LA SEGUNDA TIERRA


La esterilidad de algunos intelectuales europeos

En los últimos días son muchos los intelectuales europeos que se han apurado a dar su veredicto sobre las potenciales consecuencias de la pandemia para el orden vigente. La prensa escrita publica, junto con los datos de muertes y contagios, y las notas de color para animar el confinamiento de la población, las sesudas interpretaciones de moralistas y filósofos políticos que, sumándose al coro pesimista de los economistas y los empresarios que representan la opinión del establishment, afirman su certeza de que  la pandemia no cambiará nada. O para decirlo de mejor manera: que nada cambiará después de la pandemia. Sabiendo, como sabemos, que la filosofía no tiene funciones predictivas, este tipo de afirmaciones no dejan de ser lo que son: articulaciones ideológicas de inclinación conservadora con un claro sesgo de clase.

Cuando se analizan las razones de fondo de estas opiniones, cuando se las despoja de las florituras acostumbras que suelen utilizarse, estas pueden resumirse en dos palabras: «el ser y la nada».

El ser es la totalidad del orden vigente capitalista. La nada es su hipotética exterioridad. Para la mayoría de estos intelectuales, esta exterioridad es, sencillamente, imposible. Como dice el filósofo argentino Enrique Dussel, para el griego Parménides, el ser es, y el no ser no es. El ser es lo griego, y el no ser es la exterioridad de la civilización griega: lo bárbaro.

Esta imagen de «imposibilidad» en la que están cautivos la mayor parte de los intelectuales europeos se ha intentado explicar de diversas maneras desde la propia tradición, pero en todos los casos, la esterilidad teórica y las limitaciones que muestra la praxis política, parecen estar relacionados con el carácter obsoleto de los instrumentos mismos de la filosofía europea en el momento actual, que no puede superar el pesimismo que embarga a una civilización agónica.

La posición del coreano-alemán Byung-Chul Han es ilustrativa en este sentido. Frente a la pandemia, el filósofo de moda se limita a contrastar al liberalismo europeo con el autoritarismo asiático, y a advertir sobre los peligros que supone el confinamiento obligado de la población para «el regreso de una sociedad disciplinaria». La reflexión es pobre, y el modo de bosquejar los imaginarios culturales contrastados, un resabio de esa larga tradición colonial e imperial europea que practicaron misioneros y antropólogos en el pasado, y que aún practican los enviados del FMI o el Banco Mundial en sus misiones.

Ahora bien, si indagamos más profundamente, lo que nos encontramos son las limitaciones de un pensamiento atrapado en una ontología del ser para la cual, como decíamos más arriba, la alteridad solo puede ser la nada.

Sin embargo, el otro (la nada, lo bárbaro) del ser (liberal occidental) no es el autoritarismo asiático. Este último comparte con el liberalismo europeo, como ya señaló en alguna ocasión Slavoj Žižek, el trasfondo imaginario y fundamento no-civilizacional del capitalismo, límite absoluto que subsume toda cultura de Oriente u Occidente. 

Por consiguiente, el otro (la nada, lo bárbaro) del ser (que incluye a ambos, el ente liberal occidental y el ente autoritario asiático) es la exterioridad imaginaria que anhela el oprimido y el excluido del orden vigente, es decir, lo otro del capitalismo en cualquiera de sus versiones.

Los dos derechos

En una nota anterior me referí a los dos derechos. El derecho de los dominadores (defendido por su cohorte de intelectuales cómplices y comunicadores serviles), y el derecho de los dominados.

La ley del dominador tiene un único objetivo: proteger la apropiación privada por parte de los dominadores de lo que es común. En cambio, el derecho de los dominados tiene por objeto proteger la vida y garantizar las condiciones de posibilidad para el cumplimiento de la plenitud de la vida de todos.

La ley de los dominadores es la ley vigente. La ley de los dominados es la imaginada por aquellos que quieren ser libres de la dominación. Es una ley aún no formulada, utópica.

Entre el orden vigente de los dominadores y el orden utópico de las futuras mujeres y hombres libres que hoy son dominados hay un tránsito que es como el que emprendieron a través del desierto los judíos guiados por Moisés para alcanzar la tierra prometida.

Los intelectuales cómplices y los comunicadores serviles creen que los dominados solo pueden ser esclavos y se indignan ante su pretensión de libertad. La indignación es comprensible, porque, en la revuelta de los dominados, la moral dominadora queda desnudada y peligra su legitimidad ante la masa disciplinada a la que Han tanto teme, sin darse cuenta que esa sociedad disciplinada es ya en la que vive, una sociedad en la que al látigo cotidiano del amo, como señala David Harvey, le acompaña la ley del «consumo compensatorio», reduciendo de este modo a la «democracia europea» a un hábil mecanismo de «palo y zanahoria».

La segunda tierra

En su Ética, el filósofo latinoamericano Enrique Dussel ilustra este tránsito entre el orden impuesto de los dominadores hacia el orden creado por los dominados (ahora liberados) como el pasaje entre dos tierras.

La metáfora mítica con la cual ilustra este pasaje, como hemos visto, es la del Éxodo bíblico: el pueblo esclavizado se rebela, desobedece la ley injusta, se lanza al desierto en busca de la tierra prometida, cruza el río Jordán, y crea una nueva ley basada en su praxis de la liberación y la fraternidad.

En nuestro caso, el punto de partida es la vida esclavizada, oprimida, explotada e incluso negada. El punto de llegada es la vida humana protegida y promocionada. Si seguimos la distinción destacada por Agamben, y tantas veces mentadas en estos días, el punto de partida es z, la mera vida biológica, el mero dato genético, el mero recurso-vida, el trabajo vivo, la vida subsumida bajo los designios del capital. El punto de llegada es bios, la vida humana sustantiva, la vida humana reconocida como condición de posibilidad de la igualdad y la libertad, del amor y la justicia, la vida humana entendida en fraternidad.

Es esa segunda tierra hacia donde nos dirigimos. No sabemos qué harán los otros. No sabemos si el sufrimiento de las guerras imperialistas que sus élites aun promueven; si la indiferencia despreciable de sus dirigentes
ante los desamparados que se aproximan a sus costas; si la desprotección creciente a la que someten los gobiernos a sus propias poblaciones vulnerables para garantizar la acumulación y la ganancia infinita; si el desprecio a la fraternidad que ha dejado patente la pandemia; si todas estas y muchas otras aberraciones moverán la consciencia de los ciudadanos y los empujará a la lucha por «otro mundo posible». Lo cierto es que nada está decidido de antemano.

Por consiguiente, esta es mi respuesta a los filósofos «acomodados» (en su doble acepción) que anuncian que las cadenas de esclavitud no pueden romperse: la filosofía no manufactura predicciones para el agrado del establishment de turno. Y a mis lectores, les recuerdo la consigna que nos enseñó Marx: «interpretamos el mundo para transformarlo».

EL TIEMPO QUE RESTA


En estas horas dramáticas que vive la humanidad, como ha ocurrido en otros momentos críticos, revolucionarios, el orden vigente se vuelve transparente, traslúcido.


Por un lado, «lo real»: las vidas con sus padecimientos y trajinar cotidiano, los cuerpos en su trato poroso de unos con los otros, lo humano inmerso en la «artificialidad natural» de la Tierra que habitamos, el amor y la vida, los nacimientos, las enfermedades, la decadencia y la muerte de las generaciones. Bajtín hablaba del carácter carnavalesco de la existencia.

Por otro lado, está el «esquema» dominador que intenta disciplinar, normalizar, la existencia inabarcable. El esquema es la ley y el orden, garante (siempre) de cierto sistema de distribución de privilegios.

El derecho de los dominadores

Las clases dominantes defienden sus derechos a gozar y a la libertad que en el «esquema» heredado se les reconoce con rotunidad. Quieren seguir vacacionando y gozando, quieren continuar asegurándose el servicio de los «desafortunados», quieren que la desigualdad se perpetúe, porque solo en la desigualdad cuenta la diferencia que garantiza sus privilegios.

Por consiguiente, los gozos y las libertades de las clases dominantes, sus derechos, se fundan, en última instancia, en la explotación de otras clases y pueblos. Como negar esto es racionalmente imposible, la cultura dominante tiene la función continua y extenuante de garantizar que esta verdad se mantenga oculta. El arte, las disciplinas del cuidado de sí, incluso y especialmente las ciencias, están al servició y actúan como guardianes de este ocultamiento, cuyo objetivo no es otro que la perpetuación del esquema, del orden que sostiene los privilegios de estas clases dominantes.

Esto explica la vehemencia, la indignación que muestran quienes son interpelados, cuestionados en sus derechos a la diferencia basados en la desigualdad. Esto explica la virulencia represiva que muestran los guardianes del orden vigente frente a los que desafían o desobedecen las normas que definen el statu quo.

En este contexto, quienes pretenden cambiar el sistema de distribución de privilegios que enaltece el «derecho de propiedad» del rico por sobre el «derecho a la vida del pobre» son sencillamente delincuentes.

La ofensiva de las élites

En América Latina, donde la desigualdad es más lacerante, donde los pobres son doblemente esquilmados, primero, por los capitales locales y, a través de ellos, por los centros neurálgicos del capital global, a medida que avanza el virus infectando poblaciones, se desata una guerra ideológica dirigida a impedir que la crisis de legitimidad que ha desatado la crisis sanitaria ponga en evidencia la injusticia intrínseca del sistema en sectores más amplios de la población, hasta ahora cooptados por la retórica mediática y la lógica de la ley de explotación que rige nuestras vidas.

Una crisis de legitimidad se pone de manifiesto cuando «el pueblo» (entendido,
 simplemente, como aquellos que padecen las injusticias de los dominadores), las clases dominadas, los pobres, «los de abajo», no solo perciben que las cosas no marchan como debieran, que las cosas están mal, sino que, además, entienden que las formas institucionales de organización social vigentes no pueden resolver los problemas. En este contexto, los actores sociales parecen concluir que ahora son ellos mismos los que tienen la responsabilidad de encontrar respuestas, lo cual da lugar a la emergencia de una «crisis de legitimidad».

La tentación es creer que el problema de fondo está en la esfera política. A esto anima el poder real, culpabilizando a los burócratas y a los profesionales de la política que, alguna vez, el actual V
icepresidente segundo de España, Pablo Iglesias, llamó «la casta», haciéndolos responsables absolutos del atronador fracaso de previsión y gestión de la crisis, y de la justicia sistémica que ahora resulta inocultable.

Todos los estamentos del Estado y los gestores culturales del sistema de poder dominantes tienen su parte de responsabilidad. En Europa la cosa es clara. En todas las jurisdicciones administrativas hay responsables, por omisión o comisión. Y lo son por la sencilla razón de que esta crisis ha sido largamente manufacturada y anunciada por una parte de la sociedad civil mientras el resto accionaba de manera obediente los mecanismos que han conducido al vaciamiento expropiatorio de la cosa común y ajustado a la población a presupuestos de miseria, contribuyendo a empeorar exponencialmente los efectos de la crisis que hoy vivimos.

Sin embargo, aunque es cierta la responsabilidad del «mandarinato» que sirve como muro de contención a los privilegiados para garantizar la protección de sus derechos a la apropiación privada, es una solución demasiado fácil cargar las tintas contra este colectivo en las presentes circunstancias. 


No es que «la casta política» y los estamentos burocráticos funcionariales (incluidos los escolares y universitarios, dicho sea de paso) no tengan responsabilidad alguna, especialmente en Europa. Lo que significa es que tienen una responsabilidad subalterna, delegada, limitada, en tanto «capataces», representantes voluntarios o involuntarios, de los intereses de los poderes reales que pugnan en el espacio «democrático de los mercados», a espaldas de la «democracia del pueblo» a la que deberían obedecer.

La amenaza autoritaria


Otra cuestión importante es evitar la deriva anarquizante que, al poner el acento exclusivamente en la responsabilidad de los políticos, sirve en bandeja a las élites argumentos antipolíticos que terminan debilitando cualquier opción política de cambio sustantivo. Porque la solución, querámoslo o no, pasa por la política, eso si, una política que vuelva a estar al servicio de las grandes mayorías traicionadas en la actual dispensación.

Nuestra atención, entonces, debe concentrarse en el poder real que, como en otras circunstancias, está parapetándose detrás de las apariencias que manufactura el sistema democrático, y está preparada a soltar el lastre que sea necesario para evitar que sus intereses sean cuestionados. El caos social es también una opción contemplada, o incluso una estrategia contingente valorada por esas élites, en tanto y en cuanto justificaría y facilitaría soluciones autoritarias para atajar el descontento social a gran escala que no pueda dirigirse de manera virtuosa a la construcción de un nuevo esquema de legitimidad.

Como señala Nancy Fraser, la pregunta importante que debemos hacernos es qué ha pasado en nuestras sociedades en las últimas décadas para que se hayan marginalizado en la discusión pública todas aquellas cuestiones relativas a la naturaleza y los efectos del capitalismo, so pretexto, como señala Franz Hinkelammert, que «toda brutalidad producida» [por el sistema o como consecuencia de la lógica del propio sistema] puede defenderse aduciendo que toda alternativa es peor. 


Este tipo de argumentación generalizada (que articulan con igual vehemencia el hombre de a pie, los opinólogos profesionales y los catedráticos venerados) permite justificar «cualquier barbaridad bajo la promesa de que cualquier alternativa será peor. Eso ha transformado en «una argumentación generalizada que permite justificar cualquier barbaridad bajo la promesa de que cualquier alternativa será peor. El mercado [capitalista] – nos dicen - siempre es el mejor, aunque produzca todas las maldades del mundo».

El derecho de «los de abajo»

Pero el mercado no puede tener la última palabra en una sociedad genuinamente democrática. La última palabra debe tenerla «el pueblo», y el pueblo exige hoy que se atienda a las crisis humanitarias que se abren ante nosotros como un abanico de pandemias, pobreza y desigualdad, y desastres medioambientales con todos los medios disponibles para evitar que todas esas catástrofes se conviertan en algo peor que una catástrofe.

Este es el derecho de los dominados al que ahora tenemos que prestar atención, un derecho que en todo sentido debe privilegiarse por sobre cualquier pretendido derecho de los dominadores. Es el derecho a la vida y a la promoción de la vida. 


En este sentido, debemos entender la pretensión del orden vigente de poner por encima de todo derecho al derecho de propiedad, el derecho al privilegio y la exclusividad, convirtiendo la desigualdad y la exclusión en el fundamento último, axiomático, del sistema vigente.

En este «tiempo que resta», los pobres, los de abajo, el pueblo llano, comenzamos a comprender, con una claridad pasmosa, que este mundo ya no es posible para nosotros, que nos jugamos la supervivencia en estas horas decisivas, que por encima del derecho de los privilegiados a seguir gozando y a seguir vacacionando a nuestra costa, está nuestro derecho a la vida, y aún mejor, nuestro derecho a usufructuar de las condiciones para el cumplimiento de una vida plena.



EL PEOR ARGUMENTO


En las últimas horas he recibido una andanada de artículos y entradas conspiranoides a través de las redes que argumentan que la pandemia es un fake. No entraré a discutir los pormenores de la argumentación detectivesca que algunos plantean. 


Ni niego, ni afirmo su veracidad.

Tampoco entraré en la cuestión etiológica, las causas de la aparición del virus. Hay para todos los gustos, los chinos, la tecnología del 5G, los yankees. Curiosamente, Donald Trump fue uno de los primeros en avanzar en esta dirección. En fin, no me atrevería a tanto. Solo el Buda, con su infinita omnisciencia, o Dios en su todopoderosa sabiduría, serían capaces de determinar exactamente a qué responden en última instancia los efectos que estamos padeciendo.

Sin embargo, hay un asunto que merece consideración: la relativización de la seriedad de la crisis utilizando datos cuantitativos. Los primeros en argumentar en este sentido (no lo olvidemos) fueron personas «distinguidas» por su racionalidad y buena voluntad. En Brasil, el «eximio» presidente Bolsonaro, y en Gran Bretaña, el «elegante» Johnson, quienes no tardaron en unirse al coro dirigido por el presidente estadounidense. No está de más tener en cuenta quiénes serían nuestros aliados en una lucha contra la hipotética conspiración que nos amenaza.

La idea es la siguiente: (1) la pandemia no es tan grave; (2) es incomprensible el miedo de la población, porque los datos cuantitativos que tenemos a la mano nos dicen que existen otras muchas causas de muerte a las que (supuestamente) no atendemos, cuyo número es incalculablemente más abultado.

«Cierto». 

Pero, ¿a quién se le puede ocurrir que este es un buen argumento? ¿Por qué contraponer la gripe con el cáncer, o la desnutrición infantil, la malaria o el dengue, al Coronavirus, un terremoto con un tsunami? Se trata de problemas de salud y seguridad que, en todo caso, conjuntamente, empeoran la situación de todos. 

Si un paciente de cáncer contrae el coronavirus, sus posibilidades de supervivencia se reducen. Si un niño desnutrido es infectado, sus defensas son menores a las de un niño bien alimentado. Si un terremoto se produce en una zona con condiciones precarias de vivienda, los efectos son más devastadores.

Para empezar, los males que se contraponen a la pandemia no son males que la sociedad desconozca. Todo lo contrario, hay muchas personas en el mundo que luchan por mejorar las condiciones sanitarias de los enfermos o víctimas de innumerables patologías de salud o sociales. Investigadores, personal sanitario, estamentos estatales, organismos y organizaciones internacionales, estatales, regionales y locales dedican ingentes cantidades de cerebro y recursos (nunca suficientes, valga decirlo) para enfrentar estos males con relativo éxito.

Las personas directamente relacionadas con estas luchas a favor de la vida están muy preocupadas por los efectos del coronavirus. Las organizaciones dedicadas a la ayuda de los refugiados, por ejemplo, advierten de las consecuencias calamitosas de la pandemia para las personas en situación tan precaria. Lo mismo explican los responsables de programas dedicados a la lucha contra patologías psicológicas, o las mujeres que padecen violencia machista, que advierten que el efecto del virus está causando estragos en estos y otros colectivos.

Por otro lado, cuando el sistema sanitario colapsa, no es porque estamos en pánico, sino porque el número de afectados es sideral, las UCIs no dan abasto, y los recursos limitados no llegan a todos. El servicio de salud no puede atender tampoco a quienes padecen otras enfermedades con la misma celeridad y eficacia. El enfermo de cáncer ve disminuidos sus recursos para luchar contra su mal, la embarazada siente inseguridad en el paritorio, los casos urgentes de dolencias como apendicitis se ven, de pronto, ante el peligro de encontrarse con médicos agotados por el cansancio, quirófanos inseguros, higienistas sobrepasados por las circunstancias, ambulancias sobrecargadas de trabajo, etc.

Ayer, un amigo, cuyo padre murió en las últimas horas, y parte de su familia permanece internada con un cuadro complicado de infección, me contaba las largas horas que debieron esperar para que la ambulancia llegara al domicilio a certificar su muerte, y los difíciles trámites que debió realizar para que la funeraria le hiciera un hueco en la lista de espera.

Cuando el servicio sanitario de la capital de España debe recurrir a una pista de patinaje para guardar los cadáveres debido a la imposibilidad de los sistemas de incineración que permanecen funcionando 24 horas para disponer de los mismos, ¿hace falta repetir que estamos hablando de algo que es «real», y no el capítulo de una serie de Netflix?

El argumento, por consiguiente, es malo por donde se lo mire. Es cierto que hay otros males que nos afectan, pero también es cierto que para muchos de ellos tenemos protocolos y guías de acción. Estoy de acuerdo que no actuamos en consecuencia en muchísimos casos, que no hacemos lo que deberíamos hacer, que no disponemos de recursos suficientes para enfrentarnos a los problemas que hemos identificado y para los cuales tenemos soluciones. Todo esto es cierto, y cualquiera que se paseé por este blog sabrá que estoy preocupado por todos esos temas. Pero para el COVID-19, hasta el día de hoy, no tenemos cura ni tratamiento . Y eso significa que no hay manera de proteger a la población a través de otro medio que no sea estableciendo un protocolo preventivo de confinamiento que reduzca la transmisión del virus y, con ello, ganar tiempo para evitar que sigan sumándose cadáveres y contagios.

Curiosamente, las denuncias conspiranoides de las personas de buena voluntad coinciden con los propósitos de las élites que (1) o bien quieren conseguir una tajada a través de la especulación con la crisis, (2) o se preparan para resistir colectivamente y con todos sus medios ante la amenaza de cualquier cambio en el status-quo que avance en una agenda genuinamente democrática.

Por lo tanto, la cuestión no es minimizar la crisis, sino buscar respuestas para el desafío sanitario y social que enfrentamos. Eso implica, además, cambiar las condiciones de precariedad socioeconómicas que han dificultado la respuesta ante el virus, y aprovechar la oportunidad para avanzar en un programa de transformación 
en todos los reclamos de justicia. 

Quiero agregar dos cuestiones. Por un lado, recordarles que lo que aquí se pide es que se inviertan más recursos en la gente, que se mejoren los recursos sanitarios, que se pongan a disposición recursos estatales que minimicen los costos para la sociedad en su conjunto, y que esta vez, el costo de la reconstrucción lo hagan las capas privilegiadas de la sociedad. 

Las élites y las derechas siempre han utilizado los mismos argumentos, y se han servido de científicos y desprevenidos para justificar recortes a programas que les eran desfavorables. La izquierda boba siempre les ha hecho el juego, en parte debido a las posturas maximalistas, siempre estériles, que no toman en consideración el equilibrio de fuerzas en pugna. No me extrañaría que muchos de los científicos que ponen en duda la gravedad de la crisis estén al servicio de los intereses de ciertos sectores del capital que ven amenazada su hegemonía por parte de la ciudadanía y por otras fracciones del capital. 

Cuando en otras circunstancias se intenta avanzar en una agenda progresista, la primera reacción de la derecha es relativizar la gravedad de los problemas y culpabilizar a las víctimas, sea que hablemos de pacientes de SIDA, víctimas de violencia de género, enfermos de cáncer, pobreza infantil, desahuciados, inmigrantes, refugiados, parados o exclusión. En este caso no es muy diferente: (1) el problema no existe, o (2) es solo una desorbitada reacción de pánico de la población. 

Lo cierto es que estamos hablando de miles de muertos, cientos de miles o incluso millones de infectados, algunos recibiendo tratamientos improvisados, extraordinariamente dolorosos, y lo que se viene es desocupación masiva, precariedad, exclusión y otros efectos impredecibles para la población mundial a gran escala, amenazadas por muchas otras crisis que el orden vigente, en su carrera desbocada por la acumulación y la ganancia, o bien ha manufacturado, o bien ha preparado para que resulte aún más devastadora.

Lo que tenemos que hacer en este contexto es (1) tomarnos en serio la gravedad de la crisis y (2) torcerle el brazo a los poderosos. Si eso es lo que realmente queremos, advirtamos que los argumentos negacionistas y conspiranoides son los peores argumentos posibles.

DICOTOMÍA IDEOLÓGICA: ¿MERCADO O VIDA?

Los economistas ortodoxos, pseudo-heterodoxos y otros expertos sociales del establishment, junto a periodistas y tertulianos repiten incansablemente en estos días el mismo mantra: «O es la economía, o es la salud». O, tal vez, de manera menos perentoria: «Debemos encontrar un equilibrio entre las exigencias de la economía y las exigencias de la salud». 

En este contexto, la población que sufre en carne propia la pandemia 
sumando fallecimientos y contagios de manera vertiginosa, además del miedo visceral que provoca la enfermedad y la muerte, enfrenta la catástrofe socioeconómica y política de miseria con la impresión, una vez más, de ser prescindible y sacrificable en nombre del todopoderoso «Dios capital», quien exige en estas circunstancias, otra vez, víctimas propiciatorias, como en la antigua tradición Azteca, para que podamos volver a ver salir el sol. 

Un capítulo aparte merecería en este punto volver a «la revolución robótica» largamente anunciada en los últimos años. Los robots no se enferman ni se mueren, después de todo. No cabe duda que eso, en estas horas, supone una ventaja mayúscula si tenemos en cuenta las crecientes amenazas biológicas que acechan a nuestra especie. El problema es que esta «visión utópica» contiene una amenaza «distópica» perturbadora. La supervivencia de una economía (incluso una economía verde) basada en una sofisticada tecnología capaz de sobrevivir la extinción de la humanidad. Un mundo creado originariamente por humanos, pero sin humanos, cuya ausencia no afectaría el funcionamiento «normal» de una economía en continua expansión y desarrollo, purificada de cualquier intervención política humana, e inmune a los desequilibrios causados por nuestra naturaleza finita y vulnerable.

Aquí, lo imposible de esta ficción apunta a poner blanco sobre negro sobre las dicotomías que ponen en evidencia las contradicciones insuperables del sistema, y nos invitan a repensar sus fundamentos a la luz de «otro sentido común», es decir, de un sentido común que no sea el que promueve la ideología del capital.

¿Qué significaría sino el «normal» funcionamiento de la economía para los ilustres defensores de la autonomía de los mercados sino un mundo sin humanos? 


¿Acaso la enfermedad, la muerte, las epidemias, las hambrunas, las catástrofes naturales, no son parte de las ineludibles experiencias que han vivido los seres humanos a lo largo de su historia? 

Esta epidemia, como las reiteradas crisis que enfrenta el capital, o los efectos catastróficos del deterioro medioambiental, han sido largamente anunciadas. No hay profetas ni magos en estas lides. Cualquier persona que analice de manera consecuente los datos a su disposición sabe que las semillas de manzanas producen manzanos, y las de naranja, naranjos. El imperio de la causalidad es absoluto e inescapable. Uno puede, evidentemente, enfrentar los efectos de muy diversas maneras, prepararse de diversos modos a las consecuencias eventuales que supone nuestra condición finita y vulnerable, nuestra actividad e intercambio con la naturaleza y otras especies, y los sistemas de convivencia que instituimos, pero de ninguna manera podemos eludir la lógica ineluctable de la causalidad.

Pero, hete aquí, que un grupo nada despreciable de científicos sociales y opinólogos de diversas índoles nos dicen que hay un rubro en particular que merece una consideración milagrera. La economía capitalista debe ser resguardada del frío y la lluvia de los inviernos, y el tórrido clima de los veranos para preservar la lógica perfecta de su mercado.

Los ultra-ricos, los ricos, las clases medias cooptadas por esta ideología, y los pobres que aún no despiertan de su sueño inducido, asienten frente a esta pretensión sin preguntarse lo obvio: 


¿Por qué razón la economía debería continuar siendo lo que fue después de esta crisis? 

¿No es acaso lógico, comprensible, absolutamente necesario, que en estas horas trágicas pongamos en cuestión la perversa relación entre economía y vida que ha impuesto el capital? 

¿No ha quedado al desnudo, como en tantas otras ocasiones, pero esta vez de manera global, y por ello innegable en todos los rincones del planeta, que el sistema capitalista se enfrenta a contradicciones que es incapaz de resolver y, por ello mismo, exige una corrección de raíz? 

¿Cómo es posible que, frente a la «traición» a la ciudadanía global por parte de sistemas políticos rendidos al capital que han dejado indefensas a las poblaciones frente a amenazas que se conocían de antemano, presagiadas una y mil veces por los expertos, sigamos considerando como aceptable la ecuación dicotómica «economía o vida»? 

¿Cómo es posible que no se nos mueva un pelo cuando se nos dice que la vida es la que debe sacrificarse ante el orden vigente, y no el orden vigente el que tiene que ponerse al servicio de la protección y la promoción de la vida, incluso si para ello es necesario modificar de raíz los ordenamientos jurídico-políticos que son sus actuales fundamentos?

Hemos de batallar mucho contra el sentido común que impera en nuestro tiempo. Para empezar, volviendo una y otra vez a recordar que la economía no es una ciencia abstracta y pura enfocada exclusivamente en la promoción de su lógica interna, sino un «arte», y como tal, debe estar subsumida bajo los principios fundacionales de la ética y de la política. El principio fundamental de la ética, dice el filósofo argentino Enrique Dussel, es la protección y la promoción de la vida buena. 


En este sentido, no debe haber jamás una dicotomía entre economía y vida. Sin vida, no hay economía. La economía es, siempre, para la vida. Cuando la economía no es capaz de proteger y promover la vida, no es la vida la que debe cambiar, sino la «economía» (en minúscula), entre otras cosas, porque ha dejado de ser lo que debe ser: «Economía (en mayúscula) al servicio de la vida».

PESADILLA SOLIPSISTA Y PORNOGRAFÍA DE CLASE MEDIA


La pandemia acelera su expansión. En España, desde mi última entrada, los contagiados confirmados se han multiplicado por dos (57.627), también los fallecidos (4.369). Los matemáticos sostienen que los datos son falsos respecto a los contagiados, y hablan de medio millón de personas con el virus en el cuerpo.

También las reacciones políticas a la crisis actúan como un corrosivo para la esperanza. En el terreno, el Estado está tomando las decisiones de siempre. Los más vulnerables no recibirán la ayuda que necesitan. La prioridad es salvar los negocios del sector privado, incluso ahora, cuando se encuentran sus estamentos gerenciales ya en plena fiebre de despidos y recortes.

El gobierno de Sánchez cometió errores infantiles. Al comienzo, cuando todos los signos apuntaban a que la epidemia se expandiría impiadosa en el territorio, y los especialistas globales conminaban a tomar acciones decididas para contener los contagios, las decisiones no llegaron. Timoratos, rezaron a sus santos predilectos y dejaron que el virus campara a sus anchas. 


Después, hubo rectificaciones, se movilizaron los (escasos) recursos del Estado neoliberalizado para afrontar la crisis, y se coordinó una acción conjunta a nivel estatal, pese a la oposición férrea de la derecha, los nacionalistas y los independentistas regionales. 

Pero, a continuación, volvió a ponerse en evidencia la ineficiencia generalizada. Sin ir más lejos, hace dos días, se descubrió que la esperada compra de pruebas que el gobierno había hecho a China había resultado un fraude. Ante la inutilidad de las pruebas, el gobierno chino emitió un comunicado indicando que España, en su apuro negligente, había comprado el material sanitario a una compañía sin licencia. Bochorno. 

La confianza ciudadana en sus líderes políticos se deteriora con cada día que pasa. Las odas a una reconstrucción que inauguraron la retórica gubernamental frente a la crisis rápidamente han caído en saco roto. Es cierto que no es responsabilidad exclusiva del ejecutivo español, el fracaso es también de la Unión Europea en su conjunto, que con su actitud (análoga a la que mostró frente a la población griega en su momento), da la razón a los euroescépticos, y confirma la «razonabilidad» del desencanto británico que condujeron al Brexit.

Italia continúa en su batalla, multiplicando contagiados y sumando muertos. La Unión Europea, en todo el proceso, ha sido como un familiar egoísta que prefiere mirar hacia otro lado para evitar afrontar la responsabilidad que exige la solidaridad. La alternativa para Italia ha sido pedir ayuda a Rusia, a China y a Cuba, nada más y nada menos, dejando a los fanáticos liberales con la boca abierta al comienzo, y con las mandíbulas apretadas a continuación.  

De este modo, el fracaso de Europa es atronador. Por su parte, España ha pedido ayuda a la OTAN, una organización trans-continental (Estados Unidos y Gran Bretaña llevan la voz cantante) poniendo otra vez en evidencia los endebles residuos de la «identidad europea» posbrexit. La respuesta de los gobiernos de los Países Bajos y Alemania ha sido contundente frente a los pedidos de auxilio en las últimas horas de los países más afectados. Rechazo de cuajo a cualquier medida extraordinaria. «Vuestros ciudadanos», parecen decir, «no son asunto nuestro» - y con ello han dejado en claro la motivación de los pioneros del Tratado de Maastricht.

Mientras tanto, las redes sociales se llenan de pornografía de clase media. Cada uno elige el escenario idílico que mejor le convenga, en su casa o apartamento, para mostrar la manera cool con la que enfrenta la tragedia. Mientras la gente se muere o lucha por su vida en UCIs y hospitales de campaña, y miles de millones de pobres se enfrentan al virus hacinados y desnudos, instructores de yoga, meditadores, expertos del mindfulness, diletantes literarios, famosos y personalidades de culto del arte, el entretenimiento, la cultura o el deporte, junto con youtubers y vendedores de humo, salen a la palestra para mostrar al mundo las «artes» de la buena vida. Al final, lo que cuenta en cada caso es la motivación detrás de estas explosiones de exhibicionismo y comunicación digital.

Lo cierto es que, entre la fe en un mañana más justo y la pesadilla solipsista, hay solo el espacio que separa a una inhalación de una exhalación, un chasquido.

El miedo suele ser un ingrediente imprescindible para agigantar nuestras tendencias egoístas y egocéntricas. Es cierto que también puede sacar lo mejor de nosotros mismos. Pero nada garantiza que la promesa de «otro mundo posible» no se abandonará por la distópica pesadilla de un mundo en el que cada uno encuentre su propia solución individual. Para evitarlo, habrá que enfrentar, no solo a «ellos» (a los que mandan), sino también a nosotros mismos (los que aterrados ante el peligro, obedecemos a nuestros más bajos instintos). 

CREER


Huelga general de la humanidad



Pensé en titular a esta entrada «Huelga general de la humanidad». La idea es que la pandemia y el confinamiento masivo pueden leerse (también) como una renovada reivindicación de los pueblos de que «otro mundo es posible», un mundo más allá del orden vigente.

Ahora bien, tenemos un problema, porque hay una parte de la sociedad que está aferrada a formas de reivindicación política que demuestran una completa desconexión con los problemas que enfrentamos y los desafíos que estos suponen. Por lo tanto, la idea misma del confinamiento se lee de manera unívoca como «encarcelamiento social». Aquí confluye, como era de esperar, todo Foucault: desde el Foucault de Vigilar y castigar hasta el Foucault del Nacimiento de la biopolítica. Este último término (biopolítica) ha sido repetido hasta el cansancio en estos días por «nuestros ilustres» remunerados del establishment cultural.

La insistencia de esta lectura es completamente contraproducente, y está llamada a convertirse en el antídoto que el propio orden utilizará para eludir la amenaza a su propia perpetuación. Por lo tanto, en esta entrada, independientemente del hecho de que encuentro razonables otras interpretaciones aparentemente contradictorias, pero cargadas de sugerencias que deben ser pensadas, no prestaré atención a los lugares comunes, conspiranoides, que andan dando vuelta en la conversación pública con pretensión de novedad, y me centraré en una alternativa interpretativa que puede resultar fecunda para el cambio que necesitamos.

Por lo tanto, más allá de la tendencia inherente de los Estados de dominar a sus poblaciones, estableciendo sus marcos territoriales y sellándolos con sus dispositivos de seguridad (Foucault), con el fin imponer un orden jurídico al servicio del capital (Marx) propondré una interpretación de la pandemia que le reconoce al «pueblo» (en esta ocasión) la posibilidad de marcar la agenda de futuro de un modo que hubiera resultado impensable hace apenas unos pocos meses. Y el «emblema» del potencial soberano del pueblo llano es el hecho de que los Estados capitalistas se han visto conminados a paralizar o semiparalizar el capital, además de decretar una estrategia con potencial confiscatorio a favor de la ciudadanía, además de asumir un control poblacional que pone en jaque la cadena de producción, distribución y consumo, que no es otra cosa que la sangre (la vida) del capital mismo: de ahí, la crisis.

Efectivamente, el confinamiento pone en jaque al capital. Y cuando hablo de «capital» me estoy refiriendo también a todas las formas institucionales que estructuran y dan forma a nuestras vidas. Dicho esto, que quede claro que dependerá de nosotros el que podamos o no aprovechar el impulso que nos regala la tragedia para cambiar lo que, sabemos, debe cambiarse.

Lo que me interesa, entonces, es pensar cómo saldremos de esta encrucijada. No en el sentido de encontrar respuestas a esta crisis sanitaria concreta que estamos enfrentando, sino, más bien, qué tipo de sociedades emergerán a partir de esta crisis. Y eso dependerá, finalmente, del camino que elijamos en esta encrucijada: 


(1) Recurrir, una vez más a las herramientas de la economía y la política «ortodoxas» - como parece – acompañadas de las formas puramente reactivas a las que la izquierda nos tiene acostumbrados en las últimas décadas;

(2) o, por el contrario, asumir este momento como una ocasión única para superar lo que el «tío Noam» llamó en alguna ocasión «el sistema de los 500 años». 

Ha llegado la hora de dejar de ladrarle al caballo que se aleja por delante nuestro, y oponer al sistema en crisis una alternativa: de ahí la necesidad de recuperar el eslogan «otro mundo es posible».

«No tenemos miedo»

Lo cierto es que el momento que vivimos da que pensar. Pero, para pensar hay que empezar asombrándose ante lo que estamos viviendo, y no dejarse ganar por la aparente «normalidad de la anormalidad reinante». Un paseo a través de las redes sociales, y un análisis a vuelo de pájaro del funcionamiento de emergencia que han tendido los estamentos burocráticos demuestran que se está haciendo un esfuerzo descomunal para transmitir a la población un único mensaje: «todo está controlado» – pese a que nada está controlado, evidentemente. Entretenimiento, rutinas escolares, teletrabajo, todo apunta a continuar con la normalidad en tiempos de anormalidad. Pero este apuro resulta enormemente sospechoso.

La sociedad está viviendo una tragedia descomunal. En estos días recordaba la reacción de la población catalana, especialmente barcelonesa, frente a los atentados de 2017. Diescisiete personas fueron brutalmente asesinados por un grupo de jóvenes cooptados por la ideología yihadista. El golpe fue bestial. La ciudad quedó paralizada durante varios días. Algunos de nosotros no volvimos a pisar las Ramblas, donde ocurrió el atentado, durante semanas, o incluso meses. La población salió a la calle con pancartas que decían: «No tenemos miedo», poniendo en evidencia el temor social que había supuesto verdaderamente el asesinato a sangre fría de todos esos inocentes.

Ahora mismo, cientos de personas mueren cada día debido al Coronavirus. Mientras escribo esta entrada, el diario El País informa que hoy España supera los 500 muertos, alcanzando ya las 2.700 víctimas mortales, y roza los 40.000 contagios. La respuesta de la sociedad es semejante a la que dimos cuando se produjeron los atentados de 2017: «No tenemos miedo». ¿Verdaderamente no tenemos miedo? ¿Es sano engañarnos a nosotros mismos repitiéndonos que no tenemos miedo? ¿No tiene el temor, cuando es asumido y «gestionado» inteligentemente, un valor epistémico importante que nos permite enfrentar las situaciones con mayor claridad y eficacia?

A todos nos ha ocurrido o somos testigos de ello. La muerte de un ser querido. Los días de agonía que preceden el desenlace final si se trata de una enfermedad, o la noticia del accidente o la súbita muerte, y el luto posterior tienen un carácter espectral. Las apariencias del mundo pierden sustancia. Parece que vivimos un sueño o una pesadilla. Es como si nuestro cerebro estuviera produciendo espontáneamente algún tipo de químico que nos anestesia con el fin biológico de que podamos asumir el dolor, transitar la crisis que supone el encuentro con nuestra propia finitud en la muerte del otro, y reemprender eventualmente nuestras vidas.

Funeral, entierro, el pésame de los conocidos, el duelo y, al fin, el regreso a la normalidad. Sin embargo, en esos tránsitos suceden otras cosas. Algunas de ellas muy valiosas. De pronto, en medio del dolor descubrimos, por ejemplo, que nos hemos estado auto-engañando. Las cosas que parecían importantes dejan de serlo. Comportamientos que creíamos justificables, nos resultan repugnantes. Puede que nos descubramos egoístas o egocéntricos. La gente que nos rodea parece de pronto estar atrapada en una ignorancia supina. ¿Acaso no entienden que todo se acaba, que nuestros esfuerzos no tienen sentido, que nuestras apuestas están llamadas inexorablemente al fracaso, que nuestras preocupaciones habituales son superficiales y dañinas? Lo que es importante, lo que es urgente, lo que no vale la pena, lo que es prioritario, lo que verdaderamente admiramos, lo que anhelamos genuinamente, se vuelve cristalino. A lo largo de mi vida he conocido a muchas personas que han dado un vuelco radical en sus vidas gracias a esas circunstancias. Pero también es cierto que para la mayoría de nosotros se trata de «iluminaciones» pasajeras que apenas tienen consecuencias en nuestras vidas.

La pandemia puede convertirse en la ocasión para un cambio radical colectivo, o puede pasar, como una tormenta de verano, dejando apenas un recuerdo en el futuro próximo (además de decenas de miles de muertos).

La pandemia y el rol de la izquierda

Esa inteligencia que surge en los momentos extremos de la existencia, como explicaba Karl Jaspers, exige que dejemos a un lado en nuestras interpretaciones los instrumentos críticos habituales que utilizamos para «medir» el mundo. De lo contrario, lo que acabaremos haciendo es acomodar las circunstancias a nuestros esquemas interpretativos, perdiendo la ocasión del momento-ahora que irrumpe ofreciéndonos una oportunidad revolucionaria. 


En el terreno político este aferramiento irracional a los esquemas interpretativos es especialmente patente en la batalla retórica desatada en las redes sociales entre militantes y seguidores de diferentes grupos ideológicos que han sido incapaces de aparcar sus diferencias para enfrentar mancomunadamente la tragedia que nos afecta a todos. En Catalunya, el independentismo, en general, está mostrando su peor rostro. Atrapado en el resentimiento y la rabia (tal vez comprensible) transita estas horas mostrando una alienación sorprendente, hasta el punto de hacer sombra a los grupos extremistas de la derecha con algunas de sus consignas más siniestras y oportunistas.

Por ese motivo, la primera estrategia metodológica que propongo adoptar para analizar lo que está ocurriendo es poner entre paréntesis nuestro «sentido común». No sé cómo explicarlo. Quizá, una manera de decirlo es esta: no prestéis atención a los mensajes en twitter, no leáis mensajes de opinión de manera acrítica esperando que los opinólogos hagan el trabajo de reflexión por ustedes. En eso soy muy kantiano: «pensad por vosotros mismos».

Los militantes y simpatizantes de izquierda tenemos que hacer un esfuerzo extra. Durante los últimos años, debido a la hegemonía cultural de la derecha neoliberal, debido al sustrato imaginario que ha dado forma a nuestras prácticas e instituciones en la nueva dispensación, la izquierda europea ha tenido un rol especialmente acotado. En general, no ha pasado de expresar una suerte de indignación metódica que ha tenido más de auto-preservación que de efectiva praxis transformadora. Le hemos ladrado al poder de turno que, a caballo, avanzaba por delante nuestro, sordo a nuestros desafíos, o violentamente represivo cuando las cosas se «salían de madre».

Sin embargo, en este momento, el poder político, eso que llamamos «las clases dirigentes», aquellos que tienen el control del Estado (en España esto incluye las clases dirigentes en cada región que pugnan por su propia hegemonía), parecen estar tan desconcertados como nosotros. Podemos ir más lejos. Están mucho más desconcertados de lo que estamos nosotros. Y la razón es sencilla. Creo que no me equivoco si digo que, para «el pueblo», entendido como ese bloque social de explotados entre los cuales me encuentro, y que está formado por la inmensa mayoría de la población, es una evidencia que las cosas no funcionan desde hace mucho tiempo. Basta intercambiar unas palabras con nuestros vecinos en la plaza o en el bar para confirmar lo que nos une: un mismo malestar. El mundo parece estar yéndose al demonio.

Es cierto que los tratamientos que proponemos a ese malestar son muy diversos. El espectro de derecha a izquierda, y de arriba hacia abajo es muy variado, pero todos coincidimos en que el sistema no funciona. Es decir, no cumple con el propósito para el cual fue instaurado que, según la lógica del sentido común, debería ser (1) la protección de la vida y (2) la promoción de la vida buena. 


Incluso los «negacionistas» de variados pelajes reconocen tácitamente que el mundo no está en «orden», que nuestras relaciones sociales están rotas, que atravesamos un período de profunda decadencia ética, política y espiritual que pone en entredicho los fundamentos mismos de nuestra «civilización». 

De América del Norte a Latinoamérica, de África a Siberia, de Irlanda, pasando por la «city londinense», Shanghai y Tokio, el mundo vive las amenazas de la pobreza y la desigualdad, la violencia desatada que adopta la forma de la alienación y la autoflagelación de los individuos, la guerra, el terrorismo o la crueldad manifiesta, y el deterioro medioambiental que se manifiesta en el envenenamiento generalizado de aquello que tiene la función de ser nuestro sostén vital, y en la fealdad generalizada, éticamente reprochable, del mundo en el que vivimos. Fealdad, no solo de los barrios empobrecidos y hacinados, de los ríos contaminados, de las ciudades cubiertas de contaminación y lluvia ácida, sino también de esa «sociedad invernadero», como la llama Ricardo Forster, que representa el capitalismo zombi como utopia para aquellos que pretenden separarse de la mugre y el veneno, construyendo, tras los muros que se multiplican, sus paraísos de privilegios.

Esta crisis sanitaria pone en evidencia que el sistema no puede proteger la vida, ni puede promover una vida buena. Su negligencia amenaza generalizar la pobreza, multiplicar la exclusión, convertir en exterioridad absoluta a la inmensa mayoría de la humanidad.

La pandemia como evento

Bien vista, la epidemia que se inició en Wuhan se ha convertido en algo descomunal e inconcebible hasta hace unas pocas semanas. Es tan perturbadora para el orden presente como el «descubrimiento del nuevo mundo», o un encuentro de tercer tipo con vida extraterrestre. Estados Unidos en estas horas amenaza con convertirse en el nuevo epicentro de la pandemia, mientras Narendra Modi, en India, ordena el confinamiento de 1300 millones de personas durante, al menos, 21 días. La inconmensurabilidad del acontecimiento convierte a los analistas locales en «payasos», y a los twitteros conspiranoides en «ridículos».

Es cierto que hemos vivido épocas tremendas a lo largo de la historia durante los últimos doscientos años: las llamadas «Guerras mundiales» fueron acontecimientos tremendos y prolongados que costaron la vida de millones de personas, pero la capacidad del sistema capitalista para subsumir la guerra dentro de su propia lógica la evidencia la expresión de Ernst Jünger para explicar su significación societal cuando acuñó el término «movilización total»: la idea de que la sociedad en su totalidad (hombres, mujeres, niños, niñas y ancianos) era transformada en una fábrica de trabajadores y trabajadoras al servicio de la empresa guerrera.

Como señala David Harvey, si algo caracteriza al capitalismo es su movimiento: el «valor» es la sangre que circula en el proceso del capital. Cuando la sangre se detiene, y el proceso de «desvalorización» se desata, el capitalismo entra en crisis y pone de manifiesto todas sus contradicciones, dejando al desnudo sus límites, exponiéndose al efecto devastador de sus externalidades. 


Esas externalidades son la condición de posibilidad del capitalismo, de nuestra forma de vida y de las formas institucionales que nos gobiernan. Esas externalidades son: (1) la naturaleza y (2) los millones de excluidos que ahora mismo el sistema está produciendo para emprender su próximo ciclo de recuperación/valorización. 

La naturaleza ya ha mostrado su crueldad, sus garras y sus colmillos. Cuando acabe la crisis sanitaria, seremos miles de millones los pobres que hemos de exigir un nuevo mundo, por la sencilla razón, a vista de lo que estamos viendo, que ese otro mundo, es verdaderamente posible, y está a la mano. Pero, para que esto ocurra, hay que volver a creer.

MÁS ALLÁ DE LA OPORTUNIDAD Y EL PELIGRO


La exterioridad

«Afuera» está el virus. Eso dicen. Las calles están vacías. Los signos del peligro, además del silencio que nos envuelve, y la distancia que hemos establecido entre nosotros son las mascarillas (compradas o improvisadas). Como los lazos amarillos, negros, morados o de otro signo en la era pre-pandémica, las mascarillas definen a los crédulos frente a los incrédulos y a los agnósticos:

«¿Es real la pandemia o se trata de otra cosa: una estrategia de dominio, por ejemplo?»


La discusión, a esta altura, ya no tiene sentido. Con el paso de los minutos y las horas, las estadísticas globales han acabado derrumbando el imaginario conspiranoide. Hemos de enfrentar la verdad: nuestra vulnerabilidad y finitud.

Más allá de las redes sociales: la exterioridad de los cuerpos. Más allá de nuestros hogares: esa otra exterioridad que es el mundo, en la que todavía transitan servidores públicos (sanitarios, policías, militares), trabajadores que brindan servicios esenciales (transportistas, repartidores, comerciantes), poniendo en riesgo su salud y su vida para garantizar la salud y la vida al resto de la población.

Pero hay otras exterioridades.

1. Los subsaharianos sin papeles, que deambulan como cuerpos espectrales por nuestras calles, o los que se «acumulan» en los campos de refugiados en Líbano, Turquía, Jordania o en esa no man’s land en la que se ha convertido la frontera entre Grecia y Turquía.

2. Los «chinos», «coreanos» y otros pueblos asiáticos, quienes siguen siendo nuestra exterioridad política y cultural (pese a toda la alharaca multicultural y las odas retóricas a la tolerancia de las últimas décadas).

3. Y las poblaciones de las sociedades menos desarrolladas tecnológicamente, subsumidas a las lógicas de desposesión y explotación del capital (África, América Latina, las sociedades asiáticas más atrasadas) que se enfrentan a la pandemia con la desnudez de su condición paupérrima. 


Finalmente, la exterioridad biológica, la no-humanidad. La naturaleza en su faceta «cruel», puras garras y colmillos: el virus. Aunque el virus esté hecho con el material de nuestros propios cuerpos y acabe habitando en nosotros como en su propia casa.

El mundo que nos sobreviva

El presidente español, Pedro Sánchez, se dirigió hoy a la ciudadanía para pedirle que se prepare: los datos que recibiremos en los próximos días serán psicológica y emocionalmente devastadores. La tristeza y la angustia acompañará nuestra reclusión colectiva. Pero, ¿qué quiere decir prepararse en estas circunstancias?

No se trata únicamente de los números: 30.000 infectados, 2.000 muertos, y las cifras van en ascenso, sino de la microfísica de la catástrofe. 


Las autoridades sanitarias nos dicen que, como ocurrió con el hundimiento del Titanic, no alcanzan los botes para salvar a todos. No hay suficientes recursos. En Italia, leemos consternados, se desconecta de los respiradores a los ancianos para salvar a los más jóvenes. Y en las UCIs españolas solo se atienden a aquellos cuya salvación es viable. Mientras tanto, se improvisan hospitales de campaña y se refuerza con residentes y estudiantes de medicina las adelgazadas tropas sanitarias. Pero todo esto no es gratis: 3500 de esos sanitarios están a día de hoy infectados con el virus.

Mientras tanto, otra fotografía da cuenta del peligro que acecha a la humanidad en su conjunto. En las portadas de los diarios argentinos, el presidente Alberto Fernández recorre en helicóptero el espacio aéreo de la capital del país con el propósito de comprobar el cumplimiento estricto de la cuarentena decretada hace unos días. 


En Europa, llega en medio de la tristeza omnipresente, la primavera. Desde la ventana de mi apartamento, veo el Mediterráneo, e imagino las playas desiertas. El cielo está muy azul, el aire limpio. Pero el brillo del sol de este día de domingo no disuelve la tristeza del luto que envuelve a todo el país. 

En América Latina, en cambio, llega el otoño, y con ello, el frío y la humedad. Si el proceso se repitiera como en Europa, el pico de la epidemia encontrará a millones de latinoamericanos que viven en chabolas precarias, en los barrios pobres y abarrotados, en el peor escenario. Es urgente frenar el contagio.

Pero la crisis sanitaria solo es el comienzo de una larga crisis: recesión, desempleo, pobreza, y amenazas de populismos xenófobos y nacionalismos enfermos.

Más allá de la oportunidad y el peligro

Los ortodoxos neoliberales se han quedado sin argumentos. El BCE ha sido contundente: barra libre para inyectar dinero con el fin de afrontar la crisis, y luz verde a los Estados miembros (pese a la reticencia alemana) para flexibilizar sus políticas fiscales con el objetivo de emprender sus planes de reconstrucción futura.

Por su parte, el FMI ha sido taxativo respecto a sus programas de re-endeudamiento y ajuste estructural, como el que propiciaron en la Argentina Mauricio Macri y sus «Newman’s boys». Hay que deshacer el desaguisado, asumir la responsabilidad del organismo, promover una quita entre los tenedores de deuda y reordenar los cronogramas de pago por razones que podríamos llamar «humanitarias», pero que implican, en cualquier caso, un cambio de ciclo ideológico.

Sin embargo, ni el entusiasmo por la oportunidad que escondería supuestamente la crisis, ni el pesimismo que delatan los relatos más catastrofistas, hacen justicia con la situación que enfrentamos. Avanzamos hacia territorio desconocido, inexplorado. La crisis de legitimidad que afecta a todos los órdenes institucionales de nuestras sociedades capitalistas se ha visto confirmada por la incapacidad de las élites globales de afrontar de manera mancomunada la tragedia.

La reconstrucción social, económica y política del mundo exigirá un talento que no está a la mano de nuestros líderes actuales, ni es parte de su know-how basado en prácticas destructivas, la glorificación de la competencia, y el crecimiento a cualquier precio. Un hecho que ponen en evidencia las lealtades políticas e institucionales en este país, y el ventajismo inherente de aquellos que no le hacen asco a las muertes que se multiplican, ni a la tragedia personal de millones ante el miedo y la angustia que atenaza sus corazones.

Re-educación emocional

En este punto lo objetivo-institucional confluye con lo subjetivo-imaginario. Necesitamos reeducarnos psicológica y emocionalmente para afrontar el futuro inmediato y el futuro posible que se abre ante nosotros más allá de la oportunidad y el peligro.

Reeducarnos psicológica y emocionalmente conlleva, en primer lugar, volver a aprender a discernir, individual y colectivamente, entre lo urgente, lo importante y lo superfluo en todas las dimensiones de nuestras relaciones sociales: las de la producción, la circulación y el consumo, como diría Marx.

En segundo lugar, volver a pensar esa palabra que con tanta ligereza evocamos para exigir derechos, pero que en raras ocasiones tiene tiempo para el otro: «libertad» 


Los individuos somos libres en la medida que seamos capaces de enfrentar nuestros miedos. Algo semejante ocurre con las sociedades, que deben ser valientes sin ser temerarias. Nuestra reacción ante la crisis ha pecado de ambos extremos: la falta de coraje y la temeridad acrítica y frívola. El futuro exige que transitemos caminos oscuros, con precaución, es cierto, pero con valentía para encontrar la luz que todos añoramos iluminará a las generaciones futuras.

Finalmente, reeducarnos en un nuevo sentido de la responsabilidad, que esté basado, no solo en el ideal de igualdad y fraternidad, sino en un genuino compromiso por una nueva construcción institucional que haga de esos ideales abstractos, experiencias concretas de todas y de todos. 


Los límites de este mundo 

Líderes religiosos como el Dalai Lama o el Papa Francisco han insistido durante muchos años en este punto: el único mundo viable o sostenible es uno construido sobre el amor incondicional y la responsabilidad universal, entendidas estas como formas perfeccionadas de los «derechos humanos» abstractos. El amor, el anhelo genuino de contribuir a la felicidad concreta (material, psicológica y espiritual) de todas y de todos, y la responsabilidad universal frente al sufrimiento y la finitud que somos, que incluye también el cuidado de la casa común.

Frente a esta pasión responsable se alzan las respuestas que articulan quienes defienden perspectivas estrechas, xenófobas y excluyentes, exacerbadas por los usos y abusos de una globalización oligárquica, neoliberal y guerrera, que ha profundizado la desigualdad y ha convertido a la violencia en el pan nuestro de cada día.


La clave, entonces, más allá de las oportunidades y los peligros que se dibujan dentro del mundo conocido que habitamos, está en las «exterioridades» que nos negamos a reconocer, en los límites de alteridad que definen nuestras identidades fetichizadas. Atrincherados frente a los peligros que nos acechan, exigimos una inmunidad biológica y una impunidad moral que no son cosas de este mundo. 

¿ESTADO DE EXCEPCIÓN?


La tercera ola 


Tedros Adhanom Ghebreyesus, el presidente de la Organización Mundial de la Salud, ha advertido que la «tercera ola» de la pandemia será especialmente agresiva con las personas más vulnerables del planeta. Si en los países ricos de la Unión Europea la pandemia se ha desatado con los gobiernos con el paso cambiado, con escasez de recursos, y una desorganización y des-coordinación que está haciendo estragos, la falta de previsión en los países más pobres, y la des-coordinación a la hora de implementar las estrategias de contención o destinar recursos, puede hacer que la tragedia se vuelva aún más letal.

La decisión del gobierno de Alberto Fernández de imponer una cuarentena obligatoria a toda la población es una buena noticia. El ejemplo italiano y español demuestran que las dilaciones se pagan caro. Los muertos se multiplican exponencialmente con el correr de los días, y los costos socio-económicos se acumulan con cada día que pasa sin tomar medidas contundentes para contener la expansión de un virus que, repitámoslo, no es una gripe, ni se transmite como una gripe, además de haber dado muestra de un nivel muy alto de contagio, especialmente cuando no se hace nada para interrumpir la cadena de transmisión. El caso español, una vez más, es una evidencia de lo que no se debe hacer. El gobierno argentino ha tomado buena nota, y está haciendo sus deberes. La oposición, por el momento, acompaña.

Sin embargo, como advierte el presidente de la OMS, la amenaza letal que afecta «teóricamente» a todos por igual, se cebará con mayor violencia sobre las poblaciones vulnerables. Para empezar, cuando dibujamos con trazo grueso el mapa del mundo, para las regiones pobres, como África, se prevé una catástrofe humanitaria de dimensiones colosales, a menos que se logre articular una respuesta. Hasta el momento, África ha detectado solo 600 casos en todo su territorio, lo cual representa un número insignificante si se lo compara con los miles con los que cuenta cada uno de los países europeos. Sin embargo, debido a la escasez de pruebas a la población, el dato no resulta verdaderamente significativo. 

El centro y la periferia

Ahora bien, un dibujo más detallado nos obliga a trazar otras líneas de vulnerabilidad. Efectivamente, la desigualdad mata. Incluso en una ciudad como Barcelona, en épocas de «normalidad», la esperanza de vida difiere de un barrio a otro entre 5 y 8 años. Las razones son obvias. Si esto es así sin una amenaza global en el horizonte, se potenciará en momentos en los que vivimos. 


En este contexto, cobra significación la afirmación de Pedro Sánchez, presidente de la coalición de gobierno PSOE-Unidas Podemos, de que «no se abandonará a nadie». Lo cual, bien visto, pone en evidencia el abandono sistemático de amplios sectores de la ciudadanía que ha caracterizado a todos los gobiernos españoles (y aquí incluyo a los gobiernos autonómicos) en las últimas décadas, obedientes con los axiomas de la ortodoxia neoliberal.

En América Latina, el trazo grueso de la desigualdad es sistémico, aún cuando es justo reconocer que el gobierno de Macri y sus aliados radicales han hecho estragos en la población más vulnerable, extendiéndola cuantitativamente, y debilitándola cualitativamente hasta convertir las cifras de pobreza e indigencia en números vergonzantes. En estos sectores, la pandemia, en caso de no contenerse, producirá también una tragedia. 


¿Qué implica un estado de alarma?


Por otro lado, mientras las corporaciones farmacéuticas compiten por encontrar una respuesta contra el virus y el diseño de una vacuna, los Estados y las organizaciones humanitarias se enfrentan a un desafío desconocido. Para los sectores más vulnerables el confinamiento es más difícil o incluso imposible de implementar sin un cambio de paradigma. En las últimas horas hemos sabido, por ejemplo, que la policía local en Catalunya, ha multado a personas en situación de calle (indigentes) por incumplir el decreto de confinamiento. El absurdo de la noticia pone al descubierto la complejidad a la que nos enfrentamos. Estamos hablando también de sectores de la población que sufren profundas carencias previas, y que, por ello mismo, además de la asistencia sanitaria, exigen, ahora mismo,
 la implementación de políticas de integración que hagan viable las estrategias de contención que afectan a la sociedad en su conjunto

El gobierno español ha dado muestras de que es posible poner en cuarentena al sacrosanto derecho de la propiedad privada. El ejecutivo se ha hecho, en un parpadeo, con el control de los servicios de sanidad privada para enfrentar la crisis y ha confiscado recursos en manos de especuladores por razones de salud pública. 


También ha impuesto una moratoria hipotecaria a los bancos, además de prohibir a las empresas de servicios la interrupción de suministros esenciales para la población. En momentos en los que recibimos noticias de la extensión de facto del período de cuarentena por parte del gobierno, que en las últimas horas ha ordenado el cierre de todos los alojamientos hosteleros del país y avanza sobre algunos de ellos para recluir a los contagiados ante el colapso del adelgazado sistema hospitalario, resulta de sentido común garantizar un ingreso básico a las familias para que puedan enfrentar lo que se viene. 

¿Para qué sirve la democracia?

Pero medidas de este tipo exigen otra mirada por parte de la sociedad. Como señala el filósofo argentino Ricardo Forster, “los mitos fundamentales de nuestro imaginario contemporáneo se derrumban estrepitosamente junto con la expansión de la pandemia”. Y se interroga:

«¿Quién nos protege ahora que el Estado ha sido jibarizado con la anuencia de los mismos que hoy le exigen a los gobernantes que se hagan cargo de subsanar lo que ellos desarticularon?»

No se pueden exigir medidas de crisis, sin conceder poderes extraordinarios que pongan en entredicho los fundamentos míticos de nuestras sociedades neoliberalizadas. El desafío consiste, como señala Mario Wanfield en Página12, en encontrar el equilibrio entre decisionismo y diálogo, pero sabiendo que ese equilibrio es visualmente asimétrico. El Estado debe imponer su respuesta con la legitimidad que exige la supervivencia de su población, especialmente, la de los estratos más vulnerables.

En ese sentido, tanto en España como en América Latina, la presencia policial y militar debe disuadir, no solo ni especialmente a los ciudadanos de a pie, quienes, como hemos visto, son propensos a desoír las advertencias de las autoridades sanitarias, sino y con mayor énfasis, a los sectores privilegiados de la sociedad que se resisten, no solo a quedarse en casa, sino a desatener su responsabilidad social, aferrados a una visión hoy ya caduca de lo que implica ser una persona en un mundo integrado e interdependiente en peligro, y la responsabilidad que ello supone. 


El poder del ejecutivo, y del sistema democrático en su conjunto, debe mostrar su fuerza y su determinación frente al poder corporativo, cuando este intenta, como ocurrió en el pasado reciente, sacar tajada de la crisis o eludir la responsabilidad que supone para ellas su integración en una economía que, por vez primera en las últimas décadas, debe priorizar la integridad de la ciudadanía por sobre los intereses del capital. 

Wolfgang Streeck explicaba recientemente, y así lo hemos comentado en algún post anterior, que en las sociedades contemporáneas se enfrentan por hacerse con el poder de decisiones (1) la democracia del pueblo vs (2) la democracia del mercado. En un momento de crisis como el que vivimos, la democracia del pueblo debe prevalecer, y las élites que toman decisiones a espaldas de las mayorías, deben ser forzadas, si es necesario, a obedecer el mandato soberano, especialmente cuando lo que está en juego es la vida misma.

Habrá quienes piensen que afirmaciones de este tipo animan a un autoritarismo desbocado. Lo cierto es 
que la democracia, entendida como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, exige en estos momentos un cambio de rumbo, una reorganización de nuestras prioridades, acentuar el cuidado de los más débiles, los abandonados, y no solo por ellos, sino por el bien de todos. Y eso significa dejar atrás una época atrapada en el malsano ensueño de una libertad arbitraria, reservada exclusivamente para los dueños del dinero.

¿VOLVER A LA NORMALIDAD?


Aunque la pandemia está aún en curso, sabiendo como sabemos que todos los fenómenos son transitorios, hemos de pensar a qué mundo «queremos regresar». Ahora bien, tenemos que ser conscientes que no se vuelve para atrás en la historia, que la idea misma de «volver a la normalidad» está desencaminada. Esconde dos falacias que es preciso identificar si queremos avanzar en una agenda solidaria e incluyente de futuro que sea capaz de poner límite, e incluso superar, la lógica del capital, y que eluda las tentaciones nacionalistas fóbicas y excluyentes que se multiplican en toda la geografía del planeta.

Primera falacia sobre el pasado

La pretensión de que el orden capitalista es la «normalidad». Es decir, la creencia de que el capitalismo es el orden natural que refleja fielmente la ontología y el desenlace teleológico de lo humano.

Comencemos, por lo tanto, con una breve caracterización del capitalismo, y a partir de allí, intentar entender su carácter anómalo. Habría muchas maneras de plantearlo. En esta entrada me ceñiré a una dimensión que considero especialmente sugerente.

Uno de los pilares categoriales del análisis de Marx del capital es la distinción entre el valor de uso y el valor de cambio. Describamos el asunto con una ilustración. Pensemos en el lugar que habitamos con nuestra familia. El valor del inmueble en este caso se refiere a la utilidad que tiene para nosotros como lugar de refugio y convivialidad. La casa es el hogar. En las sociedades tradicionales, como explicaba Heidegger, el lugar de encuentro de los dioses, los seres humanos, el cielo y la tierra.

Por el contrario, ese mismo objeto, que para nosotros es el lugar donde vivimos nuestra vida común, es para el capitalista una inversión, con un cierto valor de cambio, que invita a su apropiación con el fin de producir ganancia y acumulación en su realización. Obviamente, señala Marx, el valor de cambio de una entidad (física o inmaterial) depende en última instancia del valor de uso que este tenga para alguien en algún momento y en algún lugar.

Ahora bien, las sociedades capitalistas, a diferencia de otras sociedades, no están organizadas para satisfacer primariamente las necesidades de los individuos. El telos o fin último del capital es la ganancia. Eso significa que nuestras relaciones sociales de producción, circulación y consumo solo secundariamente están motivadas para cubrir las necesidades de los individuos y los pueblos, porque lo que se prioriza, como hemos dicho, es la valorización del propio capital.


En el caso concreto que nos interesa en esta crisis, la sanidad, lo que se discuten son dos visiones de los servicios de salud. Un servicio de salud que prioriza las necesidad de los individuos, es decir, la sanidad como un valor de uso que prodiga el bien de la salud a la población, en contraposición a un servicio de salud cuyo propósito es la ganancia, y por eso mismo, excluye, discrimina, calcula, abandona a la población que no le sirve al capital para realizar su ganancia. El resultado está a la vista de todos, especialmente en aquellos países que han sufrido el flagelo de la «destrucción creativa» del sector público, y la consecuente privatización de los servicios. Sin embargo, tengamos en cuenta que esto vale tanto para la salud, como para la educación o la vivienda. 


Si bien es cierto que el capitalismo ha sido capaz de producir toda clase de bienes, que ha logrado generalizar el consumo de innumerables servicios, y con ello ha mejorado la existencia material de numerosos individuos, también es cierto que su ceguera inherente e ineludible (fruto de su propia lógica interna) ha acabado conduciendo al sistema al muro de sus propios límites: (1) la sobreexplotación y la desigualdad creciente de sectores cada vez más extensos de la sociedad; y (2) la destrucción de las condiciones de posibilidad de la vida humana en la Tierra.

Como el propio Marx reconoce, no cabe negar el «poder civilizador» del capitalismo. Pero es urgente interrogar sus presupuestos y comprender su efectividad a largo plazo. El orden capitalista no es un fenómeno natural o el telos hacia el cual se dirigía la humanidad ineludiblemente en su proceso evolutivo. El capitalismo no es el fin de la historia. Y cada crisis nos pone frente a la oportunidad de sopesar sus alternativas. Nuestra aprehensión ideológica, fetichista del capitalismo como un orden natural es el efecto, en primer lugar, del olvido de su carácter histórico y, por ende, el olvido de su continua e inexorable mutación y eventual discontinuidad.

Segunda falacia sobre la historia

El tiempo histórico tiene una dirección definida e inexorable. No podemos volver atrás. La ilusión conservadora es tan perversa teóricamente como la pretensión de dar saltos revolucionarios al abismo de la historia. Ningún acontecimiento surge de manera arbitraria. La voluntad no es suficiente (aunque sí necesaria) para cambiar o sostener nuestras alternativas en el devenir histórico. Son inexcusables sus causas y condiciones.

Ahora bien, sembradas esas causas y condiciones, sus efectos, a menos que estas sean radicalmente exterminadas, se manifestarán necesariamente. También sabemos que los asesinatos de los hijos de Belén por Herodes no bastaron para impedir la promesa del Mesías.

Por lo tanto, la historia no vuelve para atrás, aunque nunca abandona enteramente lo que ha dejado en el pasado, e incluso cuando lo olvida, no puede evitar sus efectos. La crisis del 2008-2009 no salió de la nada, aunque todos los economistas ortodoxos fueran incapaces de predecirla, ni los atentados del 11S fueron exclusivamente el resultado arbitrario de un grupo terrorista comandado por Osama Bin Laden. Tampoco la caída del muro de Berlín fue fruto de la espontánea voluntad popular de los alemanes del Este. Cada uno de estos eventos, como otros que le precedieron, fueron el resultado de precisas causas y condiciones que le antecedieron haciéndolos posibles. Cada uno de estos eventos representa, además, el final de un ciclo histórico corto en el cual cierta presumida normalidad se vio trastocada.

Sobre el futuro

Después de esta crisis no volveremos a la imaginaria normalidad que algunos añoran. No volveremos impunemente a las injusticias que hoy se ocultan detrás del temor a los contagios del COVID-19 y las cifras de víctimas que crecen con el correr de los días.

Aquí en España, la ciudadanía le dijo ayer de manera fuerte y clara a la monarquía que la crisis sanitaria no será una excusa, no servirá como borrón y cuenta nueva frente a las ignominias y engaños del monarca del «¡¿Por qué no te callas?!».

Pero eso no significa que permitiremos que los nacionalismos excluyentes que promueven las élites locales, como aquí en Catalunya, roben a sus ciudadanos el derecho al reconocimiento de su propia diferencia y al trato igualitario, pretendiendo imponer en nombre de una ideología conservadora una ingeniería social de normalización.

Como señala el filósofo Slavoj Zizek, al comienzo de la crisis, el COVID-19 se interpretó exclusivamente como un acontecimiento que estaba poniendo contra las cuerdas al gobierno chino y anunciaba, más temprano o más tarde, un cambio de régimen. Sin embargo, las cosas parecen estar tomando otra dimensión. A esta altura, el virus se está convirtiendo en algo mucho más profundo, una amenaza al sistema capitalista global, un síntoma de que no podemos seguir el camino en el que estamos, que necesitamos un cambio radical.

Efectivamente, el mundo está patas arriba, y nosotros tenemos que ser implacables con nuestras demandas. Lo mínimo en España es lograr de inmediato una renta básica. Pero no debemos conformarnos con ello: necesitamos más libertad, más igualdad, y más solidaridad en todas las esferas, locales, regionales, estatales y globales.

En España, se equivocan quienes interpretan el malestar terminal contra la monarquía como un signo del triunfo de su lucha por el reconocimiento de sus privilegios. Nuestra batalla tiene dos frentes: contra el capitalismo salvaje, y contra las falsas promesas que encarnan los nacionalismos excluyentes de variados colores. 


Como señala Naomi Klein, momentos de shock como el que estamos viviendo son tremendamente volátiles y peligrosos. La retórica del COVID-19 esta al servicio de numerosas, solapadas y contradictorias agendas. Debemos estar atentos y estar convencidos de nuestros principios ético-políticos para que estos nos guíen en la oscuridad de la reconstrucción que nos proponen. Es cierto que no podemos volver al pasado, pero también es cierto que el futuro es hoy.

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