LIBERTAD, IGUALDAD Y FRATERNIDAD.

I

Analicemos el siguiente dilema moral. Somos de aquellos que conceden una importancia, en primer lugar, al «éxito profesional». Para ello dedicamos muchas horas y esfuerzos. También consideramos importantes nuestras relaciones íntimas, familiares y sociales. La «realización personal» también depende de éxito que tengamos en nuestras relaciones significativas.  

Un buen día, descubrimos que nuestra vida profesional se ve amenazada por las exigencias de nuestra vida íntima. Parece que no dedicamos suficiente tiempo a nuestros allegados. «Invertimos» la mayor parte del tiempo y energías disponibles al trabajo, mientras que a nuestra familia y amigos les ofrecemos migajas de atención. Más allá de los motivos que explican que prioricemos el trabajo por sobre la vida familiar, lo cierto es que hemos tomado una decisión: priorizar el trabajo por sobre la familia. 

Tanto el trabajo, como la familia, son bienes. Por lo tanto, al cumplir con las exigencias que nos impone un ámbito, sabemos que en ocasiones faltamos a las exigencias del otro.
La elección del bien que supone cumplir con las obligaciones profesionales, en ocasiones, conlleva alejarnos del otro bien, que es la convivencia, y la atención familiar y social. 

Las personas que viven este tipo de dilema, lo articulan y reconocen, no siempre pueden resolverlo satisfactoriamente. Sin embargo, la mera consciencia de su carácter dilemático puede ayudarnos a cultivar cierta humildad moral. Esta humildad moral puede figurarse con el siguiente eslogan: «las decisiones moralmente relevantes no se reducen a una cuestión de todo o nada».

Otros individuos, en cambio, prefieren negar el bien «menor», tal vez para darse ánimos. La opción a favor de las obligaciones profesionales, por ejemplo, pasa a ser «el trabajo lo es todo». Lo contrario sería reconocer que, ciertamente, una atención concertada en mi tarea profesional me permitirá lograr los objetivos que me he propuesto, pero también es cierto que perderé ocasión de compartir mi tiempo con mi mujer o mis hijos. O, por el contrario, he dedicado muchas horas cuidando y educando a mis hijos, pero he descuidado mi carrera profesional. O, quizá, he intentado compatibilizar mi vida laboral y mi vida familiar, y he acabado sin lograr lo que deseaba en ninguno de los dos ámbitos. 

En breve, cualquiera sea nuestra elección, siempre hay una pérdida. Y en eso consiste justamente nuestra libertad. No solo en asumir aquello que creemos la mejor elección, sino en aceptar conscientemente las pérdidas que ella supone. 

II

Todo esto en lo que respecta a la ética individual. Algo semejante ocurre en la esfera social. Pensemos en esos tres bienes fundamentales que definen nuestros ideales políticos: la libertad, la igualdad y la fraternidad. 

Los «fanáticos» se mueven en los extremos. Hay quienes se mofan de las aspiraciones a la igualdad social y política. La consideran un engendro peligroso, sino que la juzgan una tergiversación de la realidad: no solo las personas son desiguales, sino que tienen merecimientos desiguales. Obviamente, en ocasiones, conceden prudencialmente «caridades» para garantizar el bien que les importa: la libertad individual. La actitud es semejante a la de un padre desatento que ofrece dinero a sus hijos para que lo dejen en paz con sus asuntos. Por otro lado, hay quienes, se mofan de las aspiraciones a la libertad individual. No solo la consideran decadente, sino que, además, la juzgan como un elemento corrosivo para la convivencia social. 

La dialéctica libertad-igualdad esta esperando una superación. Puede que un primer atisbo de resolución lo encontremos en el tercero principio en discordia: la «fraternidad». La libertad sin igualdad es una perdida absoluta. Sólo queda el individuo desvinculado, en un mundo que se ha convertido en un destierro poblado de amenazas. La gente se encierra en sus casas, y los beneficios se los llevan las empresas de seguridad. La igualdad sin libertad es solo un consuelo vacío que envuelve nuestras vidas en un «halo gris». 

La fraternidad implica un reconocimiento íntimo de nuestra finitud, de nuestra «soledad junto a los otros»: se trata de compartir nuestros destinos emparentados, pero disímiles.

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