LOS DESARMES


En entradas anteriores constatamos que la violencia delincuencial que sostiene el llamado estado de “inseguridad” que define nuestro ánimo socio-cultural, se encuentra estrechamente relacionado con ciertas prácticas de exclusión ideadas, en principio, para la superación del miedo.

Evidentemente, vivimos en sociedades medrosas. Pero dicha medrosidad no tiene una causa exclusivamente coyuntural. Es necesario recordar que el miedo es un estado afectivo constitutivo de la existencialidad humana. No voy a elaborar una fenomenología del miedo. Me remito a los capítulos de Ser y Tiempo en los cuales Heidegger rastreó estas cuestiones y las expuso a nuestra consideración. Lo que quiero, en cambio, es mostrar de qué modo el miedo, al ser un constitutivo existencial del ser humano, se exacerba cuando se asume una versión hiperindividualista (y, por ende, distorsionada) de nuestra condición.

En segundo término, quiero referirme a la temporalidad, y con ello al carácter impermanente o transitorio de todas nuestras experiencias. No cabe duda que en la era de la técnica, como la llamaba Heidegger, la experiencia de la temporalidad adquiere una característica distintiva que se funda en una concepción espacializada del tiempo, como nos enseñó Walter Benjamin en sus “Tesis sobre la filosofía de la historia”, que tiene un impacto decisivo en los modos de autocomprensión del hombre moderno.

Sin embargo, como ocurre con el miedo y lo que el miedo dice acerca del modo de nuestra autoaprehensión como entidades autónomas, además de la caracterización epocal es necesario recurrir a la investigación ontológica para acceder al modo constitutivo de nuestra existencialidad en este respecto. No es mi intención progresar en estos análisis ahora mismo. Me basta con dejar sentada la necesidad de una reflexión en esta dirección. Lo que pretendo, en cambio, es echar luz sobre dos anhelos religiosos que pueden ayudarnos a comprender la naturaleza de nuestros padecimientos y comprender el verdadero sentido de ciertas prácticas contemporáneas que nos asombran o nos indignan.

Los budistas, como los adherentes religiosos de otras tradiciones, hablan de un estado absoluto sin miedo. En el caso budista, esta condición es ejemplificada por Buda. Ahora bien, al contrario de lo que ocurre con nuestras apuestas armamentistas con las cuales pretendemos proveernos de la seguridad que requerimos, Buda adoptó una solución inversa: el desarme.

En una de sus acepciones se dice que armar se refiere “a vestir o a poner a alguien armas defensivas u ofensivas”. En otra de sus acepciones se refiere a las acciones dirigidas a concertar o juntar varias piezas a la hora de la composición de un artefacto. Lo que pretendo a continuación es establecer la relación interna entre estas dos acepciones de modo que podamos echar luz a las cuestiones que nos incumben desde el comienzo.

En primer lugar, es un hecho preocupante e incontestable que existe una estrecha conexión entre la exacerbada sensación de inseguridad que viven los individuos y las colectividades, por un lado, y el avance incontenible de la aplicación de tecnologías y políticas de la seguridad. Lo que debemos establecer es (1) cuál es la relación existente entre esas experiencias de inseguridad y las prácticas que se les contrapone en términos ontológicos, lo cual nos permitirá (2) elaborar sobre ese perenne anhelo de paz que alimenta a los seres humanos.

A partir de las enseñanzas budistas podemos inferir dos modos de “desarme”. Por un lado, el desarme puede referirse a la renuncia a las prácticas belicistas, como cuando mentamos el desarme armamentista o la renuncia a la carrera armamentista en el ámbito de la política internacional. De modo análogo, podemos referirnos al desarme en términos individuales como una renuncia explícita de cualquier modo de protección o estrategia violenta a la hora de lograr nuestros objetivos. Sin embargo, esta no es la única acepción de la palabra armar que nos incumbe. Hemos visto que armar puede referirse a la acción de concertar o juntar piezas a la hora de dar forma a un conjunto, es decir, a la acción de totalizar. En este sentido, podemos hablar de desarme cuando nos referimos a las prácticas deconstructivas de nuestras identidades entendidas como surgidas de la actividad totalizadora del sujeto respecto a sí mismo y a sus comunidades de pertenencia.

Ahora bien, comencemos exponiendo una advertencia. En otras entradas de este blog puede constatarse que el autor se resiste de manera concertada a las concepciones posmodernas que aun hegemonizan la cultura contemporánea. En este sentido, el erudito tibetano Tsong-Kha-pa sostenía que no es posible la “desconstrucción” que pretende el “yoga de la vacuidad” que promueve la filosofía madhyamika para un individuo que todavía no ha establecido su identidad relativa. De manera semejante, como ha advertido el filósofo argentino José Pablo Feinmann, es necesario, antes de matar al sujeto, construirlo. Las modas postmodernas han infectado nuestra cultura con un afán nihilizante que elude la acuciante necesidad constructiva que antecede cualquier práctica filosófica seria. La maestría de la subjetividad es un a priori ineludible antes de cualquier práctica deconstructiva. La cultura de masas dificulta la asunción de esta responsabilidad insoslayable. O incluso más, sus mecanismos sociales contribuyen a la disolución de cualquier construcción identitaria auténtica.

Dicho esto, pasemos a la cuestión que nos interesa ahora mismo. Las apuestas de desarme en su acepción común (renunciar a las armas), sólo pueden tener éxito si van acompañadas por un desarme identitario. En este sentido, consideramos a las identidades como el emergente de una práctica de armado, como la concertación o conjunción de rasgos sedimentados de nuestra personalidad en equilibrio y consonancia con las aspiraciones que dan sentido teleológico a nuestra actividad existencial.

Somos un carácter, una condición relativa y un conjunto de fines que nos definen. Al tiempo que definen a los otros (potenciales antagonistas y enemigos) quienes no comparten algunos de dichos caracteres con nosotros. De este modo, el desarme bélico debe estar acompañado o fundado en un desarme identitario. Cuando reconocemos nuestra común humanidad, o nuestra común condición sufriente vamos en esa dirección. Lo mismo ocurre cuando relativizamos, utilizando un análisis genético o estructural, nuestra condición identitaria. O cuando enfatizamos la dependencia conceptual de dichos constructos. En todo caso, lo importante es que no podemos reducir la violencia sin hacer esfuerzos en el desarme de nuestras identidades. Lo constatamos en todos los niveles de las relaciones interhumanas y en el modo en el cual establecemos nuestra relación con el resto de la naturaleza sentiente.

Una herramienta eficaz que puede ayudarnos a disminuir nuestra fijación identitaria son aquellas reflexiones en torno a nuestra temporalidad. La conciencia de que somos, como decía Heidegger, seres-para-la-muerte, puede ayudarnos a disminuir nuestra obstinación y recurrencia en lo que somos. De manera análoga, la conciencia de las ineludibles pérdidas que hemos sufrido y nos depara el futuro. Lo perderemos todo. Aquello que con esfuerzo acaparamos esta llamado a la dispersión. Aquellos reunidos por el afecto, de manera análoga, están llamados a la despedida.

En este sentido, las prácticas budistas se distinguen de nuestras habituales formas de alienación. Mientras nosotros enfatizamos el ocultamiento de nuestra condición finita y la inmortalidad que provee la experiencia acelerada que anula la temporalidad, el realismo budista nos convoca a una experiencia no censurada del sufrimiento como presupuesto ineludible para alcanzar la anhelada paz.

Comentarios

  1. Según algunos expertos occidentales, al nacer y en los primeros compases de la vida, hay dos miedos naturales, a la oscuridad y al vacío, luego la socialización va introduciendo “ dependiendo de las pedagogías” otros temores, hambre , inseguridad, sufrimientos físico etc.
    El miedo tiene múltiples formas de afectación sobre los seres, paraliza, hace tomar la peor elección, otras veces fortalece el espíritu de lucha o resistencia, dependiendo de circunstancias y entrenamientos.
    Como individuo que ha ejercido la violencia en el ámbito de la militancia política y algunas veces antes mientras convivía con cientos de niños en el internado en defensa de mi parcela, considero que el recurso a la violencia no es resolutivo para nuestro drama existencial y que como se indica es necesario que el desarme sea completo con la identidad que lo sustenta, para hallar otra forma de resolver los conflictos.
    La utilización actual que se hace del miedo social, a la pérdida de lo que va quedando, que contribuye a generar un goloso mercado de protección, puede tener reacciones insospechadas y llevarnos a todos de nuevo al rearme.

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