LA MALA EDUCACIÓN


 

El triunfo de Díaz Ayuso en Madrid estaba cantado. No obstante, unas horas antes de la debacle, un simpatizante de Pablo Iglesias me telefoneó desde Pamplona y, en medio de la conversación, ante mis críticas a la estrategia de Podemos, me espetó: ¿Es qué lo das por perdido? ¿Ya has tirado la toalla? Le expliqué que, si bien es cierto que hasta el cierre de las urnas nada puede darse por descontando, a menos que ocurriera algo extra-ordinario en el escenario (y no parecía que ese fuera el caso horas antes de las elecciones), la suerte estaba echada. 

 

Díaz Ayuso arrasó. Los madrileños le dieron al Partido Popular su tan ansiada victoria, y ahora tienen los ojos puestos en Moncloa. El Partido Socialista recibió un varapalo que será difícil de encajar. Se esperan horas aciagas. El líder de Podemos, a poco de conocerse la derrota, renunció a todos sus cargos, habiendo preparado y anunciado previamente con las encuestas en la mano su EXIT profesional. Vox (pese a perder los votos reciclados del PP de la última contienda electoral) se convirtió en el «amo de llaves» de la señora Ayuso. Mientras tanto, Ciudadanos, de manera contorsionista, despegaba hacia la dimensión desconocida. La única alegría para la izquierda fue Más-Madrid, que hizo una campaña digna y exitosa en términos electorales, en no menor medida, gracias a la lealtad de Iñigo Errejón al espíritu original del movimiento que lo catapultó a la escena pública. 

 

Ahora bien, todo este asunto me hizo pensar acerca del lugar de las emociones en la política. Y, especialmente, en nuestras frágiles democracias neoliberales. Uno está tentado a decir que vivimos en «democracias psico-emocionales». Es decir, que lo que la mayoría de los ciudadanos verdaderamente quieren ver representado con su voto, no son políticas (estrictamente hablando), sino «satisfactores» emocionales.  

 

Queremos líderes que expresen nuestros sentimientos y emociones, que los cristalicen, que ejecuten nuestra turbulencia interior, sea en la forma de la vendetta, la humillación o incluso la violencia, retórica o material. Y aunque, de boquilla rechazamos la «política de los símbolos y los gestos», anhelamos que representen gestos humillantes que perturben la existencia emocional de aquellos a quienes hemos identificado como nuestros «enemigos públicos», esos personajes que detestamos desde las entrañas, para poder experimentar, justamente, la satisfacción compensatoria que tanto ansiamos. 

 

A esta altura, no importa si nos referimos a la Catalunya de Puigdemont; a la Buenos Aires de Rodríguez Larreta; o a la Madrid de Díaz Ayuso. En todos estos sitios, lo que motiva las voluntades de manera hegemónica son los «satisfactores emocionales». 

 

Ahora bien, esto no es nuevo. Solo que estamos presenciando la compleción de ese giro copernicano que inauguró la posmodernidad: una ciudadanía que exige a la razón una sumisión completa a nuestra vida emocional: las emociones lo son todo; la razón parece ser «menos que nada».

 

Uno está tentado a ilustrar la cuestión aludiendo al famoso debate en torno a la relación entre fe y razón que desveló a los santos medievales, y que Juan Pablo II, de la mano de su más fiel colaborador, el cardenal Ratzinger, reflotó para alegría de muchos, e indiferencia de otros cuantos. 

 

En su encíclica Fides et Ratio, publicada cuando la cultura posmoderna y el capital financiero copulaban para concebir el engendro que es hoy nuestra herencia, el Santo Padre nos recordó la importancia de una razón militante en la fe. 

 

Ahora bien, para nuestra discusión, en el lugar de la fides (la fe) pongamos al corazón. No el corazón abierto y generoso donde pueden cultivarse actitudes bondadosas, compasivas y justas. Sino el corazón contaminado con nuestras emociones morbosas, algunas de ellas ocultas bajo el disfraz del moralismo, y otras entregadas sin cortapisas a nuestros más bajos instintos. 

 

Ante nuestras miserias y nuestras adicciones emocionales, la razón es débil. Enceguecida por una fe obtusa y criminal, la razón se convierte en sierva de las patologías del alma, en mera escribiente de nuestros más retorcidos caprichos y prejuicios.  En este contexto de dominio casi absoluto de las emociones sobre la razón, la verdad se vuelve, sencillamente, impotente. 

 

Dicen algunos que en 1936, Miguel de Unamuno, ante la inminencia de la catástrofe que se avecinaba, pronunció ante los fascistas en la Universidad de Salamanca, la celebérrima frase: «Venceréis, pero no convenceréis». Sea cierta o no, la frase tiene tirada para estos días aciagos que transitamos. 


Sin embargo, 
como señala Marx en las primeras líneas de El 18 de brumario de Luís Bonaparte: «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa». 

 

Esto nos deja en una posición incómoda. Repetir hoy a Unamuno (haya sido su gesto real o imaginario) sería en toda regla una farsa. De modo que solo nos queda, por el momento, la pregunta: ¿Qué hacer? 

 

 

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