POSVERDAD O CRISIS DE LEGITIMIDAD


Introducción

El objetivo de esta serie de conversaciones es explorar la cuestión de la «posverdad». 

Comencemos señalando brevemente a qué se refiere este fenómeno. En general, el término hace referencia a una cierta prioridad que se otorga en el espacio público a las emociones y a las creencias personales, en detrimento o por encima de los hechos. 

Esto está relacionado, a su vez, con un fenómeno político relevante para nuestra discusión: una suerte de angustia generalizada por parte de la ciudadanía respecto a las verdades que pretende establecer la autoridad burocrática y el poder corporativo en nuestra época. 


Posmodernismo y posverdad

Los análisis del fenómeno de la posverdad, en general, adoptan dos estrategias. 

Por un lado, desde el punto de vista filosófico, lo que se intenta es rastrear los orígenes del fenómeno en la historia de la filosofía, con el fin de identificar en las doctrinas explícitas, los trasfondos de sentido, los imaginarios sociales, las formas institucionales y las prácticas cristalizadas en las teorías. Obviamente, no se pretende que las teorías sean la fuente del fenómeno, sino que en ellas son explicitados los órdenes morales de las sociedades modernas y contemporáneas, y por ello resultan informativas. 

Hay quienes identifican en la revolución epistemológica moderna, en el giro subjetivista que la caracteriza, el origen remoto que ha conducido a la actual devaluación de la verdad. Otros, en cambio, apuntan que es en la revolución trascendental kantiana, enfocada en la «correlación» insuperable sujeto-objeto, donde encontraremos la explicación de nuestro actual derrotero. 

En cualquier caso, el idealismo, el nihilismo, el relativismo cultural y el posmodernismo, conducen en este relato a la muerte de la verdad, cuya contracara es la exacerbación de la cultura emotivista actual, en la cual las verdades ya no se buscan en los hechos. 

En este relato, la figura de Nietzsche es clave. El posmodernismo, el enemigo a batir. 


Aceleración y alienación

Por otro lado, desde un punto de vista sociológico, se analiza el problema de la posverdad prestando atención a los procesos de alienación y aceleración a los que conduce el capitalismo actual, especialmente en relación a las profundas y vertiginosas transformaciones tecnológicas que han modificado de manera disruptiva los fundamentos espacio-temporales de nuestra experiencia de vida. 

Para quienes eligen esta deriva analítica, las nuevas tecnologías conducen a la pérdida progresiva de referencias sustantivas y estables, lo cual conlleva, para el sujeto, modificaciones en todas las dimensiones de su experiencia:

En la dimensión connativa, los individuos parecen desorientados en el fragmentado espacio moral que habitan. En parte, debido al empobrecimiento o disolución de los horizontes articulados a partir de valores sustantivos. Esto da lugar, por un lado, a una orientación exclusivamente instrumentalista de la acción, o al retorno de toda clase de tribalismos.  

En la dimensión atencional, los individuos parecen estar cautivos en las lógicas extenuantes que impone la precariedad existencial, la exacerbación del consumo, especialmente, en el mercado digital, y el incansable acoso propagandístico. Todo ello en el contexto de una economía de mercado en el que los agentes se autoperciben a imagen y semejanza de la empresa capitalista, obligados a remodelar de manera continua sus profiles para resultar competitivos, y someterse mansamente a las exigencias continuas de evaluación que imponen los sistemas de competencia. Todo ello en el marco de una extendida precariedad, explotación abierta de los estratos burocráticos y corporativos gerenciales, y una incertidumbre generalizada.

En la dimensión cognitiva, los individuos parecen cautivos entre (1) la indecisión que impone la indeterminación para el discernimiento de lo que es aparente y de lo que es real de suyo (poniendo en entredicho la racionalidad misma del mercado, tal como pretende la teoría de la elección racional); y (2) una suerte de decisionismo o voluntarismo cognitivo, que se acomoda mejor a la experiencia monológica de las redes sociales y el consumo digital, que a la «acción comunicativa» que, teóricamente, fundamenta la democracia liberal. 

Finalmente, en la dimensión afectiva, los individuos oscilan entre la insensibilidad y la hipersensibilidad. Estos fenómenos se encuentran estrechamente asociados al modo en el cual los acontecimientos son tratados por el aparato mediático, o discutidos en el espacio público. En ocasiones, ponen de manifiesto una irracionalidad innegable por parte de la ciudadanía, que, (1) o bien se ve exacerbada por sus emociones al enfrentarse a disyuntivas manufacturadas o incluso imaginarias, o (2) responde de manera apática ante amenazas reales.  


El chantaje liberal

Aunque estos análisis críticos son muy interesantes y, en muchos sentidos, acertados en su diagnóstico, nuestra estrategia ante la cuestión es diferente. Lo primero que haremos es poner en entredicho el término mismo «posverdad». Su utilización parece oscurecer, más que iluminar, el problema que enfrentamos. 

Diríamos que se trata de un dispositivo «conservador» del régimen de relaciones sociales y ecológicas vigente – régimen que hoy es contestado por sus víctimas a todo lo largo y ancho del planeta, en ocasiones expresándose de manera desagradable, como cuando adopta la retórica y las formas de la extrema derecha o el anarquismo radical, sin que ello disminuya un ápice el justificado malestar que anima estas expresiones. 

En este sentido, un poco parafraseando a Foucault en su famoso debate con Habermas, nos negamos al chantaje del establishment que nos obliga a elegir entre la hegemonía actual y las respuestas retrógradas que aparentemente se le oponen. Entre otras cosas, porque estamos convencidos de que esas respuestas retrógradas forman parte del mismo dispositivo conservador, en tanto y en cuanto sirven para desactivar el potencial de transformación real, el cual supone inexorablemente una amenaza para las élites privilegiadas y los estratos burocráticos y corporativos a su servicio en el orden vigente.

Es decir, el discurso de la posverdad se ha convertido en una estrategia del establishment cultural de las democracias liberales para contener la justificada crítica al fracaso del proyecto político, socioeconómico y ecológico hegemónico, el cual, en las últimas cinco décadas, en su versión más extrema, «neoliberal», ha conducido a la humanidad, una vez más, al abismo de una guerra mundial, la obscena y lacerante desigualdad y exclusión de miles de millones de personas, y manifestaciones innegables de un deterioro medioambiental que amenaza la supervivencia de la raza humana en el planeta. 


Democracia y posverdad

Por ese motivo, nuestra propuesta es superar la narrativa conservadora actual que apunta a la posverdad como una amenaza para nuestras democracias, y enfocarnos en el problema real: nuestras democracias nunca han sido lo que pretenden ser. 

Por otro lado, dejar atrás la idea de que la posverdad pone en entredicho la verdad, como si nuestras prácticas de manipulación colectiva nunca hubieran existido, y hubiéramos estado viviendo en un paraíso de transparencia hasta la llegada de este terrible y novedoso fenómeno. 

Lo cierto es que nuestras sociedades democráticas occidentales se caracterizan, no solo por sus sofisticados sistemas de representación política a través de procedimientos electorales de dudoso funcionamiento, sino también, como contracara, por ser el más sofisticado y efectivo conjunto de dispositivos de manipulación para conducir a las poblaciones a que actúen contra sus propios intereses. 

Esto ha sido así desde el origen mismo de la institución de nuestros sistemas democráticos modernos, cuando los fundadores de nuestros regímenes de gobierno estaban más interesados en blindar los privilegios de los ricos y los poderosos, que de garantizar que la voz del pueblo se convirtiera verdaderamente en un factor de cambio a su favor, y no el eco mimético de los intereses de clase que hoy representa. 

Por ello, resulta imprescindible superar la narrativa conservadora que apunta a la posverdad como la amenaza actual a la salud de nuestras democracias, y enfocarnos en el problema real, que no es otro, como decíamos más arriba, que las democracias mismas, y los engaños en los que estas se fundan. 

En este sentido tenemos que entender la estrategia habitual de los partidos políticos de imponer cordones sanitarios a las expresiones de extrema derecha y el anarquismo radical, dejando intacto el fondo de la cuestión. Con ello solo se consigue una exacerbación de los problemas, debido, justamente, a que los enfrentamos con una falsa solución que los oculta. La extrema derecha, como el anarquismo radical, no son otra cosa que síntomas que el liberalismo progresista neoliberal manufactura en su huida hacia adelante para perpetuar su hegemonía. 

Por otro lado, la palabra «posverdad» es sospechosa en otra dimensión. La utilización del prefijo «pos», que se asocia a términos análogos utilizados en el pasado, como «posmarxismo», «posmodernismo» o «poscapitalismo», no hace más que embarrar el debate imponiendo una categoría presuntuosa y pedante que, como ya he dicho, oculta más de lo que revela. 

El otro presupuesto cuestionable detrás del término «posverdad» está relacionado con sus implicaciones. Se dice, por ejemplo, que el fenómeno pone en entredicho la viabilidad de la democracia y la sana convivencia, exacerbando las diferencias y los antagonismos, y dinamitando las bases de los posibles consensos que exige la democracia. De modo que, la posverdad se asocia a formas totalitaristas, mientras la democracia representa en este imaginario, lo opuesto a la manipulación de los hechos con el fin de reflejar la verdad. 


Crisis de legitimidad

En nuestro caso, partimos de un diagnóstico menos autocomplaciente. No creemos que hayamos estado en posesión de una verdad ético-política que la tecnología y la cultura ha venido a trastocar. Tampoco creemos que la actual dispensación sea fruto de un problema comunicacional, sino que echa sus raíces en un fenómeno más profundo que es la crisis de legitimidad del orden hegemónico vigente, que las transformaciones tecnológicas solo han enervado o exacerbado. 

Tampoco afirmamos que las democracias liberales estén en crisis como consecuencia de fenómenos como la posverdad y otros análogos en el orden institucional, como son el Lawfare o la guerra judicial. 

La democracia liberal está en crisis porque no puede sostener su legitimidad frente a las contestaciones que ponen en entredicho su eficacia para resolver los problemas materiales de las poblaciones, y la mutiplicación ad infinitum de los excluidos que llaman a la puerta pidiendo ser escuchados y reconocidos sus derechos a la luz de los propios criterios que nuestras democracias dicen representar.

Contra la historia liberal-conservadora en boga en las sociedades del Atlántico Norte, creemos que, si realmente queremos entender qué nos ha traído hasta aquí, a la profunda crisis civilizacional que afecta a la humanidad en su conjunto, debemos reconocer que el matrimonio entre las llamadas democracias liberales y el capitalismo es el principal sospechoso. 

Las Guerras mundiales, la amenaza actual de un nuevo ciclo de destrucción bélica planetaria, la desigualdad, las hambrunas, la violencia sobre amplios sectores de la sociedad excluidos del reparto de los recursos, y la destrucción medioambiental, solo pueden explicarse en el marco de la competencia suicida que impone el capitalismo, y la manipulación sistemática de nuestras democracias. 

 

 

LA MEDITACIÓN COMO DISCIPLINA HUMANISTA

 [Esta entrada es el resumen del segundo encuentro del seminario «Apariencia y realidad. Sobre la vida, el sueño y la muerte», impartido el pasado jueves, 17 de febrero de 2022]

 

1. El orden moral vigente y la ética crítica


En la segunda sesión comenzamos haciendo un breve resumen de lo abarcado en la sesión anterior. Especialmente, volvimos sobre la noción de que existen dos perspectivas de la ética que nos propone la filosofía de la liberación, e insistimos en la idea de que esta distinción puede aplicarse de manera fructífera a una mejor comprensión de la ética budista. 


En breve, la propuesta crítica de la filosofía de la liberación puede ayudarnos a “liberarnos” de las perspectivas conservadoras, que tienden a crear o a defender injusticias sistémicas, produciendo víctimas voluntaria o involuntariamente debido al apego a las formulaciones dogmáticas de la tradición, y a las formas institucionales establecidas. 


Recordemos que el budismo es, antes que cualquier otra cosa, una ética. Es decir, un sistema que nos enseña a actuar, que nos ayuda a distinguir aquello que debemos o haríamos bien en cultivar, y aquello otro que, por el contrario, debemos evitar, porque es dañino. 


La ética convencional es la ética del orden moral vigente. Ese orden moral consta de muchos elementos: imaginarios cosmológicos y sociales, instituciones y prácticas. En ese marco, las sociedades establecen sus reglas de pertenencia y exclusión. Hay individuos y grupos que merecen nuestro reconocimiento, y otros que, por el contrario, no forman parte del círculo de nuestra pertenencia, tienen estatutos inferiores, o simplemente, no cuentan. 


Por ejemplo, las personas de otras étnias, las mujeres, los homosexuales, etc., las personas de otras razas, los pueblos originarios o colonizados, etc., han sido consideradas históricamente como inferiores. Hoy, las sociedades contemporáneas parecen en proceso de reconocer a esas personas como iguales, aunque estamos muy lejos de haber logrado este tipo de reconocimiento, y para lograrlo se necesita mucho más que una política identitaria. Para empezar, se necesita un cambio radical en nuestro sistema de relaciones sociales y ecológicas, que impone un orden de explotación y desposesión que afecta necesariamente el trato igualitario de todos los seres, y pone en entredicho nuestro compromiso con la libertad.


Una ética universalista como la del budismo, que aspira a la igual consideración de todos los seres, independientemente de sus apariencias concretas en el presente, entra en contradicción consigo misma cuando, en su orden institucional, históricamente establecido, no está a la altura de los ideales que profesa y mantiene en una condición subalterna a cierto grupo, o privilegia a otro por las razones que sean. 


En ese marco es en el cual la ética crítica tiene lugar. Las éticas críticas, sin embargo, no son necesariamente éticas exteriores a la tradición que critican. Lo ideal es que sean las propias tradiciones las que encuentren en su seno los instrumentos para superar sus propias limitaciones. En ese sentido, la idea misma de “tradición” contiene elementos para su “transformación profunda” (en contraposición a las meras reformas superficiales o modificaciones ad hoc que tienen el objetivo proteger el esquema básico orden vigente que se encuentra bajo cuestionamiento. La tradición está siempre en proceso de transformación, justamente, porque voluntaria o involuntariamente, debido a su condición finita ineludible, produce víctimas, produce exclusiones, se convierte en un vehículo de la injusticia. 


La ética crítica, por lo tanto, acepta las éticas convencionales como arquitectónica de la ética, pero presta atención a las víctimas que el orden institucional, las iglesias, producen. La ética crítica no renuncia al ideal de fomentar plenamente el desarrollo de individualidades genuinamente libres, en el marco de una comunidad alternativa, utópica, siempre en proceso de construcción. 



2. La perspectiva pedagógica 



A continuación, nos referimos al budismo desde la perspectiva pedagógica. El budismo, como todas las tradiciones religiosas, nos ofrece un programa gradual de formación con objetivos específicos: modelar cierto tipo de personalidades, cierto tipo de seres humanos. 


En el modelo de Lama Tsong Khapa, por ejemplo, se habla de tres tipos de personas en función de los intereses que los animan y las capacidades que poseen. 


Lo primero es educar a las personas para que actúen de manera decente, en consonancia con la moral vigente de la propia cultura. En este caso, una cultura budista basada en dos principios: la no violencia (entendida como una ética de la restricción, una ética enfocada en no dañar o minimizar los daños), y la interdependencia (el reconocimiento de que no somos seres separados, autónomos, sino seres profundamente vinculados los unos a los otros en un entramado de densas relaciones causales). 


Sin embargo, como ya hemos indicado en la sesión anterior, la moral vigente de cualquier cultura, tiene limitaciones inherentes. Si queremos ser fieles a los principios de no violencia e interdependencia, tarde o temprano nos encontraremos con circunstancias en las que experimentaremos contradicciones entre nuestros principios y la lógica de nuestro sistema cultural. Esas contradicciones se ponen de manifiesto como una traición a los principios o ideales morales. 


Por ejemplo, es evidente que, pese a nuestro compromiso con los derechos humanos, las sociedades europeas no están a la altura de los mismos cuando los principios de respeto a la dignidad de las personas entran en conflicto con las prerrogativas del mercado o las necesidades geopolíticas de la región. 


Lo mismo ocurre con la democracia. Pese a lo profundamente arraigados que están los principios democráticos en nuestros imaginarios sociales, cuando estos principios se convierten en un obstáculo para el crecimiento económico, la política entra en una suerte de estado de excepción y se supedita a las prerrogativas del mercado. Por otro lado, es evidente que la desigualdad convierte a los principios democráticos en una suerte de simulacro.


De igual modo, pese a nuestros compromisos explícitos con una economía y un modo de vida genuinamente sustentables en términos ecológicos, cuando estos principios ponen en entredicho el crecimiento económico, son abandonados de manera abierta. 


Frente a estas circunstancias, resulta claro que necesitamos cultivar una perspectiva crítica, capaz de dilucidar estas contradicciones y trabajar en vista a su superación. Para ello, necesitamos cultivar una genuina libertad intelectual y moral, que nos permita asumir nuestras contradicciones con el fin de resolver las paradojas que supone nuestra existencia finita, y evitar el conformismo conservador que acaba convirtiéndose en cinismo cuando la evidencia de la injusticia resulta palpable e incuestionable, pero nosotros preferimos invisibilizarla para evitar el costo que supondría un genuino cambio de vida. 


En la presentación budista, esta perspectiva crítica frente al propio orden vigente corresponde a la que cultiva quien desea liberarse enteramente de la existencia cíclica. Es decir, de quien comprende que, dentro del sistema vigente, la exclusiva práctica de la decencia no alcanza si queremos evitar el sufrimiento. No basta con la mera decencia conservadora del orden moral vigente. Hay que ir más allá y poner en cuestión dicho orden, identificando los dispositivos que conducen inevitablemente al daño, a la injusticia. 


¿Cuáles son esos dispositivos? Los que están basados en una comprensión distorsionada de nuestra propia existencia individual y colectiva, y los que están detrás de una lógica de apropiación y confrontación. Los budistas hablan, en este caso, de la ignorancia primordial y las emociones negativas del aferramiento y la aversión, que son la base de nuestra experiencia social, en tanto son los motores de la construcción identitaria, la apropiación exclusiva de los recursos para el beneficio privativo de dichas identidades, y la identificación de nuestros enemigos, tanto individual como colectivamente. 


El Mahayana, finalmente, nos propone, no solo una revuelta individual frente al orden vigente de daño e injusticia constitutivo de la sociedad presente, sino el esfuerzo colectivo por crear una comunidad alternativa, donde esas contradicciones puedan superarse, y los individuos, como decíamos, puedan vivir genuinamente su libertad en comunidad. Aquí el énfasis no consiste en convertirnos en una suerte de superhéroes, como parece seguirse de la afirmación de convertirnos en un Buda, en contraposición a la mera búsqueda de la libertad individual del Arhat. Aquí lo importante es que la budeidad es un cuerpo colectivo, una comunidad de amor y justicia. 


En síntesis: (1) el punto de partida es la fidelidad a la moral vigente, abierta (2) a la crítica frente a las contradicciones, exclusiones e injusticias voluntarias e involuntarias dentro del mismo sistema moral, con el compromiso de (3) participar en la construcción de una comunidad donde el bien y la justicia sean genuinamente posibles.



3. ¿Ciencia y espiritualidad? Una crítica humanista



Lo siguiente fue distinguir entre dos maneras de entender la educación (en general) y la educación budista (en particular), con el fin de identificar nuestra opción educativa. Es decir, justificar el modo en el cual presentamos las enseñanzas. 


La primera aproximación es instrumental. La paulatina desaparición de las humanidades en el sistema educativo vigente es una prueba de esta deriva instrumentalista. También lo son los sistemas de evaluación cuantitativo en todos los estratos del complejo educacional, que afecta tanto a los educandos, como a los educadores y los investigadores. 


Esta deriva instrumentalista se refleja también en la enseñanza de las “espiritualidades” y en el entrenamiento de las “disciplinas contemplativas”. En estos casos, la enseñanza adopta dos tipos de formatos, (1) el de la autoayuda (especialmente en la formación del mindfulness y otras formas análogas de entrenamiento atencional o psicoafectivo); o (2) una deriva científico-tecnocrática, basada en una suerte de eficientismo, asociado a las nuevas ciencias cognitivas y las neurociencias y su aplicación en el mundo corporativo y burocrático. 


Se habla, por ejemplo, en términos de entrenamiento connativo, atencional, cognitivo y afectivo, como si los sujetos entrenados fueran poco más que máquinas biológicas que deben disciplinarse para alinearse a las circunstancias de manera cuasi determinista. Se niega incluso la idea de libertad, curiosamente, en beneficio de una perspectiva sistémica que pone en entredicho la dignidad humana.  


Desde nuestra perspectiva, esta aproximación científico-tecnocrática a las prácticas contemplativas es finalmente perniciosa, porque profundiza la autocomprensión instrumentalista que los individuos cultivan respecto de sí mismos, la sociedad y la naturaleza en la que habitan, reafirmando formas de ignorancia y de praxis que están en la raíz de los problemas que queremos superar. 


Por ese motivo, en contraposición a este modelo, nos inclinamos por una aproximación hermenéutica, basada, justamente, en la consideración de la dignidad inherente de todos los individuos. Por ello, nuestro énfasis es en la dimensión biográfica e histórica que es inherente a la experiencia particular de cada uno de nosotros. La meditación debe ser una práctica humanista, y no un artilugio o dispositivo técnico-científico para modelar individuos que funcionen diestramente dentro del orden moral vigente, sino que sean capaz de ponerlo en cuestión cuando sus contradicciones resultan en injusticias inapelables y sufrimientos evitables.



4. La meditación como fidelidad a la palabra dada



Finalmente, hicimos una presentación de la práctica de shamatha, calma apacible o la disciplina meditativa diseñada para cultivar un estado sereno de atención inteligente de la experiencia, capaz de enfocarse de manera unidireccional a los objetos que elige atender libre de las distracciones y obstáculos, evitando el lenguaje instrumentalista habitual, en los que los cuerpos y las mentes se conciben como meros recursos, y la atención se convierte en una práctica de disciplinamiento meramente instrumental.  


Para ello nos volvimos a la metáfora del bautismo en el cristianismo, con el fin de establecer analogías con la figura del maestro y la práctica de fidelidad a sus enseñanzas que es el punto de partida y fundamento de la práctica meditativa. Sobre la base de la metáfora y las enseñanzas budistas de fidelidad a las enseñanzas a las que nos introduce el maestro, resignificamos la práctica meditativa de shamatha.


El sacramento del bautismo hace referencia a la experiencia cristiana del nacido dos veces. En este caso, en el bautismo el creyente experimenta un nuevo nacimiento, que supone una nueva filialidad, el ingreso a un nuevo paradigma educativo, un nuevo orden moral. 


En el caso del budismo, dejamos el orden establecido por el padre biológico (el orden moral excluyente de la pertenencia y la identidad familiar, étnica, religiosa o nacional), a favor del orden al que nos introduce nuestro padre espiritual (un orden universalista basado en el amor y en la justicia sin exclusiones). 


Esto significa, básicamente, renunciar a un orden moral individualista o particularista, basado en una pertenencia estrecha a un grupo social determinado, a una nación, a una etnia, incluso a un orden religioso determinado, para imaginarse parte de un orden universal en el cual son invitados todos los seres, independientemente de sus características identitarias particulares. 


Por otro lado, implica renunciar a una perspectiva meramente instrumental, meritocrática, competitiva en nuestra relación con los otros, para adoptar una perspectiva basada en el compromiso con los principios de no dañar e interdependencia, una ética de la liberación, y una ética de la responsabilidad universal. 


Al fin de cuentas, la práctica de shamatha no es otra cosa que la fidelidad y el compromiso renovado de mantener siempre presente ese nuevo nacimiento, confirmado momento a momento en la vocación de realizar las promesas que ese nuevo nacimiento trae consigo. Para ello, es preciso abandonar las distracciones y obstáculos, con el fin de enfocar nuestras energías y recursos en ese proyecto extraordinario que conduce a la realización de una identidad genuinamente libre y una comunidad genuinamente basada en el amor y en la justicia. 


En breve, releímos las enseñanzas dedicadas al cultivo de la atención o la serenidad intentando evitar la tendencia instrumentalista y cientificista. La mente humana no debe ser tratada ni como un microscopio ni como un telescopio. Sino que debe considerarse siempre como constitutivamente ética. La meditación, por lo tanto, en ningún momento debe ser separada por mor de lograr mayor eficiencia de la consideración moral que le es inherente. Después de todo, la meditación es una acción, y el meditador es siempre un agente moral, incluso en las instancias en las que experimenta un estado aparentemente neutral. 


La primera tarea del meditador consiste en elegir y ser fiel a lo largo del proceso meditativo al objeto que entrega su atención. La elección de dicho objeto tiene una enorme relevancia moral para el practicante. Después de todo, somos nosotros quienes decidimos a qué atender y a qué no atender, tanto en la práctica formal, como en nuestra vida cotidiana. Sea que esa elección sea tácita o involuntaria, como ocurre con la atención a la que nos conducen nuestros hábitos emocionales, o explícita y voluntariamente elegidos por nosotros, en todos los casos, se trata de objetos cuya elección es éticamente ponderable. 


En la práctica de shamatha, una vez elegido el objeto, por ejemplo, la respiración, una imagen simbólica, como puede ser la imagen de un buda, o cualquier otro objeto virtuoso que nos presenta las enseñanzas, nuestra tarea es remover obstáculos que oscurezcan nuestra inteligencia y sensibilidad, o distracciones que nos separen del objeto con el cual nos hemos comprometido. 

 

 

BUDISMO Y FILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN

[Esta entrada es el resumen del primer encuentro del seminario «Apariencia y realidad. Sobre la vida, el sueño y la muerte», impartido el pasado jueves, 10 de febrero de 2022]


1. Introducción

 

 

Comenzamos explicando brevemente el programa “Dimensiones de la experiencia”, del que este módulo forma parte. “Dimensiones” tiene el objetivo de introducir a los estudiantes a la práctica meditativa budista. Sin embargo, a diferencia de otros cursos, la perspectiva que se adopta es crítica. Es decir, no se ofrecen simplemente técnicas de meditación para implementarlas en nuestra vida diaria, sino que se reflexiona sobre ellas. Desde nuestra perspectiva, la meditación puede ser contraproducente e incluso dañina. Más aún, creemos que cierta interpretación de la filosofía budista, en connivencia con el posmodernismo, ha sido una aliada involuntaria del neoliberalismo y todo el mal que este sistema de relaciones sociales y ecológicas ha causado y está causando en el mundo. 

 

El segundo paso fue presentar el programa específico del módulo. Hicimos un recorrido a vuelo de pájaro sobre el programa, explicando los títulos. 

 

 

2. ¿Por qué estudiar, “rezar” o meditar?

 

 

A continuación, iniciamos una breve reflexión en torno a la motivación. Tradicionalmente, las enseñanzas se organizan en función de las motivaciones de los practicantes. En el género llamado de “los estadios del camino a la Iluminación”, por ejemplo, se habla de personas con diferentes capacidades. 

 

Las capacidades se juzgan en función de la visión, los intereses y los compromisos que los practicantes son capaces de adoptar. Se dice que una persona que solo reflexiona y medita para lograr la felicidad en esta vida no es un practicante religioso. 

 

El primer nivel de motivación es el de aquel que quiere mejorar su condición en el samsara o ciclo de existencia cíclica y se compromete con una ética de la restricción, es decir, un comportamiento y el cultivo de hábitos para poner freno al mal, al daño. 

 

El segundo nivel es el de la persona que comprende que no puede mejorarse la condición en el samsara indefinidamente, y decide que la única opción para superar la amenaza del sufrimiento es la liberación, y por ello se compromete con las prácticas de la meditación con el objetivo de poner fin a la ignorancia y las emociones negativas que hacen que nos revolvamos en la existencia cíclica, prisioneros de nuestro aferramiento al placer, nuestra aversión al dolor, y nuestra ignorancia o indiferencia básica. 

 

Finalmente, el practicante comprende que la liberación personal es insuficiente. Otros seres, vinculados a nosotros a través de los ciclos de nacimiento y muerte desde el tiempo inmemorial, están también atrapados en el sufrimiento. 

 

 

3. Dimensiones de la ética

 

 

Obviamente, una explicación de estas características exige que creamos en el renacimiento. Si este no es el caso, la pregunta es cómo elaborar una distinción apropiada de diversos tipos de motivación. Existen diferentes maneras de hacerlo. Hemos explorado algunas de estas argumentaciones en el pasado. En este caso me centraré en algunas sugerencias de la filosofía de la liberación, especialmente, de su ética. 

 

La filosofía de la liberación habla de dos dimensiones de la ética. La ética convencional, que corresponde a una totalidad social determinada, y la ética crítica. 

 

La ética convencional, siendo un producto contingente, es siempre limitada, en cuyo caso produce, voluntaria o involuntariamente, condiciones para el mal. Por ejemplo, una ética convencional comunitaria, pese a promover una visión inspirada por el amor y la justicia entre sus miembros, produce víctimas intracomunitarias y extracomunitarias. Ciertos grupos, como en el pasado las mujeres o las personas de color, o los usuarios de lenguas, costumbres o creencias minoritarias reciben un trato desigual o incluso sufren el desprecio de quienes se conforman a la mayoría. 

 

En este punto emerge la ética crítica, que no se articula desde el interior del orden moral vigente, sino que lo hace desde la exterioridad de la totalidad de ese orden moral, desde sus víctimas. 

 

La ética budista, pese a su universalismo abstracto, históricamente, en las sociedades que se ha encarnado, ha producido sus propias víctimas. Esto prueba que el budismo tiene que desarrollar su propia ética crítica. Por ejemplo, el lugar de las mujeres, o el de las minorías étnicas, ha sido tradicionalmente subordinado. 

 

Ahora bien, el budismo posee instrumentos dentro de la propia tradición para generar su propia ética crítica. Por ejemplo, cuando se habla de diversos niveles de motivación, se puede decir analógicamente, que el primer nivel corresponde a la ética de la totalidad del orden moral vigente en un momento determinado, una ética convencional. 

 

Cuando esa ética convencional se muestra limitada y contradictoria, cuando el principio de no dañar no puede sostenerse porque el orden comunitario para su propia sostenibilidad y expansión exige el sacrificio de las víctimas, se abre el espacio para la ética crítica, la ética de la liberación. El orden moral convencional es imperfecto e involuntariamente produce víctimas, de modo que se inicia la crítica del orden moral vigente desde la exterioridad, que es vacuidad, vacío, desde la perspectiva de la totalidad social que sustenta esa moral.

 

La ética crítica tiene dos dimensiones. Una dimensión negativa, que es una crítica deconstructiva del orden vigente, que se manifiesta de manera variopinta en el samsara. Y una dimensión positiva, en la cual se intenta una reconstrucción de la comunidad de un modo en el cual las víctimas puedan ser incluidas y el daño reparado, con el fin último de la realización de todos. 

 

Obviamente, este proceso crítico se extenderá indefinidamente hasta alcanzar hipotéticamente la iluminación universal, una instancia de omnisciencia que nos permitiera identificar todas las víctimas, todos los afectados de nuestras acciones individuales y colectivas, hoy ocultas debido a nuestra ignorancia. 

 

Efectivamente, hoy reconocemos, por ejemplo, que es inaceptable la discriminación de otros seres humanos debido a su condición racial, étnica, cultural, de género, nacional o religiosa, para poner algunos ejemplos. Eso no significa, por supuesto, que hayamos resuelto los problemas de discriminación sobre la base de la identidad. Pero, además, vivimos en sociedades donde la desigualdad es lacerante, donde la obscenidad consiste en la violenta e inmoral acumulación de riqueza en las manos de unos pocos, a costa de la miseria de la inmensa mayoría. Pero, además, existen otros seres vivientes no humanos que padecen las injusticias que produce una comunidad basada en el reconocimiento casi exclusivo de derechos de los seres humanos, en exclusión de los derechos de otros seres sentientes. Pero, además, hay derechos de quienes existen en el presente, que vulneran los derechos de quienes aún no han nacido o el futuro de las generaciones venideras. 

 

Todas estas miserias perpetradas para nuestra propia felicidad en el marco del orden moral que hemos construido colectivamente demuestran que nuestro orden moral es involuntariamente injusto. De modo que decidimos adoptar la perspectiva exterior del sistema, la perspectiva que nos muestra la víctima, el excluido, el que no cuenta entre los que cuentan. La práctica de la liberación personal que se articula a través del yoga de la vacuidad es un instrumento dialéctico-práctico que pone en cuestión el fetiche del orden moral comunitario convencional. 

 

En otras palabras: el hecho de ser personas decentes en el seno de una comunidad privilegiada, no nos libra del mal, de la injusticia que involuntariamente resulta de nuestro privilegio. Noam Chomsky puso un ejemplo muy ilustrativo sobre el tema. Una señorita blanca de buena familia y con un buen corazón en el sur esclavista durante el siglo XIX, pese a su buena voluntad y su empeño por enseñar a leer y a escribir a las crías de los esclavos negros de su padre hacendado, aunque crea un karma positivo con su decencia, no puede evitar, a menos que se convierta en un factor de cambio real de la situación de radical oprobio que viven sus congéneres denigrados, en ser corresponsable de un sistema injusto como el que impuso la esclavitud. El yoga de la vacuidad nos ayuda a liberarnos de la identificación con un mundo convencional determinado. 

 

Pero eso no es suficiente. No podemos vivir en la nada, en la experiencia mística que nos ofrece la vacuidad por siempre jamás. Tarde o temprano somos convocados a crear una comunidad alternativa, más inclusiva, más universal, menos injusta, más bondadosa, más compasiva. Esta es la expresión de la bodhichita en el mundo. Los bodhisattvas son aquellos dispuestos a poner en cuestión el orden convencional vigente para crear un orden mejor, sabiendo, siempre, que todo orden finalmente encontrará sus límites, creará sus víctimas y deberá negarse a sí mismo para superar las injusticias involuntarias que produce. 

 

 

4. Un nuevo punto de partida

 

 

Hoy el budismo institucional está en una profunda crisis. Sin embargo, eso no debería asustarnos. Las crisis producen cambios, transformaciones, revoluciones. Esas revoluciones, sin embargo, no deben entenderse necesariamente como rupturas radicales. Pueden, por el contrario, entenderse como rupturas profundas, dolorosas, pero en continuidad con el espíritu de la tradición. 

 

El budismo, tal como lo conocemos, nos inspira, pero también es fuente de injusticias patentes que ya no pueden negarse. Racista, en ocasiones xenófoba y chauvinista, misoginia, y hoy más que nunca, en su versión anglo-estadounisense y europea, un budismo postrado ante la tecno-ciencia y el capital en desmedro de los pueblos periféricos.

 

De este modo, el primer nivel de la práctica meditativa tiene el objetivo de modelar personas decentes capaces de actuar éticamente dentro del orden moral de sus propias comunidades. En el segundo nivel de la práctica, alcanzamos una suerte de madurez intelectual y emocional, lo cual supone liberarnos de los compromisos de pertenencia, lo cual nos permite identificar las limitaciones de nuestra ética convencional. Solo asumiendo la perspectiva exterior al orden vigente podemos ser libres. Pero esa exterioridad no es la nada, sino la perspectiva de las víctimas, de los que no cuentan entre los que cuentan, que ponen en entredicho nuestro orden de sentido, mostrando en última instancia su vacuidad, su relatividad, sus limitaciones, y las injusticias que voluntariamente o involuntariamente produce para sostenerse y expandirse. Por lo tanto, el primer tema es la libertad, y con ello, qué significa ser un individuo. 

 

La segunda práctica está relacionada con la comunidad. ¿Qué tipo de comunidad debemos construir para reparar las injusticias que nuestra comunidad actual perpetra? ¿Qué tipo de comunidad tenemos que construir para incluir a aquellos que sistemáticamente excluimos, robándoles con ello la preciosa oportunidad que supone la vida, la posibilidad de reproducirla y desarrollarla?

 

 

5. Las cuatro nobles verdades y el cultivo del espíritu de la iluminación

 

 

En este contexto, introdujimos las cuatro nobles verdades. Las introdujimos presentándolas como un instrumento heurístico revolucionario y no un dispositivo conservador. Las cuatro nobles verdades son una invitación al cambio social, a la transformación global, y no simplemente un instrumento para facilitar el conformismo, combinado con un esteticismo posmoderno o un moralismo puritano que anima al sacrificio en pos de la “pureza del cuerpo y el alma” (otro slogan de nuestra era poshistórica). 

 

Luego presentamos la práctica del tonglen como quintaesencia de la bodhichitta o espíritu de la iluminación. En el curso anterior, después de presentar los cuatro inconmensurables: bondad, cuidado, celebración, ecuanimidad y justicia, exploramos el método de siete pasos para generar la bodhichitta. En esa ocasión dijimos que la base de la práctica consistía en reconocer el vínculo inherente con todos los seres sentientes. 

 

En el caso cristiano, por ejemplo, esa vinculación, enfocada en otros seres humanos, se da en el marco de una visión en el cual todos somos hijos e hijas de Dios. De modo que lo que nos une es la fraternidad. 

 

En cambio, en la tradición budista la visión es maternal. Todas hemos sido madres de todos los demás, y hemos estado en el seno de todos ellos. Es decir, lo que nos une es la maternidad universal. La gran matrixSobre esa base se explica lo que adeudamos a los otros, y nos comprometemos a pagar dicha deuda. 

 

Esto exige por nuestra parte una transformación radical que haga posible el pago de la deuda, porque en nuestra condición actual la deuda es impagable. Para pagar tenemos que convertirnos en Budas, es decir, hacernos con un tesoro tan valioso e inextinguible que pueda beneficiar a todos los seres para llevarlos a ellos mismos a la liberación y la iluminación. 

 

En esta primera sesión, lo que hicimos fue explorar el segundo método para desarrollar la bodhichitta. En este caso, se trata de intercambiarnos a nosotros con los otros. Para ello tenemos que reconocer que nuestro propio orden moral es egocéntrico y egoísta. El mundo es para nosotros habitualmente solo una fuente recursos materiales y humanos para explotar en nuestro exclusivo provecho. Ese egoísmo y ese egocentrismo es la causa de todo mal. Mientras que el altruismo y el alter-centrismo es la causa de todo bien. 

 

Una vez más, la totalidad del orden moral de privilegio individual y colectivo que encarnamos debe ser derrocada. Para ello, qué mejor que abrir las puertas de la ciudad para que entren los otros y disfruten de la fiesta. Aquellos que han sido excluidos de la cena son invitados a participar. Es la famosa historia de Jesús multiplicando los panes y los peces, o convirtiendo las vasijas de vino en inagotables. La bodhichitta es el anhelo de crear una comunidad sin exclusiones, basada en la bondad y la justicia. 

 

Por supuesto, habrá quien dirá que un pensamiento de este tipo es utópico, irrealista. Lo cierto es que siempre podemos trabajar para edificar una comunidad más justa e inclusiva, más bondadosa y cuidadosa. Quienes no son capaces de soñar con una comunidad de este tipo, lejos están de la bodhichitta, y por más sofisticadas que sean sus visualizaciones y expertos sean en mover sus energías, son el hazmerreír de un verdadero practicante tántrico.

 

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