EL SILENCIO DE LOS CORDEROS

Y parirás con dolor la sociedad del futuro…

Han pasado nueve meses desde que, en marzo, se desató la pandemia en Europa. Dos metáforas podrían utilizarse para analizar lo ocurrido. Podemos pensar en la pandemia como un emblema de la agonía y la muerte de un orden social, pero también podemos hablar en términos del nacimiento de un mundo nuevo. Combinadas, estas dos metáforas nos ofrecen un emblema para pensar lo que nos está pasando. 

 

Si pensamos en la metáfora de la muerte, estos nueve meses (y los que sigan) podrían analizarse teniendo en cuenta el esquema de Elizabeth Kübler-Ross sobre los estadios de la agonía: negación, ira, negociación, depresión, aceptación. La pugna social es, en buena medida, entre individuos y grupos sociales que se encuentran en diferentes fases de su proceso de aceptación de que hay algo que está definitivamente acabado. 

 

Eso que está terminado definitivamente no es otra cosa que la «normalidad» a la que nos aferramos con uñas y dientes esperando que el espectro que alimenta nuestra nostalgia pueda volver a materializarse. 

 

En cambio, si utilizamos la metáfora del nacimiento, debemos recordar que, pese a ser nosotros los causantes del mundo que se asoma, no están en nuestras manos los efectos que se produzcan. No somos los dueños del futuro, aunque seamos los progenitores del mundo que se avecina. 

 

Al comienzo pensamos que la pandemia traía consigo, no solo peligros, sino también oportunidades para que vieran la luz sociedades más justas, libres, igualitarias, fraternas. Pero a medida que avanzaban los días fuimos cayendo en la cuenta que no estábamos a la altura de nuestras pretensiones. El limitado descanso que nos ofreció la pandemia al final de la primera ola no sirvió para prepararnos frente a la carnicería que se avecinaba y de la que todos estábamos debidamente informados. Salimos a la calle hambrientos de normalidad, dejando en manos de los políticos, los burócratas locales y globales, los popes del mundo corporativo y las fuerzas del orden el diseño de la batalla que se avecinaba. 

 

Llegamos a septiembre con los deberes mal hechos. Ni la salud, ni la educación recibieron la atención que todos esperábamos. Pese a las muertes de ancianos y el desbarajuste en la vida de los niños y jóvenes, se decidió lo más fácil. Para los mayores, cuenta la ley de la aleatoriedad que convierte la muerte de cada uno de ellos en un caso individual, hurtando u ocultando la responsabilidad criminal, cuasi genocida del Estado. Para los pequeños y los jóvenes, la ley marcial, como ha sido siempre en nuestra historia de guerras intra-continentales y coloniales. 

 

Se asoma el nuevo mundo. No es lo que esperábamos ingenuamente. Vivimos tiempos de oscuridad que amenazan con volverse más oscuros a medida que avancemos hacia el futuro. 

 

El Estado es el Estado 

 

La pandemia ha traído otras sorpresas interesantes. Algunos han descubierto, de cop i volta, que el Estado es el Estado, no importa la bandera que cuelgue de los mástiles de sus ayuntamientos. Aquí, en Catalunya, lo que ha sido siempre una evidencia para quienes quieren ver, se ha vuelto transparente incluso para los ciegos que ahora pueden sentirlo cuando atenazan sus cuellos hasta asfixiarlos. 

 

Hay que remontarse a Baruch Spinoza para entender lo que el independentismo del carrer parece no haber entendido: que la libertad que exigen los propietarios de las jurisdicciones en pugna no se traducirá jamás en una genuina república de iguales. 

 

En una sociedad mercantil como la de las Provincias Unidas de los Países Bajos, que en mucho se asemeja en su ethos a la Catalunya contemporánea, Spinoza recordaba a sus ciudadanos que su pacto de independencia suponía el abandono de todos sus derechos previos, entre los cuales estaba el disenso ante el poder supremo. Enemigo es ahora el que vive fuera del estado, a quien no se le reconoce soberanía, ni confederación, ni estatuto siquiera de súbdito. El eco de estas palabras de Spinoza, resuenan en el presente: 

 

«Síguese de ello que, si no queremos ser enemigos del Estado y obrar contra la razón que nos conduce a defenderle con todas nuestras fuerzas, estamos obligados absolutamente a efectuar todos los mandatos del poder soberano, aún aquellos más absurdos». 


La educación pública no es un «sacrosanto» orgullo, es, en primer lugar, la educación del Estado

 

Cada sociedad alimenta su propia mitología. En Catalunya, el mito de la educación pública tiene un lugar destacado. El problema de los mitos es que convierten en fetiche sacrosanto e impune lo que debería ser objeto continuo de crítica y construcción comunitaria. 

 

La educación pública es un servicio que ofrece el Estado. Esta administrada por el Estado, y está gestionada por funcionarios del Estado. 

 

Lo que en la educación pública se enseña es cómo funcionar dentro de dicho Estado o lo que el Estado considera parte de su totalidad social. Sus trabajadores concursantes han accedido a sus puestos debido a los méritos de haber asumido la normativa estatal y haber demostrado su capacidad de adaptación en un escenario geométrico al que han rendido sus esfuerzos y obsecuencias. En su propio seno, la jerarquización laboral, con su escala de garantías y privilegios, se ha convertido en una ventana indiscreta de la desigualdad que defiende y promueve en su ejercicio vicario del poder real. 

 

La educación pública puede ser un orgullo, pero en las presentes circunstancias no es otra cosa que un aparato más del Estado neoliberal que nos gobierna, que se caracteriza por ofrecernos con la mano derecha, lo que nos quita con la izquierda.  

 

Funcionariado: policía burocrática 

 

En este contexto, el funcionariado cumple un rol de gestión de la totalidad social, pero también un rol represivo ante la amenaza de la exterioridad cuando esta no puede acomodarse a su orden geométrico. 

 

El maestro, el médico, el catedrático, son como el juez y el policía, custodios del orden vigente instituido con la forma del Estado moderno o contemporáneo. Cuando el orden se encuentra en cuestión, cuando su legitimidad se pone en entredicho, cuando el mapa ya no concuerda con el territorio, cuando el orden de las palabras ha dejado de expresar la realidad de las cosas, cuando se asoma, aunque sea tímidamente, el tiempo de la revolución, el maestro, el médico y el catedrático dejan de ser gestores para convertirse en parte del aparato represivo del Estado, porque son parte del Estado, sirven al Estado, y han sido educados para hacer que ese Estado perpetúe su poder. 

 

El silencio de los corderos

 

El problema, como siempre, es que a las revoluciones en raras ocasiones las bautizan los de abajo. El capital ha sido más revolucionario que el proletariado. El capital financiero y monopólico es quien hoy porta la bandera de la revolución, fascinada con su propio despliegue de poder biotecnológico, acumulación y capacidad de control social. 

 

Mientras los poderosos diseñan nuestra «salvación», nosotros asistimos a nuestro propio funeral, sorprendidos ante el cadáver que fue nuestro cuerpo en vida. El cadáver son las instituciones públicas que supimos defender que hoy, primero con sigilo, pero luego con franca impudicia, han comenzado a ejercer sin miramiento su función eugenésica y represiva en todas sus instancias. 

 

Cuando el funcionario público se enfundan el sayo de la ley injusta y del orden de los privilegios, el escenario se ha vuelto transparente: el rey está desnudo. 

 

 

 

 

 

 

 

 

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