LA VIEJA EUROPA OPTA POR LA CIRUGÍA ESTÉTICA


Seis gobiernos europeos reconocerán hoy a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela. Entre ellos, el que preside Pedro Sánchez, quien llegó al poder a través del apoyo parlamentario de los opositores de Mariano Rajoy.

Detrás del reconocimiento de Guaidó se abre un abanico de incógnitas. La situación de Venezuela es de una inestabilidad evidente, y los antecedentes de los cambios de régimen en Siria y Libia patrocinados por Estados Unidos y la Unión Europea no auguran nada bueno, excepto para los «inversores», por supuesto.

Donald Trump quiere recuperar la región a cualquier costo. «Todas las opciones están sobre la mesa» - declaran sus funcionarios de primera línea. Y los gobiernos europeos, que en el pasado reciente (recordémoslo) denostaban el advenimiento de Trump, su racismo manifiesto, y su prepotencia diplomática, hacen fila para cumplir con su mandato.

No se trata de un movimiento aislado por parte de los Estados Unidos, sino de una estrategia global que empieza poco a poco a dibujarse con claridad frente a nuestros ojos. A pocas horas del reconocimiento europeo de Guaidó como presidente interino de Venezuela (todo un triunfo de la «diplomacia anti-diplomática» de Trump), el gobierno estadounidense anunció que desplegará en Iraq el dispositivo de control sobre Oriente medio, con los ojos puestos sobre Irán (otra de las patas del «eje del mal»). De este modo, la continuidad de la política exterior estadounidense queda ratificada. No importa cuán diferentes puedan ser los estilos y talantes de sus presidentes en la superficie de sus comportamientos, los Estados Unidos no renuncian a su vocación imperial.

La campaña humanitaria que proyectan los Estados Unidos en territorio venezolano se financiarán con los fondos «incautados» por el gobierno estadounidense a Venezuela, y como ocurrió con Iraq y con Libia, los juristas internacionales preparan ya los papeles para asegurar que los Estados Unidos controlen el petróleo tan codiciado y el resto de los abundantes recursos materiales del pueblo venezolano, a cambio de la liberación en marcha.

Un conflicto bélico en Venezuela no parece preocupar a los gobiernos europeos. Los esfuerzos por una mesa de diálogo que permita una salida alternativa a la crisis no ha merecido consideración alguna, pese a la disposición reiterada del gobierno de Maduro que ha llamado una y otra vez a algún tipo de conciliación, y pese a los buenos auspicios del Papa Francisco (el «Papa populista» o «peronista»- dicen algunos) por evitar el derramamiento de sangre y condenar la agresión imperial. Hace unas semanas, Francisco se refirió en Panamá a aquellos que pretenden volver a convertir la «Patria Grande» en el «patio trasero» de los Estados Unidos renovando la vigencia de la doctrina Monroe.

La prensa europea ha hecho sus deberes. La opinión pública ya tiene su «monstruo». Está convencida que la tragedia que se avecina tienen un único y exclusivo responsable: el presidente Maduro, el actual líder de la Revolución Bolivariana, embanderada tras el espectro de Hugo Chávez.

En las últimas horas, en una entrevista concedida al periodista catalán Jordi Évole, el presidente Maduro nos recordó la suerte de Saddam Hussein, ahorcado en Irán. Sabiéndose acarrolado y con la soga al cuello, repetía: «No nos rendiremos». «El pueblo venezolano no se rendirá».


La historia vuelve a repetirse. Como en otras ocasiones en el pasado, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas vuelve a reunirse para representar su pantomima habitual. La semana pasada, por petición de los Estados Unidos, y ante la indignación de la delegación rusa, el gobierno de Trump informó a la comunidad internacional su decisión de actuar con firmeza ante el «enemigo común de la humanidad» que es el dictador Nicolás Maduro. También recordó al mundo cuál es el criterio que utiliza para distinguir entre aquellos que «están con nosotros» (y aceptan sin chistar «nuestras decisiones») y aquellos que «están contra nosotros» (y tienen el tupé de «criticarnos»). Fiel a la venerable tradición excepcionalista de los Estados Unidos, el enviado de Washington en la ONU defendió en el seno del organismo multilateral el derecho unilateral de su país a cumplir con su rol de soberano global.  


El pretexto (como ocurrió con Bosnia, Iraq, Afganistán, Somalia, Siria, Libia, y en tantos otros escenarios) es la defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos. La verdadera razón, sin embargo, es la protección de los intereses de clase. 

Frente a estas agresiones al derecho internacional, Europa solía, no hace mucho, alzar débilmente su voz. Hoy permanece trémula y dividida. La «vieja Europa», que en en el pasado reciente se enfrentaba retóricamente a la prepotencia estadounidense, se presenta hoy «rejuvenecida», «aggiornada», gracias a la cirugía estética a la que ha sido sometida. El problema es que sus políticas neoliberales, su crisis institucional terminal y su creciente inclinación a responder contra el espíritu de su imaginaria constitución progresista, la han dejado más escuálida y más patética que nunca antes en su historia reciente. 

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