EL COSMOPOLITISMO DE EUGENIO DÍAZ



Hace un par de días murió Eugenio Díaz. Fue un viejo amigo que conocí en mis tiempos “asiáticos”, como me gusta llamarlos cuando "me hago el interesante". Eugenio era un cosmopolita hecho y derecho. No pretendía, como muchos, ser un habitante del mundo, sino más bien un hombre sencillo que fue dando forma a su carácter y personalidad por medio de la ardua tarea de encontrarse con los otros, con esos que no son como nosotros.

Al cosmopolitismo de Eugenio Díaz contrapongo un cosmopolitismo imperialista que pretende hacer del mundo un lugar homogéneo. Un cosmopolitismo de personas que se reconocen idénticas en todos lados, portadoras de un carácter y una personalidad “neutra” como el inglés internacional o el castellano hispanoamericano que es de todos lados y de ninguno.

Para los cosmopolitas de la segunda categoría, todos los nacionalismos son barbarismos primitivos que estamos obligados a combatir y superar. La historia, para éstos, se dirige con dificultades crecientes hacia el ilustrado destino de una hegemonía de la transparencia. La cultura (lo cual incluye la política y la moral) se encuentra al servicio del entendimiento. En este sentido, entenderse significa superar lo disímil, encontrar un consenso que haga posible la superación de las diferencias. Para que esto ocurra, piensa la mayoría, lo que se impone es encontrar un lenguaje común que lo facilite.

Soy conciente de que lo que haré a continuación es afirmar algo más o menos arbitrario, pero nos servirá para identificar algunos patrones que a muchos nos pasan desapercibidos. Entre todas las lenguas, decía hace unos días un periodista de la BBC, comentando el encuentro de Obama con el Dalai Lama, la lengua del dinero es hegemónica. Como ha ocurrido en otras ocasiones, los derechos humanos quedarán relegados a las exigencias que impongan los negocios.

Por el contrario, hay un cosmopolitismo que no cree en procedimientos consensuales ni en fórmulas de imagen para rescatarnos del conflicto. Se trata de un cosmopolitismo que se encuentra lleno de contenido y no se articula por medio de maneras vacías aplicables a todos los contextos y artículos fetichistas que hacen la felicidad de los paseantes en todos los aeropuertos. Se trata de un cosmopolitismo finito, que no está hecho de la convicción de una “humanidad” sin rostro, sino más bien, de una muestra de “humanidad” mestiza, una identidad hecha de mezclas bien contadas.

Para los cosmopolitas de este estilo, no hay “habitantes del mundo”, sino ciudadanos que han hecho suyo identidades múltiples. Somos de Jakarta, Barcelona, Buenos Aires, Bogotá y Delhi, porque nuestro paso físico por esos lugares ha dejado una huella indeleble en nuestro carácter y nuestra personalidad. No hemos pasado indemnes por esos lares sin que éstos imprimieran en nosotros la marca de nuestro maridaje con dicha cultura. Para estos cosmopolitas, no se puede ser de todos lados, pero se puede ser un poco argentino, un poco colombiano y un poco catalán al mismo tiempo.

Para estos cosmopolitas el nacionalismo no es un fenómeno primitivo que debamos dejar atrás, sino la fuente de una identidad cuyos tesoros es indispensable preservar, como se preservan las obras de un poeta que ha dicho el mundo de una manera irrepetible.

Los cosmopolitas abstractos suelen ser moralistas porque en su pretensión de ser de todos lados anida el anhelo de estar por encima de todos. Su moral desarraigada les protege de los códigos de compromiso, de las lealtades y los gestos que los hombres de la tierra utilizan para dar la bienvenida al sol que sale cada mañana y el modo en que aprenden a llorar a sus muertos de manera determinada, de acuerdo con el culto de la muerte al que se inscriban.

Estos cosmopolitas abstractos pretenden el privilegio de imponer sus códigos en todos los puertos, desdeñando la sabiduría de las generaciones, a favor de un pragmatismo que el éxito instrumental parece confirmar.

Eugenio Díaz, despreciaba a estos cosmopolitas abstractos a quienes consideraba enemigos de la cultura y de la historia. Entre las muchas cosas que nos dejó, hoy estoy ocupado en leer sus “Cuadernos de Sumba” y su “Diario de Bangkok”, donde descubrimos a un hombre para el cual otros hombres no eran, como él mismo dijo en cierta ocasión, un lugar donde ejercitar nuestra subjetividad, sino más bien, el milagroso regalo de nuestra posibilidad de ser.

HERMENÉUTICA DE LA VIDA COTIDIANA



Me siento frente al ordenador. Repaso los titulares del periódico A. Elijo dos notas que me interesan. Las leo. Cuando termino, regreso al blog y “cliqueo” para ir al periódico B. Selecciono un par de artículos, los leo. Cuando acabo caigo en la cuenta que estoy otra vez, como siempre, enfrentado a la necesidad de elegir entre dos mundos, dos realidades irreconciliables. No hay nada, excepto la nominalidad de las entidades que se mientan en los respectivos rotativos, que pudiera hacer sospechar, a falta de ellos, que se están describiendo o explicando los mismos hechos, la misma realidad. Eso significa, para empezar, que ni la noción de descripción, ni la noción de explicación resultan convincentes a la hora de comprender la política mediática.

El desafío consiste, dicho muy malamente en lo siguiente: ¿cómo encarar la cuestión de la interpretación sin caer en las trampas que el nietzscheanismo blando nos ha impuesto en la forma de postmodernismo? “Todo son interpretaciones”, decía Nietzsche, y sus herederos nos regalaron la escapatoria fácil de una hipotética equidistancia que acabó convirtiéndose, a partir de los noventa, en la eufórica libertad funcional que apuro la borrachera del poder. Ahora mismo sufrimos la resaca de semejante bacanal.

La respuesta más fácil sería: confrontemos los hechos con las respectivas interpretaciones que nos proponen. Pero es cuestión archisabida que los hechos no son fenómenos neutros a los que podemos acceder libres de toda interpretación. Incluso la elección de los hechos a los que prestamos atención depende de nuestras precomprensiones, es decir, las interpretaciones básicas a partir de las cuales funcionamos en nuestras prácticas cotidianas. De este modo, nuestras prácticas habituales se convierten en los criterios inarticulados por medio de los cuales interpretamos los hechos que a su vez se convierten en una corroboración de nuestras creencias acerca de ellos.

A menos que un evento (la mayoría de las veces azaroso) produzca una “dis-rupción” en nuestro modo de ser en el mundo, la aprehensión de éste parece siempre confirmar “sin ruptura” todas las interpretaciones que sobre el mismo se proyecten. De este modo, se explica por qué razón los adherentes de las más diversas explicaciones siempre encuentra confirmación de sus creencias en el mundo.

Esto es a lo que los filósofos han dado en llamar "círculo hermenéutico": para entender el mundo partimos de nuestras prejuicios, que son los que nos permiten interpretar el mundo y se convierten en la base a partir de la cual damos forma a nuestros criterios interpretativos. La tarea consiste en hacer que ese círculo hermenéutico pase de ser un círculo vicioso, a convertirse en un círculo virtuoso, es decir, que a partir de nuestras interpretaciones básicas seamos capaces de conocer más de la cosa en cuestión, escapando de esta manera a la tarea narcisista de colonizar lo real con nuestra subjetividad.

En este caso, el texto a interpretar es la realidad cotidiana que vivimos, lo que las cosas son, lo que experimentamos en nuestra existencia cotidiana, el modo en que dicha experiencia se construye, los factores, los tropos que vehiculan nuestras experiencia y que precipitan lo que las cosas son, que a su vez vuelven a servir como fundamento a nuestra experiencia cotidiana, dando forma a la historia.

Esto significa que además de la confrontación de lo virtual mediático con lo real experiencial, hay otro dato que no debería pasarnos desapercibido. Se trata de la voluntad política y la voluntad de saber que enmascara al interprete. Nos preguntamos: ¿Qué buscamos en nuestra interpretación? ¿Qué es lo que estamos queriendo ver en el mundo que nos rodea? Ese querer, esa voluntad, es un factor determinante de nuestro ser en el mundo, es decir, del modo en el cual nos paramos frente a las personas y las cosas.

Las cosas, por supuesto, son un poco más complejas de lo que parecen: no se trata de ser positivos o pesimistas, de ser infantiles, cínicos o indiferentes. Se trata más bien de discernir el estado de la cuestión en el seno del alma del ciudadano, del individuo. Uno está tentado a volver a Platón que con cierta sabiduría ahora vetusta, habló de la República para hablar del alma de los individuos, es decir, leer en letras grandes (la del Estado) lo que en letras pequeñas está inscrito en el alma de los hombres.

Tampoco esto acaba de resolver nuestros problemas, entre otras cosas, porque la realidad política, lejos de lo que pretenden algunos iluminados, no se resuelve con meras ecuaciones y análisis técnicos y estadísticas de progresión. Cuando un periodista nos dice que la realidad política, económica y social se reduce a los hechos duros, podemos estar seguro que habla un ideólogo enmascarado. La realidad política, siendo una realidad humana, se encuentra de manera ineludible asociada a las autointerpretaciones que los individuos tienen de sí mismos, la manera en la cual construyen el imaginario de lo que son individual y colectivamente sobre la base de los bienes a los que aspiran.

Sin embargo, estas autointerpretaciones lejos están de ser el producto de la actividad soberana de los individuos en cuestión. Como han señalado los teóricos del poder, es el producto mestizo de redes de relación que fragmentan el tramado social surcándolo vertical y horizontalmente por microfísicas del poder, como decía Foucault, disciplinas, estrategias y concepciones que determinan nuestro modo de ser sujetos, de ser agentes morales en cada época histórica y en cada estrato de lo real en los cuales las épocas se recortan.

HONRAR EL PENSAMIENTO

Vivimos una época curiosa, una época en la cual el pensamiento reducido a su función técnico-instrumental encuentra su mejor aliado en el emotivismo. El pensamiento reflexivo no vive sus mejores horas. Por esa razón se me ha ocurrido, como una especie de recordatorio para mí mismo que eventualmente puede serle de utilidad a un hipotético lector, apuntar algunas anotaciones sobre este asunto.

Nuestras vidas, como venimos diciendo en prácticamente cada uno de los post que hemos colgado en esta página, parecen vivirse, en muchos casos, por sí mismas, independientemente de las decisiones que tomamos al respecto. El propósito de nuestras vidas parece decidirse en otro lado. La empresa capitalista y la burocracia estatal nos imponen estructuras que constriñen nuestros horizontes. Desde el comienzo de nuestras vidas, y aún antes que nuestras vidas sean siquiera una esperanza en el vientre de nuestras madres, estamos sometidos a poderosos discursos, mecanismos y disciplinas de objetivación que convierten nuestras existencias en recursos u obstáculos para el desarrollo de los fines que en esta época histórica se ha impuesto nuestra civilización. Somos educados para formar parte de redes extensas cuyo propósito es el crecimiento y enriquecimiento cuantitativo de dichas entidades y la preservación y aumento de su poder.

Como contrapartida, la cultura contemporánea nos ofrece una serie de disciplinas de “di-versión” que nos permiten escapar a las angustias del sinsentido a través de técnicas de subjetivización. El deporte, el yoga, la meditación y otras terapias afines nos ayudan a vaciarnos de los residuos “cancerígenos” que produce el proceso de objetivación al que estamos sometidos. De ese modo, nuestra existencia pendula entre actividades puramente funcionales y “experiencias de evacuación” que nos hacen sospechar un potencial que de manera efímera nos ayuda a continuar haciendo esfuerzos en la dirección que nuestra sociedad y nuestra cultura ha marcado como ineludible para nuestro tiempo.

Ahora bien, como hemos dicho, en la mayoría de los casos, la solución terapéutica es más o menos efímera. Ni bien hemos acabado con nuestra sesión de running o meditación, o estamos de regreso de la fiesta carnavalesca o del viaje exótico, somos devueltos frente a la pantalla de nuestro ordenador donde volvemos a asumir nuestra existencia no calificada como un nodo del sistema. La sesión de running o meditación, la fiesta y el viaje han puesto un paréntesis en nuestra actividad, pero no han servido para transformar nuestra existencia en la obra de arte que merecería ser. Nuestras vidas son planas como el mundo en el que vivimos, que apura su tránsito hacia la normalización global.

¿Qué es lo que nos queda para resistir este círculo vicioso? Hace algunos años, estando en McLeod Ganj, el Dalai Lama me dió el siguiente consejo: “pensar, pensar, pensar”. A diferencia de lo que ocurre con otros sistemas, lo que el Dalai Lama venía a decir es que el factor determinante y diferencial es la reflexión, la voluntad concertada a echar luz, a clarificar nuestra situación existencial.

Esa reflexión tiene dos aspectos. Por un lado, intentar determinar las características constitutivas de lo que somos como seres humanos lo cual, a su vez, significa ponernos a nosotros mismos en el escenario de la naturaleza para comprendernos como parte de ella y de ese modo determinar nuestros proyectos sobre el fundamento de nuestro ser en el mundo. Por otro lado, como diría Hegel, intentar captar nuestra época en concepto.

Creo que Foucault estaba en lo cierto cuando señaló la relevancia que tiene para nosotros reflexionar acerca del momento histórico que nos toca vivir: ¿qué es lo que está pasando con nosotros? ¿qué es el mundo en este período histórico, ahora mismo? ¿qué es lo que nos está tocando vivir?

En el primer caso, decía Foucault, nos preguntamos: ¿Quién soy yo?, y la respuesta que damos a dicha pregunta es ahistórica, atemporal, universal: somos un sujeto. Ese es el modo en el cual Descartes encaró la cuestión.

La pregunta de Foucault, que tiene su origen en el interrogante kantiano acerca de la ilustración es muy diferente. En buena medida es una pregunta complementaria con la primera, acerca del carácter constitutivo de nuestra identidad, aunque ahora mismo se ha vuelto ineludible para nosotros: ¿Quiénes somos en ese preciso momento de la historia? Lo cual también nos obliga a pensar por qué razón es una pregunta de este tipo ineludible para nosotros, los hombres y mujeres que habitan el comienzo del siglo XXI.

Una pregunta de este tipo no puede responderse haciendo meditación, o haciendo yoga, y probablemente no pueda responderse tampoco en el diván de un psicoanalista o en la charla con nuestro terapeuta preferido. Para responder a esta pregunta hay que volver la mirada al mundo y vernos en él, ineludiblemente, haciendo el esfuerzo de transparentar la radical contingencia de todas nuestras convicciones por medio de una especie de extrañamiento del mundo. Hay que ver al mundo en el tiempo, hay que volver a sorprenderse no sólo por la estructura radicalmente transitoria de nuestros modos de ser, sino con la delicada apreciación de los mundos que en cada caso hemos hecho, pero no con el ánimo museístico con el cual nos enfrentamos a nuestra historia oficial o a las bellas artes, sino desde el presente, o como decía Foucault: con la intención de escribir una historia del presente. Es decir, vernos a nosotros mismos a la luz de la historia que nos ha hecho devenir lo que somos y el futuro que ahora mismo estamos pro-yectando.

RELEYENDO A FOUCAULT

Hoy quiero decir dos palabras sobre la relación que existe entre las instituciones democráticas y el entramado de disciplinas que subyace a cualquier articulación teórica de dichas instituciones.

No cabe la menor duda que la llegada de la democracia a países como España y otras naciones latinoamericanas representa un avance auténtico e incuestionable en términos de política representativa, es decir, en vista a los ideales de igualdad ciudadana. Sin embargo. dichos progresos y la pluralidad ideológica que permite, en el seno de su marco institucional, enmascara una serie de displinas “universalmente” aceptadas que aseguran que los miembros de las sociedades democráticas no alcancen jamás la igualdad y la igualación de poder que los ideales democráticos explícitamente dicen promover.

Como ha señalado en incontables ocasiones Noam Chomsky, si prestamos atención al contenido del debate público en las sociedades democráticas, llama la atención el modo en el cual el “consenso” político-cultural censura cualquier discusión seria en torno a las categorías básicas del propio sistema y la legitimidad de las disciplinas de control, adoctrinamiento y manipulación de la población. Esta censura se realiza por medio de la efectiva ausencia de estas cuestiones en el ámbito no especializado del discurso crítico, o en la puesta en escena de su refutación por medio de la caricaturización o la acusación de extemporalidad de los planteamientos subversivos.

Ni las cuestiones regulativas en torno al rol del estado ahora en boga, en las que se entrecruzan los recién llegados defensores del Estado burocrático después de varias décadas en retirada frente al imperialismo neoliberal promovido por la empresa capitalista, ni los desvergonzados defensores del ultraliberalismo del mercado en quienes no parece haber hecho mella la profundidad de la crisis en curso, abordan la cuestión más alarmente que gira alrededor de la colonización del mundo de la vida por parte de estas entidades en pugna.

El ciudadano, convertido en mero sujeto clientelar es disciplinado para acomodarse a la burocracia y al mercado hasta los confines de su intimidad. El cliente es arrancado de su "interioridad" y sometido a un proceso de banalización de sus ideales de autoexpresión a través de la imposición de bienes sustitutorios que compensan el sacrificio que le impone la sociedad disciplinaria.

Frente a los cortocircuitos funcionales de los individuos, la cultura ofrece un extendido menú de psicoterapias, deporte, turismo, diversos expertises en las disciplinas del alma de oriente y occidente y otras disciplinas afínes con el propósito de reparar el sistema, o se enfrenta con dichas patologías promoviendo políticas de exclusión.

El triunfo relativo y circunstancial del discurso neokeynesiano entre una parte de la población, aun cuando resulta improbable que esto tenga efectos efectivos en vista a la extensión flotante del poder corporativo y la debilidad de la política encadenada a la jurisdicción territorial, resulta intrascendente en lo que respecta a la paulatina disolución de la soberanía del anthropos qua anthropos, como individuo y participe en un proyecto de perfección comunitaria.

LOS PRISIONEROS "FANTASMA"

Rebelión.org informaba hace unos días acerca de un documento, realizado por un grupo independiente de expertos de las Naciones Unidas, en el cual se alerta sobre la utilización sistemática de detenciones secretas como estrategia en la llamada lucha antiterrorista, que amenaza con convertirse, debido a la extensión y naturaleza de dichas prácticas, en crímenes de lesa humanidad.

Todos recordarán que hace algunos años un escándalo de enorme relevancia inundó las portadas de los periódicos del mundo poniendo fin a cualquier pretensión “humanista” de la Europa economicista que los tecnócratas le robaron a los idealistas de antaño y a una izquierda paralizada por el éxito neoliberal. Una manera incuestionada de ser en el mundo parecía ser el destino al que estábamos todos llamados. Sólo bastaba reducir al orden a los díscolos del planeta, y alcanzaríamos el cénit de la historia en el que el capitalismo del libre mercado y la democracia liberal, decían, se daban la mano para siempre jamás.

Sin embargo, en aquellos días descubrimos que el neoliberalismo y la democracia no se llevan muy bien cuando se pretenden en el mismo paquete. En esos días aún aciagos, cuando aún la población del Atlántico Norte permanecía sumida en la ilusión de un crecimiento flotante, cuando aún no había caído en la cuenta que la sombra que se aproximaba amenazante era la del ave que anunciaba su propia debacle que acabaría por mucho tiempo con las arrogancias de una seguridad autista; en esos días - digo - cuando aún los intelectuales y los políticos de la derecha de siempre y los progresistas conversos vivían de los dividendos que el derrumbe del bloque soviético les había regalado, y danzaban eufóricos los ritmos afiebrados de los noventa y los post-noventa más duros, más crueles pero igualmente prometedores; en esos días en los que el grotesco imperialismo estadounidense era repudiado por todos sin que por ello pusiéramos en cuestión nuestro estilo "americanizado" de vida, nuestra cómplice participación en el diseño y puesta en práctica de una maquinaria asesina que acabaría cayendo sobre nosotros muy pronto; en aquellos días - vuelvo a decir - fue que Condi Rice visitó la Europa vetusta y denostada, la Europa asomada a su propio abismo para darle el toque de gracia que acabaría para siempre con sus ilusiones civilizacionales.

¿Qué es lo que vino a decir Condi Rice entonces? Bueno, vino a decirle a la opinión pública europea, a la engreída y culta Europa de los derechos humanos, que las denuncias que se habían realizado contra “América”, contra la política antiterrorista promovida por los Estados Unidos de América, contra una estrategia sistemática de detenciones ilegales y secretas, no cabía negarlas. No, todo lo que se decía de "América" era más o menos cierto, pero había algo más, había que agregar que en esas prácticas de la inteligencia estadounidense, la CIA había tenido excelentes cómplices. Y ¿quiénes eran dichos cómplices?, los mismos gobiernos que ahora, presionados internamente, se llenaban la boca hablando de derechos humanos y se atrevían a sermonear al gran amigo americano.

Sí, “América” había tomado la determinación soberana de construir una cárcel como Guantánamo para salvar a “América” del terror. Sí, “América” había decidido subcontratar a agentes sanguinarios y poco escrupulosos en países lejanos para realizar el trabajo que la propia legislación estadounidense prohibía con letras mayúsculas. Sí, “América” había dado permiso incondicional a sus fieles agentes para realizar una guerra sucia contra el terror, deteniendo sospechosos secretamente, haciéndolos desaparecer, trasladándolos a lugares imposibles de rastrear y sometiéndolos a experimentos destinados a quebrantar la voluntad de los mismos por medio de la manipulación de sus cuerpos y sus mentes.

Todo esto, venía a decir Condi Rice, era perfectamente cierto, pero “América” no había estado sóla en este asunto. Europa no sólo había dado autorización para que se realizaran vuelos con prisioneros "fantasma" a través de su territorio. No sólo había autorizado la utilización de sus bases aéreas, sino que había participado de dichas operaciones con sus propios agentes de inteligencia en muchos casos.

Fuimos muchos los que entonces participamos en el debate público que se desató en torno al asunto, pero quizá, lo que no preguntamos suficientemente, lo que olvidamos en el calor de la batalla dialéctica, lo que dejamos pasar en medio de nuestra indignación, es que los cientos, quizá miles de detenidos que fueron encarcelados en mazmorras y sometidos a esos experimentos físicos y psicológicos de los que podemos darnos una idea por lo que se ha dado a conocer sin sonrojo alguno por parte de sus responsables, aún continúan desaparecidos. ¿Quiénes son? ¿Cuántos son? ¿Por qué razón están allí? ¿Dónde se encuentran?

La guerra contra el terror es también una guerra que promueve el terror. Es una guerra contra otros mundos posibles, a favor de un mundo imposible. Es la guerra del capital contra la democracia. Es la ruptura definitiva que desenmascara hasta qué punto los estamentos de la empresa capitalista se encuentran divorciados de la libertad que imaginó nuestra civilización.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...