GLOBALIZACIÓN 4.0: ¡GUAIDÓ PRESIDENTE!

La maquinaria mediática no descansa. Los medios hegemónicos a un lado y al otro del Atlántico han convencido a una porción importante de la población de sus respectivas áreas de influencia que la cruzada contra Nicolás Maduro y la izquierda populista latinoamericana lanzada por parte del denostado Donald Trump es justa y necesaria. La tragedia se repite, de nuevo, como farsa. Solo que esta vez Europa aprendió la lección y no está dispuesta a quedarse fuera del negocio como ocurrió en la era Bush.

Las encuestas de los principales periódicos españoles, por ejemplo, demuestran que un porcentaje elevadísimo de sus lectores creen que el auto-instituido Juan Guaidó es ya el legítimo presidente de los venezolanos. No quieren oír hablar de «golpe de estado», «soberanía», «estado de derecho», «no intervención», «orden internacional». Ni están dispuestos a realizar análisis crítico alguno acerca de lo que ha venido pasando en Venezuela desde el frustrado golpe contra Hugo Chávez en 2002. Tampoco quieren escuchar las lecciones de la historia reciente. Se han olvidado de las políticas de «cambios de régimen» que han marcado la agenda imperialista estadounidense y europea a lo largo de toda la historia contemporánea. Lejos quedan, en las nebulosas memorias de los civilizados ciudadanos europeos y estadounidenses, las manifestaciones contra la Guerra de Iraq, las escandalosas consecuencias del intervencionismo Occidental en Siria, la catástrofe humanitaria producida por el empeño guerrero sobre Libia.

En este contexto, como otros líderes denostados por el poder corporativo, Maduro es retratado por la prensa hegemónica de manera sistemática como un dictador criminal que merece justamente lecciones análogas a las que recibieron Sadam Hussein , Gadafi, o que hubieran merecido también Kim Il-Sung y Kim Jong-Un sino hubieran contado con un arma de destrucción masiva para disuadir a sus enemigos.

El panorama es tan grotescamente evidente que los periodistas y comentaristas políticos privilegiados por el poder corporativo deben hacer verdaderos malabares para relativizar el golpe en marcha. La información acerca de las sanciones unilaterales emprendidas por los Estados Unidos contra Venezuela, la concertada financiación de los opositores o el bloqueo de sus cuentas soberanas se transmite a cuentagotas, sin producir sorpresa alguna. Mientras tanto, hacen fila los codiciosos emprendedores que la «libertad» prometida por la oposición al «régimen» ha puesto en movimiento, recordando las celebraciones de los contratistas que en los días de la «reconstrucción» de Iraq competían por su trozo del pastel en la fiesta del saqueo.

El petróleo venezolano y sus reservas minerales lo son prácticamente todo. En definitiva, se trata de otro capítulo anunciado de desposesión imperial que permitirá sobrellevar o soliviantar la nueva fase de recesión que anuncian con bombo y platillo los expertos en estos días, y que hasta los humanistas de papel maché hoy reunidos en Davos reconocen secretamente. 


Ante un nuevo ciclo de acumulación originaria: «Globalización 4.0» - dicen en Davos, otra marca registrada, otro eslogan de justificación como lo fueron la «Alianza para el progreso», los «Derechos humanos transnacionales», o el «Capitalismo con rostro humano», para maquillar con los cosméticos de la civilización, la pasión bárbara del capitalismo en su etapa desencarnada que es el fundamentalismo financiero.

Las periferias juegan ese rol desde el comienzo. Como señalaba Jason W. Moore sobre el capitalismo industrial: «Detrás de Manchester, estaba Mississippi», la condición necesaria para el desarrollo del centro: la esclavización, el saqueo, la expropiación y la desposesión violenta de la periferia.

El mundo está lleno de maldad. Venezuela no es el último agujero del infierno. El respeto por los derechos humanos no es precisamente una prioridad en el mundo en el que vivimos, y es posible que no lo haya sido en las décadas pasadas, cuando los países del centro se afanaban por mantenerlos en el candelero de las mesas de negociación internacional como carta triunfadora frente a sus oponentes geopolíticos. Sin embargo, hoy la retórica de los derechos humanos transnacionales, los discursos de la libertad y el progreso que articulan los poderosos, son claramente cáscaras vacías que esconden el caballo de Troya del «nuevo imperialismo».

Hay quienes celebran el renovado impulso de los hábitos imperiales de Estados Unidos y Europa en América Latina y lo justifican ante la evidencia de la nueva Guerra fría. Nos dicen que Rusia y China representan fuerzas mucho más peligrosas que las del Occidente aliado por la libertad, y vuelven a interpretar la coyuntura actual como otra cruzada democrática. Por ello se avienen sin complejos a la arbitrariedad manifiesta y al atropello sistemático que conduce a la manufacturación consensuada de una nueva catástrofe. 

OPERACIÓN SECUESTRO


Hace cuatro años nadie hubiera previsto la velocidad con la cual se está produciendo el giro neoconservador y neoliberal en América Latina. La tendencia era clara, pero la implantación del nuevo registro se está produciendo a través de mecanismos obscenos de autoritarismo y manipulación mediática, cuyos efectos en las poblaciones se traduce en una experiencia de vorágine, de «shock».

A esta obscenidad política y mediática se suman, sin temor, fuerzas aparentemente en pugna en el escenario mundial, redibujando las alianzas y los bloques confrontados. Trump encabeza la estrategia del bloque injerencista; Europa, vacilante, se lo permite. Lejos quedan los reproches de su populismo rapaz y racista. Hasta el «bueno» de Trudeau se suma a la cruzada y concita el aplauso de la prensa hegemónica que augura otro ciclo de expropiación y desposesión en la región.

Honduras y Paraguay marcaron el camino. Brasil, Ecuador y Argentina completaron el esquema. Venezuela es el último bastión de la frágil independencia política que la región intentó construir, después de una prolongada historia de intervenciones que culminó, en la década de 1990, con las llamadas «relaciones carnales», en la que la prostituida dirigencia local se arrodilló ante las fuerzas neoimperialistas, accediendo a iniciar un ciclo de reendeudamiento y privatizaciones de los recursos comunes que llevó a la quiebra económica, la descomposición social y el derrumbe institucional.

De ese proceso de saqueo y fracaso colectivo surgieron los movimientos progresistas que reconstruyeron el paisaje nacional y sentaron las bases para un nuevo regionalismo. Tanto Europa como América del Norte miraban con mala cara las pretensiones de autonomía de la dirigencia política latinoamericana. Venezuela fue incluido en el llamado «eje del mal» (las disputas entre Chávez y Bush en la sede de la ONU en New York son inolvidables), y los gobiernos «populistas» fueron denostados por los intelectuales y la prensa corporativa como expresiones antidemocráticas y autoritarias (pese a haber alcanzado los más altos índices de inclusión social, haber asumido los requerimientos formales más exigentes de toda nuestra historia, y haber logrado un apoyo electoral considerable durante todos los períodos de gobierno).

En los casos de Brasil y Argentina, las derrotas institucionales o electorales fueron el producto de aceitadas operaciones mediático-judiciales que facilitaron en muchos casos las nuevas tecnologías que, a través de las noticias falsas y la abierta mentira, corrompen  el espíritu y funcionamiento de los procesos electorales, y desorientan a la ciudadanía acerca de lo que está verdaderamente en juego.

La prensa global desconoce voluntariamente la significación geopolítica de lo que ocurre en Venezuela. La mirada miope y la hipócrita perspectiva humanitaria que invoca, justifican una nueva ofensiva de colonización y expropiación capitalista en la que se decidirá la suerte de nuestros países en esta fase crítica de la historia global.

Inmersos como estamos en una crisis multidimensional frente a la cual no se detectan signos de superación - una crisis que el sociólogo William I. Robinson denomina «crisis de la humanidad» - el control sobre los recursos naturales y la posibilidad de expansión y profundización de la explotación en la periferia son factores claves para contener los malestares societales que se manifiestan de manera creciente en el centro.

Rusia y Turquía advierten acerca del «baño de sangre» en el que amenaza convertirse Venezuela en el caso de que Estados Unidos continúe avanzando en su programa de injerencia. Las declaraciones de Trump y su vicepresidente, llamando a los opositores a las calles, y las torpes maniobras europeas que, a un mismo tiempo, animan el quiebre institucional y convocan al diálogo, auguran convertir al país sudamericano en una «zona de conflicto». Confirmando con ello la sospecha extendida que las élites políticas que representan al capital en la actual dispensación, pese a vestir la representación del demos, se sienten más cómodos en la guerra que en la paz.

Ante esta encrucijada, como señalaba recientemente Fernando Solanas, y ante la profunda división de los países americanos al «sur de la frontera» (México, Uruguay, Bolivia y Cuba rechazan de plano el intervencionismo norteamericano), las elecciones de este año en Argentina son claves para restablecer hasta cierto punto el equilibrio de fuerzas en la región.

Sin embargo, la tarea resulta titánica. Las amenazas que se ciernen sobre las fuerzas nacionales y populares son grotescas. 
La destitución de Dilma Rousseff, el encarcelamiento de Lula, la persecución judicial de Correa, preanuncian la carta que guarda en su magna la corporación transnacional para asegurar la derrota definitiva del llamado «populismo latinoamericano»: la detención de Cristina Fernández de Kirchner, cuyo encarcelamiento o proscripción marcará el final de una alternativa de cambio y el descalabro definitivo de las esperanzas de las clases populares de asegurar un futuro de dignidad en el horizonte que se asoma.

EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS


Éstas son las últimas cosas - escribía ella -. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo. No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginártelo. Estas son las últimas cosas... 

Paul Auster


Esta mañana, cuando comencé a leerles a mis hijos la novela de Auster cuyas primeras líneas son, justamente, el fragmento que utilizo como epígrafe para esta nota (un ejercicio que hacemos los fines de semana: sentarnos a leer en voz alta - acabábamos de terminar con El viejo y el mar de Hemingway), me corrió por el cuerpo una suerte de escalofrío. 

Al recordar el relato de Auster (que yo ya había leído hacía muchos años), pensé en el momento, en 2014, cuando me fui de la Argentina. Entonces, hacía 3 años y medio de mi regreso. 


El país con el cual me encontré en 2011 era muy diferente al que yo había conocido en mi niñez y adolescencia. Muy diferente al país al que regresé brevemente en 1995, cuando Menem ganaba la reelección y se preparaba para acabar su faena y terminar de liquidar los últimos resquicios de independencia económica que tenía el país. Y, obviamente, muy diferente al país por el cual «casualmente» pasé a finales del 2001, cuando las calles se incendiaban con el grito «¡Que se vayan todos!», que también vociferaban los mismos caceroleros que habían empoderado a De la Rúa, y habían festejado el regreso «meritorio» de Cavallo para que salvara el país. 

Evidentemente, la Argentina con la que me reencontré en 2011 no era un paraíso. Pero había signos evidentes de una sociedad que avanzaba, de una «vida que se dejaba vivir». Había pobreza, había corrupción, había lo que ustedes quieran, pero también había otras cosas, bastante extraordinarias, por cierto, que ahora se dirigen sin desvío a su desaparición. Entre esas cosas que parecen haber desaparecidos está la imaginación.  

Supongo que cualquiera de ustedes podría haberme escrito líneas semejantes a las que escribe el personaje de la novela de Auster, contándome acerca de lo que ha estado pasando en el país en los últimos años, contándome de las «desapariciones continuadas», de «las pérdidas sin fin», de las repetidas derrotas, de los retrocesos, de las injusticias, de los abusos, de la hipocresía, de la frivolidad, de la confusión y el estupor que vive hoy la sociedad argentina, más alienada y perdida que nunca.  

En ese contexto es en el cual me pregunto si entre las muchas cosas que han desaparecido en la Argentina actual, contrariamente a lo que pensaba Auster cuando comenzó a escribir su novela y puso en boca de su protagonista las líneas del epígrafe, no es la pérdida de la imaginación la peor de nuestras pérdidas, la más profunda, la más preocupante. 

Quizá, solo quienes son capaces de tomar distancia, preservando su capacidad de reflexión, pueden darse cuenta cabalmente de lo que está muriendo para siempre en el país, lo que significa haber perdido la imaginación. Porque lo que la Argentina de hoy parece no ser capaz de hacer es, justamente, imaginar una escapatoria al horror que se vive y el que aún estamos a la espera de vivir, a la catástrofe, al fracaso colectivo que significa el advenimiento del macrismo.

Como ocurre en las pesadillas, muchos argentinos parecen atrapados en el vértigo cotidiano, incapaces de responder con lucidez a la fiebre destructora de un movimiento que arrasa sin compasión y sin vergüenza todo «lo construido socialmente durante los últimos 70 años».

Entiéndase bien: la expresión «70 años» no es casual. La pesada herencia que el presidente Macri, sus acólitos y los falsos opositores ultraliberales publicitan con tenacidad y con la explícita complicidad de la corporación mediática, los «70 años de peronismo» a los que achacan el descalabro actual, es una construcción ideológica que debe ser puesta en evidencia. 

Detrás de esta tergiversación histórica, lo que se intenta es justificar la premeditada estrategia de devaluación del trabajo, el dinero y la naturaleza que las clases dominantes implementan sistemáticamente con un objetivo concertado: la «apropiación» a través de la explotación, el endeudamiento y la desposesión pura y dura. 

Como siempre, las víctimas son las grandes mayorías populares, y las clases medias, que una vez más han dado con su voto y su mendicidad, el visto bueno para la expoliación a mansalva. Los números no mienten: pobreza, indigencia, desempleo al alza, en perfecta sintonía con la acumulación exponencial que regala la especulación financiera y la creciente monopolización que eso permite a las corporaciones multinacionales y las grandes fortunas locales de los recursos naturales que en principio pertenecen a la sociedad argentina.

Ahora bien, no deberíamos olvidar que estos 70 años tan vilipendiados de decadencia de los que hablan los macristas confesos y los ideólogos neoliberales y conservadores utilizando las usinas mediáticas como cadena nacional, han sido también 70 años de esfuerzos colectivos y gobiernos populares en los que se han construido miles de quilómetros de carreteras, se han edificado infraestructuras, escuelas, hospitales, en los que se han tendido las redes eléctricas y telefónicas, en los que se han ayudado a millones de madres a parir a millones de niños, que se han vacunado, alimentado y vestido. 70 años en los que se han construido cloacas, se han encausado ríos, se han educado a millones de niños, adolescentes y jóvenes. 70 años en los que se han convertido a millones de argentinos en profesionales, trabajadores capacitados en toda clase de rubros. 70 años de programas nucleares, energéticos, de investigación en los ámbitos de la salud, las ciencias sociales, las artes y las humanidades, la técnología y el desarrollo. 70 años de cultura, de cine, de teatro, de literatura, de música, de periodismo bueno y no tan bueno. 70 años de luchas por los derechos humanos, de construcción de resistencias sociales y morales. 70 años de lucha frente a la opresión imperialista que ha esquilmado el mundo, invadiendo, torturando y matando sin tregua a quienes se oponen a la esclavitud del capitalismo impiadoso.

Sin embargo (y esto es lo que no dicen), también han sido 70 años de golpes militares e interrupciones mafiosas, democráticamente electas gracias al despiste concertado de la tilinga clase media argentina, en los que el objetivo principal fue siempre hacer retroceder en sus logros a la llamada «hora de los pueblos». 

El gobierno de Macri y los ultraliberales que dicen oponerse a sus políticas, pero que secretamente festejan su «destrucción creativa», que anuncian con estridencia su oposición al reendeudamiento enloquecido y la fuga de capitales, pero que secretamente sirven a quienes a través de la deuda imponen al país una hipoteca de hambre para un futuro de servidumbre, son herederos de estos 70 años de contrarrevoluciones liberales, neoliberales y neoconservadores diseñadas para «devolver a los ricos» aquello que los movimientos populares pretendieron redistribuir entre las grandes mayorías.

TECNOCRACIA, POPULISMOS, SOCIALISMO BUROCRÁTICO Y PERONISMO


En una reciente intervención en la televisión rusa, el filósofo esloveno Slavoj Žižek señalaba, comentando el impasse que vive Europa - el cual se manifiesta de manera patente en las protestas de los llamados «chalecos amarillos», que la respuesta a este «punto muerto» en el que nos encontramos no puede ser ni el populismo, ni la tecnocracia.

En el caso del populismo, dice Žižek, las soluciones que puede ofrecernos son contradictorias y en última instancia imposibles de cumplir. Pone como ejemplo las demandas de los manifestantes en París y otros lugares de Francia: no se pueden combinar las pretensiones de una política ecológica y una reducción de los costos de los combustibles; tampoco se pueden pretender mejoras en los servicios públicos (sanitarios, educativos, de transporte, vivienda pública, etc.) al tiempo que se insiste en reducir drásticamente los impuestos.

Obviamente, la solución tampoco puede venir de lo que él denomina «la tecnocracia» (la democracia formal cooptada por los tecnócratas neoliberales). Es justamente esta solución tecnocrática que está llegando a un punto muerto la que el populismo de izquierdad exige superar. 


Mientras tanto, el populismo de derechas se conforma con administrar los malestares generalizados manufacturando discursos que se enfoca en una diversidad de chivos expiatorios (migrantes, refugiados, feministas, musulmanes, corruptos, etc.). En este sentido, como bien señala Mouffe, el populismo de derechas es una de las formas que adopta el neoliberalismo en nuestros días, una vez se han agotado sus recursos en el terreno de la democracia formal.

La solución, nos dice el filósofo esloveno, pasa por restablecer el sueño «clásico» de un «socialismo burocrático», conducido por una élite ilustrada, cuyo objetivo es la provisión de los bienes que necesita la ciudadanía para poder, simplemente, dedicarse a su vida: no a la lucha por la mera vida, sino más bien al despliegue de una vida buena. La propuesta combina elementos de la filosofía política platónica, curiosamente también keynesiana (la reivindicación de una «élite ilustrada»), y la ética aristotélica de las «visiones del bien». En este sentido, la propuesta de Žižek contiene elementos conservadores y progresistas. Puede ser leída en clave pragmática, incluso en línea con algunos discursos políticos del difunto Richard Rorty, pero escapa enteramente a la glorificación de la democracia  popular, whitmaniana, que el filósofo estadounidense solía ensalzar.


Hasta cierto punto, el ciudadano no necesita entender de qué modo se realiza la milagrosa provisión que hace posible la mera vida. Los burócratas socialistas tienen la obligación profesional de fabricar las condiciones de posibilidad de la existencia individual y colectiva. Eso significa crear un marco socio-económico en el que sea posible verdaderamene el respeto pleno, integral, de los derechos humanos, entendidos en sentido amplio (no solo como protección de los derechos civiles y políticos). Es decir, no como un instrumento para contener el «mal mayor», sino como una política para promover positivamente los bienes a los que los individuos prometen su lealtad, siempre que estén en acuerdo con el proyecto común que implica justamente el pleno respeto de los derechos humanos entendidos integralmente.

Para Žižek, entonces, la pretensión de una democracia directa está enteramente desencaminada en las presentes circunstancias, aun cuando adopta, como ocurre en los llamados «populismos de izquierda» una forma anti-oligárquica, anti-capitalista.

Lo que se necesita, contra lo que promueve la posición tecnocrática que administra actualmente el sistema - cuyo objetivo es facilitar el flujo del capital, garantizando el mantenimiento de formas institucionales favorables para los negocios y la apropiación privada - es abocarse a lograr un nivel de bienestar colectivo que permita a los individuos esforzarse en sus propios proyectos existenciales. Para ello, de acuerdo con Žižek, la mejor respuesta coyuntural, la mejor forma de gobierno para el presente, es el socialismo burocrático.

Eso significa recuperar principios básicos de organización social que cancelen la ilusoria conceptualización oligárquica que asumen las formas neoliberales de organización social, disfrazadas con las vestimentas de la libertad y la igualdad de oportunidades, pero  en realidad comprometidas exclusivamente con la manufacturación de relaciones sociales basadas en la competencia como medio para la acumulación del capital a través de la explotación y desposesión de lo común, el disciplinamiento de las fuerzas del trabajo a través del autodisciplinamiento, y la monopolización.

El triunfo democrático de las opciones neoliberales y neoconservadoras en América Latina,
 que en muchos casos han llegado al poder gracias a poderosas campañas propagandísticas y un aceitado lobby institucional, nacional e internacional, debería permitirnos visualizar el desafío ante el cual nos encontramos, que pone en cuestión la democracia misma, entendida como mero mecanismo electoral para dirimir las contradicciones políticas que afloran en la sociedad. 

Necesitamos un nuevo movimiento «constitucional» que nos permita recuperar los principios elementales de libertad, igualdad y fraternidad, y articular una nueva dispensación de los derechos humanos que eluda enteramente las pretensiones postwestfalianas al servicio del imperialismo y el capital. Esto significa resignificar  los mandatos originales de los derechos humanos, rejuvenecidos con las luchas por el reconocimiento y la identidad que han marcado y están marcando nuestra actualidad, y las exigencias que exige un ecologismo socialista que eluda las nostalgia de un imaginario Edén precapitalista. 

Indudablemente, la propuesta coyuntural de Žižek es controvertida, y las objeciones que pueden desplegarse en su contra son numerosas y significativas. Sin embargo, tiene la virtud de llamarnos la atención acerca de lo que nos jugamos, primero, con la llegada al poder de los Bolsonaros, los Trumps y otros populistas de derecha en Europa, Estados Unidos y América Latina, con la evidencia creciente que la tecnocracia liberal ha alcanzado su límite y se encuentra en un punto muerto, y lo que todo esto supone en las actuales circunstancias de reflujo ideológico para los populismos de izquierda que insisten en la democracia directa y radical como solución a nuestros problemas. 

En este contexto, hay que releer la Apología de Sócratesy si uno, por esas casualidades de la vida es argentino y, tal vez, peronista (¿por qué no?), volver a preguntarse: «¿qué es eso de la democracia?»

SOBRE LAS ALTERNATIVAS



Si echamos un vistazo al actual mapa del mundo, descubrimos que las fuerzas políticas se dividen grosso modo en dos bandos: aquellos que están comprometidos con la implementación de recetas «neoliberales» para organizar la sociedad, y quienes se enfrentan a ello con un conjunto de limitadas fórmulas de pretendido corte «keynesiano»
. En cualquier caso, ambas versiones de la economía política tienen el objetivo de amparar la propiedad privada y se encuentran al servicio inamovible de los ricos. Se alternan o se combinan de acuerdo con las circunstancias en diferentes dosis para hacer plausible la aparente alternativa, creando una suerte de ilusoria «política de consensos».  

Mientras tanto, una parte importante de la llamada «izquierda», en sintonía con las tesis hiper-individualistas del libertarianismo hayekiano y miltonita, niega o trata como anacrónica la lucha de clases, para centrarse exclusivamente en las luchas por el reconocimiento de las identidades diferenciadas. En la oscuridad de las grietas que abre esta falsa alternativa (luchas por la redistribución y luchas por el reconocimiento) crecen los resentimientos nacionalistas, xenofóbicos y racistas. Los perdedores se disputan los despojos que dejan caer los privilegiados cumpliendo con la imaginaria «teoría del derrame».

Por ese motivo, el punto de partida de cualquier movimiento de liberación no pasa por otro lugar que no sea el de la aceptación explícita de un axioma sencillo: que la genuina contradicción (la que no es una distracción diseñada para anular o contener nuestra rabia) es la que se da entre los ricos y los pobres, los poderosos y los explotados, los privilegiados y los desposeidos. Cualquier otra lucha es hoy una ilusión al servicio de la perpetuación y expansión del poder de clase. 


Es cierto, por supuesto, que la lucha de los ricos y los pobres está atravesada por todo tipo de marcadores raciales, étnicos, nacionales, de género, etc. Pero esto no debería ser óbice para que reconozcamos que toda alianza de clases para combatir a «nuestro otro» en el campo del reconocimiento es un regalo que le hacemos a los ricos para que expandan su poder de expropiación y explotación.

MUROS


Introducción

Para empezar, voy a referirme a la fórmula de Hannah Arendt «el derecho a tener derechos», y sus posibles sentidos en las presentes circunstancias en las que la situación geopolítica vuelve a adoptar una lógica nacionalista excluyente.

En segundo término, quiero hacer referencia a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en relación con el movimiento transnacional de los actuales derechos humanos surgido en la década de 1970, acomodándose a las nuevas formas de gobernanza neoliberal.

En tercer lugar, ofreceré algunos datos generales acerca de la situación de los refugiados y migrantes en el mundo de acuerdo con las estadísticas más recientes que maneja el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados.

Diré un par de cosas sobre los muros, sobre su multiplicación a partir de 1989 (fecha en la cual, pensamos, la caída del muro de Berlín, el derrumbe de la llamada «cortina de hierro», prometía convertirse en el final de todos los muros).

En este sentido, quiero enfatizar la dimensión simbólica de los muros. La retórica que articulan los muros pone de manifiesto una debilidad inherente de los Estados-nación. La soberanía de los Estados ha sido debilitada por las fuerzas transnacionales cuyas lógicas neoliberales gobiernan el actual orden global. Los muros son una respuesta gestual de esta debilidad inherente, cuyo objetivo es aplacar la incertidumbre y la conflictividad que supone para las poblaciones el haber sido despojadas de su capacidad democrática de dirigir su destino.

Sobre el «derecho a tener derechos»: un apunte

Comienzo con una cita de Hannah Arendt en su libro Los orígenes del totalitarismo. Dice Arendt:

Una vez han perdido su patria, las personas se quedan sin hogar,
Una vez que han abandonado sus Estados, se convierten en personas sin Estado;
Una vez son privados de sus derechos humanos, se vuelven personas sin derechos, el desperdicio de la tierra.


La tesis central de Arendt es la siguiente. Pese a que la Declaración universal de los derechos humanos proclama que los seres humanos tienen derechos por el mero hecho de ser humanos, la situación de los refugiados y migrantes en el pasado y en la actualidad demuestra que, solo cuando se les reconoce a los seres humanos el estatuto de ciudadanía están verdaderamente protegidos. Los derechos de ciudadanía incluyen: el derecho a la educación, al voto, a la sanidad, a la cultura, etc.

En ese sentido, los derechos humanos deben ser precedidos por el reconocimiento del «derecho a tener derechos”. Porque solo cuando se reconoce a las personas su pertenencia a un cuerpo político, los derechos específicos (civiles, políticos, sociales, económicos, culturales y medioambientales) tienen relevancia.

Algunas pensadoras, como Seyla Benhabib, sostienen que la expresión «derecho a tener derechos» hace referencia a dos cosas. La primera palabra, «derecho» (en singular) señala que moralmente todos los seres humanos, por el mero hecho de ser miembros de la especie humana, son merecedores del derecho de igual consideración. En cambio, los «derechos» (en plural) hacen referencia a los derechos específicos reconocidos en función del primer reconocimiento moral.

Hay muchas cosas que se pueden decir al respecto de esta lectura que hace Benhabib de la fórmula de Arendt del «derecho a tener derechos». Hay quienes critican la deriva «moral» de Arendt y prefieren una lectura más bien «política». Los derechos humanos, dicen, no puede derivarse de un dato antropológico, sino que es el resultado de la acción política. Pero esto lo dejamos para otra ocasión. Lo importante es que Arendt sostiene que el reconocimiento de este derecho, para ser verdaderamente efectivo, necesita algo más que su mera enunciación.

Los Estados-nación son por lo general excluyentes. La soberanía del Estado se articula en primer término definiendo quiénes son parte del «nosotros» constituido como unidad política, y quiénes son los «extranjeros». Aunque los derechos humanos no son efectivamente una realidad en este momento, dice Benhabib, de todas maneras contamos con un «ideal regulativo internacional» que está dando forma a un conjunto de normales legales internacionales cuyo propósito es proteger a los individuos más allá de su pertenencia y reconocimiento por parte de un Estado-nación.

Ahora bien, el problema con el que nos encontramos es que el orden internacional está atravesando una profunda crisis. Las organizaciones y los organismos internacionales denuncian este hecho. Recientemente, Antonio Guterres, Secretario General de Naciones Unidas, ha señalado que estamos al borde del abismo de una disolución del orden internacional, con todo lo que ello implica en términos del mantenimiento de la paz mundial y respeto universal de los derechos humanos. Amnistía Internacional, por su parte, ha señalado de manera reiterada el retroceso de las cuestiones relativas a los derechos humanos en las mesas de negociación internacional.

Sin un orden supranacional capaz de exigir a los Estados el reconocimiento y respeto de los derechos humanos, las advertencias de Arendt resultan de enorme actualidad. Si a los seres humanos no se les reconoce su pertenencia a una comunidad política, con todos los derechos que eso supone, lo único que les queda a los individuos son los derechos humanos. Pero cuando los seres humanos son solamente seres humanos, acaban siendo menos que nada. Dice Arendt: 


Nos volvemos conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y eso quiere decir: vivir en un marco de referencia dentro del cual somos juzgados de acuerdo con nuestras acciones y opiniones) y un derecho de pertenencia a alguna clase de comunidad organizada, solo cuando, de pronto, emergieron millones de personas que habían perdido o no podían recuperar esos derechos debido a su nueva situación política global.


Algunos datos 


El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados señaló en 2015 que existen alrededor de 70.000.000 de personas desplazadas de manera forzada en el mundo, de los cuales alrededor de 25.000.000 son refugiados. A estos números hay que sumar a los inmigrantes «sin papeles», los indocumentados, que residen en países que no les han concedido permiso legal; y aquellos que se encuentran en detención indefinida sin proceso; y los millones de ciudadanos que no pueden ejercer efectivamente su ciudadanía debido al impacto de las políticas neoliberales en la organización pública de los Estados.


El orden neoliberal

La crisis de 2008 ha supuesto notorias mutaciones en las comprensiones y valoraciones de algunos de los imaginarios hegemónicos de nuestras sociedades contemporáneas. La crisis puede entenderse simplemente como una crisis económico-financiera, o puede interpretarse como una crisis integral de las formas institucionales del capitalismo en su fase neoliberal.

Al interpretarla de este segundo modo, podemos entender muchos de los malestares y los conflictos que vivimos actualmente. Todo parece estar en crisis: la democracia, la justicia social, el orden ecológico y, como no podía ser de otro modo, los derechos humanos.

Entre otras cosas esa percepción de una crisis general del capitalismo, que además amenaza convertirse en una «crisis de legitimidad»: ya no creemos que nuestras élites tengan una respuesta para los problemas que enfrentamos – al menos en Occidente – ha llevado a una reconsideración de los derechos humanos y de su historia. Uno de los temas más interesantes en este sentido es la creciente consciencia de que los derechos humanos, tal como estos se entendieron durante el período de su proclamación en 1948 y hasta mediados de la década de 1970, son muy diferentes a los actuales derechos humanos transnacionales.

La diferencia gira en torno a que los derechos humanos antes de la década de 1970 estaban asociados a un orden westfaliano, es decir, estaban asociados a la convicción de que el reconocimiento y respeto de los derechos humanos correspondía a los Estados-nación que debían diseñarse a partir de un modelo que les permitiera proveer a sus ciudadanos con las condiciones para el ejercicio de las libertades civiles y políticas, y los derechos relativos a la igualdad económica y social.

A partir de la década de 1970 ese programa de los derechos humanos es abandonado a favor de otro, cuyo objetivo exclusivo es la intervención humanitaria diseñada para intervenir cuando los Estados incumplen de manera flagrante sus responsabilidades, mientras los derechos a la igualdad o el desarrollo son reducidos al mero derecho a la subsistencia o supervivencia.

Eso significa que a partir de la década de 1970 los derechos humanos como imaginario, y las formas institucionales en las que se encarna, se alinean con los principios de la nueva razón del mundo, eso que llamamos el «neoliberalismo». En ese sentido, los derechos humanos y el neoliberalismo, como los dos grandes ejes de la globalización capitalista en nuestra era, se convierten en abiertos antagonistas de los Estados nación.

¡Good-bye, Berlín!

La caída del muro de Berlín simboliza el final de la Guerra fría: el final de un orden geopolítico del mundo, y el ascenso de la ideología del fundamentalismo del mercado y el mito de los derechos humanos al podio de los imaginarios sociales de nuestra época. Paradójicamente, la caída del muro de Berlín marca el inicio de una multiplicación exponencial de muros a todo lo largo y ancho del planeta.

Algunos de esos muros son famosos mundialmente y simbolizan de manera concentrada la nueva realidad geopolítica. El muro construido por el Estado de Israel para «encarcelar» a la población palestina y el muro construido por los Estados Unidos para contener las «invasiones bárbaras» en su frontera con México, ponen de manifiesto respectivamente el «choque de civilizaciones» y la profunda desigualdad que divide al norte y al sur global.

Sin embargo, hay muchos otros muros no tan conocidos que se extienden entre las comunidades políticas y en el interior de los territorios estatales como expresiones de la división ideológica, cultural, religiosa o la amenaza y vulnerabilidad que supone la desigualdad económica y social. Esta multiplicación de muros después de la caída de ese muro paradigmático que fue el muro de Berlín exige una explicación.

Como señala Wendy Brown, los muros son símbolos de una impotencia. Esa impotencia es la de los Estados-nación, cuya soberanía se ha visto debilitada por la globalización del sentido y la globalización del mercado, que ha derivado en una incapacidad intrínseca de los mismos de proveer a sus ciudadanos el tipo de estabilidad, seguridad, y sosiego institucional del cual en otra época se vanagloriaban. La construcción de los muros pretende apaciguar el malestar psicosocial de una ciudadanía desgarrada.

Desde esta perspectiva, la multiplicación de los muros es una reacción de impotencia por parte de los Estados frente a la amenaza que representa para su soberanía el neoliberalismo. En este sentido, los muros no solo son reprochables moralmente, sino que además, como respuesta política resultan ineficientes porque acaban exacerbando lo inevitable: la «globalización de la miseria» y l
a fragmentación social, incluso en las «sociedades avanzadas» que hace tiempo han comenzado a edificar sus propios amurallamientos para mantener apartados a «los diferentes» ante el abandono progresivo de los ideales de la igualdad y la ambigüedad que supone la retórica de la «tolerancia» para la efectividad de los derechos.








NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

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