EL NUEVO REALISMO Y LA DIALÉCTICA DE AYRA NĀGĀRJUNA


I

Una de las fortunas que tuve en la vida fue vivir en India durante casi diez años. Allí me encontré con las enseñanzas budistas, me ordené como monje y estudié los clásicos del pensamiento indio, Nāgārjuna y Shantideva, a través de los ojos de quien yo considero su más importante intérprete tibetano, Lama Tsong-khapa.

En estos días se está discutiendo con cierta insistencia el tema del «nuevo realismo» en el cual se asocian, quizá de manera apurada, autores tan diversos como Charles Taylor, Hubert Dreyfus, Gabriel Markus o Quentin Meillassoux. 


Todos estos autores proponen (1) un regreso a algún tipo de realismo robusto que nos libere de un tipo de cautividad impuesta por la tradición epistemológica «de Descartes a Rorty», como dicen Dreyfus y Taylor, pero también, (2) la superación del trasfondo tácito que es la base sobre la cual se articulan nuestras prácticas sociales y nuestras instituciones contemporáneas. 

Aunque la tradición posmoderna, en todas sus formas, se presentó como un movimiento aparentemente «anti-epistemológico», fue en realidad la versión opresiva de la libertad promovida por la deriva anarquizante de pensadores como Foucault que, tal vez de manera involuntaria, como plantea Nancy Fraser en su Fortunas del feminismo, acabó convirtiéndose en el compañero de viaje del neoliberalismo. De este modo, el posmodernismo cultural y el capitalismo neoliberal, como señaló tempranamente David Harvey en The Condition of Postmodernity, se abrazaron para dar forma al mundo que hoy se encuentra en crisis. 

II

En esta nota traigo a colación algunas estrategias que Arya Nāgārjuna articuló en sus obras, especialmente su Mūlamadhyamakakārika (Tratado del Camino Medio) con el propósito de tender una mano a los nuevos realistas utilizando un tipo de argumentación que puede resultar sugerente, con el fin de evitar una tentación habitual entre algunos de quienes se suben al nuevo carro del realismo, que consiste en convertir la respuesta al posmodernismo en una nueva forma de conservadurismo. 

O, para decirlo a la manera de Clifford Geertz en la época en la cual la fiebre posmoderna aún afectaba nuestra racionalidad: de lo que se trata no es simplemente de articular una anti-epistemología, sino más bien, la de ofrecer una respuesta «anti-anti-epistemológica».

En este marco, apunto algunas ideas que se desprenden de la posición de Nāgārjuna. En mi interpretación, el filósofo indio está lejos de poder ser asociado al nihilismo, como sugieren algunos autores budistas e intérpretes occidentales. En mi caso, lo asocio a un tipo de realismo robusto, «comunitarista», pero también «pluralista» - de allí su gracia - que puede asistirnos en las reflexiones que estamos desplegando. 

Enumero: 

1) Nāgārjuna y sus seguidores sostienen que todos los fenómenos condicionados (finitos) surgen en dependencia de causas y condiciones. Entienden la causalidad de manera amplia. No solo piensan (a) en el modo en el cual son producidos los fenómenos impermanentes; sino también (b) en la dependencia «mereológica», es decir, la que se establece entre las totalidades y sus partes, en ambos sentidos; y (c) la dependencia funcional y pragmática de las entidades en relación a los mundos-de-vida o juegos de lenguaje en los que son reconocidos como tales. Esta dimensión se asocia generalmente a una suerte de nominalismo. 

¡Todo esto discutido en el siglo II de nuestra era!

2) Esto último lleva a estos pensadores a la siguiente conclusión: el surgimiento dependiente (pratītyasamudpāda) es un signo de que los fenómenos están vacíos de existencia intrínseca (están vacíos de esencia - svabhāva). Si su existencia depende de causas y condiciones, eso significa que, cuando se descontinúan esas causas y condiciones, el fenómeno deja de existir. A esa ausencia de existencia inherente, a ese «vacío» de esencia, lo llaman «vacuidad» (sūnyāta).

3) La vacuidad niega un tipo de existencia, no la existencia in toto. La existencia negada es la inherente o esencial. Pero esto deja intacta la existencia convencional o nominal. Obviamente, para una persona que aún no ha descubierto el sentido de la vacuidad, la negación de la existencia inherente parece referirse a la negación de la existencia en general. Por ese motivo, algunos intérpretes consideran la posición de Nāgārjuna como nihilista.
Sin embargo, la conclusión es que todos los fenómenos existen «efectivamente» como fenómenos nominales, aunque no tengan un ápice de existencia inherente o intrínseca. Es decir, pese no tener esencia, su mera existencia nominal o convencional es suficiente para que produzcan efectos (de ahí su efectividad). 

4) Ahora bien, uno podría pensar que los budistas son antinormativistas, pero este no es el caso. La disciplina ética y meditativa exige una estricta normatividad. Y esto es así porque la única vida humana posible, de acuerdo con los budistas, es una vida éticamente responsable, lo cual implica, entre otras cosas, (1) restringir nuestras acciones negativas (dañinas en relación con nosotros mismos y con los otros), (2) el cultivo de virtudes como la generosidad, la paciencia o la atención plena, y (3) un sentido de responsabilidad universal, en el caso del Mahayana, que nos permita servir a nuestros congéneres y otros seres sentientes no humanos. 

Entonces, ¿cómo se entiende esta combinación de normas convencionales y vacuidad? 

6) Los budistas no pretenden vivir en una realidad sin normas. Lo que dicen es que las normas son siempre «instrucciones pragmáticas» para vivir y convivir. Las normas están allí para promover la felicidad y disminuir o eliminar el sufrimiento en todas sus formas. 

7) Ahora bien, esas instrucciones pragmáticas, cuando se absolutizan, suelen acabar siendo «injustas», porque no responden de manera precisa a la complejidad causal que supone la emergencia de los fenómenos y la perspectiva desde la cual estos fenómenos son percibidos como tales. De modo que las normas siempre son provisorias y revisables. Sin embargo, esa revisión no puede ocurrir fuera de un marco básico en el cual la discusión de dichas normas tenga sentido y puedan debatirse sus límites. La multiplicación ad infinitum de normatividades alternativas solo puede dar lugar al caos, a la atomización social, y a la incomunicación. 

III

Aquí no estoy fijando posición. Estoy simplemente poniendo de manifiesto dos cosas. 

1. Que esta discusión es muy antigua y transcultural. Es un problema que ha existido siempre, y al que todas las tradiciones deben enfrentarse. Porque las tradiciones (y nuestra discusión se enmarca dentro de una tradición, que es la de la filosofía occidental, la teoría crítica, etc.), como decía MacIntyre, no pueden entenderse sin sus sucesivas revoluciones.


Las tradiciones son una mezcla de conservación y cambio. Cuando lo tradicional se absolutiza (es decir, triunfa de manera partidista el conservadurismo, la fidelidad a un origen, o a un paradigma cerrado del mundo convencional), el anquilosamiento y la decadencia resultan patentes. 

Cuando la revolución se absolutiza, no hay lugar para el intercambio y solo hay pugna infinita, la guerra de todos contra todos, el fin de cualquier proyecto común.

2. En este sentido, estoy en la línea de los filósofos de la liberación latinoamericana que, como E. Dussel, sostienen que hemos de prestar atención a las dimensiones materiales, formales y fácticas de nuestras posiciones ético-políticas. 


La factibilidad se refiere a lo posible, a lo que verdaderamente puede ser articulado en un momento determinado y en un lugar determinado. 

Todos los órdenes socio-políticos son más o menos injustos. Para el anarquista puro, el «izquierdista» del que hablaba Lenin, la pureza se convierte en una maldición. Solo hay lucha, pero no hay sociedad posible. Para el conservador, cualquier movimiento fuera del orden vigente es una traición y un peligro para la sociedad. 

Hemos de tener en cuenta, por tanto:

1. La materia (la vida, la promoción de la vida, más allá de los órdenes sociopolíticos y económicos que la subsumen, la vida como exterioridad y fundamento de todo orden social);

2. la forma, el modo en el cual el lenguaje, la cultura, la política, la economía, y sus órdenes siempre transitorios y cambiantes, imponen sus constricciones, organizan y explotan la vida con el peligro recurrente de convertirse en un orden-para-la-muerte; 

3. y, finalmente, cuando respondemos a un sistema como el actual, convertido en lo opuesto a la vida, una totalización para-la-muerte, tenemos que tener en cuenta también la factibilidad, es decir, lo que es posible aquí y ahora, para contener y enfrentar a la muerte que avanza sobre nosotros.

LA PÉRDIDA


I


En los últimos días he hablado con muchas amigas y amigos, telefónicamente o por videoconferencia. Quería saber cómo estaban viviendo este momento, quería saber de sus pérdidas, de sus miedos, de sus expectativas. Los he escuchado, a veces durante horas, tratando de entender sus perspectivas, poniéndome en sus zapatos. 

Como suele decirse, cada uno de nosotros es un mundo, y el confinamiento confirma este lugar común. Nuestras experiencias son semejantes, pero los dramas que cada quien sufre en su carne son irreductibles a los padecimientos de quienes le rodean. 

A algunas de mis amigas y amigos les he pedido que me escriban un texto sobre la crisis. Mi idea era publicarlos para componer un collage de impresiones, ideas, propuestas que, conjuntamente, nos puedan ayudar a guiarnos a nosotros mismos en la búsqueda de un futuro que ahora parece inimaginable. Porque, si en un principio parecía que la pandemia traía consigo una oportunidad, «otro mundo posible», ahora da la impresión que el camino que tenemos por delante será largo y oscuro, una especie de purgatorio, en el cual deberemos enfrentarnos a todos los «pecados» cometidos en nuestra existencia previa. 

II

Eso que llamamos «la política» tiene su manera de hablar del pasado, del presente y, sobre todo, del futuro. Tiene su propia manera de «nombrar» lo que tenemos por delante.

Nosotros, los ciudadanos de a pie, que también «estamos, somos y hacemos» ineludiblemente política, pero que no somos «la política», tendremos que encontrar nuestra manera de nombrar y lidiar con la pérdida de nuestro pasado, asumir nuestro presente, e imaginar nuestro futuro posible. 

«La política» europea, por ejemplo, habla de «reconstrucción». Las alusiones al «Plan Marshall» se repiten continuamente. El dinero, se dice, hará el milagro. Bastará que inyectemos inversiones y voluntad para la reconstrucción y saldremos adelante. Efectivamente, se trata de insuflarnos con ese espíritu voluntarista que ha marcado a nuestra civilización moderna. La figura es la del buen líder, guiando a su pueblo a través del desierto para alcanzar la Tierra prometida. 

Pero el nombre «reconstrucción» no suscita ya el mismo entusiasmo. Son demasiados los peligros y las amenazas que enfrentamos, y demasiadas las promesas incumplidas detrás de ese nombre. No podemos asumirlo, sin más. 

De este modo, a la promesa de reconstrucción respondemos con una suerte de melancolía generalizada. No es descabellado pensar que, como Aaron en el desierto, nos dejaremos tentar con algún fetiche sustituto para aplacar nuestra tristeza. Los nacionalismos, la xenofobia, los liderazgos autoritarios, la construcción de chivos expiatorios, nunca están lejos como candidatos para asumir esos roles sustitutos.

Pero esta oscilación entre voluntarismo y melancolía no debería sorprendernos. Es la dicotomía que caracteriza nuestro espíritu moderno y contemporáneo, el peculiar identikit de nuestra cultura bipolar.

III

En este contexto recordé la lectura de Precarious Life, el libro de Judith Butler que más me impresionó. En él, la autora estadounidense ofrece un análisis de la identidad que merece destacarse en estas horas para echar luz sobre lo que exige el momento que vivimos en términos psicológicos y espirituales. 

Para Butler, toda pérdida es una pérdida de nosotros mismos. Esto supone que cualquier diagnóstico que hagamos del presente debe tener en cuenta la posibilidad de que estemos pasando por un «duelo no superado». 

Para analizar la cuestión, Butler se enfrenta a la posición ambivalente que Freud mostró en sus escritos sobre el duelo. A la pregunta: ¿cómo superar con éxito una pérdida? Freud propuso dos respuestas diferentes. 

En primer lugar, señaló que debíamos ser capaces de cambiar un objeto de apego por otro. Una persona amada muere, un mundo se derrumba, una experiencia significativa llega irremediablemente a su fin. La primera propuesta de Freud fue que debíamos apartar nuestra mirada del objeto perdido y encontrar un sustituto. 

La retórica política tiene ese tinte voluntarista. Aquí, en España, la pandemia dejará - además de decenas de miles de muertos que ya se contabilizan; los cientos de miles de personas que habrán superado la gravedad de la enfermedad pero llevarán las marcas del miedo en sus cuerpos y memorias; y las millones de personas infectadas que habrán perdido la falsa presunción de inmunidad que ha marcado nuestra manera de estar-en-el-mundo durante el último siglo - pero, además, decía, dejará trás de sí a una población que no ha podido llorar a sus muertos, que no ha podido despedirlos, ni siquiera enterrarlos, una población que no ha podido abrazarse en el dolor ni consolarse, una población que ha debido mirar higiénicamente a sus congéneres para cumplir el mandato político de un confinamiento necesario, eso sí, pero que no nos ahorrará por ello los trances que nos impone nuestra innata compasión, el reconocimiento de que somos exclusivamente con los otros. 

En este escenario, la política nos dice: «reconstruiremos nuestro país», o «reconstruiremos el mundo», volveremos a poner ladrillo sobre ladrillo, y haremos de esta catástrofe una oportunidad para ser mejores.

Pero, una parte importante de la sociedad no cree ya ingenuamente en este tipo de retórica. Nos miramos los unos a los otros sabiendo que detrás de las palabras se esconde una cierta cobardía inevitable, de ocasión. Ocurre como con los amigos que, al intentar darnos ánimos en nuestra lucha por superar el duelo de una pérdida, desnudan sus temores proponiéndonos distracciones que nos ayuden a tapar nuestras angustias. Nosotros sabemos que no hay distracciones que valgan. Que la única manera de responder a ese duelo es mirando a la cara al sufrimiento que la pérdida nos provoca. 

IV

En ese sentido, Butler nos recuerda que Freud vaciló en su respuesta a la pregunta «¿cómo superar con éxito una pérdida?», y propuso una segunda solución a la angustia, que consistía en incorporar la perdida dentro de nosotros mismos, dando lugar con ello a una experiencia de melancolía. Dice Butler en su texto: 

Quizá uno llora una pérdida cuando acepta que por haberla experimentado uno será cambiado, posiblemente para siempre. 

Quizá el lamento consiste en aceptar que hemos de atravesar una transformación (quizá deberíamos decir someternos a una transformación) cuyo resultado completo no podemos conocer con antelación. 

Hay una pérdida, como sabemos, pero también un efecto transformativo de la pérdida, y esto que sigue no puede ser cartografiado o planeado. Uno puede tratar de elegirla, pero puede ocurrir que esta experiencia de transformación deforme la elección en cierto nivel. 

V

La política tiene que insuflarnos con una voluntad de renovación. Efectivamente, el mundo exige un cambio de rumbo, una respuesta a la altura del sufrimiento inmediato que vivimos, pero también al prolongado malestar que todos arrastramos al enfrentamos diariamente a las imágenes de desigualdad y destrucción que vivimos en carne propia o nos rodean por todos lados, incluso a aquellos privilegiados que miran la pobreza y la contaminación que experimenta el pueblo llano desde los atalayas de sus «sociedades desarrolladas» o «barrios cerrados». 

Pero el voluntarismo político no puede esconder la melancolía que, de un modo u otro, subyace en todos nosotros. 

Es cierto, el mundo que dejamos atrás no era un buen mundo, ni siquiera el mejor de los mundos posibles. Pero era nuestro mundo, y nosotros éramos ese mundo. Ahora ese mundo ya no está y no puede regresar. No sabemos qué nos deparará el futuro, y nuestras mejores intenciones tampoco pueden garantizarnos demasiado. 

Sin embargo, sabemos que no basta con cambiar el foco de nuestra atención para eludir la angustia que significa nuestra pérdida. No basta con pensar en «otro mundo posible». El tránsito exige, también, o quizá primeramente, un duelo. No solo un duelo por el mundo que hemos perdido, sino porque en esa pérdida también nos hemos perdido a nosotros mismos.


NOSOTROS ESTAMOS

PARA EL PREÁMBULO DE LA CONSTITUCIÓN DEL MUNDO FUTURO


«Una figura nos tuvo cautivos. 
Y no podíamos salir, 
pues [la figura] reside en nuestro lenguaje 
y [el lenguaje] parece repetírnosla inexorablemente».
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas.  

«Para "ser" se necesita un andamio de cosas, empresas, conceptos
todo un armado perfectamente orgánico, 
porque, sino, ninguno "será" nadie . 
"Estar", en cambio, se liga a una [falta] de armado, 
apenas una pura referencia al hecho de haber nacido, 
sin saber para qué, pero sintiendo una rara solidez en esto mismo, 
un misterio de antiguas raíces». 
Rodolfo Kusch, De la mala vida. 

«No te pido que los retires del mundo, 
Sino que los guardes del Maligno. 
Ellos no son del mundo, 
Como yo no soy del mundo» .
Juan 17:15-18




Una figura nos tuvo cautivos

1.  Vivimos inmersos en un sistema de vida meritocrático y competitivo, que nos empuja continuamente a la explotación y a la lucha de todos contra todos para lograr la mera supervivencia, menoscabando con ello nuestra capacidad de reconocernos los unos a los otros, de reconocer lo que nos es común.

2. Atrapados en la imagen que hemos fabricado de nosotros mismos, como especie humana, como colectivos particulares y como individuos, y atrapados en las figuras que proyectamos sobre el mundo, trajinamos incansablemente afirmándonos y manipulando la realidad.

3. Ser y hacer son nuestros desvelos, a desmedro de nuestro mero estar-en-el-mundo. 

4. «Ser» es aquí el nombre de la identidad y de la diferencia, de la afirmación y de la negación de lo que existe.

5. «Hacer» es aquí el nombre de la manipulación, de la instrumentalización y de la mercantilización de todo aquello que habita o es condición de habitación en el mundo.

6. Cautivos en estas figuras de dominación, hemos olvidado nuestra experiencia originaria, primitiva, el mero don de estar en la existencia.

7. Por consiguiente, necesitamos un nuevo punto de partida, que nos permita reconocer nuestro contacto directo con lo real. Necesitamos volver respirar sin escafandras ni barbijos, y encontrarnos con los otros cara-a-cara. 

Estar en el mundo, sin ser de este mundo

8. Propongo, entonces, que regresemos, sin pedir permiso, al Edén del que fuimos expulsados, que gocemos sin culpa de la mera experiencia de estar aquí, indiferentes al pecado que nos lanzó al ensueño de las representaciones: del bien y del mal, del orden y del desorden de nuestra existencia caída.

9. Propongo que nos permitamos estar simplemente en el cuerpo, sin necesidad de afirmar nuestro ser el cuerpo, ni sentirnos obligados a hacer nada con el cuerpo. Propongo que estemos sencillamente en sus pulsiones, en sus deseos, en sus aversiones, sin dejarnos arrastrar ni resistirnos a ellas.

10. Propongo que volvamos a la carne y a la sangre, que habitemos la finitud y la pasión, pero que no seamos meramente carne y sangre, sino que habitemos los placeres y los padecimientos libres de la exigencia de tener que definirnos o realizarnos a través de ellos.

11. Propongo que volvamos a nuestros sentidos, que los habitemos, que convirtamos las experiencias en nuestra casa, sin sentirnos obligados a definir, categorizar, ordenar y «escriturar» las apariencias. Estemos simplemente en los colores y las formas, como hace la luz impersonal del sol cuando reposa en los objetos que ilumina. Estemos simplemente en los sonidos, como hace la lluvia al crepitar sobre la tierra
. Estemos simplemente en nuestras sensaciones, como hace el agua, que al habitar su cauce se deja dibujar sus remolinos. 

12. Propongo que regresemos a la mente, libres de nuestros hábitos y nuestras obsesiones, y aprendamos a habitarla sin identificarnos ni hacer nada con ella. 


13. Propongo que volvamos a nuestros sentimientos, sin definirnos por ellos, ni ser forzados a actuar en su nombre. 

14. Propongo que estemos en los pensamientos, libres de los pensamientos; en las memorias, libres de las memorias; en las imaginaciones, libres de las imaginaciones que atraviesan fugazmente la consciencia.

15. Por todo esto sostengo que necesitamos adoptar un nuevo punto de partida: simplemente estemos, como está la gota de rocío cuando reposa fugazmente, durante apenas un instante, sobre la brizna que el sol ilumina y transparenta al amanecer, reflejando en ella un universo de relaciones infinitas. 

Más allá del individualismo y el tribalismo

16. «Estar» en el mundo, sin «ser» en el mundo, ni «hacer» nada con el mundo. Estar en la Tierra, sin ser en la tierra ni hacer nada con la Tierra. Transitar los paisajes inabarcables que nos ofrece sin necesidad de plantar nuestra bandera ni fundar nuestro linaje.

17. Pobres, vulnerables, mortales: así estamos finalmente todos en el mundo, aunque finjamos otra cosa
. Por lo tanto, nuestra primera tarea consistirá en cultivar la generosidad y la paciencia y, con ello,  el amor que exige la custodia maternal de un recién nacido: el mundo nuevo que se asoma. 

18. De eso se trata, de estar con los otros, cara-a-cara, sin ser frente a los otros, o ser contra los otros, ni pretender hacerlos a nuestra imagen y semejanza.

19. De este modo, el nuevo mundo rechazará (1) cualquier articulación que se funde en la afirmación privilegiada del «yo-soy» y (2) cualquier formulación que legitime una identidad excluyente basada en la diferencia. 


20. El mero estar, la vida, como principio insuperable, será nuestra primera y última guía, a partir del cual construiremos los nuevos relatos y emprenderemos los nuevos proyectos para la comunidad futura, sin permitirnos el olvido al que habitualmente nos somete el ajetreo del ser y del hacer. 

Preámbulo para la constitución del mundo futuro

Por consiguiente, el nuevo mundo exige un tipo de constitución hasta ahora desconocida para la filosofía política. Una constitución fundada en la simplicidad primitiva de la existencia, que hoy se ve amenazada por el peligro de su extinción.

Por lo tanto, en la redacción del nuevo documento constituyente para el mundo futuro no valdrán las formulas que enfatizan un «ser nosotros, pueblo» excluyente, ni instituciones que establezcan una interioridad y exterioridades absolutas. Nuestras comunidades serán porosas, permitirán el flujo de la vida como el aire que circula a través de nuestros cuerpos, mezclando el adentro de nuestros órganos vitales con la atmósfera que nos contiene. 

El preámbulo de la nueva constitución comenzará diciendo: «Nosotros estamos», afirmando con ello nuestra renovada vocación de libertad, de igualdad y de fraternidad, contra todas las formas de explotación y opresión, contra todas las pretensiones de privilegios y desigualdad.  

«BARDO»: LA PANDEMIA COMO ESTADO INTERMEDIO


«Bardo»


Los budistas creen que la experiencia individual no ha tenido comienzo y no tendrá fin. De acuerdo con los budistas, esta vida concreta que estamos viviendo comienza con la concepción y el nacimiento, y acaba con la agonía y con la muerte. Pero el continuo de la experiencia individual se extiende hacia el sin principio del tiempo y proseguirá ineludiblemente hacia su sin-fin.

A diferencia de los creyentes teístas, judíos, cristianos o musulmanes, los budistas no creen en la creación desde la nada de un Dios todopoderoso del cielo, la Tierra y todos los seres que la habitan.

Tampoco creen, como los cosmólogos actuales, en una teoría del origen del universo como el Big-bang. En todo caso, sostienen que este universo es solo uno entre innumerables universos precedentes y otros incontables universos que le continuarán. En ese sentido, los budistas conciben la realidad como un «pluriverso».

En este contexto, después de la muerte, los individuos renacen en cualquiera de los innumerables escenarios existentes, en cualquiera de las formas de existencia posibles, en dependencia de las causas creadas en sus vidas pasadas, las cuales determinan los efectos materiales y espirituales que experimentarán en esas nuevas circunstancias. Las acciones que los budistas definen como moralmente positivas, producen experiencias agradables, felices. En cambio, las acciones definidas como negativas, producen sufrimiento.

En el budismo tibetano existe una formulación específica sobre el tránsito entre una vida y otra. Cuando la presente vida llega a su fin, el lazo de la mente individual con el cuerpo, el entorno y otros seres se interrumpe, la mente se vacía, como en el mito platónico del río Lete, y durante un período de tiempo indeterminado, el continuo individual es despojado de toda formalidad y contenido. Todas los esquemas y tendencias se suspenden. La consciencia queda desnuda ante sí misma.

Sin embargo, debido a las tendencias manufacturadas a través de las acciones pasadas durante incontables vidas, esa consciencia desnuda muy pronto reinicia su actividad, primero, transitando lo que los budistas tibetanos llaman «el bardo» o estado intermedio, en el cual, de manera cuasi-onírica, la consciencia va recreando las causas y condiciones de su renacimiento futuro. 


La mente excarnada, si el renacimiento fuera el de un mamífero, entraría en un óvulo fecundado en algún lugar de los incontables universos del espacio inconmensurable, para vivir una nueva vida y una nueva muerte. Volvería a creer que esa vida concreta es la única vida posible, y que la muerte que inevitablemente le sobrevendría sería la única muerte, la muerte definitiva

Lo real

La pregunta sobre lo real se ha puesto de moda en estos días. Aunque, a decir verdad, la palabra «moda» desmerece una necesidad comprensible que muchos de nosotros manifestamos, con especial insistencia en estos días aciagos que vivimos, de poder entender qué hay de apariencia y qué hay de realidad en nuestra experiencia del mundo.

De pronto, nuestro trajinar cotidiano se ha visto interrumpido y limitado. Confinados, estamos obligados, pese a las pataletas que expresamos en las redes, a recibir pasivamente las noticias sobre lo que está ocurriendo en el planeta y las decisiones gubernamentales encaminadas a resolver la encrucijada que vivimos.

El COVID-19 avanza impiadoso, destruyendo vidas, poniendo patas arriba nuestras instituciones, y manufacturando una crisis económica y social cuyas dimensiones son difíciles de cuantificar a esta altura.

En medio de este descalabro, hay quienes, como ya hemos señalado en artículos anteriores, se afanan por pensar cómo volver a la normalidad que antecedió a la pandemia. En todos los órdenes de nuestra existencia individual y colectiva hay quienes añoran esa «normalidad» perdida. Sin embargo, las puertas que la historia cierra a sus espaldas ya no pueden reabrirse. El futuro, ahora más que nunca, hay que inventarlo.

El mapa y el territorio

Comencemos, entonces, distinguiendo entre el mapa y el territorio. Como ocurre con cualquier representación, existe cierta distancia entre el documento cartográfico y la realidad que intentan representar. En algunos casos, las representaciones cumplen su función y nos ofrecen una descripción funcional para ciertos usos de la realidad en la que deseamos orientarnos. Pero esta representación solo puede lograrse falseando u ocultando aspectos de esa misma realidad que no conciernen a los objetivos pragmáticos específicos para los cuales fueron diseñados.

Un mapa político de un territorio determinado, por ejemplo, establece fronteras y limites jurisdiccionales, pero no dice nada sobre la orografía del territorio representado, ni sobre la flora y la fauna que lo habita, y viceversa. La realidad representada siempre está basada en nuestros intereses y perspectivas pragmáticas. Dejarnos tentar por las apariencias consistiría, en este caso, en confundir el mapa con el territorio: fetichizamos la realidad representada como si fuera la cosa misma, y acabamos cautivos de toda clase de arbitrariedades. Las palabras no son las cosas, solo las representan.

La pandemia y sus apariencias

Cuando hablamos de la pandemia, ¿de qué hablamos? De muchas cosas. Los científicos tienen su versión. Los economistas, la suya. Los políticos tienen otra. Los distribuidores y comercializadores de artículos de primera necesidad, otra diferente. Los distribuidores y comercializadores de artículos prescindibles, otra muy diferente. Los enfermos graves que se han recuperado cuentan la enfermedad de un modo; los que la han padecido de manera leve, de otro modo; los que se han muerto no pueden contar su versión, pero el dolor de sus familiares y las imágenes de funerarias abarrotadas con cadáveres hablan por sí mismas.

De igual modo, el confinamiento no se vive de igual modo en todos lados. No es lo mismo pasar la cuarentena en un barrio exclusivo, «cerrado», como los que abundan en América Latina, con jardín y piscina, que pasarla en un barrio pobre, en una chabola precaria donde convive una familia numerosa.

La pandemia es un nombre que hace referencia a dimensiones sanitarias, económicas, políticas, jurídicas y medioambientales, pero también a la vida concreta de los hombres y las mujeres que luchan por la supervivencia, temen la pérdida de la «normalidad» en la que estuvieron inmersos hasta el día en el cual se desató la pandemia y se enfrentan a un futuro incierto que no acaba de mostrar su rostro.

El estado intermedio

La cuarentena se asemeja a los estados intermedios de los que nos hablan los pensadores tibetanos. Un mundo se ha disuelto de manera irreversible a nuestras espaldas. Después de una larguísima agonía, se produjo el desenlace. El esquema en el que vivíamos, el mapa que habitábamos, se ha vuelto inservible. La correspondencia entre lo representado en ese mapa y el territorio que ahora debemos explorar y recorrer tiene una utilidad muy limitada. El problema es que aún no tenemos o no conocemos un mapa alternativo para entender dónde estamos, ni hacía dónde queremos dirigirnos.

Los estados intermedios se caracterizan por la desorientación que sufren los individuos al verse despojados de todo punto de referencia. Eso es lo que empuja a las mentes a reaccionar de manera semejante al modo que lo hacía en circunstancias anteriores. Si hemos cultivado una vida virtuosa, nuestras decisiones y comportamientos en ese estado intermedio tendrán una cualidad análoga debido al hábito. De igual modo, si nuestras acciones han sido no virtuosas,  con la misma facilidad tenderemos a repetir nuestros patrones dañinos de comportamiento.

Reconocimiento

Sin embargo, el estado intermedio abre una ventana de oportunidad. Porque los esquemas dentro de los cuales funcionábamos se han vuelto transparentes, translúcidos. Es decir, se puede ver a través de ello, y comprobar su inadecuación o su limitada adecuación respecto a la realidad a la que se refieren.

Por ello es necesario recordar que el COVID-19 no ha inventado nuestra crisis económica, socio-cultural, política y medioambiental. Solo le ha dado la última puntilla para rematar la faena.

Llevamos hablando desde hace mucho tiempo de este momento que finalmente estamos viviendo, anunciando los peligros que se asomaban en el horizonte y la necesidad de un cambio radical que convirtiera en sostenible nuestros anhelos de vivir y de hacerlo plenamente.

Sin embargo, atrapados en nuestros patrones de comportamiento, en las inversiones envenenadas que han ido dando forma a las estructuras sobre las cuales eficamos nuestras vidas, no hemos tenido ni el coraje, ni la inteligencia para hacer ese cambio de manera consensuada para reorientar nuestra aventura histórica.

El COVID-19, una entidad minúscula, invisible, que carcome las entrañas de los humanos, transmitiéndose a través del aire que respiramos, el «espíritu» que nos inflama, ha destruido nuestras sofisticadas edificaciones socio-económicas y deslegitimado el orden jurídico-político que le servía de sustento. Dicen los datos que entre los efectos impensados de la crisis destaca que la enfermedad respiratoria ha hecho posible lo aparentemente imposible: reducir drásticamente los niveles de polución de la atmósfera. Paradojas…

El confinamiento es como un estado intermedio en el cual, debido a que hemos muerto a un mundo, pero todavía no hemos nacido al siguiente, se nos abre una pantalla de oportunidades, pero también de peligros. 


Si somos capaces de reconocer que nada está decidido de antemano, que no estamos obligados a repetir aquello que nos hace daño, y que «otro mundo es posible», tal vez podamos sacar partido de la situación. 

Ese «otro mundo» con el que soñamos tenemos que descubrirlo. Pero también tenemos que inventarlo. Se trata de un territorio que está allí, esperándonos para ser explorado, que exigirá de nosotros la formulación de una nueva cartografía para que podamos habitarlo.

LA SEGUNDA TIERRA


La esterilidad de algunos intelectuales europeos

En los últimos días son muchos los intelectuales europeos que se han apurado a dar su veredicto sobre las potenciales consecuencias de la pandemia para el orden vigente. La prensa escrita publica, junto con los datos de muertes y contagios, y las notas de color para animar el confinamiento de la población, las sesudas interpretaciones de moralistas y filósofos políticos que, sumándose al coro pesimista de los economistas y los empresarios que representan la opinión del establishment, afirman su certeza de que  la pandemia no cambiará nada. O para decirlo de mejor manera: que nada cambiará después de la pandemia. Sabiendo, como sabemos, que la filosofía no tiene funciones predictivas, este tipo de afirmaciones no dejan de ser lo que son: articulaciones ideológicas de inclinación conservadora con un claro sesgo de clase.

Cuando se analizan las razones de fondo de estas opiniones, cuando se las despoja de las florituras acostumbras que suelen utilizarse, estas pueden resumirse en dos palabras: «el ser y la nada».

El ser es la totalidad del orden vigente capitalista. La nada es su hipotética exterioridad. Para la mayoría de estos intelectuales, esta exterioridad es, sencillamente, imposible. Como dice el filósofo argentino Enrique Dussel, para el griego Parménides, el ser es, y el no ser no es. El ser es lo griego, y el no ser es la exterioridad de la civilización griega: lo bárbaro.

Esta imagen de «imposibilidad» en la que están cautivos la mayor parte de los intelectuales europeos se ha intentado explicar de diversas maneras desde la propia tradición, pero en todos los casos, la esterilidad teórica y las limitaciones que muestra la praxis política, parecen estar relacionados con el carácter obsoleto de los instrumentos mismos de la filosofía europea en el momento actual, que no puede superar el pesimismo que embarga a una civilización agónica.

La posición del coreano-alemán Byung-Chul Han es ilustrativa en este sentido. Frente a la pandemia, el filósofo de moda se limita a contrastar al liberalismo europeo con el autoritarismo asiático, y a advertir sobre los peligros que supone el confinamiento obligado de la población para «el regreso de una sociedad disciplinaria». La reflexión es pobre, y el modo de bosquejar los imaginarios culturales contrastados, un resabio de esa larga tradición colonial e imperial europea que practicaron misioneros y antropólogos en el pasado, y que aún practican los enviados del FMI o el Banco Mundial en sus misiones.

Ahora bien, si indagamos más profundamente, lo que nos encontramos son las limitaciones de un pensamiento atrapado en una ontología del ser para la cual, como decíamos más arriba, la alteridad solo puede ser la nada.

Sin embargo, el otro (la nada, lo bárbaro) del ser (liberal occidental) no es el autoritarismo asiático. Este último comparte con el liberalismo europeo, como ya señaló en alguna ocasión Slavoj Žižek, el trasfondo imaginario y fundamento no-civilizacional del capitalismo, límite absoluto que subsume toda cultura de Oriente u Occidente. 

Por consiguiente, el otro (la nada, lo bárbaro) del ser (que incluye a ambos, el ente liberal occidental y el ente autoritario asiático) es la exterioridad imaginaria que anhela el oprimido y el excluido del orden vigente, es decir, lo otro del capitalismo en cualquiera de sus versiones.

Los dos derechos

En una nota anterior me referí a los dos derechos. El derecho de los dominadores (defendido por su cohorte de intelectuales cómplices y comunicadores serviles), y el derecho de los dominados.

La ley del dominador tiene un único objetivo: proteger la apropiación privada por parte de los dominadores de lo que es común. En cambio, el derecho de los dominados tiene por objeto proteger la vida y garantizar las condiciones de posibilidad para el cumplimiento de la plenitud de la vida de todos.

La ley de los dominadores es la ley vigente. La ley de los dominados es la imaginada por aquellos que quieren ser libres de la dominación. Es una ley aún no formulada, utópica.

Entre el orden vigente de los dominadores y el orden utópico de las futuras mujeres y hombres libres que hoy son dominados hay un tránsito que es como el que emprendieron a través del desierto los judíos guiados por Moisés para alcanzar la tierra prometida.

Los intelectuales cómplices y los comunicadores serviles creen que los dominados solo pueden ser esclavos y se indignan ante su pretensión de libertad. La indignación es comprensible, porque, en la revuelta de los dominados, la moral dominadora queda desnudada y peligra su legitimidad ante la masa disciplinada a la que Han tanto teme, sin darse cuenta que esa sociedad disciplinada es ya en la que vive, una sociedad en la que al látigo cotidiano del amo, como señala David Harvey, le acompaña la ley del «consumo compensatorio», reduciendo de este modo a la «democracia europea» a un hábil mecanismo de «palo y zanahoria».

La segunda tierra

En su Ética, el filósofo latinoamericano Enrique Dussel ilustra este tránsito entre el orden impuesto de los dominadores hacia el orden creado por los dominados (ahora liberados) como el pasaje entre dos tierras.

La metáfora mítica con la cual ilustra este pasaje, como hemos visto, es la del Éxodo bíblico: el pueblo esclavizado se rebela, desobedece la ley injusta, se lanza al desierto en busca de la tierra prometida, cruza el río Jordán, y crea una nueva ley basada en su praxis de la liberación y la fraternidad.

En nuestro caso, el punto de partida es la vida esclavizada, oprimida, explotada e incluso negada. El punto de llegada es la vida humana protegida y promocionada. Si seguimos la distinción destacada por Agamben, y tantas veces mentadas en estos días, el punto de partida es z, la mera vida biológica, el mero dato genético, el mero recurso-vida, el trabajo vivo, la vida subsumida bajo los designios del capital. El punto de llegada es bios, la vida humana sustantiva, la vida humana reconocida como condición de posibilidad de la igualdad y la libertad, del amor y la justicia, la vida humana entendida en fraternidad.

Es esa segunda tierra hacia donde nos dirigimos. No sabemos qué harán los otros. No sabemos si el sufrimiento de las guerras imperialistas que sus élites aun promueven; si la indiferencia despreciable de sus dirigentes
ante los desamparados que se aproximan a sus costas; si la desprotección creciente a la que someten los gobiernos a sus propias poblaciones vulnerables para garantizar la acumulación y la ganancia infinita; si el desprecio a la fraternidad que ha dejado patente la pandemia; si todas estas y muchas otras aberraciones moverán la consciencia de los ciudadanos y los empujará a la lucha por «otro mundo posible». Lo cierto es que nada está decidido de antemano.

Por consiguiente, esta es mi respuesta a los filósofos «acomodados» (en su doble acepción) que anuncian que las cadenas de esclavitud no pueden romperse: la filosofía no manufactura predicciones para el agrado del establishment de turno. Y a mis lectores, les recuerdo la consigna que nos enseñó Marx: «interpretamos el mundo para transformarlo».

EL TIEMPO QUE RESTA


En estas horas dramáticas que vive la humanidad, como ha ocurrido en otros momentos críticos, revolucionarios, el orden vigente se vuelve transparente, traslúcido.


Por un lado, «lo real»: las vidas con sus padecimientos y trajinar cotidiano, los cuerpos en su trato poroso de unos con los otros, lo humano inmerso en la «artificialidad natural» de la Tierra que habitamos, el amor y la vida, los nacimientos, las enfermedades, la decadencia y la muerte de las generaciones. Bajtín hablaba del carácter carnavalesco de la existencia.

Por otro lado, está el «esquema» dominador que intenta disciplinar, normalizar, la existencia inabarcable. El esquema es la ley y el orden, garante (siempre) de cierto sistema de distribución de privilegios.

El derecho de los dominadores

Las clases dominantes defienden sus derechos a gozar y a la libertad que en el «esquema» heredado se les reconoce con rotunidad. Quieren seguir vacacionando y gozando, quieren continuar asegurándose el servicio de los «desafortunados», quieren que la desigualdad se perpetúe, porque solo en la desigualdad cuenta la diferencia que garantiza sus privilegios.

Por consiguiente, los gozos y las libertades de las clases dominantes, sus derechos, se fundan, en última instancia, en la explotación de otras clases y pueblos. Como negar esto es racionalmente imposible, la cultura dominante tiene la función continua y extenuante de garantizar que esta verdad se mantenga oculta. El arte, las disciplinas del cuidado de sí, incluso y especialmente las ciencias, están al servició y actúan como guardianes de este ocultamiento, cuyo objetivo no es otro que la perpetuación del esquema, del orden que sostiene los privilegios de estas clases dominantes.

Esto explica la vehemencia, la indignación que muestran quienes son interpelados, cuestionados en sus derechos a la diferencia basados en la desigualdad. Esto explica la virulencia represiva que muestran los guardianes del orden vigente frente a los que desafían o desobedecen las normas que definen el statu quo.

En este contexto, quienes pretenden cambiar el sistema de distribución de privilegios que enaltece el «derecho de propiedad» del rico por sobre el «derecho a la vida del pobre» son sencillamente delincuentes.

La ofensiva de las élites

En América Latina, donde la desigualdad es más lacerante, donde los pobres son doblemente esquilmados, primero, por los capitales locales y, a través de ellos, por los centros neurálgicos del capital global, a medida que avanza el virus infectando poblaciones, se desata una guerra ideológica dirigida a impedir que la crisis de legitimidad que ha desatado la crisis sanitaria ponga en evidencia la injusticia intrínseca del sistema en sectores más amplios de la población, hasta ahora cooptados por la retórica mediática y la lógica de la ley de explotación que rige nuestras vidas.

Una crisis de legitimidad se pone de manifiesto cuando «el pueblo» (entendido,
 simplemente, como aquellos que padecen las injusticias de los dominadores), las clases dominadas, los pobres, «los de abajo», no solo perciben que las cosas no marchan como debieran, que las cosas están mal, sino que, además, entienden que las formas institucionales de organización social vigentes no pueden resolver los problemas. En este contexto, los actores sociales parecen concluir que ahora son ellos mismos los que tienen la responsabilidad de encontrar respuestas, lo cual da lugar a la emergencia de una «crisis de legitimidad».

La tentación es creer que el problema de fondo está en la esfera política. A esto anima el poder real, culpabilizando a los burócratas y a los profesionales de la política que, alguna vez, el actual V
icepresidente segundo de España, Pablo Iglesias, llamó «la casta», haciéndolos responsables absolutos del atronador fracaso de previsión y gestión de la crisis, y de la justicia sistémica que ahora resulta inocultable.

Todos los estamentos del Estado y los gestores culturales del sistema de poder dominantes tienen su parte de responsabilidad. En Europa la cosa es clara. En todas las jurisdicciones administrativas hay responsables, por omisión o comisión. Y lo son por la sencilla razón de que esta crisis ha sido largamente manufacturada y anunciada por una parte de la sociedad civil mientras el resto accionaba de manera obediente los mecanismos que han conducido al vaciamiento expropiatorio de la cosa común y ajustado a la población a presupuestos de miseria, contribuyendo a empeorar exponencialmente los efectos de la crisis que hoy vivimos.

Sin embargo, aunque es cierta la responsabilidad del «mandarinato» que sirve como muro de contención a los privilegiados para garantizar la protección de sus derechos a la apropiación privada, es una solución demasiado fácil cargar las tintas contra este colectivo en las presentes circunstancias. 


No es que «la casta política» y los estamentos burocráticos funcionariales (incluidos los escolares y universitarios, dicho sea de paso) no tengan responsabilidad alguna, especialmente en Europa. Lo que significa es que tienen una responsabilidad subalterna, delegada, limitada, en tanto «capataces», representantes voluntarios o involuntarios, de los intereses de los poderes reales que pugnan en el espacio «democrático de los mercados», a espaldas de la «democracia del pueblo» a la que deberían obedecer.

La amenaza autoritaria


Otra cuestión importante es evitar la deriva anarquizante que, al poner el acento exclusivamente en la responsabilidad de los políticos, sirve en bandeja a las élites argumentos antipolíticos que terminan debilitando cualquier opción política de cambio sustantivo. Porque la solución, querámoslo o no, pasa por la política, eso si, una política que vuelva a estar al servicio de las grandes mayorías traicionadas en la actual dispensación.

Nuestra atención, entonces, debe concentrarse en el poder real que, como en otras circunstancias, está parapetándose detrás de las apariencias que manufactura el sistema democrático, y está preparada a soltar el lastre que sea necesario para evitar que sus intereses sean cuestionados. El caos social es también una opción contemplada, o incluso una estrategia contingente valorada por esas élites, en tanto y en cuanto justificaría y facilitaría soluciones autoritarias para atajar el descontento social a gran escala que no pueda dirigirse de manera virtuosa a la construcción de un nuevo esquema de legitimidad.

Como señala Nancy Fraser, la pregunta importante que debemos hacernos es qué ha pasado en nuestras sociedades en las últimas décadas para que se hayan marginalizado en la discusión pública todas aquellas cuestiones relativas a la naturaleza y los efectos del capitalismo, so pretexto, como señala Franz Hinkelammert, que «toda brutalidad producida» [por el sistema o como consecuencia de la lógica del propio sistema] puede defenderse aduciendo que toda alternativa es peor. 


Este tipo de argumentación generalizada (que articulan con igual vehemencia el hombre de a pie, los opinólogos profesionales y los catedráticos venerados) permite justificar «cualquier barbaridad bajo la promesa de que cualquier alternativa será peor. Eso ha transformado en «una argumentación generalizada que permite justificar cualquier barbaridad bajo la promesa de que cualquier alternativa será peor. El mercado [capitalista] – nos dicen - siempre es el mejor, aunque produzca todas las maldades del mundo».

El derecho de «los de abajo»

Pero el mercado no puede tener la última palabra en una sociedad genuinamente democrática. La última palabra debe tenerla «el pueblo», y el pueblo exige hoy que se atienda a las crisis humanitarias que se abren ante nosotros como un abanico de pandemias, pobreza y desigualdad, y desastres medioambientales con todos los medios disponibles para evitar que todas esas catástrofes se conviertan en algo peor que una catástrofe.

Este es el derecho de los dominados al que ahora tenemos que prestar atención, un derecho que en todo sentido debe privilegiarse por sobre cualquier pretendido derecho de los dominadores. Es el derecho a la vida y a la promoción de la vida. 


En este sentido, debemos entender la pretensión del orden vigente de poner por encima de todo derecho al derecho de propiedad, el derecho al privilegio y la exclusividad, convirtiendo la desigualdad y la exclusión en el fundamento último, axiomático, del sistema vigente.

En este «tiempo que resta», los pobres, los de abajo, el pueblo llano, comenzamos a comprender, con una claridad pasmosa, que este mundo ya no es posible para nosotros, que nos jugamos la supervivencia en estas horas decisivas, que por encima del derecho de los privilegiados a seguir gozando y a seguir vacacionando a nuestra costa, está nuestro derecho a la vida, y aún mejor, nuestro derecho a usufructuar de las condiciones para el cumplimiento de una vida plena.



EL PEOR ARGUMENTO


En las últimas horas he recibido una andanada de artículos y entradas conspiranoides a través de las redes que argumentan que la pandemia es un fake. No entraré a discutir los pormenores de la argumentación detectivesca que algunos plantean. 


Ni niego, ni afirmo su veracidad.

Tampoco entraré en la cuestión etiológica, las causas de la aparición del virus. Hay para todos los gustos, los chinos, la tecnología del 5G, los yankees. Curiosamente, Donald Trump fue uno de los primeros en avanzar en esta dirección. En fin, no me atrevería a tanto. Solo el Buda, con su infinita omnisciencia, o Dios en su todopoderosa sabiduría, serían capaces de determinar exactamente a qué responden en última instancia los efectos que estamos padeciendo.

Sin embargo, hay un asunto que merece consideración: la relativización de la seriedad de la crisis utilizando datos cuantitativos. Los primeros en argumentar en este sentido (no lo olvidemos) fueron personas «distinguidas» por su racionalidad y buena voluntad. En Brasil, el «eximio» presidente Bolsonaro, y en Gran Bretaña, el «elegante» Johnson, quienes no tardaron en unirse al coro dirigido por el presidente estadounidense. No está de más tener en cuenta quiénes serían nuestros aliados en una lucha contra la hipotética conspiración que nos amenaza.

La idea es la siguiente: (1) la pandemia no es tan grave; (2) es incomprensible el miedo de la población, porque los datos cuantitativos que tenemos a la mano nos dicen que existen otras muchas causas de muerte a las que (supuestamente) no atendemos, cuyo número es incalculablemente más abultado.

«Cierto». 

Pero, ¿a quién se le puede ocurrir que este es un buen argumento? ¿Por qué contraponer la gripe con el cáncer, o la desnutrición infantil, la malaria o el dengue, al Coronavirus, un terremoto con un tsunami? Se trata de problemas de salud y seguridad que, en todo caso, conjuntamente, empeoran la situación de todos. 

Si un paciente de cáncer contrae el coronavirus, sus posibilidades de supervivencia se reducen. Si un niño desnutrido es infectado, sus defensas son menores a las de un niño bien alimentado. Si un terremoto se produce en una zona con condiciones precarias de vivienda, los efectos son más devastadores.

Para empezar, los males que se contraponen a la pandemia no son males que la sociedad desconozca. Todo lo contrario, hay muchas personas en el mundo que luchan por mejorar las condiciones sanitarias de los enfermos o víctimas de innumerables patologías de salud o sociales. Investigadores, personal sanitario, estamentos estatales, organismos y organizaciones internacionales, estatales, regionales y locales dedican ingentes cantidades de cerebro y recursos (nunca suficientes, valga decirlo) para enfrentar estos males con relativo éxito.

Las personas directamente relacionadas con estas luchas a favor de la vida están muy preocupadas por los efectos del coronavirus. Las organizaciones dedicadas a la ayuda de los refugiados, por ejemplo, advierten de las consecuencias calamitosas de la pandemia para las personas en situación tan precaria. Lo mismo explican los responsables de programas dedicados a la lucha contra patologías psicológicas, o las mujeres que padecen violencia machista, que advierten que el efecto del virus está causando estragos en estos y otros colectivos.

Por otro lado, cuando el sistema sanitario colapsa, no es porque estamos en pánico, sino porque el número de afectados es sideral, las UCIs no dan abasto, y los recursos limitados no llegan a todos. El servicio de salud no puede atender tampoco a quienes padecen otras enfermedades con la misma celeridad y eficacia. El enfermo de cáncer ve disminuidos sus recursos para luchar contra su mal, la embarazada siente inseguridad en el paritorio, los casos urgentes de dolencias como apendicitis se ven, de pronto, ante el peligro de encontrarse con médicos agotados por el cansancio, quirófanos inseguros, higienistas sobrepasados por las circunstancias, ambulancias sobrecargadas de trabajo, etc.

Ayer, un amigo, cuyo padre murió en las últimas horas, y parte de su familia permanece internada con un cuadro complicado de infección, me contaba las largas horas que debieron esperar para que la ambulancia llegara al domicilio a certificar su muerte, y los difíciles trámites que debió realizar para que la funeraria le hiciera un hueco en la lista de espera.

Cuando el servicio sanitario de la capital de España debe recurrir a una pista de patinaje para guardar los cadáveres debido a la imposibilidad de los sistemas de incineración que permanecen funcionando 24 horas para disponer de los mismos, ¿hace falta repetir que estamos hablando de algo que es «real», y no el capítulo de una serie de Netflix?

El argumento, por consiguiente, es malo por donde se lo mire. Es cierto que hay otros males que nos afectan, pero también es cierto que para muchos de ellos tenemos protocolos y guías de acción. Estoy de acuerdo que no actuamos en consecuencia en muchísimos casos, que no hacemos lo que deberíamos hacer, que no disponemos de recursos suficientes para enfrentarnos a los problemas que hemos identificado y para los cuales tenemos soluciones. Todo esto es cierto, y cualquiera que se paseé por este blog sabrá que estoy preocupado por todos esos temas. Pero para el COVID-19, hasta el día de hoy, no tenemos cura ni tratamiento . Y eso significa que no hay manera de proteger a la población a través de otro medio que no sea estableciendo un protocolo preventivo de confinamiento que reduzca la transmisión del virus y, con ello, ganar tiempo para evitar que sigan sumándose cadáveres y contagios.

Curiosamente, las denuncias conspiranoides de las personas de buena voluntad coinciden con los propósitos de las élites que (1) o bien quieren conseguir una tajada a través de la especulación con la crisis, (2) o se preparan para resistir colectivamente y con todos sus medios ante la amenaza de cualquier cambio en el status-quo que avance en una agenda genuinamente democrática.

Por lo tanto, la cuestión no es minimizar la crisis, sino buscar respuestas para el desafío sanitario y social que enfrentamos. Eso implica, además, cambiar las condiciones de precariedad socioeconómicas que han dificultado la respuesta ante el virus, y aprovechar la oportunidad para avanzar en un programa de transformación 
en todos los reclamos de justicia. 

Quiero agregar dos cuestiones. Por un lado, recordarles que lo que aquí se pide es que se inviertan más recursos en la gente, que se mejoren los recursos sanitarios, que se pongan a disposición recursos estatales que minimicen los costos para la sociedad en su conjunto, y que esta vez, el costo de la reconstrucción lo hagan las capas privilegiadas de la sociedad. 

Las élites y las derechas siempre han utilizado los mismos argumentos, y se han servido de científicos y desprevenidos para justificar recortes a programas que les eran desfavorables. La izquierda boba siempre les ha hecho el juego, en parte debido a las posturas maximalistas, siempre estériles, que no toman en consideración el equilibrio de fuerzas en pugna. No me extrañaría que muchos de los científicos que ponen en duda la gravedad de la crisis estén al servicio de los intereses de ciertos sectores del capital que ven amenazada su hegemonía por parte de la ciudadanía y por otras fracciones del capital. 

Cuando en otras circunstancias se intenta avanzar en una agenda progresista, la primera reacción de la derecha es relativizar la gravedad de los problemas y culpabilizar a las víctimas, sea que hablemos de pacientes de SIDA, víctimas de violencia de género, enfermos de cáncer, pobreza infantil, desahuciados, inmigrantes, refugiados, parados o exclusión. En este caso no es muy diferente: (1) el problema no existe, o (2) es solo una desorbitada reacción de pánico de la población. 

Lo cierto es que estamos hablando de miles de muertos, cientos de miles o incluso millones de infectados, algunos recibiendo tratamientos improvisados, extraordinariamente dolorosos, y lo que se viene es desocupación masiva, precariedad, exclusión y otros efectos impredecibles para la población mundial a gran escala, amenazadas por muchas otras crisis que el orden vigente, en su carrera desbocada por la acumulación y la ganancia, o bien ha manufacturado, o bien ha preparado para que resulte aún más devastadora.

Lo que tenemos que hacer en este contexto es (1) tomarnos en serio la gravedad de la crisis y (2) torcerle el brazo a los poderosos. Si eso es lo que realmente queremos, advirtamos que los argumentos negacionistas y conspiranoides son los peores argumentos posibles.

DICOTOMÍA IDEOLÓGICA: ¿MERCADO O VIDA?

Los economistas ortodoxos, pseudo-heterodoxos y otros expertos sociales del establishment, junto a periodistas y tertulianos repiten incansablemente en estos días el mismo mantra: «O es la economía, o es la salud». O, tal vez, de manera menos perentoria: «Debemos encontrar un equilibrio entre las exigencias de la economía y las exigencias de la salud». 

En este contexto, la población que sufre en carne propia la pandemia 
sumando fallecimientos y contagios de manera vertiginosa, además del miedo visceral que provoca la enfermedad y la muerte, enfrenta la catástrofe socioeconómica y política de miseria con la impresión, una vez más, de ser prescindible y sacrificable en nombre del todopoderoso «Dios capital», quien exige en estas circunstancias, otra vez, víctimas propiciatorias, como en la antigua tradición Azteca, para que podamos volver a ver salir el sol. 

Un capítulo aparte merecería en este punto volver a «la revolución robótica» largamente anunciada en los últimos años. Los robots no se enferman ni se mueren, después de todo. No cabe duda que eso, en estas horas, supone una ventaja mayúscula si tenemos en cuenta las crecientes amenazas biológicas que acechan a nuestra especie. El problema es que esta «visión utópica» contiene una amenaza «distópica» perturbadora. La supervivencia de una economía (incluso una economía verde) basada en una sofisticada tecnología capaz de sobrevivir la extinción de la humanidad. Un mundo creado originariamente por humanos, pero sin humanos, cuya ausencia no afectaría el funcionamiento «normal» de una economía en continua expansión y desarrollo, purificada de cualquier intervención política humana, e inmune a los desequilibrios causados por nuestra naturaleza finita y vulnerable.

Aquí, lo imposible de esta ficción apunta a poner blanco sobre negro sobre las dicotomías que ponen en evidencia las contradicciones insuperables del sistema, y nos invitan a repensar sus fundamentos a la luz de «otro sentido común», es decir, de un sentido común que no sea el que promueve la ideología del capital.

¿Qué significaría sino el «normal» funcionamiento de la economía para los ilustres defensores de la autonomía de los mercados sino un mundo sin humanos? 


¿Acaso la enfermedad, la muerte, las epidemias, las hambrunas, las catástrofes naturales, no son parte de las ineludibles experiencias que han vivido los seres humanos a lo largo de su historia? 

Esta epidemia, como las reiteradas crisis que enfrenta el capital, o los efectos catastróficos del deterioro medioambiental, han sido largamente anunciadas. No hay profetas ni magos en estas lides. Cualquier persona que analice de manera consecuente los datos a su disposición sabe que las semillas de manzanas producen manzanos, y las de naranja, naranjos. El imperio de la causalidad es absoluto e inescapable. Uno puede, evidentemente, enfrentar los efectos de muy diversas maneras, prepararse de diversos modos a las consecuencias eventuales que supone nuestra condición finita y vulnerable, nuestra actividad e intercambio con la naturaleza y otras especies, y los sistemas de convivencia que instituimos, pero de ninguna manera podemos eludir la lógica ineluctable de la causalidad.

Pero, hete aquí, que un grupo nada despreciable de científicos sociales y opinólogos de diversas índoles nos dicen que hay un rubro en particular que merece una consideración milagrera. La economía capitalista debe ser resguardada del frío y la lluvia de los inviernos, y el tórrido clima de los veranos para preservar la lógica perfecta de su mercado.

Los ultra-ricos, los ricos, las clases medias cooptadas por esta ideología, y los pobres que aún no despiertan de su sueño inducido, asienten frente a esta pretensión sin preguntarse lo obvio: 


¿Por qué razón la economía debería continuar siendo lo que fue después de esta crisis? 

¿No es acaso lógico, comprensible, absolutamente necesario, que en estas horas trágicas pongamos en cuestión la perversa relación entre economía y vida que ha impuesto el capital? 

¿No ha quedado al desnudo, como en tantas otras ocasiones, pero esta vez de manera global, y por ello innegable en todos los rincones del planeta, que el sistema capitalista se enfrenta a contradicciones que es incapaz de resolver y, por ello mismo, exige una corrección de raíz? 

¿Cómo es posible que, frente a la «traición» a la ciudadanía global por parte de sistemas políticos rendidos al capital que han dejado indefensas a las poblaciones frente a amenazas que se conocían de antemano, presagiadas una y mil veces por los expertos, sigamos considerando como aceptable la ecuación dicotómica «economía o vida»? 

¿Cómo es posible que no se nos mueva un pelo cuando se nos dice que la vida es la que debe sacrificarse ante el orden vigente, y no el orden vigente el que tiene que ponerse al servicio de la protección y la promoción de la vida, incluso si para ello es necesario modificar de raíz los ordenamientos jurídico-políticos que son sus actuales fundamentos?

Hemos de batallar mucho contra el sentido común que impera en nuestro tiempo. Para empezar, volviendo una y otra vez a recordar que la economía no es una ciencia abstracta y pura enfocada exclusivamente en la promoción de su lógica interna, sino un «arte», y como tal, debe estar subsumida bajo los principios fundacionales de la ética y de la política. El principio fundamental de la ética, dice el filósofo argentino Enrique Dussel, es la protección y la promoción de la vida buena. 


En este sentido, no debe haber jamás una dicotomía entre economía y vida. Sin vida, no hay economía. La economía es, siempre, para la vida. Cuando la economía no es capaz de proteger y promover la vida, no es la vida la que debe cambiar, sino la «economía» (en minúscula), entre otras cosas, porque ha dejado de ser lo que debe ser: «Economía (en mayúscula) al servicio de la vida».

PESADILLA SOLIPSISTA Y PORNOGRAFÍA DE CLASE MEDIA


La pandemia acelera su expansión. En España, desde mi última entrada, los contagiados confirmados se han multiplicado por dos (57.627), también los fallecidos (4.369). Los matemáticos sostienen que los datos son falsos respecto a los contagiados, y hablan de medio millón de personas con el virus en el cuerpo.

También las reacciones políticas a la crisis actúan como un corrosivo para la esperanza. En el terreno, el Estado está tomando las decisiones de siempre. Los más vulnerables no recibirán la ayuda que necesitan. La prioridad es salvar los negocios del sector privado, incluso ahora, cuando se encuentran sus estamentos gerenciales ya en plena fiebre de despidos y recortes.

El gobierno de Sánchez cometió errores infantiles. Al comienzo, cuando todos los signos apuntaban a que la epidemia se expandiría impiadosa en el territorio, y los especialistas globales conminaban a tomar acciones decididas para contener los contagios, las decisiones no llegaron. Timoratos, rezaron a sus santos predilectos y dejaron que el virus campara a sus anchas. 


Después, hubo rectificaciones, se movilizaron los (escasos) recursos del Estado neoliberalizado para afrontar la crisis, y se coordinó una acción conjunta a nivel estatal, pese a la oposición férrea de la derecha, los nacionalistas y los independentistas regionales. 

Pero, a continuación, volvió a ponerse en evidencia la ineficiencia generalizada. Sin ir más lejos, hace dos días, se descubrió que la esperada compra de pruebas que el gobierno había hecho a China había resultado un fraude. Ante la inutilidad de las pruebas, el gobierno chino emitió un comunicado indicando que España, en su apuro negligente, había comprado el material sanitario a una compañía sin licencia. Bochorno. 

La confianza ciudadana en sus líderes políticos se deteriora con cada día que pasa. Las odas a una reconstrucción que inauguraron la retórica gubernamental frente a la crisis rápidamente han caído en saco roto. Es cierto que no es responsabilidad exclusiva del ejecutivo español, el fracaso es también de la Unión Europea en su conjunto, que con su actitud (análoga a la que mostró frente a la población griega en su momento), da la razón a los euroescépticos, y confirma la «razonabilidad» del desencanto británico que condujeron al Brexit.

Italia continúa en su batalla, multiplicando contagiados y sumando muertos. La Unión Europea, en todo el proceso, ha sido como un familiar egoísta que prefiere mirar hacia otro lado para evitar afrontar la responsabilidad que exige la solidaridad. La alternativa para Italia ha sido pedir ayuda a Rusia, a China y a Cuba, nada más y nada menos, dejando a los fanáticos liberales con la boca abierta al comienzo, y con las mandíbulas apretadas a continuación.  

De este modo, el fracaso de Europa es atronador. Por su parte, España ha pedido ayuda a la OTAN, una organización trans-continental (Estados Unidos y Gran Bretaña llevan la voz cantante) poniendo otra vez en evidencia los endebles residuos de la «identidad europea» posbrexit. La respuesta de los gobiernos de los Países Bajos y Alemania ha sido contundente frente a los pedidos de auxilio en las últimas horas de los países más afectados. Rechazo de cuajo a cualquier medida extraordinaria. «Vuestros ciudadanos», parecen decir, «no son asunto nuestro» - y con ello han dejado en claro la motivación de los pioneros del Tratado de Maastricht.

Mientras tanto, las redes sociales se llenan de pornografía de clase media. Cada uno elige el escenario idílico que mejor le convenga, en su casa o apartamento, para mostrar la manera cool con la que enfrenta la tragedia. Mientras la gente se muere o lucha por su vida en UCIs y hospitales de campaña, y miles de millones de pobres se enfrentan al virus hacinados y desnudos, instructores de yoga, meditadores, expertos del mindfulness, diletantes literarios, famosos y personalidades de culto del arte, el entretenimiento, la cultura o el deporte, junto con youtubers y vendedores de humo, salen a la palestra para mostrar al mundo las «artes» de la buena vida. Al final, lo que cuenta en cada caso es la motivación detrás de estas explosiones de exhibicionismo y comunicación digital.

Lo cierto es que, entre la fe en un mañana más justo y la pesadilla solipsista, hay solo el espacio que separa a una inhalación de una exhalación, un chasquido.

El miedo suele ser un ingrediente imprescindible para agigantar nuestras tendencias egoístas y egocéntricas. Es cierto que también puede sacar lo mejor de nosotros mismos. Pero nada garantiza que la promesa de «otro mundo posible» no se abandonará por la distópica pesadilla de un mundo en el que cada uno encuentre su propia solución individual. Para evitarlo, habrá que enfrentar, no solo a «ellos» (a los que mandan), sino también a nosotros mismos (los que aterrados ante el peligro, obedecemos a nuestros más bajos instintos). 

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...