LECCIONES DEL COVID-19

Dónde estamos

Quiero darle otra vuelta de tuerca al argumento que empecé a desarrollar en mi entrada anterior. Ahora tenemos tiempo para pensar qué hemos hecho y por qué estamos donde estamos. La fotografía es bastante deprimente. Y no me refiero al confinamiento, sino al caos reinante.


Hace unas horas bajé a comprar unas frutas y unos vegetales. La encargada estaba protestando por la actitud de muchos de los clientes que habían, literalmente, saqueado las reservas, llevándose todo lo que encontraban, pese a las advertencias del gobierno y la garantía del abastecimiento.

Ahora bien, resulta fácil, como hace hoy la prensa local, responsabilizar a los ciudadanos, y hacer un llamamiento al civismo y a la responsabilidad de los individuos. Sin embargo, hay algo que huele mal en este argumento cuando pensamos en la evolución de la crisis. No estamos hablando de un terremoto, ni de un ataque terrorista, estamos hablando de una de las crisis sanitarias más anunciadas de todos los tiempos. 

Los chinos

China anunció el comienzo de la crisis casi desde el comienzo (pese a las reiteradas denuncias en su contra por el establishment occidental, siempre en guerra abierta contra sus contrincantes geopolíticos), pero, además, se tomó en serio la crisis y logró ganar tiempo para que el resto del mundo se preparara. 

Eso fue lo que hizo China, le dio a Europa, a los Estados Unidos, y al resto del mundo, tres o cuatro semanas de ventaja. También le ofreció un laboratorio (su propia política de contención) que debería haber sido observada con cierta simpatía por parte de las autoridades occidentales, especialmente teniendo en cuenta los datos cuantitativos que nos llegaban, primero desde Wuhan, y luego del resto del territorio. 

Pero esto, como sabemos, no fue lo que ocurrió. Los europeos se dedicaron a hablar del autoritarismo chino, y se felicitaron a sí mismos por dos cosas. Primero, por la tradición democrática europea (que una vez más les permite demostrarse a sí mismos su superioridad moral sobre toda otra civilización). Y, segundo, el extraordinario sistema de salud que poseen.

Obviamente, ambos enunciados son controvertidos y discutibles, especialmente a la luz de lo que ha acabado ocurriendo y lo que puede ocurrir debido a la cadena de negligencias observadas.

La democracia europea

Comencemos por lo primero, el carácter democrático de la sociedad europea. A menos que nos refiramos a la cuestión formal, al tema de las papeletas y otras delicias del liberalismo político en su actual dispensación, no parece acertado sacar lustre a la pechera sobre esta cuestión. 

Democracia es, como suelo decir, «un nombre en disputa». No solo define la posibilidad de la ciudadanía de elegir periódicamente a sus representantes políticos, sino que se espera (y esto es lo más importante) que esos representantes políticos, esas autoridades delegadas del pueblo soberano, quieran y puedan resolver los problemas que enfrenta la ciudadanía, que estén a su servicio, y no al servicio de minorías privilegiadas. La democracia exige que las autoridades políticas electas cuenten con los instrumentos materiales y jurídicos para cumplir con el mandato popular. 

Como en otras crisis anteriores (la llamada crisis de la subprime es la primera que se nos viene a la mente) nuestros representantes políticos demuestran ser estériles. Su función es, aparentemente simbólica, y en ese sentido, están en línea de continuidad con las monarquías que colorean los territorios políticos en el mapa europeo. 

Símbolos, gestos, simulacros. En el caso concreto que nos concierne, cuando el COVID-19 se desató, no fueron los gobiernos los que lideraron los procesos, sino las grandes corporaciones que impusieron sus tiempos e iniciaron los procesos de respuesta con celeridad.

La salud pública española

Pasemos a la segunda cuestión, la aparente superioridad de la salud pública europea, específicamente española (y, por ende, catalana). 

En estos días nos hemos enterado de algo que debería habernos llamado a todos la atención. Nuestro sistema de salud puede colapsarse en cualquier momento. 

No solo no tenemos un plan de contingencia para el coronavirus. No tenemos plan de contingencia para ninguna de las amenazas que nuestros líderes políticos, nuestros funcionarios públicos, nuestros directivos de ONGs, nuestros periodistas de cabecera, diariamente utilizan en sus retóricas publicitarias o electorales. 

No estamos preparados para una catástrofe natural, por ejemplo, de esas que diariamente ocupan las pantallas de la televisión cuando quieren vendernos un escenario demoníaco basado en el cambio climático u otra distopía al uso. 

Y nuestras limitaciones son mucho mayores de lo que imaginábamos. En Madrid, capital del Estado español, un par de miles de afectados con necesidad de internación en una UCI, colapsarían el sistema. Y 10.000 infectados en todo el territorio español, ahora sabemos, es un número que hará tambalear la salud pública. 

Recordémoslo, 10.000 afectados no es un número inconmensurable. Si contamos por cada persona afectada un nombre y dos apellidos, estamos hablando de 30.000 palabras, unas 30 o 40 páginas, formato Times New Roman, tamaño 12, espaciado 1,5. Leer el nombre de todos los contagiados nos llevaría un par de horas. 

La escuela pública

Ahora pasemos a la microfísica del problema. Para ello, vuelvo a la escuela pública, donde siempre preparamos toda clase de actos a favor de toda clase de causas: la lucha contra el cambio climático, la igualdad de género;
 los derechos de refugiados y migrantes. Para demostrar nuestro «compromiso progresista» con esas causas hemos dedicado un porcentaje importante de los recursos de las familias a organizar toda clase de eventos lúdicos, artísticos y similares, con la idea de que, al hacerlo, ayudaremos a los chicos a tomar consciencia de las luchas a las que tendrán que enfrentarse en el futuro.

Pero, hete aquí que llega el COVID-19. Y lo hace con casi un mes de antelación a nuestras aulas, y uno supone que estaremos a la altura de nuestra autocomprensión. Pero nada de eso ocurre. 

Pese a toda la información recibida y la preocupación de los chicos y las chicas, en todo el tiempo de espera hasta la explosión de los contagios de manera masiva, nada hicimos para prepararnos, al menos retóricamente, para la potencial catástrofe que se avecinaba. Incluso cuando Italia entró en cuarentena, y con italianos en la escuela que podían dar cuenta de primera mano de lo que estaba ocurriendo en sus hogares en Milán o Nápoles, a ninguno de nosotros se nos ocurrió organizar un plan de choque para preparar a los niños y niñas o ayudar a las familias que lo necesitaran, a enfrentar lo que podía, casi necesariamente, ocurrir, a menos que un milagro detuviera la expansión del contagio.

Son innumerables las anécdotas que puedo relatar sobre estas semanas de silencio avergonzado por parte del personal escolar, directivos, profesores y padres. La negación fue absoluta. Como decía en la entrada anterior, cosas tan elementales como enseñar a los niños a lavarse las manos, no tocarse la cara, o dejar de utilizar servilletas de tela en el comedor, o reorganizar los cepillos de dientes, en contacto los unos con los otros para evitar contagios, se olvidaron enteramente. Incluso hubo profesores que sintieron que debían poner coto a las inquietudes de los niños que traían a colación el tema del coronavirus, como si enterrar la cabeza debajo de la arena pudiera servirnos para eludir el problema que enfrentábamos.

El rey está desnudo

Todo esto dice algo de nuestra sociedad, de nuestro fatalismo y nuestro moralismo. De alguna manera, nos entregamos atados de pies y manos al COVID-19, como nos estamos entregando atados de pies y manos a la catástrofe medioambiental o a la guerra posmoderna en la nueva geopolítica posdemocrática que estamos viviendo.

Ese fatalismo, como decía, viene acompañado de moralismo, un tipo de reacción emotivista que utiliza una retórica moral como estrategia para eludir todo tipo de responsabilidad individual y colectiva. Si al fatalismo y al moralismo sumamos el victimismo, y a esto el paternalismo de una sociedad que, al tiempo que combate el machismo, se aferra a relaciones de dependencia sistémica, el combo está servido.

¿Qué hacer?

Hace unas horas, en La Vanguardia leí una nota en la cual una de las residentes confinadas decía: «Estamos aquí encerrados, pero nadie nos dice qué es lo que tenemos que hacer». Tal vez ese sea nuestro problema, que nos hemos acostumbrado a un tipo de democracia que ha inhibido nuestra capacidad para decidir qué es lo que tenemos que hacer cuando nos enfrentamos a cosas que trascienden el funcionamiento normal de un sistema basado en la competencia y el consumo. El COVID-19 tiene mucha tela para cortar.

Las tradiciones religiosas suelen decir que una vida vivida sin consciencia de nuestra finitud acaba convirtiéndose en un desperdicio. Esto es así, tanto si creemos en algo más allá de esta vida, como si creemos que todo nos lo jugamos aquí y ahora. Lo importante es si proyectamos nuestra vida asumiendo de manera realista lo que somos, o vivimos, simplemente, porque el aire es gratis. 

Cuando sistemáticamente negamos lo que nos espera, el resultado suele ser catastrófico. Lo contrario consiste en hacer preparativos, enfrentar los desafíos inevitables. 

Sobre gestos y milagros

Es curioso que en una sociedad que, en gran parte, se ufana de su secularismo, los problemas se asuman de manera análoga al modo en el que los feligreses oran a sus dioses, esperando un milagro. La alternativa sería, por ejemplo, en vez de adorar a la naturaleza o hacer gestos de purificación ritual en forma de reciclaje u obsesión con el aire libre, modificar nuestra forma de vida. 

Pero, si no estamos dispuestos a interrumpir la cadena causal, lo cual conduce inevitablemente a una catástrofe medioambiental, lo mejor sería ser honestos, y empezar a prepararnos para lo que, eventualmente, acabará pasando. 

Tal vez no queríamos parar el país porque no estábamos dispuestos a poner en crisis la economía. Es una decisión legítima. Lo que no es comprensible es que, sabiendo lo que nos esperaba, nos hayamos puesto a rezar para que ocurriera un milagro, en vez de asumir los preparativos para enfrentar la crisis en cada uno de los hogares de una sociedad que se dice a sí misma democrática. 

Pero nuestra educación no va de esto. Al final, lo que hace es enseñarnos un sustituto de la oración con la esperanza del advenimiento providencial de un mundo sostenible. Lo que no parece enseñarnos es a vivir de otro modo, ni a prepararnos para enfrentar el precio de nuestro apego a una forma de vida que ha probado ser inconsecuente con las aspiraciones que supuestamente anhelamos realizar. 

En el espejo del «coronavirus»

El COVID-19 ha desvelado quiénes somos. No importa cómo interpretemos lo que nos está ocurriendo, si el virus es real o una construcción mediática, lo que importa es que estas sociedades democráticas y avanzadas en las que creíamos vivir, se sostienen sobre pies de arena.

El caso de Catalunya es un capítulo aparte. No porque sea muy diferente a otros lugares de España, sino porque es el lugar donde vivo. 

Más allá del autobombo de cada pueblo que pretende hacer de su propia diferencia un muro infranqueable, en los últimos tiempos, no en una, sino en incontables ocasiones, hemos visto que Catalunya es hermana gemela de esa España de la que tanto quiere distinguirse. 

En este caso, como ocurrió con el gobierno central, la gestión de la crisis, retórica y administrativamente, ha sido un verdadero despropósito, y este despropósito amenaza con profundizarse si el Govern, especialmente el President Torra, no es capaz de aparcar sus obsesiones ideológicas y asumir el costo de su errores. 

Lo que ahora toca es aunar fuerzas para una pronta resolución de la crisis, teniendo en cuenta que esa resolución solo puede lograrse en el marco de un entramado institucional en el cual están engranados todos los mecanismos locales, regionales, estatales, comunitarios y globales, no solo para resolver la crisis sanitaria, sino para empezar a construir un futuro, donde, una vez más, podamos soñar con otro mundo posible.  

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