SOBRE LAS ALTERNATIVAS



Si echamos un vistazo al actual mapa del mundo, descubrimos que las fuerzas políticas se dividen grosso modo en dos bandos: aquellos que están comprometidos con la implementación de recetas «neoliberales» para organizar la sociedad, y quienes se enfrentan a ello con un conjunto de limitadas fórmulas de pretendido corte «keynesiano»
. En cualquier caso, ambas versiones de la economía política tienen el objetivo de amparar la propiedad privada y se encuentran al servicio inamovible de los ricos. Se alternan o se combinan de acuerdo con las circunstancias en diferentes dosis para hacer plausible la aparente alternativa, creando una suerte de ilusoria «política de consensos».  

Mientras tanto, una parte importante de la llamada «izquierda», en sintonía con las tesis hiper-individualistas del libertarianismo hayekiano y miltonita, niega o trata como anacrónica la lucha de clases, para centrarse exclusivamente en las luchas por el reconocimiento de las identidades diferenciadas. En la oscuridad de las grietas que abre esta falsa alternativa (luchas por la redistribución y luchas por el reconocimiento) crecen los resentimientos nacionalistas, xenofóbicos y racistas. Los perdedores se disputan los despojos que dejan caer los privilegiados cumpliendo con la imaginaria «teoría del derrame».

Por ese motivo, el punto de partida de cualquier movimiento de liberación no pasa por otro lugar que no sea el de la aceptación explícita de un axioma sencillo: que la genuina contradicción (la que no es una distracción diseñada para anular o contener nuestra rabia) es la que se da entre los ricos y los pobres, los poderosos y los explotados, los privilegiados y los desposeidos. Cualquier otra lucha es hoy una ilusión al servicio de la perpetuación y expansión del poder de clase. 


Es cierto, por supuesto, que la lucha de los ricos y los pobres está atravesada por todo tipo de marcadores raciales, étnicos, nacionales, de género, etc. Pero esto no debería ser óbice para que reconozcamos que toda alianza de clases para combatir a «nuestro otro» en el campo del reconocimiento es un regalo que le hacemos a los ricos para que expandan su poder de expropiación y explotación.

MUROS


Introducción

Para empezar, voy a referirme a la fórmula de Hannah Arendt «el derecho a tener derechos», y sus posibles sentidos en las presentes circunstancias en las que la situación geopolítica vuelve a adoptar una lógica nacionalista excluyente.

En segundo término, quiero hacer referencia a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en relación con el movimiento transnacional de los actuales derechos humanos surgido en la década de 1970, acomodándose a las nuevas formas de gobernanza neoliberal.

En tercer lugar, ofreceré algunos datos generales acerca de la situación de los refugiados y migrantes en el mundo de acuerdo con las estadísticas más recientes que maneja el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados.

Diré un par de cosas sobre los muros, sobre su multiplicación a partir de 1989 (fecha en la cual, pensamos, la caída del muro de Berlín, el derrumbe de la llamada «cortina de hierro», prometía convertirse en el final de todos los muros).

En este sentido, quiero enfatizar la dimensión simbólica de los muros. La retórica que articulan los muros pone de manifiesto una debilidad inherente de los Estados-nación. La soberanía de los Estados ha sido debilitada por las fuerzas transnacionales cuyas lógicas neoliberales gobiernan el actual orden global. Los muros son una respuesta gestual de esta debilidad inherente, cuyo objetivo es aplacar la incertidumbre y la conflictividad que supone para las poblaciones el haber sido despojadas de su capacidad democrática de dirigir su destino.

Sobre el «derecho a tener derechos»: un apunte

Comienzo con una cita de Hannah Arendt en su libro Los orígenes del totalitarismo. Dice Arendt:

Una vez han perdido su patria, las personas se quedan sin hogar,
Una vez que han abandonado sus Estados, se convierten en personas sin Estado;
Una vez son privados de sus derechos humanos, se vuelven personas sin derechos, el desperdicio de la tierra.


La tesis central de Arendt es la siguiente. Pese a que la Declaración universal de los derechos humanos proclama que los seres humanos tienen derechos por el mero hecho de ser humanos, la situación de los refugiados y migrantes en el pasado y en la actualidad demuestra que, solo cuando se les reconoce a los seres humanos el estatuto de ciudadanía están verdaderamente protegidos. Los derechos de ciudadanía incluyen: el derecho a la educación, al voto, a la sanidad, a la cultura, etc.

En ese sentido, los derechos humanos deben ser precedidos por el reconocimiento del «derecho a tener derechos”. Porque solo cuando se reconoce a las personas su pertenencia a un cuerpo político, los derechos específicos (civiles, políticos, sociales, económicos, culturales y medioambientales) tienen relevancia.

Algunas pensadoras, como Seyla Benhabib, sostienen que la expresión «derecho a tener derechos» hace referencia a dos cosas. La primera palabra, «derecho» (en singular) señala que moralmente todos los seres humanos, por el mero hecho de ser miembros de la especie humana, son merecedores del derecho de igual consideración. En cambio, los «derechos» (en plural) hacen referencia a los derechos específicos reconocidos en función del primer reconocimiento moral.

Hay muchas cosas que se pueden decir al respecto de esta lectura que hace Benhabib de la fórmula de Arendt del «derecho a tener derechos». Hay quienes critican la deriva «moral» de Arendt y prefieren una lectura más bien «política». Los derechos humanos, dicen, no puede derivarse de un dato antropológico, sino que es el resultado de la acción política. Pero esto lo dejamos para otra ocasión. Lo importante es que Arendt sostiene que el reconocimiento de este derecho, para ser verdaderamente efectivo, necesita algo más que su mera enunciación.

Los Estados-nación son por lo general excluyentes. La soberanía del Estado se articula en primer término definiendo quiénes son parte del «nosotros» constituido como unidad política, y quiénes son los «extranjeros». Aunque los derechos humanos no son efectivamente una realidad en este momento, dice Benhabib, de todas maneras contamos con un «ideal regulativo internacional» que está dando forma a un conjunto de normales legales internacionales cuyo propósito es proteger a los individuos más allá de su pertenencia y reconocimiento por parte de un Estado-nación.

Ahora bien, el problema con el que nos encontramos es que el orden internacional está atravesando una profunda crisis. Las organizaciones y los organismos internacionales denuncian este hecho. Recientemente, Antonio Guterres, Secretario General de Naciones Unidas, ha señalado que estamos al borde del abismo de una disolución del orden internacional, con todo lo que ello implica en términos del mantenimiento de la paz mundial y respeto universal de los derechos humanos. Amnistía Internacional, por su parte, ha señalado de manera reiterada el retroceso de las cuestiones relativas a los derechos humanos en las mesas de negociación internacional.

Sin un orden supranacional capaz de exigir a los Estados el reconocimiento y respeto de los derechos humanos, las advertencias de Arendt resultan de enorme actualidad. Si a los seres humanos no se les reconoce su pertenencia a una comunidad política, con todos los derechos que eso supone, lo único que les queda a los individuos son los derechos humanos. Pero cuando los seres humanos son solamente seres humanos, acaban siendo menos que nada. Dice Arendt: 


Nos volvemos conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y eso quiere decir: vivir en un marco de referencia dentro del cual somos juzgados de acuerdo con nuestras acciones y opiniones) y un derecho de pertenencia a alguna clase de comunidad organizada, solo cuando, de pronto, emergieron millones de personas que habían perdido o no podían recuperar esos derechos debido a su nueva situación política global.


Algunos datos 


El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados señaló en 2015 que existen alrededor de 70.000.000 de personas desplazadas de manera forzada en el mundo, de los cuales alrededor de 25.000.000 son refugiados. A estos números hay que sumar a los inmigrantes «sin papeles», los indocumentados, que residen en países que no les han concedido permiso legal; y aquellos que se encuentran en detención indefinida sin proceso; y los millones de ciudadanos que no pueden ejercer efectivamente su ciudadanía debido al impacto de las políticas neoliberales en la organización pública de los Estados.


El orden neoliberal

La crisis de 2008 ha supuesto notorias mutaciones en las comprensiones y valoraciones de algunos de los imaginarios hegemónicos de nuestras sociedades contemporáneas. La crisis puede entenderse simplemente como una crisis económico-financiera, o puede interpretarse como una crisis integral de las formas institucionales del capitalismo en su fase neoliberal.

Al interpretarla de este segundo modo, podemos entender muchos de los malestares y los conflictos que vivimos actualmente. Todo parece estar en crisis: la democracia, la justicia social, el orden ecológico y, como no podía ser de otro modo, los derechos humanos.

Entre otras cosas esa percepción de una crisis general del capitalismo, que además amenaza convertirse en una «crisis de legitimidad»: ya no creemos que nuestras élites tengan una respuesta para los problemas que enfrentamos – al menos en Occidente – ha llevado a una reconsideración de los derechos humanos y de su historia. Uno de los temas más interesantes en este sentido es la creciente consciencia de que los derechos humanos, tal como estos se entendieron durante el período de su proclamación en 1948 y hasta mediados de la década de 1970, son muy diferentes a los actuales derechos humanos transnacionales.

La diferencia gira en torno a que los derechos humanos antes de la década de 1970 estaban asociados a un orden westfaliano, es decir, estaban asociados a la convicción de que el reconocimiento y respeto de los derechos humanos correspondía a los Estados-nación que debían diseñarse a partir de un modelo que les permitiera proveer a sus ciudadanos con las condiciones para el ejercicio de las libertades civiles y políticas, y los derechos relativos a la igualdad económica y social.

A partir de la década de 1970 ese programa de los derechos humanos es abandonado a favor de otro, cuyo objetivo exclusivo es la intervención humanitaria diseñada para intervenir cuando los Estados incumplen de manera flagrante sus responsabilidades, mientras los derechos a la igualdad o el desarrollo son reducidos al mero derecho a la subsistencia o supervivencia.

Eso significa que a partir de la década de 1970 los derechos humanos como imaginario, y las formas institucionales en las que se encarna, se alinean con los principios de la nueva razón del mundo, eso que llamamos el «neoliberalismo». En ese sentido, los derechos humanos y el neoliberalismo, como los dos grandes ejes de la globalización capitalista en nuestra era, se convierten en abiertos antagonistas de los Estados nación.

¡Good-bye, Berlín!

La caída del muro de Berlín simboliza el final de la Guerra fría: el final de un orden geopolítico del mundo, y el ascenso de la ideología del fundamentalismo del mercado y el mito de los derechos humanos al podio de los imaginarios sociales de nuestra época. Paradójicamente, la caída del muro de Berlín marca el inicio de una multiplicación exponencial de muros a todo lo largo y ancho del planeta.

Algunos de esos muros son famosos mundialmente y simbolizan de manera concentrada la nueva realidad geopolítica. El muro construido por el Estado de Israel para «encarcelar» a la población palestina y el muro construido por los Estados Unidos para contener las «invasiones bárbaras» en su frontera con México, ponen de manifiesto respectivamente el «choque de civilizaciones» y la profunda desigualdad que divide al norte y al sur global.

Sin embargo, hay muchos otros muros no tan conocidos que se extienden entre las comunidades políticas y en el interior de los territorios estatales como expresiones de la división ideológica, cultural, religiosa o la amenaza y vulnerabilidad que supone la desigualdad económica y social. Esta multiplicación de muros después de la caída de ese muro paradigmático que fue el muro de Berlín exige una explicación.

Como señala Wendy Brown, los muros son símbolos de una impotencia. Esa impotencia es la de los Estados-nación, cuya soberanía se ha visto debilitada por la globalización del sentido y la globalización del mercado, que ha derivado en una incapacidad intrínseca de los mismos de proveer a sus ciudadanos el tipo de estabilidad, seguridad, y sosiego institucional del cual en otra época se vanagloriaban. La construcción de los muros pretende apaciguar el malestar psicosocial de una ciudadanía desgarrada.

Desde esta perspectiva, la multiplicación de los muros es una reacción de impotencia por parte de los Estados frente a la amenaza que representa para su soberanía el neoliberalismo. En este sentido, los muros no solo son reprochables moralmente, sino que además, como respuesta política resultan ineficientes porque acaban exacerbando lo inevitable: la «globalización de la miseria» y l
a fragmentación social, incluso en las «sociedades avanzadas» que hace tiempo han comenzado a edificar sus propios amurallamientos para mantener apartados a «los diferentes» ante el abandono progresivo de los ideales de la igualdad y la ambigüedad que supone la retórica de la «tolerancia» para la efectividad de los derechos.








¿PARA QUÉ SIRVEN LOS CUADERNOS DE CENTENO?

¿Qué ayudan a ocultar los "cuadernos de Centeno" y las diligencias del fiscal  Stornelli y el juez Bonadío? La estrategia no es nueva. Fue el caballito de batalla que llevó a Macri a la presidencia y a Vidal a la gobernación. 

¿Acaso hemos olvidado lo que ocurrió con las dos megacausas que, primero, inyectaron a Cambiemos con la gasolina que aceleró su marcha hacia la Casa Rosada, y acabó de hundir al peronismo en la provincia de Buenos Aires? ¿Qué sabemos hoy de la causa de la muerte del fiscal Nisman y las acusaciones contra Anibal Fernández? Entonces, como ahora en el caso de los cuadernos, los periodistas del establishment daban fe de la solidez de las causas. Hoy sabemos que Nisman se pegó un tiro y de Anibal Fernández, si te he visto, no me acuerdo. En breve: operaciones mediático-judiciales como la que aparentemente está en marcha para condenar a la expresidenta Cristina Fernández. Las similitudes de las estrategias de proscripción encubierta en Brasil y Ecuador han sido repetidamente explicadas y suenan plausibles. 

De este modo, interpreto el caso de los cuadernos (sin meterme en los detalles de la causa) como una estrategia más de distracción llevada a cabo por el mismo equipo que logró imponer a un presidente estafando a sus votantes (la seguidilla de contradicciones y mentiras se ha vuelto viral en las redes - basta con echar un vistazo al famoso debate entre Macri y Scioli para medir el tamaño de la infamia). En todo caso, lo que se oculta con todas estas tretas es la discusión de fondo: la lucha de clases. 

En el caso del macrismo, la perspectiva es clara: "neoliberal" en un sentido transparente de su conceptualización. La apoteosis de cierta comprensión del sistema de mercado que se autodefine como desincrustado de la sociedad y, por ese motivo, se entiende impune frente a cualquier criterio de control extra-económico (ético, político o religioso). En contraposición, los sectores populares de la ciudadanía reivindican el imperativo de controlar a las fuerzas del mercado. Eso significa, como explica el Papa Francisco, por ejemplo, que "no todo está permitido". 

El macrismo y los sectores populares (organizaciones sociales, sindicatos, la Iglesia católica social y políticamente militante, una parte del peronismo y el radicalismo alfonsinista, la izquierda en sus variopintas versiones y el kirchnerismo) miden sus fuerzas. 

El macrismo pretende imponer su modelo como la "única alternativa" viable, después de haber creado las condiciones de la debalce que autoriza una reforma estructural de largo alcance para la cual no tiene el consenso necesario. Las fuerzas populares pretenden ponerle freno visibilizando el carácter excluyente y represivo del gobierno. Es decir, poniendo en cuestión su legitimidad para tomar medidas de semejante magnitud que ponen en entredicho el futuro de todos. Sin embargo, la oposición está obligada a contenerse en su protesta (pese a que le va la vida en ello), debido a la distorsionante y malintencionada presión de los operadores mediáticos que acusan de golpismo cualquier crítica a la legitimidad de las políticas implementadas. 

El órdago consiste en ceñir a la oposición institucionalmente, mientras se avanza tangencialmente en la construcción de una coyuntura en la que sea materialmente imposible desarmar la jugada. La carta del endeudamiento que facilitará el presupuesto de ajuste y hambre es en la que confían los estrategas del gobierno para declarar el hecho consumado. 

Por el momento, el FMI se mantiene alerta frente al equilibrio de fuerzas. La debilidad del gobierno y la conflictividad social como contraparte ha puesto paños fríos al eros de dominio de los acreedores organizados. Cuando haya signos de fortaleza (si los hay) el FMI dará finalmente luz verde y echará andar para los argentinos la cuenta regresiva. 

ALIENACIÓN Y SOBERANÍA POPULAR



El efecto más perverso de la política implementada por la coalición Cambiemos es el modo en el cual ha horadado la soberanía popular. Lo ha hecho hasta el punto de llevar a la ciudadanía a una experiencia de alienación que amenaza con volverse crónica. A menos que una coalición opositora ponga freno al proyecto elitista de Cambiemos y el "peronismo perdonable", la soberanía popular de los argentinos está en entredicho


El mayor éxito de la "estrategia refundacional" de Mauricio Macri es que ha logrado articular e imponer una masiva “expropiación” simbólica del país. Ahora esa expropiación simbólica comienza a materializarse definitivamente a través de un doble mecanismo: (1) un ambicioso y despiadado programa de ajuste; que acabará coronado con (2) un nuevo programa de desguace del Estado y privatizaciones que aseguran pingües tasas de ganancia.  

Todo el fenómeno recuerda al mecanismo de acumulación original descrito por Marx en El Capital, la “acumulación por desposesión”  (D. Harvey) de los bienes colectivos para que regresen a las manos de quienes se consideran “sus verdaderos dueños”. 

Sabemos que nuestro destino ya no se define en casa. La democracia en Argentina se ha convertido en un mero mecanismo legal, vacío de legitimidad. Las élites locales e internacionales siempre han desconfiado de las democracias reales. Por ello se aferran a las meras formalidades que vuelven impunes a los estafadores electorales como Mauricio Macri y sus secuaces. El presidente debe explicaciones a los inversores en New York (su base electoral), mientras a la población local le pide sacrificios y paciencia, y cuando no se aviene a ello, le propina golpizas y balas. 

Mientras tanto, la discusión pública no gira ya en torno al país que anhelamos colectivamente. Los medios de comunicación frivolizan la tragedia incluso cuando la espectacularizan: el hambre, el hurto de la esperanza, la angustia cotidiana del pueblo, la violencia y la muerte, nos conmueven emocionalmente, pero se presentan más bien como efectos de catástrofes naturales o infortunios de nuestro ADN peronista, groncho. “No somos un país normal” – repiten encantados los voceros del sentido común, naturalizando las desgracias que el gobierno ha manufacturado con sus medidas. 

En este marco, no hay tiempo para pensar cómo organizar la vida colectiva. La necesidad, la urgencia, el miedo a la exclusión ocupan todo el espacio de nuestra consciencia, volviéndonos de este modo inermes ante las minorías explotadoras. No hay tiempo para pensar qué dejaremos como herencia a las generaciones futuras, solo queda la estresante tarea cotidiana de sobrevivir al desorden promovido por el gobierno para facilitar su “proceso de reorganización nacional”. En el mito de los setenta años de peronismo y decadencia se escuchan los ecos del moralismo de las derechas de siempre que, enfundadas en sus botas lustradas en el pasado, han pateado el tablero una y otra vez ante la amenaza plausible que las mayorías despertaran a un sueño de emancipación. Hoy las derechas han usurpado el poder estafando electoralmente al pueblo con falsas promesas. 

Por ese motivo, la democracia argentina se ha convertido, en palabras de Peter Mair, en una democracia del vacío, un artilugio mecánico que desprotege al pueblo al imponerle un inmerecido respeto institucional hacia aquellos que tejen sus traiciones y los reprimen. Como decíamos, hoy nuestro destino se define en otro sitio. Es la “entidad impersonal”, nebulosa, inexplicable, que no podemos sentar en el banquillo de los acusados de ningún tribunal, “el mercado”, el que tiene en sus manos nuestras vidas. 

En este sentido, el país ya no nos pertenece. 

En este contexto, la pregunta que en estos días sobrevuela las conversaciones de los autodenominados “periodistas” del establishment mediático y sus invitados de cartón en los estudios de televisión es si se trata de ineptitud o voluntad política lo que explica la catástrofe que vive Argentina. Solo un desconocedor de la historia puede pretender que se tome en serio un interrogante semejante. Lo que hay detrás de la acción de gobierno es una contundente e impiadosa voluntad de poder. 

La consecuencia para la ciudadanía es una experiencia de profunda alienación, entendida esta como pérdida de poder y falta de libertad. Es decir, el gobierno de Mauricio Macri, legalmente ungido en las urnas, se ha convertido en un ataque impiadoso y en toda regla contra la soberanía popular.

DEMOCRACIA O NEOLIBERALISMO

Como señala Wolfgang Streeck, la democracia se caracteriza por ser un tipo de régimen que, “en nombre de los ciudadanos, utiliza la autoridad pública para modificar la distribución de los bienes que resultan de las fuerzas de mercado”. En contraposición a la democracia, los gobiernos plutocráticos que asumen los mandatos y principios neoliberales son aquellos que suprimen las demandas de la sociedad, especialmente aquellas demandas que provienen de los trabajadores sindicalizados y otros actores sociales. El Estado que los gobiernos neoliberales aspiran a construir es un Estado fuerte, pero orientado a torcer la voluntad popular. Como señala Streeck, "el mercado puede volverse inmune a los correctivos democráticos a través de una reeducación neoliberal de los ciudadanos o a través de la eliminación de la democracia". En el primer caso, de lo que se trata es de adoctrinar al público sobre la teoría económica estándar que promueve el gobierno. Un ejercito de fundamentalistas del mercado invaden los plató de televisión, las radios y otros medios de prensa explicándonos por qué razón la justicia del mercado, en contraposición a la justicia social, es la única justicia posible. 


Hace unos días, el periodista Alejandro Bercovich nos recordaba que el problema de la Argentina no es Macri, ni ninguno de los protagonistas de la saga Cambiemos (los cambios de gabinete y las florituras estéticas con las que se encara la crisis no hacen a la diferencia). Aunque cada uno de ellos (pensemos en Caputo, Aranguren en su momento o el mismo Peña), como otros políticos de diferente signo, deberán dar cuenta personal de su accionar público en el contexto de un debido proceso, político o penal. Lo que verdaderamente está en cuestión es el rumbo económico impuesto al país.

No obstante, dicho de esta manera, la cuestión parece mucho menos grave de lo que verdaderamente es. Puede dar la impresión de que basta con un giro “técnico” en la política económica, o la invención creativa de alguna argucia financiera, para que podamos darle la vuelta a la encrucijada. Los periodistas del establishment hacen cuentas, piensan en términos electorales y vaticinan diferentes escenarios a partir de correcciones ad hoc que esperan Macri se resuelva a realizar. Pero lo cierto es que ninguna medida del gobierno puede resolver el problema, porque el problema es, estrictamente hablando, la totalidad de la economía política que encarna el gobierno. Y eso significa, todo el entramado político, social y cultural que propone el macrismo que no es, ni más ni menos, que un atentado contra la sociedad en su conjunto, a favor de las mayorías privilegiadas.

Una cadena de equivalencias vincula las miles de protestas que se llevan a cabo a todo lo largo y ancho del territorio argentino semana tras semana. Vincular esos malestares (trabajadores despedidos, discapacitados deshauciados, maestros pauperizados, científicos hambreados, comerciantes fundidos, niños desnutridos, universidades desfinanciadas, jubilados estafados, etc.), hacer visible que todos ellos son el resultado del modelo gubernamental-corporativo de apropiación y explotación, la misma lógica de desposesión, es la tarea clave que tiene hoy la ciudadanía y sus dirigentes si no quieren ser reducidos a mero decorado mendicante en un futuro próximo.  

Las formas legales no definen el carácter democrático de un gobierno. A decir verda, la legitimidad de las democracias liberales está en crisis en el mundo entero. El malestar entre las ciudadanía s planetarias del norte y el sur global se extienden  produciendo toda clase de radicalismos (xenofobias, nacionalismos exacerbados, fundamentalismos de todo tipo) como respuestas patológicas ante el fracaso del proyecto emancipador que prometía la democracia popular traicionada. 

Las razones de esa crisis de legitimidad son fáciles de entender cuando uno piensa de qué manera, especialmente a partir de mediados de la década de 1970, la tendencia global ha estado orientada a poner a los Estados al servicio exclusivo del capital, en detrimento de la población trabajadora y el cada vez más grueso segmento social excluido del campo del trabajo debido a las políticas concertadas de empleo y desempleo.

El gobierno macrista tiene (apenas) la legalidad de una democracia formal. Pero ninguna elección (ningún contrato) es un cheque en blanco. La legitimidad democrática se negocia con cada medida adoptada. Si el contrato se rompe por parte de una de las partes, es legítimo que la parte traicionada exija una revisión. El propio Locke, padre del liberalismo moderno, promovió el derecho a la rebelión frente a la injusta imposición de impuestos. Hoy es el pueblo argentino llano el que es sometido a una tasa de miseria, fruto de la doble estafa que se perpetró con el reendeudamiento y las facilidades establecidas para la masiva fuga de capitales y la timba financiera implementada por el gobierno. 

El reendeudamiento y la cesión de la autoridad soberana al FMI por parte del gobierno condiciona no solo al gobierno actual sino a todo gobierno futuro, cualquiera sea el signo político que represente. Sin embargo, aún estamos a tiempo de frenar el crecimiento exponencial de la deuda que nos convertirá en un país de morosidad crónica durante las próxima décadas, forzado a deshacerse de su patrimonio para cumplir con las exigencias financieras contraídas, y sus secuelas. 

Una alternativa al actual modelo no puede ser miope. Evidentemente, la alternativa política a este modelo debe ser honesta. Como decía Yanus Varoufakis a sus conciudadanos griegos hace unos años parafraseando a Churchill, lo que se nos exige es “sangre, sudor y lágrimas”. No saldremos de esta catástrofe por arte de magia. 

El macrismo también nos exige un sacrificio, pero es un sacrificio sin futuro. El nuevo programa político tiene que estar fundado en la convicción y la voluntad de escapar al abismo abierto por la actual administración. Hasta el momento, la brutal transferencia de riquezas que ha hecho más ricos a los ricos a costa de las grandes mayorías ha sido una estafa descomunal, pero aun somos los dueños colectivos de las “joyas de la familia” . El proceso de privatización no se ha puesto aun en marcha. Es cierto, la transferencia de riquezas a los ricos ha sido brutal, pero aún estamos a tiempo de una catástrofe mayor. De acuerdo con los mismos principios liberales que defendió Locke, una rebelión popular contra las medidas de ajuste que impone el gobierno está plenamente legitimada. 

¿ARGENTINA FUE? ¿HABRÁ QUE INVENTAR OTRA PATRIA?


En esta nota quiero decir algo negativo. Escucho muchas veces que los entrevistadores televisivos demandan a sus interlocutores buenas noticias. Especialmente cuando es evidente que las malas noticias se multiplican, como ocurre actualmente en la Argentina.

El listado de desaguisados perpetrados por el actual gobierno, y el cúmulo de engaños cotidianos que se despliegan para tapar la “catástrofe” socio-económica y política que vive el país, es aparentemente interminable. En ese contexto, se ha convertido en un latiguillo pedir alguna buena noticia. ¿Qué podemos hacer en estas circunstancias? En esa encrucijada, el entrevistado se ve compelido a dar alguna señal de aliento, alguna expresión esperanzadora. ¿Pero qué pasaría si reconocemos abiertamente que “estamos en el horno”? Eso no significa necesariamente adoptar una posición fatalista. 

Desde mi perspectiva, lo que nos está ocurriendo (lo que hemos manufacturado cultural y electoralmente) nos condena a un fracaso estrepitoso e irreversible, y aceptar que el país está en bancarrota, atrapado en una jaula financiera que lo convertirá una vez más en un moroso crónico y, por ello, en un paciente terminal conectado a un respirador artificial, un gesto de realismo.

Otra manera de decirlo es que “Argentina fue”, pese a que el nombre persevere en el tiempo. Es posible que quien lea estas líneas me juzgue un agorero pasado de moda que anuncia el fin de la historia, nuestra historia. Y desde cierto punto de vista, la percepción es acertada. Argentina vive hoy el fin de su historia. Aunque eso no significa necesariamente que vayamos a desaparecer. Todo lo contrario, se multiplicarán los conflictos, la represión, incluso la guerra de todos contra todos por los desperdicios que dejen caer los poderosos a los esquilmados habitantes de la patria. Es posible que haya un nuevo amanecer, pero durará un pestañeo reconocer que es al mismo día de fracaso y traición que despertamos. Argentina como proyecto histórico colectivo está acabada. 

Tuvimos nuestra oportunidad, pero no supimos aprovecharla como debíamos. No hay una tercera vencida para nosotros. El 2001 nos sirvió para convertirnos en fénix, el 2018 en cambio nos trae de regreso a la jaula de hierro del endeudamiento, esta vez doblemente blindada por el poder financiero internacional que se prepara para dar su golpe de gracia. 

Para ese poder financiero, el éxito de Macri no es otra cosa que su fracaso como presidente de los argentinos. El programa político era desde el comienzo empujar el país a una debacle económica y social, producir un terremoto, una tormenta, un tsunami, que permitiera en medio del pánico y la bronca colectiva llevarse al país al huerto. El Estado argentino agoniza. Las riquezas colectivas quedan a disposición de sus herederos privados que se repartirán las joyas de la familia para cobrarse las deudas pendientes. Deudas que se multiplicarán año tras año, convirtiendo al pueblo argentino en un pueblo esclavo. 

Si me piden buenas noticias, no las tengo. Pero no soy pesimista, simplemente intento ser realista. La gente se muere, las parejas se separan, los Estados dejan de existir. Argentina fue. Habrá que inventar otra patria. Necesitamos volver a pelear por nuestra independencia.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...