EL YOGUI TONTO Y LA PATRIA FINANCIERA

El macrismo se presentó ante la sociedad argentina como una comunidad aggiornada de gente cosmopolita que valora la expertise y el esfuerzo personal por sobre todas las cosas, y cultiva formas cool de trato personal inspiradas en la cultura corporativa. El cambio que propuso estuvo basado en una reevaluación de la educación, en el desprecio hacia las formas críticas de pensamiento, y la exaltación del pragmatismo y la eficacia que son exigidas en las esferas transnacionales donde la habilidad financiera y la estética de la firmeza inescrupulosa frente al infantilismo popular y el sentido común de las poblaciones prima por sobre la compasión concreta hacia el otro de carne y hueso que padece nuestros triunfos.

El macrismo llevó como uno de sus estandartes más elevados el compromiso con el diálogo abierto, franco, constructivo, y salpimentó sus performances discursivas en el espacio público-mediatizado con metáforas extraídas de los libros de autoayuda que sus gurús le inculcaron para triunfar y asegurar su continuidad en la victoria, convirtiendo a su electorado en una masa acrítica de votantes que asumieron su heredada pureza histórica y reinterpretaron el desquicio socio-económico e institucional como un antídoto necesario para embarcar de una vez por todas a la Argentina en una senda de progreso. «Argentina tiene que convertirse, por fin, en un país serio». Y eso significa deshacerse de ese sector del pueblo, mediocre y oportunista, que aún confía en el peronismo, entendido como una banda de corruptos audaces. 

Estas fueron las marcas de identidad de una política que, como ocurrió con los representantes de la llamada «Revolución Libertadora», el onganiato, los militares genocidas, el menemismo y el delarruismo, tuvieron su tiempo de gloria, para regresar a los anales del despropósito en los que cíclicamente se repite la sociedad argentina, conduciéndola de regreso a sus acontecimientos catastróficos. 

Los números estadísticos son inimpugnables. Sin embargo, el heredado antiperonismo no conoce de razones. El fracaso del gobierno, pese a la apabullante realidad que las urnas dejaron a la vista de todos, no alcanza para sofocar el odio y el miedo que alimenta al núcleo duro de una ciudadanía que se empeña en su moralismo hipócrita y su discriminación sistemática de aquellos a quienes juzga diferentes. 

Las redes sociales no son una medida fiable, pero en estos días proliferan expresiones eugenésicas que explican, pese a la evidencia de la mala praxis de sus referentes gubernamentales, y el fracaso evidente del modelo promovido, los votos que aún conserva la coalición derrotada. Un militante de este espacio exigía de este modo a su círculo de contactos en las redes la necesidad de no dar el brazo a torcer en las elecciones de octubre: «El macrismo no será abono para nuestra tierra, pero es el pesticida que necesita el país para sacarse de encima a los parásitos que habitan en ella». 

Macri conquistó el gobierno con tres propósitos como banderas: (1) reducir la inflación y alcanzar el equilibrio fiscal, (2) pobreza 0, y (3) terminar con la grieta. Ninguna de estas promesas se cumplió. 

La inflación es hoy muchísimo más alta que en 2015, y el peligro de espiralización de la misma se encuentra latente, pese a la profunda recesión que vive la economía argentina. El desequilibrio fiscal ha crecido al ritmo del achicamiento de la economía en términos absolutos. 

En este contexto, la situación social es muy delicada. No solo han aumentado los índices de la indigencia y de la pobreza, sino que la totalidad de la sociedad argentina se ha visto empobrecida de manera alarmante, elevándose de modo preocupante los datos de la desigualdad. El endeudamiento a nivel nacional y provincial (especialmente la provincia de Buenos Aires que gobierna María Eugenía Vidal con cara de «yo no hice nada») es exorbitante. También las familias han debido hipotecar su futuro para subsistir en este presente de «crisis terminal». 

Finalmente, el desencuentro de los argentinos es hoy más profundo que el de ayer, debido, paradójicamente, al anti-republicanismo y a la inseguridad jurídica promovidos por el gobierno del Ingeniero Macri, quien ha elegido la estrategia de la persecución judicial y mediática, las prisiones preventivas, la opacidad frente a la transparencia, las operaciones de inteligencia, la extorsión y el escrache, en síntesis, el juego sucio, para enfrentar a una oposición que, contrariamente a lo que se predica, ha actuado durante estos cuatro años con mesura democrática y apego a la institucionalidad del país, aún en el descalabro y pese a las reiteradas muestras de autoritarismo del gobierno en funciones.  

Mientras una parte del electorado macrista, a pesar de la derrota de las PASO, vuelve a encender su discurso victimista y retoma la campaña, ahora más radicalizada que nunca entre sus bases, asumiendo sin miramientos formulaciones que en otras latitudes serían consideradas como «de extrema derecha», otra parte del electorado que en el 2015 apoyó su candidatura se esconde detrás de esa nueva cultura, indiferente políticamente, abocada a las prácticas onanistas de la espiritualidad posmoderna que ha inundado a la Argentina prometiendo apaciguar la zozobra que supone nuestro hipotético fracaso colectivo. 

El yogui tonto, el ciudadano políticamente indiferente y el macrista militante coinciden en un punto. Todos ellos juzgan que el país está cautivo de una supuesta obstinación populista. Anhelan trascender las vecindades de pobres que los rodean, el país «peronista» y sus modales poco sofisticados, los conflictos de clases, la miseria y la queja de la gente cualquiera. Para ello se imaginan volviendo al «mundo de los países serios», a la aventura del desarraigo cosmopolita, o a las purezas de sus inventados templos interiores. Todos ellos conforman el potencial mercado electoral donde se nutre y pesca votos Cambiemos para asegurarse algún tipo de supervivencia después del 10 de diciembre. 

Lo paradójico del asunto es que tanto uno como otro (el militante macrista y el yogui tonto) basan sus aspiraciones políticas en un axioma peligroso e imposible: que la Argentina real es una Argentina ilusoria que es posible reinventar desde cero. Digo que este axioma es «peligroso» porque todo proyecto que exija «tierra arrasada» para concretarse acaba sacrificando a las grandes mayorías populares a la exclusión y al olvido; y digo, además, que es «imposible» porque esas mayorías despreciadas no permanecerán pasivas y en silencio mientras las minorías iluminadas pretenden reconvertirlas. En una democracia sustantiva, como la argentina, estas mayorías, entre otras cosas, votan, defienden sus derechos, se movilizan. Y la historia nos cuenta que frente al poder autoritario se resisten, se rebelan y luchan. 

La tarea que tenemos por delante consiste en explicarle al yogui tonto y al ciudadano indiferente que no basta con descubrir o inventar nuestro Shambala personal en medio del descalabro, sino que debemos asumir el fracaso del país como una derrota y un fracaso propio, propiciando con ello la autocrítica, para empezar a construir una nueva visión para el futuro de la patria de todos.

EN EL ESPEJO «TRUMP». LECCIONES LOCALES

La discriminación no tiene dueño. Se manifiesta de muchas y variadas maneras. En nuestra época, la ejercita especialmente el rico contra el pobre, pero ha tenido históricamente innumerables iteraciones: religión, género, origen étnico, nacional, usos lingüísticos, costumbres, etc. Es fácil ver la paja de la discriminación en el ojo ajeno, pero más difícil asumir la barra que ciega nuestro propio aparato ocular. 

Hace un par de años pasé unos días en un pequeño pueblo de las Alpujarras, en la provincia de Granada: Capileira. Allí conocí a una madrileña que vive en la zona desde hace más de cuarenta años. Mientras me paseaba por los bares de la localidad, fue deshilvanando su historia personal. Un día, como muchos, la vida dio un vuelco. Dejó su piso en el centro de la capital y se mudó a un cortijo para ayudar a una amiga holandesa que estaba montando un emprendimiento equino para excursionista. Lo que se anunciaba como un evento efímero, se convirtió en la pasión de toda una vida por la Sierra Nevada y sus entornos. 

Entre copa y copa, me confesó que ella siempre será para la gente del lugar una madrileña, incluso para los capilurros y capilurras migrantes que han inventado sus vidas en otras latitudes de la península ibérica o más allá, que hoy solo pasan en el pueblo unas pocas semanas al año, y para sus hijos, que al llegar a la adolescencia empiezan a distanciar aún más sus visitas debido a la somnolencia pueblerina. 

Cuando en los veranos llegan los de «Barcelona», capilurrios y capillurias que migraron hace décadas a Catalunya para buscarse la vida, la tratan a ella como una extranjera. Llegan a la localidad como los dueños de la tierra. La gente del lugar los llama, sencillamente, «los de Barcelona», pero ellos mismos se reconocen como los verdaderos y genuinos herederos del pueblo. 

Pese a que ella ha hecho más por Capileira en todos estos años que cualquiera de ellos, que ha contribuido con sus emprendimientos cotidianos al mantenimiento de los tejidos sociales que hacen posible la existencia de la localidad, ella sigue siendo la de Madrid, y siempre será la de Madrid, con los derechos de opinión solapadamente coartados por la tácita discriminación de origen que imponen las reglas del juego. 

El cuento tiene miga, si uno se imagina el modo en el cual los capilurrios y capilurrias expresan sus indignaciones ante los catalanistas más fundamentalistas que, como ellos, establecen criterios de genuinidad y legitimidad entre los habitantes del país. Por más que lo nieguen las usinas mediáticas al servicio de la causa, es un lugar común la discriminación explícita o solapada basada en la cultura, la lengua o el origen de los ciudadanos. 

Sin embargo, como ocurre con el capilurro y la capilurra de mi anécdota es más fácil ver la semilla xenófoba o racista en el otro que ser capaz de identificarla en uno mismo. Como los peces, uno vive su atmósfera sin tener que pensar en ella. 

En cierta ocasión, el novelista estadounidense David Foster Wallace, hablando de la educación liberal, contó una anécdota sobre dos peces jóvenes que se encontraban animadamente discutiendo los acontecimientos de su arrecife coralino, cuando un pez adulto pasó a su lado y los saludos preguntándoles: «¿Cómo la están pasando en el agua esta tarde?» Una vez el pez adulto siguió su camino, los peces jóvenes se miraron atónitos preguntándose: «¿El agua? ¿Qué es eso?»

No cuesta mucho imaginarse a esos capilurros y capilurras despotricando contra la discriminación catalanista que les afecta, pero también imaginar a muchos de ellos coqueteando con las fórmulas xenófobas de Vox para afianzar sus privilegios locales. De igual modo, es habitual escuchar a muchos votantes de la ANC despotricando contra la xenofobia y el fascismo que anima a los votantes de Vox, pero más difícil que asuman su propia pasión como sujetos de privilegio en sus tierras.

Algo de eso nos pasa a todos cuando escuchamos a personajes como Trump, Salvini, Bolsonaro, Modo o Macri lanzando sus dardos envenenados contra minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, afirmando una esencia nacional o un pedigrí histórico que permite distinguir entre ciudadanos de primera y de segunda clase. Siempre hay alguien frente a quien nuestros compromisos democráticos parece poder suspenderse justificarse en vista de las siempre sospechosas razones que aducimos. 

Como hemos visto, entre algunos capilurros y capilurras de Granada y algunos catalanistas de fuste que ondean las banderas de sus privilegios, no parece que podamos establecer una diferencia sustantiva, sino más bien reconocer en ambos una común pasión humana: la de querer ser más que nuestro vecino a cualquier costo, incluso si para ello tienes que abrazarte a tu explotador o romper las lanzas con quien te ha ayudado a construir tu casa. Donald Trump acaba de mandar a varias congresistas a sus «países de origen». No es algo frente a lo que deberíamos indignarnos. Sería mejor aprender la lección en su espejo y actuar en consecuencia. 

NO HACEN POLÍTICA... JUEGAN AL FÚTBOL

La política argentina, me dijo un analista colombiano, se ha vuelto una mariconada. Le perdoné el exabrupto, inadvertidamente discriminatorio, y le pedí que me explicara a qué se refería. Entonces, me retrucó: «No hacen política. Se dedican al fútbol».

Según el colombiano, el mayor logro de Macri ha sido convertir los asuntos graves en meras contiendas tácticas en el campo de juego, y en chicanas mediáticas para ablandar a sus competidores. Marcos Peña y Durán Barba son la expresión más acabada de esta representación reduccionista de la política. 

En este marco, excepto unos pocos medios y contados periodistas, la mayoría ha abandonado la seriedad que merece la política a cambio de la sorna, la mala educación, o el talante futbolero cool para comentar los destinos de la patria.

Alguien podría pensar que la Argentina tiene una larga tradición en este rubro de espectáculos. Tato Bores sería un emblema de ese linaje satírico. El problema es que en nuestra época nadie ve estos programas y los juzga como parte del género humorístico. Todo lo contrario. Entrevistadores y tertulianos se presentan como expertos periodistas, cuando en realidad son operadores puros y duros, sin escrúpulos ni límite deontológico alguno respecto a la profesión que dicen representar. 

Escuchar a los Carnota, Leuco, Majule, Lanata, o incluso Tenenbaum (o peor aún, a un Santoro – a quien el sindicato mediático salió a bancar sindicalizadamente cuando se descubrieron sus operaciones ilegales) autoendilgándose el mote de "periodista", resulta bochornoso por la obviedad de la hipérbole. 

Pero en Argentina nos acostumbramos a todo, incluso a esta casta mediática que, desde hace décadas, desde los encumbrados registros a los que han sido ascendidos por los dueños de sus empresas, apabullan a la gente con sus mentiras sistemáticas o sus silencios cómplices. El caso D’Alessio y la persecución al juez Ramos Padilla es la muestra más evidente de esta perversión de los periodistas que, decían, "querían preguntar". 

Obviamente, estamos hablando de un signo de época, que se asemeja al Zeitgeist menemista. ¿Quién podría olvidar las pantomimas del patilludo afeitado y saqueado con las hombreras de entonces? Con menos intrepidez (Macri no jugó en River, ni cerró la ruta 2 para conducir un automóvil de carreras, ni piloteó un caza, ni nada que se le parezca), el presidente aporta su granito de arena a esta tradición chabacana. 

Es cierto que la Argentina es un país futbolero por donde se lo mire, pero Macri ha llevado al fútbol argentino, especialmente a su Boca Juniors, al bochorno de las relaciones internacionales, por ejemplo. Macri juega en otra liga, muy superior a la de su antecesor en el mando como capataz del imperio en tierras argentinas.

Presidentes y primeros ministros brasileros, franceses, españoles, colombianos, rusos y otros tantos, se han quedado boquiabiertos ante el ridículo de un presidente que, como el jardinero de Jerzy Kozinski, pero con desigual fortuna, repite sus licencias futboleras como si se trataran de sabias metáforas florales con la pretensión inconfesada de ser un "canchero". 

Esto no sería nada si el entramado institucional estuviera consolidado en firmes cimientos. Pero lo cierto es que Argentina se hunde en la mayor inseguridad jurídica jamás experimentada durante gobiernos democráticos desde el comienzo mismo de nuestra historia republicana.

Ya no se trata de aprietes, se trata de extorsión lisa y llana, llevada a cabo por el poder ejecutivo, a través del poder judicial, y con el aparato mediático como ejecutor necesario. Un Estado sin garantías fundamentales es, sencillamente, un Estado tiránico. Y en eso es precisamente en lo que se ha convertido la Argentina: un régimen capitalista que impone sus prerrogativas a través de un poder judicial-mediático-policial antidemocrático que se asume como normalidad necesaria para sanear al país de su herencia populista.

Yo me atrevo a preguntar si a esta época deplorable seguirá otra mejor, y cuánto tiempo tendremos que esperar para el “Nunca más” aplicado al periodismo y la justicia actual. 

Pero esto es solo la cara visible de la luna. Hay otro lado, oscuro, criminal, al que no prestamos suficiente atención, pero que lo ilustra el goteo de asesinatos cotidianos, la mugre criminal en los barrios, el miedo que carga la gente en el alma cuando sale a la calle, la inseguridad, la deslealtad, la traición y el escrache como método de comunicación diaria, que es el efecto inmediato de esta payasada institucional que es el republicanismo de Cambiemos y sus boinas blancas y peronchos vendidos, bajo cuyas alas se esconden la mediocridad intelectual y moral, el origen de resentimiento y odio que mantiene abierta esa herida llamada "grieta" por los publicistas de la derecha argentina, inventada para esconder con ella su desprecio y su codicia insaciable. 

Todo esto da qué pensar. Uno se pregunta entonces: ¿qué quiere decir, verdaderamente, ser argentino? Tal vez, no significa nada. Tal vez sea solo nombre, una marca en la frente, una maldición que uno carga consigo. Si es así, y “Argentina” no es más que un nombre vacío que pretende acomodar una contradicción irreconciliable, tal vez sea cierto y no entremos todos en eso que llamamos "patria" (como piensan ellos, quienes han estado empujándonos a los abismos de la exclusión política y social) y va llegando la hora de pensar en clave de supervivencia de las grandes mayorías, antes de tentarnos con servir a los nuevos eugenistas sociales que hoy gobiernan el país desde los ministerios ejecutivos o sus oficinas en Nueva York, la City de Londres o Berlín. 

Si es así, el llamado a la unidad no puede leerse en clave futbolera, sino que debemos hacer un esfuerzo por hacer una lectura eminentemente política de la unidad. Con toda la pesadez, con toda la gravedad, con toda la sustantividad que tiene el término "política" para nosotros, quienes no nos sumamos a la euforia de la información digital, pese a la convicción posmoderna que promueve el realista duranbarbiano que trata el poder como una mercancía y al ciudadano como un mero consumidor. 

Nosotros creemos que la política genuinamente democrática no es únicamente un medio, sino un fin en sí misma. O mejor dicho, que en la política genuinamente democrática los medios y los fines confluyen, de tal modo que la política es, a un mismo tiempo, una manera de organizarnos y una manera de vivir. En ese sentido, somos de aquellos que creemos que el nombre "república" con el cual adornamos nuestro nombre colectivo no es un título vacío que acompaña nuestro nombre propio "Argentina", sino el imaginado horizonte de libertad y fraternidad que el macrismo insiste en pervertir. 

En este sentido, la política que hoy se exige es, ineludiblemente, la de la unidad, pero no cualquier tipo de unidad, por supuesto, sino una unidad de La Política ( con mayúscula), es decir, una unidad de aquellos que están dispuestos a ir a la guerra "por otros medios", contra aquellos que atentan, una vez más, contra la democracia. 

Una guerra sin armas, por supuesto, pero una guerra al fin y al cabo, en la que nos jugamos la supervivencia y la sustantividad de esos nombres, tan pisoteados por la coalición Cambiemos, que son  "República" y "Argentina".  

¿UN NUEVO AMANECER?



La respuesta resultó desconcertante, tanto para el oficialismo «oficial», como para el disfrazado oficialismo que le hace la pelota a Cambiemos. Para la oposición fue un elixir de esperanza y un espaldarazo para la ciudadanía que hoy vuelve a creer que es posible recuperar el poder popular y echarse al hombro la recuperación del país. 


La reacción individual tuvo gestos de grandeza que parecían olvidados en la sociedad. La aprobación fue unísona. Hubo toses, como la de Duhalde, y silencios elocuentes, como los de ese sector del peronismo federal que parece querer hundirse con Cambiemos en el agujero de la historia antes que dar el brazo a torcer. 

Massa, en cambio, mostró inteligencia y aplaudió la jugada de unidad dejando la puerta abierta para llegar a un acuerdo en los próximos días. Si los pronósticos no son errados, en función del amanecer que se asoma luminoso, pese a la tormenta nocturna, Argentina se enfila hacia un nuevo comienzo. 

Si finalmente la fórmula Fernández-Fernández de Kirchner tiene el éxito que se espera y se reordenan las prioridades de gobierno en función de las lealtades patrióticas que demanda el pueblo y las urgencias que exige la encrucijada, «la catástrofe» política y moral que han supuesto estos cuatro años de gobierno macrista podrán reescribirse en la historia popular como una oportunidad. 

En este sentido, el mandato es claro: todas las acciones deben ir encaminadas hacia la consolidación de la unidad. Cristina señaló el camino, Fernández aceptó con humildad el encargo. El pueblo, que confía en su líder, parece dispuesto a darle su voto. 

En los últimos meses, la figura de Alberto Fernández ha ido creciendo sin pausa. Sus dotes comunicacionales en un escenario polarizado como el que vive el país lo han terminado por convertir en la opción elegida. Eso no significa que el kirchnerismo, y el peronismo en general, no tuviera otros cuadros ejemplares. Kicillof, Solá y Rossi, por ejemplo, han dado sobradas muestras en los últimos años de una capacidad dialogante que no va en desmedro de sus convicciones, y no se altera pese a los golpes bajos, las trampas y la mentira sistemática que usa como arma de guerra el oficialismo acorralado. Pero Alberto Fernández suma a ese talante, imprescindible para el nuevo período, otros rasgos que justifican con creces el lugar que hoy ocupa: no es menor el acceso que tiene a sectores de la sociedad históricamente vedados al kirchnerismo.

Por otro lado, no es menor la presencia de Cristina en la fórmula. Pese a las acusaciones de «extravagancia» con la que se juzga la fórmula en los medios oficialista, Cristina da solidez y gobernabilidad al proyecto de recuperación que propone el país. Eso no significa, como pretende la oposición más vociferante, que Fernández será «el chirolita» de Cristina. Quiere decir, más bien, que el lugar vacante, que en la democracia ocupa el representante del pueblo en su función ejecutiva, tiene la venía y confianza del poder popular. 

El futuro inmediato exige compromisos incluyentes y grandeza de espíritu. A Cristina le gusta hablar de la historia y eso resulta desconcertante para los «vecinos», la mera «gente», a la que le habla el macrismo, pero resulta profundamente significativo para la ciudadanía. 

El imaginario programático al que se refirió Cristina al hablar en la Sociedad Rural de «ciudadanía responsable» pone en evidencia la arbitrariedad de las adjetivaciones de la política argentina en los últimos años. El pretendido «republicanismo» de Cambiemos acabo siendo, como el resto de sus promesas de campaña, palabra hueca. La decadencia institucional (especialmente en el ejecutivo y en el poder judicial) y la militancia represiva son lo más alejado que uno pueda imaginar de esas banderas levantadas en lógica maquetinera.

Finalmente, la palabra «traición» es un vocablo que tendremos que guardar en el trastero en esta nueva etapa. El macrismo fue arrollador, se presentó a sí mismo como «fin de la historia». Fueron muchos los que se dejaron arrastrar, seducir, apretar, por la inevitabilidad de la nueva dispensación de los globos amarillos y el regreso al mundo. 

Aún así, excepto para los más recalcitrantes, el mal perpetrado durante este período ha sido tan profundo, la ineficiencia ejercitada por las estrellas oscuras del equipo conductor tan notoria, y el egoísmo del presidente y su círculo íntimo tan evidente, que hoy la coyuntura exige que dejemos atrás los rencores para reconstruir otra Argentina posible.

RAHOLA EN BUENOS AIRES. SÍNTOMAS DE LA ESQUIZOFRENIA CATALANA


Argentina, otra vez saqueada

Argentina (y América Latina en general) transita una de las épocas más oscuras de su historia de sangre y de fuego. A la profunda crisis regional, se suma el embate impiadoso de las derechas del subcontinente y la nueva política injerencista de Washington. En Brasil y Argentina, el retroceso en términos sociales es notorio. La velocidad del deterioro institucional no tiene precedentes, pese a la propaganda mediática internacional que ha querido acusar a los llamados gobiernos progresistas de la última década de «populistas» (y, por ende, «antidemocráticos»). Los golpes de Estado, los golpes judiciales y los golpes mediáticos se han sucedido sin pausa en América Latina a lo largo de estos últimos años, comenzando por el golpe militar a Zelaya en Honduras, pasando por Paraguay, Brasil o Argentina, donde el poder mediático y judicial ha condicionado las últimas elecciones presidenciales y amenaza las próximas con una sucesión interminable de operaciones antidemocráticas e ilegales. 

La catástrofe social en Argentina es profunda. En tres años, el gobierno de Mauricio Macri ha logrado incrementar la pobreza de manera exponencial, lanzando a millones de personas a la pobreza  y a la indigencia, ha quebrado el tejido industrial, abocando a cientos de miles al desempleo, y ha acelerado los procesos inflacionarios hasta posicionar al peso en el podio de las monedas más depreciadas del mundo, tras Venezuela, Sudán y Zimbawe. El re-endeudamiento del país es astronómico, como es astronómica la fuga de capitales. La Argentina de Mauricio Macri ha logrado el glorioso récord de haber recibido el desembolso más abultado en toda la historia del Fondo Monetario Internacion, condicionando de este modo a las generaciones futuras.

Lawfare y fake news

De acuerdo al New York Times, Macri llegó al poder gracias a las denuncias sistemáticas de corrupción al gobierno de los Kirchner, denuncias que —dicho sea de paso, hasta el momento no han podido demostrarse. Ni las bóvedas, ni la llamada ruta del dinero K, ni las supuestas cuentas bancarias en el exterior de los Kirchner han podido encontrarse. Pese a la avalancha de operaciones mediáticas, la evidente arbitrariedad de muchos jueces y fiscales comprometidos ideológicamente con el proyecto macrista, el apriete desvergonzado de  hipotéticos arrepentidos que son amenazados con prisión preventiva si no incriminan a los Kirchner, y una abierta y frenética actividad por parte del ejecutivo operando sobre la justicia por medio de periodistas, espías y mafiosos, las causas de corrupción contra el kirchnerismo no prosperan, y muchas de ellas sencillamente se caen, pese al esfuerzo notorio por seguir explicando que el problema del país es que los Kirchner se robaron un PBI. Una verdadera osadía, una hipérbole digna de los tiempos de Trump, indudablemente. 

Muy diferente es la situación de Macri, sus familiares y funcionarios. El blanqueo de capitales para familiares y funcionarios promovido por el ejecutivo a través de un decreto presidencial y en contra de la ley emanada de las cámaras legislativas, ha beneficiado a todo el funcionariado que ha saneado su estafa al Estado argentino por cientos de millones de dólares. 

La familia Macri ha blanqueado millones de dólares que permanecían resguardados en sus paraísos fiscales. El copamiento de la magistratura, la remoción de jueces y fiscales, el nombramiento a dedo de las nuevas figuras de la justicia (incluido el nombramiento de un miembro de la Corte Suprema por decreto presidencial a comienzo de su mandato) es otra prueba de la falta de seguridad jurídica que impera en el país para los ciudadanos de a pie. 

Más grave es el desguace de la llamada oficina anticorrupción, dirigida por Laura Alonso (una abogada con estrechos vínculos con Paul Singer, un multimillonario, propietario de un fondo buitre con el cual el Estado argentino libró una batalla judicial extenuante durante décadas en el distrito de Nueva York) quien ha confesado públicamente hace algunas semanas (y por ello hoy está imputada) que no ha emprendido  investigación alguna contra el actual gobierno del que forma parte, sino que se ha dedicado de manera exclusiva a probar la corrupción kirchnerista. 

Estas son algunas de las estrategias que utiliza el gobierno del empresario Macri para blindarse frente a la escandalosa evidencia de su actividad delictiva. Desde la aparición de 50 cuentas off-shore a su nombre en los famosos Panama Papers, y los escándalos en torno a Oberdrecht que afecta a su grupo empresarial, a algunos de sus familiares más directos, e incluso al hombre del fútbol y amigo del presidente, Gustavo Arribas, hoy a cargo, nada más y nada menos, que de los servicios de inteligencia,  el presidente no ha dejado de ser sospechado de notorias actividades ilegales.

Hoy sabemos que Macri ganó las elecciones gracias a la falsa denuncia del asesinato del fiscal Nisman. También sabemos, a ciencia cierta, que Nisman se suicidó, y que las personas involucradas en lo que desencadenó la decisión del fiscal de quitarse la vida son las mismas personas que han conducido la guerra sucia, mediático-judicial, que envuelve al país en una atmósfera asfixiante de incertidumbre y desconfianza. 

Otra de las denuncias que le valieron el triunfo a la coalición Cambiemos, específicamente, la gobernación de la provincia de Buenos Aires que hoy conduce la aspirante a reemplazar a Macri, María Eugenia Vidal, fue la que le endilgaron por narcotráfico al entonces candidato Anibal Fernández. Hoy Fernández se pasea por las calles del país y los platós de televisión sin problemas, porque la denuncia era, efectivamente y como cabía suponerse, falsa. Incluso los propios protagonistas de la trama policíaca, que junto con una diputada de la nación (Elisa Carrió) y un periodista estrella (Jorge Lanata), llevaron a las pantallas de la corporación mediática los falsos testimonios de tres asesinos brutales para involucrar al político.

Las cruzadas de Rahola

Pilar Rahola tiene un lugar en este entramado de corrupción política y mediática. En 2015, en el principal programa televisivo de chimentos del país, conducido por una señora que recuerda a la Ana Rosa española (Mirtha Legrand) y al que habitualmente la periodista catalana asiste durante sus visitas a Buenos Aires, atacó de manera impiadosa a la pareja del candidato kirchnerista y apostó su reputación por el gobierno de extrema derecha, neoliberal, que hoy conduce el ingeniero Macri. Rahola es en Argentina una representante vociferante de la derecha argentina. Ocupa como intelectual extranjera un lugar análogo al que tiene Vargas Llosa entre los «ciudadanos» y «populares». Se codea con la crema de los reaccionarios y sonríe a diestra y siniestra a los adalides del revisionismo conservador y liberal, obsesionados con los movimientos populares del país. 

Ninguna de las pruebas de la corrupción económica y la corrupción institucional del macrismo le ha hecho moverse un ápice de su posicionamiento en estos años. La semana pasada no llegó a Buenos Aires para criticar el hambre y la miseria que las políticas de Macri han incrementado de manera notoria, ni las persecuciones  a líderes políticos, sindicales y sociales. No ha hecho mención alguna de la aplicación sistemática de prisiones preventivas a los opositores políticos. No tiene mucho que decir sobre la estrategia de desmantelamiento y desfinanciación de las organizaciones de defensa de los derechos humanos, ni del endeudamiento confiscador que ha regresado a la Argentina a las épocas más difíciles de su democracia, poniendo la soberanía nacional bajo el yugo de eso que llamamos «mercado». Rahola no tiene nada que decir sobre la amistad de Macri y Trump, sobre el desmantelamiento de los organismos regionales, promoviendo de manera solapada la injerencia estadounidense en el subcontinente. Y no tiene nada que decir por la sencilla razón de que Rahola es una defensora a ultranza de la contrarrevolución conservadora en América Latina.

Su odio contra aquellos que llama «populistas» no tiene límites morales. Apoya el intervencionismo estadounidense y hace lobby abiertamente en el país en defensa de la derecha israelí, llegando al absurdo de promover una versión desacreditada del supuesto asesinato del fiscal de la Nación (Nisman) que, hoy se sabe de manera incontrovertibles, fue un corrupto concertado, operó y cobró dinero sucio por parte de fondos buitres en conflicto con Argentina desde el 2003, en detrimento de los reclamos de justicia de los familiares y amigos de casi un centenar de víctimas mortales y más de 300 heridos producidos en los atentados a la AMIA.  

En Argentina, la patina sensible de Rahola se desdibuja hasta dejar expuesto su esperpéntico talante reaccionario. Apuesta por la mano dura, y sirve a los intereses de los negacionistas del genocidio y a los herederos de las riquezas saqueadas a las clases populares del país. De republicanismo no tiene mucho, porque es una fervorosa militante de la oligarquía local, cuyos representantes la invitan asiduamente agradecidos por sus bufonescas diátribas contra el populismo, a través de las cuales aseguran los votos de las clases medias xenófobas que han sabido construir a partir del odio a las clases populares, una identidad histórica en el país. 

En su última intervención en la Feria del Libro, haciéndose eco de los periodistas de la derecha liberal argentina, Rahola condenó la presentación que hizo la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner de su libro. Los periódicos catalanes independentistas festejaron de manera obsecuente los aplausos de la penalista de TV3, sin pararse a pensar quiénes estaban atrás de esos aplausos, sin caer en la cuenta que lo que une a Rahola con su fiel público porteño es análogo a lo que une a Vargas Llosa con la derecha española. 

El libro de Cristina Fernández de Kirchner es, efectivamente, un libro político, como otros muchos libros políticos que son presentados, con pretensión política (a quién puede caberle alguna duda de ello) en las ferias, librerías, foros públicos de todo tipo, universidades, sin que nadie se rasgue las vestiduras. La diferencia, evidentemente, es que el libro de Cristina Fernández de Kirchner ha vendido cientos de miles de ejemplares en unas pocas semanas, convirtiéndolo en un verdadero fenómeno editorial sin precedentes en el país en las últimas décadas.  

Aliada a los más conspicuos admiradores del escritor peruano Vargas Llosa, la ex-ERC repite las mismas razones que el peruano publicita desde su púlpito en el diario El País a la hora de vomitar su anti-latinoamericanismo. El diario La Nación, un emblema periodístico de la dictadura militar, comprometido con una visión negacionista de la historia argentina, se desvive en cada una de las visitas de la periodista «española» (Pilar Rahola), en difundir su mensaje antipopulista y antipopular. Porque es cierto que en Argentina Rahola es, si se me permite, muy española, muy hispánica, muy hiperbólica. Es más parecida a sus contrincantes políticos en España de lo que a ella le gustaría reconocer. 

De acuerdo con Rahola, la fundación del Libro no debería haber permitido la presentación de la publicación de Cristina Fernández de Kirchner, en complicidad evidente con el periodista Jorge Lanata, quien llamó abiertamente al boicot de la feria. En estas defensas de la libertad de expresión encontramos a la enconada «libertaria» catalana. En una muestra de arbitrariedad y en un desafío a los supuestos valores que ella misma dice encarnar en Catalunya, acusó a la Feria de rebajarse por permitir que Cristina Fernández presentara su obra ante un público militante.

Obviamente, si se midieran los criterios que utiliza para juzgar a sus contrincantes, con los que utiliza para valorar su propio comportamiento, Rahola sería considerada muy argentina. El ingenio popular dice que si compras a un argentino por lo que vale, y lo vendes por lo que dice que vale, te harás millonario. Evidentemente, con Rahola pasa algo semejante. Lo que da un poco de «yuyu» —como dicen mis hijos, es la cantidad de seguidores que tiene la panelista en Catalunya, y el espacio que ocupa en la esfera pública.  

Dime con quién andas y te diré quién eres

Unos días antes de la presentación del libro de Cristina, algunos simpatizantes de Macri llenaron otro foro donde se presentaba una obra dedicada a probar la inexistencia de campos de exterminio y tortura durante la dictadura militar. El autor es un genocida condenado por crímenes de lesa humanidad, y el presentador de la obra, un periodista ultramacrista que defiende a capa y espada la figura del fallecido dictador Jorge Rafael Videla. La feria del libro se desmarcó abiertamente de la promoción de ese libro negacionista, pero se felicitó por el éxito editorial del libro de Cristina, aclamada por una multitud dentro y fuera de la feria. Pilar Rahola, encendida y aplaudida por los mismos negacionistas que habían vociferado su indignación por el repudio social a un libro con el cual concuerdan explicita o veladamente, condenó furiosamente el libro de Cristina, su odiada populista.

Entre los presentes en el foro en el que habló Cristina Fernández de Kirchner estaban los más destacados referentes de los movimientos locales de defensa de los derechos humanos, acosados por el gobierno macrista desde el primer día de su mandato. El premio Nóble de la paz Adolfo Pérez Esquivel ha sido taxativo respecto a la falta de compromiso con los derechos humanos del gobierno de Macri, denunciando las muchas detenciones ilegales que se han sucedido a lo largo de su mandato contra referentes sociales y opositores políticos. De manera semejante se ha pronunciado Estela de Carlotto, la presidente de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, quien ha descrito la relación con el gobierno de Macri con los derechos humanos y las organizaciones que los defienden como difícil e incluso antagónica. Son muchos los ministros de Macri que han defendido posturas relativistas frente al genocidio, y unos cuantos que abiertamente militan por el negacionismo. 

En Catalunya, Rahola es una figura respetada y hegemónica. Los políticos y los periodistas le temen como a la lepra. Su mala educación es consentida de manera obsecuente, aún cuando sus argumentos, en muchas ocasiones, son pobres y «trumpeanos». Se la considera progresista debido a un dudoso pasado, hoy irrelevante, pero sus posiciones son claramente reaccionarias, excepto en aquellos temas ambiguos que producen rédito entre su público recalcitrante.

Los múltiples rostros de Catalunya

Rahola es un síntoma de Catalunya. Las próximas elecciones europeas y municipales deben decidir muchas cosas. Para empezar, la nueva hoja de ruta respecto al encaje o desencaje de Catalunya en España. Sin embargo, no menos importante es algo de lo que se ha discutido menos: ¿De qué hablamos cuando hablamos de Catalunya? ¿Quién o qué pretende ser Catalunya en el mundo? ¿Apuesta Catalunya por ser un socio incondicional de la política de Netanyahu y Trump en Medio Oriente? ¿Se aliará con los Guaidó, los Macri y los Bolsonaro (a cualquier precio) para perseguir y aniquilar a los «populistas» latinoamericanos, utilizando los mismos métodos de persecución que con tanta estridencia ella misma denuncia en España? 

Porque va llegando la hora de dejar de pensar en este país (Catalunya) como si fuera una entidad una y trina, y verlo como lo que es, con sus notables grandezas y sus numerosas flaquezas, en su finitud y en su humana imperfección histórica. Rahola es un personaje que empobrece el país. Y lo empobrece de un doble modo, por lo que dice y por el lugar que ocupa en su esfera pública. 

Su proverbial arrogancia multiplica sus rostros en todos los medios. Su estridencia verbal no tiene límites. No solo ocupa los espacios que se le ofrecen, sino que se inmiscuye en aquellos donde no ha sido invitada. Hace unos días, en el programa televisivo «Preguntes freqüents» en la televisión pública catalana, Joan Tardà y Xavier Domènech conversaban en el plató cuando Rahola «invadió» la mesa (con beneplácito de la conductora) gesticulando y haciendo aspavientos. Domènech estaba en medio de una idea, importante, esperada por los espectadores y el periodista que había preguntado. Domènech en varias ocasiones pidió que le permitieran terminar, pero no hubo manera. Rahola ya había ocupado todo el espacio, con sus comentarios entre dientes, con su risa bufonesca. De este modo, Rahola se convierte en un obstáculo, un obstáculo que representa a una parte importante del independentismo catalán que en los próximos días deberá decidir qué quiere ser Catalunya, una Catalunya más amplia y plural, más atenta a las idiosincracias y los matices que la conforman, más tolerante, como les gusta repetir a muchos en estos días, a lo que significan las sociedades actuales, en el siglo XXI, como dice el estribillo indignado de todo aquel que pretende ser moderno, pese a la diferencia. 

Rahola se presenta como la «fiscal de la república catalana». Para ello exige una suerte de impunidad ejecutiva, tolerancia frente a su propia intolerancia y prepotencia. Eso le permite pasearse por el mundo con su plasticidad oportunista, escudada en el supuesto destino incólume de su causa nacional, pese a las contradicciones evidentes de su contorsionismo ideológico. 

Rahola, en muchos sentidos, es la imagen refleja de Vargas Llosa en su espejo. Los separa (apenas) una bandera. Viven ambos de su izquierdismo de juventud, pero se alimentan del odio y el resentimiento que les produce su propia decepción, sin avergonzarse de haber optado por ponerse al servicio de aquello que juzgaron injusto cuando eran mejores. 

La cobardía tiene muchos rostros, entre ellos la máscara que utilizan los que no quieren ver lo evidente por miedo a que se les acuse de «no ser de los nuestros». Esta frase es triste en boca de políticos y periodistas. 

El periodismo catalán, la política catalana, la cultura catalana, se debe a sí misma una seria investigación acerca de sus voceros más enfervorizados. Los gritos de Rahola en los platós de televisión, y su presencia omnipresente en el foro público, su grupo de forofos encendidos, y el temor en la piel de quienes se atreven alguna vez a osar contradecirle, demuestra que en esto también nos jugamos la madurez democrática. 

HAPPY END

La gente elige cómo comportarse, vive la vida tal como eligió vivirla, y sufrirá tarde o temprano las consecuencias que traen consigo esas decisiones. Así de simple.

Después están las circunstancias que nos tocan vivir, que solo pueden explicarse aludiendo alternativamente a los misterios que encierran la parábola de los dones, la teoría del karma y la mera fortuna. Quién sabe…

Lo importante, sin embargo, sigue siendo lo primero, cómo elegimos comportarnos, porque es en nuestro comportamiento que definimos quiénes somos y en qué queremos convertirnos. Ya puede ponerse uno el traje y la corbata, o los hábitos de un monje, sacar pecho de gimnasio o hacer una mueca servil a las alturas trascendentales, pero lo que nos define es la conducta, lo que hacemos y lo que dejamos de hacer. 

Ahora bien, el problema que tenemos es que la apariencia de las cosas, el modo en el que se muestra la vida a la persona corriente es falsa como una moneda falsa: si lo único que podemos imaginar es el aquí y el ahora, la tentación del mal es cautivadora. El aquí y ahora es la prisión egocéntrica y egoísta que de manera retorcida repite hasta el hartazgo el mantra del ignorante: solo existo yo y mi mundo, el ojo y la imagen visual de mi ojo, mi felicidad y mi sufrimiento. 

En cambio, si puedo imaginar otros mundos, habitados por otros individuos como yo, que también aspiran a la felicidad y a poner fin al sufrimiento, el poder de la mirada egocéntrica disminuye, y con ello el egoísmo rampante que le va a la saga. 

Al problema de la autopercepción egocéntrica hay que sumar la complicidad social que festeja el arrebato prepotente y lo caracteriza como valor o inteligencia. Los cobardes se unen a los déspotas en busca de protección y alivio. El déspota perpetra el mal, destruye la lógica del amor, convirtiéndola en la lógica de la conveniencia, y pone a la comunidad en guerra consigo misma. 

Necesitamos una suerte de «tercer ojo», no solo para ver lo que es invisible a los ojos corrientes que solo ven colores y formas, sino para entender lo que nos deparan nuestras decisiones y lo que nos trajo hasta esta encrucijada. La persona despiadada, inescrupulosa, olvida este pequeño detalle: el tiempo no perdona. La verdad de tu pecado actual te espera irremediablemente en algún futuro inescrutable con su espada vengadora. 

Michael Handke es un director oscuro. Sus películas siempre nos dejan un sabor amargo y nos rodea con un halo de inquietud. En sus historias retrata brutalmente la decadencia de la vida burguesa europea (aunque es aplicable a las burguesías locales de otras latitudes) enfrentándonos a lo más horroroso: la naturalización del horror. 

En su último film, «Happy end», en uno de los nudos del entramado morboso que despliega para mostrar la pornográfica decadencia de una familia de Calais, nos presenta un personaje perturbador, una niña de doce años que ha descubierto que tiene el poder de matar, envenenando a sus víctimas: una compañera de curso, un hámster y su propia madre. En cada ocasión, después de envenenar a sus víctimas, filma con su móvil cómo se derrumban, agonizan y mueren. 

La monstruosidad inicial da paso a la perplejidad. En consonancia con los envenenamientos arbitrarios, monstruosos, y las relaciones familiares corrientes, se tiende un hilo de plata. La niña no es más monstruosa que su abuelo, ni más perversa que su tía, ni ningún otro personaje de esa «feliz familia» francesa, «normal». Bien mirado, el horror que nos transmite no desentona con un horror más profundo, una perversión moral que todo lo invade y, por eso mismo, se ha vuelto invisible para los ojos ordinarios. 

En un escena clave, la niña rompe a llorar frente a su padre, quien la había abandonado después de su separación. El espectador espera una confesión de la niña («Fui yo quien la envenené»), pero se encuentra con estas otras palabras: 

«Papá, no tienes que seguir fingiendo. Sé que no me quieres. Lo único que te pido es que no me abandones. No me internes en algún sitio, déjame quedarme aquí. No espero que me quieras, porque no puedes querer a nadie. No quisiste a mi madre; no quieres a tu mujer actual, a quien engañas con otra; no quieres a tu padre, al que solo soportas; no quieres a tu hermana; ni a tus sobrinos; ni a la gente que trabaja contigo. Ni siquiera a tu amante. Por lo tanto, deja de repetirme que me quieres, porque no es cierto. Solo te quieres a ti mismo».

Supongo que ese es nuestro mal. Fingimos que nos queremos, pero solo nos queremos a nosotros mismos, y lo demostramos cada día, socavando las condiciones de posibilidad de la felicidad de aquellos a quienes decimos querer. 

El final feliz de Handke es verdaderamente feliz, a la manera de Handke. Hay apenas un descubrimos fugaz del rostro detrás de la máscara. La mujer se da vuelta, mira a la niña atrincherada detrás de su móvil contemplando a su abuelo hundiéndose en el mar, y con los ojos y la boca abiertos de par en par en un gesto de sorpresa, comprendemos al mismo tiempo la futilidad y el engaño de toda una manera de vivir... y de morir. 

LOS PATOTEROS

Hay personas que creen que los seres humanos son fundamentalmente buenos. Es decir, que sus perversidades, sus maldades, sus hábitos negativos son el resultado de una educación errónea, pero que, al fin de cuentas, todos podemos convertirnos en personas éticamente responsables, políticamente comprometidas con el bienestar general. 

Otras personas, en cambio, creen que los seres humanos son fundamentalmente miserables, egoístas y peligrosos, y que la educación tiene como objetivo reprimir y subyugar las mentes y los cuerpos de la masa de los individuos, con el fin de favorecer y consolidar el gobierno (en el hogar o en la polis) de los pocos elegidos que, por variadas y siempre arbitrarias razones, tienen el privilegio de mandar.

Estas dos visiones antropológicas son, en general, los fundamentos de diversas teorías políticas, y la adscripción que hagamos a una u otra de estas concepciones del ser humano marcará, en buena medida, nuestra manera de entender la ética y la política. 

En la Argentina de hoy, las élites gobernantes desprecian a la ciudadanía. Para Macri y sus acólitos, el problema de la Argentina, como diría el chiste, son los propios argentinos. Como no es posible deshacerse de ellos, el plan de transformación que nos proponen está dirigido a controlarlos, manipularlos, someterlos y reprimirlos, si intentan rebelarse. 

Detrás de la visión mesiánica que el presidente nos comunica entre líneas en cada una de sus intervenciones y pone de manifiesto en cada uno de sus gesto,  descubrimos una voluntad arrogante y elitista. En el pasado, esta voluntad se manifestaba entre los adherentes de su ideario en una retorcida indignación ante la pretensión genuinamente democrática de las fuerzas populares. Ahora que han accedio al poder de mando, esta voluntad se manifiesta aterrada ante la posibilidad de que retornen «los de abajo». 

Este temor visceral de las fuerzas antiperonistas y antikircheristas, que en esencia responden a un profundo odio de clase, amenaza con convertirse en una fuerza destructiva e irracional que es capaz de dinamitar el propio orden democrático, si esto fuera necesario para impedir el retorno de eso que ellos llaman «el populismo».

Las próximas elecciones estarán, por lo tanto, marcadas por el «patoterismo». Este es el tono que le ha dado el presidente a la campaña en sus últimas intervenciones, en las que ha pretendido «golpear la mesa» y expresar, de una manera entre bufonesca y chabacana, que desprestigia la misma investidura que transitoriamente le fue concedida, su «calentura» (un término ambiguo que une de modo incómodo a la ira con el deseo).

Pero, también, estarán marcadas por otro elemento que identifica a quienes encarnan está visión mesiánica y apocalíptica: «Nosotros o nadie». Esa parece ser la consigna, y la estrategia conjunta del gobierno y el FMI parece confirmar esa decisión macabra. 

El macrismo y sus aliados funcionales a lo largo de estos años, están desesperados, y el peligro que eso conlleva es la creciente deriva prepotente y destructiva que muestra el gobierno en su empecinamiento. El macrismo parece preparado para asestar un golpe neroniano a la ciudadanía argentina en caso que las cartas que reciba en la repartida no sean de su agrado: que arda Roma, antes de permitir el regreso de gobiernos «populistas».

No obstante, como señalaba Eric Fassin recientemente, hablar de populismo en términos ideológicos parece una burrada. Más bien deberíamos hablar de «estrategias populistas». Y en este sentido, el macrismo, el radicalismo y los pseudo-peronistas que le hacen el juego, son tan populistas o incluso más populistas que sus detractados contrincantes. 

Basta con leer algunas líneas en los manuales o testimoniales de Durán Barba para entender de lo que hablo. Incluso sus confesiones «intelectuales» nos informan con meridiana claridad quiénes son sus héroes teóricos, sus mentores como gurú del marketing electoral en lo que concierne a las estrategias. 

Eso significa que no tiene ya sentido seguir insistiendo en la autoimagen que tiene el macrismo de opción republicana y liberal (un oximorón, dicho sea de paso) y mucho menos que tomemos en serio sus alardeos del pasado, cuando alzaba la bandera de la seguridad jurídica o la transparencia. ¿Se acuerdan?

Decenas de prisiones preventivas a opositores, una red de espionaje al servicio de la extorsión, la mano dura que conduce lisa y llanamente a la indefensión, la arbitrariedad y el abuso de la fuerza y la represión injustificada y concertada de la protesta social, además de un aparato de propaganda del que solo pueden encontrarse antecedentes en las épocas dictatoriales de nuestra historia, todo esto pone de manifiesto el caracter cuasi-fascista del actual gobierno del Ingeniero Macri.

Ante todo esto, debemos preguntarnos seriamente a quiénes votarán los argentinos. ¿Volverán a votar a los ricos y sus representantes, so pretexto de que sus riquezas personales nos garantizan honestidad («Macri no necesita robar, ya tiene dinero»)? 


Lo cierto es que los ricos tienen riquezas porque tienen en una muy alta estima el dinero y el poder. Son ricos porque les importa hasta el último centavo de su riqueza. Son, por lo general, tacaños, explotadores, y expropiadores seriales. Allí donde van, se creen portadores de un derecho inherente de apropiación. El dinero y el poder es lo que erotiza sus sueños. Si no fuera así, sus esfuerzos estarían dedicados a otros menesteres: la ciencia, el arte, la genuina política del bien común, la religión, el amor. Pero sus días se consumen pensando y repensando cómo hacer más dinero, como obtener más cuotas de poder, cómo acabar con sus competidores, cómo manipular, reprimir o incluso aniquilar física o civilmente a sus contrincantes en la lucha por el poder. Su pasión no es otra que defender sus privilegios de clase.

La prensa argentina oficialista ha hecho mucho durante estos últimos años para demostrar lo contrario: que la riqueza no es pecado y que los ricos tienen una cierta ventaja moral por sobre las clases medias venidas a menos y los pobres. 

Sin embargo, allí está el mismísimo presidente para desasnarnos.   La confesión que realizó en su momento de «calentura» (fingida o sentida) acerca de su padre, pone de manifiesto de dónde sale, al final (siempre), la riqueza de esta gente, cuál es el origen de esa «acumulación originaria». En la raíz de esa riqueza siempre hay sangre y pecado, crimen y corrupción, y la obsesión de estos hombres y mujeres inquebrantables en su voluntad de poder es esconder el carácter injusto de sus privilegios actuales. 

Macri y su familia son ricos porque su padre fue, sencillamente, un delincuente. Como otros ricos, la ley humana puede estar de su parte, pero la justicia a la que intuimos se refiere el «derecho natural», les contradice. 

En este caso específico, el de Macri y sus acólitos, podemos decir que ocurre lo opuesto a lo que anuncia en términos morales el existencialismo sartreano: «su esencia no es su existencia». Macri no es un «hombre nuevo». Macri es, sencillamente, su pasado. Es, enteramente, «el hijo de su padre», su heredero, pese a la pantomima de honestismo que teatraliza, y su fingida o sentida «calentura» duranbarbiana, con la cual pretende ocultar su verdad. 

HOOD ROBIN. CUNEO LIBARONA ENTRE LAS «MASCOTAS SUELTAS»



El abogado Mariano Cuneo Libarona defendió en la mesa del programa televisivo «Animales sueltos», conducido por Alejandro Fantino, los delitos de los empresarios en la llamada causa «Cuadernos». Lo hizo con este extraño argumento: 


1) El sistema político argentino es perverso.
2) Los empresarios que querían trabajar debían corromperse.
3) Por consiguiente, los delitos de corrupción de estos empresarios son enteramente comprensibles y justificados. 

De todo esto se sigue que los empresarios corruptos serían «inocentes» (el padre del presidente, para comenzar, y el propio presidente y sus familiares, a continuación), víctimas y no cómplices de la estafa al pueblo argentino. El pretendido «republicanismo» publicitado por el macrismo como hoja de ruta, como la «pobreza 0» y otras bondades duranbarbistas, brilla por su ausencia.


***

El gobierno de Cambiemos y sus socios mediáticos, afilan sus armas para una defensa sin cortapisas de los privilegios de clase.
El abogado Mariano Cuneo Libarona defendió en la mesa del programa televisivo «Animales sueltos», conducido por Alejandro Fantino, los delitos de los empresarios en la llamada causa «Cuadernos» con un extraño argumento que solo tiene validez como defensa arbitraria de los privilegios de clase. En el plató televisivo estaba Jorge Macri, al que, probablemente, Cuneo Libarona le hacía guiños desde el otro lado de la mesa de «Las mascotas sueltas»

Los delitos de los empresarios, decía Cuneo Libarona, son comprensibles si pensamos que lo hacían con el propósito de asegurarse el trabajo propio y asegurar el trabajo de sus empleados y sus familias. El sistema era perverso, por lo tanto, los empresarios deben ser considerados como víctimas y no como cómplices de los delitos investigados.

Además de lo falaz y oportunista de la argumentación del abogado ante las pruebas evidentes de sobreprecios, cartelización y un entramado mafioso organizado por las empresas que participaban gobierno tras gobierno, da que pensar la arbitrariedad de su justificación.

Imaginemos por un momento que utilizáramos un argumento semejante para defender el acto delictivo de una persona «pobre» que se ve obligado salir a delinquir para poder comer o mantener a su familia. Imaginemos que alguno de los otros participantes en la tertulia utilizara un silogismo análogo para justificar semejante extremo. El escándalo, efectivamente, estaría servido.

No se trata, por lo tanto, de doble vara, sino de algo más profundo. El gobierno de Cambiemos y sus socios políticos, jurídicos y mediáticos, afilan sus armas para lo de siempre: una defensa sin cortapisas de los privilegios de clase.

Cuando los votantes de la llamadas clases media y baja votan a los representantes de las clases privilegiadas o comulgan con sus idearios demuestran que son grupos o individuos cautivos del aparato ideológico de las oligarquías. Podemos pensar en este segmento de la población, sencillamente, como víctimas de una suerte de síndrome de Estocolmo.

En estas elecciones, el militante político que defiende las intereses populares debe salir, ni más ni menos, que a liberar el voto secuestrado.


EL PINCHE TIRANO


En mi adolescencia leí con asiduidad los libros de Carlos Castaneda, ese antropólogo de la Universidad de California que logró la fama gracias a su saga (probablemente imaginaria) como aprendiz de Don Juan Matus, el indio de Sonora que lo inició en la «brujería». 


En una de sus obras tardías, que ofrecen una suerte de reelaboración simbólica del camino iniciado con el consumo de peyote y el aprendizaje de una realidad perceptiva alternativa, Castaneda introduce la figura del «pinche» tirano como elemento clave para la educación de los brujos. Esta figura, con otros nombres, es universal. 


Los budistas, especialmente en el contexto del Mahayana, hablan también de la importancia del «enemigo» para avanzar en el camino de autotransformación que lleva a la liberación y a la omnisciencia de la Iluminación. El enemigo es aquel que, no solo está contra nosotros, sino que efectivamente se empeña en nuestra destrucción. El enemigo es el hostis del que nos hablaba Schmitt, y no el antagonista que merece nuestra consideración y respeto político. 

En el cristianismo, el mandamiento de poner la otra mejilla tiene un sentido análogo, especialmente cuando pensamos en aquellos que nos «crucifican», y la figura ocupa un rol central en el camino de salvación. Es el amor y el perdón dirigido hacia quienes me han crucificado lo que redime a la humanidad de su pecado original. 

La figura específica del «pinche» tirano, sin embargo, nos permite abordar reflexivamente una dimensión de la política contemporánea que permanece más bien a oscuras cuando nuestra atención está exclusivamente centrada en aspectos institucionales y estratégicos, olvidados de la impronta personal que contiene la historia y el lugar que tienen las emociones en la vida social.

El «pinche» tirano es, en primer lugar, alguien que detenta el poder. Puede ser un padre, o una madre, un marido o una esposa, un hijo o una hija, un hermano o una hermana, puede ser el jefe o jefa de tu oficina, puede ser un empresario mafioso, un funcionario, un mandatario político o un periodista. El «pinche» tirano es, sencillamente, alguien que, en algún momento, detenta el poder y, habiendo o no leído a Maquiavelo, comprende que ese poder, si se pretende personal y no delegado, solo es perdurable cuando se ejercita arbitrariamente e inyectando «inteligentemente» dosis de violencia y amedrentamiento.

El primer objetivo del «pinche» tirano es desorientar y humillar a sus potenciales contrincantes, con el fin de someter la voluntad de su entorno inoculando la desesperación, el odio y la indignación en sus corazones. De esta manera, el «pinche» tirano se asegura, ni más ni menos, que el control de sus mentes.

En la historia política, han sido muchos los rebeldes y revolucionarios que han comprendido que al «pinche» tirano solo le cabe la muerte. Franz Fanon es quizá el ejemplo más notorio de los teóricos que, dedicados a este desafío, han concluido acerca de la exigencia de matar al opresor para liberar al oprimido. Pero no es el único. Incluso un autor como Santo Tomás de Aquino tuvo tiempo para justificar el magnicidio en ciertas circunstancias. Los textos bíblicos, las enseñanzas budistas y sagas antropológicas como las de Castaneda, hacen referencia a esta solución radical, aunque sea simbólicamente, para liberar a los pueblos o a los individuos de sus manos.

¿Pero qué quiere decir en este contexto «matar» al «pinche» tirano? No pretendo con ello hacer apología de un crimen, en ninguna circunstancia. Lo que quiero es llamar la atención sobre un aspecto clave de lo que significa «cortarle la cabeza al rey», ese rey que ocupa el lugar simbólico del padre en nuestra mente y controla por eso mismo nuestra voluntad. 


El «pinche» tirano puede tener todo el poder del mundo, puede torturar los cuerpos de sus enemigos hasta aniquilarlos, puede encarcelarlos, maltratarlos y explotarlos e incluso matar a los individuos y a los pueblos que se le oponen, pero no por ello puede hacer que un hombre libre deje de serlo, a menos que su intimidad sea invadida por el terror y se lo quiebre en su voluntad.

En este sentido, tenemos que estar atentos a estas dos dimensiones de la tiranía política y personal que, en las sociedades contemporáneas, están asumiendo una dimensión desconocida hasta ahora: 


- la tiranía que se ejercita en el ámbito institucional, con toda la panoplia de corrupciones y violencias que la acompaña; 

- y la más sutil, la tiranía que se ejercita sobre el círculo virtual que la tecnología de la información ha convertido en entorno inmediato, haciéndonos de este modo blancos fáciles de la manipulación concertada, ejercitada directamente, sin mediación, sobre nuestras almas individuales y colectivas.

En este contexto, «matar al rey» implica reconocer su ilegitimidad constitutiva e institucional. Pero, también, ver su pretensión simbólica de poder y de gloria a la luz de su desnudez personal, vulnerable y mortal. 


El rey no existe por sí mismo. No tiene una existencia autónoma y autosubsistente. El rey solo tiene el poder que le permite ejercer el pueblo sobre el cual impone su soberanía. Durante siglos a ese poder delegado que el pueblo transfiere al rey se lo pretendió manifestación divina. La democracia moderna, como señala Claude Lefort, al cortarle la cabeza al rey dejó el lugar de la soberanía vacante. 

Hoy quien pretende ocupar el lugar del rey justifica su poder a través de mecanismos electorales que dicen traducir la voluntad popular. Sin embargo, cuando el mandato que ese voto representa es traicionado, la legitimidad del gobernante se pone en cuestión y la fragilidad de su «poder delegado» se transforma en el nerviosismo de un «poder personal» que se sabe acorralado por el pueblo que lo acecha. 

En estos días, quien ocupa transitoriamente el lugar que antaño se adjudicaba al rey dio muestras de haberse puesto nervioso. Gritó y pataleó para la tribuna de los suyos pretendiendo con ello recordarnos quién es él y a quién representa. Pero en el concurso de su histérico alegato, se lo vio como lo trajeron al mundo: desnudo y frágil, hijo también del dominio de la muerte. 

El rey está muerto. Ahora tenemos que lidiar con el pinche tirano. 

LA APROPIACIÓN

1

Entre las palabras y las cosas se tienden hilos invisibles. Cuando estos hilos se cortan, las palabras se convierten en sonidos incomprensibles y las cosas en presencias espectrales.

A esos espectros, que son las cosas para las que ya no tenemos palabras, nos las llevamos por delante en nuestro trato cotidiano con el mundo. Las experimentamos externamente como embates, sacudidas, atropellos, desencuentros, violencias e injusticias incomprensibles e irracionales. Dentro nuestro, son explosiones emocionales, paranoias, pulsiones irrefrenables y fantasías desbocadas.

Entre las sombras que habitan en el interior de las cuevas subjetivas, y los desencuentros, las violencias e injusticias que se reflejan en el mundo, existen vasos comunicantes que debemos descubrir y descifrar si queremos vivir bajo la guía auténtica de la razón.

2



Entre la esfera privada, en la que se despliegan y articulan las relaciones personales y tienen lugar las escenas íntimas que protagonizan los seres humanos frente a sí mismos y frente a sus congéneres, con toda la panoplia de promiscuidades, dominaciones, explotaciones, abusos y violencias criminales, y la esfera pública, donde se escenifican los entendimientos, los consensos, los antagonismos e incluso las guerras abiertas por el poder y la hegemonía en los ámbitos de la cultura, la economía y la política, con toda la variopinta colección de corrupciones, extorsiones, manipulaciones y tergiversaciones, existen también continuidades y correspondencias innegables.

La figura de un individuo desdoblado, que es justo y bondadoso en el hogar, aunque sea un agente frío, cruel, ventajista, calculador e inescrupuloso en el espacio público, es una ficción literaria o un caso tipológico para el tratamiento psiquiátrico o psicoanalítico.

La conducta psicótica, pese a estar cada vez más extendida, debido a la profundización de la alienación que producen las sociedades neoliberalizadas con sus demandantes exigencias de competencia y teatralización caricaturesca de porfolios personales, y con todo lo que ello supone en términos de escisiones cognitivas y desequilibrios afectivos de la personalidad, continúa siendo una experiencia patológica, y no un dato ontológico de la condición humana (lo que somos «verdaderamente»).

3

Existe, por lo tanto, una coherencia ineludible, que la cosmética de la civilidad, los protocolos que impone la socialización de los comportamientos, no pueden evitar.

La tergiversación, el engaño, la corrupción y el crimen cometidos en la esfera pública dejan su rastro indeleble en la vida privada de las personas que perpetran cotidianamente esos crímenes.


El desprecio y la humillación que ejercitan estos agentes de las ideologías de clase, los supremacistas de género, raciales o étnicos, tienen su traducción en el seno de las familias, y tarde o temprano se revelan en el corazón de las relaciones más íntimas. Si se es corrupto, mentiroso, oportunista e inescrupuloso como gerente, funcionario, periodista o político, nuestras relaciones personales estarán también marcadas por infidelidades, deslealtades, manipulaciones y violencias análogas.

La bondad y la maldad, cuando se adjetivan sobre una vida, no se predican de un fragmento de ella, sino de la totalidad. O como nos recuerda Aristóteles: «Una golondrina no hace la primavera», ni a una vida buena unos cuantos actos aparentemente virtuosos, sino el «hábito en la virtud» que se cultiva en todas las esferas (privada, económica, política y ecológica) de esa vida y a lo largo del tiempo.

4 


Hoy Argentina es, en muchos sentidos, un país agonizante sobre el cual, y a expensa de las mayorías, las élites políticas y económicas se disputan, en el marco de una guerra neoimperial, su apropiación. Un escenario de estas características da lugar a la putrefacción generalizada de los comportamientos públicos y privados.

Los D’Alessio, Stornelli, Bonadio, Durán Barba y compañía - los agentes que operan sobre este cuerpo agonizante en nombre de «valores» de manifiesta ambigüedad - infectan la vida pública en todas las esferas, desbordando en el espacio social su estilo de opereta permanente que convierte en sentido común la irracionalidad emocional y la lucha despiadada por el poder. 


Las violencias sutiles y burdas, los escraches y la difamación, las «fake news» y la tergiversación lisa y llana, la persecución mediática y jurídica, o el ostracismo puro y duro, son la marca de agua sobre la que escriben sus guiones, al tiempo que se presentan a sí mismos como encarnación de una «ética de la vida» que, pese a dignificarla en sus extremos, la desprecia en toda su extensión y continuidad, y una racionalidad que, pese a su habilidad instrumental, resulta estéril para el entendimiento mutuo. 

5

En la muy imperfecta organización democrática de la sociedad que habitamos, en la que el poder mediático y las estructuras institucionales juegan en nuestra contra, la decisión de creer o no creer en la realidad que nos proponen estos agentes, no por caricaturescos menos dañinos, corre por nuestra cuenta y cargo. 


Un hilo invisible se tiende, entonces, entre los delitos cometidos en la calle y en la intimidad de los hogares, y los crímenes cometidos por quienes hoy inciden de manera notoria en el destino del país y la sociedad en su conjunto. 

Para los primeros, los delincuentes comunes, una parte creciente de la sociedad pide, impiadosa y abiertamente, «mano dura». Para los segundos, los operadores y figuras públicas que promueven «la ley de la selva», en cambio, la impunidad parece asegurada, en parte gracias a la hábil manipulación de los corazones y las mentes impuesta como cultura contrahegemónica en esta fase regresiva en la larga historia de la lucha de clases y por el reconocimiento, y la indiferencia, pasividad e impotencia de una sociedad conmocionada por el sufrimiento al que se enfrenta.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...