UN VIEJO CHISTE JUDÍO. LA ESCOLA Y EL PALAU


La escola y el palau

Mientras ERC abandona intempestivamente una reunión del Comitè Executiu de Crisi per la Covid-19 por supuestas filtraciones llevadas a cabo por JxC en su afán de sacar rédito electoral de cada decisión política que se toma o no se toma (incluso si esas decisiones tienen el objetivo de abordar cuestiones relativas a la pandemia, que a fecha de hoy está causando estragos y promete una carnicería para el invierno) la Escola continúa avasallándonos, con el objetivo de desligarse de sus responsabilidades y convertir nuestro caso en un problema «social», y a nosotros mismos en una familia «problemática socialmente». 

Triste realidad: tantos años de postureo identitario y luchas por el reconocimiento, tanta alharaca superficial realizando absurdos eventos simbólicos para defender el derecho de cada cual a ser lo que es, todo tirado a la basura ante la primera crisis significativa.


El chiste judío

Ayer, la directora de la Escola nos citó para el día 26 de noviembre a las 9.30 h. a una reunión en la que estamos llamados a participar, siempre con el objetivo retórico de ayudarnos, la responsable del EAP, la misma responsable del centro, una persona de servicios sociales, y nosotros. 

 

La reunión se convocó sin consulta previa. Es decir, se estableció la fecha y la hora sin preguntarnos acerca de nuestra disponibilidad, como si se tratara de una citación de la policía judicial.

 

Casualmente, esa era la fecha que habíamos elegido para esparcir los restos de mi madre traídos desde Buenos Aires en el cementerio del Montjuic. Le expliqué, sin darle detalles de mis motivos personales, que debía reprogramar la fecha y hora del encuentro (nunca consultada con nosotros), debido a nuestra falta de disponibilidad. Me respondió que la reunión era inamovible, y literalmente, señaló que si no estábamos presentes era problema nuestro. 

 

Volví a escribirle diciéndole que por favor propusiera otra fecha y hora, pero volvió a decirme que la fecha era inamovible de cualquier modo, que se realizaría incluso sin nuestra presencia, dando claras muestras de que el objetivo último es cumplir con las fases administrativas que permitirán, en un futuro próximo, penalizarnos.

 

Ante su empecinamiento, tuve que justificarme explicando que teníamos agendada esa fecha para esparcir los restos de mi madre. Al día siguiente (hoy), me escribió que lamentaba que coincidieran las fechas, pero que, de todos modos, la reunión se produciría sin nuestra presencia, «porque nosotras solo queremos ayudar». 



Cortocircuito: la Catalunya real

 

Alguien puede preguntar entonces: ¿qué tiene que ver que ERC y JxC no sepan como tomar decisiones razonables sobre la crisis sanitaria sin echarse los platos encima, con el hecho de que la directora de la Escola y algunos de los docentes que la acompañan sean unos incompetentes, y hayan asumido una actitud autoritaria y represiva?  

 

Supongo que tenemos que enfrentarnos al tema como hacen los lacanianos, produciendo una suerte de cortocircuito que nos permita vislumbrar las conexiones a primera vista invisibles entre fenómenos   cotidianos.

 

Evidentemente, ni Pere Aragonès, ni Meritxell Budó, ni Miquel Sàmper, ni Alba Vergès, ni Josep Bargalló, ni Damià Calvet saben de «nosotros»: una familia periférica de la sociedad catalana que se niega a cumplir con su normalització administrativa y cultural, resistiéndose al afán de convertirse en parte de ese engranaje geométrico al que aspiran en Catalunya quienes invocan la «libertad jurisdiccional», traicionando con ello, día tras día, el republicanismo que proclaman en la microfísica institucional que les toca gobernar. 

 

Jesús de Nazareth enseñó que es en la periferia, fuera de los despachos y los cafés donde se juntan los intelectuales de moda, o los periodistas del establishment, lejos del batiburrillo cultureta de quienes administran el buen pensar que los privilegiados fomentan, donde encontraremos la verdad del mundo en el que vivimos. No será en el Palau donde encontraremos las respuestas que buscamos si queremos entender cómo funciona la Catalunya real, sino en la Escola.

 

Y eso es así porque la Escola y el Palau están imbricados en una red  de hilos invisibles en el territorio, de vasos comunicantes que dan vida a esa inmensa red burocrática que es la porción autonómica catalana del Estado español. 


En estos momentos, ERC y JxC están abocados a un enfrentamiento electoral que decidirá, finalmente, quien conducirá ese enorme y apetecido aparato administrativo, con sus prebendas y privilegios, en las próximas décadas, quién asumirá el liderazgo, quién repartirá los cargos, quién será el «Señor de la tierra» y gozará con las prerrogativas extraeconómicas que le permitirá habitar con más comodidad, como árbitro o policía, nuestra explosiva sociedad de mercado. 


La directora de la Escola es una funcionaria de ese enorme aparato burocrático, una parte de ese complejo entramado administrativo que rige nuestras vidas con mano de hierro. En consonancia con lo dispuesto en otros despachos, actuará taxativamente contra los padres rebeldes, y en virtud de su obediencia debida, les hará pagar con su sangre la arrogancia de pretender ejercer un «derecho a decidir» que nadie les ha reconocido. 



Entonces, quién tiene derecho a decidir...


Cuenta Slavoj Zizek un viejo chiste judío que, según el pensador esloveno, era uno de los favoritos de Jacques Derrida, en el que un grupo de judíos que está en una sinagoga admite públicamente su nulidad a los ojos de Dios. 


Primero, un rabino se pone en pie y dice: «¡Dios mío, sé que no valgo nada! ¡No soy nada!» Cuando ha terminado, un rico hombre de negocios se pone en pie y dice, dándose golpes en el pecho: «¡Dios mío, yo tampoco valgo nada, siempre obsesionado con la riqueza material! ¡No soy nada!» Tras este espectáculo, un judío pobre, común, corriente, se pone en pie y proclama: «¡Dios mio, no soy nada!» El rico hombre de negocios le da una patadita al rabino y le susurra al oído con desdén: «¡Mira qué insolencia! ¿Quién es este tipo que se atreve a afirmar que él tampoco es nada?»


Algo semejante pasa con el derecho a decidir. Imagino que son varios los que se dan pataditas por debajo de la mesa y se susurran al oído con desdén: «¡Mira qué insolencia! ¿Quiénes son estos tipos que se atreven a afirmar que ellos también tiene "derecho a decidir"?»

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS

Y parirás con dolor la sociedad del futuro…

Han pasado nueve meses desde que, en marzo, se desató la pandemia en Europa. Dos metáforas podrían utilizarse para analizar lo ocurrido. Podemos pensar en la pandemia como un emblema de la agonía y la muerte de un orden social, pero también podemos hablar en términos del nacimiento de un mundo nuevo. Combinadas, estas dos metáforas nos ofrecen un emblema para pensar lo que nos está pasando. 

 

Si pensamos en la metáfora de la muerte, estos nueve meses (y los que sigan) podrían analizarse teniendo en cuenta el esquema de Elizabeth Kübler-Ross sobre los estadios de la agonía: negación, ira, negociación, depresión, aceptación. La pugna social es, en buena medida, entre individuos y grupos sociales que se encuentran en diferentes fases de su proceso de aceptación de que hay algo que está definitivamente acabado. 

 

Eso que está terminado definitivamente no es otra cosa que la «normalidad» a la que nos aferramos con uñas y dientes esperando que el espectro que alimenta nuestra nostalgia pueda volver a materializarse. 

 

En cambio, si utilizamos la metáfora del nacimiento, debemos recordar que, pese a ser nosotros los causantes del mundo que se asoma, no están en nuestras manos los efectos que se produzcan. No somos los dueños del futuro, aunque seamos los progenitores del mundo que se avecina. 

 

Al comienzo pensamos que la pandemia traía consigo, no solo peligros, sino también oportunidades para que vieran la luz sociedades más justas, libres, igualitarias, fraternas. Pero a medida que avanzaban los días fuimos cayendo en la cuenta que no estábamos a la altura de nuestras pretensiones. El limitado descanso que nos ofreció la pandemia al final de la primera ola no sirvió para prepararnos frente a la carnicería que se avecinaba y de la que todos estábamos debidamente informados. Salimos a la calle hambrientos de normalidad, dejando en manos de los políticos, los burócratas locales y globales, los popes del mundo corporativo y las fuerzas del orden el diseño de la batalla que se avecinaba. 

 

Llegamos a septiembre con los deberes mal hechos. Ni la salud, ni la educación recibieron la atención que todos esperábamos. Pese a las muertes de ancianos y el desbarajuste en la vida de los niños y jóvenes, se decidió lo más fácil. Para los mayores, cuenta la ley de la aleatoriedad que convierte la muerte de cada uno de ellos en un caso individual, hurtando u ocultando la responsabilidad criminal, cuasi genocida del Estado. Para los pequeños y los jóvenes, la ley marcial, como ha sido siempre en nuestra historia de guerras intra-continentales y coloniales. 

 

Se asoma el nuevo mundo. No es lo que esperábamos ingenuamente. Vivimos tiempos de oscuridad que amenazan con volverse más oscuros a medida que avancemos hacia el futuro. 

 

El Estado es el Estado 

 

La pandemia ha traído otras sorpresas interesantes. Algunos han descubierto, de cop i volta, que el Estado es el Estado, no importa la bandera que cuelgue de los mástiles de sus ayuntamientos. Aquí, en Catalunya, lo que ha sido siempre una evidencia para quienes quieren ver, se ha vuelto transparente incluso para los ciegos que ahora pueden sentirlo cuando atenazan sus cuellos hasta asfixiarlos. 

 

Hay que remontarse a Baruch Spinoza para entender lo que el independentismo del carrer parece no haber entendido: que la libertad que exigen los propietarios de las jurisdicciones en pugna no se traducirá jamás en una genuina república de iguales. 

 

En una sociedad mercantil como la de las Provincias Unidas de los Países Bajos, que en mucho se asemeja en su ethos a la Catalunya contemporánea, Spinoza recordaba a sus ciudadanos que su pacto de independencia suponía el abandono de todos sus derechos previos, entre los cuales estaba el disenso ante el poder supremo. Enemigo es ahora el que vive fuera del estado, a quien no se le reconoce soberanía, ni confederación, ni estatuto siquiera de súbdito. El eco de estas palabras de Spinoza, resuenan en el presente: 

 

«Síguese de ello que, si no queremos ser enemigos del Estado y obrar contra la razón que nos conduce a defenderle con todas nuestras fuerzas, estamos obligados absolutamente a efectuar todos los mandatos del poder soberano, aún aquellos más absurdos». 


La educación pública no es un «sacrosanto» orgullo, es, en primer lugar, la educación del Estado

 

Cada sociedad alimenta su propia mitología. En Catalunya, el mito de la educación pública tiene un lugar destacado. El problema de los mitos es que convierten en fetiche sacrosanto e impune lo que debería ser objeto continuo de crítica y construcción comunitaria. 

 

La educación pública es un servicio que ofrece el Estado. Esta administrada por el Estado, y está gestionada por funcionarios del Estado. 

 

Lo que en la educación pública se enseña es cómo funcionar dentro de dicho Estado o lo que el Estado considera parte de su totalidad social. Sus trabajadores concursantes han accedido a sus puestos debido a los méritos de haber asumido la normativa estatal y haber demostrado su capacidad de adaptación en un escenario geométrico al que han rendido sus esfuerzos y obsecuencias. En su propio seno, la jerarquización laboral, con su escala de garantías y privilegios, se ha convertido en una ventana indiscreta de la desigualdad que defiende y promueve en su ejercicio vicario del poder real. 

 

La educación pública puede ser un orgullo, pero en las presentes circunstancias no es otra cosa que un aparato más del Estado neoliberal que nos gobierna, que se caracteriza por ofrecernos con la mano derecha, lo que nos quita con la izquierda.  

 

Funcionariado: policía burocrática 

 

En este contexto, el funcionariado cumple un rol de gestión de la totalidad social, pero también un rol represivo ante la amenaza de la exterioridad cuando esta no puede acomodarse a su orden geométrico. 

 

El maestro, el médico, el catedrático, son como el juez y el policía, custodios del orden vigente instituido con la forma del Estado moderno o contemporáneo. Cuando el orden se encuentra en cuestión, cuando su legitimidad se pone en entredicho, cuando el mapa ya no concuerda con el territorio, cuando el orden de las palabras ha dejado de expresar la realidad de las cosas, cuando se asoma, aunque sea tímidamente, el tiempo de la revolución, el maestro, el médico y el catedrático dejan de ser gestores para convertirse en parte del aparato represivo del Estado, porque son parte del Estado, sirven al Estado, y han sido educados para hacer que ese Estado perpetúe su poder. 

 

El silencio de los corderos

 

El problema, como siempre, es que a las revoluciones en raras ocasiones las bautizan los de abajo. El capital ha sido más revolucionario que el proletariado. El capital financiero y monopólico es quien hoy porta la bandera de la revolución, fascinada con su propio despliegue de poder biotecnológico, acumulación y capacidad de control social. 

 

Mientras los poderosos diseñan nuestra «salvación», nosotros asistimos a nuestro propio funeral, sorprendidos ante el cadáver que fue nuestro cuerpo en vida. El cadáver son las instituciones públicas que supimos defender que hoy, primero con sigilo, pero luego con franca impudicia, han comenzado a ejercer sin miramiento su función eugenésica y represiva en todas sus instancias. 

 

Cuando el funcionario público se enfundan el sayo de la ley injusta y del orden de los privilegios, el escenario se ha vuelto transparente: el rey está desnudo. 

 

 

 

 

 

 

 

 

DENUNCIA CONTRA UNA ESCOLA PÚBLICA CATALANA


Me dirijo a usted con mi mayor consideración. Mi nombre es JMC. Soy argentino, residente en Barcelona, padre de X, Y y Z, los tres de nacionalidad italiana y argentina, aunque nacidos en Barcelona en 2006, 2008 y 2010 respectivamente. 

 

Le escribo con el propósito de iniciar un trámite de denuncia contra la dirección de la Escuela X, en el barrio de Gracia de Barcelona y, puntualmente, contra el docente J.M, y otros profesionales de soporte que han participado en la incidencia que explicaré a continuación. 

 

El 14 de septiembre de 2020, envié la carta que adjunto, en la que expliqué con detalle nuestra situación familiar y solicité a la dirección de la escuela que me proveyera de información sobre la existencia de cualquier protocolo alternativo a la asistencia presencial de los niños, ante la falta de garantías sanitarias suficientes ofrecidas por parte del Estado – insuficiencias que, en los meses siguientes, pese al esfuerzo de la maquinaria mediática por demostrar lo contrario, se ha puesto de manifiesto.  

 

Durante un mes, entre la fecha en la cual el mensaje fue enviado y el 14 de octubre, en el que obtuve una primera respuesta telefónica por parte de la Escuela, mantuve comunicaciones con diferentes profesionales, y propuse, por sugerencia de los especialistas y en diálogo con ellos, un protocolo de trabajo para nuestro hijo mayor que asiste al Instituto.

 

Mientras el Instituto encontró una respuesta adecuada para nuestra situación familiar, la Escuela optó por ignorarla enteramente. Pese a nuestros esfuerzos denodados por obtener mecanismos de seguimiento que permitieran a los niños avanzar en sus estudios y sentirse acompañados por la comunidad escolar en un período de emergencia y alarma social como el que vivimos, que exige, además de «circulares», prudencia, racionalidad práctica, capacidad para valorar de manera concreta y sensible las circunstancias particulares de los ciudadanos en cada uno de los ámbitos de competencia en los cuales los profesionales se desempeñan, lo que nos encontramos fue un sistemático programa de «desprecio moral», de violencia simbólica y «represión solapada». 

 

Para empezar, la Escuela se negó a entregar el material didáctico a mis hijos. Para ello, la primera estrategia, cuando después de un mes aún no habíamos recibido respuesta a nuestra solicitud, y la fecha de entrega se dilataba con excusas incomprensibles, fue afirmar que el material didáctico, los códigos de acceso al aula virtual, etc., no se habían repartido.

 

Unos días después, a través de otros padres, supimos que la dirección había mentido, y que el material didáctico se había distribuido durante la primera semana. Las niñas y niños estaban trabajando con ellos en casa desde el comienzo. 

 

La siguiente estrategia fue recurrir a la AFA (asociación de familias). La responsable nos informó que no podíamos recibir los manuales de textos porque no habíamos pagado la cuota correspondiente. Una estratagema que pronto se vio desmentida por los hechos. 

 

Ante mi queja telefónica, la persona a cargo me confesó que la decisión de escatimar el material y bloquearles el acceso a los niños había sido del inspector, quien había informado a la Escuela, después de haber leído la carta y haberse interiorizado con mi petición que, aunque había que tratar el asunto con discreción y «sensibilidad», las autoridades recomendaban evitar a toda costa que los niños tuvieran una opción alternativa, para forzarlos a asistir de manera presencial. 

 

De modo que la estrategia de las autoridades frente a nuestra demanda fue coaccionarnos, privándoles a los pequeños de sus derechos, con el fin de forzar el cumplimiento de una normativa que, pese a su legalidad, resulta claramente arbitraria en las presentes circunstancias, y contradictoria con otras normativas de prohibición vigentes.


Lo que demandamos es el derecho a decidir en vista a lo que consideramos más adecuado frente la situación sanitaria, emocional y convivencial que vivimos. Una situación que está exigiendo, paradójicamente, por un lado, toques de queda, perímetros de confinamiento, confinamientos forzosos, clausura de actividades, reducción en los aforos, etc., y por el otro, la obligatoriedad de la escolarización presencial, acompañada de amenazas penales o simple desprecio ante las alternativas educativas centradas en el cuidado de algunos miembros de la comunidad escolar que no comulgan con la estrategia actual. 

 

Esta premeditación de las autoridades escolares para torcer nuestra voluntad, en un contexto como el que vivimos, utilizando los propios derechos de los niños como moneda de cambio, resulta en una forma de «tortura moral», injustificable desde todo punto de vista.

 

No expondré las circunstancias personales que justificarían mi decisión ante las autoridades porque no creo que se necesiten circunstancias excepcionales para que las familias, en una situación de alarma declarada y con las prohibiciones vigentes, ejerzan su «derecho a decidir» la modalidad educativa que consideran más apropiada.


Las razones que esgrime la administración para negarnos ese derecho se explican con la normativa en la mano, pero de espaldas a las circunstancias concretas del caso. Circunstancias que exigen inteligencia y sensibilidad prudencial. Como es habitual, las estrategias que tienen a la mano son las mentiras, los subterfugios, los abusos de autoridad, las trampas administrativas, la dejadez democrática. Pese a la tragedia que vivimos, da la impresión que, para este funcionariado lo único que cuenta son las obsecuencias a circulares abstractas, inspecciones desalmadas, y normativas sacralizadas.  

 

De modo que, efectivamente, mis hijos no recibieron por parte de la Escuela ningún apoyo educativo entre el 14 de septiembre y 14 de noviembre de 2020. Se les negó de manera terminante el acceso al material didáctico, se bloqueó su ingreso a la plataforma virtual, se les escatimaron las respuestas a sus preguntas vía internet. En síntesis, se les hizo «desaparecer», como hacen los regímenes totalitarios con los individuos que no encajan en sus pretensiones geométricas.  

 

Durante el último mes, entre el 14 de octubre y el 14 de noviembre, nuestros intentos por establecer una relación más estrecha entre nuestros hijos y sus docentes se vio abocada una y otra vez al fracaso. Nos encontramos con un muro de hierro, una muralla de obstinación y obsecuencia. Como la responsable de la escuela reconoció en alguna de las comunicaciones telefónicas que mantuvimos, «no podemos hacer nada», la normativa es terminante, los niños tienen que asistir al aula, y si no asisten, se les debe negar toda asistencia virtual para obligarlos a regresar a ellas, no importa la situación sanitaria en la que se encuentre el país o el centro mismo. 

 

En estas semanas se han multiplicado los contagios, se han declarado en varias ocasiones confinamientos puntuales en el centro. Se han cometido errores groseros que demuestran el desorden reinante y la arbitrariedad entre las consejerías, pero ni siquiera en los momentos de confinamiento hemos logrado que el centro preste atención a nuestros hijos. 

 

Hoy, el profesor J.M. no solo se negó durante el encuentro virtual que mantuvo con la clase confinada a entregarle los códigos de acceso a uno de mis hijos, sino que, abiertamente y con el objetivo de avergonzarlo y criminalizarlo, con total desprecio moral por su persona de 12 años, le dijo que no le correspondía tenerlos y que, si los quería, debía volver al aula presencial. Además, se negó a atender todas sus solicitudes de consulta, mientras le daba al resto de los niños ocasión para expresarse libremente. Un comportamiento de este tipo es injustificable, y está en consonancia con la estrategia general implementada «en nuestra contra». 

 

El Estado, a través de sus agentes, nos ha acusado, estigmatizándonos como «padres absentistas», de violar los derechos fundamentales del niño en lo que respecta a la educación. Nosotros, en cambio, hemos propuesto un plan alternativo y circunstancial para el tiempo que dure el peligro evidente de la pandemia, a la que nadie puede exigirnos exponernos sin violentarnos, un protocolo de trabajo del todo razonable que la escuela se ha «abstenido» siquiera a considerar, exponiendo a nuestros hijos a un abandono evidente, vejatorio y claramente violatorio de los derechos del niño. Como expliqué en su momento en la carta enviada el 14 de septiembre, y como volví a hacer en las cartas posteriores enviadas al Instituto contamos con los recursos y el tiempo para implementar dicho protocolo en casa. 

 

Las razones de mi solicitud conciernen (1) a mi desconfianza justificada ante la falta de respuesta coherente y garantizada ante la pandemia demostrada por la administración, y la evidencia de descoordinación en los centros mismos y entre las estructuras de Estado abocadas a responder conjuntamente a la pandemia; (2) la situación de vulnerabilidad objetiva y subjetiva en la que nos encontramos; y (3) la convicción de que podemos, de manera excepcional, acompañar el proceso educativo de los niños si la administración se digna a considerar al menos un protocolo alternativo para nuestro caso.

 

No está de más recordarle que en el Estado español han muerto ya 63.000 personas, cientos de miles padecen los efectos colaterales provocados por el virus, y millones deben enfrentar sus pérdidas emocionales, frustraciones y angustias. La obstinación de las autoridades educativas echa por tierra cualquier consideración virtuosa que pueda justificar el comportamiento de sus agentes públicos. 

 

Por todas estas razones, si el «derecho a decidir» es considerado razonable en épocas de «relativa» normalidad, incluso hasta el punto de poder invocarse contra las normas constitucionales, más razonable aún es invocarlo en un momento de excepcionalidad como el que vivimos, cuando a las normas que nos oponemos tienen visos de arbitrariedad evidente: se cierran bares, restaurantes, vivimos toques de queda, perímetros confinados, control poblacional, pero a nuestros hijos se les exige, con carácter de obligatoriedad irrevocable, cueste lo que cueste, pase lo que pase, y en contra de nuestra voluntad y consideración, que asistan a la escuela. 

 

En cambio, no es de recibo que el Estado, a través de su administración, de manera sistemática y premeditada, se niegue a atender a las necesidades básicas de los menores, hurtándoles el derecho a la educación, en cualesquiera sean las circunstancias que esta se demande, incumpliendo de ese modo la obligación de atenerse a la legislación internacional de derechos humanos, que en primer lugar y primordialmente concierne al comportamiento de los Estados en relación a sus ciudadanos y sus poblaciones en general, siempre teniendo en cuenta, como todo lo que ocurre bajo la órbita del derecho, no solo la validez de la ley, sino su razonabilidad en tiempo y circunstancia. 

 

Exigimos que la Escuela cumpla con su deber, que el profesor J.M.  sea advertido de lo intolerable de su comportamiento respecto al menor, que los inspectores sean a su vez monitorizados y se les exija un cumplimiento estricto de la deontología que debería regir los comportamientos de todos los servidores públicos, y a la Conselleria d’Educació, para que haga efectivo, de manera inmediata, protocolos alternativos para aquellos padres que no se sientan satisfechos con las medidas de seguridad sanitaria y el bienestar emocional de los niños y sus familias durante todo el tiempo que dure la amenaza de la pandemia. 


Sin más, le ruego tenga a bien realizar los trámites adecuados para llevar a buen puerto nuestra denuncia y petición, sin que ello suponga nuevas amenazas para nosotros, resulte en un nuevo período de acoso emocional, o se traduzca en represalias administrativas por parte del Estado o alguno de sus agentes. 

 










LOCKE EN EL CONURBANO


Familias

En las últimas semanas, en Argentina, la agenda mediática ha estado ocupada por tres cuestiones que merecen una reflexión sosegada. La primera cuestión está asociada a tres escándalos familiares, con implicaciones delictivas y consecuencias políticas, vinculadas a tres familias paradigmáticas de la oligarquía local, y asociadas respectivamente (1) al negocio de los medios de comunicación; (2) a la llamada «patria» contratista, reconvertida por sus herederos en un floreciente negocio basado, simultáneamente, en la acumulación por desposesión (gracias a los privilegios que supusieron, primero, la conquista de la intendencia de la ciudad de Buenos Aires, y luego la misma Casa Rosada), y el negocio financiero; y (3) al negocio agroexportador, asociado históricamente a la apropiación ilegítima de la tierra, la desposesión concertada, la explotación de la población local hasta el punto del empleo cuasi esclavo de su personal, con connivencias evidentes con el Estado nacional y los Estados provinciales. Me refiero a los escándalos hereditarios de las familias Mitre, Macri y Etchehevere.

Los conflictos intrafamiliares de los tres clanes develan un entramado delictivo que expone a los involucrados a la mirada pública, no por lo que estos tengan que ofrecer a la prensa «chimentera», sino por (1) las consecuencias penales, con derivaciones políticas, que las causas sucesorias puedan tener; (2) lo que pueden aportar a otras causas penales directamente relacionadas con el manejo de la cosa pública; y (3) lo que ofrecen como ilustraciones de ese «tipo ideal» al que pertenecen los ricos en Argentina.

La propiedad es privada

Mientras en los platós de televisión se debatían estos temas, y los editorialistas y opinólogos repartían con prodigalidad su sapiencia interesada, en la provincia de Buenos Aires se preparaba el desalojo de tierras, tomadas por familias pobres, en Guernica. El operativo se presentó como una demostración circense del poder policial. El jefe del operativo, devoto de las cámaras, aprovechó la ocasión para seguir forjando su carrera política. De manera teatral se definió como un defensor de la propiedad y de la vida, definiendo de esta manera su «patriótica» lealtad ideológica a la derecha local, pese a estar conducido por un gobernador de formación marxista. De este modo, la toma y el desalojo sirvieron para exponer la ideología de clase que informa a las fuerzas del orden, al ondear la bandera de la propiedad privada y su defensa sobre sus carros de combate.

Mientras esto ocurría en el conurbano, en Entre Ríos, Dolores Etchevehere, la heredera estafada por tres machos alfas que se dicen sus hermanos y una madre desalmada, era escoltada a un calabozo por desacato, en un desalojo paralelo en el que, de todas maneras, se respetaron los gestos y las formas que corresponden a la clase de la desacatada. El aplauso inmisericorde de quienes detrás de la tranquera festejaban el fin de la estrategia de Juan Grabois en la «estancia usurpada», enmudeció con la derrota a quienes se habían aliado con los rebeldes, y puso en evidencia quién manda en la provincia de Urquiza. Durante días, los conductores de tractores y pickups, junto a sus familias, disfrazados de chacareros y ondeando banderas argentinas, azuzaron a los agentes policiales pidiendo mano dura, y exigieron un juez acorde a las circunstancias, «independiente», para garantizar una medida arbitraria a gusto y provecho de la necesidad política del momento.

Arrugue preventivo

Como nota llamativa, algunos referentes peronistas han querido tomar distancia del escándalo entrerriano reduciéndolo a una cuestión familiar sin relevancia política. En coro afirmaron que el asunto debe dirimirse en los tribunales. 

Es cierto. Pero también es cierto que la familia Etchevehere es sospechosa de innumerables delitos y estafas contra el Estado, que los involucrados están denunciados por delitos flagrantes contra la dignidad de las personas, violencias variadas contra quienes se le oponían en su feudo, y relaciones ambiguas con el poder político y mafioso que tiene cautiva a la provincia. 

También es digno de mención que el principal denunciado haya sido
 Ministro de Agricultura durante el gobierno de Mauricio Macri, que haya llegado allí después de presidir la Sociedad Rural, y que, ya en su día, recibiera atención mediática por el escandaloso acuerdo que firmó con esta última, aparentemente, para intercambiar favores públicos por un sueldo generoso en la institución, al que tuvo que renunciar debido a la denuncia y el consabido «conflicto de intereses». Es de suponer que estos referentes peronistas han querido poner paños fríos a la fiebre campestre. Una decisión contraria podría haberse convertido en revuelta nacional. Por ese motivo, han preferido tirar la pelota «fuera del campo».
 

Sin embargo, hay que tener en cuenta que el capitalismo no es solo una teoría económica, sino un sistema de relaciones sociales que produce consecuencias en todas las esferas de la vida social. En este caso, los abusos familiares esgrimidos por la denunciante no pueden separarse de las lógicas de poder que informan al clan en su relación co el Estado. Tampoco pueden deslindarse u ordenarse en compartimentos estancos los delitos contra lo público, la apropiación ilícita de tierras, la explotación cuasi esclavista practicada en sus haciendas, del uso mafioso de las instituciones por parte de los denunciados. Finalmente, no pueden obviarse las estrechas conexiones entre los abusos intrafamiliares, la perversión de lo público y la lógica de explotación antiecológica, contaminante y cortoplacista en la que se basa la riqueza de la familia. 

De este modo, el caso merece una consideración más amplia. No puede cajonearse en la esfera pública la discusión de lo sucedido aduciendo, livianamente, que se trata de una causa de ámbito meramente privado. Muy por el contrario, se trata de un escenario de conflicto que ilustra de qué modo el capitalismo no es solo una teoría política, o un mero sistema de producción, distribución y realización del capital, sino una forma institucional y una forma de vida que afecta de igual modo, en cada fase de su desarrollo histórico, las esferas de la reproducción social, la política y el medioambiente.

El oráculo

En este contexto, Cristina Fernández de Kirchner rompió el silencio y denunció lo que todos sabemos, que la furia anticristinista que en los últimos meses vociferó con estridente histerismo en las plazas de la república la defensa de una patria «burguesa» y «antiplebeya», no tiene una causa exclusiva contra la expresidente, sino que anhela lo que define a todo buen oligarca en la Argentina, una militancia antiperonista, sea que esta se manifieste como abierta confrontación, o como troyana apropiación del legado peronista, como ocurrió con el menemismo ucedeísta, o como pretendió el «macrismo dialógico» de los Monzó, los Frigerio y compañía. En cualquiera de los casos, se trata de hacer desaparecer, desmembrar o desvirtuar un movimiento definido, en palabras franciscanas, por su opción preferencial hacia los pobres, para convertirlo en un instrumento ideológico y territorial al servicio de la acumulación de capital a través de la desposesión concertada.

Cristina llamó a un acuerdo nacional y ofreció su veredicto: el problema central de la Argentina, cuya economía dependiente la conduce de manera cíclica a crisis terminales, gira en torno a su economía bi-monetaria. En ese marco, los economistas del establishment, en nombre de los capitostes a quienes el macrismo le regaló pingües beneficios durante su mandato caracterizado por el endeudamiento y la fuga, exigen una nueva devaluación, con el propósito de emprender una nueva fase de acumulación por desposesión: el deporte que mejor practican las oligarquías «republicanas» que tanto detestan a la democracia y a su pueblo.

Como señala el periodista Horacio Verbitsky en su editorial de hoy en el portal que dirige, «Cohete a la luna», titulado «Hablar con propiedad», la carta de Cristina, como suele ocurrir con todas sus intervenciones, señala con incisiva claridad lo que está en disputa en el país en estos momentos: (1) la embestida antiperonista (que en estos meses ha intentado marcarle la agenda al presidente intentando manufacturar su Lenin Moreno local); (2) la necesidad de lograr un acuerdo nacional para enfrentar el doble descalabro, causado, primero y ante todo, por el saqueo de Macri y sus secuaces, el club de ejecutivos y empresarios que, o bien ocuparon carteras en su gabinete, o manejaron los hilos de la administración para lograr sus provechos, y la pandemia, con sus muertos, infectados y confinados; todo ello sobre la base de (3) un diagnóstico a través del cual se intenta poner freno a las expectativas de los más ricos, al anunciar que los malabarismos devaluatorios que anhelan no pueden ser la moneda de cambio de dicho acuerdo, porque un gobierno genuinamente peronista debe ser leal, en grado superlativo, a su opción preferencial por los trabajadores y las clases excluidas, y una devaluación, en este contexto, es, ni más ni menos, que una traición a esa lealtad preferencial. 

CATALUNYA PONE EL FRENO


Después de varias semanas esperando medidas para frenar la escalada silenciada por los grandes medios locales, comprometidos, más que con la información, con la tarea de dar ánimos a la ciudadanía en un momento de incertidumbre, el Govern de Catalunya ha optado por la opción drástica frente a la pandemia, replicando las estrategias de Bruselas y París, que en estas horas viven un estado de sitio. En contraposición, el gobierno de Madrid desafía su suerte, despreciando la amenaza creciente de la que alertan los expertos.

No valoraré la eficacia relativa de las medidas concretas, la cirugía fina, por sectores, que afecta de manera diferencial a unos y a otros sobre la base de criterios no siempre fáciles de discernir. Lo que quiero en este artículo es abordar una cuestión de fondo en el debate en torno a la pandemia: cuáles son los principios guían nuestra interpretación de los datos estadísticos y fundamentan nuestra acción. 

Que la pandemia «la hay», parece innegable, aunque algunos continúan insistiendo de que todo el evento es una «tomadura de pelo», y desplieguen, para refrendar sus argumentos, datos caprichos que probarían la exageración de la preocupación imperante, la arbitrariedad de las medidas adoptadas, o la oculta motivación de las élites mundiales de imponer un estado de excepción con el fin de profundizar su dominación planetaria.

Obviamente, ante una crisis de la magnitud que estamos viviendo, que afecta, no solo la salud de la población, sino también la economía, la cohesión social y la estabilidad institucional, jurídica y política, de las sociedades más afectadas; una crisis que está redefiniendo la geopolítica global, con claras consecuencias en otros ámbitos, como el medioambiental, o acelerando la carrera armamentística, no tenemos que estar iluminados o ser especialmente perspicaces para comprender que el capital está adoptando ante la tragedia la lógica que le es habitual, sacar ventaja a cualquier costo para extender y profundizar su estrategia de valoración y acumulación. 

Sin embargo, eso no significa que la crisis haya sido enteramente manufacturada y por ello debamos descartarla como inexistente o ilusoria. Como ocurre  en cada ocasión en la que nos encontramos con una crisis humanitaria, tenemos que adoptar algún tipo de estrategia para paliarla, teniendo en cuenta la situación en el terreno y los poderes fácticos que la exacerban o se benefician con ella. Cada vez que nos encontramos con una catástrofe humanitaria – sea esta causada por un conflicto bélico, un desbarajuste medioambiental, o una debacle socioeconómica, como fueron la guerra de Siria, la tragedia provocada por el huracán Katrina, o las hambrunas que hoy afectan al Chad y a Somalia – las grandes corporaciones y las élites locales aprovechan las circunstancias para remodelar el escenario afectado, con el fin de sacar ventajas económicas, redefinen las reglas institucionales para que les sean favorables, desplazar y despojar a los grupos desfavorecidos de sus derechos consuetudinarios, etc., en general con la complicidad de la política local, estatal o regional, y el silencio cómplice de los organismos y organizaciones internacionales, que en muchos ocasiones promueven, celebran e incluso participan activamente en la implementación de este tipo de políticas.

Ahora bien, además de prestar atención a las estrategias, siempre discutibles cuando se las observa desde la perspectiva hegemónica de las «neutralizaciones», como diría Schmitt, debemos pensar los principios en competencia detrás de las mismas.

Parte de la confusión imperante cada vez que intentamos informarnos para dar forma a una posición razonada frente a lo que acontece es la proliferación de mensajes contradictorios que los medios publicitan. Las portadas compiten por dar voz a las más disímiles opiniones, cada una de ellas armada con su propia agenda estadística, diseñada o maquillada para defender la tesis de turno. El resultado es una informada desinformación. Ya no se trata de fake news o mentiras. Hay algo más difícil de discernir, y más complejo para rebatir. El problema no son los datos, ni las estrategias, sino los principios solapados detrás de las posiciones adoptadas.

Una manera de plantear el problema es decir que, aquí, lo que está en juego son dos maneras de concebir la justicia. En un caso, lo que moviliza a la política es una concepción de la dignidad humana que es impostergable y triunfa frente a cualquier otra prerrogativa. Cuando este principio se lleva hasta sus últimas consecuencias, no solo cada vida humana tiene un valor infinito e irrenunciable, sino que la exigencia superior que asume la actitud fraterna se dirige de manera prioritaria a socorrer a los más débiles, a los más vulnerables.  Esta actitud moral la ilustra el capitán de un barco de pasajeros que se hunde, cuando ordena a sus oficiales y marineros que suban a los botes, en primer lugar, a los niños, a las mujeres y a los ancianos.

En contraposición a esta actitud moral, nos encontramos con el mandato que esgrime una sociedad cuyo horizonte moral enaltece la competencia y el privilegio del más apto: «que mueran los que tengan que morir». El barco se hunde, pero ahora la prioridad es que los viajeros de primera clase sean los primeros en subir a los botes. Las mujeres, los niños y los ancianos de las clases populares deberán esperar. El privilegio triunfa sobre la dignidad de la vida.

En definitiva, las estrategias frente a la pandemia no se implementan en un vacío moral, sino que se despliegan, siempre, con el fin de servir ciertos principios y fines. La pregunta que debemos hacernos cada vez que leemos una nota periodística, o escuchamos a un experto desplegar su sapiencia, es a qué principios sirve el autor, qué filosofía política lo informa, qué lealtades morales defiende.

PARADOJAS DE LA DEMOCRACIA CATALANA. La escuela pública y el «derecho a decidir»


El contexto 

En este artículo quiero contarles sobre una batalla personal que estoy librando en estos días en Catalunya. Algunos de ustedes la habrán intuido leyendo mis artículos previos. Hoy seré más explícito, porque necesito hacer pública la campaña que iniciaré para defender a mi familia frente al ataque y dejación que estamos sufriendo por parte de la administración pública.

Todo comenzó en febrero-marzo de este año, cuando la pandemia empezaba a asomar los dientes en Europa. La información que estábamos recibiendo era bastante obvia. Era cuestión de días para que el virus llegara a España y las consecuencias serían catastróficas. En Italia, los números crecían de manera exponencial. Mientras tanto, en Catalunya, los medios de comunicación, y los responsables políticos y sanitarios, aseguraban que todo estaba controlado. Lo que estábamos viendo en Asia y en Italia, decían, no ocurriría en el territorio catalán, entre otras cosas, porque teníamos un sistema de salud garantizado, de gran calidad, etc., etc.

En ese contexto, me acerqué a la escuela para saber qué tipo de medidas tomarían las autoridades frente a la crisis que se avecinaba. Yo estaba pensando entonces en un plan de contingencia y medidas preventivas. Cosas muy básicas, como, por ejemplo, una mejor distribución de los niños en los comedores; una re-planificación de los protocolos de higiene; además de charlas que ayudaran a entender a los niños la importancia del aseo personal, y cierto distanciamiento social. Por ejemplo, que los cepillos de dientes de los niños no estuvieran uno al lado del otro, que se descartaran las servilletas de tela y se volviera a las servilletas de papel descartables. Como digo, cosas muy básicas.

La respuesta de la dirección de la escuela fue una circular generalista emitida por los órganos burocráticos del Govern, sin sustancia ni relevancia alguna frente a la tormenta que se avecinaba. El lema que había comenzado a circular giraba en torno a la confianza. Los ciudadanos debíamos confiar. Punto. 

En ese momento, decidí sacar a los niños de la escuela. Las autoridades estaban actuando irresponsablemente. Miraban la pandemia como si estuviera ocurriendo en la televisión, pese a que los números trepaban la cuesta de manera acelerada. Mientras tanto, la vida misma estaba amenazada. No había mucho que pensar. 

Unas semanas después comenzaron las muertes. Decenas de miles de muertes. Cuando llegó el verano, el número estaba más o menos cerrado para la primera ola: 30.000 víctimas mortales oficialmente declaradas debido a
l COVID-19; 53.000 si se tiene en cuenta la diferencia entre los fallecimientos del 2019 y 2020 durante el mismo período. 

En junio comenzó la desescalada. Era evidente para cualquier persona más o menos informada que las decisiones gubernamentales iban desencaminadas. La prisa por salvar el verano, el falso optimismo, la competencia política y territorial, y la campaña desvergonzada de los medios públicos atizando a la población para que volvieran al consumo y se olvidara de lo acontecido, logró lo esperado: que el proceso de desescalada acabara en un rotundo fracaso. El retorno a las aulas en septiembre resultaría problemático. De nada sirvieron las advertencias sobre las consecuencias contraproducentes de una gestión obsesionada con un retorno a la normalidad. La temporada de verano sería un fracaso de todos modos, pero comprometeríamos seriamente los meses venideros. 

En septiembre (a dos semanas del comienzo de las clases) no teníamos aún un plan de retorno a las aulas garantizado. A menos de una semana del comienzo de las clases, ni profesores, ni padres, ni alumnos, sabíamos exactamente lo que ocurriría. Hubo las usuales promesas grandilocuentes del Govern independentista en funciones que nunca se cumplieron (masivas PCR que se cancelaron a los pocos días de iniciarse las clases, y otras mentiras y manipulaciones semejantes), y ante la desconfianza de una parte de la ciudadanía que no veía clara la vuelta obligatoria a las aulas, una concertada campaña mediática para meter miedo a los ciudadanos. El Govern, a través de sus consellers, fue terminante: los padres «absentistas» se enfrentarán a multas, o incluso a penas de prisión, si se niegan a llevar a sus hijos a la escuela.

Los periódicos catalanes compitieron en su campaña de estigmatización, primero contra las familias gitanas, luego contra las familias chinas. Lo usual. El mote de «absentistas» se asoció al de los «negacionistas», equiparándolos para hacer un combo y evitar la comprensión sensata de lo que estaba ocurriendo. Era mucho más fácil acusar a los padres de «violar los derechos humanos» de sus hijos por privarlos de educación, que hacerse cargo de los errores cometidos, la negligencia sistemática de la política durante esta y todas las crisis precedentes, y la impericia concertada de un funcionariado poco razonable. 

La causa

Permítanme ahora explicar, a partir de mi propia experiencia como padre, lo que nos ha ocurrido durante este primer mes de clases a quienes hemos decidido poner en cuestión la obligatoriedad de asistencia a las aulas debido a las circunstancias excepcionales que vivimos y la desconfianza que tenemos respeto a la gestión.

Comienzo con algunos datos que puede ayudarnos a medir la dimensión de la tragedia que enfrentamos. En Argentina, durante la última dictadura militar, desaparecieron 30.000 personas. En Bosnia, el genocidio cometido por el gobierno serbio fue de 8.000. ETA mató a lo largo de varias décadas 800. La guerra de Malvinas costo la vida de 674 argentinos. 100 mujeres fueron asesinadas en España durante el 2019 por motivos machistas. El número de víctimas mortales en carretera durante ese mismo período fue de 400. 

Las muertes por Covid-19 entre febrero y septiembre del 2020 en España fueron de 53.000 personas.

Miremos los datos globales:  al menos, 1.000.000 de personas perdieron la vida  por el coronavirus entre enero y septiembre de 2019 en el mundo (este número está ya desfasado). Si hacemos una proyección, ¿cuántos fueron asistidos en unidades de terapia intensiva? ¿20.000.000? ¿Cuántos ocuparon camas de hospital? ¿80.000.000, 100.000.000?

Ahora, prestemos atención a las notorias negligencias locales. Un ejemplo: el caso de los geriátricos. Pese a la mortandad extendida de ancianos en estos establecimientos y las promesas del ejecutivo catalán de resolver este asunto, las portadas de hoy nos informan que los geriátricos recibirán la segunda ola sin recursos. La inversión pública en salud y educación sigue a sus mínimos. Los profesionales en ambos sectores enfrentan con su cuerpo desnudo la inmensidad de los desafíos que se avecinan, reconvertidos en trabajadores Multi-uso, expuestos a niveles agotadores de stress, lo cual, evidentemente, disminuye la calidad del servicio que son capaces de ofrecer. Los médicos han multiplicado las visitas en la atención primaria, y los maestros y profesores tienen que actuar como sanitarios, higienistas y docentes, con niveles de responsabilidad que en ningún caso recompensan los salarios que perciben, y en muchos casos, la precariedad en la que viven. 

En ese contexto, es comprensible y atendible la oposición de algunos padres a la obligatoriedad de asistencia presencial a las aulas. Una norma de este tipo, si lo estuviera, sería justificable en tiempos de una «normalidad» que ya no existe. En el presente escenario, la norma y la penalización que prevé son, sencillamente, una ofensa a los derechos fundamentales de las personas de poder cuidarse a sí mismas y a sus familias frente a un riesgo cierto e inminente.

En una carta del 14 de septiembre de 2020, cuando dieron comienzo las clases, informamos a la escuela y al instituto en el que están matriculados nuestros hijos, que no asistirían a clase hasta que la situación sanitaria se clarificara. En esa carta pedimos a la dirección de ambos establecimientos, en vista de una serie de situaciones personales y familiares que no enumeraré en este artículo, pero que son de peso y gravedad suficiente como para atender nuestro reclamo, que se procediera a poner en funcionamiento un protocolo de contingencia que permitiera que los niños siguieran con su educación a distancia. 
No descartamos reintegrarlos a las clases presenciales enteramente, pero reclamamos un plan de educación alternativo que nos permitiera avanzar hacia su «reintegración» en el futuro próximo. Como yo mismo soy docente acreditado en Catalunya, confiaba que las autoridades no solo entendieran nuestra situación, sino que apreciaran la viabilidad de la propuesta.

Pasado un mes,  lo primero que hemos constatado es una suerte de dejación de funciones por parte de la escuela y el instituto en lo que respecta a su finalidad pedagógica. Como me dijo una de las directoras: «nos advirtieron que debíamos tener tacto con las familias absentistas». Pero, el objetivo de la amabilidad formal era dejar correr el tiempo sin hacer nada, para acabar cayendo sobre nosotros, amenazándonos con abrir expedientes en nuestra contra. 

Ahora bien, el problema no ha sido la ausencia de un plan alternativo, sino la implementación de una estrategia diseñada para obstaculizar dicha alternativa. A continuación describiré dos hechos que han profundizado nuestra desconfianza al ponerse en evidencia la retorcida maniobra de los actuales gestores educativos. 

Al principio, el cuerpo directivo de la escuela nos aseguró, cuando los reclamamos, que no se repartirían los libros de texto entre el alumnado. Semanas más tarde, a través de la madre de uno de los compañeros de curso, supimos que los manuales se habían distribuido el primer día, y que los niños incluso los llevan a casa para hacer sus tareas. Después de mucha insistencia por nuestra parte, descubrimos que no se había tratado de un error, sino de una estratagema ideada por el inspector escolar, en su función de policía escolar, quien había recomendado: (1) no entregar los libros a las familias, y (2) que, en caso de que no pudiera eludirse su entrega, era recomendable que se hiciera saber a los profesores que no debían ni asistir ni orientar a los niños de familias absentistas.  

Un mes después de iniciado el curso escolar, la escuela no ha entregado aún los textos escolares y pese a nuestra solicitud de orientación, ninguno de los profesores ha dado la más mínima indicación pedagógica, siguiendo a piejuntillas la estrategia de coacción y bloqueo diseñada por Educación contra nosotros. 

Permítanme que explique cuál es la significación de esta dejación de funciones desde mi perspectiva. Recordemos que el Govern comenzó acusando a las madres y padres «abstencionistas» de violar el derecho inalienable de educación de sus hijos por no llevarlos a la escuela. Este ha sido el leitmotiv utilizado por todos los responsables escolares a lo largo de este proceso. Sin embargo, como estrategia de disuasión, a los responsables políticos no se le ocurrió mejor estrategia que negarles lisa y llanamente a los niños los recursos materiales y la asistencia educativa para, eventualmente, cerrarle el paso a cualquier otra alternativa para forzar su reincorporación en las aulas. Evidentemente, no son los derechos a la educación lo que les preocupa a las autoridades. 

A través de una retórica paternalista, motivada por una directiva de  disciplinamiento social sin paliativos, que supone una enorme violencia simbólica para los padres, nos han sometido a un mes de incertidumbre y desatención. Esto solo puede explicarse en el marco de una estrategia mancomunada para forzar el cumplimiento de la normativa a cualquier costo. El daño moral contra nuestra familia ha sido elevado.  

Es cuanto menos paradójico que ese daño moral provenga de un gobierno que convirtió la bandera del derecho a decidir y la desobediencia en un símbolo propagandística para estatuir su preeminencia moral por sobre otros actores políticos.


La demanda

Nosotros exigimos que se respete nuestro derecho a contar con una modalidad alternativa de educación para nuestros hijos en estas circunstancias excepcionales, y que el Estado cese con su estrategia de acoso en nuestra contra.
 

Resulta también paradójico que el mismo funcionariado que en su día se mostró abiertamente contrario a que el incumplimiento de la ley (Constitución, Estatuto, normativa parlamentaria, ley electoral) por parte de los líderes político-partidarios independentistas fuera perseguido penalmente, ahora se aferre a una norma menor, claramente desproporcionada en vista del escenario excepcional que enfrentamos, y considere razonable la utilización de métodos coactivos y amenazantes para disciplinar a las familias rebeldes.   

En este punto, tal vez sería interesante plantear una cuestión de fondo, cuya respuesta, en cualquier caso, excede la intención original de este escrito. ¿El «derecho a decidir» y el «derecho a la desobediencia» en Catalunya son exclusivamente legítimos como reclamos de ciertos sujetos corporativos o colectivos, como «el pueblo», o son también  prerrogativas que pueden reclamar los individuos concretos, de carne y hueso, enfrentados a los poderes públicos?

Cualquier estudiante de historia sabe que las aristocracias y oligarquías europeas han utilizado de manera habitual el lenguaje de la democracia para garantizar sus privilegios de clase o sus derechos jurisdiccionales frente a los poderes estatales, sin que ello hiciera avanzar un ápice la causa de las clases populares. Cuando el derecho a decidir y a la desobediencia es una prerrogativa exclusiva del «pueblo», cuya representación está en manos de un mandarinato burocrático o una oligarquía caprichosa, corremos el riesgo de que nuestra lucha por la libertad, la igualdad y la justicia acabe manufacturando los barrotes de una celda aún más opresiva de la que habitamos.  

En este contexto, les demandamos a las madres y los padres de la escuela y del instituto al que asisten nuestros hijos que nos acompañen en nuestro reclamo. No les pedimos que compartan nuestra visión de la pandemia, o que se alíen a nuestra crítica de la actual gestión. A lo que los exhortamos es a que defiendan con nosotros nuestro «derecho a decidir». Opongámonos conjuntamente a la persecución y potencial judicialización de nuestras decisiones en un momento tan complejo como el que transitamos. También les pedimos que demandemos la implementación de un servicio de orientación y asistencia pedagógica a distancia que nos permitirá, eventualmente, si la situación sanitaria empeora, estar mejor preparados para enfrentarla.

En síntesis: el Estado nos ha acusado de violar los derechos humanos de nuestros hijos por oponernos a la normativa de obligatoriedad de la educación presencial. Nada está más lejos de la realidad. Nosotros reclamamos seguridad y educación en iguales proporciones. Debido a la impericia de la administración pública, y ante la dimensión de la catástrofe humanitaria que vivimos, hemos perdido confianza en la estrategia gubernamental frente a la crisis. Nuestra preocupación por la vida, salud y bienestar de nuestros familias debe ser atendida. Eso implica articular alternativas razonables que serán beneficiosas para todos.  

No creo que nadie pueda dudar de nuestras buenas intenciones en este caso. Por el contrario, respecto a la gestión educativa de la pandemia, sabemos que los representantes políticos que la han diseñado tienen lealtades divididas. Sus objetivos no han sido precisamente transparentes, ni sus estrategias proporcionadas. Tampoco han brillado en empatía y compasión. 


 

BETEVÉ: CULTURA «PROGRE»


En esta nota me gustaría comentar el siguiente titular de Betevé: «Escuelas confinadas. El 84% de los centros de Barcelona, sin grupos confinados». El título es uno, entre docenas de títulos semejantes, en la prensa oficialista que actúa como cheerleader de la fracción «progre» en la ciudad condal.

Antes de desplegar mi argumento, quisiera hacer una aclaración. No tengo nada contra el «progresismo». Todo lo contrario, podría definirme políticamente en esos términos. Sin embargo, se trata de una noción equívoca que puede llevar a malentendidos. En mi caso, por ejemplo, pese a considerarme progresista no me siento identificado con la política «progre» de Barcelona.

Eso no me convierte en un antagonista de esa tribu. En general, es la más amable de las afiliaciones que componen la geografía sociopolítica de la ciudad. Hay otras afiliaciones que resultan más amenazantes. Sin embargo, la aparente insipidez de los «progres» locales tiene sus consecuencias. Obviamente, como no puede decirse de un fascista lo que se dice de un dólar: «un fascista es un fascista es un fascista», porque las cosas son más complicadas de lo que parecen, tampoco puede decirse lo mismo de los «progres»: los hay de todas las formas y colores. Lo mismo con el batiburrillo «indepe» que, pese a los esfuerzos de sus huestes, contiene «fascistas» de variados colores entre sus filas y «progres» de igual diversidad bajo su estelada. Sea como sea, este artículo no va de «progres», «fascistas» o «indepes». Va de algo más sutil que involucra a todos.

Cuenta un periodista de chimentos en El Periódico que en un capítulo de la serie Merlí, la profesora de filosofía le jugó la siguiente broma a uno de sus alumnos que siempre llegaba tarde. Confabulada con el resto de sus compañeros, quedaron en afirmar que la carpeta verde que ella les mostraría sería roja, con el fin de constatar una hipótesis: la facilidad con la cual nuestras opiniones son modeladas por la presión social, incluso contra los hechos desnudos que tenemos delante de nuestras narices. 

Cuando el alumno impuntual entró en la clase, encontró al profesor agitando la carpeta verde a todo lo alto, al tiempo que les preguntaba inquisitivo: ¿De qué color es esta carpeta? «¡Roja! ¡Roja! ¡Roja!», contestaba cada uno de los interpelados. Hasta que le llegó la hora al impuntual, quien, aunque un tanto confundido, no se atrevió a decir la verdad que le mostraban sus ojos, sino que acabó respondiendo lo que el resto. Puede que, entre «fascistas», «indepes» y «progres» ocurra algo semejante, y la geografía local sea, pese al colorido de las siglas que los distingue, más porosa de lo que estamos dispuestos a reconocer.

Esto no debería llamar la atención. Como cualquier estudiante de historia sabe, entre los contemporáneos en una sociedad existen más coincidencias de lo que nos gustaría reconocer, pese a las notables diferencias que los enfrentan. Pensemos en un ejemplo. Sabemos, gracias a los diálogos platónicos, que en la antigua Atenas el enfrentamiento entre los demócratas, como Protágoras, y los antidemócratas, como Sócrates, Platón y Aristóteles, podía llegar a ser mortal. Sin embargo, pese a ello, los demócratas y los antidemócratas compartían un trasfondo de sentido en el cual se definían sus más acotadas posiciones ideológicas. 

Una muestra de esta coincidencia es el hecho mismo de que los antidemócratas utilizaran la forma del diálogo para definir sus posiciones; o que argumentaran extensamente sus justificaciones contra el igualitarismo. En cualquier caso, la antigua Atenas exigía a sus ciudadanos el uso de la retórica para defender sus posiciones, y no el uso de la fuerza, como pretendieron los Treinta Tiranos tras la rendición de la ciudad en la Guerra del Peloponeso, cuando se impuso un gobierno oligárquico y genocida. Pero incluso en este último caso, como muestra Platón en su República, a los defensores ideológicos de estos tiranos, como Trasímaco, parece que les importaba mucho ganar los debates.  

No es este el lugar ni el momento para ensayar un análisis elaborado sobre este asunto. Me basta con hacer algunas indicaciones sobre el escenario local para contextualizar mis apuntes sobre Betevé como ilustración de los medios locales. Por lo tanto, propongo que analicemos el título elegido: 

«Escuelas confinadas: el 84% de los centros de Barcelona, sin grupos confinados».

Comparemos este título con otro que publica hoy La Vanguardia en su edición digital:

«Emergencia sanitaria: el 16,4% de la población empleada en España, en una situación de pobreza».

Elijo este último título porque estamos hablando de los mismos porcentajes. En ambos casos, hay una totalidad X, un 84% de algo, y un 16% de otra cosa.

Ahora imaginemos que La Vanguardia hubiera titulado la noticia del siguiente modo:

«El 84% de la población empleada en España no está en situación de pobreza»

Alguien podría aducir: el orden de los factores no altera el producto. Pero no es el caso, porque el «orden de la verdad», como le gustaba decir a Foucault, desnuda el desprecio consumado por la opinión pública que en nuestro tiempo practican, indistintamente, unos y otros.

Veamos el problema de fondo. Aquí lo que se discute no es la seguridad en las escuelas, ni la gestión de la pandemia. Aquí lo que se combate es un sentimiento profundo de falta de confianza hacia las instituciones públicas que ha llevado a los progres en las escuelas a convertir el eslogan «¡Confiem!» en la bandera de su lucha contra el Covid-19.

La pregunta es obvia: ¿En quién deberíamos confiar? ¿En las autoridades que han demostrado su negligencia de manera reiterada a lo largo de la crisis actual (como en todas las anteriores)? ¿En la ciudadanía, de la cual se han cansado de quejarse las autoridades sanitarias durante todo el verano? ¿En la pronta resolución de la crisis gracias a las instancias científicas internacionales que, como un maná dejarán caer las vacunas desde el cielo como una ofrenda divina? ¿En nuestra propia capacidad de autodefensa vírica si llegamos a contagiarnos? ¿En que el virus es un «cuento chino», una treta de las élites y que el millón de víctimas mortales y los cientos de millones de afectados muy grave o gravemente son una ilusión óptica y por lo tanto debemos despreocuparnos y volver a la tan ansiada normalidad?

La respuesta es irrelevante. Lo único que importa es el eslogan: «¡Confiem!». Pero sabemos que no hay razón alguna para que confiemos.

El caso de las escuelas es especialmente ilustrativo. Hoy los portales de noticias nos informan que en las últimas 24 hs. los registros en Alemania, Francia, República Checa, Austria y Eslovaquia registran nuevos máximos. El caso de Francia es especialmente significativo, de un día para otro, duplica sus registros, llegando a contar 19.000 casos. En países que hasta ayer controlaban la transmisión del virus y se habían convertido en ejemplares de acuerdo con la OMS, ven disparados los casos, como ocurre en Italia, forzando a sus gobiernos a testear masivamente a su población e imponer restricciones.

Este es el contexto. No hay certidumbre. Como ocurrió en febrero y marzo, los ciudadanos se ven forzados a tomar decisiones personales ante las contradicciones evidentes que cada día nos traen los noticieros. Por un lado, como hace Betevé, militan de manera obsecuente con el aparato estatal, convertidos en aparatos de información gubernamental, en vez de periodismo, por el otro, no pueden evitar dejar en evidencia que la gestión política de la crisis cuelga de alfileres.

En febrero, cuando era evidente que la crisis golpearía de lleno a España, decidí sacar a los niños de la escuela. Pese a las burlas de mis amigos y conocidos, no me dejé amilanar por la presión social, y semanas después comprobamos que nos conducíamos sin desvío a una época trágica en nuestras vidas. Decenas de miles de muertes y cientos de miles de tragedias, algunas con final feliz, pero que han dejado secuelas en la población que tardarán años en sanar. La responsabilidad, aunque todos parecen hacer la vista gorda, recayó enteramente en el gobierno central y local, quienes se negaron a dar entidad al peligro que se avecinaba, pese a las advertencias que nos llegaban de Italia, y la arrogancia pretenciosa de contar con un sistema sanitario de calidad que solo existía en la imaginación de los políticos involucrados, amnésicos en lo que respecta a los reclamos reiterados de los especialistas de salud durante años que denunciaban sin descanso la desfinanciación planificada de los servicios públicos. En esos momentos, Betevé y TV3 tuvieron su cuota de responsabilidad, respondiendo de manera melosa y vacua a la incertidumbre que reinaba en la población, facilitando que el virus se expandiera sin contención al minimizar la gravedad del peligro.

En septiembre, debido a errores imperdonables, las autoridades públicas empeoraron el retorno a las escuelas debido a la pésima gestión durante la fase de desconfinamiento y el verano. El caso de Catalunya fue especialmente notorio, entre otras cosas, porque las decisiones se tomaron en función de una agenda ajena a la catástrofe sanitaria: el enfrentamiento a todo o nada con el Estado español, que ni los muertos han sabido maquillar con un hálito de humanidad. Como ha ocurrido en la Madrid de Ayuso y Casado, Catalunya ha respondido con la vista puesta en el ombligo de las rencillas cortoplacistas del termómetro electoral, ciego ante la necesidad de ejercer un liderazgo consecuente que se juegue el tipo, exija sacrificios si es necesario, pero siempre con las prioridades bien ordenadas que tiene a la vida por delante.

En esta situación, regresamos a las clases. Con ejecutivos centrales y autonómicos enrocados que se jugaron todo, de manera autoritaria, a la educación presencial. No solo no se ampliaron las contrataciones de docentes, sino que no se aumentaron los recursos de la sanidad. La política de amedrentamiento a las familias se consumó con un ataque concertado por parte de los medios oficialistas contra todos aquellos que levantaban la voz alertando de las incongruencias del sistema implementado.

El título de Betevé es ilustrativo y vergonzoso. Nada más y nada menos que el 16% de las escuelas catalanas tienen grupos confinados. El número es enorme, lo suficientemente grande como para que el sistema educativo hubiera tenido un plan de contingencia de educación online, no solo para aquellos que no pueden asistir a clases debido a la posibilidad de contagio cierto que implican los contactos con un afectado, sino también para dar a los ciudadanos una alternativa razonable en un momento de crisis como el que vivimos.

Nada de esto está ocurriendo. La negativa del gobierno catalán, a través de su conselleria d’Educació, de negar a los ciudadanos una educación alternativa a la educación presencial, armado con su ejército de inspectores preparados para perseguir y estigmatizar a las familias rebeldes dice mucho de este progresismo catalán que ha hecho del derecho a la desobediencia, del derecho a elegir un lema cuando se practica en manada, pero que no tiene ninguna vergüenza en pisotearlo cuando se ejercita por minorías o individuos dubitativos o críticos frente a la gestión pública.

No hay ninguna razón de peso, excepto la fe que practica el carbonero, que nos permita con certidumbre garantizar la salud de nuestras hijas e hijos. Las escuelas deben estar abiertas, los padres tienen derecho a enviarlos a clase mientras los registros de contagios no conviertan su asistencia en temeraria, pero la educación pública tiene que llegar a todos si queremos cumplir con el derecho humano a la educación que la Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgó y que la constitución española y el estatuto catalán consagra como fundamental.

Cuando a comienzo del curso lectivo el gobierno y los grupos mediáticos se lanzaron como jauría vengativa contra los «negacionistas» y «abstencionistas», y proclamaron a viva voz que las familias que se negaran a enviar a su prole a las escuelas serían perseguidas e incluso penadas con prisión por su desobediencia, supimos que algo grave estaba sucediendo, y lo constatamos durante las últimas tres semanas, en las que las escuelas, los servicios sociales, incluso de niños con discapacidad, se han negado rotundamente a ofrecer cualquier otra alternativa educativa que no sea la presencial, aferrados como están a la imposición de la ley y el orden a cualquier costo.

Imaginemos que Betevé, en vez de informar sobre los 99 asesinatos de mujeres en manos de hombres durante el 2018, hubiera informado que 24.000.007 ciudadanas no han sufrido violencia machista. Imaginemos que, en vez de informar sobre las 1.019 muertes de personas registradas en las tres rutas marítimas principales del Mediterráneo durante el período 2018, Betevé hubiera informado que 90.489 las cruzaron felizmente a salvo.

Evidentemente, entre los «progres», los «indepes» y los «fachas» hay más coincidencias de las que nos gustaría reconocer.
El autoritarismo y el moralismo son algunos de esos caracteres que tienen en común; también el estilo en la comunicación. Pese a que todos se llenan la boca con el tema de las fakenews y otras delicias de nuestra época, parece que nadie está dispuesto a renunciar a mantener haciendo fila a sus respectivas tribus, cueste lo que cueste. 



 

«LA NORMALIDAD ES LA MUERTE»


Sobre la buena suerte

Hace unos días nos desayunamos con una cifra: 1.000.000. El número corresponde a la estadística oficial de víctimas que produjo el Covid-19. Cifra que lejos está de ser definitiva. Los expertos esperan que el número se duplique si continúa avanzando la segunda ola, y Europa parece que estará en el centro de esta catástrofe a medida que avance el otoño y el invierno.

En Madrid, la asociación de víctimas del Covid-19 tuvo la «feliz» idea de plantar 53.000 banderas en un parque con el fin de que visualicemos la magnitud de la tragedia en el Estado español. La cifra tiene en cuenta los cerca de 30.000 fallecimientos oficialmente reconocidos, y la proyección que sugiere la diferencia de fallecimientos entre un año sin pandemia (2019), y otro en pandemia (2020). Los números seguirán subiendo.

Mientras las muertes se multiplican, ¿cuántas personas han sufrido el trance de velar por sus seres queridos ingresados en terapias intensivas o han visto como colapsaban sin poder atenderlos debido a las deficiencias de los sistemas de salud, la falta de previsión política y la negligencia concertada de todo el aparato burocrático y ejecutivo, enfocado exclusivamente, durante décadas, a bajarle el costo a la vida para ser competitivo en la economía?:

1) ¿cuántas personas padecieron la enfermedad de manera severa en los últimos seis meses? ¿Cuántas han debido someterse a terapias intensivas durante semanas para poder sobrevivir? ¿Tal vez 20.000.000?

2) Si multiplicamos dicha cifra por 4, para sopesar figurativamente el impacto psicológico y emocional de las personas próximas a los afectados graves, estamos hablando de, al menos 80 o 100.000.000 de personas (padres, madres, hijos, hijas) que han sufrido el impacto psicológico y emocional de esas pérdidas o el trance de velar durante semanas o meses por la supervivencia de sus seres queridos.

El antropólogo Ernest Becker nos recuerda en La negación de la muerte que, entre las muchas aportaciones de Freud, destaca el concepto de «narcisismo», la idea de que «cada uno de nosotros repite la tragedia del mítico dios griego Narciso; estamos irremediablemente absortos en nosotros mismos. Si nos preocupamos alguna vez de alguien, normalmente es, ante todo, de nosotros mismos». Y Becker continúa diciendo que, en algún lugar, Aristóteles había definido la suerte de manera ilustrativa, como aquella instancia en la cual «la flecha alcanza a la persona que está a tu lado».

Poscapitalismos

Hace un par de semanas, en el contexto de la «Internacional progresista», Janis Varoufakis nos advirtió que estamos ya en una suerte de «poscapitalismo». Pero no se trata del nuevo régimen de relaciones sociales que anhelábamos y que, al comienzo de la pandemia, sentíamos que era posible lograr pese a los peligros que enfrentábamos.

El poscapitalismo al que se refería Varoufakis está basado en el desacoplamiento de la economía productiva, la «economía real», y la economía financiera. Este desacoplamiento en la esfera económica, ha permitido un desacoplamiento en la esfera social nunca vista antes en la historia del mundo entre los ricos y los pobres, entre quienes se ha instituido un abismo infranqueable, severamente custodiado por las hordas neofascistas que imponen globalmente una política basada en el control y la represión social como jamás habíamos experimentado.

Frente a este poscapitalismo neofascista, Varoufakis propuso su alternativa progresista, basada, en primer lugar, en el desmantelamiento del «mercado de trabajo», donde se encuentra, como señaló Marx hace siglo y medio, el talón de Aquiles del capitalismo.

La internacional progresista

Frente a la «Internacional neofascista» que promueve la derecha neoconservadora, y que los «neoliberales progresistas» alientan con su chantaje basado en su ataque concertado a los «populismos de izquierda» y los espectros de Marx, Naomi Klein intentó explicitar la alternativa progresista del internacionalismo.

Frente al chauvinismo creciente, y los peligros que entraña en cualquiera de sus formas (incluso en las aparentemente insípidas reivindicaciones culturalistas), el internacionalismo no parecería exigir una defensa especialmente elaborada. Sin embargo, cuando prestamos atención al «cosmopolitismo», esa doctrina moral que acompañó a la globalización neoliberal que nos ha lanzado de cabeza a la actual crisis de la humanidad que experimentamos, necesitamos, al menos, una aclaración.

Aquí la internacional progresista, nos dice Klein, no se refiere a un entramado institucional abocado a imponer una visión de progreso fundado en una pasión civilizadora análoga a la que cultivaron los imperialismos como arma cultural y política contra los de abajo para cautivar sus voluntades. Ese progresismo, hoy encarnado por las palomas del imperio, es el que con bombo y platillo nos enfrenta a la dicotomía de la economía o la vida, y nos empuja a regresar a la normalidad.

Sin embargo, Naomi Klein nos pide que reflexionemos qué supone volver a la normalidad. El virus parece tener algo que enseñarnos, porque cada vez que desaceleramos, cada vez que restringimos nuestros hábitos de consumo y nuestro afán competitivo, el virus parece retroceder. En cambio, cuando intentamos volver a la normalidad, la reacción virulenta se vuelve mortal. En ese sentido, nos dice Klein, «volver a la normalidad es la muerte».
«Socialismo o muerte»

Chomsky, por su parte, enumeró los peligros que enfrentamos, que hoy nos amenazan con la extinción de la especie. En ese sentido, Chomsky promueve como única alternativa, un internacionalismo para frenar la creciente posibilidad de un holocausto nuclear y una extinción debido a la profundización de la crisis medioambiental.

Después de ofrecer una genealogía del neoliberalismo en la que es posible discernir, en las intervenciones de sus pioneros, von Mises y von Hayek, su estrecha vinculación con los fascismos del siglo XX, pese a la histriónica defensa de una libertad vicaria en el esfera del mercado, en cuyo altar deben sacrificarse incluso las libertades civiles y políticas si fuera necesario, Chomsky vuelve a llamar la atención de la significación de los ataques al populismo de izquierdas y al socialismo por parte de los progresistas neoliberales, como un signo de su conformidad con la deriva autoritaria que enfrentamos.

Los antidemócratas

Desde los tiempos de la antigua Grecia, los enemigos de la democracia han urdido sus ataques contra las clases populares con el fin de poner coto a los anhelos de autogobierno de las grandes mayorías. El Estado, con excepción de algunos períodos en la historia, ha sido siempre el instrumento al servicio de los anti-demócratas para poner coto a dichas aspiraciones de auto-gobierno. El poder judicial y, al menos, alguna de las cámaras legislativas, han cumplido siempre con un papel conservador, con el fin de garantizar a las clases explotadoras la ventaja institucional que necesitan para proteger sus derechos de propiedad o sus privilegios fiscales.

Aquí es donde el término república y el término democracia parten aguas. Una república aristocrática u oligárquica tiene una configuración muy diferente a la república democrática a la que aspiran las fuerzas progresistas. No se trata, simplemente de cumplir con los mandatos de la ley y el orden que imponen las instituciones, sino que esas instituciones sean justas, hayan sido democráticamente fundadas y gestionadas, y estén siempre abiertas a revisión y transformación.

En este sentido, el republicanismo procedimental no garantiza en modo alguno la expresión y administración democrática de las sociedades. Necesitamos una república genuinamente democrática, al que los republicanos anti-demócratas se resisten de manera belicosa, como demuestra, según la diplomática Alicia Castro, la utilización extensiva del Lawfare y la lucha contra la democracia en América Latina.

Lecciones del Covid-19

La pandemia ha dejado al desnudo el fracaso del sistema. En algunos lugares, como en los Estados Unidos y Europa, el Covid-19 ha hecho patente la distancia entre las «ilusorias» auto-interpretaciones del primer mundo, y la triste realidad cotidiana de pobreza, desigualdad y desprecio por la vida que anima sus políticas públicas.

Mientras tanto, en los países periféricos, como en América Latina, ha vuelto a visibilizarse la contradicción central de sus regímenes de relaciones sociales: la lucha de clase.

Después de décadas centrados exclusivamente en reivindicaciones identitarias, la exigencia impostergable de una nueva fiscalidad para «reparar» los daños causados por la pandemia y la crisis de deuda, demuestra que la división social más importante es el abismo entre los ricos y los pobres.

Las clases privilegiadas son inescrupulosas. Cualquier estrategia les vale para evitar que salgan de sus bolsillos los impuestos que los gobiernos oligárquicos y la justicia de clase les ha ahorrado durante décadas. La república puede ser un instrumento contra la democracia.

Es posible, como explicaba Aristóteles, que hoy «estemos de suerte», y la flecha que estaba a punto de alcanzarnos haya acabado en el pecho de nuestro vecino. Pero el narcisismo rampante que socava nuestras frágiles democracias no es un antídoto contra los peligros que nos acechan, sino una pócima venenosa, que nos hace más débiles, más vulnerables frente al peligro.

Como señala Naomi Klein, hoy nuestra enemiga es la normalidad que encarnan la explotación, la violencia, la pobreza lacerante, la desigualdad y la destrucción medioambiental.

La normalidad es, también, y sobre todo, el entramado institucional que es condición de posibilidad de esta realidad distópica que hoy habitamos (el sistema educativo, sanitario, laboral-empresarial, científico y tecnológico que hemos inventado para servir al capital).

Tal vez el sufrimiento y la muerte causado por el Covid-19, u otros de los muchos males que nos aquejan colectivamente, no hayan tocado a nuestra puerta. Puede que hoy estemos celebrando «estar de suerte». Sin embargo, tarde o temprano, en un planeta enfermo como el que habitamos, el mal se plantará frente a nosotros. Entonces, no servirán las excusas. 

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...