener la economía a flote (pese a que la embarcación en la que viajamos está inundada y las grandes mayorías ya vivimos con algo más que los pies bajo el agua) y construir un mínimo de consenso que garantice la cohesión social, indispensable para mantener, al menos, las apariencias democráticas.

Pero no todo es preocupación por el hambre y la miseria, la salud y la muerte de las poblaciones. Para las grandes corporaciones y fondos de inversiones, el objetivo es evitar a cualquier costo cambios estructurales que pongan en peligro los privilegios que han facilitado la desposesión sistemática de las poblaciones para su beneficio, su sobreexplotación creciente, y las múltiples formas de dominación que han utilizado para poner a su servicio lo común de todos: la naturaleza, la vida misma y las instituciones que dan forma a nuestro orden social.

El rol de los medios


En ese contexto, los medios de comunicación juegan un rol crucial. Su tarea consiste en dividir a las víctimas para evitar la formación de un sujeto colectivo que exija y acompañe esos cambios estructurales inspirados en los anhelos de libertad, igualdad y fraternidad.

En este sentido, resulta imprescindible preguntarse (una vez más) cuáles son los mecanismos retóricos que garantizan a los «dueños» de las estructuras jurídico-institucionales en el capitalismo actual la neutralización del poder soberano de los pueblos, eludiendo de este modo la necesidad de un enfrentamiento frontal con los explotados y oprimidos. La estrategia es archiconocida: dividir para vencer.

En Argentina, pese al desorden aparente en el escenario público, en el que el griterío histérico, las bravuconadas y el partidismo pretenden representar la realidad social misma, las cosas son medianamente transparentes para quienes no se dejan arrebatar la sensatez por la ilusoriedad que impone el poder mediático.

La estrategia corporativa es sencilla y brutalmente directa: mantener la «grieta» y, si es posible, mantenerla como una herida infectada, para que el odio y el dolor entumezcan el cerebro y la víctima de la operación sea incapaz de comprender sus propios intereses. De este modo, los poderes corporativos pueden engatusar a una parte importante de las clases medias, en muchos casos pauperizadas, y a los pobres, para que encarnen la defensa de los ricos apretando los dientes, y se enfrenten en su nombre a la otra parte de la población explotada, expropiada y dominada que, por el contrario, intenta un cambio de rumbo genuinamente democrático, más igualitario e incluyente.

En este sentido, aunque imprescindible, parece servir de poco la pedagogía política y el esfuerzo continuado por informar al desinformado sistemático, al que se nutre a través de las usinas mediática con toda clase de fake news, mentiras puras y duras, y detritus de entretenimiento producido para ese sector alienado de la población que parece haber renunciado enteramente a su responsabilidad ciudadana, entregándose de pies y manos al glamour y al chimento, cuando no a la aceitada «orientalización» psicopolítica que acompaña la usurpación por parte del «mercado» de la democracia, imponiendo sus prerrogativas, conspirando contra sus intereses, e intoxicando su funcionamiento institucional.

Durmiendo con el enemigo


Sin embargo, toda esta evidencia se vuelve misteriosamente un relato conspiranoide, objeto de burla por parte de los «iluminados oficiales»: los «periodistas serios e independientes», y esos otros, más que peligrosos: los «equidistantes».

Si no somos capaces de visualizar lo que se encuentra en última instancia en disputa: la vida misma, la de cada uno y la de todos, en el marco de una guerra global contra las poblaciones y la naturaleza, la verdad liberadora que supone reconocer el rostro desnudo de quiénes son nuestros «enemigos» (los que hambrean a nuestros hijos, los que hipotecan su futuro, los que expropian nuestros recursos, los que corrompen nuestras instituciones, los que nos endeudan, los que hacen que nuestra vida finita y sufrida de por sí, se convierta en calamidad continuada y cíclica) se convertirá en una fantasía esquizoide.

Pero no es una fantasía, ni es un síntoma esquizofrénico, es la verdad que explica nuestro sufrimiento colectivo, nuestra angustia existencial común, nuestro desamparo social, la violencia y la contaminación que nos rodea: la traición de las élites locales, unidas en un abrazo promiscuo con las élites globales, para garantizar la expropiación y sobreexplotación del pueblo que somos, independientemente de dónde hayamos venido, que memorias familiares guardemos en nuestros relicarios, o que color tenga la superficie de nuestra carne mortal.

El sistema mundial

En sus numerosos proyectos de redacción de El capital, Karl Marx enumeró en su formulación dialéctica el conjunto y el orden temático de los libros que compondrían eventualmente su investigación. Si echamos un vistazo a vuelo de pájaro sobre el índice provisional que en varias ocasiones dejó por escrito con modificaciones en sus apuntes y cartas, podemos hacernos una idea de lo que estamos hablando.

Los primeros libros de su proyecto debían abordar las determinaciones fundamentales en la que se exponen los conflictos de clase, en los que el capitalista, el propietario de la tierra y el trabajador asalariado (junto al ejercito de desempleados que le garantizan al capitalista la competencia feroz entre sus explotados y oprimidos) son los protagonistas iniciales. En este nivel, el foco está puesto en una sociedad capitalista concreta, encerrada dentro de sus fronteras estatales.

Ahora bien, esta es la primera falacia que groseramente nos impone el opinólogo liberal. Quiere hacernos creer que el fracaso concertado y continuado de las sociedades periféricas es fruto, o bien de la inmadurez civilizatoria de su población, o del desarrollo limitado de sus estructuras institucionales. Esto lo achacan a las resistencias populares que se oponen a los proyectos de «modernización» de sus élites explotadoras. Resistencias juzgadas por estas élites y la población colonizada que las acompañan, como culturalmente fascistoides, promovidas por políticos corruptos, con pretensiones tiránicas, que manufacturan poblaciones dependientes, clientelares, para perpetuarse en el poder.

Sin embargo, como apunta Marx, los Estados, como el argentino y otros latinoamericanos, no existen aislados. No son mónadas autosuficientes definidas exclusivamente en función de sus dinámicas internas. Se trata de sociedades subalternas, que existen en el marco de relaciones internacionales marcadas históricamente por desequilibrios geopolíticos y militares que han impuesto lógicas de expropiación, explotación y dominación enquistadas e introyectadas dentro de nuestras propias sociedades, y reflejadas en nuestras luchas de clase. Los Estados individuales conforman una totalidad, un sistema mundial. Ese sistema mundial está formado por Estados centrales y periféricos, de manera análoga al modo en el cual los mercados nacionales están formados por capitalistas, terratenientes y trabajadores.

De este modo, si queremos entender el repetido «fracaso» de la sociedad argentina, tenemos que ir más allá de las burdas críticas usuales que, de manera petulante, escupen los representantes locales del capitalismo global (hoy disfrazados de republicanos arendtianos o rawlsianos), quienes intermedian en la explotación de nuestra gente, hurtándoles sus derechos a la vida y a la promoción de sus vidas.

Personajes ilustres

Esta semana hubo dos sonadas intervenciones que merecen comentario. La primera tuvo como protagonista a ese personaje «ilustre», cuyo talento como actor no desmerece ni un ápice su mediocridad ciudadana: Oscar Martínez (un ejemplar «ilustre», repito, de esa banda de aclamados «artistas» internacionales que se han abierto camino denunciando los «populismos» latinoamericanos, olvidando que fueron las manos de ilustres «liberales», los que a lo largo de nuestra historia estrangularon los anhelos de la patria).

Por ese motivo, no me resulta fácil eludir los comentarios del actor quien, ante una periodista opositora, sedienta de «sangre peronista», confesó, con voz teatralmente entrecortada, que se encontraba desgarrado y había «perdido (literalmente) las esperanzas» en la Argentina el día en el que Alberto Fernández fue electo como presidente, dejando entrever que era la inmadurez e insensatez del pueblo, aparentemente incapaz de velar por sus propios intereses, lo que le producía desasosiego.

No creo que sirva de mucho enumerarle a Oscar Martínez las irrefutables variables que demuestran el enorme daño que la presidencia de Mauricio Macri infligió sobre el tejido social de la Argentina. Tampoco creo que serviría de mucho mostrarle que Mauricio Macri no fue el fruto casual o el descuido de un momento en la historia de nuestro país, sino más bien la encarnación en el siglo XXI de un proyecto político (cívico-militar en su momento) basado, literalmente, en la construcción de una sociedad desigual y excluyente que asegure a las clases dominantes el funcionamiento de un aceitado mecanismo de acumulación de riqueza a costa de las grandes mayorías. Un proyecto político en el cual, los «dueños» de la patria, exigen del Estado un servicio exclusivo para sí mismos.

Nada de esto parece conmover a Martínez. Su odio «antiperonista», como el de muchos otros floridos representantes del honestismo nacional, lo ha convencido de que el problema del país son «ciertos argentinos» (muchos, la inmensa mayoría) que, atormentados por la miseria, los golpes de Estado, las masacres, las detenciones ilegales, las desapariciones, los ajustes estructurales, los corralitos, las devaluaciones, el endeudamientos y re-endeudamiento sistemático, la fuga de capitales, los programas reciclados de austeridad, la injusticia de la Justicia, la discriminación, la represión feroz, la arbitrariedad, los privilegios, etc., siguen anhelando un país más justo e igualitario. Esos argentinos, y no aquellos otros, los que se dicen «dueños de la patria», son, de acuerdo con la historia contada por Martínez, los culpables de ese fracaso tan sonado que es, según sus palabras, la Argentina.

¿Civilización o barbarie?

Pero, estos personajes ilustres tienen sus representantes políticos. No están solos. Tuvieron sus gobiernos, y hoy tienen en las Cámaras de representantes un número importante de diputados y senadores que hablan en su nombre. Tienen jueces y fiscales que les hacen el trabajo sucio en los tribunales, y una larga lista de periodistas que sirven en sus corporaciones mediáticas, preparados para mentir u ocultar la verdad cuando lo exijan las circunstancias.

Ahora bien, lo que no parece entender Oscar Martínez es que el pueblo llano, el que intenta protegerse ante la brutalidad del poder global y local, saqueador y genocida, también busca y encuentra a sus representantes, tan genuinos y legítimos como a quienes a él aplauden en sus performances, o halagan con sus críticas. De modo que su republicanismo acaba siendo tuerto. Tiene algo así como un «límite estomacal» que le impide aceptar a ese pueblo que lo interpela y lo hace estremecer cuando ejerce su voluntad de resistencia. Oscar Martínez, por lo tanto, no es un hombre solitario ofreciendo sus opiniones, sino más bien una suerte de ventrílocuo de los poderosos, escudado, eso sí, detrás de esa mascarada «cultural» tan usual entre las derechas locales.

La liberté enfin!

En simultáneo con las declaraciones de Martínez, Mauricio Macri estaba llegando a París, de turista o en fuga (quién sabe). Como otros héroes coloniales del pasado, como otros virreyes de nuestra historia, al aterrizar en el aeropuerto Charles De Gaulle, él tampoco pudo contener su emoción. Después de todo, por fin estaba a salvo: lejos de ese pueblo que no concita ya esperanza. Entusiasmado, exclamó a los periodistas una frase con este espíritu:

«¡Por fin un país civilizado! ¡Por fin la libertad!»

En el obelisco, mientras tanto, muchos ciudadanos del talante de Oscar Martínez se manifestaban con pancartas contra toda clase de cosas: la cuarentena, los ataques a la libertad de expresión, el avasallamiento contra el poder judicial, los ataques extraterrestres, George Soros, la próxima vacunación global contra el Covid-19, C5N, los bolsos de López, el aborto, las prisiones de los militares genocidas, y por sobre todas las cosas, Cristina Fernández (de Kirchner), la vicepresidenta de la Nación, considerada la encarnación misma del mal.

Así son las cosas: los Oscar Martínez comparten con los neonazis, los anarco-liberales y los declamadores de la división de poderes, el mismo odio antikirchnerista, antiperonista, antipopular, el mismo reclamo de mano dura, la misma pasión meritocrática creída de sí misma, el mismo moralismo hipócrita que en otros lugares del planeta están conduciendo, de manera aparentemente inexorable, a un nuevo ciclo de dominio neofascista. 

Pero no nos dejemos engañar. No serán los «progresista neoliberales» los que nos saquen de este atolladero. Aunque se revuelven ante los pésimos modales de tipos como Bolsonaro o Trump, secretamente los celebran. Después de todo, son criaturas salidas de su propio costillar.

En definitiva, la «República» mayúscula que reclaman puede ser muchas cosas interesantes, pero no es LA solución que estamos buscando para enfrentar los problemas que tenemos delante si no llevamos a cabo las transformaciones estructurales en el orden de nuestras relaciones sociales que superen o al menos contengan los efectos devastadores que genera la lógica inherente que impone el capital sobre todos nosotros. Como mucho, será una decoración más acorde para nuestro funeral.

Esas transformaciones no caerán del cielo. Habrá que salir a buscarlas.

SEGUNDA OLA


Introducción

Escribí el presente artículo pensando en la «nueva normalidad» que estábamos intentando construir cuando finalizó en Europa la primera ola de contagios.

Creo que es muy importante, pese a la enormidad y la excepcionalidad que supone la amenaza de la pandemia, no fetichizarla. La pandemia no es la causa última de la crisis planetaria que hoy enfrentamos, sino un elemento que, como un significante vacío, parece contener todas las crisis.

El texto está dividido en tres partes:

1. En la primera parte, titulada «Regreso al mundo feliz», en alusión a la novela de Huxley, me refiero precisamente a la pandemia en relación con la crisis planetaria del capitalismo neoliberal, una crisis que algunos autores como William I. Robinson han llamado «una crisis de la humanidad». De modo que el «mundo feliz» al que pretendemos regresar no es otro que el de la violencia, la exclusión y la degradación medioambiental.

2. En la segunda parte, titulada «Comer, rezar, amar», que hace referencia a la película de 2016, dirigida por Ryan Murphy y protagonizada por Julia Roberts, abordo, brevemente, la cuestión del gnosticismo y de la «orientalización» de nuestra cultura en términos críticos, especialmente, la tentación de fabricar un refugio interior en clave narcisista (un «palacio de cristal»).

3. En la tercera parte, titulada «Ciudad de cristal», que hace referencia a la primera historia narrada por Paul Auster en Trilogía de Nueva York, lo que me interesa es la verdad. Mi crítica está dirigida al posmodernismo y al neoliberalismo, que yo considero las dos caras de la embestida nihilista en el ámbito de la cultura y la economía-política. A partir de ahí, abogo por un regreso a versiones fuertes de realismo, con el fin de enfrentar la multiplicación ad Infinitum de relatos ex-carnados que acaban siendo serviles a los proyectos de explotación, expropiación y dominación.
 
 
Nueva visita al «mundo feliz»

En España volvieron los contagios…

Después de la nerviosa alegría que supuso para algunos salir del confinamiento, regresa el temor al contagio y el desconcierto ante un futuro que vuelve a oscurecerse. Es difícil discernir lo que nos espera, y la redención que la ciencia promete con una pócima universal que nos proteja del virus, ahora sabemos, se hará esperar. 

El mundo está en crisis… 

Pero en río revuelto, ganancia de pescadores. No es cierto que la pandemia nos haya afectado a todos del mismo modo. Wall Street y Sillicon Valley se llevan la palma, mientras los jugadores de la economía fósil se enfrentan a un cambio tecnológico que no los hará desaparecer, pero los convertirá en representantes de un modelo superado, que convivirá «felizmente» con la economía basada en la nueva tecnología robótica y verde, como los talleres o fábricas del siglo XIX que funcionan en Bangladesh o México, conviven con la tecnología «inteligente» con la cual se gestiona la comercialización global de los productos manufacturados con población cuasi-esclava.

Es un error, sin embargo, considerar que es el Covid-19 el que ha producido el descalabro. Evidentemente, ha acelerado el proceso, pero la crisis era ya un hecho incontestable antes de que se anunciara el confinamiento en Wuhan.

1. Crisis política y geopolítica que había desatado ya nuevas formas de violencia y reivindicaciones étnico-nacionalistas, religiosas y de otras índoles, amenazando las estructuras jurídico-políticas sobre las cuales se construyó el orden global. Crisis de legitimidad también de los estamentos supranacionales y su arquitectura de gobernanza global. Crisis que anunciaba en Siria, por ejemplo, o en la guerra comercial declarada en tiempos pre-pandémicos, el peligro de una nueva conflagración bélica mundial. (Y un buen día, volvimos a hablar, como ocurría en plena Guerra fría, de la amenaza atómica, nuclear). 

2. Crisis social, económica y financiera. Evidenciada en la creciente desigualdad que autores como Piketty o Streeck han descrito de manera detallada y elocuente. No se trata ya de pensar el fenómeno de la pobreza y la exclusión, sino de algo más ominoso, peligroso, desafiante para nuestros ideales genuinamente democráticos: las corporaciones globales, dotadas de un poder divino, que convierten a los Estados en pigmeos intentando contener a Gulliver. Estados finalmente rendidos a las prerrogativas de esas corporaciones globales que marcan la agenda planetaria, imponiendo sus condiciones para facilitar y acelerar sus procesos de acumulación, extendiendo sus tentáculos hasta convertir en indiscernibles los límites de lo público y lo privado, lo común y lo apropiable, en una nueva fase de explotación y expropiación que profundiza las diferencias entre los superricos y los superpobres.

3. Crisis medioambiental. Evidenciada en la misma pandemia, que ha puesto de manifiesto que la apropiación sin límites del capital de todos los recursos económicos y no económicos con el fin de ponerlos al servicio exclusivo de la acumulación acaba disolviendo peligrosamente las fronteras entre la economía, la reproducción social, la política y la naturaleza, destruyendo con ello las condiciones mismas de posibilidad del propio capitalismo.

Es cierto, sin embargo, que estas crisis han acelerado su evolución con la pandemia, conduciéndonos a una situación de tremenda peligrosidad. La crisis de la economía real ha puesto en jaque al poder financiero que exige nuevos sacrificios para mantener en movimiento los ciclos de acumulación de capital ficticio. Como en el pasado, la recesión exige remedios extremos. La imposibilidad fáctica de avivar el consumo de bienes a través de las usuales fórmulas keynesianas diseñadas para estas lides, y ante lo inoportuno de otro ciclo de inversión en infraestructuras, la respuesta del cambio tecnológico ofrece algún respiro, pero la guerra parece la apuesta más fuerte del capital financiero para el futuro inmediato.

De este modo, vemos como, aquí y allá, lo que crece de manera desproporcionada e incomprensible para el público llano, es la inversión en armamentos. El mundo se prepara para la guerra. Es un hecho, y las tensiones con China y Rusia no auguran nada bueno.

Entre otras cosas, para los países periféricos, que parecen estar en la antesala de otra fase de expropiación neo-imperial que, en América Latina, toma forma aceleradamente en el imaginario de las derechas regionales, cada vez más engranadas con el discurso negacionista global, y cada vez más racistas y discriminadoras, los peligros parecen hacer sombra a la oportunidad de un cambio sustantivo.

Comer, rezar, amar

En medio de este terremoto planetario, la «gente» busca refugio en su interior. No es la primera vez. Como ocurrió durante el período de decadencia del imperio romano, los gnosticismos se multiplican, ahora provistos de un nuevo esoterismo cientificista que reclama de sus adherentes un respeto pontificial.

Obviamente, no son nuevas las ofertas religiosas y espirituales que se disputan en el mercado nuestras mentes. El neoliberalismo exigía una subjetivación a la medida de sus prerrogativas. Al empresario de sí mismo, al emprendedor perpetuo e incansable en el que transformó a todo trabajador, a la flexibilidad ilimitada que le impuso para poder extraer una plusvalía cada vez más grande con el fin de equilibrar la brutal competencia y la aceleración que impone el cambio tecnológico, había que ofrecerle una compensación interior que resultara inocua en términos políticos. Las nuevas espiritualidades y la cultura del cuidado de sí han estado a la altura de las necesidades del capital, especialmente en las sociedades centrales, hoy profundamente orientalizadas.

El nuevo sujeto aspira a «comer, rezar y amar», pero con un toque de narcisismo que garantiza el consumo de los productos espirituales a las élites privilegiadas y a las clases medias acomodadas, sin producir efectos colaterales: «culpa» o responsabilidad ante la catástrofe que nos enfrenta. 

En la película de 2016, dirigida por Ryan Murphy, y protagonizada por Julia Roberts, titulada en España Come, reza, ama, y en América Latina Comer, rezar, amar, el personaje central, Elizabeth Gilbert, la autora del best-seller en el que se basó la película, cuenta la historia de su despertar espiritual.

Dice Wikipedia: «Elizabeth Gilbert (Julia Roberts) tenía un esposo, una casa preciosa y una exitosa carrera profesional. Pero, un día se preguntó qué deseaba realmente en su vida y decidió dejarlo todo para viajar durante un año. Y así fue como comió en Italia, rezó en India y amó en Indonesia».

Hete aquí el misterio de la existencia humana que tiene para revelarnos Hollywood. Lo importante: (1) el cuidado material al que se refiere el «comer» del título se reduce a pasearse comiendo platos italianos rodeado de amigotes de viaje que nos enseñan a distinguir un buen vino o una buena mozzarella de una menos buena; (2) el «rezar» que lo acompaña se reduce a practicar en un ashram indio una meditación anodina, mirándose el ombligo, con el fin de acceder al «palacio interior» donde el yo encontrará su deleite, y pasar el resto de la jornada lloriqueando y haciendo penitencia por los pecados amorosos del pasado: y (3) el «amor» con el que cierra el ciclo se reduce a un buen contrato sin compromisos en Bali con un divorciado de nuestra misma clase y recursos.

La ciudad de cristal

En «City of Glass», la primera historia narrada por Paul Auster en Trilogy of New York, nos encontramos con una filosofía de lo residual a la que vale la pena volver a echarle un ojo.

En uno de sus encuentros con Quinn (el escritor de novelas de detectives), Peter Stillman Sr. le cuenta el trabajo que está realizando del siguiente modo:

«¿Qué ocurre cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Es aún la cosa, o se ha vuelto algo diferente? Cuando destripas la tela de un paraguas, ¿sigue el paraguas siendo un paraguas? Lo abres, te lo pones sobre la cabeza, caminas hacia la lluvia, y te empapas. ¿Es posible seguir llamando a este objeto un paraguas? En general, eso es lo que hace la gente. Llega hasta el punto de decir que el paraguas está roto. Para mí este es un serio error, el origen de todos nuestros problemas. Porque, debido a que no puede ya seguir realizando su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas. Puede parecer un paraguas, puede que haya sido antes un paraguas, pero ahora se ha transformado en algo diferente. La palabra, sin embargo, permanece igual. Por lo tanto, no puede seguir expresando a la cosa. Es imprecisa; es falsa; oculta la cosa que supone tiene que revelar. Y si no podemos siquiera nombrar un objeto común, cotidiano que sostenemos en nuestras manos, ¿cómo esperamos hablar de cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que empecemos a encarnar la noción de cambio en las palabras que usamos, continuaremos estando perdidos».

Según Stillman, entonces, su tarea consistía en crear un nuevo lenguaje, inventar nombres para todo lo que estaba roto en la «ciudad de cristal» (New York), una ciudad abyecta y desesperada, caótica, habitada por gente rota, cosas rotas, pensamientos rotos. Un mundo que se había convertido en pilas y pilas de basura. Para ello debía recoger los fragmentos aparentemente inservibles, desperdigados en la ciudad, con el propósito de darles un nuevo sentido, bautizándolos con nombres que le otorgasen una nueva función.

La ciudad descrita por Stillman se asemeja mucho a nuestro mundo, y la tarea que él mismo se autoimpuso nos dice algo del desafío que tenemos por delante. Vivimos en un mundo roto, habitado por gente rota, cosas rotas, pensamientos rotos. Un mundo donde impera la injusticia y la violencia, un mundo de explotación sistemática, expropiación y dominación. Un mundo donde la desesperación que produce la miseria, contrasta con el narcisismo de una plutocracia indiferente. Un mundo donde las palabras que usamos para decir las cosas, han dejado de servirnos.

Aunque es cierto que la pandemia ha puesto de manifiesto la incongruencia entre las palabras y las cosas, a ese proceso de devaluación ha contribuido principalmente en nuestra época el capitalismo financiarizado y su contracara cultural, posmoderna.

El neoliberalismo y el posmodernismo destruyeron el sentido del dinero y las palabras. Pervirtiendo todos los significados, hurtando el sentido de nuestros bienes comunes, transvaluando todos los valores.

En este contexto, no resulta sorprendente lo que ocurre con el orden institucional de nuestro sistema de relaciones sociales. Muy especialmente con la justicia y la prensa que se hace llamar «libre». Las «fake news» y las operaciones judiciales y mediáticas son, en el ámbito de la cultura, lo que la especulación financiera es en la economía. Al perder el contacto con la realidad concreta, al desarraigarse enteramente de la experiencia fáctica, del dato objetivo, las palabras pueden multiplicarse hasta el infinito sin tener que rendir cuentas a nadie sobre su verdad, de modo semejante al cual el capital financiero puede multiplicarse hasta el infinito, sin necesidad de crear un solo gramo de riqueza genuina.

Para acabar con el neoliberalismo tenemos que acabar con el posmodernismo. Y para ello debemos recuperar, con todas las precauciones que exige el caso, una versión fuerte de la verdad, que no necesita ser sustantiva, pero que exige exponerse a una validación semejante a la que impuso el patrón oro al dinero antes de que comenzara el ensueño prometeico de los popes del capitalismo financiero y sus aliados posmodernos foucaultianos y derridianos.

Conclusión

La pandemia nos ha obligado a enfrentarnos cara-a-cara con las contradicciones inherentes de nuestro sistema de relaciones sociales injustas. La respuesta no puede ser un regreso nostálgico a un pasado «feliz» que nunca existió, ni la fabricación egotista de un «palacio interior», como nos proponen los gnosticismos en boga. 

Necesitamos recoger los fragmentos de la realidad rota que ha visibilizado la pandemia, darles nombre a los residuos del orden vigente, y empezar a imaginar e instituir otro mundo posible. De eso se trata la política revolucionaria que exige el avance inescrupuloso de las políticas del miedo.

MEDITANDO LA PANDEMIA


Introducción

 

En esta cuarta y última entrega sobre la meditación, redactada especialmente para los participantes del seminario que estamos impartiendo virtualmente, comenzaré refiriéndome, una vez más, a las extraordinarias circunstancias que estamos viviendo, intentando echar luz sobre el pasado para entender cómo hemos llegado adonde estamos, y los futuros alternativos que podemos realizar. 

 

Después de todo, de eso se trata en última instancia el budismo, como cualquier otra tradición filosófica o espiritual: explicar nuestra condición presente de manera convincente, y dar cuenta de lo que podemos esperar. En el caso del budismo, el concepto clave es la noción de karma, que no es otra cosa que la ley de la causalidad. Los fenómenos, las circunstancias en nuestras vidas, el mundo en el que nos toca vivir, y el futuro que nos espera, individual y colectivamente, no es el resultado azaroso de una combinatoria caprichosa de eventos. El mundo en el que vivimos es el resultado de causas y condiciones cuya lógica se juzga ineluctable. 

 

Karma quiere decir acción. Eso significa, de acuerdo con el budismo (y también para el cristianismo) que son nuestras propias acciones individuales y/o colectivas, informadas éstas por nuestras intenciones, articuladas a la luz de nuestras visiones del bien (nuestras concepciones acerca de lo bueno, lo justo, lo significativo, y lo que se le opone), las que conducen a resultados que valoramos positivamente, o lo contrario. 

 

Por lo tanto, hay tres elementos que debemos tomar en consideración para juzgar la cualidad ética de una acción. 

 

Lo primero es el horizonte u orden moral en el cual nos movemos. O, para decirlo de otro modo: el escenario moral que habitamos. ¿Qué es bueno en nuestro «universo moral»? ¿Cuáles son las visiones del bien que informan el sentido moral en nuestras vidas? ¿Qué es lo que consideramos que hace una vida buena? 

 

Un individuo puede creer que una vida significativa consiste en lograr poder, riqueza, placer y reconocimiento. Otra persona considera que una vida es genuinamente significativa cuando está subsumida u organizada bajo principios de justicia y amor.

 

Llegado el caso, la persona que ha puesto entre sus bienes más preciados el poder, la riqueza, el placer y el reconocimiento, puede acabar renunciado a los principios de justicia y amor para lograr su propósito, mientras que la persona que organiza su vida en función de la visión de justicia y amor, puede renunciar a los anteriores para estar en acuerdo consigo misma. 

 

De igual modo, cuando el primer individuo pierde su influencia, o se encuentra con una riqueza mayor a la suya propia, o descubre que sus sentidos ya no le proporcionan el placer que deseaba debido a la enfermedad, la vejez o el hastío, o ya no concita el respeto que antaño le prodigaban sus pares, no solo descubrirá que su satisfacción ha sido coartada, sino que el sentido mismo de su vida estará puesto en cuestión. 

 

En cambio, para el segundo individuo, aún cuando su existencia pueda estar marcada por el infortunio, el sentido de su vida no estará determinado enteramente por esas circunstancias, porque este está basado en un ideal moral que convierte todos esos otros bienes en secundarios, hasta el punto de que el individuo renunciará a ellos si, para lograrlos, debe traicionar sus principios morales.  

 

Esto nos lleva al segundo elemento que tenemos que tener en cuenta para entender nuestras acciones. En los casos concretos, podemos comenzar preguntándonos si las intenciones que informan nuestra actuación coinciden o están alineados con las visiones del bien que orientan nuestras vidas. O hasta qué punto están en coincidencia con estas visiones. O si, por el contrario, estamos traicionando nuestros principios, u olvidando lo que consideramos genuinamente bueno y justo, con el fin, quizá, de satisfacer un deseo pasajero, o protegernos de un temor.  

 

Es muy importante ser claros con nosotros mismos. Las visiones del bien que informan nuestras vidas suelen ser muy demandantes. Seguir la voluntad de Dios, respetar principios universales, organizar nuestra vida racionalmente, defender la libertad, igualdad y fraternidad, liberarnos de la ignorancia y las emociones negativas, o actuar para el beneficio de todos los seres, no son logros que se encuentran a la vuelta de la esquina. 

 

Incluso si deseamos pasar enteramente de las reglas morales y vivir exclusivamente en función de nuestros deseos y temores, la tarea no será fácil. Abocados exclusivamente a satisfacernos y a protegernos, habiendo renunciado enteramente al bien y a la justicia en cualquiera de las versiones disponibles, no podemos exigírselas a nuestros congéneres (excepto de manera hipócrita). Ni siquiera a quienes comparten con nosotros su intimidad. 

 

Ahora bien, si nos comprometemos genuinamente con algún principio moral rápidamente descubrimos que son muchas las ocasiones en las que no estamos enteramente a la altura de los bienes morales que anhelamos encarnar, que nuestras intenciones no se condicen con nuestros más profundos anhelos, pero que las pulsiones, las emociones negativas, los hábitos destructivos arraigados en nuestro comportamiento, tienen una fuerza aparentemente irresistible. 

 

¿Qué hacer entonces? ¿Reconocer nuestras limitaciones y seguir trabajando para acercarnos a nuestro ideal moral, o cambiar nuestros ideales morales para que se acomoden a nuestras pulsiones, emociones negativas y hábitos destructivos para evitar la incomodidad o el malestar que supone no estar a la altura de esos ideales?

 

En una sociedad emotivista, cuyo objetivo es el bienestar psicológico superficial de los individuos y la satisfacción frívola de todos sus deseos, incluidos aquellos que no son conducentes al bienestar psicológico profundo que anhelan, la opción más efectiva es cambiar los ideales para evitarnos ese malestar. ¡Extirpemos la culpa de nuestras vidas! 

 

Si llamamos «culpa» a la respuesta patológica, obsesiva y autoflagelante que surge a raíz del conflicto de no haber hecho lo que uno creía que debía hacer, la culpa no tiene sentido. No necesitamos una respuesta patológica, obsesiva y autoflagelante. 

 

Pero si la culpa significa que uno no se siente cómodo por haber hecho algo que esperaba no hacer debido a que consideraba esa acción como contradictoria con su visión del bien, entonces no veo de qué modo, si queremos ser personas adultas (es decir, responsables), podamos prescindir enteramente del sentimiento de culpa. Yo iría un paso más allá, y me preguntaría si es deseable la extirpación de la culpa enteramente.

 

Es curioso lo que ocurre en nuestras sociedades actualmente. Analizar el lugar que ocupa la culpa en nuestras vidas resulta muy ilustrativo y nos permite radiografiar el ethos, o carácter de nuestra sociedad, de manera muy sugerente y afinada. 

 

Por un lado, el mandato consiste en no sentirnos culpables por entregarnos a nuestros deseos y actuar en función de nuestros temores más primitivos. El consumismo se ha convertido en el motor privilegiado de nuestra economía, y las reacciones de aversión social crecen proporcionalmente al temor que infunde nuestra precariedad generalizada. Se nos pide que no tengamos miramientos ni segundos pensamientos a la hora de satisfacer nuestros deseos y que no pidamos disculpas por nuestras brutales respuestas de aversión. Sin embargo, no solo tenemos derecho a ser felices y a no sufrir, sino que estamos obligados a ello. 

 

Al mismo tiempo, se nos ofrecen patrones de comportamiento y modelos de identidad que resultan tan demandantes como los bienes morales tradicionales. La importancia de tener una apariencia corporal atlética se ha vuelto tan demandante que hay una explosión enloquecida de actividad deportiva que linda con la demencia. 

 

Esta obsesión por mantener el cuerpo a tono y la apariencia en los estándares establecidos se acompaña con un conjunto de prohibiciones que conducen a un compromiso con la pureza que se refleja en nuevas dietas y hábitos alimenticios que, sin ser en sí mismos criticables, conducen a toda clase de patologías psicológicas y espirituales de las que hablaremos más abajo.

 

En el mundo del trabajo, nuestros portfolios personales no son menos demandantes. La actividad frenética dirigida a posicionarnos en un mercado cada vez más competitivo e inescrupuloso nos obliga a reinventarnos continuamente, acumulando conocimientos y experiencias, e incluso subsumiendo nuestros hobbies y vivencias individuales a la utilidad que las mismas pueden tener en el mercado laboral en el cual nos mercantilizamos.  

 

El mercado capitalista puede resultar tan exigente como cualquier otro fundamentalismo. Y de igual modo que ocurre con las sociedades tradicionales, su totalitarismo está basado en la ubicuidad de sus criterios morales. Si echamos un vistazo a las iglesias, las organizaciones religiosas, o las universidades, para poner solo unos pocos ejemplos, lo primero que llama la atención en sus organigramas es que la gestión administrativa y financiera ocupa un lugar más relevante que el que ocupan los sacerdotes, los monjes, docentes y profesores. A estos últimos se los pueden mantener en la más grosera precariedad, mientras que los gestores son recompensados con salarios competitivos y mayor estabilidad. Los directores de las organizaciones religiosas entienden y se refieren a sus actividades como las de un CEO, y la cadena de decisiones se establece con la misma jerarquización y arbitrariedad que asumen las organizaciones corporativas. 

 

En estos contextos, lo que se valora, una vez más, son los portfolios competitivos, efectivos en el valor mensurable en términos productivos, incluso si esos portfolios son manufacturados de espaldas o en abstención de cualquier criterio de moralidad, incluso los que estas organizaciones dicen promover explícitamente y para las cuales han sido constituidas. 

 

El tercer elemento a tener en cuenta son las consecuencias de nuestras acciones. Vivimos en una sociedad que parece negarse sistemáticamente a evaluar el presente en función del pasado en el cual la actualidad echa sus raíces. 

 

La historia sirve para entender quienes somos, por la sencilla razón de que nos obliga a reconocer los procesos causales que configuran la realidad presente. Para el budismo, como para otras doctrinas filosóficas y religiosas, somos efectos de nuestro pasado, y nuestras acciones presentes nos proyectan al futuro determinándolo. Nuestras acciones definen nuestra identidad, definen nuestro futuro, al tiempo que clausuran o descartan otras alternativas potenciales que nuestras decisiones han dejado de lado. 

 

Sin embargo, no queremos saber por qué razón sufrimos individual y colectivamente. La sociedad, infantilizada, se niega a reconocer la parte de responsabilidad que le corresponde cuando surgen problemas. 

 

Las catástrofes colectivas parecen maldiciones divinas. Parecen caídas del cielo. Cuando se intentan contextualizar los problemas, la respuesta ciudadana es de hartazgo e impaciencia. Se exigen soluciones técnicas, no políticas. Esta despolitización está estrechamente conectada con la deshistorización sistemática. Vivimos en un estado de negación permanente. 

 

En las sociedades contemporáneas, nadie puede excusarse afirmando que no está informado. Si hay algo que caracteriza nuestra cultura es la completa transparencia que supone el mundo digital al que estamos prácticamente todos conectados. Tenemos información suficiente para saber de dónde vienen los problemas. Sin embargo, necesitamos un elemento más que no es fácil de adquirir. Se trata de cultivar el interés y la voluntad de prestar atención a las causas inmediatas y últimas de los problemas que enfrentamos. Si los medios masivos de comunicación y las redes sociales nos engañan es, en parte, porque deseamos ser engañados. 

 

Pensemos en la lógica subyacente de la publicidad. No se trata de engañar al posible consumidor, sino de entrar en una cierta complicidad con él. Ambos sabemos que la fotografía y el eslogan utilizado para promocionar la mercancía no se corresponde a la realidad. Lo sabe el publicista que diseña la campaña, y lo sabe el comprador del producto que accede a jugar con el publicista para participar en el juego del consumo. Eso que es válido para el consumo de mercancías, es también válido para la política y el mundo de las ideas y la cultura. 

 

La pandemia ha acabado convirtiéndose en un ensayo extraordinariamente sugerente en este sentido. No solo al comienzo de la catástrofe, cuando el establishment se negaba a aceptar la evidencia de su expansión trepidante, sino en cada uno de sus estadios. 

 

Día tras día, fuimos impiadosamente manipulados por los poderes en pugna, bombardeados con información contradictoria, hasta el punto que, llegados adonde estamos, la población ha tirado literalmente la toalla. No sabemos exactamente lo que está ocurriendo y, en parte, ya no nos interesa saberlo, porque la cacofonía de mensajes contradictorios ha logrado penetrar nuestro sistema de evaluación, convirtiendo todas las interpretaciones en irrelevantes. 

 

Lo que queda, para la mayoría de la población, es el alineamiento emotivista y partidista, la arbitraria anuencia a una u otra posición en el debate, y los hechos consumados, que acaban transformando nuestra libertad en una ilusión, al obligarnos a actuar como una manada. 

 

Aprender a meditar en tiempos de pandemia

 

Lo que al comienzo parecía una oportunidad para transformar nuestro mundo, convirtiéndolo en un lugar más amable y justo, no solo para los seres humanos, sino también para otros seres que lo habitan, ha ido convirtiéndose en la revelación de un destino cada vez más ominoso. 

 

El momento actual es especialmente peligroso. Mientras en algunas sociedades europeas la población vuelve a las calles para recuperar la «libertad» confinada durante tantos meses, la Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que nos encontramos a las puertas de una nueva ola de contagios. La transmisión del virus se acelera.

 

En otras latitudes hay líderes políticos, como Trump o Bolsonaro, que hacen oídos sordos frente a las advertencias, con el fin de mantener en funcionamiento la maquinaria capitalista, pase lo que pase. Las víctimas mortales se multiplican, los contagios crecen en forma exponencial, poniendo en riesgo a la totalidad de la población mundial. 

 

En otros países, los gobiernos se esmeran en contener la transmisión, pero el esfuerzo parece inútil sino consensuamos una política global que garantice una coordinación adecuada de las acciones de prevención, y una repartición equitativa de los recursos. Recordemos que, durante el pico de la pandemia, incluso dentro de la Unión Europea, nos enteramos de las estrategias arbitrarias y traicioneras para proveerse cada Estado con los insumos y la tecnología necesaria, incluso a desmedro de sus socios comunitarios. 

 

Por otro lado, además de la descoordinación e ineficiencia en la gestión de la crisis, y la competencia inescrupulosa y poco solidaria de los gobiernos, hemos sabido de decisiones sistemáticas por parte de los responsables políticos que vulneraron los derechos fundamentales de los ciudadanos. Desde Suecia hasta España, pasando por Gran Bretaña, Países Bajos, Francia o Italia, mientras los voceros escenificaban sus informes y lanzaban mensajes emocionales a la población para mantener el ánimo elevado, los gestores diseñaban e incluso implementaban en algunas instancias estrategias de contingencia que flagrantemente violaban los derechos humanos de varios colectivos, especialmente, ancianos y otros grupos vulnerables. Como señalaba un buen amigo hace unos días, el caso de las residencias en España (que involucra especialmente a los gobiernos autonómicos de Madrid y Catalunya) exigirá una suerte de Tribunal de Núremberg en un futuro próximo. 

 

Además, hemos descubierto que una porción nada desdeñable de la ciudadanía de los países avanzados defiende abiertamente estrategias de darwinismo social, especialmente en aquellos sectores privilegiados que no están obligados a lidiar en primera línea con el peligro de contagio. 

 

En su momento argumenté que la crisis humanitaria desencadenada por el Covid-19 desnudaba, entre otras cosas, una pugna inter-capitalista, protagonizada por los sectores dependientes de la economía fósil, y los sectores basados en la llamada economía verde y cognitiva. Por supuesto, la caracterización fue una burda simplificación que no era más que un bosquejo cartográfico para pensar las tensiones que la pandemia había puesto al descubierto. 

 

Para ilustrarlo comenté a varios amigos lo emblemático de la batalla mediática entre Donald Trump y Bill Gates. Como es sabido, Trump acusaba a la OMS de estar al servicio de China, con quien había mantenido una guerra comercial y una seguidilla de escarceos beligerantes en torno a la tecnología 5G antes de que se desatara la pandemia. En ese contexto, Trump decidió retirarle el apoyo a la Organización Mundial de la Salud en plena crisis, lo cual implicaba un duro golpe. Veinticuatro horas después, el matrimonio Gates anunció que ellos se harían cargo de la cuenta y las propinas correspondientes. 

 

Este rifirrafe entre el personaje Trump, asociado a la economía fósil y al negacionismo medioambiental, y Gates, asociado en nuestro imaginario a la cultura de Sillicon Valley y la economía verde, me llamó la atención. Pero como dije en su momento, nada sería más desencaminado que adjudicar a alguno de estos personajes una autoridad moral, como la que pretende encarnar Gates, y que buena parte de la prensa progresista parece concederle ante las expresiones de fobia irrefrenables del actual residente de la Casa Blanca. 

 

Como señala el filósofo esloveno Slavoj Zizek, la desintegración del modelo de capitalismo global que estamos presenciando no es más que otra escena en un proceso de incesante mutación que nos está conduciendo a un nuevo esquema de relaciones sociales de dominación. Mi propósito en esta entrada no es analizar esta mutación, ni explicar las contradicciones inherentes que han conducido a esta situación, sino llamar la atención del marco estructural donde se están produciendo ciertas mutaciones culturales destacables, entre las que se encuentra el auge de ciertas prácticas originadas en doctrinas budistas y gnósticas que, curiosamente, parecen confluir con estas transformaciones estructurales que estamos viviendo. 

 

Pero antes de entrar de lleno en esta discusión, quisiera introducir la interpretación del pensador esloveno, que en parte coincide con mi propia interpretación de la crisis y puede ayudarnos a contextualizar mi reflexión sobre las nuevas prácticas de subjetivación que nos propone el modernismo budista y otras semejantes. 

 

En una entrevista que concedió a la cadena de noticias Russia Today (RT), Zizek comenzó explicando que la pandemia del Covid-19 no debía interpretarse exclusivamente como una crisis sanitaria, sino más bien política, y en un sentido sustantivo. Ante lo que nos encontramos, nos decía Zizek, es ante el despliegue de «mundos alternativos» que el poder nos ofrece como respuesta a la crisis que estamos viviendo. De manera muy semejante a lo que vengo argumentando de un tiempo a esta parte, Zizek señala que existen dos modelos aparentemente en disputa a los que tenemos que prestar atención. 

 

Por un lado, efectivamente, el que nos proponen personajes como Trump o Bolsonaro, que encarnan al capitalismo en su expresión «bárbara». Como decíamos más arriba, la máquina capitalista de producción, distribución y realización del capital no debe detenerse, y para ello debemos estar preparados a hacer lo que sea necesario y sacrificar a quien sea para lograrlo. Aquí no cabe sorpresa alguna. La sociedad estadounidense está acostumbrada a este tipo de ideario. Después de todo, enviar a «nuestros muchachos» a la guerra no es una práctica inusual del Imperio. Y como señaló explícitamente en su momento el gobernador de Texas refiriéndose a los mayores de 65 años, estos deberían estar preparados para sacrificarse por la patria (mantener la economía en funcionamiento para el bienestar de los más jóvenes). 

 

Frente a este barbarismo inescrupuloso, la alternativa progresista es crear «burbujas de protección», un futuro de distanciamiento social que Arundhati Roy ha denunciado como una vuelta de tuerca del sistema de castas que rige en su país, pero también una evidencia de la nueva lucha de clases que se impone en las sociedades liberales. 

 

Son muchos los que han llamado la atención sobre la lógica subyacente del confinamiento. La consigna es protegernos para proteger, quedarse en casa, guardar la distancia social. Sin embargo, el problema es que alguien debe estar fuera para que nuestro aislamiento sea sostenible. Un ejército de cuidadores debe exponerse al contagio para que otros puedan garantizar un aislamiento higiénico. David Harvey es uno de los pensadores que ha identificado este aspecto de la pandemia. Hay un «otro», hasta ahora invisible, que el Covid-19 ha puesto al descubierto. Ese otro está compuesto por el conjunto de asalariados, la mayor parte de ellos precarizados e incluso inmigrantes, que garantizan nuestra provisión de alimentos, salud y servicios básicos. 

 

Es evidente que no podemos volver al pasado, ni estamos preparados en este momento para manufacturar una «nueva normalidad». Y la razón de esta imposibilidad es que no hay soluciones posibles a la vista para los problemas que enfrentamos. En cualquier caso, si las hubiera, esas soluciones deberán pasar por una reorganización total de nuestras vidas. 

 

1.     En primer lugar, porque el Covid-19, como señala la OMS, no ha dicho su última palabra, la transmisión se acelera, las mutaciones del virus siguen siendo amenazantes, no hay una vacuna en el horizonte, y su distribución no está aún decidida. 

2.     En segundo término, porque el Covid-19 ha sido solo una suerte de ensayo, largamente anticipado, que nos ha permitido medir el tamaño de las catástrofes de todo tipo que se asoman en el horizonte. 

3.     En tercer lugar, porque entre esas catástrofes que nos acechan, algunas son inminentes, como las hambrunas que empiezan a dibujar su sombra sobre el planeta. La producción y la distribución de alimentos no están garantizadas. Mucho menos con el actual modelo de relaciones sociales que concede a las grandes corporaciones un poder prácticamente absoluto en este rubro. Como el propio Zizek señala, mientras en Argentina la ciudadanía alienada se manifiesta contra la expropiación de la única cerealera de capital nacional que puede garantizar cierto control de los recursos alimentarios de la población, China y otros Estados poderosos están comprando enormes cantidades de alimentos como reserva para una posible extensión del confinamiento en los próximos años. Si alguien tiene dudas acerca de ello debería echar un vistazo al comportamiento de los Estados poderosos a la hora de garantizarse el acceso a los recursos e insumos necesarios para enfrentar la pandemia. Un ejemplo en plena crisis fue el que protagonizaron Alemania e Italia. En el momento más dramático de la cuarentena, cuando miles de italianos se morían diariamente, el gobierno alemán «confiscó» el material sanitario chino que se dirigía a Italia a través de Alemania, ofreciendo a las compañías chinas, que ya tenían comprometido el pedido, un precio superior para garantizar su reserva. 

4.     Finalmente, el descontento social y la creciente dificultad de garantizar la salud mental de la población en un momento de lacerante incertidumbre y miedo. Las grandes corporaciones nos invitan a que nos preparemos para un profundo cambio cultural. Quienes puedan, nos dicen, quédense en casa, eviten los contactos, reorganicen sus vidas de modo que podamos superar los problemas que enfrentamos. De paso, nos alientan a que aprovechemos el momento para cambiar nuestras perspectivas y habitos. Apostemos a la introspección, a curar nuestras emociones, a remodelar nuestra vida cotidiana para disfrutar de la nueva «simplicidad» hogareña tecnológicamente asistida que, eso si, exige un cambio radical en nuestra manera de lidiar con nuestras mentes. Mientras tanto, como ya hemos dicho, otra parte de la población se enfrenta diariamente a la posibilidad de contagio en el exterior, abriendo un nuevo abismo, esta vez entre quienes viven en la nueva «sociedad invernadero», como la llama Ricardo Forster, recordando tal vez la imaginación de Elysium, y la exterioridad contaminada. De este modo, solo una mirada superficial puede hacernos creer que los modelos alternativos descritos por Zizek son contradictorios (uno u otro). Sabemos que no es así. Muy por el contrario, son perfectamente complementarios. La economía promovida por las grandes corporaciones de la tecnología digital y la nueva economía verde que promueven, exige que miles de millones de individuos, sociedades enteras, permanezcan en los modelos de explotación industrial basada en la economía fósil para poder avanzar hacia la supuesta transición ecológicamente sustentable. 

 

Para enfrentar todos estos desafíos necesitamos recuperar la soberanía estatal, al tiempo que promovemos nuevos acuerdos internacionales globales que nos permitan poner freno a las prerrogativas que las corporaciones han logrado durante los cuarenta años de hegemonía neoliberal. 

 

Hay buenas razones para no dejar en manos privadas la gestión de la crisis. Para empezar, la experiencia europea ha dado muestras suficientes de las limitaciones que tiene el capital privado en estas circunstancias. Por otro lado, si el Covid-19, como señala Bruno Latour, no es más que un ensayo de las catástrofes que se avecinan, hemos de asumir que, pese a la enorme cantidad de información a nuestra disposición respecto a la actual pandemia, la lógica del mercado impuesta a los Estados no fue adecuada para enfrentarnos a ella. Por lo tanto, como venimos defendiendo, es imperativo garantizar el acceso a la salud, la alimentación, los servicios básicos e información, eludiendo el control por parte de las agencias de seguridad y las corporaciones, capaces de poner en jaque a las poblaciones despojándolas de los recursos para su supervivencia. 

 

El segundo aspecto que debemos tener en cuenta es que la enfermedad y el hambre nos enfrentarán en el futuro próximo a una «pandemia de violencia» en las sociedades periféricas. La perspectiva de mantener a un segmento de la población en confinamiento en sus burbujas digitales, al tiempo que las grandes mayorías se ven expuestas a una situación de incertidumbre creciente y abandono, puede dar lugar a una desintegración paulatina, o quizá explosiva, del espacio social, regresándonos a una época de barbarismo. 

 

En vista de todo esto, la idea de que la cultura de la nueva era y el budismo modernista nos ofrecen instrumentos apropiados para enfrentar psicológica y espiritualmente la crisis, resulta, cuanto menos, desencaminada o miope, especialmente si pensamos en las coordenadas habituales a partir de las cuales se interpretan todas las prácticas de subjetivación asociadas a estas tradiciones híbridas. 

 

Soy de los que creen, sin embargo, que el asunto es aún más delicado de lo que suponemos. En su actual formulación, las prácticas de subjetivación que nos ofrecen estas tradiciones de gnosticismo oriental resultan claramente contraproducentes. En general, estas prácticas sirven para enfrentarnos a nuestras ansiedades amurallándonos psicológica y espiritualmente. 

 

Desde esta perspectiva, prácticas como la meditación o como el yoga se convierten en formas de subjetivación que acentúan el atrincheramiento social. Yo las denomino, en su actual formulación, «prácticas de barrio cerrado», en referencia al extendido fenómeno de auto-confinamiento, previo a la pandemia, que ya encontrábamos naturalizado desde la década de 1990, en países como Argentina, que escenifican en su urbanización diseñada para garantizar la seguridad y la segmentación y apartheid social la brutal desigualdad que caracteriza a estas sociedades.

 

En este contexto, estas prácticas acaban siendo una expresión de alienación por parte de sus practicantes. Parece que no queremos estar en contacto con el entorno-mundo que nos envuelve, con su fealdad, violencia y pobreza generalizada, como si ese entorno-mundo fuera del todo ajeno a nosotros, un accidente del cual podemos abstraernos, excluyéndolo de nuestro imaginario a través de ejercicios espirituales o de cuidado de sí. Puede, incluso, que la práctica permita que convivan en el sujeto, por un lado, el desprecio y la aversión hacia el otro que la sociedad ejemplariza con el mal, la violencia, la delincuencia y la oscuridad, al tiempo que cultivamos en nuestra ficticia «interioridad» una luminosidad y una transparencia de diseño con la cual nos identificamos. Aquí la meditación y otras prácticas complementarias parecen estar al servicio de la fabricación de un mundo alternativo que nos permite eludir la confrontación con la precariedad, la desesperación y la miseria que nos rodea. 

 

En este sentido, aunque dependemos de esos otros que nos sirven, nos proveen y nos cuidan, al cosificarlos, podemos minimizar o volver invisibles sus presencias, y mediante la gestión inteligente de esos servicios, generalmente monitorizados por un ejercito de seguridad que garantiza el tránsito y labor de estos trabajadores en nuestros espacios privados, el peligro y la fealdad permanecen fuera de nuestro horizonte. 

 

Dentro de nuestros refugios solo entra lo agradable y seguro. Esto se ve reflejado en la estética aséptica de los servicios «espirituales», de los centros de yoga y meditación. De este modo, la práctica se reduce a impedir que la miseria y la fealdad, de la que nosotros mismos somos responsables debido a nuestro asentimiento acrítico del orden vigente y los prejuicios generalizados de la cultura que nos constituye, penetren en nuestras «burbujas protegidas». 

 

Quisiera hacer notar, sin embargo, que este fue un problema también en la India clásica. La conversión masiva de individuos de la casta brahmánica al budismo, supuso que, en parte, se interpretara la práctica meditativa en términos análogos a la promovida por el hinduismo, para el cual la idea de pureza tiene un lugar destacado. Frente a esto, la tradición tántrica propuso romper con las marcas de casta en todas las dimensiones de la experiencia, animando a sus adeptos a desoír los mandatos de pureza. Los practicantes fueron llamados a comer alimentos prohibidos como la carne, beber alcohol, saltarse el distanciamiento social impuesto por la identidad de casta, tener relaciones sexuales con individuos de castas consideradas inferiores, y transformar sus comportamientos y la estética habitual de sus grupos de pertenencia con el fin de interrumpir la identificación de uno mismo con su casta.  

 

En este sentido, especialmente en las sociedades periféricas, la liberación que nos propone el Buda resulta imposible de lograrse si no somos capaces de revelarnos de nuestra disciplina de clase, si no superamos la identificación que nos tiene cautivos en relaciones sociales de dominación y explotación. 

 

El budismo fue, entre otras cosas, una profunda revuelta contra los constreñimientos de una sociedad marcada por la brutal segmentación social y un extendido apartheid que en mucho se asemeja al que viven las sociedades latinoamericanas. La mezcolanza de hinduismo y budismo, esa hibridación espiritual modernista que está conquistando el imaginario de las clases medias de nuestras sociedades periféricas, traiciona enteramente la visión emancipadora, igualitaria y compasiva del Buda.

 

En su Aniquilación de las castas, el héroe intocable y padre de la constitución B.R. Ambdekar, quien abandonó el hinduismo y realizó una conversión masiva de 500.000 de sus seguidores intocables al budismo en 1956, denunció en su obra a los hindúes, especialmente los moderados, señalando la incompatibilidad de lo shastras hindúes y el liberalismo político, un liberalismo «desde abajo», como el promovido por la filosofa Judith Shklar, para quien la tarea consistía en indagar «el sufrimiento de aquellos que hasta ahora solamente han quedado expuestos, sin amparo, a los procesos históricos», marcados sobre todo por el miedo, y el «temor [...] a la crueldad, a la expoliación y al sometimiento». 

 

Ambdekar se enfrentó decididamente al sistema de castas que legitimaba el trato vejatorio de los intocables. En su introducción a la edición anotada de su obra, la escritora y activista india Arundhati Roy señala: 

 

Otras abominaciones contemporáneas, como el apartheid, el racismo, el sexismo, el imperialismo económico y el fundamentalismo religioso han sido desafiados política e intelectualmente, y enfrentados en los foros internacionales. ¿Cómo es posible que la práctica de casta en la India – uno de las formas de organización social jerárquica más brutales que la sociedad humana ha conocido – haya podido escapar al escrutinio y a la censura? Quizá porque se ha fusionado tan profundamente con el hinduismo, y por extensión, con todo aquello que se considera bondadoso y bueno – el misticismo, el espiritualismo, la no violencia, la tolerancia, el vegetarianismo, Gandhi, el yoga, los mochileros y los Beatles – que, al menos para los extranjeros, parece imposible inquirir sobre el mismo libremente, y tratar de entenderlo. 

 

Esto debería ser suficiente para darnos cuenta de que, tanto la meditación, como el yoga, exigen algo más de nosotros que la adopción acrítica de sus imaginarios y prácticas, especialmente cuando el nudo de presupuestos antiguos y modernos que sirven hoy para promoverlos como remedios sagrados y universales para curar nuestra confusión, parece condenarnos a una confusa comprensión de ambas práctica que, lejos de liberarnos de nuestros prejuicios, parecen en ocasiones, justificarlos e, incluso, exacerbarlos. 

 

LA MEDITACIÓN COMO ÉTICA



Introducción


Esta es la tercera entrada dedicada al ciclo de encuentros que estamos realizando sobre meditación y budismo. Lo que les propongo en esta ocasión es (1) comenzar tomando nota sobre lo dicho en las entradas anteriores para refrescar la memoria; (2) avanzar en nuestra enumeración de aquellos presupuestos sobre la meditación que consideramos desencaminados – presupuestos que, no solo forman parte del imaginario popular sobre la práctica, sino que informan las narrativas de muchos instructores de meditación, especialmente los cultores del «mindfulness» y otras prácticas contemplativas «modernistas».


Aquí denomino «modernistas» a un conjunto de teorías y prácticas «espirituales» que, inspirándose en prácticas religiosas y contemplativas no occidentales (especialmente aquellas originadas en Oriente) las reinterpretan abstrayéndolas de sus contextos histórico-culturales, sin precaverse de los posibles efectos colaterales que una operación de este tipo puede producir.


Una manera de ilustrarlo es trayendo a colación el principio básico expuesto por el alquimista Paracelso, quién defendió, como principio de sus estudios de toxicología, que solo la dosis de una sustancia determina si la misma se convierte en un veneno. Este punto es clave para mi argumentación en esta entrada. Esto que llamamos usualmente «meditación» es una práctica indeterminada en término de sus consecuencias. Puede convertirse en una cura para alguna de nuestras patologías, y por ello un recurso privilegiado para nuestra transformación personal y colectiva, o puede acabar siendo una sustancia venenosa. Dependerá de las dosis de la motivación, comprensión teórica y ejercicio reflexivo que la acompañe.


La perspectiva profunda


En varias ocasiones, en otros contextos, me referí a una distinción que el filósofo Arne Naess, uno de los pioneros del movimiento de la «ecología profunda», utilizó en 1972 para distinguir su posición en el debate ecologista frente a lo que él denominaba el «medioambientalismo superficial».


Naess sostenía que la mayoría de los expertos medioambientalistas del establishment creían que los problemas que tenemos que enfrentar en esta área podían resolverse de manera «administrativa», encontrando la tecnología adecuada para minimizar el impacto negativo de nuestro estar en la naturaleza, y modificando algunas de nuestras prácticas y formas institucionales sin reordenar nuestro sistema de relaciones sociales, ni poner en cuestión las prerrogativas del mercado.


En contraposición, Naess sostenía que una perspectiva profunda en la ecología exigía:


1) Para empezar, un diagnóstico realista de los desafíos que enfrentamos.


2) Pero, además, ante la ubicuidad de los desequilibrios actuales y la evidencia de las catástrofes presentes y por venir, una adecuada identificación de las causas y las condiciones de la crisis. Para Naess, una respuesta adecuada demandaba una nueva compresión de nuestro modo de estar-en-el-mundo y en-la-naturaleza, y una nueva ética en concordancia con esa nueva comprensión.


La interpretación es doblemente relevante para nuestra discusión a lo largo de este seminario. En primer lugar, porque el propio Naess, en un artículo posterior, dio cuenta de un tema que en los últimos años ha vuelto a estar en la agenda de los movimientos sociales. Naess se preguntaba entonces, cómo hacer para que (a) los movimientos a favor de la paz (contra la guerra, la violencia y la opresión en todas sus formas), (b) los movimientos a favor de la igualdad y contra la desigualdad, y (c) los movimientos a favor de la protección de la vida en todas sus formas en nuestro planeta y en defensa de la naturaleza pudieran unirse en una causa común.


Son muchos los que abogan por esa unidad de acción. La periodista e investigadora Naomi Klein, por ejemplo, quien ha sido una de las más articuladas defensoras de esta unidad de acción, promueve una revolución verde, pero con el objetivo de avanzar, no exclusivamente en la cuestión medioambiental, sino también en el reconocimiento y adjudicación de justicia de los pueblos y los individuos afectados por la guerra, la violencia, la opresión, la explotación, la desposesión, la desigualdad, todos ellas asociadas de manera inextricable con la justicia ecológica.


Sin embargo, los tiempos no parecen propicios para el reconocimiento mutuo. Frente a la pandemia, la salida fácil es volver a priorizar las viejas recetas de reconstrucción nacional y seguir levantando muros para protegernos del virus que nos acecha. Pero el virus no viene solo, porque además de atacar nuestro cuerpo biológico, también ataca nuestro cuerpo social y cultural con una epidemia de nacionalismo excluyente, fundamentalismo y discriminación, que encuentran terreno fértil allí donde crece el miedo. En este sentido, necesitamos cultivar un cosmopolitismo alternativo al de la globalización neoliberal que nos ayude a reconocer nuestro destino común y actuar en consecuencia.


Ahora bien, no podemos sentarnos a esperar soluciones que sean como la cuadratura del círculo. Mal que nos pese, no podemos seguir defendiendo nuestro «estilo de vida» y pretender que estamos dando respuesta a los problemas que enfrentamos. Los ritmos de expansión que exige la economía ortodoxa, la acumulación irracional y la desigualdad que produce un sistema financiero desbocado por la ilusión del capital ficticio, el consumismo como antídoto universal frente a la anomia y el sinsentido de un sistema de relaciones sociales basado en la mercantilización de la vida, la competencia y movilización total de la población, no pueden acompañar las transformaciones que debemos hacer. Ninguna revolución tecnológica podrá protegernos de nosotros mismos. Este es un hecho incontestable que tarde o temprano tendremos que reconocer. Somos como un paciente de cáncer de pulmón avanzado a quien se le ofrece una última oportunidad. Se nos dice que, tal vez (solo «tal vez») los tratamientos a los que se nos someterá pueden producir una remisión, pero con la condición de que dejemos de fumar y reconduzcamos nuestros hábitos de consumo. ¿De qué pueden servir los tratamientos si no estamos dispuestos a hacer esos cambios personales que nos recomiendan?


En otras palabras, necesitamos mirar de frente y profundamente los problemas que enfrentamos. Y una vez reconocidos, debemos aplicarnos a una solución profunda. De nada sirve que reordenemos nuestra vida para excusarnos de cambiar algo sustantivo. Esto es válido en las tres áreas identificadas por Naess: la de la violencia y la guerra, la de la exclusión y la desigualdad, y la de la «corrupción medioambiental».


Pero, como decía más arriba, para nuestra discusión, la distinción tiene otra ventaja. Nos permite reinterpretar el tema de la meditación adoptando una perspectiva análoga.


La meditación y otras disciplinas contemplativas semejantes, como el yoga, suelen abordarse también de manera superficial. Como los expertos medioambientalistas, de lo que se trataría es de encontrar recetas que nos permitan seguir viviendo como estamos acostumbrados, pero eludiendo los efectos colaterales que nuestro estilo de vida produce.


Esta es, de alguna manera, la apuesta del budismo modernista. Enfoquémonos exclusivamente en aquellos aspectos de la meditación budista que no exigen una revisión de fondo de nuestros presupuestos existenciales. Utilicemos la «tecnología» espiritual desarrollada por la tradición durante los últimos milenios, como las farmacéuticas que se apropian de la sabiduría de los pueblos originarios para convertir los saberes medicinales en mercancías de alto rendimiento comercial.


Ahora bien, para ello, descartemos todas aquellas dimensiones de la práctica que ponen en entredicho la legitimidad de nuestra manera de vivir, basada en la explotación inescrupulosa de los recursos, la explotación sistemática de nuestras hermanas y hermanos empujados a los confines de nuestras sociedades, y la violencia invisible de un sistema que garantiza la tranquilidad individual y colectiva de unos pocos alzando muros que nos protejan de nuestros congéneres más necesitados.


Desde mi humilde perspectiva, una meditación de este tipo no sirve para nada. O tal vez sí. Es uno más de los antídotos de nuestra cultura liberal que lava con la mano izquierda los crímenes que comete con su mano derecha.


¿Cuál es la alternativa, entonces? ¿Volver a la tradición, asumiéndola de manera obsecuente, convirtiéndonos de este modo en la facción fundamentalista de la religión de turno? El fundamentalismo religioso o espiritual es igualmente modernista y por ello inútil para enfrentar nuestros problemas actuales.


Hace algunos años, cuando el debate en torno al terrorismo estaba encima de la mesa, el filósofo conservador británico John Gray escribió un librito titulado Al-Qeda o lo que significa ser moderno en el cual analizaba lo que unía a los tecnócratas neoliberales y a personajes como Osama Bin Laden. Yo mismo escribí una entrada en este blog en 2008 titulado «Milton Friedman y Mao Tse tung: el espejo invertido» en el que avanzaba un argumento semejante.


En ambos casos, lo que hace modernas estas dos facciones del budismo contemporáneo, el budismo modernista (pretendidamente científico y secular) y el fundamentalismo budista occidental (encerrado en sus liturgias «preconciliares» y sus obsecuencias tradicionales) consistiría, en palabras de Gray, en «la creencia romántica (de ambas facciones) de que el mundo puede ser reorganizado mediante un acto de voluntad».


Defender que la creencia religiosa, la filosofía o la meditación pueden cambiar, por sí solas, el mundo que habitamos, es expresión de este modernismo budista. Por un lado, activista en su función tecnocrática de ocultar nuestros males calmando nuestras ansiedades, como ocurre con los cultores del mindfulness. Y, por el otro, perezoso, en su afán mimético de adoptar liturgias, recitar conjuros y mantras, y la estética de culturas exóticas con la ilusión de que, por arte de magia, o más bien, a fuerza de voluntad y plegarias, como nuestros antepasados cristianos, seremos capaces de producir el milagro de rescatar al mundo de su destrucción.


¿Ciencia, filosofía o religión?


Quienes hayan leído libros o hayan tomado clases sobre budismo saben que una de las preguntas usuales que deben responder los autores o docentes es: ¿qué tipo de «animal» es el budismo?


Un lugar común de los defensores del «budismo modernista» es señalar que el budismo no es «en realidad» una religión, sino, más bien, una ciencia, o una «filosofía de vida» - esta última para distinguirla de las filosofías aparentemente encorsetadas que practican los representantes occidentales de la tradición.


Obviamente, el problema al que se enfrentan muchos budistas modernistas es qué hacer con las innumerables muestras de la mayoría de los budistas del mundo, especialmente en Asia, pero no solo en Asia, que, en sus comportamientos cotidianos prueban la dimensión religiosa de la tradición. Qué hacer con los templos, las plegarias y las súplicas, la recitación de mantras, las postraciones, los ritos funerarios, la adoración de estatuas, y las solicitudes de protección a seres celestiales, acompañados de ofrendas propiciatorias, etc., etc., etc.


La respuesta modernista es hacer oídos sordos a esta dimensión y enfocarse exclusivamente en aquellos aspectos que encajan con sus imaginarios seculares, eludiendo de este modo la incomodidad de tener que resolver las contradicciones que supondría insertar una disciplina como la meditación tradicional en el entramado de prácticas contemporáneas que subyacen nuestras relaciones sociales de mercado.


Con esto no estoy defendiendo la existencia de un budismo genuino, tradicional, en contraposición a un budismo modernista, distorsionado por las fuerzas seculares contemporáneas. Nada más lejos de mi intención.


Resulta muy difícil decir qué es el budismo, tan difícil probablemente como intentar decir qué es el cristianismo o qué es el islam. Quienes de un modo u otro nos dedicamos al estudio de las ciencias religiosas y al diálogo interreligioso o intercultural, sabemos que los esfuerzos por identificar lo esencial en cada tradición se tropieza constantemente con la tradición viva, que siempre es plural, compleja, agonista hasta cierto punto entre sus representantes, debido a la variedad de doctrinas, de liturgias, de prácticas que la encarnan en cada situación concreta, en cada época y en cada geografía donde echa sus raíces.


Por lo tanto, el budismo se dice de muchas maneras, y una de esas maneras es el budismo modernista, que se diferencia en muchos sentidos de las formas tradicionales de práctica, debido, justamente, por su inculturación contemporánea.


Como señala Evan Thompson. Si en el siglo XXI, en las sociedades occidentales, uno decide convertirse al budismo, parece, en principio, que nuestras alternativas se reducen, o bien a convertirnos en budistas fundamentalistas (con todos los peligros que ello supone), o budistas modernistas (lo cual también conlleva toda clase de peligros, en especial, acabar queriendo cambiarlo todo con nuestra conversión, para acabar no cambiando nada verdaderamente sustantivo).


Ante esta alternativa, Thompson decidió que él no podía ser budista en el siglo XXI, porque no estaba dispuesto, como los cristianos, musulmanes y judíos fundamentalistas, a quedar cautivo en un conjunto de doctrinas y prácticas que se dan de bruces con nuestros anhelos de libertad, igualdad y fraternidad, ni estaba tampoco dispuesto a entregarse a un budismo construido selectivamente, incapaz de enfrentarse a los problemas profundos que nos aquejan, por la sencilla razón de que está ideado para conformar un matrimonio de conveniencia con el orden vigente.


Filosofía intercultural


Defender la necesidad de entablar una conversación filosófica genuinamente intercultural, en la que, al budismo, como a otras tradiciones de pensamiento no occidental, se les reconozca el lugar que merecen, no conlleva obligar al budismo a renunciar a sus narrativas tradicionales para encajar mejor con nuestras expectativas, como hace el budismo modernista. El hecho de pensar filosóficamente ciertos problemas introduciendo elementos de la tradición budista, no significa redefinir al budismo, ni modernizarlo, sino estar dispuestos a dialogar con él, no con la intención exclusiva de extraer recursos que puedan resultar útiles para nuestros fines y adornar nuestras ideas. Se trata, más bien, de estar dispuestos a ser interpelados por esa otra tradición.


La filosofía occidental se ha considerado a sí misma como la Filosofía con mayúsculas, a desmedro de otras filosofías no occidentales. Los filósofos occidentales han considerado durante mucho tiempo que todo lo digno de ser pensado podía encontrarse en su propio canon, y que el resto de las tradiciones de pensamiento, como mucho, podían aceptarse como ilustraciones sofisticadas del potencial reflexivo del ser humano. Algo semejante ocurrió en su momento con la valoración de otras tradiciones religiosas por parte de la cultura cristiana que, como mucho, eran valoradas como revelaciones incompletas respecto a la plena revelación de Cristo.


Es cierto que esta tendencia etno-céntrica no ha desaparecido, pero ha disminuido notoriamente. No hay muchos pensadores que se atrevan hoy a defender la superioridad de la tradición occidental en relación con otras tradiciones de manera tan flagrante.


El etnocentrismo, sin embargo, no ha impedido que, desde una época temprana, se desplegara en Occidente un concertado esfuerzo por comprender otras culturas, otras religiones y otras filosofías del mundo. En el ámbito de la filosofía, por ejemplo, los estudios comparados no son menores, y la especialización en estudios culturales es extensa y profunda. Por otro lado, además de la monumental tarea en el campo de las humanidades, las ciencias sociales han jugado un rol eminente para la comprensión de otras formas de pensamiento, otras prácticas sociales y otras formas institucionales.


En síntesis: en parte debido al dominio planetario de Occidente durante los últimos siglos, el esfuerzo por entender a «nuestros otros» ha sido constante y decidido. Pero eso no significa en modo alguno que no podamos afirmar, en líneas generales, que la filosofía occidental no haya permanecido en su mayor parte cerrada sobre sí misma.


Hay dos razones que cabe destacar en este sentido:
1) La filosofía occidental, como disciplina académica, ha enfatizado que sus obras canónicas tienen una relevancia universal, hasta el punto que nos hemos acostumbrado a leerlas manteniendo en la sombra, pese a la evidencia contraria, y la obviedad del absurdo que ello supone, las estrechas relaciones de la filosofía occidental con la cultura, la religión, la política y la ciencia de Occidente. Hablar sobre «Occidente» no se reduce exclusivamente a sus textos eminentes. 

Como señala Jay Garfield, exige también que hablemos del racismo, del colonialismo, del imperialismo, etc., y la vinculación de estos dos órdenes de la realidad. Durante mucho tiempo, la conexión entre los imaginarios sociales que subyacen a nuestras prácticas y estructuras institucionales y las obras del pensamiento han permanecido más o menos silenciada.

2) En contraposición, ha sido consistente la reticencia por parte de numerosos filósofos occidentales a la hora de reconocer el contenido filosófico en las obras que no pertenecen al canon instituido en nuestra geografía. Esta reticencia ha servido para construir muros invisibles y puestos de vigilancia que impiden una conversación abierta entre las diversas tradiciones y disciplinas académicas. Todos hablamos de manera grandilocuente, por ejemplo, de interdisciplinariedad e interculturalidad, pero es difícil ganarse la vida en el ámbito académico, por ejemplo, si uno asume este tipo de perspectiva.


Todo esto no significa que las llamadas «filosofías del mundo» no tengan un lugar en nuestros programas de estudio. Lo que implica es que los nichos que ocupan dentro de estos programas están sigilosamente custodiados con el tácito objetivo de evitar la incomodidad que suponen las hibridaciones y mestizajes.
Como resultado de esto, descubrimos que no existe una genuina conversación entre los filósofos del mundo, y cuando surge ocasión para ello, lo que parece darse es más bien, como espejo de lo que ocurre en nuestras ciudades posmodernas, una higiénica tolerancia.


Creo, sin embargo, que hay buenas razones para cambiar este estado de cosas.


1) En primer lugar, porque la filosofía, teniendo en cuenta su vocación universalista, lo que no puede ser, de ningún modo, es provinciana. Lo cual implica, parafraseando a Dipesh Chakravarti, que debemos provincializar a la filosofía occidental para que pueda formar parte de esa otra totalidad que la subsume, que son «las filosofías del mundo».


2) En segundo término, porque el mundo está cambiando, y Occidente está dejando de ser «el centro con su periferia». El centro, como decía hace unos días un comentarista político, se está desplazando al estrecho de Malaca, y esto tiene implicaciones que aún no alcanzamos a medir.


En este contexto, mi interés en la filosofía budista y otras filosofías del mundo es estrictamente filosófico y crítico. Y en ese sentido, me siento plenamente legitimado a abordar esta y otras filosofías creativamente. Lo que intento es pensar ciertos problemas filosóficos que me enfrentan. Y a ellos respondo con los recursos que tengo a la mano. De manera que es posible que a muchos creyentes budistas no les resulte enteramente satisfactoria una perspectiva de estas características.


Sin embargo, eso no implica que la meditación budista pueda o deba prescindir livianamente de ciertos temas incómodos para nuestros oídos seculares.


Como filósofo, hay muchos temas budistas de los que no me ocupo directamente. Por ejemplo, no son objeto de mi reflexión en la actualidad nociones como el karma; o creencias como la reencarnación; tampoco las descripciones de las diversas cosmologías budistas, con su visión de innumerables universos extendiéndose sin fin a través del espacio y el tiempo; como tampoco lo son las complejas descripciones psico-fisiológicas que nos ofrecen los escritos tántricos, en los que se cartografían los nodos invisibles de pranas, chakras y nadis. Eso no implica que todos estos temas no sean significativos filosóficamente. Más bien, que aún no he encontrado la manera de hacer que estos temas sean relevantes en el marco intercultural en el que me muevo.


Esto no debería sorprendernos ni escandalizarnos. Por ejemplo, si soy un estudioso de la filosofía política, puedo leer la República de Platón de manera provechosa sin referirme necesariamente a su Timeo. Si me dedico a la filosofía moral, puedo estudiar la Ética a Nicómaco de Aristóteles sin prestar atención a su obra Historia de los animales. Si mi campo de estudio es la epistemología, la filosofía de la ciencia, o la metafísica, puedo leer la Crítica de la razón pura de Kant prescindiendo enteramente de su antropología empírica. Obviamente, si nuestro enfoque es filológico o histórico, esto se vuelve discutible, pero como filósofos críticos, no hay razón por la cual no podamos seleccionar los argumentos que nos resultan sugerentes.


Métodos de meditación


Ahora bien, si lo que deseamos es aprender a meditar de acuerdo con las enseñanzas budistas, no tenemos alternativa: tendremos que ceñirnos a lo que el Buda enseñó, utilizando sus instrucciones como cartografías y guías para nuestra exploración.


Por supuesto, uno puede preguntarse: ¿por qué deberíamos de ceñirnos a las enseñanzas del Buda si queremos aprender a meditar? La pregunta es legítima. Mi respuesta es sencilla: nadie nos obliga a meditar de acuerdo con las enseñanzas budistas.


Existen innumerables métodos de meditación que podemos utilizar. Tenemos derecho de explorarlos y aplicarlos en nuestras vidas como nos plazca. Sin embargo, lo que no existe es un método de meditación puramente técnico, que no esté basado (i) en cierta comprensión de nuestra condición humana, (ii) de lo que podemos conseguir si nos aplicamos al método propuesto, y (iii) de lo que necesitamos cultivar si queremos llevar a buen puerto esos objetivos.


Puede que un sistema de meditación tenga como fin explícito y aparentemente exclusivo que aprendamos a relajarnos, a gestionar nuestro estrés, a reducir el impacto emocional en un escenario competitivo y demandante, a integrar la precariedad e incertidumbre en nuestra vida, a concentrarnos para cumplir de manera más efectiva nuestras obligaciones laborales, etc.


Muchas personas consideran que un método semejante es moderno y adecuado para nuestra cultura pragmática y secular. «Nada de creencias» - nos dicen - «necesitamos un método científicamente probado, que no se ande con vueltas y cumpla con sus promesas. Una meditación de este tipo hará que nuestros niños sean mejores estudiantes, que los militares que regresan del frente puedan volver al campo de batalla con más celeridad, que el personal sanitario sea capaz de eludir el burnout habitual que supone trabajar en situaciones de riesgo en condiciones de precariedad, que los trabajadores se acomoden al nuevo concierto de flexibilización y pérdida de derechos laborales con una sonrisa dibujada en el rostro, asumiendo la oportunidad que conlleva vivir para trabajar, en vez de trabajar para vivir, convirtiendo cada segmento de nuestra experiencia en una inversión para mejorar nuestro valor de portfolio como trabajadores».


Podríamos pensar que un método de meditación de este tipo no se anda con vueltas, no expone filosofía alguna, ni exige que nos comprometamos con creencias religiosas o cosas por el estilo. Pero esta apariencia es engañosa. Porque lo que implícitamente este sistema de meditación nos está diciendo es que acepta el status quo.


Para este método de meditación el orden vigente que organiza nuestras vidas no está puesto en cuestión. El problema lo tenemos exclusivamente nosotros que no aceptamos o no somos capaces de adaptarnos al tipo de organización social que nos toca vivir. En el marco de esa versión de la meditación, el sentido de la vida nos lo ofrece el sistema capitalista de relaciones sociales, y la meditación no es otra cosa que un instrumento para tener éxito dentro de ese sistema de relaciones sociales.


De este modo, podemos entender perfectamente que los métodos de meditación, como los que promueven algunos instructores de mindfulness y maestros modernistas de budismo, tienen como objetivo ayudarnos a encajar de mejor modo en un sistema que, como hemos visto, se caracteriza por su indiferencia ante la extensión del sufrimiento que produce y la violencia que ejercita sobre individuos y comunidades. Un sistema que ha institucionalizado la desigualdad a través de la perversa legalización de la explotación y desposesión por parte de los poderosos de aquello que debería ser común, y en su afán de conquista y saqueo, no duda si, para ello, debe destruir los entornos naturales, agotar los recursos o contaminarlos hasta convertirlos en inhabitables. Por lo tanto, ese método de meditación, pese a parecer puramente técnico, tiene una filosofía de fondo, una filosofía tácita, que no es otra que la completa legitimación del orden vigente.


Ahora bien, eso no significa que el sentido de las enseñanzas budistas sea transparente y unívoco, que haya sido definido de una vez para siempre, y que nuestra única tarea consista en memorizar sus textos fundacionales y comentarios, o que debamos seguir a pie juntillas las instrucciones de algún líder espiritual famoso.


Ya lo hemos dicho, la tradición budista es dinámica, cambiante, su sentido es también el resultado de causas y condiciones. Eso significa que estamos obligados a descubrir, pero, también, a inventar el sentido de esas enseñanzas. El budismo en las sociedades contemporáneas no tendrá las mismas características, aunque sea fiel a las enseñanzas del Buda, al que practicaron otros pueblos en otras épocas. Tampoco tendrá el budismo en América Latina el mismo sabor que el que se practica en los Estados Unidos o en Europa. Por el momento, el budismo en América Latina es en general otra de las formas culturales exportadas desde el primer mundo que adoptamos en muchos casos de manera acrítica y con la misma mentalidad neocolonial con la cual consumimos otros productos culturales.


Las cuatro nobles verdades


En este contexto, quiero que pensemos juntos los temas enunciados en las enseñanzas de las cuatro nobles verdades. Estoy convencido que exponernos a esta perspectiva «profunda», en el sentido que le da al término Arne Naess, resultará provechoso. Puede ofrecernos nuevos recursos para entender en qué consiste «verdaderamente» esta crisis que estamos transitando. Una crisis que nos afecta como individuos, que afecta a nuestras comunidades de pertenencia y que nos afecta globalmente.


De esta manera, el método de meditación budista nos servirá, a diferencia de esos otros métodos de meditación que el modernismo budista y otras versiones análogas proponen, para explorar cuán profundo y ubicuo es el malestar que experimentamos, y empezar a probar maneras de salir de los atolladeros en los que estamos cautivos.


Estas «cuatro nobles verdades» son las primeras enseñanzas que el Buda impartió después de alcanzar la iluminación, encapsulando en ellas su doctrina y organizándola en una suerte de itinerario de conversión.


El punto de partida es la noción de sufrimiento (dukkha). Dicho de manera sencilla: «la vida es sufrimiento».
Ahora bien, una afirmación de este tipo parece ser, o bien falsa (puesto que todos hemos experimentado momentos placenteros y satisfactorios) o bien trivial (efectivamente, la vida está llena de problemas, algunos de ellos insolubles, como la vejez y la muerte, pero frente a esto uno puede preguntarse: «¿Y qué?»).


A menos que lo que el Buda llama dukkha (y que nosotros traducimos como «sufrimiento»), tenga alguna significación «técnica» que por el momento estamos pasando por alto, a menos que dukkha no sea simplemente una descripción psicológica de nuestra experiencia, no parece especialmente significativa u original esta noción. Por ese motivo, necesitamos analizar nuestra experiencia desde numerosas perspectivas para poder descubrir por nosotros mismos qué es dukkha, qué es ese «sufrimiento» del que estamos hablando.


A continuación, nos preguntamos: «Okey, sufrimos de un modo mucho más profundo y ubicuo de lo que pensábamos, pero ¿por qué lo hacemos? ¿de dónde viene el sufrimiento?»


El Buda nos dice que estamos cautivos de hábitos de conocimiento que, de manera refleja, nos hacen aprehendernos a nosotros mismos y a todo lo que nos rodea de un modo que resulta imposible e insostenible si lo analizamos lógicamente. Los fenómenos aparecen a nuestros ojos como si tuvieran una existencia inherente, intrínseca, objetiva, natural, sustancial, como si fueran portadores de una esencia, cuando en realidad están vacíos de este tipo de existencia debido a que se originan y existen de manera dependiente. Sobre la base de esta ignorancia primordial, construimos toda clase de relatos y explicaciones mitológicas, religiosas y filosóficas que no hacen más que ahondar y cristalizar aún más nuestra ignorancia, y con ello, el sufrimiento que padecemos.


El tercer punto es que, a través de una comprensión teórica de la ignorancia (que combina elementos religiosos, filosóficos y «científicos») y a través de una prolongada familiarización con dicha comprensión, podemos remover la ignorancia fundamental, la «confusión primordial», y con ello, cuanto menos, disminuir, pero incluso extinguir enteramente el sufrimiento que es su efecto.
Eso significa que, para el Buda, la ignorancia no es parte constitutiva de la condición humana. Los seres humanos se encuentran en unas circunstancias privilegiadas que les permiten, en principio, embarcarse en un proceso de reorientación que conduce a la liberación del sufrimiento y la iluminación.


Para lograrlo, la invitación consiste en transitar un itinerario de educación (o reeducación) que supone: asumir y encarnar una perspectiva ética de creciente compromiso, entrenar la mente a través de la práctica meditativa con el propósito de lograr una comprensión profunda de la naturaleza última de la realidad, antídoto final para alcanzar la liberación y la omnisciencia.


De este modo, vemos que las enseñanzas budistas están organizadas de manera análoga al modo en el cual están organizadas otras tradiciones religiosas y filosóficas premodernas, las cuales pueden caracterizarse por su triple estructura narrativa:


1) Una caracterización de lo que el ser humano y la sociedad son en su condición corriente.
2) Una visión del bien, de aquello en lo que podríamos convertirnos.
3) Un camino que nos permite recorrer la distancia que separa nuestra condición contaminada, no educada, ignorante, de la condición de perfección ética.


En el caso budista, la perfección ética consiste, como dijimos, en la «liberación» de la ignorancia y el sufrimiento (dukkha) y la «iluminación», una condición en la que todos los obstáculos al conocimiento que hacen posible el egocentrismo y el egoísmo, finalmente son removidos.


Esta es, en síntesis, la estructura básica del pensamiento budista, que el propio Buda histórico articuló en el sermón en el que hizo girar por vez primera la rueda del Dharma, en el que presentó las llamadas cuatro nobles verdades: la verdad del sufrimiento, la verdad del origen del sufrimiento, la verdad de la cesación del sufrimiento, y la verdad del camino.


El sufrimiento y la violencia


El filósofo esloveno Slavoj Žižek nos ofrece una distinción, análoga a la que estamos proponiendo entre perspectivas superficiales y profundas, en su análisis sobre el fenómeno de la violencia. Distingue entre las formas subjetivas de la violencia que se caracterizan por ser ostensibles, como ocurre, por ejemplo, con un atentado terrorista o un femicidio, y otras formas o dimensiones de la violencia que él denomina «objetivas», a las que no puede accederse de manera inmediata, sino que exigen para descubrirse una suerte de distanciamiento respecto al acto evidente.


En el caso de la violencia subjetiva, ostensible, es posible, por ejemplo, identificar con claridad quién es el agente que perpetró el acto de violencia. Eso no ocurre con las otras formas de violencia porque, en esos otros casos, estamos hablando de los entornos y el trasfondo de las violencias evidentes. Solo cuando somos capaces de suspender la fascinación que sentimos hacia la violencia explícita, podemos ver, descubrir, la violencia objetiva. Por lo tanto, la pregunta de Žižek es la siguiente: ¿qué hay detrás de los actos explícitos de violencia?


Por un lado, la violencia simbólica, encarnada en el lenguaje y en sus formas. Por el otro lado, la violencia sistémica, que no es otra cosa que el normal funcionamiento del sistema económico y político.
En el primer caso, el lenguaje no solo sirve para instituir y sostener una comunidad, sino también para dividirla y diferenciarla de otras comunidades. El lenguaje establece tanto la amistad como la enemistad. El lenguaje apropia y expropia. El lenguaje nos permite consensuar entre nosotros, pero también incita al odio. A través del lenguaje se decide quién merece la vida y quién merece la muerte.


En el segundo caso es el funcionamiento normal del sistema, de las prácticas e instituciones económicas y políticas, lo que se descubre violento. Cuando nos liberamos de la fascinación por el «crimen» de la violencia, caemos en la cuenta que el trasfondo no es un nivel 0 de violencia. El crimen no es una perturbación a un estado «normal», pacífico de las cosas. El crimen oculta la violencia sistémica. Por ejemplo, la del sistema capitalista de explotación y desposesión.
De manera muy semejante, el Buda distinguió tres tipos de sufrimiento. El sufrimiento ostensible, el sufrimiento del cambio, y el sufrimiento omnipresente. Pueden establecerse muchos paralelismos entre el análisis de Žižek y el Buda. Pero los dejaré para otra ocasión. Me concentraré exclusivamente en la formulación de las ideas básicas.


Recordemos la idea central. Para el Buda, todas las dimensiones de la vida humana, tanto del lado del objeto, como del lado del sujeto, tanto del mundo animado, como del mundo inanimado, son dukkha, o causas de dukkha (sufrimiento, insatisfacción, dolor, etc.).


La primera dimensión es el sufrimiento ostensible, también llamado «el sufrimiento del sufrimiento». Aquí la referencia es clara: todas las manifestaciones de dolor físico o mental. Obviamente, este es el aspecto más superficial. Aunque bien mirada, tenemos que conceder que incluso en este caso es posible reconocer que cualquier persona, y cualquier cosa en nuestro entorno, puede, si se dan las condiciones para ello, convertirse en una instancia de dukkha.


Incluso si en nuestra vida experimentamos «agrado», «placer», «satisfacción», o sentimos que nuestra existencia es «significativa», por las razones que sean, estas mismas experiencias producen ineludiblemente algún tipo de remordimiento y, por lo tanto, de dukkha: ¿cómo explicar nuestra fortuna cuando la contrastamos con el infortunio que nos rodea? Incluso si decidimos ser indiferentes, cuando contemplamos nuestra fortuna personal y la comparamos con el infortunio de los otros, resulta difícil eludir el sutil sufrimiento que trae consigo la propia indiferencia, la autocomplacencia de cultivar una actitud semejante.La segunda dimensión del sufrimiento es lo que los filósofos budistas llaman el «sufrimiento del cambio».


Nuestra vida se reduce momento a momento, inevitablemente. Con cada minuto que pasa estamos más cerca de los achaques de la vejez, el dolor, la pérdida de nuestros seres queridos. En este sentido, sabemos que nuestra vida se encuentra cautiva, que nuestra vida es dukkha, y buena parte de nuestra actividad cotidiana está orientada a intentar reprimir u ocultar nuestro destino ineludible. Todo aquello que disfrutamos, todo aquello que asociamos con la felicidad y el placer, es efímero, transitorio, y en ese sentido, lo estamos perdiendo con cada minuto que transcurre.


Finalmente, la tercera y más profunda dimensión del sufrimiento, el sufrimiento omnipresente, evidencia con claridad el modo en el cual dukkha lo invade todo.


Vivimos en un mundo radicalmente interdependiente. Un mundo que está constituido como una compleja e inescrutable red causal que continuamente nos afecta y pone en jaque nuestro bienestar. Un mundo sobre el cual no tenemos control, o cuando lo tenemos es escaso y circunstancial. Nuestro bienestar no depende enteramente de nosotros mismos. Existen infinidad de factores que nos afectan sobre los cuales no tenemos control alguno: nuestra herencia biológica, nuestro entorno geográfico y climatológico, nuestro contexto socio-cultural, económico y político. Tampoco tenemos control sobre otras personas, sobre sus pensamientos, voluntades y sentimientos. Ni siquiera tenemos control sobre nuestros propios sentimientos y pensamientos. No sabemos a ciencia cierta qué sentiremos cuando acabemos de escribir esta entrada, qué pensaremos el año próximo sobre lo que aquí dejamos consignado, qué decisiones tomaremos de un tiempo a esta parte respecto a nuestra vida personal y profesional.

 Todo esto produce una enorme ansiedad, otra forma de dukkha. Sabemos (consciente o inconscientemente) que el infortunio puede presentarse en cualquier momento.


En este sentido, la genialidad del Buda fue haber visto que dukkha, el sufrimiento, es la estructura fundamental de nuestras vidas. Ser humano significa vivir en dukkha, vivir en el sufrimiento. El Buda lo entendió como el problema central de la existencia y, por ello, exige de nuestra parte una respuesta. Dukkhaes el fundamento absoluto, el punto de partida de la filosofía y la meditación budista.


La ignorancia o confusión primordial


El diagnóstico de la condición humana que nos presenta el Buda en la primera noble verdad se completa con un estudio sobre la etiología del sufrimiento (las causas del sufrimiento).


«Efectivamente, la existencia condicionada es sufrimiento, pero, ¿por qué? ¿cuáles son sus causas?» Las respuestas que ofrecen los pensadores budistas son sugerentes. Para empezar, contienen muchos elementos que, a primera vista, resultan semejantes a algunos que se han desplegado a lo largo de nuestra propia historia filosófica en Occidente. Sin embargo, estamos ante algo diferente que merece ser explorado.


La vida es dukkha, y el origen de dukkha es la ignorancia. Pero, ¿qué queremos decir con «ignorancia» en este contexto? No se trata sencillamente de no saber. En realidad, se trata de algo positivo: la sobreimposición de una característica en la realidad, una característica que la realidad no posee: todos los fenómenos aparecen a la consciencia ignorante como si poseyeran una existencia inherente, autónoma, independiente. Y esto ocurre antes de elaborar explicación filosófica alguna. Se trata más bien de una suerte de respuesta cognitiva refleja que, a posteriori, puede convertirse en la base de una filosofía errónea.


Hay muchas maneras de explicar esta «confusión primordial», este malentendido básico que afecta todas nuestras cogniciones y que está en el origen de nuestros muchos sufrimientos y conflictos. Una de esas maneras consiste en prestar atención a la estructura del argumento utilizado por algunos de los filósofos budistas para poner de manifiesto esta confusión.


Veamos cuál es la estructura de este argumento:


1) El punto de partida es la aprehensión básica, refleja, de un objeto por parte de un sujeto. En este tipo de aprehensión básica todos los fenómenos, por ejemplo, la botella de agua que tengo delante, o cualquiera de las personas presentes, aparece de manera inmediata, no tematizada, como si estuviera dotada de «existencia intrínseca». ¿Qué queremos decir aquí con «existencia intrínseca»? La botella de agua aparece al sujeto en este tipo de aprehensión como un fenómeno autónomo, dotado de una existencia objetiva, una existencia por su propio lado, recortada en el tiempo y en el espacio, autosuficiente, independiente de causas y condiciones genéticas, independiente de sus partes constitutivas, e independiente de su existencia funcional, engranada en un mundo de la vida donde encuentra su significación pragmática lingüísticamente. Comprender esta manera básica y refleja es clave para el argumento, porque nos permite identificar lo que los filósofos budistas llaman «el objeto a ser refutado», el blanco del argumento.


2) El segundo paso consiste en someter dicha aprehensión a una «prueba de verificación». Para ello hemos de establecer un criterio. Existen muchos criterios de verificación que podríamos utilizar. El más comprensivo para los filósofos budistas está relacionado con la tesis del origen dependiente que dice, básicamente, que todos los fenómenos existen en dependencia de causas y condiciones. Aquí la dependencia causal se explica de manera extensa. Se dice que los fenómenos dependen de aquello que los produce, se dice que los fenómenos dependen de las partes que los constituyen, y se dice también que los fenómenos dependen del sentido funcional que se les otorga en un juego de lenguaje determinado y un mundo de la vida. Si defiendo que todos los fenómenos se originan de manera dependiente, tengo que verificar si el modo de aprehensión básica de la realidad que constato en mi trato inmediato habitual (de «término medio») con las personas y las cosas con las que me encuentro en mi mundo, se ajusta a esa comprensión que tengo del modo de existencia de la realidad como interdependiente.


3) Aplicado el análisis, ¿qué es lo que descubro? O bien los fenómenos no se originan de manera dependiente, o efectivamente, mi cognición inmediata, refleja, de la realidad es errónea. Estoy aprehendiendo los fenómenos, las personas y las cosas de un modo que resulta «imposible». Las cosas y las personas aparecen como si fueran verdaderamente existentes, como si fueran autónomas, como si fueran autosuficientes, cuando en realidad, dicen los filósofos budistas, están vacías de existir de ese modo.


Lo que aquí se pone en cuestión no es la existencia de las personas y las cosas. Lo que se pone en cuestión es el modo de existencia que la apariencia de estos fenómenos adopta en nuestra cognición inmediata. El objeto de nuestra cognición parece no tener historia, parece haber caído del cielo, sin más; parece no tener una estructura compleja, sino que se muestra unitario, integrado, monolítico (sus partes quedan ocultas, olvidadas); y parece no tener asignada una función en un mundo de la vida determinado lingüísticamente.


Lo que hace la percepción inmediata es descontextualizar todo lo que aprehende. Lo que debería hacer la filosofía y la meditación es ayudarnos a contextualizar esos fenómenos para poner de manifiesto su verdadera naturaleza y liberarnos de la cautividad que nos impone la aprehensión inmediata, con todas las implicaciones y consecuencias que conlleva. Cuando lo hacemos hasta las últimas consecuencias, lo que descubrimos es que los fenómenos están vacíos de existencia inherente, están vacíos de autonomía, están vacíos de autosuficiencia, están vacíos de existencia por su propio lado. Es decir, no tienen esencia.


Dicho brevemente, aquí la independencia, autosuficiencia o autonomía ontológica se articula prestando atención a la estructura sujeto-objeto de nuestra experiencia perceptiva y cognitiva del mundo. De este modo, la ignorancia se encarga de reafirmar la aprehensión básica de un sujeto que persiste en el tiempo con una identidad independiente, en contraposición a todas las otras entidades que, en calidad de objetos, completan cada momento de la experiencia.


De esta manera, confundimos el mundo como mi mundo, convirtiéndose esa aprehensión errónea en la causa raíz del sufrimiento y egoísmo. El sujeto asume una manera de existencia imposible (la existencia independiente), confundiendo la perspectiva particular con la verdad ontológica.


Las consecuencias de una reafirmación de esta confusión primordial son dos:


1) La primera es que el sujeto, ahora convertido en un «yo» auto-interpretado como singularidad autónoma, se aferra a sí mismo asignándose una importancia ontológica y moral privilegiada. El yo afirma su realidad.


2) En segundo término, todo lo que no es el sujeto (el yo) es objeto de ese sujeto. Los objetos absolutos que fabrica esta aprehensión errónea de lo real se convierten en la base de «lo mío». El yo afirma su propiedad.


Liberación y perfección ética


Los dos últimos temas son: la liberación y la perfección ética.
La liberación se refiere a la completa cesación de dukkha, que se logra a través del despertar a la naturaleza última de la realidad («ver las cosas tal como estas son»). Esta cesación se conoce como «nirvana». El despertar («bodhi») se refiere a un estado en el cual el agente aprehende directamente la realidad (las personas y las cosas) que entiende como no permanente, interdependiente y vacía de existencia intrínseca.


La liberación, por lo tanto, implica un giro epistemológico de 180º respecto a nuestro modo habitual de comprensión y acción en el mundo. En nuestra vida cotidiana no reflexiva, las personas y las cosas aparecen como entidades permanentes, independientes las unas de las otras, y portadoras de una esencia (de un núcleo de verdad intrínseco). El giro epistemológico que nos proponen los filósofos budistas nos conduce a otro mundo, conformado, no por sustancias, sino por entramados de procesos.


A este giro epistemológico le acompaña una reorientación o revolución ética basada en la empatía, la beneficencia, el cuidado, cuya perfección se encarna en la actualización del compromiso a trabajar a favor del bienestar de todos los seres.


Aquí la expresión «perfección ética» se refiere, no solo a los estrechos «imperativos del deber» a los que habitualmente reduce la filosofía moral contemporánea a la ética, sino también a las «visiones del bien» que informan a los agentes. Es decir, los horizontes de sentido que habitan y guían sus vidas. En este caso, la perfección moral consiste en realizar un vuelco en nuestras actitudes y comportamientos que nos lleve del egocentrismo y el egoísmo, hacia el alter-centrismo y el altruismo.


Ya hemos señalado que dukkha (el sufrimiento) es causado por una percepción errónea de la realidad que consiste en una sobreimposición cognitiva de permanencia, independencia y naturaleza intrínseca de las cosas. También hemos señalado que esa percepción errónea es una respuesta cognitiva refleja, innata, en contraposición a una respuesta informada por una filosofía errónea. Sin embargo, la tarea filosófica es imprescindible. Para empezar, es a través del análisis filosófico que podemos liberarnos de las falsas filosofías (y los relatos mitológicos y religiosos) construidos sobre la base de la aprehensión errónea de la ignorancia. Pero, además, es a través de la filosofía que podemos de-construir la falsa apariencia innata de la realidad como permanente, autosuficiente y sustancial.


No obstante, una vez hemos llegado a una conclusión filosófica, no basta con seguir rumiando las palabras y seguir actuando como siempre. Se trata de familiarizarnos con esa verdad descubierta. Es aquí donde entra la práctica contemplativa o meditación, entendida, no como dispositivo de alienación, de huida del mundo, sino como habituación con las conclusiones e implicaciones filosóficas a las que hemos llegado a través de nuestro análisis acerca de la verdad del mundo.


Obviamente, una práctica de esta naturaleza no es otra cosa que un camino de purificación ética. Si nuestra mente está cautiva por las emociones negativas y sus objetos, necesitamos poner freno a las compulsiones de nuestras preocupaciones mundanas y desactivar el poder de dichas emociones y tendencias para que la filosofía primero y la contemplación posterior puedan llevarse a buen puerto. De esta manera, los filósofos budistas hablan de tres estadios de implementación ética:


1) Un primer estadio que podemos denominar «ética de la restricción» que consiste en poner freno a las reacciones y tendencias habituales informadas por la ignorancia y las emociones negativas.


2) Un segundo estadio que podemos asociar a una «ética de la virtud» que consiste en cultivar lo que los filósofos budistas llaman las «paramitas» o perfecciones, entre ellas la sabiduría contemplativa que combina filosofía y meditación, al servicio de la liberación personal.


3) Y un tercer estadio, que podemos denominar «ética de la responsabilidad» o estado de «perfección ética» en el que se destaca la motivación de recorrer el camino de transformación con el fin de conducir a todos los seres a la iluminación, entendiendo que todos los seres son iguales en lo que respecta al anhelo de lograr la felicidad y evitar el sufrimiento, y que nuestra propia felicidad, comparada a los innumerables otros que nos rodean en el presente y nos heredarán en el futuro, resulta insignificante.


La meditación budista es siempre una ética


En las entradas anteriores enumeramos un conjunto de supuestos sobre la meditación que, de acuerdo con nuestra comprensión, distorsionan la naturaleza de la práctica. Recordemos cuáles son los supuestos que hemos cuestionado:


1) Cambiar el mundo es cambiar nuestra mente.
2) La verdad está en nuestro interior.
3) El propósito de la meditación es el logro de la felicidad.
4) La meditación tiene por objetivo que reposemos en el aquí y ahora.
5) La meditación es una técnica o tecnología
6) La meditación puede y debe ser validada por la ciencia (especialmente las neurociencias, las ciencias cognitivas y las ciencias del comportamiento).
7) A estos supuestos sumamos: «La ética es un preliminar de la práctica meditativa».


Es habitual considerar que la meditación exige ciertas prácticas preliminares, entre las cuales, la más prominente, sería una conducta ética virtuosa, o al menos no dañina. Las propias enseñanzas tradicionales parecen plantearlo de este modo. Se dice, por ejemplo, que el camino budista está compuesto por tres prácticas: shila, samadhi y prajna (ética, concentración y sabiduría). De esto suele inferirse que, cuando hablamos de ética y de meditación estamos hablando de dos categorías diferentes.


Esta distinción clásica tiene sentido. Sin embargo, en nuestro contexto cultural esto puede llevar a un profundo malentendido. Un ejemplo en el ámbito empresarial, en el que se habla de responsabilidad social corporativa, puede ayudar a clarificar lo que pretendo. Con ello se hace referencia a un conjunto de criterios que afectan a todos los actores en el mercado, que sujeta a los agentes a un código de conducta. En este caso, entre la práctica económica y la ética existe una suerte de abismo. La economía tiene su propia lógica que solo circunstancialmente y de manera débil es afectada por los criterios éticos de acción.


En el caso de la meditación un modelo semejante está completamente desencaminado. Para muchos practicantes, la ética solo tiene un rol subsidiario. De acuerdo con esta perspectiva, si queremos tener realizaciones meditativas o espirituales, tenemos que pasar primero la prueba de nuestra moralidad. Comportarnos correctamente nos garantizaría que esas experiencias meditativas se produzcan. Eso significa tratar a la ética de manera puramente instrumental. Si traducimos el argumento, lo que estamos diciendo es que adoptamos un comportamiento ético porque deseamos tener ciertas realizaciones, como la liberación o la iluminación.


Un viejo lama comentó en cierta ocasión que el sistema budista es un sistema de comportamiento, que enseña a los individuos a actuar de manera adecuada. La definición me pareció destacada, especialmente cuando caí en la cuenta de que todas sus enseñanzas, desde el comienzo hasta el final, se desplegaban como un largo argumento en esa dirección. Todas las enseñanzas, incluidas las más intrincadas elaboraciones teóricas sobre la vacuidad, estaban dirigidas a cambiar nuestra manera de estar, ser y actuar en el mundo. Es decir, todas las enseñanzas eran, fundamentalmente, éticas.


De lo contrario, la meditación se convierte en un tipo de actividad neutral que solo resulta éticamente significativa cuando regresamos a nuestra vida cotidiana. Esto ha dado lugar a una perspectiva nihilista que, de un modo u otro, informa al budismo modernista y a las ciencias cognitivas dedicadas al estudio neurológico o psicológico de la meditación. En este caso, existiría una dimensión de nuestra experiencia que estaría «más allá del bien y del mal», como decía el título de la obra de Nietzsche, que solo de manera complaciente nosotros corregimos en nuestro comportamiento con los otros en el mundo.


A nuestro entender, esta interpretación es insostenible. No hay nada en la vida de los seres humanos que sea ajeno a la ética, entendida esta en sentido amplio. Incluso cuando estamos inmersos en las más profundas experiencias meditativas de absorción, estas experiencias se entienden como virtuosas, en contraposición a las experiencias de alienación y distracción que caracterizan nuestras consciencias usuales. Sino fuera así, ¿por qué esforzarse en lograr semejantes estados de consciencia?


Uno de los mitos de la meditación modernista y el mindfulness es que podemos entrar en un espacio neutro en el cual podemos lavar nuestras «culpas», nuestras responsabilidades, reconociendo el carácter ambiguo, relativista de nuestras acciones. Pero la meditación budista no va de eso. Si de algo debería servirnos, por el contrario, es para reconocer nuestros errores, ser capaces de enmendarlos, y prometernos transformar nuestras vidas para ser mejores.

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