LA APROPIACIÓN

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Entre las palabras y las cosas se tienden hilos invisibles. Cuando estos hilos se cortan, las palabras se convierten en sonidos incomprensibles y las cosas en presencias espectrales.

A esos espectros, que son las cosas para las que ya no tenemos palabras, nos las llevamos por delante en nuestro trato cotidiano con el mundo. Las experimentamos externamente como embates, sacudidas, atropellos, desencuentros, violencias e injusticias incomprensibles e irracionales. Dentro nuestro, son explosiones emocionales, paranoias, pulsiones irrefrenables y fantasías desbocadas.

Entre las sombras que habitan en el interior de las cuevas subjetivas, y los desencuentros, las violencias e injusticias que se reflejan en el mundo, existen vasos comunicantes que debemos descubrir y descifrar si queremos vivir bajo la guía auténtica de la razón.

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Entre la esfera privada, en la que se despliegan y articulan las relaciones personales y tienen lugar las escenas íntimas que protagonizan los seres humanos frente a sí mismos y frente a sus congéneres, con toda la panoplia de promiscuidades, dominaciones, explotaciones, abusos y violencias criminales, y la esfera pública, donde se escenifican los entendimientos, los consensos, los antagonismos e incluso las guerras abiertas por el poder y la hegemonía en los ámbitos de la cultura, la economía y la política, con toda la variopinta colección de corrupciones, extorsiones, manipulaciones y tergiversaciones, existen también continuidades y correspondencias innegables.

La figura de un individuo desdoblado, que es justo y bondadoso en el hogar, aunque sea un agente frío, cruel, ventajista, calculador e inescrupuloso en el espacio público, es una ficción literaria o un caso tipológico para el tratamiento psiquiátrico o psicoanalítico.

La conducta psicótica, pese a estar cada vez más extendida, debido a la profundización de la alienación que producen las sociedades neoliberalizadas con sus demandantes exigencias de competencia y teatralización caricaturesca de porfolios personales, y con todo lo que ello supone en términos de escisiones cognitivas y desequilibrios afectivos de la personalidad, continúa siendo una experiencia patológica, y no un dato ontológico de la condición humana (lo que somos «verdaderamente»).

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Existe, por lo tanto, una coherencia ineludible, que la cosmética de la civilidad, los protocolos que impone la socialización de los comportamientos, no pueden evitar.

La tergiversación, el engaño, la corrupción y el crimen cometidos en la esfera pública dejan su rastro indeleble en la vida privada de las personas que perpetran cotidianamente esos crímenes.


El desprecio y la humillación que ejercitan estos agentes de las ideologías de clase, los supremacistas de género, raciales o étnicos, tienen su traducción en el seno de las familias, y tarde o temprano se revelan en el corazón de las relaciones más íntimas. Si se es corrupto, mentiroso, oportunista e inescrupuloso como gerente, funcionario, periodista o político, nuestras relaciones personales estarán también marcadas por infidelidades, deslealtades, manipulaciones y violencias análogas.

La bondad y la maldad, cuando se adjetivan sobre una vida, no se predican de un fragmento de ella, sino de la totalidad. O como nos recuerda Aristóteles: «Una golondrina no hace la primavera», ni a una vida buena unos cuantos actos aparentemente virtuosos, sino el «hábito en la virtud» que se cultiva en todas las esferas (privada, económica, política y ecológica) de esa vida y a lo largo del tiempo.

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Hoy Argentina es, en muchos sentidos, un país agonizante sobre el cual, y a expensa de las mayorías, las élites políticas y económicas se disputan, en el marco de una guerra neoimperial, su apropiación. Un escenario de estas características da lugar a la putrefacción generalizada de los comportamientos públicos y privados.

Los D’Alessio, Stornelli, Bonadio, Durán Barba y compañía - los agentes que operan sobre este cuerpo agonizante en nombre de «valores» de manifiesta ambigüedad - infectan la vida pública en todas las esferas, desbordando en el espacio social su estilo de opereta permanente que convierte en sentido común la irracionalidad emocional y la lucha despiadada por el poder. 


Las violencias sutiles y burdas, los escraches y la difamación, las «fake news» y la tergiversación lisa y llana, la persecución mediática y jurídica, o el ostracismo puro y duro, son la marca de agua sobre la que escriben sus guiones, al tiempo que se presentan a sí mismos como encarnación de una «ética de la vida» que, pese a dignificarla en sus extremos, la desprecia en toda su extensión y continuidad, y una racionalidad que, pese a su habilidad instrumental, resulta estéril para el entendimiento mutuo. 

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En la muy imperfecta organización democrática de la sociedad que habitamos, en la que el poder mediático y las estructuras institucionales juegan en nuestra contra, la decisión de creer o no creer en la realidad que nos proponen estos agentes, no por caricaturescos menos dañinos, corre por nuestra cuenta y cargo. 


Un hilo invisible se tiende, entonces, entre los delitos cometidos en la calle y en la intimidad de los hogares, y los crímenes cometidos por quienes hoy inciden de manera notoria en el destino del país y la sociedad en su conjunto. 

Para los primeros, los delincuentes comunes, una parte creciente de la sociedad pide, impiadosa y abiertamente, «mano dura». Para los segundos, los operadores y figuras públicas que promueven «la ley de la selva», en cambio, la impunidad parece asegurada, en parte gracias a la hábil manipulación de los corazones y las mentes impuesta como cultura contrahegemónica en esta fase regresiva en la larga historia de la lucha de clases y por el reconocimiento, y la indiferencia, pasividad e impotencia de una sociedad conmocionada por el sufrimiento al que se enfrenta.

¿MUROS O PUENTES?


A diferencia de lo que ocurre en Europa, donde la injerencia en Venezuela por parte del bloque geopolítico formado por Trump y varios países de la UE está decidida - sin reflexión mediante, y pese a las consecuencias sangrientas que supone - en América Latina es una línea roja que divide las aguas, y pone blanco sobre negro acerca del posicionamiento ideológico y geopolítico en pugna en la región.

Eduardo Valdés es el más fiel intérprete del Papa Francisco en la política argentina. En una entrevista televisiva, ante la pregunta del periodista Alejandro Bercovich sobre la situación en Venezuela y la posibilidad de que el Papa Francisco participe como mediador en una mesa de diálogo entre las partes en conflicto, Valdés ofreció caracterizaciones relevantes que pueden extrapolarse para entender las alternativas que tenemos a nivel global.

Recordemos, nos dice Valdés, que el Papa Francisco fue el «co-autor», en su todavía breve pontificado, de tres importantes hazañas diplomáticas: (1) las negociaciones de paz en Colombia; (2) el deshielo de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba; y (3) el acuerdo de París en base al cambio climático.

El restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba en la era Obama fue celebrado como un éxito por la comunidad internacional. 


De igual manera, el acuerdo de París, pese a sus evidentes imperfecciones, abrió  una ventana de esperanza después del fiasco de Copenhaguen. Ambas iniciativas fueron sepultadas por Donald Trump. 

Con respecto a la apuesta por la paz en América Latina que el caso colombiano pareció consolidar, ahora se ve seriamente amenazada por la agresiva agenda intervencionista de Trump y sus socios europeos. Las perspectivas, de continuar esta deriva, no son auspiciosas: una guerra civil, e incluso, a falta de contención, la posibilidad de una intervención multinacional que involucre a fuerzas militares de Estados Unidos, Colombia, Brasil (y, quién sabe, quizá incluso Argentina, si el presidente Macri continúa en funciones).

Estas tres «hazañas diplomáticas» se ven hoy opacadas por el restablecimiento de la lógica de la guerra fría, las exigencias de un «nuevo imperialismo», en una etapa de crisis del capitalismo que exige un nuevo ciclo de acumulación por «desposesión» para superar los límites inherentes a la mera explotación en el seno de las sociedades centrales.

En este contexto, la apuesta de Francisco sigue siendo consistente. Valdés la define del siguiente modo: «a la construcción de muros, hay que enfrentarse construyendo puentes».

Hace tiempo que la Europa que hoy justifica una intervención en Venezuela en términos humanitarios renunció a los puentes a favor de los muros. La catástrofe humanitaria a la que debería responder esta Europa está viviéndose en sus propias fronteras. Y es fruto también de su propia política belicista y su intransigencia geopolítica. Esta crisis humanitaria es infinitamente más preocupante que la que acontece en Venezuela. 

¿Cuál ha sido la solución europea? Blindar las fronteras, levantar muros (como hace el mismísimo Trump), enviar buques de guerra a las costas africanas y el medio oriente para contener el flujo de embarcaciones que se lanzan al Mediterráneo en busca de sus costas, y otorgar a sus socios periféricos las prerrogativas represivas que no puede acometer impunemente en su propio territorio contra las masas de migrantes y refugiados que se hacinan en sus campos vigilados.

El caso de España es especialmente revelador. En el mismo momento en el cual el gobierno de Sánchez reconoce a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela y propone ayudas humanitarias para palear las precarias condiciones de la crisis, el gobierno español bloquea las actividades de rescate que realizan las ONGs dedicadas a salvar vidas en el Mediterráneo, en clara continuidad con la opción elegida por la UE frente a su propia crisis humanitaria: «los muros».

Visto desde esta perspectiva, la pretensión de la UE de ser una alternativa al racismo belicista de Trump no es más que una pose vacía. La UE es Trump. Eso sí, con otros modales.

LA VIEJA EUROPA OPTA POR LA CIRUGÍA ESTÉTICA


Seis gobiernos europeos reconocerán hoy a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela. Entre ellos, el que preside Pedro Sánchez, quien llegó al poder a través del apoyo parlamentario de los opositores de Mariano Rajoy.

Detrás del reconocimiento de Guaidó se abre un abanico de incógnitas. La situación de Venezuela es de una inestabilidad evidente, y los antecedentes de los cambios de régimen en Siria y Libia patrocinados por Estados Unidos y la Unión Europea no auguran nada bueno, excepto para los «inversores», por supuesto.

Donald Trump quiere recuperar la región a cualquier costo. «Todas las opciones están sobre la mesa» - declaran sus funcionarios de primera línea. Y los gobiernos europeos, que en el pasado reciente (recordémoslo) denostaban el advenimiento de Trump, su racismo manifiesto, y su prepotencia diplomática, hacen fila para cumplir con su mandato.

No se trata de un movimiento aislado por parte de los Estados Unidos, sino de una estrategia global que empieza poco a poco a dibujarse con claridad frente a nuestros ojos. A pocas horas del reconocimiento europeo de Guaidó como presidente interino de Venezuela (todo un triunfo de la «diplomacia anti-diplomática» de Trump), el gobierno estadounidense anunció que desplegará en Iraq el dispositivo de control sobre Oriente medio, con los ojos puestos sobre Irán (otra de las patas del «eje del mal»). De este modo, la continuidad de la política exterior estadounidense queda ratificada. No importa cuán diferentes puedan ser los estilos y talantes de sus presidentes en la superficie de sus comportamientos, los Estados Unidos no renuncian a su vocación imperial.

La campaña humanitaria que proyectan los Estados Unidos en territorio venezolano se financiarán con los fondos «incautados» por el gobierno estadounidense a Venezuela, y como ocurrió con Iraq y con Libia, los juristas internacionales preparan ya los papeles para asegurar que los Estados Unidos controlen el petróleo tan codiciado y el resto de los abundantes recursos materiales del pueblo venezolano, a cambio de la liberación en marcha.

Un conflicto bélico en Venezuela no parece preocupar a los gobiernos europeos. Los esfuerzos por una mesa de diálogo que permita una salida alternativa a la crisis no ha merecido consideración alguna, pese a la disposición reiterada del gobierno de Maduro que ha llamado una y otra vez a algún tipo de conciliación, y pese a los buenos auspicios del Papa Francisco (el «Papa populista» o «peronista»- dicen algunos) por evitar el derramamiento de sangre y condenar la agresión imperial. Hace unas semanas, Francisco se refirió en Panamá a aquellos que pretenden volver a convertir la «Patria Grande» en el «patio trasero» de los Estados Unidos renovando la vigencia de la doctrina Monroe.

La prensa europea ha hecho sus deberes. La opinión pública ya tiene su «monstruo». Está convencida que la tragedia que se avecina tienen un único y exclusivo responsable: el presidente Maduro, el actual líder de la Revolución Bolivariana, embanderada tras el espectro de Hugo Chávez.

En las últimas horas, en una entrevista concedida al periodista catalán Jordi Évole, el presidente Maduro nos recordó la suerte de Saddam Hussein, ahorcado en Irán. Sabiéndose acarrolado y con la soga al cuello, repetía: «No nos rendiremos». «El pueblo venezolano no se rendirá».


La historia vuelve a repetirse. Como en otras ocasiones en el pasado, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas vuelve a reunirse para representar su pantomima habitual. La semana pasada, por petición de los Estados Unidos, y ante la indignación de la delegación rusa, el gobierno de Trump informó a la comunidad internacional su decisión de actuar con firmeza ante el «enemigo común de la humanidad» que es el dictador Nicolás Maduro. También recordó al mundo cuál es el criterio que utiliza para distinguir entre aquellos que «están con nosotros» (y aceptan sin chistar «nuestras decisiones») y aquellos que «están contra nosotros» (y tienen el tupé de «criticarnos»). Fiel a la venerable tradición excepcionalista de los Estados Unidos, el enviado de Washington en la ONU defendió en el seno del organismo multilateral el derecho unilateral de su país a cumplir con su rol de soberano global.  


El pretexto (como ocurrió con Bosnia, Iraq, Afganistán, Somalia, Siria, Libia, y en tantos otros escenarios) es la defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos. La verdadera razón, sin embargo, es la protección de los intereses de clase. 

Frente a estas agresiones al derecho internacional, Europa solía, no hace mucho, alzar débilmente su voz. Hoy permanece trémula y dividida. La «vieja Europa», que en en el pasado reciente se enfrentaba retóricamente a la prepotencia estadounidense, se presenta hoy «rejuvenecida», «aggiornada», gracias a la cirugía estética a la que ha sido sometida. El problema es que sus políticas neoliberales, su crisis institucional terminal y su creciente inclinación a responder contra el espíritu de su imaginaria constitución progresista, la han dejado más escuálida y más patética que nunca antes en su historia reciente. 

RAZÓN HUMANITARIA, DERECHOS HUMANOS Y NUEVO IMPERIALISMO


Estados Unidos y Gran Bretaña han bloqueado el acceso al gobierno de Maduro a sus depósitos soberanos. El bloqueo está en continuidad con una larga política de boicot a los gobiernos de Chávez y Maduro que se ha extendido durante las últimas décadas con el propósito de socavar su legitimación democrática y forzar un cambio de régimen. 


El antecedente del golpe de estado perpetrado en 2002 puso en evidencia que tanto la Unión Europea como los Estados Unidos están dispuestos a quebrar el orden constitucional venezolano para asegurar sus respectivos intereses en la región. Tanto Estados Unidos como España, en aquel momento presidida por José María Aznar, se apresuraron a reconocer a los líderes del golpe como legítimos gobernantes de Venezuela, en detrimento de Hugo Chávez, quien había accedido al poder a través de las urnas.

La prensa internacional informa hoy que los Estados Unidos inician un programa de «ayuda humanitaria» en el contexto de su compromiso con los «derechos humanos». Las agencias, organismos y organizaciones internacionales, en su inmensa mayoría, hacen oídos sordos a la utilización cínica que la administración Trump hace de la «retórica» que justifica su existencia. En Europa, la prensa oficial mira para otro lado, pese a que se trata de una flagrante violación al orden internacional que solo puede entenderse como un movimiento estratégico estadounidense y europeo en la nueva Guerra fría que impone el actual desequilibrio geopolítico en el mundo.

Los intelectuales europeos hacen silencio, como era de esperar. La disciplina neoliberal sirve como afilado mecanismo de autocensura.  Todos saben lo que debe y puede decirse para seguir chupando de la teta burocrático-corporativa que les da de comer. Nadie quiere saber nada con la Venezuela real en esta época de reflujo restaurador. 


En este contexto, el triunfo de la derecha española (y europea) sobre el imaginario internacional que cautiva a sus ciudadanos le asegura a la ideología imperante una larga vida, incluso si adopta las siglas del progresismo liberal. Cualquier referencia a políticas democráticas radicales (léase «populistas») están llamadas a ser quemadas en la hoguera de lo políticamente correcto.

Aunque las operaciones contra Venezuela son copia fiel de otras desplegadas en Oriente medio por Bush y Obama (estrategias que costaron la vida a millones de seres humanos, dejando tras de sí un reguero de refugiados que llegan a las costas europeas como cadáveres o desechos humanos, o inundan los campos de refugiados en la periferia de la Unión), solo un aceitado programa de desinformación puede hacer creer a los europeos y norteamericanos que se justifican medidas preventivas como las que en este momento están sobre la mesa.

El capitalismo neoliberal, como todas las formas del capitalismo, vive de las crisis, porque es en las crisis donde manufactura las circunstancias que le permiten reeditar ritualmente los sacrificios que supusieron su acumulación originaria en forma de «acumulación por desposesión». Las crisis en la periferia sistemáticamente se presentan en forma de conflictos bélicos, o se imponen como crisis humanitarias, para facilitar nuevas formas de expropiación y explotación.

En el pasado, este tipo de estrategias se realizaban secretamente, o permanecían ocultras gracias a los presupuestos racistas que justificaban el saqueo. Hoy, las sociedades estadounidense y europea asumen estas prácticas que se realizan «a plena luz del día» y con arbitrariedad evidente, porque han acabado por fin de comprender que su bienestar depende exclusivamente de esas prácticas de expropiación concertada en la periferia. 


La nueva derecha ha producido una alquimia en el corazón de Europa, y ha vencido por fin los almidonados resquemores de los liberales progresistas. Lo único que cuenta es ganar: cueste lo que cueste.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...