LA FICCIÓN DE CARRIÓ Y LA LEY DEL KARMA


En un programa televisivo de la cadena TN, la legisladora opositora Elisa Carrió fue entrevistada por el periodista Santos Biasati. A la pregunta del entrevistador acerca de la situación que transita el país, la política respondió refiriéndose a la Argentina como un “país kármico” y con escasos conocimientos pretendió apropiarse del sentido budista del término para explicar algunos de los problemas que aquejan a la patria. El cronista apuntó de manera apurada los términos de la intervención y propone en esta nota una interpretación alternativa. 

De acuerdo con la Dra. Carrió, los budistas explican el karma como la ley de “causa y efecto”. Según esto, nos dice, es posible concluir que todos los males argentinos (verdaderos e imaginados) son el fruto de la corruptela del actual gobierno. Con aires de suficiencia nos informa que 1 + 1 es 2 y que ella ha venido a traernos la buena nueva. No hay porque inquietarse, nos comunica de manera socarrona. Tenemos entre nosotros a alguien que es capaz de vislumbrar con claridad de qué se trata todo este lío. A otros puede haberles pasado desapercibido, pero ella conoce el arcano de la existencia y ha venido a transmitírnoslo.

Por supuesto, Karma es la ley de causa y efecto. Con ella se mienta que todas las acciones producen consecuencias a menos que nos aboquemos concienzudamente a transformar nuestras actitudes y purificar nuestros comportamientos pasados de manera eficiente. Pero el concepto de karma es amplio y peliagudo para el pensamiento. En líneas generales no es díficil mentar una formula generalista: todas nuestras experiencias individuales y colectivas son efecto conmensurado de acciones pasadas. Ninguna de ellas surge de la nada o es producto de una intervención milagros desde otro mundo. Pero hasta allí podemos acompañar en nuestras coincidencias las declaraciones de la calórica opositora.

De acuerdo con el budismo, nada hay más atrevido que intentar interpretar el karma de un individuo o colectividad. Se dice que cualquier otro objeto de conocimiento resulta de fácil acceso si lo comparamos a lo que implica la dilucidación concreta de las errancias a la que nos somete el karma.

En el Dhamapada se dice, por ejemplo, que el presente no es un misterio, como tampoco lo es el futuro. Las experiencias felices son el resultado de acciones virtuosas realizadas en el pasado, y los comportamientos negativos están llamados, necesariamente, a una precisa consecuencia de sufrimiento futuro. Otros textos realizan correlaciones entre diversas acciones no virtuosas y determinados padecimientos. Pero Buda no ha dejado de reiterar, que el asunto del karma, en lo que se refiere a su intríngulis concreto, sólo es jurisdicción de un ser iluminado. 

Parte del problema en la argumentación de la Dra. Carrió pasa por la utilización sofística que hace de los antiguos. No es la primera vez que hace alarde de un método "pseudo-straussiano" al aproximarse a las coyunturas políticas. Como otro articulista afamado del matutino mitrista, se esmera en sus citas prolegomenales para encubrir la vulgaridad de sus opiniones. En ambos casos, pese a lo entrañable de algunas de sus referencias, éstas no deberían engañar a sus escuchas porque pretenden artificiosamente deslumbrar a los desprevenidos sin producir una pizca de auténtico conocimiento. 

Cuando hace algunos meses, la señora Beatriz Sarlo la elogió como una de las grandes luminarias del pensamiento político argentino, este cronista se quedó perplejo. Tomó las palabras de Sarlo como un desafío y se dedicó durante sus horas libres a perseguir en la web las intervenciones de la autointerpretada pitonisa. Ninguna de sus puestas en escena es digna de mención en lo que se refiere a profundidad y contenido. La Dra. Carrió sostiene con esmero su creación político-teatral, pero no ofrece una alternativa creativa a la hora de la verdad. Su labor discursiva se vuelca con ahínco a un expresivismo catastrofista que es moneda de cambio entre la intelectualidad ufanada de sí que se pasea por las calles de Recoleta con aire de sobrada experiencia pese a sus arraigados vicios rioplatenses.  

Ahora bien, volviendo al Karma, la Dra. Carrió  sostiene que lo que ocurre a la Argentina hoy es el producto de lo que se ha hecho de ella durante los últimos ocho años. Sin embargo, nada es más ajeno a la doctrina del karma que el cortoplacismo y el ombliguismo que traslucen estas palabras. En todo caso, muchos de los problemas que aquejan a la Argentina de hoy son el producto de una larga historia de injusticias, ignorancias y maldades que continúan y continuarán dando fruto por mucho tiempo y que el presente está llamando a subsanar.

El juicio que hagamos sobre nuestras acciones presentes debe hacerse, en todo caso, proyectando hacia el futuro las apuestas actuales. Cuando en otras épocas pretendíamos, por medio de las milagrosas políticas del establishment neoliberal, subsanar las iniquidades de nuestro modelo tradicional, condenábamos el futuro de millones. La apuesta de hoy, quién puede dudarlo, es una apuesta de futuro. Pese a la fanática oposición que manifiestan los pretendidos sabios de la república, las generaciones que hoy acceden a una alimentación y una salud más digna, a una educación de mayor calidad y a un horizonte de limitada prosperidad, se encuentran en mejores condiciones para enfrentar los desafíos que les correspondan. En cambio, la inseguridad y el miedo es el producto de un largo y tortuoso camino en el que sembramos violencia  empeñándonos en el abandono de las mayorías. Se necesita mucha ignorancia para no ver lo que hicieron por nosotros las apuestas anarco-capitalistas y neoconservadoras de las últimas décadas. Habría que ser muy cretino para endilgarle al presente lo que es el resultado de la insensibilidad autoritaria y xenófoba que aún articula su discurso en nuestros comedores diarios. Este país no lo hizo el Kirchnerismo. Este país es el producto de toda su historia. 

Debemos aprender a juzgar el presente como dicen los budistas, mirando hacia el futuro de manera integral. Los ajustes caníbales, producen desnutrición, disminuyen las capacidades de nuestros niños, generan odio y resentimiento, lo cual se traduce a la larga en delincuencia e inseguridad. En cambio, la asignación universal por hijo, el aumento de la inversión pública en educación, la apuesta por una política fiscal con intención redistributiva, y una recuperación de la dignidad identitaria, ofrece a los hijos del presente esa oportunidad que a otros muchos le arrebataron algunos de los que hoy se rasgan las vestiduras hablando de libertad y justicia. 

En la Divina Comedia, Dante Alighieri ofrece una cuidadosa ilustración de los castigos a los que son sometidos quienes adoptan diversos comportamientos pecaminosos. De manera análoga, los budistas ofrecen a sus adherentes una pormenorizada ilustración de las consecuencias que pueden resultar de sus acciones negativas. La charlatanería y el discurso divisivo no se encuentra entre los más graves de los pecados per se, pero todos los sabios de la tradición concuerdan que son los que tiene mayor alcance.

LOS INDIGNADOS DE BARRIO NORTE Y LAS CACEROLAS DE PANDO


Hace unos días empezaron otra vez las marchas “contra la dictadura K” en los barrios más coquetos de Buenos Aires, intentando reeditar las jornadas campestres del 2008. No es casual que las cacerolas de estos días coincidan con los insólitos reclamos del sector agropecuario por la reevaluación fiscal de sus tierras en la provincia de Buenos Aires. De todos modos, la gota que colmó el vaso, según nos dicen, es la preocupación que produce en los acomodados manifestantes la incertidumbre de la política cambiaria oficial, junto con las consecuencias que la especulación trae aparejada en ciertos rubros de la economía.

En las redes sociales hay llamamientos continuados a sumar presencia y cacerola en los próximos días. Sin embargo, harían bien quiénes se vean impelidos a participar en los actos, a prestar oídos a las voces que se empachan con rabia en estas convocatorias. No sea el caso, como en otras ocasiones, que nuestra impensada firma en un acontecimiento acabe propiciando por nuestra parte una desdichada coyuntura. Sin más, recuerdo al lector que una de las apologetas más decididas del genocidio, la señora Cecilia Pando, sostuvo hace algunas horas que ella fue la autora material de la convocatoria. Ello explicaría el tenor de algunos dichos que vertieron sin pudor  los asistentes de la congregación cívica ante las cámaras.

Con el propósito de ilustrar lo que tengo entre manos, permítanme hablar de una de esas reuniones en la cual, la semana pasada, unos trabajadores de prensa del programa 678 fueron agredidos verbal y físicamente. Ocurrió en la esquina de la avenida Callao y la avenida Santa Fe. Las cámaras de la TV pública grabaron dichas agresiones de manera pormenorizada después de haber dado micrófono y pantalla a los participantes para que ofrecieran sus testimonios.

El espectáculo patotero fue bochornoso, y quienes participaron en el mismo deberían llamarse a la vergüenza. Sin embargo, me abstendré de adjetivar lo visto y lo oído en los documentos audiovisuales que tenemos a la mano. Dejo al lector de esta página que juzgue por sí mismo el modo en el cual los más decentes entre los indecentes actúan cuando, desquiciados, se permiten castigar a quienes consideran culpables de su indignación.

Pero no es de este asunto en concreto al que quiero referirme. Lo que llama la atención de quien escribe estas líneas es el discurso al que adhieren muchos de los participantes, la enajenación que se vislumbra en algunas de sus aseveraciones y las incontables referencias a la dictadura militar que la verborragia de los susodichos utiliza para descalificar al actual gobierno. Entre los que se atrevieron a dejar sus pareceres, abundaron referencias respecto al hipotético carácter dictatorial de los actuales gobernantes, a quienes se califica, sin filtro, como nazis, fascistas y "peores que los milicos".

En democracia, las diferencias políticas se dirimen en las urnas. Allí se establece, imperfectamente, la voluntad popular. Si la modalidad democrática nos resulta indeseable, o creemos que el pueblo argentino, en su gran mayoría, no merece elegir a sus gobernantes (por su ignorancia o su connivencia con los “populistas” de turno, como pretenden algunos), o creemos de manera llana que sólo nosotros y los nuestros (por razones ambiguas pero explicitadas en nuestro trato con el resto) merecemos dicho privilegio, nuestras asunciones se dan de narices con los imaginarios sociales que son el trasfondo de nuestra realidad histórica presente.

Argentina es hoy día un país democráticamente organizado. La pugna política y la extendida práctica de protesta ponen de manifiesto que las libertades políticas están aseguradas en su mayor parte. Ningún participante habría ejercido su derecho a dar vos a su indignación abiertamente, ni hubiera permitido que se lo identificara si hubiera temido una persecución como la que sufrían aquellos que se oponían al régimen durante aquellas épocas oscuras de la patria. Por lo tanto, podemos afirmar cómodamente que los argumentos testimoniales de los indignados caceroleros de barrio norte ponen de manifiesto una aguda distorsión cognitiva.

Todos aquellos que nos dedicamos de un modo u otro a cuestiones relativas a la cognición sabemos del efecto distorsionante que produce en la aprehensión de lo real el desbordamiento de las emociones. El odio y sus diversas variantes, tiene un efecto perverso a la hora de captar la realidad de lo dado. El objeto odiado se transmuta de manera brutal, se convierte en una perversa caricatura de sí misma. El objeto odiado es un objeto simple, llano, al cual se le han exorcizado todos los claroscuros, toda ambigüedad. De seguro que la señora Presidenta no es tan perversa como se la pinta, ni los jóvenes K son lo que se empeñan en hacernos creer quienes se afanan por descubrir en ellos la corrupción encarnada. Como bien dice el dicho: en todos lados se cuecen habas. La disputa por el sentido no puede reducirse a una disputa moral, porque nadie en su sano juicio puede pretender que en su bando habitan los santos en lucha con el demonio al que representan nuestros enemigos políticos. 

La política debe eludir este tipo de enfrentamiento. Y debe hacerlo porque la experiencia nos ha mostrado que las demonizaciones quebrantan cualquier entendimiento y nos conduce de trompas hacia el horror y la violencia. Lo que se discuten son modelos, proyectos de país. Lo que se pone en la mesa del debate son concepciones diversas que entrañan, no sólo cierta concepción acerca de lo que somos, sino que además, adelantan una interpretación del mundo en el que vivimos. Interpretaciones, valga recordarlo, que son complejas y que nos comprometen a diversas relaciones con la historia global a la que estamos dando forma en esta época de cambio. 

Uno de los rasgos de la argumentación opositora es la inarticulación de los reclamos. Como decía uno de los participantes, “no estamos en contra de algo puntual, estamos en contra de todo. Se tienen que ir.” La indignación de los caceroleros de hoy se emparenta en su formalidad a la de los caceroleros del “que se vayan todos” que en el 2001 irrumpieron en las calles inaugurando una nueva época. Sin embargo, existe un desfasaje entre la facticidad de aquellos días y lo que en el país verdaderamente se vive en estos días que transitamos. La catástrofe es hoy solo un imaginario, un escenario desplegado ante nosotros proféticamente, una suerte de sino ineludible que los testimoniales ofrecen como si se tratara de una realidad palpable para todos. 

Sin embargo, muchos de lo que hoy se anudan al discurso catastrofista, comparten en sus reuniones familiares un bienestar impensable en otras épocas de mayores premuras. Eso no significa que Argentina se encuentre flotando en una nube de incienso, alejada de las perturbadoras circunstancias planetarias. Lo que se pretende, en todo caso, es la necesidad de adoptar ante la realidad una actitud más comprensiva, que sepa dilucidar las necesidades colectivas a cada paso, intentando ofrecer recetas que no perviertan de manera definitiva los logros socio-políticos, indudables pese a sus limitaciones, también evidentes, que se han alcanzado en los últimos diez años de estabilidad institucional. 

Eso significa, en breve, aprender a leer los asuntos colectivos desde la categoría de la propia colectividad, y nuestros intereses individuales y sus limitaciones desde una perspectiva generosa que no se alinee a estrategias que al fin de cuentas llaman a pervertir de manera definitiva el curso de una convivencia sustentable en libertad.

YPF: VUELTA DE PÁGINA


(1)

Como era de esperar, la decisión de la Dra. Cristina Fernández de Kirchner de renacionalizar YPF trajo consigo de todo. Lo más importante, los debates y encendidos festejos que congregaron a la ciudadanía. Pero además, la posibilidad de constatar la argumentación que sostiene la perspectiva de nuestros contrincantes en la disputa por el sentido. 

Tres asuntos llaman la atención del cronista y lo acicatean a volver a las lides. Lo primero, recordar la cuestión material, es decir, la experiencia que justifica con creces la intervención estatal en el asunto que nos incumbe. En segundo término, la cuestión formal, la tan mentada “seguridad jurídica” que (se dice) vuelve a ser vapuleada por el gobierno en ejercicio. Finalmente, la cuestión de la factibilidad. Es decir, por qué ahora y no antes, que es uno de los argumentos predilectos utilizado por los más recalcitrantes, pero también por quienes acompañaron en general la iniciativa, sumándose con recaudos, pero con firmeza, al hecho consumado de la expropiación y la intervención decretada.

(2)

Comencemos por la cuestión material. Para dar cuenta de ella me remitiré a la experiencia común del último año: el desabastecimiento continuado. Basta con echar una mirada distraída a nuestro entorno para comprender la importancia que tiene para la económica del país el consumo de energía. Aquí, cuando decimos “económico” no hacemos referencia a un subsistema abstracto, autónomo, como el que pretende teorizar el neoliberalismo. Aquí, cuando decimos “económico” queremos decir, en primer lugar, y fundamentalmente, lo que hace posible la vida de la gente, la reproducción de la vida, eso precisamente de lo que fuimos largamente despojados a lo largo de nuestra historia. La energía es el alimento básico de nuestra dieta cotidiana. Todos nuestros quehaceres económicos dependen de este alimento. 

Y aún hay más: porque, como decíamos, lo económico no es un subsistema autónomo como pretenden los neoliberales. Lo económico, lo político y lo social-cultural se encuentran estrechamente interrelacionados. El fracaso económico trae consigo desgobierno y fractura socio-cultural. Por lo tanto, nuestra supervivencia como sociedad depende estrechamente de nuestro libre acceso y disponibilidad de energía. Si nos amenazan con el desabastecimiento energético, nos amenazan “mortalmente”. 

Las grandes potencias van a la guerra para hacerse con las reservas petroleras de otras naciones soberanas. Se ha masacrado y se masacra para tomar posesión de esos recursos de manera escandalosa. La soberanía y los derechos humanos son moneda de cambio que las grandes corporaciones están dispuestas a pagar sin pestañar cuando se trata de asegurar contratos provechosos. Las mismas empresas que se rasgan las vestiduras aludiendo a la inseguridad jurídica son las que aceptan de buena gana la violencia militar inescrupulosa sobre la población indefensa para asegurarse jurídica y fácticamente el acceso al recurso. 

En este contexto debe entenderse la disputa con REPSOL. Si esta hubiera cumplido con el país al que pertenecen en última instancia los recursos usufructuados, la situación actual no hubiera acontecido. La decisión no es fruto de una voluntad caprichosa. Con una pizca de honestidad intelectual pueden rastrearse los antecedentes en la prensa local, donde se verifica que la empresa mantuvo una actitud amenazante ante el Estado con el propósito de torcer su voluntad por medio de una estrategia de desabastecimiento que mantuvo en vilo a la ciudadanía durante meses. La peligrosidad para la salud social de prácticas de esta índole es evidente. Bloquear el acceso al alimento a una persona durante un tiempo prolongado es intolerable. Las prácticas de REPSOL fueron análogas en muchos sentidos a dicha ilustración. Las crónicas de la prensa extranjera de manera persistente eluden ese aspecto del conflicto que enmarca la decisión a favor de la renacionalización.

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La segunda cuestión que se ha puesto en la palestra es la “informalidad” de la medida adoptada. Esto no es cierto, porque existen sólidos fundamentos jurídicos que respaldan el procedimiento, pero dejemos oír las voces que claman en el desierto para sacar a la luz lo que ocultan. Ciertas expresiones del vice-ministro de economía Axel Kicillof han dado ímpetus a una menguada oposición político-mediática y encendido la indignación de la prensa nacionalista española que ha vuelto a agitar los fantasmas del populismo para contrarrestar la “impopularidad” del neoliberalismo practicado en casa. 

El núcleo de la crítica de Kicillof, que el establishment insiste en no querer entender o malentender, sin embargo, resulta interesante y contundente. Deberíamos tomar nota y reflexionar con más inteligencia que pasión lo que se dice y lo que se pretende en sus palabras. En breve, la mención reiterada a los constructos jurídicos establecidos en circunstancias de radical asimetría resulta un obstáculo para el logro de la justicia “material”, que es al fin de cuentas la tierra firme del derecho. 

En este contexto es comprensible que se haya reflexionado abiertamente acerca de la hipocresía detrás de la apelación a la “seguridad jurídica”. Se trata, en última instancia, de la necesidad de cambiar el mazo cuando las cartas están marcadas. Quienes insisten en desconocer la gravedad de la situación material y se reafirman en el procedimentalismo jurídico, a viva voz reconocen (aunque indirectamente) que no es el contenido de sus reclamos lo que convencerá, sino los subterfugios emplazados en la legislación para preservar el derecho al saqueo impidiendo la intervención del Estado para defender a la ciudadanía de sus codiciosas empresas. La prudencia nos conmina a dar a la materialidad un lugar privilegiado cuando las formalidades han sido precisamente dispuestas para impedir la justicia (en este caso la supervivencia, cuya condición de posibilidad no es otra cosa que el éxito societario). 

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 Finalmente, digamos dos palabras sobre la factibilidad. Lo que olvidan los ajetreados voceros de verbosidad antikirchnerista cuando hacen mención de la “biografía” del actual gobierno, es que entre el deber ser y la realización de cualquier logro hay algo que se llama “factibilidad”. 

En la política, como ocurre en la vida individual de las personas, no todo lo que se quiere o se debe puede realizarse aquí y ahora. Es necesario contar con las condiciones de posibilidad que dan a la voluntad ocasión de ejercer el poder. Por lo tanto: no está demás echar un vistazo al apoyo popular que concitó la medida, porque en ese apoyo popular se concentra buena parte del poder a la mano que facilitó la acción decisiva.

Pero es necesario, también, prestar atención a otras circunstancias que han dispuesto el escenario de manera constructiva para nuestros fines. El panorama internacional, pese a las altisonantes amenazas que la prensa liberal hace resonar con insistencia, con la intención reiterada (se sospecha) de acechar la conciencia de la ciudadanía con nuevas versiones de esa película catastrofista que se empeñan en reeditar cada día con empecinamiento ya cansino, no es asunto menor. 

Mientras en la cancha de Vélez, Cristina Fernández se daba un baño de multitudes, el gobierno de Rajoy se aprestaba a recibir una cumbre europea cerrando sus fronteras para impedir las protestas de hordas juveniles “radicales”. Al mismo tiempo, casi un centenar de intelectuales europeos llamaban a esa misma juventud desilusionada y traicionada, a ofrecer un año de “trabajo voluntario” para salvar a Europa. En ese gesto de buena voluntad, sin embargo, se ponía de manifiesto una de las causas más profundas de la actual crisis europea, el miedo que han inculcado los socialdemócratas y todos los que de un modo u otro se le parecen, a esas malditas palabras que se dicen “política” y “militancia”.

GRECIA: ¿"SYMTHOME" O ANOMALÍA?




Dejemos la disputa en torno a la descripción de los hechos a los profesionales del asunto. Concentrémonos en lo que creemos es el aspecto determinante de los sucesos. Para ello, comencemos con una breve ilustración que puede clarificar nuestra perspectiva.

Si llegamos a un pequeño pueblo en una mañana de luto en la cual sus habitantes acompañan a los familiares y amigos de un difunto al camposanto, la falsa impresión que la imagen transmite es que el difunto es una suerte de anomalía en el curso cotidiano de los hechos.

Los propios protagonistas se enfrentan al cadáver de ese modo, reverenciándolo como a un rey. Sin embargo, una breve reflexión sobre el suceso pone de manifiesto la universalidad que oculta la falsa excepcionalidad. Todos y cada uno de los partícipes del acto funerario ocuparán en su momento el lugar privilegiado del muerto actual. La distorsión epistemológica oculta la verdad de nuestra finitud al convertir en extraordinario un suceso que forma parte constitutiva de nuestra naturaleza humana. La cosmética funeraria nos permite continuar con nuestra vida diaria como si nada “fundamental” hubiera pasado.

Lo cierto es que la muerte del otro debería ser un espejo en el cual se reflejara nuestra propia muerte. Esta, a su vez, debería servir como acicate para reordenar nuestras prioridades en vista a nuestra auténtica realidad. Pero bien sabemos que, después de una breve conmoción, la mayoría de nosotros olvidamos el acontecimiento para continuar bregando con nuestros asuntos más o menos importantes.

Sabemos que la muerte forma parte de la vida (y en eso consiste la otra estrategia habitual frente a la misma: reducirla a mero suceso biológico), pero acertadamente sospechamos que la muerte irrumpe con la nada en el ser, amenazando con nihilizarlo enteramente. Frente a la muerte, las cosas “valen” bien poco o casi “nada”.

La muerte amenaza la totalidad de las relaciones sociales. Reduce peligrosamente la legitimidad del orden constituido haciendo caducas las jerarquías que sostienen la ficción comunitaria (frente a la muerte todos somos peligrosamente iguales). En la muerte la individualidad se cancela. El cadáver (el regreso al polvo indiferenciado de la carne), trastorna el orden de los nombres. Los nombres humanos están asociados a los rostros que los portan. La muerte transfiere las nominaciones a las efímeras construcciones imaginativas que habitan la memoria. El esfuerzo colectivo, el ritual conmemorativo, consiste en realizar dicha transferencia desde lo físico-material a lo psíquico. La vida anterior de los muertos se condensa en un relato que intenta vanamente rescatar su “haber sido” del incontenible poder destructor de la nada.

Sea como sea, la muerte es nuestro destino común e inescapable. Ningún esfuerzo nos ahorrará el trance. Nuestra individualidad en el sistema-mundo está condenada a su irreversible desaparición.

De manera análoga, los esfuerzos mediáticos que acompañan a la troika oficiante en el funeral griego están dirigidos a aplicar una cosmética que contenga las amenazas nihilizantes que trae consigo el acontecimiento. La función de la labor es doble y aparentemente contradictoria. Sin embargo, resulta eficaz para contener el verdadero “sentido” de la crisis a la que nos enfrenta el descalabro.

Por un lado, se trata de naturalizar la catástrofe aduciendo mecanismos inherentes del sistema. Desde esta perspectiva, los “ajustes” forman parte de la dinámica correccional que exige el capitalismo para lograr su propia continuidad. De este modo, los agentes sociales son “convencidos” que la amenaza no debe impactar de modo alguno en las estructuras que sostienen el orden social. Se trata de hacer el luto y continuar como si nada hubiera ocurrido.




La segunda estrategia consiste en apelar a la extraordinariedad de los sucesos de un modo perverso. El tipo se murió, pero dicen que lo que causó la muerte es que fumaba mucho, era un bebedor empedernido o tenía un mal talante (lo cual – explican – es causa de cáncer). Cualquiera sea el veredicto que el peritaje popular haga del asunto, lo cierto es que el tipo se murió porque los tipos y las tipas se mueren, independientemente de sus estilos de vida.




Ahora bien, de manera análoga a lo que ya hemos dicho, los sucesos pueden llevarnos a comprender el “acontecimiento-crisis” como un “symthome” que revela la constitución y sentido último del capitalismo; o bien puede llevarnos a adoptar una perspectiva superficial sostenida por una estrategia de ocultamiento que nos evite una “transvaloración de los valores” imperantes.




Grecia es un cadáver en la mesa del capitalismo. Echado el muerto, cabe reflexionar qué deseamos hacer (nosotros los vivos) con el tiempo que nos queda.




La “troika” pretende obligarnos a olvidar el verdadero sentido de esta muerte. Los ajustes, como las prácticas de luto, son un llamado a continuar transitando el mismo rumbo. Nuestra tarea, para muchos incomprensible, es permitir que la nihilidad que el acontecimiento-muerte inyecta en el actual sistema-mundo se expanda hasta alcanzar los límites de esa esfera de la realidad epocal que es el capitalismo. El propósito, como decíamos en entradas anteriores, es permitir que el acontecimiento-Grecia, entre otros, muestren en su desnudez la brutalidad esencial que oculta el rostro amable que el capitalismo se esfuerza en transmitir a sus víctimas, acompañado en su tarea por la publicidad, los mass-media y la expertise académica.

LAS DOS VERDADES DEL CAPITALISMO


En la entrada anterior planteamos la necesidad de rearticular el ideario izquierdista con el propósito de aventurar un desafío ideológico a la actual hegemonía capitalista que, con diversos matices, reina a sus anchas en el sistema-mundo. En este artículo vamos a llamar la atención sobre los descalabros argumentales a los que son propensos algunos actores, fundamentalmente, debido a una confusión categorial.

Para ello podemos remitirnos a dos distinciones. Una de ellas (ambiguamente platónica pese a todo) es aquella que el heideggerianismo enalteció durante las última décadas en torno a la diferencia ontológica.

La segunda, análoga, pero esta vez de raíz budista, enfrenta dos categorías de verdad: (1) la verdad última referida al estatuto absoluto de los entes en cuanto tales, en el que se deconstruye la aparente esencialidad de los entes, a través de un análisis genético, estructural y conceptual que conduce a una noción de radical relatividad, correlativa con la siguiente conclusión: el vacío de existencia intrínseca de los entes, la otra cara de (2) la verdad convencional, en la cual los entes son referidos en su funcionalidad, en su particularidad en relación a un todo significativo. Aunque la definición provisoria de esta última distinción resultará problemática para cualquier conocedor medianamente informado de la tradición en cuestión, es adecuada para los propósitos de esta entrada.

De nuevo, con propósitos meramente explicativos, podemos referirnos a la categorización de Alain Badiou que distingue entre el Ser y el Acontecimiento. Como señala el filósofo esloveno Slavoj Zizek, "el “ser” es el orden ontológico positivo accesible al saber, la multiplicidad infinita de lo que “se presenta” en nuestra experiencia, categorizado en géneros y especies de acuerdo con sus propiedades". Mientras el acontecimiento, continúa Zizek, “surge ex-nihilo: no es posible explicarlo en términos de la situación, pero esto no significa sencillamente que sea una intervención desde afuera o desde más allá, sino que está ligado precisamente al vacío de toda su situación, a su inconsistencia, a su exceso intrínseco.” De manera análoga, el “ser” (lo óntico, la convencionalidad), corresponde a la verdad relativa al capitalismo, mientras el “acontecimiento” hace referencia a su inconsistencia, a su “exceso intrínseco”, a la negatividad manifiesta de su condición interna.

En las últimas semanas, los ánimos han vuelto a exaltarse en la República Argentina. Esta vez frente a dos cuestiones que aciertan al corazón de nuestros contemporáneos en todas las latitudes. El conflicto diplomático y la militarización/nuclearización del Atlántico Sur vuelve a poner sobre el tapete el tema del nacionalismo. Mientras que los conflictos en torno a la llamada “minería a cielo abierto” han reactivado los conflictos en torno a lo “ecológico” o medioambiental.

La coincidencia de estas dos cuestiones es bienvenida a la hora del análisis, porque nos permite ilustrar de manera fructífera las confusiones reinantes, al tiempo que ofrecen la ocasión para presentar un instrumento argumental que nos saque del atolladero en el que parecen quedar presos algunos debates. La inconmensurabilidad es el verdadero desafío a los que debe enfrentarse la política democrática. La inconmensurabilidad no puede resolverse, como pretende la política liberal, por medio de meros consensualismos parlamentarios. Hay que enfrentarse a las tensiones inherentes en todo proyecto político acertando a habitar sus contradicciones y antagonismos que reflejan en muchos casos, como nos enseñó Hegel, algo más que la insuficiencia epistemológica, la incongruencia ético-política de sus postulados, sino también la complejidad misma de la realidad con la cual pugna y crece.

El conflicto con Gran Bretaña en torno a las islas Malvinas nos obliga a una reflexión en torno al nacionalismo. Los discursos hacen hincapie en la construcción de un imaginario social y a la herida histórica que dicho imaginario sufrió por parte del poder imperial. La alusión al derecho de autodeterminación de los pueblos para el caso de los isleños por parte de la diplomacia británica resulta congruente con la perspectiva universalistas de los conquistadores.

Por otro lado, la renuencia de algunos intelectuales argentinos que han ejercitado sus plumas y sus laringes en las últimas semanas a dar argumentos a favor de la “soberanía” territorial transparenta, no sólo la “colonización” de las subjetividades de dichos intelectuales, como se ha denunciado con sarcasmo por parte de sus contrincantes en el debate, sino también, la estrecha continuidad de dichos discursos con el talante posmodernista, aterrado ante los grandes relatos y las reacciones particularistas que siguieron al tirunfo de la versión globalizada de nuestra humanidad. Detrás de este continuismo cosmovisional pueden identificarse (1) el consecuente antihegelianismo que resulta en la incapacidad de reconocer el antagonismo inherente entre la totalidad y el individuo que constituye a la sociedad per se; y (2) un positivismo nominalista al que resultan traumáticas las exposiciones y prácticas utópicas encarnadas.

La disputa interna entre “malvinistas” y “antimalvinistas”, por lo tanto, pertenece al mismo escenario de disputa donde se confrontan esos enunciados. De un lado están aquellos que se alinean con el universalismo abstracto por el cual abogan coincidentemente los globalizadores (defensores a ultranza del derecho de las individualidades sobre las particularidades nacionales). Del otro lado, aquellos que abogan por la expresión de una particularidad encarnada, la cual en este contexto conlleva una resistencia del Estado-nación y la defensa del aun vigente (aunque siempre amenazado) derecho internacional.

La segunda cuestión, como dijimos, gira en torno a la disputa entre “productivistas” y “ecologistas”. Las variantes más pobres en esta disputa son incapaces de distinguir los escenarios del debate actual. Por un lado, tenemos la discusión “óntica” respecto al tipo de capitalismo al cual nos adherimos (en la entrada anterior distinguimos el capitalismo neoliberal, el capitalismo bienestarista, el capitalismo con valores asiáticos y el capitalismo populista). Por el otro lado, tenemos la disputa “ontológica” que, hoy podemos decir, se encarna en una “critica del capitalismo” en sus tres variantes: (1) la de los antimodernismos religiosos; (2) la de los “neomarxismos; y (3) la de los diversos ecologismos.

En el caso que nos atañe, tanto el gobierno como los actores sociales deben cuidarse de confundir la arena del debate. Las pretensiones estrictamente ecologistas se enfrascan en una crítica ontológica que pone en cuestión el “ethos” de nuestra época, y por ello forman parte de lo mejor de la crítica anticapitalista actual, de lo mejor de nuestra resistencia emancipadora.

Lo que ocurre es que el escenario de administración gubernamental y la militancia política que da sustento al proyecto productivista y redistribucionista surge, como no podía ser de otro modo, en el seno del propio sistema capitalista y como respuesta a otras versiones del mismo.

El gobierno deberá eludir la tentación de confrontar con los movimientos ecologistas, empeñándose en la tarea explicativa que pone de manifiesto las contradicciones del status quo y apoyándose en la voluntad popular a la hora de decidir el precio que deseamos pagar por nuestro desarrollo y nuestra responsabilidad en una cuestión indudablemente “meta-nacional” como es la cuestión medioambiental. Por su parte, los medioambientalistas deberán contar a estas alturas con un claro posicionamiento diferencial respecto a los trasfondos política y socialmente asimétricos de cada una de sus luchas puntuales.

De este modo, la tensión inherente, la discontinuidad irresoluble entre las dos verdades puede ser mediada únicamente por mayor participación democrática, lo cual no ofrece demasiados reaseguros, por supuesto, pero es lo único que tenemos a la mano en esta época posfundacional.

CAPITALISMO: Entre la resignación y la utopía.




En esta entrada continúo explorando la cuestión de la exclusión. Esta vez desde una perspectiva analítica diferente.

Comienzo con una experiencia muy personal. Las circunstancias: un regreso a la Capital Federal a través de la autopista Illia. La visión: la villa miseria conocida como “la 31”.

Dos lecturas contrapuestas: para una de ellas, la que pretendo desplegar en las líneas que siguen a continuación, se necesita un vuelco de la conciencia, una suerte de conversión. De pronto, la Villa 31 deja de ser producto de las ineficiencias gubernamentales (erradas políticas públicas o corrupción) y se convierte en “signo” de la verdadera “constitución” del sistema: las villas del conurbano, como las favelas de Río o los slums de Mumbai son el capitalismo.

Esta conversión categorial viene acompañada de una mutación epistemológica, análoga a la que ocurre con la enfermedad cuando la pensamos a la luz de nuestra finitud constitutiva. Visto de este modo, la enfermedad no es un accidente, sino un signo de nuestra auténtica condición. En este sentido, la Villa 31, enclavada en el corazón de Buenos Aires, es el molesto recordatorio de lo que verdaderamente implica nuestra frenética acumulación de capital.


Frente a esto cabe articular una serie de interrogantes que justifiquen una perspectiva alternativa a la actual hegemonía de las “culturas” capitalistas, una alternativa de resistencia que, como señalaba no hace mucho el excomunista, devenido comunitarista católico, Alasdair MacIntyre, nos permita preservar/transmitir nuestras tradiciones auténticamente universalistas. O como dice Zizek: nuestra auténtica tradición europea.

Tres asuntos son relevantes en este contexto:

1. Con respecto a la motivación subjetiva y las actitudes elementales de los agentes, preguntamos: ¿Por qué deberíamos prestar atención a la suerte de otros seres humanos, o incluso a la suerte de otros animales no humanos? Una de las respuestas dice: porque los seres humanos son criaturas divinas; o, porque la vida sentiente es sagrada; o porque todos somos iguales en
lo que concierne al hecho de que deseamos ser felices y evitar todo padecimiento; o porque debemos actuar de tal modo que la acción resulte universalizable, o cualquiera de las versiones de la regla de oro que uno quiera articular. El problema es que el contrincante nos dice: ¿Qué pasa si a mi no me convencen tus razones? ¿Por qué razón no voy a actuar con indiferencia a las necesidades de mis congéneres o incluso en detrimento de ellos? Por lo tanto, la primera cuestión es una discusión acerca de la motivación básica, nuestra disposición subjetiva elemental. 

2. Con respecto a la crítica social, nos preguntamos: ¿Qué tipo de sociedad debemos esmerarnos en construir? ¿Una sociedad cuyo propósito sea la promoción de una existencia “digna” de todas sus partes; o bien, una sociedad cuyo funcionamiento asegure la actualización y despliegue de los potenciales de unos pocos individuos humanos en detrimento de la inmensa mayoría de otros humanos, y la naturaleza sentiente en general? En este sentido, la crítica al capitalismo: la cuestión de la exclusión, la marginalidad, la alienación de las masas no es un fenómeno contingente, un accidente dentro del sistema capitalista, sino más bien un factor constitutivo, estructural del sistema.

3. Con respecto a la praxis revolucionaria, nos preguntamos: ¿Existen condiciones objetivas y subjetivas para una transformación radical de la sociedad? En esta pregunta anida varias cuestiones:

a. O bien creemos que el capitalismo (el actual modo hegemónico de organización de la sociedad) es:

i. Un desarrollo natural de la especie humana en su larga búsqueda de su propia esencia.

ii. Un fenómeno histórico contingente que ha probado su superioridad respecto a otras formas de organización de la sociedad, pero que está llamada a ser necesariamente superada.

iii. Un modo de organización de la sociedad, peculiar del Occidente moderno que se ha planetarizado, y frente al cual debemos resistirnos.

b. Si creemos que el capitalismo es un modo de organización insuperable, cabe interrogarse:

i. Si debemos, de todos modos, resistirnos al mismo.

ii. Si debemos acomodarnos de  modo más eficiente a su funcionamiento.

iii. Si debemos desarrollar una praxis capitalista que encuentre un lugar para las peculiaridades culturales propias de cada región del planeta (ejemplo: el capitalismo con valores asiáticos; el capitalismo neoliberal estadounidense; el capitalismo bienestarista europeo; el capitalismo populista latinoamericano)

4. Si nuestra decisión, en cambio, está marcada por una voluntad de rotunda resistencia a la resignación reinante, al tiempo que rechazamos el utopismo milenarista determinista del marxismo clásico, la pregunta es: ¿De qué modo articular una utopía izquierdista que vuelva a movilizar a las conciencias en su lucha emancipatoria? Dos fragmentos argumentales análogos pueden ayudar a echar luz sobre este extremo:

a. La premisa marxista que sentencia que hay que sumar a la opresión la conciencia de la opresión; y

b. La premisa budista que sostiene que el camino de la liberación comienza con la conciencia de la omnipresencia del sufrimiento y sus causas.

LA ALAMBRADA


Hace unos meses, unos amigos nos invitaron a su casa donde ofrecían una fiesta con motivo de su aniversario. El lugar al que fuimos convidados está ubicado a cuarenta minutos de la capital, en un de los llamados “barrios privados” o “barrios cerrados” que han sido construidos en los últimos años, fruto del “terror” que produce la “inseguridad” entre las capas medias de la población que han logrado acceder a los privilegios de la modernización y la pujanza de los últimos años.

Como ocurre en muchos casos, la fastuosidad interior de estos barrios linda con la más brutal indigencia. Hasta el punto que los kilómetros finales de la carretera pública que sucesivamente nos acerca a los portales de seguridad de los emprendimientos habitacionales acomodados de la zona están flanqueados por altas alambradas que impiden a los “villeros” (los habitantes de las llamadas “villas-miseria”) acceder a la carretera, ofreciéndoles de este modo a los propietarios privilegiados que deben transitar por esos territorios abyectos una sensación extra de seguridad.

La elección del adjetivo “ab-yecto” no es casual. Lo que pretendo en esta entrada es pensar la condición de aquellos que han sido echados fuera, los excluidos del sistema, desde la perspectiva de la violencia. Pero quiero, para ello, fijar mi atención en un conjunto de fenómenos paralelos que evidencian una faceta de la violencia que en muchas ocasiones no es tenida en cuenta. Me refiero a ciertos hábitos que promueve la inclusión social en los que se refleja la contingencia de nuestra condición.

El asunto es de una complejidad asombrosa. Y esto debido a que, a partir de la dicotomía inclusión/exclusión (que ha venido a suplantar la dicotomía marxista opresor/oprimido) puede elaborarse una entera antropología filosófica (como bien nos enseñó Hegel en su Fenomenología y en sus escritos de juventud). Una antropología que sepa eludir, por un lado, el reduccionismo materialista que promueve el marxismo vulgar, y las muchas versiones idealistas que conciben la historia como una mera evolución de las subjetividades.

No podemos situarnos fuera del marxismo, porque es bien sabido que la premisa elemental que propuso Marx (aunque modificada en su formulación debido a las peculiaridades de nuestra época) continúa vigente: la historia humana está surcada de cabo a rabo por las luchas de los individuos y las colectividades por el reconocimiento de si, por la superación de la opresión. Lo cual equivale a su contracara: la historia que habitamos puede interpretarse también como la aspiración al dominio, al poder, sobre los cuerpos y las almas de los otros.

Pero la peculiaridad de nuestra época no es la opresión, sino la exclusión, la producción de “desperdicios humanos”. En esta línea, constatamos un conjunto de autores y tendencias enfocados en una suerte de “medioambientalismo” social que proponen reciclar la “basura humana”, recuperándola para hacerla “económicamente” beneficiosa. Bienvenidos sean todos las empresas que se lleven a cabo para meter dentro del sistema a los desplazados/excluidos, pero eso no nos exime de la crítica al proyecto de la globalización capitalista. Es decir, estamos obligados a volver a Marx después de su larga ausencia (convertida en espectro, según nos mostrara plásticamente Derrida), estamos obligados a recuperarlo como presencia. Es decir, necesitamos repensarlo desde el presente. El cual evidencia sus excesos, sus equívocos, sus errores, pero también, las dolorosas verdades conquistadas en sus textos.

Sin embargo, Marx no es suficiente. Porque además de una interpretación de las condiciones objetivas de la crueldad imperante, necesitamos una teoría de la subjetividad que nos permita poner en evidencia (fenomenológicamente, digamos), los mecanismos que sostienen la aberración de la exclusión. Eso significa echar luz sobre la violencia concertada que se promueve desde el núcleo duro de la ignorancia (la asunción de una ontología fundada en la falaz aprehensión de una autonomía absoluta que nos permite trazar una frontera radical entre “nosotros” - los que contamos – y ellos, cuya suma se acerca a 0).

Volvamos, por lo tanto, a las alambradas que flanquean las carreteras, las garitas y las cámaras de vigilancia y el resto de la tecnología al servicio de la seguridad y volvamos a pensar la violencia. ¿Qué es la violencia después de todo? ¿Dónde está la violencia?

La brutalidad naturalizada que promueve el ejercicio exclusivista y excluyente en raras ocaciones se percibe como tal. La obsena coreografía del despilfarro se despliega frente a la miseria sin miramientos. La cualidad pornográfica de nuestra cultura perturba, demoraliza y paraliza a los individuos sometidos a la vulgaridad de lo explícito. Una ola de impotencia y brutalidades coincide con la morbosidad que producen las imágenes de los órganos y la mecánica reiterada del acotado imaginario que permite lo porno.

De manera análoga, el sufrimiento de la indigencia es acompañado sin prurito por la exhibición morbosa del lujo en las páginas de información, que en una ecuación macabra resuelven en la violencia delincuencial, fruto maduro de la indecente exposición del privilegio y su contrario (la exclusión/expulsión).

Cuando el crimen se acrecienta, cuando las estadísticas sociopoliciales encumbran la inseguridad como variable determinante en la percepción ciudadana, hay que preguntarse: ¿Qué estamos haciendo mal? ¿En qué estamos fallando?

A menos que pretendamos una reformulación cuasi calvinista de la democracia, debemos sincerarnos y preguntarnos a nosotros mismos: ¿dónde está la violencia?

No está demás, por lo tanto, recordar el anhelo marxista de la igualdad, la utopía de una sociedad sin clases, a la hora de pensar la democracia, al tiempo que sumamos a nuestro análisis del capitalismo una fenomenología del sujeto (siempre atento a las peculiaridades de la historia) que eche luz sobre la causa primera y última del sufrimiento: la ignorancia respecto a nuestra verdadera condición. No somos entidades autónomas, como pretendemos (aunque es indispensable asumir una autonomía ética – no otra cosa es la libertad). Somos entidades radicalmente interdependientes. Nuestros alambrados, nuestros muros, nuestra tecnología al servicio del privilegio están en la base de la exclusión que aniquila los cuerpos y reduce los espíritus a la brutalidad. A ambos lados de la cerca, por cierto.

LA VIRTUD DEL PENSAMIENTO


Quiero volver a unas líneas escritas hace unas semanas e incluidas en una entrada del blog. Lo que quiero es volver a aproximarme a esas líneas para sacarles punta.

Entonces me preguntaba: ¿A qué debemos atender para que nuestro pensamiento no sea presa de la frivolidad acechante que nos rodea? La respuesta, aunque obvia, merece articularse más plenamente: el objeto primario del pensamiento, decíamos, debe ser el sufrimiento. Pero el término “sufrimiento” debe entenderse de manera adecuada, porque una comprensión limitada, estrecha, del mismo, no resultará convincente.

Por esa razón voy a acudir a un fragmento de sabiduría budista que nos permita alumbrar la cuestión.

Entre las muchas clasificaciones y distinciones en las doctrinas budistas sobre el sufrimiento, atenderemos a aquella a la que los textos se refieren con el humilde título de “los tres tipos (o clases) de sufrimiento.”

Veamos: con el primer tipo de sufrimiento, que se conoce como “sufrimiento del sufrimiento”, los budistas se refieren a los padecimientos e insatisfacciones evidentes que incluso los animales no humanos son capaces de reconocer como tales en sus respectivas experiencias. Los dolores y malestares físicos y psicológicos forman parte de esta categoría. Cuando prestamos atención a la marcha del mundo constatamos que en el orbe, mal que nos pese, reina a sus anchas el dolor: las guerras, las enfermedades, las mil formas que adopta la opresión, los conflictos interhumanos en toda su variedad, las diversas patologías psicológicas y las angustias existenciales que padecen los individuos humanos pertenecen a este conjunto. Pero también los padecimientos de otros individuos no humanos, sujetos a sus sufrimientos peculiares y a la prepotencia de los hombres.

Sin embargo, además de estas experiencias en las cuales es posible constatar de manera inmediata el carácter indeseable de los mismos, existen otras experiencias de placer y bienestar que los budistas clasifican entre las formas de sufrimiento. Los placeres y las satisfacciones condicionados, sujetos a los avatares de la temporalidad, ocultan tras de sí lo que los budistas llaman “el sufrimiento del cambio”. La belleza, las riquezas, la fama, las “buenas” compañías, los placeres sensoriales, incluso los llamados “placeres cultos”, producen experiencias contingentes, transitorias, que dejan tras de sí, el sufrimiento del cambio. A la juventud sigue ineludiblemente la senectud y la muerte. A toda compañía, tarde o temprano, sigue la separación. A toda acumulación, la dispersión. Este es el carácter ineludible de nuestra condición finita.

Pero aún hay más, nos dicen los budistas, porque nuestra condición finita, nuestra estructura psicofísica, nuestra historicidad constitutiva, nos hace sujetos potenciales de cualquier padecimiento. Todos tenemos dentro de nosotros, de manera latente, la posibilidad de padecer un ataque cardíaco, de padecer un cáncer, de ser engañados en nuestras relaciones, de ser víctimas de una catástrofe medioambiental, o de la violencia en general. Nuestra condición finita se define, desde cierta perspectiva, por los sufrimientos potenciales a los que estamos sujetos.

Ahora bien, ¿Por qué resulta tan importante comenzar ahondando en esta reflexión? Porque esto concede seriedad al pensamiento. Nos permite alumbrar el verdadero sentido de la existencia humana que es la búsqueda de la felicidad individual y colectiva.

Pero además, hay una justificación circunstancial que no debemos perder de vista. Vivimos una época de múltiples verdades. Una época en la cual las diversas verdades están empeñadas en anularse las unas a las otras. En definitiva, una época de no-verdad, fragmentada, explosionada, en lo que respecta ella. Una época que, con o sin razones, desconfía de las metafísicas y las teologías, incluso de los grandes relatos antropológicos y sociológicos en boga en el pasado. Una época que se empeña en las peculiaridades, que se resiste a las determinaciones ontológicas.

Pero podemos constatar conceptual y empíricamente la verdad del sufrimiento, la verdad que anida en la insatisfacción que padecemos superficial y profundamente. También podemos constatar lo inadecuadas que resultan nuestras estrategias a la hora de enfrentar el miedo, y la banalidad de nuestros logros y disfrutes cotidianos a la luz de los desafíos que tenemos delante.

Por lo tanto, contamos con esta primera verdad que los budistas llaman "noble", a partir de la cual asegurar nuestro pensamiento en "la virtud del pensamiento". Una verdad que nos permite enfrentar con seriedad la orgía de lo vacuo que nos circunda.

LA SABIDURÍA SECRETA


Nuestra pertenencia a un lugar determinado, a una tierra, a una nación, es un producto cultural. Quienes se adhieren firmemente a estas imaginaciones sociales pretenden, consciente o inconscientemente, naturalizar su pertenencia. Sin embargo, la elección de una ruptura, la discontinuación de dicha pertenencia, no implica en modo alguno la desnaturalización del individuo en cuestión. Los seres humanos pueden, y en algunos casos están compelidos, a romper con sus lazos familiares, sociales y nacionales, con el fin de su preservación.

En esta entrada voy a referirme, superficialmente, a esta cuestión. Voy a hacerlo sin eludir el desafío que ello implica personalmente, ni los conflictos identitarios que ello suscita.

En buena medida, lo que pretendo es ofrecer algunos apuntes que me ayuden en un posible futuro a desarrollar una fenomenología del desarraigo y la marginación. Quién puede dudar que el “exilio”, el “destierro”, la expulsión del individuo de la Polis, y el temor a ser expuesto a las calamidades de estas condiciones ha jugado un rol crucial en la construcción de nuestros imaginarios sociales. O estamos dentro o estamos fuera. Si estamos dentro, nos aterra la posibilidad de ser arrojados más allá de los lindes que definen lo humano. El expulsado, el in-mundo (aquel falto de mundo, a quien se le ha arretado la mundanidad o se ha precipitado casi voluntariamente a la in-mundicia), yerra a través de los espacios marginales donde podrá, eventualmente, fabricar una nueva pertenencia, imaginar una nueva identidad. Como me explicó Juan Carlos Arbolé a través de una comunicación personal, la utilización que yo hago del término in-mundo implica lo contrario del uso que puede constatarse etimológicamente. De acuerdo con Arbolé, en el contexto de la ética platónica y judeo-cristiana, inmundo se refiere a aquello que se encuentra "demasiado" en el mundo. El estado caído consistía precisamente en ser de este mundo. Ser salvado, por el contrario, implicaba escapar a la mundanidad. De todas maneras, es posible, por medio de una imaginativa transvaloración darle al vocablo el sentido opuesto. En el contexto del marco inmanente, el inmundo es aquel que ha perdido el mundo, que ha sido desterrado del mismo. Es inmundo en el sentido ordinario que le damos en la actualidad, porque se encuentra más allá de los confines de lo establecido. En nuestra jerga rioplatense, el inmundo es el bárbaro, en contraposición al civilizado, es aquel que habita más allá de los confines de la decencia. Aquí decencia, de nuevo, debe entenderse de manera amplia y ordinaria a un mismo tiempo. Lo indecente es no estar a la altura de lo convenido.

Ahora bien, pensemos en la ordenación de las llamadas "villas miseria". En este caso, la marginalidad inicial acaba produciendo un orden de inclusiones y exclusiones propias que se ciñe a las formalidades de toda construcción social. Sin embargo, antes que esto ocurra, antes que el desterrado, el in-mundo, sea capaz de fabricar una nueva identidad, antes que los márgenes se transformen en una nueva centralidad con sus propias marginalidades, el in-mundo no pertenece a ningún sitio. No es ni siquiera un “judío” o un “gitano”, debido, por ejemplo, a la ausencia de una filiación étnica particular que lo identifique. El inmundo habita en la inmundicia, en la basura, tal como esta es definida por la centralidad.

El in-mundo, el desplazado, ese “daño colateral” que fabrican las construcciones sociales, sólo puede definirse en función del rechazo que lo constituye como tal. Ni siquiera su humanidad está asegurada. Es menos que no-humano, como ocurre con un animal, con una mascota que merece nuestra atención pese a que su pertenencia es una gracia que le concede el hombre al elegirlo como animal de compañía. No, aquí el in-mundo, el desterrado, es menos que un animal de compañía. Es invisible o debe ser invisibilizado para preservar al círculo de los justos (la decencia).

En su peregrinaje en busca de un sentido, el desplazado, el desterrado, el expulsado, no puede apropiarse de la historia imaginada comunitariamente para decirse quién es. Se define a sí mismo negativamente a partir de aquello que ha dejado de ser y de aquello que no podrá ser nunca. Se define a partir de lo perdido y lo inalcanzable. Es decir, el desterrado es convertido, por la fuerza de las circunstancias en una mera negatividad. No es el cosmopolita, que se ha inventado (imaginado) un lugar que alcanza todos los rincones del planeta, porque pertenece al círculo de aquellos que tienen poder sobre todo el planeta (los triunfadores de la globalización capitalista, por ejemplo). El desterrado, desplazado o in-mundo, es la contracara del cosmopolitismo. El in-mundo es aquel que ha sido despojado de mundo, aquel que no pertenece a ningún lado. Para el cosmopolita, en cambio, todo el mundo entero es su hogar, ejercita su soberanía sobre la entera orbe. Él pertenece a los que poseen la totalidad de la mundanidad en toda su variedad. Por ello, el cosmopolita es felizmente multiculturalista. Al ser dueño del orbe en toda su variedad y su diversidad, se convierte en un dotado y exquisito amante de lo exótico.

En ese sentido, el in-mundo, el falto de mundo, es un perdedor. Para él no existe un orbe. Habita extra-muros. Lo define la fealdad, la inconveniencia, el error, el aspecto ineficaz del sistema-mundo al que se le exige que integre o erradique lo que obstaculiza la salud de la totalidad producida. El in-mundo no es otra cosa que el desperdicio que la comunidad ha fabricado en su tarea de totalización, de sentido y cohesión. El in-mundo es aquel al que se le niega un lugar dentro del círculo de las particularidades que conforman la totalidad. Porque es bien sabido que el acto de totalización conlleva constitutivamente exclusión. En ese sentido, la identidad se transforma siempre en una forma de negación absoluta del otro.

En esta época nihilista en la cual el ser ha sido reducido a mera voluntad de poder y la técnica se ha convertido en su más acabada expresión, el no-poder, la im-potencia, es el modo más abyecto del ser. Vivimos en una época pornográfica, una época obsesionada por el tamaño de los órganos y las protuberancias mamarias, una época en la que contrasta la pobreza abyecta y la descarnada exposición del privilegio.

Sin embargo, no desesperemos, en esa impotencia relativa del in-mundo, en su penuria asfixiante, hay un poder que aterroriza a quienes viven ocultándose a su verdadera condición: el in-mundo, el marginado, se encuentra mucho más cerca de la verdad que concede la impotencia absoluta y universal de la muerte. Allí reside el poder del in-mundo, en el trato cotidiano con la muerte, que lo acecha de manera punzante sin darle coartada, que se expresa en todas las formas de finitud que la impotencia patenta. El in-mundo habita los charnel-grounds, los cementerios, puede convertirse en un yogui, aquel que al no tener nada que ganar y nada que perder, al ser menos que nada, se ha convertido en totalidad de totalidades.

Por supuesto, la condición marginal surge como contracara de las centralidades. Por otro lado, es condición de posibilidad de las centralidades que a través del sacrificio establecen lo que pertenece y lo que no pertenece al centro y trazan la frontera con las periferias. Este tipo de análisis se encuentra estrechamente relacionado con estudios como los de Mijail Bajtin, Victor Turner y René Girard. En el caso de Turner, especialmente la noción de estructura y antiestructura merece una especial atención.

Por lo tanto, la marginación no puede entenderse como una condición o estado absoluto. Sin embargo, es importante caracterizarla de manera adecuada. En la marginalidad reina la crisis. La conmoción del marginado gira, como decíamos, alrededor del hecho de que a éste se le ha negado el ser: el marginado se debate entre el ser y el no ser. El ser lo constituye la centralidad. El no ser se define a partir de dicha centralidad. Pero, pese a que el marginado ha perdido su condición original de pertenencia que le otorgaba su ser [pensemos en el caso del esclavo], es impotente a la hora de imaginar un sentido futuro.

Pero es justamente esta encrucijada la que permite vislumbrar el carácter imaginario/arbitrario de nuestros órdenes existenciales al tiempo de su necesidad ontológica. Por lo tanto, pese a que no podemos hacer de la marginalidad absoluta nuestro hogar (marginal es aquel que ha sido arrancado de su hogar), ella es la que nos permite una ruptura con nuestro hogar original para inventar una nueva forma de vida. Como bien enfatizaba Castoradis, la imaginación es el motor de toda constitución social. La imaginación permite la irrupción de la novedad, es lo que hace al anthropos un ser constitutivamente histórico.

EL FRACASO




Como señala el título, en esta entrada voy a abordar la cuestión del fracaso. Para ello voy a comenzar recordando un encuentro que tuve a mediados del 2003 con Osel Hita, la supuesta reencarnación del Lama Yeshe, el maestro fundador de la FPMT, una organización internacional dedicada a la preservación y difusión de la tradición del Budismo Mahayana en su estilo tibetano.

La aventura existencial de Osel es fascinante, pero no pretendo extenderme acerca de ella. Lo más importante es que a la edad de tres años fue reconocido por S.S. Dalai Lama como la reencarnación de Lama Yeshe, fue por ello introducido tempranamente a la cultura tibetana y educado en la tradición budista en el Monasterio de Sera, en el sur de India, con el fin de prepararlo para la difícil labor a la que se le había destinado, convertirse en el heredero de la organización, lo cual implicaba hacerse cargo de centenares de miles de fervientes discípulos a lo largo y ancho del planeta.

Tuve la fortuna de encontrarme con Osel en varias ocasiones en India y otras tantas en Barcelona, adonde me mudé a comienzos del 2003 para continuar con mis estudios de Filosofía después de una década dedica a los Estudios Budistas en India y Nepal.

En la ocasión a la que voy a referirme, Osel había renunciado ya a su educación monástica. Después de una temporada de estudio en colegios exclusivos de Canadá y Suiza financiada por la Organización a la que representaba, renunció a sus privilegios y se decidió a hacer cine. En ese momento, siguiendo el ejemplo de otros maestros tibetanos, aguijoneados (quién puede dudarlo) por la recepción auspiciosa de algunas estrellas de Hollywood que han mostrado ser persistentes en su devoción al Budismo, se volcó hacia el séptimo arte con la intención, según me dijo, de encontrar su propio camino. Muchas cosas “complotaron” para ese cambio de rumbo. Como ocurrió con la legendaria renuncia de Krishnamurti a la organización que lo enaltecía como reencarnación del Buda Maitreya en 1923 (plasmado en su discurso titulado A Pathless path), la muerte de uno de sus hermanos menores en Ibiza, no es ajena a esa subrepticia transformación.

En aquella ocasión, después de una larga charla en la cual me relató sus vagabundeos y sus dudas, me confesó sus temores respecto a los planes que se había trazado para su vida: “Ya sabés – me dijo – hacemos muchos planes respecto al futuro, pero dependemos del karma para que se cumplan. Nuestros éxitos y nuestros fracasos no dependen enteramente de nuestra voluntad. Por lo tanto, he aquí lo que actualmente deseo que se convierta mi vida, pero quién puede saber lo que nos depara el futuro, qué obstáculos debamos enfrentar, de qué manera el enfrentamiento con dichas circunstancias modifique nuestras convicciones y nuestros deseos.”

Hace unos días recibí el llamado de un viejo amigo colombiano a través de Skype. Aprovechamos la ocasión para hablar de muchas cosas: nuestras vidas, la política latinoamericana, el Dharma, el mundo que habitamos, las convicciones que aún atesoramos, las ingenuidades del pasado. En fin, cuando le planteé la encrucijada en la que me encontraba, me dijo:

"¿Todavía crees tú que eres quien decide el rumbo que toma tu vida?. Si te asomas imaginativamente al encadenamiento de causalidades que te han traído hasta aquí, verás que no eres dueño de tu destino. Confía."

Hay una extensa bibliografía dedicada a esta filosofía abocada a la renuncia de la voluntad. Puede tomar formas cuasi-místicas, trágicas, irracionales o ser el producto de un sesudo análisis funcionalista de los aconteceres. Lo importante, en todo caso, es dar respuesta a lo que subyace a estas interpretaciones bienintencionadas. Porque lo que aquí nos jugamos es qué entendemos por libertad, si existe en nuestro esquema algún lugar para ese concepto tan equívoco. Decidir por una libertad disminuida implica, querámoslo o no, asumir una irresponsabilidad sistémica. ¿Cómo podemos hablar de respuesta frente a las circunstancias que nos tocan si al fin de cuenta nuestras decisiones forman parte del mismo entramado de causalidades que enfrentamos?

Después de leer las 1600 páginas que suman los dos volúmenes de Peronismo: filosofía política de una persistencia argentina, de José Pablo Feinmann, encontré en la revista Veintitrés un reportaje en el cual el autor de Filosofía y Nacion y la Filosofía y el barro de la historia, revelaba el título que originalmente había planeado para su obra: “Ensayo sobre la condición humana a propósito del peronismo”. Luego, nos dice, lo desechó por considerarlo pedante. Pero valió la pena que nos revelara esa intención original, porque el libro es una extensa y meticulosa reflexión acerca de los actores y acontecimientos que llevaron a la experiencia del horror: la dictadura desaparecedora que entre 1976 y 1982 sesgo de manera atroz decenas de miles de vidas. Es decir, la irrupción del mal absoluto en nuestra historia patria.

Hay una expresión que hace días que me ronda en la cabeza. Cuando se dice en ciertas circunstancias: “de esto no se vuelve”, “de esto no hay retorno posible”. La dictadura militar fue un acontecimiento del cual no hay retorno posible. Querámoslo o no, creámoslo o no, de todo lo que la dictadura ejecutó y modeló a partir de su pedagogía del miedo y sus alegatos justificatorios del mal, parece no haber retorno posible. A partir de esos acontecimientos nada será igual a lo que fuera: alguien (muchos) hicieron posible, permitieron, justificaron, la mayoría de las veces con indiferencia, la ignominia y el horror. De esta certidumbre, me dije un día, no hay retorno posible.

Ahora bien, en 1976 yo tenía 9 años, y en 1983, quince. Han pasado desde entonces casi treinta años. Y uno puede preguntarse qué nos ha sucedido y qué hemos hecho desde entonces.

Lo cierto que allá a lo lejos, en nuestra memoria, y en las memorias de las víctimas, están nuestros pecados de entonces. Aquí está nuestro presente. Y la pregunta que uno no puede dejar de hacerse es : ¿hasta qué punto hemos sido capaces de resistirnos, de torcer la inercia de nuestra participación directa o indirecta en aquel pasado?

A comienzo del año pasado regresé a Buenos Aires. Me encontré con alguna gente, observé sus vidas, escuché sus opiniones. Por supuesto, vivimos un mundo muy diferente a los tiempos que precedieron el 24 de marzo de 1976, magistralmente expuestos por Feinmann en su obra sobre el Peronismo. En el intermedio, regresó la democracia, cayó el muro de Berlín, triunfó el neoliberalismo, estalló furiosamente la sociedad saqueada, observamos azorados el derrumbe de las torres gemelas, descubrimos angustiados la fragilidad de nuestro modo de vida planetario al constatar los engaños financieros y las amenazas a la salud ecológica de nuestro hogar cósmico. En fin, los tiempos son otros. Pero como un experto que es capaz de leer en los trazos de un lienzo las diversas épocas de un autor las continuidades y las evoluciones que lo definen, es posible constatar en nosotros la persistencia del mal.

Como diría Ricoeur, el mal del que hablamos es parte de nuestro carácter, es decir, es aquello sedimentado de nuestra historia en nosotros. A ello sólo podemos oponer “la palabra dada”, la promesa del “Nunca más”, que nos ayuda a trazarnos otra historia, en convertirnos en otros seres de lo que fuimos.

En este sentido, el fracaso, pese a los éxitos sociales, políticos y económicos, pese a los reconocimientos de los muchos o su abucheo, depende exclusivamente del hecho de que hayamos o no dejado de seguir siendo lo que fuimos, aquello que permitió el horror o se opuso a ello.

Como sostuvo Zygmunt Bauman recientemente en su análisis sobre el Holocausto, no cabe ser optimista, las condiciones para el genocidio no están presentes, pero seguimos viviendo con las causas del horror en nuestro corazón, y eso se hace patente, querámoslo o no, creámoslo o no, en nuestros gestos cotidianos de indiferencia y crueldad que cultivamos con un toque de "sano" esnobismo.

VIAJE A MISIONES (4)


En la entrada anterior me referí a la escucha. Me preguntaba entonces: ¿A qué debo atender? Y respondía sucintamente: al sufrimiento. Si no atendemos al sufrimiento, concluía, lo único que puede “producir” el pensamiento es frivolidad.

La frivolidad es lo opuesto a la lucidez. Digo más: es el antídoto contra la lucidez. Puede tomar las más diversas formas, por supuesto. Uno puede ser frívolo dedicándose a la moda, los negocios, al arte, la política, la ciencia o incluso la mismísima filosofía. Uno puede convertirse en un empedernido erudito para no tener que pensar.

Por lo tanto, aquí cuando digo “frivolidad” me refiero al desajuste voluntario que ejecutamos entre nuestra visión y nuestra praxis, por un lado, y la realidad. La frivolidad consiste en no querer enterarse de qué va la cosa verdaderamente, en camuflar lo que pasa.

Por supuesto, una actitud de estas características puede resultar “terriblemente” poderosa. De hecho, lo es. Imaginemos qué ocurriría si al bombardear una aldea de Afganistán, por ejemplo, so pretexto de exterminar las fuerzas islamistas que amenazan nuestro “estilo de vida”, nos mostraran lo que implican verdaderamente los “daños colaterales" (lo que hacemos con los niños, las mujeres y los ancianos, para decirlo con ese vocabulario pasado de moda). Si nos mostrasen las consecuencias que traen consigo nuestras actividades, es probable que nuestras acciones no resultaran tan “efectivas”. En realidad, estoy convencido que la más alta “efectividad” sólo puede lograrse por medio de un grado superlativo de ignorancia. La efectividad, en este sentido, se refiere al ejercicio “liberado” del poder. Pero, ¿liberado de qué? Liberado de cualquier escrúpulo extraño a las metas objetivas previstas en nuestro plan de acción.

La persona que pretende ser efectiva, si nos acercamos a ella para ilustrarla acerca de las consecuencias de su acción, nos dirá: “no sigas, no quiero saber.” Desdeñará nuestras razones, nos tildará de ingenuos, nos despreciará acusándonos de pusilánimes. Pero todo esto lo hará porque necesita mantener la verdad alejada de la ecuación para que esta funcione. La razón es muy sencilla: la lucidez es un poderoso obstáculo a la hora de realizar ciertas actividades. Saber ciertas cosas nos impide hacer otras. Por esa razón es absolutamente consecuente con el espíritu de los tiempos que la filosofía esté fuera del curriculum formativo, o sea adecuado en la forma posmo que conocemos actualmente, la cual nos permite hacer una habilidosa utilización de sus utensilios discursivos para optimizar el funcionamiento de los engranajes del sistema operativo, proveyendo a las personas de sustitutos reflexivos que puedan contraponerse a las amenazas de vaciamiento existencial que licuan la creatividad.

Por esa razón yo insisto tanto con esta idea: la ignorancia es moralmente reprochable. Cuando alguien se dice a sí misma o se justifica ante los demás diciendo: “Pero yo no sabía…”, debería inmediatamente responderse con la siguiente pregunta: ¿No sabías porque no podías saber o no sabías porque no querías saber? No querer saber es moralmente reprochable. Porque ese no querer saber cumple una función muy importante en el entramado de nuestro quehacer cotidiano. Nos permite hacer cosas que de otro modo resultarían inaceptables.

Pensemos, por ejemplo, en esa caricatura que circula en el mundo acerca de los estadounidenses que dice que son muy brutos, que no saben nada más allá de lo que ocurre en su barrio. Uno que ha viajado mucho y ha conocido a muchos estadounidenses está tentado a confirmar la caracterización. Sea o no cierto lo que se dice de ellos en términos comparativos, lo cierto es que la ignorancia del pueblo estadounidense acerca del resto del planeta nos debería llevar a interrogarnos del siguiente modo: ¿Para qué le sirve la ignorancia al Imperio? Para muchas cosas. Entre otras, para explotar ese mismo mundo que dice ignorar por completo, para oprimirlo, para saquearlo, para convertirlo, como decía Heidegger a su manera, en mero recurso.

En Argentina encontramos algo muy semejante, pero esta vez dirigido de puertas adentro. Uno de los rasgos de cierta “élite” cultural del país (especialmente cierta élite porteña hoy venida a menos en muchos sentidos) es su persistente y sistemática negación de lo auténticamente nuestro (y con esto no me refiero a la cultura gauchesca for export y los modales “estancieros” que hemos puesto de moda). Me refiero a lo nuestro interior (geográfica y culturalmente hablando) en toda su diversidad y en toda su brutalidad también. La caricatura, en este caso, es la siguiente: los hipotéticos miembros de estas élites no saben nada de la música, cine o arte argentino o latinoamericano a menos que sus autores hayan triunfado en el exterior. Prefieren viajar treinta veces, durante cuatro días, a París, Londres, Nueva York o Berlín, antes que darse una vuelta para ver lo que ocurre en alguna capital sudamericana. Para evitar al gronchaje veraniego que inunda las playas argentinas, se van a cualquier otro sitio, aunque sea cruzando el río, para marcar su diferencia. Es decir, se afanan por superar el “pecado” de haber echado raíces en este territorio bárbaro, aficionándose a los deleites que supone la adopción del estilo de vida de la centralidad. Esta es la actitud típicamente neocolonial que debemos analizar.

La pregunta gira alrededor de lo mismo que decíamos más arriba: ¿Para qué sirve ignorar el interior, ignorar “nuestra” historia, darle la espalda a “nuestra” gente? Sirve para mantenerlos a raya, para oprimirlos y explotarlos, para convertirlos, como decía Heidegger, en mero recurso. Sirve para lo de siempre: para tener esclavos. Porque es sabido que la mejor manera de tener esclavos es hacer de cuenta que no son humanos.

VIAJE A MISIONES (3)


(1)Pasamos navidad en Posadas. Desde el balcón refrescado por un viento enérgico, contemplamos la orilla paraguaya, donde estallaban fuegos de artificio como burbujas en el horizonte ennegrecido. El río, caudaloso, había perdido la displicencia de las últimas semanas, y animado acompañaba la tormenta. El día anterior llovió durante toda la jornada. Las temperaturas se precipitaron. Aprovechamos la ocasión para quedarnos en casa y descansar nuestros cuerpos de los calores de las tardes y las noches anteriores.

(2)Aunque ya decidimos, por circunstancias coyunturales, que Posadas es sólo una estación pasajera en nuestro extraño itinerario de “autodescubrimiento” (todo viaje es un descubrimiento de uno mismo en la exterioridad), insistimos y nos quedamos. Puede que la razón sea que descubrimos en Posadas otra metáfora del fin del mundo (Usuahia sería la otra frontera hacia lo inconmensurable), en el extremo sur de la patria. Después de 24 años, regresamos a la Argentina con la voluntad de quedarnos, de echar raíces en nuestro tierra natal, pero acabamos sentados a la orillas de su geografía, con el cuerpo sobre su territorio, pero la mirada puesta más allá de sus límites.

(3)Como suele decirse: veinticuatro años se dice fácil, pero no. Lo que me separa de aquellos días del 88 en que me fuí son las muchas errancias de estos años. En mi memoria se tropiezan las jornadas en las que jugué a ser fotógrafo en el Chile de Pinochet, la Cuba que festejaba los 30 años de la Revolución, cuando Guantánamo resumía en un cuadro inolvidable a quien lo haya presenciado, la guerra fría. Allí, en su bahía, la flota yanqui y la flota soviética convivían amenazantes. Ahora Guantánamo es símbolo de otra guerra, la guerra contra el terror que las democracias liberales han usado como pretextos para suspender o cancelar públicamente y como escarmiento, los derechos civiles que decían defender. En aquellos años de vagabundeos sudamericanos, en los que además de atravesar el río Amazonas, el desierto de Atacama o las salinas de Uyuni, para nombrar algunas asombrosas geografías que embelesan a los amantes de la naturaleza, fui testigo de horrores que ponen en entredicho las curiosas exasperaciones de los republicanos de hoy. En Venezuela, mientras me hospedaba en la casa de un superviviente chileno de las infames ejecuciones en el Estadio Nacional y su hijo, presencié la masacre ordenada por el Presidente liberal Carlos Andrés Perez que se conoce en la historia como “el caracazo”. Después le tocó el turno a la bella Barcelona preolímpica, el carrer Escudellers y el Pasatge del Rellotge eran nuestra morada, donde pretendíamos vivir una existencia caducada por las virtualidades glamurosas que trajeron consigo los noventa postmodernos. Esos primeros años “europeos” fueron también los años del Rock & Roll en la estación central en Amsterdam, el Rodo Bar. Las noches veraniegas interminables junto a Billy, Rico y el resto de la Banda. En Intxaurrondo, en Bilbao la Vieja y en el apartamento frente a la plaza San Francisco, en Euskadi, aprendimos de los vascos el auténtico sentido de la fidelidad. Después le tocó el turno a Bangkok, los guest-house de Yakarta, los viajes en la selva en la Isla de Célebes, los rituales funerarios de sumba, las fiestas en Singapur, la locura en Nueva Delhi, la erótica alegría de Katmandú y las eternas jornadas de meditación en mis hermitas del Himalaya.

(4)Durante estos veinticuatro años regresé a Argentina 4 veces: en 1995, a las pocas semanas del triunfo de Menem para su segundo mandato; en el 2001, días antes que estallara el país en aquellas jornadas trágicas de diciembre que evidenciaron la brutalidad del proyecto neoliberal inaugurado por la junta militar en 1976; y en en el 2007, cuando se cocían en los hogares los humores “destituyentes” que aflorarían en las marchas “campestres” de 2008.

(5)Cuando en Febrero de este año me instalé en Buenos Aires, me encontré con un país “crispado”, arrebatado por una ofensiva opositora que no escatimaba esfuerzos y mentiras para desarmar la hábil política comunicacional de un gobierno que había sido capaz de mantenerse fiel a sus promesas de justicia social y había logrado torcer las líneas maestras de un relato que condenaba a la Argentina a un destino de incomprensibles fracasos, levantando las banderas de una época que se creía definitivamente clausurada, en un mundo contracorriente que en breve mostraría su verdadero rostro.

(6)En octubre, después del aplastante triunfo de Cristina Fernández en las urnas, amainaron los ánimos de los intransigentes ante el poder incuestionable que la voluntad popular ratificó. Después del combate dialéctico ineludible al que fuimos todos sujetos debido a la resistencia “gorila” y el atrincheramiento ideológico de las fuerzas progresistas del país, por fin se creó un espacio que permite un acompañamiento crítico de la actual conducción.

(7)Pensar el regreso significa pensarnos a nosotros mismos como habitantes de un tiempo circular que avanza como un bucle que promete una comprensión más profunda de nuestra identidad descubierta e inventada. Si no hubiera acontecido este regreso, en cierto modo, no tendríamos nada. El regreso es un trampolín hacia la memoria de lo irresuelto en nuestras vidas. Volvemos allí de donde alguna vez nos habíamos marchado. Volvemos a aquello a lo que habíamos renunciado, buscando en los trazos indelebles que dejaron nuestros gestos y los gestos de los nuestros en el espacio, lo que fuimos para entender lo que hemos devenido. O para decirlo de manera cuasi-platónica: ¿Cuánto tiempo más podíamos permanecer bajo la fascinación de los esplendores de la idea o su nihilidad?

(8)Había que regresar a casa, para volver a perderla. Esta vez sabiendo la verdad sobre ella. Había que volver a hablar con los "prisioneros" de la caverna, había que enfrentar el peligro del asesinato. Pero también había que enfrentar la posibilidad de establecer una nueva comunidad: la de aquellos que habían visto y que ahora secretamente erraban por el mundo de las sombras armados con una única convicción: educar.

(9)Pero el regreso se comió también esa bella ilusión. Ahora parece que el tiempo de la luz también era un engaño, otra enfermedad de la imaginación empecinada en negar lo que somos. No se podía retroceder al pasado, ni indagar en el futuro y permanecer ajeno a la radical contingencia que nos sustenta. En definitiva: no hay manera de escapar de nosotros mismos. Allí donde pusiéramos la mirada encontraríamos siempre nuestro rostro frente al espejo. ¿O esto también era otra de las abundantes estrategias del ego para esquivar lo farragoso de la historia?

(10)La sospecha: que el regreso evidenciaba más que cualquier otra cosa, mi propia ordinariez. Tal vez fuera así. Pero si ese era el caso, la escritura debía ser de otro. Pero, ¿de quién? ¿A quién debía rendir mi escucha? Había una sola certeza: la de los oprimidos. ¿Qué tienen que decir ellos? Escucharlos era mi única salvación. ¿Se entiende? Era eso, o ponernos del lado de los opresores. Porque en estas cuestiones no podía haber término medio. Cualquier justificación era una canallada, un acto de cobardía. Por supuesto, para los opresores la cosa estaba clara. Bastaba con adoptar una versión “naturalista” de la injusticia, cualquiera de ellas, para que cualquier voluntad transformadora (“revolucionaria”) perdiera su atractivo y se convirtiera en una bufonada. Pero bastaba mirar cara a cara a la víctima, y contemplar la crueldad del opresor en sus innumerables gestos de indiferencia cotidiana para recuperar la compostura.

(11)La verdad no está en los libros de historia, ni en las especulaciones filosóficas o religiosas, ni en los discursos políticos, ni en los tratados científicos. La verdad no está en ningún lado. Allí donde la buscamos “se desvanece en el aire”. Pero esa, su ubicuidad, fácilmente podía confundirse con una negación absoluta. Esa había sido la trampa en la cual habían caído todos los “nietzscheanos” humanistas y antihumanistas, anonadados ante la servidumbre platónica (el gran Platón era el alfa y omega y de toda la filosofía).

(12)Lo que importaba era eso que está al comienzo de todo para el hombre: la constatación del sufrimiento, de la hondura del sufrimiento humano y sintiente en general. La constatación del designio ineludible de la finitud y la espantosa crueldad que nos infligimos los unos a los otros desde siempre.

(13)Por lo tanto, el primer paso consistía en mirarle el rostro al sufrimiento, a la desesperación, al dolor, a la injusticia, a la incomprensión, a la angustia de ser para la nada. Sin atreverse a dar ese paso, todo se convertía en una frivolidad. Sin el sufrimiento como horizonte, todos nuestros pensamientos se convierten en charlatanería. Entonces me convencí en qué consistía el escuchar que buscaba: había que escuchar el dolor, el nuestro, y el de nuestros congéneres, y el dolor del mundo. Todo lo demás, me dije, es entretenimiento.

VIAJE A MISIONES (2)


Es probable que en un par de semanas nos estemos embarcando en una aeronave de Aerolíneas argentinas para emprender otro regreso, esta vez a Barcelona. El viaje a Misiones fue un último intento por implantar nuestras raíces desarraigadas en esta tierra de la cual fuímos una vez arrancados. Nuestra historia no es excepcional. Compartimos nuestra suerte de dolorosa itinerancia con cientos de millones. Pero en este rubro hay de todo. Lo más importante, quizás, sea el éxito o el fracaso de los caminos recorridos por cada cual. Mientras tanto, sigo estudiando el texto de Feinmann sobre el Peronismo. Las páginas del regreso de Perón a la Argentina, no tienen desperdicio. En ese regreso está todo, como dice Feinmann, como un Aleph, en el que se concentra el alfa y el omega de nuestras vidas.

Ahora bien, lo que a nosotros nos interesa es entender a partir de la historia lo que nos está sucediendo. El libro de Feinmann es un libro sobre filosofía política. Pero ¿qué podemos decir nosotros de la política, nosotros que asistimos a la historia desde los balcones, que contemplamos las escenas fascinados por ellas, pero hasta cierto punto ajenos a las tramas que se tejen? Padecemos la historia, incluso más: somos constituidos por ella, somos la historia en todos los casos. Pero nuestro lugar es minúsculo, prescindible. No somos nada (porque nadie puede ser nada), pero es como si así fuera. La muerte de cualquiera de nosotros no "significa" nada. Nuestras muertes ordinarias son tautológicas: uno se muere porque se muere. Siempre es posible, por supuesto, relatar las cosas de tal modo que las muchas muertes estadísticas se conviertan en una vida "verdaderamente" humana, extraordinaria. Pensemos, por otro lado, en la muerte de Perón, por ejemplo, o la muerte de Néstor Kirchner, para mentar un acontecimiento más reciente. Esas muertes cambiaron (para bien o para mal) el rumbo de la historia, o aceleraron los procesos, o se conviertieron en banderas que guiaron una nueva época (la muerte de Perón fue el comienzo del horror – un horror anunciado y calculado). Pero qué pasa con nuestras muertes. No pasa nada. Nos morimos y listo.

Hace unos días escuché una vieja entrevista que le hicieron en su juventud a Cristina Fernández. No recuerdo exactamente el contexto de su respuesta, pero lo que surgía de su discurso era claro, decisivo a la hora de juzgar su biografía. Cristina Fernández habla de la política y la trascendencia. Habla de la actividad política en relación con la búsqueda de trascendencia. Aquí la palabra “trascender” implica muchas cosas. Por un lado, la más obvia cuando hablamos de “lo político”, es la trascendencia de la aprehensión de la individualidad acotada en la construcción de la identidad. Lo político apunta a lo colectivo, a la totalidad. Nuestra identidad se despliega sumando a nuestra biografía meramente personal, nuestra biografía comunitaria. Nuestras mentes y nuestros cuerpos se entienden a sí mismos como hebras de un tejido en cuya estampa participamos. Pero “trascendencia” también hace referencia a algo cuasi-teológico. Aquí no se trata de Dios, por supuesto, pero sí a algo que es la historia entendida como memoria, y en este sentido hay una estrecha relación con la heroicidad homérica. Ser cantado por los poetas. Que nuestro nombre quede atado al canto de nuestro pueblo. En la memoria del pueblo está nuestra redención.

Ahora mismo estoy sentado frente al Paraná, mirando la orilla paraguaya que se desdibuja en esta mañana neblinosa y caliente. Dicen que hoy las temperaturas llegarán a los 38º. De todas maneras, sopla un viento que apacigua nuestros cuerpos calientes. En este rincón en los límites de la Argentina, vine a buscar un lugar que me devolviera mi derecho a quedarme en esta tierra. Es mi país, pero es otro que el país que fui. Hay una escena memorable en la película de Aristarain, Martin Hache, en la que Diego Botto, que hace el papel de Hache, le pregunta a su padre, Federico Lupi, por qué razón no regresa a Buenos Aires. Entonces, Federico Lupi le contesta que Argentina es una entelequia: el país son los lugares de uno, la familia, los amigos, y remata: “qué tienen que ver conmigo un tucumano o un correntino”. “Argentina – dice Lupi – es una trampa.”

¿Qué tienen que ver conmigo un tucumano o un correntino? Esa pregunta, pese al disgusto que pueda producirnos su mera articulación, es el quid de la cuestión, es la expresión más acabada del nudo gordiano que constituye la identidad política, la nacionalidad, construida, como bien sabemos, de arbitrarias exclusiones. Y digo “arbitrarias” pensando en la soberanía que determina el ser y el no ser de todas sus particularidades. ¿Qué significa ser argentino? ¿Se puede renunciar a la argentinidad cuando ya no tenemos familiares, ni amigos, ni lugares a los cuales volver? ¿Qué significa mi argentinidad aquí, en Posadas, Misiones, en este extremo de su territorio que a pocos pasos deja de ser lo nuestro para convertirse en la tierra de ellos, otros que, como nosotros, quizá se interrogan acerca de su ser?

Para los budistas resulta relativamente fácil la explicación. “Argentina” es un nombre (un “mero” nombre) y por lo tanto, una ilusión creada por la mente conceptual. El Bodhisattva, dicen las enseñanzas, en su afán por realizar el Dharma (la verdad de lo que es) comprende que “Argentina”, como todos los entes, es vacío, shunyata, lo cual no implica rechazar su realidad cuasi-ilusoria, su funcionalidad. Ser o no ser argentino tiene consecuencias, tiene efectos. Porque Argentina no es una entidad eterna que vive en el cielo de las ideas inmutables otorgándonos su ser, sino un producto, es decir, la consecuencia de ciertas causas y condiciones que han permitido su irrupcion. Pero cuando uno analiza concienzudamente sus particularidades, cuando uno se detiene en los detalles de esta Argentina que decimos ser, no puede dejar de “asombrarse”. Argentina no está en ningún lado. No está en la tierra, ni en los montes, ni en los ríos que surcan su geografía generosa. No está en los rostros de su gente, ni en sus batallas. Hay que ponerle nombres a las cosas. Plantarle una etiqueta a los productos para que esta tierra sea nuestra tierra. Se necesita una voluntad de ser que diga quienes pertenecen y quienes no pertenecen a ella. Se necesita de la política para hacer nuestra argentinidad. No existe una argentinidad en nuestros cromosomas. La información genética no dice nada acerca de nuestra pertenencia. Somos esto o aquello por pura voluntad política, por pura imaginación política: poder e imaginación.

Argentina es una tierra de inmigrantes. Excepto unos pocos (los más marginados entre los marginados, esos que llaman, los pueblos originarios), ninguno de nosotros podemos acudir a una genealogía que oculte la arbitrariedad de nuestra “propiedad”. Nuestra identidad es un empeño. Nos hemos hecho argentinos por voluntad. En esta verdad reconocemos nuestra grandeza, pero también nuestra debilidad. Somos un país joven. La juventud es pura potencia, pero también la incertidumbre que trae consigo el ser en su novedad. ¿Seremos capaces de seguir siendo lo que somos? ¿Hasta cuándo? Todo está por hacerse, pero cómo, cuál es el espíritu que conducirá nuestros afanes.

Todas estas cuestiones, como se ve, están marcadas por las insistencias de mi biografía, trenzada de punta a rabo con las historias de mi país y con las del mundo en el cual nos hicimos. De manera totalizadora podemos preguntarnos: ¿Qué significa ser de este mundo?, y allí encontramos el núcleo teórico que andábamos buscando, como bien señaló Heidegger en su momento: ¿Qué relación existe entre el ser y el tiempo, entre el ser y su historia? Pero si queremos plantear el interrogante en términos budistas, también podemos hacerlo: ¿Qué relación hay entre la verdad última de lo que es, su vacuidad, y la verdad convencional, su apariencia?

Puede que la imagen insuperable que nos ha regalado la filosofía para pensar estas cuestiones siga siendo el símil de la caverna que Sócrates nos cuenta en el libro VII de la República. El relato de ese itinerario que lleva a su protagonista, guiado por una mano misteriosa, de las sombras a la luz, de las apariencias a la verdad, y de allí de regreso con sus ex-compañeros de prisión, al interior de la caverna. Dice Platón que quien retorna corre el peligro de ser asesinado por sus ex-compañeros.

Pero hay otros regresos que merecen nuestra memoria: no menores son el que relata Homero en la Odisea, el que narra el Antiguo Testamento sobre Moisés. Lo cierto, para nosotros, es que en todo regreso reina la violencia. Incluso Cristo traerá consigo, en su regreso, el apocalipsis.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...