PARADOJAS DE LA DEMOCRACIA CATALANA. La escuela pública y el «derecho a decidir»


El contexto 

En este artículo quiero contarles sobre una batalla personal que estoy librando en estos días en Catalunya. Algunos de ustedes la habrán intuido leyendo mis artículos previos. Hoy seré más explícito, porque necesito hacer pública la campaña que iniciaré para defender a mi familia frente al ataque y dejación que estamos sufriendo por parte de la administración pública.

Todo comenzó en febrero-marzo de este año, cuando la pandemia empezaba a asomar los dientes en Europa. La información que estábamos recibiendo era bastante obvia. Era cuestión de días para que el virus llegara a España y las consecuencias serían catastróficas. En Italia, los números crecían de manera exponencial. Mientras tanto, en Catalunya, los medios de comunicación, y los responsables políticos y sanitarios, aseguraban que todo estaba controlado. Lo que estábamos viendo en Asia y en Italia, decían, no ocurriría en el territorio catalán, entre otras cosas, porque teníamos un sistema de salud garantizado, de gran calidad, etc., etc.

En ese contexto, me acerqué a la escuela para saber qué tipo de medidas tomarían las autoridades frente a la crisis que se avecinaba. Yo estaba pensando entonces en un plan de contingencia y medidas preventivas. Cosas muy básicas, como, por ejemplo, una mejor distribución de los niños en los comedores; una re-planificación de los protocolos de higiene; además de charlas que ayudaran a entender a los niños la importancia del aseo personal, y cierto distanciamiento social. Por ejemplo, que los cepillos de dientes de los niños no estuvieran uno al lado del otro, que se descartaran las servilletas de tela y se volviera a las servilletas de papel descartables. Como digo, cosas muy básicas.

La respuesta de la dirección de la escuela fue una circular generalista emitida por los órganos burocráticos del Govern, sin sustancia ni relevancia alguna frente a la tormenta que se avecinaba. El lema que había comenzado a circular giraba en torno a la confianza. Los ciudadanos debíamos confiar. Punto. 

En ese momento, decidí sacar a los niños de la escuela. Las autoridades estaban actuando irresponsablemente. Miraban la pandemia como si estuviera ocurriendo en la televisión, pese a que los números trepaban la cuesta de manera acelerada. Mientras tanto, la vida misma estaba amenazada. No había mucho que pensar. 

Unas semanas después comenzaron las muertes. Decenas de miles de muertes. Cuando llegó el verano, el número estaba más o menos cerrado para la primera ola: 30.000 víctimas mortales oficialmente declaradas debido a
l COVID-19; 53.000 si se tiene en cuenta la diferencia entre los fallecimientos del 2019 y 2020 durante el mismo período. 

En junio comenzó la desescalada. Era evidente para cualquier persona más o menos informada que las decisiones gubernamentales iban desencaminadas. La prisa por salvar el verano, el falso optimismo, la competencia política y territorial, y la campaña desvergonzada de los medios públicos atizando a la población para que volvieran al consumo y se olvidara de lo acontecido, logró lo esperado: que el proceso de desescalada acabara en un rotundo fracaso. El retorno a las aulas en septiembre resultaría problemático. De nada sirvieron las advertencias sobre las consecuencias contraproducentes de una gestión obsesionada con un retorno a la normalidad. La temporada de verano sería un fracaso de todos modos, pero comprometeríamos seriamente los meses venideros. 

En septiembre (a dos semanas del comienzo de las clases) no teníamos aún un plan de retorno a las aulas garantizado. A menos de una semana del comienzo de las clases, ni profesores, ni padres, ni alumnos, sabíamos exactamente lo que ocurriría. Hubo las usuales promesas grandilocuentes del Govern independentista en funciones que nunca se cumplieron (masivas PCR que se cancelaron a los pocos días de iniciarse las clases, y otras mentiras y manipulaciones semejantes), y ante la desconfianza de una parte de la ciudadanía que no veía clara la vuelta obligatoria a las aulas, una concertada campaña mediática para meter miedo a los ciudadanos. El Govern, a través de sus consellers, fue terminante: los padres «absentistas» se enfrentarán a multas, o incluso a penas de prisión, si se niegan a llevar a sus hijos a la escuela.

Los periódicos catalanes compitieron en su campaña de estigmatización, primero contra las familias gitanas, luego contra las familias chinas. Lo usual. El mote de «absentistas» se asoció al de los «negacionistas», equiparándolos para hacer un combo y evitar la comprensión sensata de lo que estaba ocurriendo. Era mucho más fácil acusar a los padres de «violar los derechos humanos» de sus hijos por privarlos de educación, que hacerse cargo de los errores cometidos, la negligencia sistemática de la política durante esta y todas las crisis precedentes, y la impericia concertada de un funcionariado poco razonable. 

La causa

Permítanme ahora explicar, a partir de mi propia experiencia como padre, lo que nos ha ocurrido durante este primer mes de clases a quienes hemos decidido poner en cuestión la obligatoriedad de asistencia a las aulas debido a las circunstancias excepcionales que vivimos y la desconfianza que tenemos respeto a la gestión.

Comienzo con algunos datos que puede ayudarnos a medir la dimensión de la tragedia que enfrentamos. En Argentina, durante la última dictadura militar, desaparecieron 30.000 personas. En Bosnia, el genocidio cometido por el gobierno serbio fue de 8.000. ETA mató a lo largo de varias décadas 800. La guerra de Malvinas costo la vida de 674 argentinos. 100 mujeres fueron asesinadas en España durante el 2019 por motivos machistas. El número de víctimas mortales en carretera durante ese mismo período fue de 400. 

Las muertes por Covid-19 entre febrero y septiembre del 2020 en España fueron de 53.000 personas.

Miremos los datos globales:  al menos, 1.000.000 de personas perdieron la vida  por el coronavirus entre enero y septiembre de 2019 en el mundo (este número está ya desfasado). Si hacemos una proyección, ¿cuántos fueron asistidos en unidades de terapia intensiva? ¿20.000.000? ¿Cuántos ocuparon camas de hospital? ¿80.000.000, 100.000.000?

Ahora, prestemos atención a las notorias negligencias locales. Un ejemplo: el caso de los geriátricos. Pese a la mortandad extendida de ancianos en estos establecimientos y las promesas del ejecutivo catalán de resolver este asunto, las portadas de hoy nos informan que los geriátricos recibirán la segunda ola sin recursos. La inversión pública en salud y educación sigue a sus mínimos. Los profesionales en ambos sectores enfrentan con su cuerpo desnudo la inmensidad de los desafíos que se avecinan, reconvertidos en trabajadores Multi-uso, expuestos a niveles agotadores de stress, lo cual, evidentemente, disminuye la calidad del servicio que son capaces de ofrecer. Los médicos han multiplicado las visitas en la atención primaria, y los maestros y profesores tienen que actuar como sanitarios, higienistas y docentes, con niveles de responsabilidad que en ningún caso recompensan los salarios que perciben, y en muchos casos, la precariedad en la que viven. 

En ese contexto, es comprensible y atendible la oposición de algunos padres a la obligatoriedad de asistencia presencial a las aulas. Una norma de este tipo, si lo estuviera, sería justificable en tiempos de una «normalidad» que ya no existe. En el presente escenario, la norma y la penalización que prevé son, sencillamente, una ofensa a los derechos fundamentales de las personas de poder cuidarse a sí mismas y a sus familias frente a un riesgo cierto e inminente.

En una carta del 14 de septiembre de 2020, cuando dieron comienzo las clases, informamos a la escuela y al instituto en el que están matriculados nuestros hijos, que no asistirían a clase hasta que la situación sanitaria se clarificara. En esa carta pedimos a la dirección de ambos establecimientos, en vista de una serie de situaciones personales y familiares que no enumeraré en este artículo, pero que son de peso y gravedad suficiente como para atender nuestro reclamo, que se procediera a poner en funcionamiento un protocolo de contingencia que permitiera que los niños siguieran con su educación a distancia. 
No descartamos reintegrarlos a las clases presenciales enteramente, pero reclamamos un plan de educación alternativo que nos permitiera avanzar hacia su «reintegración» en el futuro próximo. Como yo mismo soy docente acreditado en Catalunya, confiaba que las autoridades no solo entendieran nuestra situación, sino que apreciaran la viabilidad de la propuesta.

Pasado un mes,  lo primero que hemos constatado es una suerte de dejación de funciones por parte de la escuela y el instituto en lo que respecta a su finalidad pedagógica. Como me dijo una de las directoras: «nos advirtieron que debíamos tener tacto con las familias absentistas». Pero, el objetivo de la amabilidad formal era dejar correr el tiempo sin hacer nada, para acabar cayendo sobre nosotros, amenazándonos con abrir expedientes en nuestra contra. 

Ahora bien, el problema no ha sido la ausencia de un plan alternativo, sino la implementación de una estrategia diseñada para obstaculizar dicha alternativa. A continuación describiré dos hechos que han profundizado nuestra desconfianza al ponerse en evidencia la retorcida maniobra de los actuales gestores educativos. 

Al principio, el cuerpo directivo de la escuela nos aseguró, cuando los reclamamos, que no se repartirían los libros de texto entre el alumnado. Semanas más tarde, a través de la madre de uno de los compañeros de curso, supimos que los manuales se habían distribuido el primer día, y que los niños incluso los llevan a casa para hacer sus tareas. Después de mucha insistencia por nuestra parte, descubrimos que no se había tratado de un error, sino de una estratagema ideada por el inspector escolar, en su función de policía escolar, quien había recomendado: (1) no entregar los libros a las familias, y (2) que, en caso de que no pudiera eludirse su entrega, era recomendable que se hiciera saber a los profesores que no debían ni asistir ni orientar a los niños de familias absentistas.  

Un mes después de iniciado el curso escolar, la escuela no ha entregado aún los textos escolares y pese a nuestra solicitud de orientación, ninguno de los profesores ha dado la más mínima indicación pedagógica, siguiendo a piejuntillas la estrategia de coacción y bloqueo diseñada por Educación contra nosotros. 

Permítanme que explique cuál es la significación de esta dejación de funciones desde mi perspectiva. Recordemos que el Govern comenzó acusando a las madres y padres «abstencionistas» de violar el derecho inalienable de educación de sus hijos por no llevarlos a la escuela. Este ha sido el leitmotiv utilizado por todos los responsables escolares a lo largo de este proceso. Sin embargo, como estrategia de disuasión, a los responsables políticos no se le ocurrió mejor estrategia que negarles lisa y llanamente a los niños los recursos materiales y la asistencia educativa para, eventualmente, cerrarle el paso a cualquier otra alternativa para forzar su reincorporación en las aulas. Evidentemente, no son los derechos a la educación lo que les preocupa a las autoridades. 

A través de una retórica paternalista, motivada por una directiva de  disciplinamiento social sin paliativos, que supone una enorme violencia simbólica para los padres, nos han sometido a un mes de incertidumbre y desatención. Esto solo puede explicarse en el marco de una estrategia mancomunada para forzar el cumplimiento de la normativa a cualquier costo. El daño moral contra nuestra familia ha sido elevado.  

Es cuanto menos paradójico que ese daño moral provenga de un gobierno que convirtió la bandera del derecho a decidir y la desobediencia en un símbolo propagandística para estatuir su preeminencia moral por sobre otros actores políticos.


La demanda

Nosotros exigimos que se respete nuestro derecho a contar con una modalidad alternativa de educación para nuestros hijos en estas circunstancias excepcionales, y que el Estado cese con su estrategia de acoso en nuestra contra.
 

Resulta también paradójico que el mismo funcionariado que en su día se mostró abiertamente contrario a que el incumplimiento de la ley (Constitución, Estatuto, normativa parlamentaria, ley electoral) por parte de los líderes político-partidarios independentistas fuera perseguido penalmente, ahora se aferre a una norma menor, claramente desproporcionada en vista del escenario excepcional que enfrentamos, y considere razonable la utilización de métodos coactivos y amenazantes para disciplinar a las familias rebeldes.   

En este punto, tal vez sería interesante plantear una cuestión de fondo, cuya respuesta, en cualquier caso, excede la intención original de este escrito. ¿El «derecho a decidir» y el «derecho a la desobediencia» en Catalunya son exclusivamente legítimos como reclamos de ciertos sujetos corporativos o colectivos, como «el pueblo», o son también  prerrogativas que pueden reclamar los individuos concretos, de carne y hueso, enfrentados a los poderes públicos?

Cualquier estudiante de historia sabe que las aristocracias y oligarquías europeas han utilizado de manera habitual el lenguaje de la democracia para garantizar sus privilegios de clase o sus derechos jurisdiccionales frente a los poderes estatales, sin que ello hiciera avanzar un ápice la causa de las clases populares. Cuando el derecho a decidir y a la desobediencia es una prerrogativa exclusiva del «pueblo», cuya representación está en manos de un mandarinato burocrático o una oligarquía caprichosa, corremos el riesgo de que nuestra lucha por la libertad, la igualdad y la justicia acabe manufacturando los barrotes de una celda aún más opresiva de la que habitamos.  

En este contexto, les demandamos a las madres y los padres de la escuela y del instituto al que asisten nuestros hijos que nos acompañen en nuestro reclamo. No les pedimos que compartan nuestra visión de la pandemia, o que se alíen a nuestra crítica de la actual gestión. A lo que los exhortamos es a que defiendan con nosotros nuestro «derecho a decidir». Opongámonos conjuntamente a la persecución y potencial judicialización de nuestras decisiones en un momento tan complejo como el que transitamos. También les pedimos que demandemos la implementación de un servicio de orientación y asistencia pedagógica a distancia que nos permitirá, eventualmente, si la situación sanitaria empeora, estar mejor preparados para enfrentarla.

En síntesis: el Estado nos ha acusado de violar los derechos humanos de nuestros hijos por oponernos a la normativa de obligatoriedad de la educación presencial. Nada está más lejos de la realidad. Nosotros reclamamos seguridad y educación en iguales proporciones. Debido a la impericia de la administración pública, y ante la dimensión de la catástrofe humanitaria que vivimos, hemos perdido confianza en la estrategia gubernamental frente a la crisis. Nuestra preocupación por la vida, salud y bienestar de nuestros familias debe ser atendida. Eso implica articular alternativas razonables que serán beneficiosas para todos.  

No creo que nadie pueda dudar de nuestras buenas intenciones en este caso. Por el contrario, respecto a la gestión educativa de la pandemia, sabemos que los representantes políticos que la han diseñado tienen lealtades divididas. Sus objetivos no han sido precisamente transparentes, ni sus estrategias proporcionadas. Tampoco han brillado en empatía y compasión. 


 

BETEVÉ: CULTURA «PROGRE»


En esta nota me gustaría comentar el siguiente titular de Betevé: «Escuelas confinadas. El 84% de los centros de Barcelona, sin grupos confinados». El título es uno, entre docenas de títulos semejantes, en la prensa oficialista que actúa como cheerleader de la fracción «progre» en la ciudad condal.

Antes de desplegar mi argumento, quisiera hacer una aclaración. No tengo nada contra el «progresismo». Todo lo contrario, podría definirme políticamente en esos términos. Sin embargo, se trata de una noción equívoca que puede llevar a malentendidos. En mi caso, por ejemplo, pese a considerarme progresista no me siento identificado con la política «progre» de Barcelona.

Eso no me convierte en un antagonista de esa tribu. En general, es la más amable de las afiliaciones que componen la geografía sociopolítica de la ciudad. Hay otras afiliaciones que resultan más amenazantes. Sin embargo, la aparente insipidez de los «progres» locales tiene sus consecuencias. Obviamente, como no puede decirse de un fascista lo que se dice de un dólar: «un fascista es un fascista es un fascista», porque las cosas son más complicadas de lo que parecen, tampoco puede decirse lo mismo de los «progres»: los hay de todas las formas y colores. Lo mismo con el batiburrillo «indepe» que, pese a los esfuerzos de sus huestes, contiene «fascistas» de variados colores entre sus filas y «progres» de igual diversidad bajo su estelada. Sea como sea, este artículo no va de «progres», «fascistas» o «indepes». Va de algo más sutil que involucra a todos.

Cuenta un periodista de chimentos en El Periódico que en un capítulo de la serie Merlí, la profesora de filosofía le jugó la siguiente broma a uno de sus alumnos que siempre llegaba tarde. Confabulada con el resto de sus compañeros, quedaron en afirmar que la carpeta verde que ella les mostraría sería roja, con el fin de constatar una hipótesis: la facilidad con la cual nuestras opiniones son modeladas por la presión social, incluso contra los hechos desnudos que tenemos delante de nuestras narices. 

Cuando el alumno impuntual entró en la clase, encontró al profesor agitando la carpeta verde a todo lo alto, al tiempo que les preguntaba inquisitivo: ¿De qué color es esta carpeta? «¡Roja! ¡Roja! ¡Roja!», contestaba cada uno de los interpelados. Hasta que le llegó la hora al impuntual, quien, aunque un tanto confundido, no se atrevió a decir la verdad que le mostraban sus ojos, sino que acabó respondiendo lo que el resto. Puede que, entre «fascistas», «indepes» y «progres» ocurra algo semejante, y la geografía local sea, pese al colorido de las siglas que los distingue, más porosa de lo que estamos dispuestos a reconocer.

Esto no debería llamar la atención. Como cualquier estudiante de historia sabe, entre los contemporáneos en una sociedad existen más coincidencias de lo que nos gustaría reconocer, pese a las notables diferencias que los enfrentan. Pensemos en un ejemplo. Sabemos, gracias a los diálogos platónicos, que en la antigua Atenas el enfrentamiento entre los demócratas, como Protágoras, y los antidemócratas, como Sócrates, Platón y Aristóteles, podía llegar a ser mortal. Sin embargo, pese a ello, los demócratas y los antidemócratas compartían un trasfondo de sentido en el cual se definían sus más acotadas posiciones ideológicas. 

Una muestra de esta coincidencia es el hecho mismo de que los antidemócratas utilizaran la forma del diálogo para definir sus posiciones; o que argumentaran extensamente sus justificaciones contra el igualitarismo. En cualquier caso, la antigua Atenas exigía a sus ciudadanos el uso de la retórica para defender sus posiciones, y no el uso de la fuerza, como pretendieron los Treinta Tiranos tras la rendición de la ciudad en la Guerra del Peloponeso, cuando se impuso un gobierno oligárquico y genocida. Pero incluso en este último caso, como muestra Platón en su República, a los defensores ideológicos de estos tiranos, como Trasímaco, parece que les importaba mucho ganar los debates.  

No es este el lugar ni el momento para ensayar un análisis elaborado sobre este asunto. Me basta con hacer algunas indicaciones sobre el escenario local para contextualizar mis apuntes sobre Betevé como ilustración de los medios locales. Por lo tanto, propongo que analicemos el título elegido: 

«Escuelas confinadas: el 84% de los centros de Barcelona, sin grupos confinados».

Comparemos este título con otro que publica hoy La Vanguardia en su edición digital:

«Emergencia sanitaria: el 16,4% de la población empleada en España, en una situación de pobreza».

Elijo este último título porque estamos hablando de los mismos porcentajes. En ambos casos, hay una totalidad X, un 84% de algo, y un 16% de otra cosa.

Ahora imaginemos que La Vanguardia hubiera titulado la noticia del siguiente modo:

«El 84% de la población empleada en España no está en situación de pobreza»

Alguien podría aducir: el orden de los factores no altera el producto. Pero no es el caso, porque el «orden de la verdad», como le gustaba decir a Foucault, desnuda el desprecio consumado por la opinión pública que en nuestro tiempo practican, indistintamente, unos y otros.

Veamos el problema de fondo. Aquí lo que se discute no es la seguridad en las escuelas, ni la gestión de la pandemia. Aquí lo que se combate es un sentimiento profundo de falta de confianza hacia las instituciones públicas que ha llevado a los progres en las escuelas a convertir el eslogan «¡Confiem!» en la bandera de su lucha contra el Covid-19.

La pregunta es obvia: ¿En quién deberíamos confiar? ¿En las autoridades que han demostrado su negligencia de manera reiterada a lo largo de la crisis actual (como en todas las anteriores)? ¿En la ciudadanía, de la cual se han cansado de quejarse las autoridades sanitarias durante todo el verano? ¿En la pronta resolución de la crisis gracias a las instancias científicas internacionales que, como un maná dejarán caer las vacunas desde el cielo como una ofrenda divina? ¿En nuestra propia capacidad de autodefensa vírica si llegamos a contagiarnos? ¿En que el virus es un «cuento chino», una treta de las élites y que el millón de víctimas mortales y los cientos de millones de afectados muy grave o gravemente son una ilusión óptica y por lo tanto debemos despreocuparnos y volver a la tan ansiada normalidad?

La respuesta es irrelevante. Lo único que importa es el eslogan: «¡Confiem!». Pero sabemos que no hay razón alguna para que confiemos.

El caso de las escuelas es especialmente ilustrativo. Hoy los portales de noticias nos informan que en las últimas 24 hs. los registros en Alemania, Francia, República Checa, Austria y Eslovaquia registran nuevos máximos. El caso de Francia es especialmente significativo, de un día para otro, duplica sus registros, llegando a contar 19.000 casos. En países que hasta ayer controlaban la transmisión del virus y se habían convertido en ejemplares de acuerdo con la OMS, ven disparados los casos, como ocurre en Italia, forzando a sus gobiernos a testear masivamente a su población e imponer restricciones.

Este es el contexto. No hay certidumbre. Como ocurrió en febrero y marzo, los ciudadanos se ven forzados a tomar decisiones personales ante las contradicciones evidentes que cada día nos traen los noticieros. Por un lado, como hace Betevé, militan de manera obsecuente con el aparato estatal, convertidos en aparatos de información gubernamental, en vez de periodismo, por el otro, no pueden evitar dejar en evidencia que la gestión política de la crisis cuelga de alfileres.

En febrero, cuando era evidente que la crisis golpearía de lleno a España, decidí sacar a los niños de la escuela. Pese a las burlas de mis amigos y conocidos, no me dejé amilanar por la presión social, y semanas después comprobamos que nos conducíamos sin desvío a una época trágica en nuestras vidas. Decenas de miles de muertes y cientos de miles de tragedias, algunas con final feliz, pero que han dejado secuelas en la población que tardarán años en sanar. La responsabilidad, aunque todos parecen hacer la vista gorda, recayó enteramente en el gobierno central y local, quienes se negaron a dar entidad al peligro que se avecinaba, pese a las advertencias que nos llegaban de Italia, y la arrogancia pretenciosa de contar con un sistema sanitario de calidad que solo existía en la imaginación de los políticos involucrados, amnésicos en lo que respecta a los reclamos reiterados de los especialistas de salud durante años que denunciaban sin descanso la desfinanciación planificada de los servicios públicos. En esos momentos, Betevé y TV3 tuvieron su cuota de responsabilidad, respondiendo de manera melosa y vacua a la incertidumbre que reinaba en la población, facilitando que el virus se expandiera sin contención al minimizar la gravedad del peligro.

En septiembre, debido a errores imperdonables, las autoridades públicas empeoraron el retorno a las escuelas debido a la pésima gestión durante la fase de desconfinamiento y el verano. El caso de Catalunya fue especialmente notorio, entre otras cosas, porque las decisiones se tomaron en función de una agenda ajena a la catástrofe sanitaria: el enfrentamiento a todo o nada con el Estado español, que ni los muertos han sabido maquillar con un hálito de humanidad. Como ha ocurrido en la Madrid de Ayuso y Casado, Catalunya ha respondido con la vista puesta en el ombligo de las rencillas cortoplacistas del termómetro electoral, ciego ante la necesidad de ejercer un liderazgo consecuente que se juegue el tipo, exija sacrificios si es necesario, pero siempre con las prioridades bien ordenadas que tiene a la vida por delante.

En esta situación, regresamos a las clases. Con ejecutivos centrales y autonómicos enrocados que se jugaron todo, de manera autoritaria, a la educación presencial. No solo no se ampliaron las contrataciones de docentes, sino que no se aumentaron los recursos de la sanidad. La política de amedrentamiento a las familias se consumó con un ataque concertado por parte de los medios oficialistas contra todos aquellos que levantaban la voz alertando de las incongruencias del sistema implementado.

El título de Betevé es ilustrativo y vergonzoso. Nada más y nada menos que el 16% de las escuelas catalanas tienen grupos confinados. El número es enorme, lo suficientemente grande como para que el sistema educativo hubiera tenido un plan de contingencia de educación online, no solo para aquellos que no pueden asistir a clases debido a la posibilidad de contagio cierto que implican los contactos con un afectado, sino también para dar a los ciudadanos una alternativa razonable en un momento de crisis como el que vivimos.

Nada de esto está ocurriendo. La negativa del gobierno catalán, a través de su conselleria d’Educació, de negar a los ciudadanos una educación alternativa a la educación presencial, armado con su ejército de inspectores preparados para perseguir y estigmatizar a las familias rebeldes dice mucho de este progresismo catalán que ha hecho del derecho a la desobediencia, del derecho a elegir un lema cuando se practica en manada, pero que no tiene ninguna vergüenza en pisotearlo cuando se ejercita por minorías o individuos dubitativos o críticos frente a la gestión pública.

No hay ninguna razón de peso, excepto la fe que practica el carbonero, que nos permita con certidumbre garantizar la salud de nuestras hijas e hijos. Las escuelas deben estar abiertas, los padres tienen derecho a enviarlos a clase mientras los registros de contagios no conviertan su asistencia en temeraria, pero la educación pública tiene que llegar a todos si queremos cumplir con el derecho humano a la educación que la Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgó y que la constitución española y el estatuto catalán consagra como fundamental.

Cuando a comienzo del curso lectivo el gobierno y los grupos mediáticos se lanzaron como jauría vengativa contra los «negacionistas» y «abstencionistas», y proclamaron a viva voz que las familias que se negaran a enviar a su prole a las escuelas serían perseguidas e incluso penadas con prisión por su desobediencia, supimos que algo grave estaba sucediendo, y lo constatamos durante las últimas tres semanas, en las que las escuelas, los servicios sociales, incluso de niños con discapacidad, se han negado rotundamente a ofrecer cualquier otra alternativa educativa que no sea la presencial, aferrados como están a la imposición de la ley y el orden a cualquier costo.

Imaginemos que Betevé, en vez de informar sobre los 99 asesinatos de mujeres en manos de hombres durante el 2018, hubiera informado que 24.000.007 ciudadanas no han sufrido violencia machista. Imaginemos que, en vez de informar sobre las 1.019 muertes de personas registradas en las tres rutas marítimas principales del Mediterráneo durante el período 2018, Betevé hubiera informado que 90.489 las cruzaron felizmente a salvo.

Evidentemente, entre los «progres», los «indepes» y los «fachas» hay más coincidencias de las que nos gustaría reconocer.
El autoritarismo y el moralismo son algunos de esos caracteres que tienen en común; también el estilo en la comunicación. Pese a que todos se llenan la boca con el tema de las fakenews y otras delicias de nuestra época, parece que nadie está dispuesto a renunciar a mantener haciendo fila a sus respectivas tribus, cueste lo que cueste. 



 

«LA NORMALIDAD ES LA MUERTE»


Sobre la buena suerte

Hace unos días nos desayunamos con una cifra: 1.000.000. El número corresponde a la estadística oficial de víctimas que produjo el Covid-19. Cifra que lejos está de ser definitiva. Los expertos esperan que el número se duplique si continúa avanzando la segunda ola, y Europa parece que estará en el centro de esta catástrofe a medida que avance el otoño y el invierno.

En Madrid, la asociación de víctimas del Covid-19 tuvo la «feliz» idea de plantar 53.000 banderas en un parque con el fin de que visualicemos la magnitud de la tragedia en el Estado español. La cifra tiene en cuenta los cerca de 30.000 fallecimientos oficialmente reconocidos, y la proyección que sugiere la diferencia de fallecimientos entre un año sin pandemia (2019), y otro en pandemia (2020). Los números seguirán subiendo.

Mientras las muertes se multiplican, ¿cuántas personas han sufrido el trance de velar por sus seres queridos ingresados en terapias intensivas o han visto como colapsaban sin poder atenderlos debido a las deficiencias de los sistemas de salud, la falta de previsión política y la negligencia concertada de todo el aparato burocrático y ejecutivo, enfocado exclusivamente, durante décadas, a bajarle el costo a la vida para ser competitivo en la economía?:

1) ¿cuántas personas padecieron la enfermedad de manera severa en los últimos seis meses? ¿Cuántas han debido someterse a terapias intensivas durante semanas para poder sobrevivir? ¿Tal vez 20.000.000?

2) Si multiplicamos dicha cifra por 4, para sopesar figurativamente el impacto psicológico y emocional de las personas próximas a los afectados graves, estamos hablando de, al menos 80 o 100.000.000 de personas (padres, madres, hijos, hijas) que han sufrido el impacto psicológico y emocional de esas pérdidas o el trance de velar durante semanas o meses por la supervivencia de sus seres queridos.

El antropólogo Ernest Becker nos recuerda en La negación de la muerte que, entre las muchas aportaciones de Freud, destaca el concepto de «narcisismo», la idea de que «cada uno de nosotros repite la tragedia del mítico dios griego Narciso; estamos irremediablemente absortos en nosotros mismos. Si nos preocupamos alguna vez de alguien, normalmente es, ante todo, de nosotros mismos». Y Becker continúa diciendo que, en algún lugar, Aristóteles había definido la suerte de manera ilustrativa, como aquella instancia en la cual «la flecha alcanza a la persona que está a tu lado».

Poscapitalismos

Hace un par de semanas, en el contexto de la «Internacional progresista», Janis Varoufakis nos advirtió que estamos ya en una suerte de «poscapitalismo». Pero no se trata del nuevo régimen de relaciones sociales que anhelábamos y que, al comienzo de la pandemia, sentíamos que era posible lograr pese a los peligros que enfrentábamos.

El poscapitalismo al que se refería Varoufakis está basado en el desacoplamiento de la economía productiva, la «economía real», y la economía financiera. Este desacoplamiento en la esfera económica, ha permitido un desacoplamiento en la esfera social nunca vista antes en la historia del mundo entre los ricos y los pobres, entre quienes se ha instituido un abismo infranqueable, severamente custodiado por las hordas neofascistas que imponen globalmente una política basada en el control y la represión social como jamás habíamos experimentado.

Frente a este poscapitalismo neofascista, Varoufakis propuso su alternativa progresista, basada, en primer lugar, en el desmantelamiento del «mercado de trabajo», donde se encuentra, como señaló Marx hace siglo y medio, el talón de Aquiles del capitalismo.

La internacional progresista

Frente a la «Internacional neofascista» que promueve la derecha neoconservadora, y que los «neoliberales progresistas» alientan con su chantaje basado en su ataque concertado a los «populismos de izquierda» y los espectros de Marx, Naomi Klein intentó explicitar la alternativa progresista del internacionalismo.

Frente al chauvinismo creciente, y los peligros que entraña en cualquiera de sus formas (incluso en las aparentemente insípidas reivindicaciones culturalistas), el internacionalismo no parecería exigir una defensa especialmente elaborada. Sin embargo, cuando prestamos atención al «cosmopolitismo», esa doctrina moral que acompañó a la globalización neoliberal que nos ha lanzado de cabeza a la actual crisis de la humanidad que experimentamos, necesitamos, al menos, una aclaración.

Aquí la internacional progresista, nos dice Klein, no se refiere a un entramado institucional abocado a imponer una visión de progreso fundado en una pasión civilizadora análoga a la que cultivaron los imperialismos como arma cultural y política contra los de abajo para cautivar sus voluntades. Ese progresismo, hoy encarnado por las palomas del imperio, es el que con bombo y platillo nos enfrenta a la dicotomía de la economía o la vida, y nos empuja a regresar a la normalidad.

Sin embargo, Naomi Klein nos pide que reflexionemos qué supone volver a la normalidad. El virus parece tener algo que enseñarnos, porque cada vez que desaceleramos, cada vez que restringimos nuestros hábitos de consumo y nuestro afán competitivo, el virus parece retroceder. En cambio, cuando intentamos volver a la normalidad, la reacción virulenta se vuelve mortal. En ese sentido, nos dice Klein, «volver a la normalidad es la muerte».
«Socialismo o muerte»

Chomsky, por su parte, enumeró los peligros que enfrentamos, que hoy nos amenazan con la extinción de la especie. En ese sentido, Chomsky promueve como única alternativa, un internacionalismo para frenar la creciente posibilidad de un holocausto nuclear y una extinción debido a la profundización de la crisis medioambiental.

Después de ofrecer una genealogía del neoliberalismo en la que es posible discernir, en las intervenciones de sus pioneros, von Mises y von Hayek, su estrecha vinculación con los fascismos del siglo XX, pese a la histriónica defensa de una libertad vicaria en el esfera del mercado, en cuyo altar deben sacrificarse incluso las libertades civiles y políticas si fuera necesario, Chomsky vuelve a llamar la atención de la significación de los ataques al populismo de izquierdas y al socialismo por parte de los progresistas neoliberales, como un signo de su conformidad con la deriva autoritaria que enfrentamos.

Los antidemócratas

Desde los tiempos de la antigua Grecia, los enemigos de la democracia han urdido sus ataques contra las clases populares con el fin de poner coto a los anhelos de autogobierno de las grandes mayorías. El Estado, con excepción de algunos períodos en la historia, ha sido siempre el instrumento al servicio de los anti-demócratas para poner coto a dichas aspiraciones de auto-gobierno. El poder judicial y, al menos, alguna de las cámaras legislativas, han cumplido siempre con un papel conservador, con el fin de garantizar a las clases explotadoras la ventaja institucional que necesitan para proteger sus derechos de propiedad o sus privilegios fiscales.

Aquí es donde el término república y el término democracia parten aguas. Una república aristocrática u oligárquica tiene una configuración muy diferente a la república democrática a la que aspiran las fuerzas progresistas. No se trata, simplemente de cumplir con los mandatos de la ley y el orden que imponen las instituciones, sino que esas instituciones sean justas, hayan sido democráticamente fundadas y gestionadas, y estén siempre abiertas a revisión y transformación.

En este sentido, el republicanismo procedimental no garantiza en modo alguno la expresión y administración democrática de las sociedades. Necesitamos una república genuinamente democrática, al que los republicanos anti-demócratas se resisten de manera belicosa, como demuestra, según la diplomática Alicia Castro, la utilización extensiva del Lawfare y la lucha contra la democracia en América Latina.

Lecciones del Covid-19

La pandemia ha dejado al desnudo el fracaso del sistema. En algunos lugares, como en los Estados Unidos y Europa, el Covid-19 ha hecho patente la distancia entre las «ilusorias» auto-interpretaciones del primer mundo, y la triste realidad cotidiana de pobreza, desigualdad y desprecio por la vida que anima sus políticas públicas.

Mientras tanto, en los países periféricos, como en América Latina, ha vuelto a visibilizarse la contradicción central de sus regímenes de relaciones sociales: la lucha de clase.

Después de décadas centrados exclusivamente en reivindicaciones identitarias, la exigencia impostergable de una nueva fiscalidad para «reparar» los daños causados por la pandemia y la crisis de deuda, demuestra que la división social más importante es el abismo entre los ricos y los pobres.

Las clases privilegiadas son inescrupulosas. Cualquier estrategia les vale para evitar que salgan de sus bolsillos los impuestos que los gobiernos oligárquicos y la justicia de clase les ha ahorrado durante décadas. La república puede ser un instrumento contra la democracia.

Es posible, como explicaba Aristóteles, que hoy «estemos de suerte», y la flecha que estaba a punto de alcanzarnos haya acabado en el pecho de nuestro vecino. Pero el narcisismo rampante que socava nuestras frágiles democracias no es un antídoto contra los peligros que nos acechan, sino una pócima venenosa, que nos hace más débiles, más vulnerables frente al peligro.

Como señala Naomi Klein, hoy nuestra enemiga es la normalidad que encarnan la explotación, la violencia, la pobreza lacerante, la desigualdad y la destrucción medioambiental.

La normalidad es, también, y sobre todo, el entramado institucional que es condición de posibilidad de esta realidad distópica que hoy habitamos (el sistema educativo, sanitario, laboral-empresarial, científico y tecnológico que hemos inventado para servir al capital).

Tal vez el sufrimiento y la muerte causado por el Covid-19, u otros de los muchos males que nos aquejan colectivamente, no hayan tocado a nuestra puerta. Puede que hoy estemos celebrando «estar de suerte». Sin embargo, tarde o temprano, en un planeta enfermo como el que habitamos, el mal se plantará frente a nosotros. Entonces, no servirán las excusas. 

CONTRA LAS FAMILIAS

Desde Barcelona – A una semana del inicio de las clases en España, la situación epidemiológica no está resuelta. Los guarismos anuncian un otoño de contagios y muertes, y la perspectiva de un invierno catastrófico no está descartada. Las mentiras concertadas durante toda la pandemia por parte de los responsables políticos convierten en risibles las garantías de seguridad que proclaman para las aulas.

Seis meses después de la erupción de la pandemia, y con la experiencia que supuso el período obligado de confinamiento, las medidas de prevención adoptadas para el retorno de las niñas y los niños a las escuelas lucen decididamente chapuceras, oportunistas e ideológicamente motivadas. 

En Catalunya, el enfado de una parte de la población ante la arbitrariedad impuesta a padres y alumnado se ha traducido en varias acciones colectivas, entre ellas una solicitud de amparo al Supremo Tribunal de Justicia de Cataluña exigiendo que se autorice la educación virtual para los casos que así lo soliciten y ameritan.

Los gobiernos de España y las autonomías temen un absentismo considerable. Para contenerlo, los medios de comunicación se han encargado de publicar en sus portadas durante las últimas semanas las amenazas reiteradas de funcionarios públicos dirigidas contra aquellos que contravengan la orden de llevar a sus hijas e hijos a clases presenciales, juzgarlos en los tribunales, y eventualmente encerrarlos en prisiones bajo pena de entre 6 meses y 6 años. 

Aunque la amenaza acabe siendo discursiva, es una amenaza: el único medio que ha encontrado el Estado para responder al temor fundado de padres y docentes. Estos últimos reconocen en gran número lo inadecuadas de las medidas. En los comunicados a los padres se manifiesta el nerviosismo ante la responsabilidad que ha caído sobre sus hombros. 

No obstante, el panorama circense de las administraciones locales convierte en absurda la insistencia en cumplir a rajatabla con «los derechos del niño a la educación» en estas circunstancias y en la modalidad prevista sin poner en riesgo su salud y la de sus familiares. Sabemos que ni siquiera los protocolos de prevención pactados por el gobierno central con las autonomías lograrán cumplirse.

Hace unos días, por ejemplo, nos enteramos a través de la prensa de que, al menos en 30% de las escuelas catalanas, las limitaciones de aforo previstos para las aulas no podrán implementarse por razones estructurales o presupuestarias. De esta manera, no solo nos encontramos ante medidas cosméticas de escasa eficacia, sino que las anunciadas tampoco podrán ponerse en funcionamiento enteramente. 

En un país dónde las aulas-barracones aún nos recuerdan la desinversión en educación impuesta por las derechas y los progresismos neoliberales que gobiernan este país, la desidia de utilizar los derechos del niño como reclamo retórico a los padres, preocupados por la salud de sus hijos y la estabilidad familiar, solo se explica como empeño ideológico de un Estado débil, incapaz de negociar las circunstancias excepcionales, un elenco de representantes políticos de escasas luces, falta de liderazgo, y el desprecio a la población que prueba la continuada desinversión en salud y educación que la pandemia ha expuesto crudamente.

Las escuelas deben estar abiertas. Sin embargo, los padres tienen derecho a juzgar la situación concreta que enfrentan y determinar cuál es la mejor respuesta ante la crisis, especialmente teniendo en cuenta la existencia de alternativas que exigen ser implementadas. 

Después de haber pasado por la experiencia del confinamiento; después de haber soportado la decepcionante gestión gubernamental (central y autonómica) en el pico de la misma; después de haber sido testigos del previsible y anunciado fracaso de la apurada desescalada para salvar la campaña turística de verano; después de haber sido testigos de la falta de eficacia en el control de los rebrotes; y ante la evidencia de que el «consenso político» no supone un «consenso social», en este caso en lo que respecta al retorno de las niñas y los niños a las escuelas, la administración ha decidido cargar contra los padres y madres. Ellos han sido los que han llevado sobre sus hombros la responsabilidad de cuidar, contener y educar a sus hijas e hijos durante todos estos meses traumáticos, sin ayudas ni signos de comprensión o certezas por parte de la administración que ahora los ataca. En este contexto, debería concedérseles el derecho de tomar caminos alternativos para la educación, y no intentar, de manera empecinada, imponer un modelo definido a las apuradas, decidido por un equipo de gobierno inconsistente y administraciones autonómicas en crisis. 

Sin embargo, la negligencia gubernamental (central y autonómica), como en otras lides, no responde con la razonabilidad que exige la convivencia democrática, sino que opta por acorralar al colectivo afectado, que ahora no solo tiene que sufrir la pandemia, sino también el poder coercitivo y arbitrario del Estado. 

Para lograr su cometido, el Estado exige a su funcionariado en las escuelas que arbitre como «policía política» contra los ciudadanos, denunciando absentismos, e iniciando trámites que pueden acabar en procesos administrativos y judiciales que afectarán directamente a las familias, causando daños irreparables en su seno, y con efectos indirectos perniciosos para la salud de las niñas y los niños que dicen querer proteger. 

Por todas estas razones, no es apurado concluir que el Estado español y las autonomías están actuando decididamente contra las familias con su modelo obstinado en este excepcional retorno a la escuela. 

Aquí, el Estado, en nombre del mercado, exige para sí un privilegio decisorio exclusivo, y se apropia del recurso «vida» (nuestros niñas y niños) enviando un mensaje claro como el agua, análogo al que proclamaban a viva voz los líderes del pasado cuando enviaban de a decenas de miles a los jóvenes a las trincheras. Las escuelas no son lugares seguros, como no lo fueron en marzo cuando, estos mismos gobernantes nos aseguraban que todo estaba controlado, y treinta mil personas perdieron sus vidas. 

La Unión Europea, y los Estados europeos individualmente, de manera imperceptible para algunos, de manera evidente para otros, avanza una agenda neo-hobbesiana. Esta agenda la comparten las derechas y las izquierdas neoliberales indistintamente. Existen diferencias de matices y modales entre unos y otros, por supuesto, pero el objetivo es el mismo: garantizar (utilizando el lenguaje de los derechos, o utilizando un lenguaje anti-derechos, según sea el caso), el orden de relaciones sociales de dominación, expropiación y explotación vigente.

La escuela es un dominio en el cual el Estado-corporativo ha invertido enormes expectativas. No solo no está dispuesto a renunciar a la misma, sino que pretende profundizar su dominio, garantizando su utilidad exclusivamente para sus objetivos. Las contradicciones y la lucha que en estas horas enfrenta al Estado con algunas familias pone de manifiesto que el trillado discurso de la educación pública como una fuente milagrosa orientada a proteger exclusivamente «la igualdad de oportunidades» no es más que otro de los muchos mitos que alimentan nuestro imaginario. 

La educación publica es un bien, evidentemente, pero cuando, como ocurre en el período lectivo al que nos abocamos, la única manera que encuentra el Estado para realizarlo son las amenazas de persecución a las familias, en plena pandemia, y en medio de una incertidumbre creciente a nivel local, utilizando como pretexto argumentos que enfrenta a los padres contra sus hijas e hijos, acusando a los primeros de violar el derecho inalienable de la niñez a ser educada, el Estado ha cruzado una frontera prohibida, y se ha puesto a sí mismo más allá de cualquier legitimación democrática. Ha dejado a la vista que está dispuesto, por todos los medios que tiene a su alcance, a sacrificar el bienestar, la salud e incluso la vida de sus ciudadanos para garantizar el retorno a la ficticia «normalidad» que exige el mercado con el fin de evitar cualquier transformación sustancial del status quo, dinamitando con ello, incluso, la convivencia en la intimidad de la sociedad civil, con el fin de imponer su arbitraria pretensión de ley y orden.  


FRATRICIDIOS. Argentina en pandemia


Vivimos una época que exige más inteligencia y más corazón del que habitualmente invertimos en nuestras vidas. La pandemia ha desnudado rincones oscuros en nuestras sociedades que, agazapadas durante mucho tiempo detrás del conformismo que impone la normalización de la vida social, ahora muestran su rostro horrible, vociferante, patotero, enloquecido. 

Roto el «contrato social» que impone el mercado con su orden de clase y su normalidad de injusticias y desigualdades, emerge la frustración y la ira, la sed de venganza, y la amenaza de volver al todos contra todos. 

De este modo, el orden visionado por la razón liberal muestra su límite. Nos aproximamos peligrosamente a condiciones que exigen un «estado de excepción». Las derechas lo huelen y anuncian que están dispuestas a dar el paso hacia lo prohibido. La democracia cruje. Los sectores populares exigen la protección y el derecho a defenderse que en raras ocasiones los gobiernos de consenso están dispuestos a conceder. 

Todo esto prueba lo que siempre supimos. La convivencia «democrática» basada en la debilidad de los consensos que se promueven exclusivamente en el marco de la pugna de intereses sectoriales, a expensas del bien común, no resiste una pandemia.

Avanzan, por lo tanto, el racismo, la xenofobia, la misoginia, el fanatismo religioso o espiritualoide, el voluntarismo, el moralismo y el fatalismo en política, el sálvese quien pueda, la huida del mundo, el tribalismo en cualquiera de sus formas, étnico-nacionalista, religiosa o clasista.

En ese marco, las posiciones cautelosas, aparentemente precavidas, titubeantes que piden diálogo y consenso, dejan de escucharse. En el tumulto, los mensajes apaciguadores no resuenan. 

Frente a quienes pretenden incendiar el espacio de convivencia queriendo sacar ventaja en río revuelto, la paciencia se interpreta como traición. 

Se dan vuelta las bazas. Ahora son los cautos quienes exigen mano dura contra quienes atacan el orden de contención que débilmente manufacturan las instituciones. El enfrentamiento está servido. Razones no faltan. 

La «grieta» adquiere una apariencia sustantiva. Se coagulan en las orillas sus límites relativamente porosos hasta convertirse en impermeables. El atrincheramiento disuelve la identidad colectiva. El virus de la violencia y la guerra intestina comienza su proceso de multiplicación que, eventualmente, se expandirá por todo el organismo. 

La curva de los contagios, y el abismo emocional al que nos abocamos a medida que incineramos a nuestros muertos, entumece a la razón y endurece el alma. El temor (consciente o inconsciente), expresado como autoprotección obsesiva o temeridad manifiesta se convierte en un elemento corrosivo de las relaciones sociales. 

Sin «patria» o «matria», sin «humanidad», sin el otro infinito que exige mi responsabilidad moral por su sufrimiento, solo queda recomendarse a los dioses. 

Sin embargo, como sabemos, porque así nos lo enseña la historia, los dioses no parecen haber estado nunca particularmente preocupados por nuestros fratricidios. 


EL PERSONAJE ILUSTRE


Más allá de la pandemia 

La Organización Mundial de la Salud ha vuelto a advertir que la pandemia va para largo. Mientras esperamos la milagrosa vacuna, los gobiernos del mundo, en función de sus recursos y sus circunstancias particulares, experimentan con diferentes recetas.

En principio, el objetivo es contener la enfermedad, mantener la economía a flote (pese a que la embarcación en la que viajamos está inundada y las grandes mayorías ya vivimos con algo más que los pies bajo el agua) y construir un mínimo de consenso que garantice la cohesión social, indispensable para mantener, al menos, las apariencias democráticas.

Pero no todo es preocupación por el hambre y la miseria, la salud y la muerte de las poblaciones. Para las grandes corporaciones y fondos de inversiones, el objetivo es evitar a cualquier costo cambios estructurales que pongan en peligro los privilegios que han facilitado la desposesión sistemática de las poblaciones para su beneficio, su sobreexplotación creciente, y las múltiples formas de dominación que han utilizado para poner a su servicio lo común de todos: la naturaleza, la vida misma y las instituciones que dan forma a nuestro orden social.

El rol de los medios


En ese contexto, los medios de comunicación juegan un rol crucial. Su tarea consiste en dividir a las víctimas para evitar la formación de un sujeto colectivo que exija y acompañe esos cambios estructurales inspirados en los anhelos de libertad, igualdad y fraternidad.

En este sentido, resulta imprescindible preguntarse (una vez más) cuáles son los mecanismos retóricos que garantizan a los «dueños» de las estructuras jurídico-institucionales en el capitalismo actual la neutralización del poder soberano de los pueblos, eludiendo de este modo la necesidad de un enfrentamiento frontal con los explotados y oprimidos. La estrategia es archiconocida: dividir para vencer.

En Argentina, pese al desorden aparente en el escenario público, en el que el griterío histérico, las bravuconadas y el partidismo pretenden representar la realidad social misma, las cosas son medianamente transparentes para quienes no se dejan arrebatar la sensatez por la ilusoriedad que impone el poder mediático.

La estrategia corporativa es sencilla y brutalmente directa: mantener la «grieta» y, si es posible, mantenerla como una herida infectada, para que el odio y el dolor entumezcan el cerebro y la víctima de la operación sea incapaz de comprender sus propios intereses. De este modo, los poderes corporativos pueden engatusar a una parte importante de las clases medias, en muchos casos pauperizadas, y a los pobres, para que encarnen la defensa de los ricos apretando los dientes, y se enfrenten en su nombre a la otra parte de la población explotada, expropiada y dominada que, por el contrario, intenta un cambio de rumbo genuinamente democrático, más igualitario e incluyente.

En este sentido, aunque imprescindible, parece servir de poco la pedagogía política y el esfuerzo continuado por informar al desinformado sistemático, al que se nutre a través de las usinas mediática con toda clase de fake news, mentiras puras y duras, y detritus de entretenimiento producido para ese sector alienado de la población que parece haber renunciado enteramente a su responsabilidad ciudadana, entregándose de pies y manos al glamour y al chimento, cuando no a la aceitada «orientalización» psicopolítica que acompaña la usurpación por parte del «mercado» de la democracia, imponiendo sus prerrogativas, conspirando contra sus intereses, e intoxicando su funcionamiento institucional.

Durmiendo con el enemigo


Sin embargo, toda esta evidencia se vuelve misteriosamente un relato conspiranoide, objeto de burla por parte de los «iluminados oficiales»: los «periodistas serios e independientes», y esos otros, más que peligrosos: los «equidistantes».

Si no somos capaces de visualizar lo que se encuentra en última instancia en disputa: la vida misma, la de cada uno y la de todos, en el marco de una guerra global contra las poblaciones y la naturaleza, la verdad liberadora que supone reconocer el rostro desnudo de quiénes son nuestros «enemigos» (los que hambrean a nuestros hijos, los que hipotecan su futuro, los que expropian nuestros recursos, los que corrompen nuestras instituciones, los que nos endeudan, los que hacen que nuestra vida finita y sufrida de por sí, se convierta en calamidad continuada y cíclica) se convertirá en una fantasía esquizoide.

Pero no es una fantasía, ni es un síntoma esquizofrénico, es la verdad que explica nuestro sufrimiento colectivo, nuestra angustia existencial común, nuestro desamparo social, la violencia y la contaminación que nos rodea: la traición de las élites locales, unidas en un abrazo promiscuo con las élites globales, para garantizar la expropiación y sobreexplotación del pueblo que somos, independientemente de dónde hayamos venido, que memorias familiares guardemos en nuestros relicarios, o que color tenga la superficie de nuestra carne mortal.

El sistema mundial

En sus numerosos proyectos de redacción de El capital, Karl Marx enumeró en su formulación dialéctica el conjunto y el orden temático de los libros que compondrían eventualmente su investigación. Si echamos un vistazo a vuelo de pájaro sobre el índice provisional que en varias ocasiones dejó por escrito con modificaciones en sus apuntes y cartas, podemos hacernos una idea de lo que estamos hablando.

Los primeros libros de su proyecto debían abordar las determinaciones fundamentales en la que se exponen los conflictos de clase, en los que el capitalista, el propietario de la tierra y el trabajador asalariado (junto al ejercito de desempleados que le garantizan al capitalista la competencia feroz entre sus explotados y oprimidos) son los protagonistas iniciales. En este nivel, el foco está puesto en una sociedad capitalista concreta, encerrada dentro de sus fronteras estatales.

Ahora bien, esta es la primera falacia que groseramente nos impone el opinólogo liberal. Quiere hacernos creer que el fracaso concertado y continuado de las sociedades periféricas es fruto, o bien de la inmadurez civilizatoria de su población, o del desarrollo limitado de sus estructuras institucionales. Esto lo achacan a las resistencias populares que se oponen a los proyectos de «modernización» de sus élites explotadoras. Resistencias juzgadas por estas élites y la población colonizada que las acompañan, como culturalmente fascistoides, promovidas por políticos corruptos, con pretensiones tiránicas, que manufacturan poblaciones dependientes, clientelares, para perpetuarse en el poder.

Sin embargo, como apunta Marx, los Estados, como el argentino y otros latinoamericanos, no existen aislados. No son mónadas autosuficientes definidas exclusivamente en función de sus dinámicas internas. Se trata de sociedades subalternas, que existen en el marco de relaciones internacionales marcadas históricamente por desequilibrios geopolíticos y militares que han impuesto lógicas de expropiación, explotación y dominación enquistadas e introyectadas dentro de nuestras propias sociedades, y reflejadas en nuestras luchas de clase. Los Estados individuales conforman una totalidad, un sistema mundial. Ese sistema mundial está formado por Estados centrales y periféricos, de manera análoga al modo en el cual los mercados nacionales están formados por capitalistas, terratenientes y trabajadores.

De este modo, si queremos entender el repetido «fracaso» de la sociedad argentina, tenemos que ir más allá de las burdas críticas usuales que, de manera petulante, escupen los representantes locales del capitalismo global (hoy disfrazados de republicanos arendtianos o rawlsianos), quienes intermedian en la explotación de nuestra gente, hurtándoles sus derechos a la vida y a la promoción de sus vidas.

Personajes ilustres

Esta semana hubo dos sonadas intervenciones que merecen comentario. La primera tuvo como protagonista a ese personaje «ilustre», cuyo talento como actor no desmerece ni un ápice su mediocridad ciudadana: Oscar Martínez (un ejemplar «ilustre», repito, de esa banda de aclamados «artistas» internacionales que se han abierto camino denunciando los «populismos» latinoamericanos, olvidando que fueron las manos de ilustres «liberales», los que a lo largo de nuestra historia estrangularon los anhelos de la patria).

Por ese motivo, no me resulta fácil eludir los comentarios del actor quien, ante una periodista opositora, sedienta de «sangre peronista», confesó, con voz teatralmente entrecortada, que se encontraba desgarrado y había «perdido (literalmente) las esperanzas» en la Argentina el día en el que Alberto Fernández fue electo como presidente, dejando entrever que era la inmadurez e insensatez del pueblo, aparentemente incapaz de velar por sus propios intereses, lo que le producía desasosiego.

No creo que sirva de mucho enumerarle a Oscar Martínez las irrefutables variables que demuestran el enorme daño que la presidencia de Mauricio Macri infligió sobre el tejido social de la Argentina. Tampoco creo que serviría de mucho mostrarle que Mauricio Macri no fue el fruto casual o el descuido de un momento en la historia de nuestro país, sino más bien la encarnación en el siglo XXI de un proyecto político (cívico-militar en su momento) basado, literalmente, en la construcción de una sociedad desigual y excluyente que asegure a las clases dominantes el funcionamiento de un aceitado mecanismo de acumulación de riqueza a costa de las grandes mayorías. Un proyecto político en el cual, los «dueños» de la patria, exigen del Estado un servicio exclusivo para sí mismos.

Nada de esto parece conmover a Martínez. Su odio «antiperonista», como el de muchos otros floridos representantes del honestismo nacional, lo ha convencido de que el problema del país son «ciertos argentinos» (muchos, la inmensa mayoría) que, atormentados por la miseria, los golpes de Estado, las masacres, las detenciones ilegales, las desapariciones, los ajustes estructurales, los corralitos, las devaluaciones, el endeudamientos y re-endeudamiento sistemático, la fuga de capitales, los programas reciclados de austeridad, la injusticia de la Justicia, la discriminación, la represión feroz, la arbitrariedad, los privilegios, etc., siguen anhelando un país más justo e igualitario. Esos argentinos, y no aquellos otros, los que se dicen «dueños de la patria», son, de acuerdo con la historia contada por Martínez, los culpables de ese fracaso tan sonado que es, según sus palabras, la Argentina.

¿Civilización o barbarie?

Pero, estos personajes ilustres tienen sus representantes políticos. No están solos. Tuvieron sus gobiernos, y hoy tienen en las Cámaras de representantes un número importante de diputados y senadores que hablan en su nombre. Tienen jueces y fiscales que les hacen el trabajo sucio en los tribunales, y una larga lista de periodistas que sirven en sus corporaciones mediáticas, preparados para mentir u ocultar la verdad cuando lo exijan las circunstancias.

Ahora bien, lo que no parece entender Oscar Martínez es que el pueblo llano, el que intenta protegerse ante la brutalidad del poder global y local, saqueador y genocida, también busca y encuentra a sus representantes, tan genuinos y legítimos como a quienes a él aplauden en sus performances, o halagan con sus críticas. De modo que su republicanismo acaba siendo tuerto. Tiene algo así como un «límite estomacal» que le impide aceptar a ese pueblo que lo interpela y lo hace estremecer cuando ejerce su voluntad de resistencia. Oscar Martínez, por lo tanto, no es un hombre solitario ofreciendo sus opiniones, sino más bien una suerte de ventrílocuo de los poderosos, escudado, eso sí, detrás de esa mascarada «cultural» tan usual entre las derechas locales.

La liberté enfin!

En simultáneo con las declaraciones de Martínez, Mauricio Macri estaba llegando a París, de turista o en fuga (quién sabe). Como otros héroes coloniales del pasado, como otros virreyes de nuestra historia, al aterrizar en el aeropuerto Charles De Gaulle, él tampoco pudo contener su emoción. Después de todo, por fin estaba a salvo: lejos de ese pueblo que no concita ya esperanza. Entusiasmado, exclamó a los periodistas una frase con este espíritu:

«¡Por fin un país civilizado! ¡Por fin la libertad!»

En el obelisco, mientras tanto, muchos ciudadanos del talante de Oscar Martínez se manifestaban con pancartas contra toda clase de cosas: la cuarentena, los ataques a la libertad de expresión, el avasallamiento contra el poder judicial, los ataques extraterrestres, George Soros, la próxima vacunación global contra el Covid-19, C5N, los bolsos de López, el aborto, las prisiones de los militares genocidas, y por sobre todas las cosas, Cristina Fernández (de Kirchner), la vicepresidenta de la Nación, considerada la encarnación misma del mal.

Así son las cosas: los Oscar Martínez comparten con los neonazis, los anarco-liberales y los declamadores de la división de poderes, el mismo odio antikirchnerista, antiperonista, antipopular, el mismo reclamo de mano dura, la misma pasión meritocrática creída de sí misma, el mismo moralismo hipócrita que en otros lugares del planeta están conduciendo, de manera aparentemente inexorable, a un nuevo ciclo de dominio neofascista. 

Pero no nos dejemos engañar. No serán los «progresista neoliberales» los que nos saquen de este atolladero. Aunque se revuelven ante los pésimos modales de tipos como Bolsonaro o Trump, secretamente los celebran. Después de todo, son criaturas salidas de su propio costillar.

En definitiva, la «República» mayúscula que reclaman puede ser muchas cosas interesantes, pero no es LA solución que estamos buscando para enfrentar los problemas que tenemos delante si no llevamos a cabo las transformaciones estructurales en el orden de nuestras relaciones sociales que superen o al menos contengan los efectos devastadores que genera la lógica inherente que impone el capital sobre todos nosotros. Como mucho, será una decoración más acorde para nuestro funeral.

Esas transformaciones no caerán del cielo. Habrá que salir a buscarlas.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...