COVID-19. La crisis en Catalunya

«Salut» informa

Hace unas semanas, cuando se anunció la primera rueda de prensa informativa sobre la epidemia por parte de la Generalitat de Catalunya, me senté frente a la televisión a escuchar el mensaje. Cuando el responsable acabó con su torpe alocución y sus alusiones veladas a la excelencia del servicio de salud catalán, tomé la decisión: mis hijos no concurrirían más a la escuela hasta que supiéramos qué estaba pasando. Los indicios mostraban que las autoridades no parecían querer entender la gravedad del problema al que nos enfrentábamos.

Un poco de memoria

Lo primero que quiero hacer en esta nota es recordarle a la gente que el sistema de salud catalán no es ya «excelente», pese al esfuerzo de los servidores públicos que diariamente trajinan en sus hospitales, centros de atención primaria, quirófanos, laboratorios y otros servicios afines. Es un sistema que ha sido sistemáticamente vaciado, saqueado, malversado, desfinanciado por los grandes defensores de la patria catalana [1]. 

En segundo lugar, recordarles que no hace mucho, cuando la espuma independentista se convirtió en cerveza tibia, los trabajadores de la salud salieron a la calle a protestar masivamente por las condiciones de trabajo y la escasez de recursos. 

Esto es importante, porque en este país de relatos fantasiosos, todo se olvida muy pronto, y los mismos que ayer nos metieron en problemas, hoy vuelven a presentarse ante las mismas audiencias como héroes nacionales. 

Lo cierto es que, en aquel momento, escuchando al responsable de la «operación maquillaje» de la Conselleria de Salut, comprendí lo que cualquier persona con dos centímetros de memoria debería haber recordado, que las élites políticas de este país no son, en modo alguno, dignas de nuestra confianza. 

El Mobile

Todo comenzó con las absurdas quejas de tertulianos, políticos y expertos de pacotilla que desfilaron por las televisiones y radios públicas del país indignados ante el golpe al bolsillo de los catalanes que suponía la embestida contra el Mobile. Y lo decían así: «embestida», porque era un complot contra «lo nuestro». 

Recuerdo de aquellos días haber sintonizado Betevé y encontrar a dos profesoras de la universidad pública protestando con estridencia en contra del director de la Organización Mundial de la Salud por haber utilizado palabras «catastrofistas» en su alocución de aquella tarde. Decían que Tedros Adhanos, el director de la OMS, había sido un «irresponsable».

Este tipo de argumentación desinformada, pretensiosa y emocionalmente desequilibrada es habitual entre los referentes comunicacionales del país. Yo lo denomino «el efecto Rahola», una periodista catalana que ha forjado su fama encarnando vulgaridad comunicacional e indignación intolerante que le ha valido numerosos imitadores y «celebrantes» [2].

La cultura del lugar común

Atrapados entre los inexpertos habituales, la sociedad catalana recibe sistemáticamente como alimento argumentativo una «batahola» de lugares comunes, que una parte de la ciudadanía repite como mantra, acostumbrada a análisis pre-digeridos, seguidismo obsecuente, y el temor a alejarse de la normalización cultural en la que ha sido organizada.

En este contexto, me pregunto: ¿por qué confiar en estas autoridades políticas, o en el sistema de comunicación que media entre nosotros? 

La hegemonía política del independentismo ha resultado en un verdadero fracaso para Catalunya en todas las dimensiones de su vida social, política, económica e, incluso, cultural. La prensa local, y la cultura crítica del país, se ha entregado enteramente a ese fracaso, abrazándose a los responsables de este retroceso notorio que todos percibimos con tristeza dentro y fuera del país. 

En estos momentos trágicos que vivimos (y el adjetivo no es casual), en los que además de los miles de muertos y cientos de miles de enfermos, la sociedad en su conjunto experimenta la angustia de un futuro incierto, la frivolidad política y cultural del país se vuelve más evidente. 

Pongamos un ejemplo: La decisión del Govern de transformar el 061 en un número telefónico gratuito después de haberlo privatizado.

La medida se tomó esta mañana, unas horas antes de que el gobierno reconociera oficialmente lo que era, a esas horas una evidencia: se ha perdido el control de la trazabilidad del contagio, y la proyección matemática augura en los próximos días un aumento exponencial de los afectados en el territorio.

Vale la pena tomar nota del contexto. La decisión del Govern sobre la gratuidad del 061 solo ocurrió, como es habitual, como reacción. Esta vez a la siempre oportunista denuncia de Ciudadanos ante las autoridades europeas por el tratamiento negligente de la crisis. Es más que significativo que un partido tan a la derecha como el que hoy preside Arrimadas, comprometido con la aplicación sin cortapisas de políticas neoliberales, pueda correr a los patriotas progresistas catalanes por izquierda.

Pero es que, la «Catalunya oficial», es un fracaso rotundo, que solo la riqueza circunstancial del territorio, las carambolas geopolíticas, un pueblo trabajador, formado también por una generosa inmigración que supo poner el «lomo», y ciudadanos venidos de los diez puntos cardinales del planeta que tiran del carro, permite sostener.

No confiar

Por lo tanto, mi respuesta es un «no» rotundo. No confío en las autoridades políticas y sanitarias catalanas, como tampoco confío en las autoridades políticas y sanitarias centrales y europeas, y quisiera convencer a mis conciudadanos de lo siguiente: volver a dar carta blanca a estas autoridades, movidos por las usuales razones emotivistas que explotarán estos días, es un despropósito, porque lo que estamos obligados a hacer es fiscalizar las medidas que se han tomado y se están tomando, con gesto señero y actitud exigente. Desde hace ya algunas horas ha comenzado el operativo de las TVs públicas para descalificar cualquier crítica dirigida a la gestión gubernamental de la crisis. 

En el caso de las autoridades catalanas, han dado prueba suficiente de sus negligencias durante los últimos años. El paternalismo que les ha valido el seguidismo popular no ha servido para gran cosa, excepto para arrastrar al país, una y otra vez, a abismos existenciales y estructurales que bien podrían haberse eludido. Si los mismos líderes políticos todavía están allí, aferrados a sus poltronas, es porque sus decisiones cotidianas están refrendadas por lo que yo denomino la «Stasi catalana», formada por intelectuales, académicos y periodistas del país que se han impuesto una tarea colosal: desarmar la crítica interna, achacándole todas las culpas a la fortuna o al enemigo exterior. 

Pero lo que ahora mismo está pasando es grave. Y la gravedad no se reduce al patógeno que nos invade, ni a la psicosis que nos afecta. Lo que hoy vuelve a ponerse en evidencia es la mediocridad notoria de los cuadros políticos y tecnocráticos que nos gobiernan, por un lado; y la falta de actitud crítica por parte de los sectores sociales que los acompañan, atrapados en sus contradicciones e hipocresías, hábitos de victimización, y un moralismo exacerbado que inquieta y amordaza a sus críticos. 

Narrativas en pugna

Mientras las autoridades mundiales alertaban hace pocas semanas sobre la gravedad de la crisis que se avecinaba, las autoridades políticas catalanas sacaban pecho, exigiendo que se respetaran sus protocolos, ufanándose de la superioridad de su sistema de salud. 

«Los chinos son los chinos, pero a nosotros, cómo podría pasarnos algo semejante», parecían decir. Ni siquiera el cierre a cal y canto de Italia les sirvió como escarmiento. Las autoridades locales y sus mandarines en los medios públicos se negaron a discutir abiertamente la cuestión. Se dedicaron a repetir como loros que todo estaba controlado, que el pánico era infundado, que la salud pública era sólida, y que había que confiar. 

Este contexto de mensajes cruzados es lo que explica la frivolidad de una sociedad civil que se autopercibe como militante y políticamente activa, pero que, una y otra vez, demuestra sus limitaciones críticas. 

Atrapados entre los severos avisos de alerta emitidos por las autoridades globales, y las excusas blandengues de los voceros locales, la ciudadanía se vio desarmada, obligada a enfrentar el período de crisis sin preparación alguna.

No se salva nadie

Por mi parte, inútilmente esperé que los directores de escuelas e institutos, los docentes, los responsables en las asociaciones de padres, o los encargados de las empresas subcontratadas que sirven al colectivo de niños y adolescentes emitieran una circular proponiendo alguna medida preventiva, sea para abordar cuestiones tan insignificantes y poco costosas como la higiene en las aulas, o los hábitos de los niños en los comedores. En un mes de crisis no recibí ni un solo mensaje. Y cuando se planteó el problema, la respuesta fue: «debemos esperar a lo que digan las autoridades sanitarias». Obviamente, esto resulta sorprendente si pensamos en la catarata de mensajes inútiles que diariamente se emiten promoviendo toda clase de causas simbólicas con gestos vacíos. 

Tampoco circularon mensajes de WhatsApp, ni se enviaron correos electrónicos entre los usuarios de esos servicios planteando alternativas o líneas de acción futura ante la crisis que se avecinaba. Ni padres, ni abuelos, ni docentes se preocuparon por pensar colectivamente los peligros a los que nos enfrentábamos o las respuestas que podíamos articular ante semejante desafío. Eso sí, hubo las bromas histéricas de turno, fruto de la impotencia que supone no poder expresar nuestras dudas y temores por miedo a ser criticados por la maquinaria de control social que nos envuelve.

Soy responsable también de tu contagio

Ahora sabemos que nos enfrentamos a algo serio. No se trata de una simple gripe y hay vidas en juego. Después de varias semanas frivolizando sobre el tema, ha llegado el momento de entender que, aún cuando muchos de los infectados experimentarán síntomas leves, la tasa de contagio gira en torno a 3.4. Es decir, cada infectado contagiará entre 3 y 4 personas de media. Eso significa que, si nosotros mismos somos contagiados (aunque nuestros síntomas sean leves), al menos 1 de las 4 personas que nosotros mismos contagiaremos podría experimentar síntomas graves, o incluso la muerte. Como diría Aristóteles, aquí quienes se ufanan de valentía no hacen otra cosa que conducirse de manera egocéntrica y temeraria. 

Aprovechando los días de receso que tenemos por delante, habrá que ir pensando qué repercusiones tendrá esta etapa en nuestras vidas futuras. Es indiscutible que no volveremos a ser los mismos. Lo cual no significa necesariamente que acabaremos siendo mejores o peores.  Dependerá de nosotros, del modo en que utilicemos las circunstancias, si avanzamos hacia una sociedad más solidaria, ecológicamente más sostenible y genuinamente democrática, o seguiremos profundizando en nuestra idiotez que, tanto aquí, en Catalunya, como en el resto de Europa, resulta cada día más amenazante. 

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[1] El caso madrileño probablemente sea aún más dramático. En un reportaje emitido por la Televisión española, un enfermero al que se le pedía que expusiera su experiencia de estos días de crisis denunciaba lo siguiente: 

«Ahora mismo, 1.388 casos de coronavirus confirmados en Madrid y la sanidad pública madrileña en el año 2008 tenía 2.100 camas más. Yo creo que con esto lo he dicho todo» (Fuente: Público)

Los recortes y la transferencia de recursos al sector privados son parte de la tragedia que vivimos. Probablemente, los retrasos a la hora de tomar decisiones más contundentes se haya debido, en parte, en la necesidad de descomprimir y evitar el colapso de una sanidad pública adelgazada por el saqueo perpetrados por las élites de ambos lados de la imaginaria frontera en disputa. Una vez más, comprobamos que para las élites locales, obsesionadas exclusivamente con sus privilegios, las cuestiones identitarias siempre han servido para esquilmar al pueblo. 

[2] Hoy, la periodista Pilar Rahola, en La Vanguardia, horas antes que el epidemiólogo Oriol Mitjà fulminara la gestión de la crisis por parte de la Generalitat explicando que lo que se estaba haciendo, se estaba haciendo muy mal, debido a que la reproducibilidad de la transmisión es muy elevada en Catalunya, y la situación exige medidas extraordinarias que nadie parece atreverse a tomar, la periodista nos sorprendió con una protesta:

¡Basta de hablar de Coronavirus!

Por ello, la columna que publicó está dedicada al «satisfyer», ese adminículo apasionante (para mi desconocido hasta esta mañana) al que dedicó su columna, explicando las ventajas y desventajas de esta nueva tecnológica al servicio del orgasmo femenino. 

Eso sí, lo hizo con clase, recordándonos en la primera línea del texto que su desliz hacia estos asuntos estaba plenamente justificado. Se trataba de «obediencia debida» a Quim Monzó, «cuyos deseos, como dice Rahola y todo cultureta del país bien sabe, son órdenes para todos nosotros. 

De estos héroes está hecha nuestra patria…

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