El contexto
Todo comenzó en febrero-marzo de este año, cuando la pandemia empezaba a asomar los dientes en Europa. La información que estábamos recibiendo era bastante obvia. Era cuestión de días para que el virus llegara a España y las consecuencias serían catastróficas. En Italia, los números crecían de manera exponencial. Mientras tanto, en Catalunya, los medios de comunicación, y los responsables políticos y sanitarios, aseguraban que todo estaba controlado. Lo que estábamos viendo en Asia y en Italia, decían, no ocurriría en el territorio catalán, entre otras cosas, porque teníamos un sistema de salud garantizado, de gran calidad, etc., etc.
En ese contexto, me acerqué a la escuela para saber qué tipo de medidas tomarían las autoridades frente a la crisis que se avecinaba. Yo estaba pensando entonces en un plan de contingencia y medidas preventivas. Cosas muy básicas, como, por ejemplo, una mejor distribución de los niños en los comedores; una re-planificación de los protocolos de higiene; además de charlas que ayudaran a entender a los niños la importancia del aseo personal, y cierto distanciamiento social. Por ejemplo, que los cepillos de dientes de los niños no estuvieran uno al lado del otro, que se descartaran las servilletas de tela y se volviera a las servilletas de papel descartables. Como digo, cosas muy básicas.
La respuesta de la dirección de la escuela fue una circular generalista emitida por los órganos burocráticos del Govern, sin sustancia ni relevancia alguna frente a la tormenta que se avecinaba. El lema que había comenzado a circular giraba en torno a la confianza. Los ciudadanos debíamos confiar. Punto.
Unas semanas después comenzaron las muertes. Decenas de miles de muertes. Cuando llegó el verano, el número estaba más o menos cerrado para la primera ola: 30.000 víctimas mortales oficialmente declaradas debido al COVID-19; 53.000 si se tiene en cuenta la diferencia entre los fallecimientos del 2019 y 2020 durante el mismo período.
En junio comenzó la desescalada. Era evidente para cualquier persona más o menos informada que las decisiones gubernamentales iban desencaminadas. La prisa por salvar el verano, el falso optimismo, la competencia política y territorial, y la campaña desvergonzada de los medios públicos atizando a la población para que volvieran al consumo y se olvidara de lo acontecido, logró lo esperado: que el proceso de desescalada acabara en un rotundo fracaso. El retorno a las aulas en septiembre resultaría problemático. De nada sirvieron las advertencias sobre las consecuencias contraproducentes de una gestión obsesionada con un retorno a la normalidad. La temporada de verano sería un fracaso de todos modos, pero comprometeríamos seriamente los meses venideros.
En septiembre (a dos semanas del comienzo de las clases) no teníamos aún un plan de retorno a las aulas garantizado. A menos de una semana del comienzo de las clases, ni profesores, ni padres, ni alumnos, sabíamos exactamente lo que ocurriría. Hubo las usuales promesas grandilocuentes del Govern independentista en funciones que nunca se cumplieron (masivas PCR que se cancelaron a los pocos días de iniciarse las clases, y otras mentiras y manipulaciones semejantes), y ante la desconfianza de una parte de la ciudadanía que no veía clara la vuelta obligatoria a las aulas, una concertada campaña mediática para meter miedo a los ciudadanos. El Govern, a través de sus consellers, fue terminante: los padres «absentistas» se enfrentarán a multas, o incluso a penas de prisión, si se niegan a llevar a sus hijos a la escuela.
Los periódicos catalanes compitieron en su campaña de estigmatización, primero contra las familias gitanas, luego contra las familias chinas. Lo usual. El mote de «absentistas» se asoció al de los «negacionistas», equiparándolos para hacer un combo y evitar la comprensión sensata de lo que estaba ocurriendo. Era mucho más fácil acusar a los padres de «violar los derechos humanos» de sus hijos por privarlos de educación, que hacerse cargo de los errores cometidos, la negligencia sistemática de la política durante esta y todas las crisis precedentes, y la impericia concertada de un funcionariado poco razonable.
Permítanme ahora explicar, a partir de mi propia experiencia como padre, lo que nos ha ocurrido durante este primer mes de clases a quienes hemos decidido poner en cuestión la obligatoriedad de asistencia a las aulas debido a las circunstancias excepcionales que vivimos y la desconfianza que tenemos respeto a la gestión.
Comienzo con algunos datos que puede ayudarnos a medir la dimensión de la tragedia que enfrentamos. En Argentina, durante la última dictadura militar, desaparecieron 30.000 personas. En Bosnia, el genocidio cometido por el gobierno serbio fue de 8.000. ETA mató a lo largo de varias décadas 800. La guerra de Malvinas costo la vida de 674 argentinos. 100 mujeres fueron asesinadas en España durante el 2019 por motivos machistas. El número de víctimas mortales en carretera durante ese mismo período fue de 400.
Miremos los datos globales: al menos, 1.000.000 de personas perdieron la vida por el coronavirus entre enero y septiembre de 2019 en el mundo (este número está ya desfasado). Si hacemos una proyección, ¿cuántos fueron asistidos en unidades de terapia intensiva? ¿20.000.000? ¿Cuántos ocuparon camas de hospital? ¿80.000.000, 100.000.000?
Ahora, prestemos atención a las notorias negligencias locales. Un ejemplo: el caso de los geriátricos. Pese a la mortandad extendida de ancianos en estos establecimientos y las promesas del ejecutivo catalán de resolver este asunto, las portadas de hoy nos informan que los geriátricos recibirán la segunda ola sin recursos. La inversión pública en salud y educación sigue a sus mínimos. Los profesionales en ambos sectores enfrentan con su cuerpo desnudo la inmensidad de los desafíos que se avecinan, reconvertidos en trabajadores Multi-uso, expuestos a niveles agotadores de stress, lo cual, evidentemente, disminuye la calidad del servicio que son capaces de ofrecer. Los médicos han multiplicado las visitas en la atención primaria, y los maestros y profesores tienen que actuar como sanitarios, higienistas y docentes, con niveles de responsabilidad que en ningún caso recompensan los salarios que perciben, y en muchos casos, la precariedad en la que viven.
En ese contexto, es comprensible y atendible la oposición de algunos padres a la obligatoriedad de asistencia presencial a las aulas. Una norma de este tipo, si lo estuviera, sería justificable en tiempos de una «normalidad» que ya no existe. En el presente escenario, la norma y la penalización que prevé son, sencillamente, una ofensa a los derechos fundamentales de las personas de poder cuidarse a sí mismas y a sus familias frente a un riesgo cierto e inminente.
En una carta del 14 de septiembre de 2020, cuando dieron comienzo las clases, informamos a la escuela y al instituto en el que están matriculados nuestros hijos, que no asistirían a clase hasta que la situación sanitaria se clarificara. En esa carta pedimos a la dirección de ambos establecimientos, en vista de una serie de situaciones personales y familiares que no enumeraré en este artículo, pero que son de peso y gravedad suficiente como para atender nuestro reclamo, que se procediera a poner en funcionamiento un protocolo de contingencia que permitiera que los niños siguieran con su educación a distancia. No descartamos reintegrarlos a las clases presenciales enteramente, pero reclamamos un plan de educación alternativo que nos permitiera avanzar hacia su «reintegración» en el futuro próximo. Como yo mismo soy docente acreditado en Catalunya, confiaba que las autoridades no solo entendieran nuestra situación, sino que apreciaran la viabilidad de la propuesta.
Pasado un mes, lo primero que hemos constatado es una suerte de dejación de funciones por parte de la escuela y el instituto en lo que respecta a su finalidad pedagógica. Como me dijo una de las directoras: «nos advirtieron que debíamos tener tacto con las familias absentistas». Pero, el objetivo de la amabilidad formal era dejar correr el tiempo sin hacer nada, para acabar cayendo sobre nosotros, amenazándonos con abrir expedientes en nuestra contra.
Permítanme que explique cuál es la significación de esta dejación de funciones desde mi perspectiva. Recordemos que el Govern comenzó acusando a las madres y padres «abstencionistas» de violar el derecho inalienable de educación de sus hijos por no llevarlos a la escuela. Este ha sido el leitmotiv utilizado por todos los responsables escolares a lo largo de este proceso. Sin embargo, como estrategia de disuasión, a los responsables políticos no se le ocurrió mejor estrategia que negarles lisa y llanamente a los niños los recursos materiales y la asistencia educativa para, eventualmente, cerrarle el paso a cualquier otra alternativa para forzar su reincorporación en las aulas. Evidentemente, no son los derechos a la educación lo que les preocupa a las autoridades.
A través de una retórica paternalista, motivada por una directiva de disciplinamiento social sin paliativos, que supone una enorme violencia simbólica para los padres, nos han sometido a un mes de incertidumbre y desatención. Esto solo puede explicarse en el marco de una estrategia mancomunada para forzar el cumplimiento de la normativa a cualquier costo. El daño moral contra nuestra familia ha sido elevado.
Nosotros exigimos que se respete nuestro derecho a contar con una modalidad alternativa de educación para nuestros hijos en estas circunstancias excepcionales, y que el Estado cese con su estrategia de acoso en nuestra contra.