RATTAZZI Y EL TONTO DE OLIVOS


Sobre el COVID-19 y la doctrina del shock

Cada país manifiesta sus propios síntomas culturales cuando le toca enfrentarse a la pandemia. En las últimas entradas he hablado de España, en donde, junto con Italia, el COVID-19 se está cebando de manera agresiva con los ancianos.

Algunos epidemiólogos e infectólogos, como Oriol Mitjà, han sido contundentes. La epidemia podría haberse evitado, pero la falta de previsión está haciendo estragos. A esta hora, las proyecciones son preocupantes. Los casos confirmados ascienden a casi 12.000, pero no hay dispositivos disponibles para realizar pruebas masivas a la población, por lo que, se calcula, deben haber cerca de 100.000 infectados bajo la punta del iceberg. Mientras tanto, las UCIs del país se preparan para recibir una oleada de casos graves, con escasez de recursos y personal. La sanidad española está reclutando residentes y estudiantes. 


En este escenario de catástrofe, no faltan los darwinistas sociales que reclaman que los Estados dejen de intervenir y permitan que la «mano invisible» de la biología descarte a los más débiles y el resto continúe con sus vidas normalmente. En Linkedln, la plataforma laboral corporativa, he leído a numerosos usuarios defendiendo la política de Boris Johnson de permitir que el virus campe a sus anchas con argumentos análogos: el remedio es peor que la enfermedad, «la sensatez consiste en permitir la autorregulación económica y sanitaria». Neoliberalismo a tope.

La posición no es minoritaria. Son muchos los que creen, pese a las advertencias de la mayoría de los expertos de que lo que estamos viendo está lejos de ser el climax de la epidemia, que la reacción social es exagerada, y muchos otros los que ven en la ingeniería social diseñada por los gobiernos en todo el globo signos de una voluntad política autoritaria.

Indudablemente, el COVID-19 nos enfrenta a cuestiones de este tipo: (1) ¿qué relación existe entre la realidad, lo imaginario y lo ficticio de la pandemia?; o (2) ¿No son las prácticas de control de seguridad, territorio, población, como dice Foucault, una prueba de la dimensión biopolítica de la crisis?



Por otro lado, acecha el peligro de que la retórica estatal y los paquetes de medidas que comienzan a articularse para paliar la crisis en el terreno económico y social muestren otra vez la asimetría oligárquica que ha prevalecido en las últimas décadas en el mundo y la crisis se convierta en otra oportunidad para el saqueo de lo común. 

A estas horas, sin embargo, el gobierno de Pedro Sánchez en España, está lanzando un «programa de reconstrucción» que podría suponer un golpe sustantivo a la ortodoxia neoliberal en el país. Veremos qué pasa. Mientras tanto, en Argentina, el gobierno de Alberto Fernández abandona definitivamente cualquier miramiento hacia las obsesivas exigencias heredadas de intransigencia fiscal, pone en cuarentena la discusión sobre la deuda, y se embarca en un programa de inversión social de gran envergadura que pone nuevamente la agenda «keynesiana» en el orden del día. 

Sin embargo, más allá de todas estas cuestiones concretas relativas al COVID-19 que hemos de enfrentar con urgencia para evitar que el estado de shock se convierta en otra ocasión de vampirismo capitalista, tenemos que enfrentar la retórica cultural que nutre los imaginarios sociales neoliberales en los que (1) la pseudo-ciencia de la economía ortodoxa, esa extraña combinación de ética hiper-individualista y neoconservadurismo, (2) la meritocracia corporativa y (3) el darwinismo social que asoma la nariz promoviendo exclusiones masivas y eugenesia social en cada crisis, obstaculizan una política que ponga fin al ajuste y reemprenda un modelo económico inclusivo.

Rattazzi

Cristiano Rattazzi es un personaje conocido en la Argentina. Bufonesco y obcecado en su ideología, el presidente de la FCA Automóviles Argentina es la cara más visible y «resistente» del empresariado macrista en los medios y de los patoteros mediáticos que le hacen coro. 

Defiende a capa y espada, pese a la evidencia que supone la catástrofe económica y social que vive el país, y el endeudamiento astronómico que constriñe los horizontes de crecimiento futuro creado por la negligencia «cambiemita», las medidas promovidas por el anterior gobierno, respondiendo a las denuncias de corrupción sistemática que acechan judicialmente a la mayor parte de los funcionarios de la coalición PRO-Cambiemos con la excusa de una «legalidad» construida a base de testaferros y triquiñuelas jurídicas de escasa o nula moralidad.

En su alegato contra el gobierno de Alberto Fernández, Rattazzi exige compensaciones para sus empresas, al tiempo que patalea por la «montaña» de impuestos que pesan sobre las mismas. En un caso evidente de falta de lógica formal, los silogismos de Rattazzi, como los datos arbitrarios a los que se refiere para defender sus tesis, ni siquiera son dignos de refutación, especialmente cuando sus afirmaciones ya han sido rebatidas en numerosas ocasiones por los especialistas
. Él insiste en esgrimir sus argumentos en todos los foros a los que se lo convoca invocando datos falsos, estadísticas revueltas y fraudulentas, y afirmando axiomas alejados de cualquier criterio moral sustantivo.

Sin embargo, para Rattazzi, el coronavirus también es una oportunidad. El problema es que él cree, como en la crisis del 2008, que la pandemia tiene que servir al capital para imponer otro ciclo de autoexpansión basado en la sobreexplotación y la profundización del ajuste. 


Para el empresario, el COVID-19 tiene que traducirse en una bajada de impuestos a los más ricos entre los ricos, la eliminación de subsidios, recorte en el gasto social, todo esto - nos dice - para emprender una transformación épica del país que permita «a la gente (finalmente) ganar plata haciendo cosas útiles, para ellos y el país». Por ese motivo celebra al coronavirus concibiéndolos como un momento excepcional para hacer las cosas de un modo diferente, «porque así - sentencia - no vamos a ningún lado». 

Cara oscura del shock, Rattazzi vuelve a insistir con el vetusto discurso del cambio que propusieron en su momento Macri y sus aliados, el cual, al traducirse en medidas concretas, nos condujo al descalabro en el cual vive actualmente el país. 


Lo cierto es que, una y otra vez, enfrentados a las consecuencias regresivas que imponen los saqueos y la sobreexplotación que promueven los gobiernos neoliberales, la solución que se exige, de un lado y otro de la frontera ideológica, es más intervención estatal, políticas expansivas e inversión. 

La diferencia, en todo caso, es que los Rattazzi de turno que publicitan las usinas comunicacionales de la derecha económica y política del país, quieren convencernos de que la obligación de contención del Estado debe estar dirigida exclusivamente a garantizar, por medio de pingües ayudas y subsidios, a las élites empresariales y corporativas, a expensas del resto.

Y el tonto

Leí la noticia en La Vanguardia de Barcelona. Un preparador físico argentino de 40 años, quien había regresado al país de EE.UU. unos días antes, le dio una golpiza al guardia de seguridad del edificio del barrio de Olivos donde vive cuando el vigilante le reprochó que no había respetado la cuarentena.

Las imágenes de la cámara de seguridad capturaron la brutal agresión del individuo, que acabó quebrándole la nariz al guardia y enviándolo al hospital. Horas después, por iniciativa del propio ministro del Interior, la policía dio con el hombre, quien fue, primero, detenido
 y, luego, confinado en su casa bajo custodia policial, sujeto en el futuro a la condena correspondiente por los delitos de agresión y haber infringido el decreto del poder ejecutivo que exige la cuarentena obligatoria a todos los individuos llegados desde el exterior, especialmente procedentes de zonas de riesgo. 

El presidente Alberto Fernández fue contundente con el preparador físico. En una entrevista se refirió al «cheto» («pijo» en España) y aseguró que sería inflexible con todo aquel que violase la cuarentena. Concluyó:

«Estoy buscando donde vive ese señor para ir a encerrarlo personalmente, para que todos entiendan que no se puede jugar de ese modo, no se puede ser tan estúpido y no darse cuenta del riesgo en el que ponen a la gente».

Un hilo invisible se tiende entre personajes bufonescos como Rattazzi y el tonto de Olivos. Los une un desprecio similar por la vida del prójimo, y la prepotencia que les otorgan sus respectivos privilegios. Uno es millonario y el otro es musculoso. Ambos explotan su poder circunstancial despreciando los anhelos y necesidades del resto. Ambos, Rattazzi y el tonto, comparten una visión del mundo en la cual lo único que cuenta son ellos mismos.

La sociedad tendrá que decidir qué tipo de oportunidad supone la pandemia: 


1. La que nos propone Rattazzi y los neodarwinistas sociales del sálvese quien pueda, quienes exigen subvenciones y ayudas para sus empresas, al tiempo que desprecian los derechos y necesidades de los trabajadores y los millones de excluidos que el propio sistema, ineludiblemente, fábrica; 

2. O, por el contrario, la que defienden aquellos que imaginan, al decir «otro mundo es posible», una sociedad en la que no sobra absolutamente nadie.

COVID-19. OTRO MUNDO ES POSIBLE

Las pandemias no vienen solas 

Especialmente cuando se convierten, de manera imprevista, en el signo global de una crisis de legitimidad que afecta todas las esferas de la vida social, política, económica y medioambiental del planeta. Nadie está libre de culpas en este trance. Aqueos y troyanos en cada región del globo se echan los trastos a la cabeza inculpando a sus enemigos de los males que nos aquejan a todos.


El COVID-19, como me dijo un amigo, es democrático. No reconoce identidades superficiales. Sin embargo, las condiciones materiales y formales con las cuales enfrentamos este y otros desafíos, no tiene nada de democrático, especialmente si pensamos la democracia, no solo como el reino de la libertad, sino también como el reino de la igualdad. Me quedo entonces con el pertinente análisis de Etienne Balibar, quien define el anhelo genuino de la democracia como empecinamiento fraterno por construir el «reino de la igualibertad». No hay libertad sin igualdad, como no hay igualdad sin libertad. Ese es el desafío al que debemos rendir nuestros esfuerzos.

El reino y la gloria


En España, el Estado de derecho tiembla. La aplicación de medidas extraordinarias para enfrentar la expansión de los contagios en todo el territorio coincide con el terremoto político en la casa real. Felipe VI renuncia simbólicamente a su herencia, y «despoja» a su padre de las asignaciones que por ley le corresponden como monarca emérito.


La jugada mediática tiene tela. En pleno ascenso de la crisis sanitaria, con casi una decena de miles de infectados, y casi medio millar de víctimas mortales, la noticia no puede más que diluirse. La estafa sistemática de Juan Carlos de Borbón durante su reinado, nos enfrenta al dilema «Madoff», ¿es posible que Felipe y el resto de la familia real no supiera nada del entramado solitario utilizado por el monarca emérito para recibir fondos sospechosos de Arabia Saudita? Todos los datos apuntan a que esto no es así, y existen documentos que incriminan al actual monarca. 

Sin embargo, esta no es la cuestión en la que quiero detenerme.

Madoff y compañía


Ayer por la noche volví a ver la película 
«The Wizard of Lies»,  protagonizada por Robert De Niro y Michel Pfeiffer, basada en la historia de Bernard Madoff, fundador de un fondo de inversiones en Wall Street. 

Madoff, como la mayoría de ustedes recordarán, fue un reputado financista, además de un reconocido filántropo, que en 2008 se convirtió en noticia global cuando se descubrió que durante 16 años había defraudado a sus clientes con la más extensa pirámide financiera de la historia. Madoff acabó en la cárcel, condenado a 150 años de prisión por una estafa de decenas de miles de millones de dólares perpetrada contra cientos de sus clientes.

Ahora bien, la película no trata únicamente sobre Madoff, sino también sobre los principios o valores básicos sobre el cual se basa el capitalismo: (1) la propiedad privada; y (2) la sacralidad de los contratos. No hay duda que Madoff fue un estafador, además de un padre irresponsable, un tramposo, pero también es cierto, como el propio Madoff expresa en su alegato frente a la periodista que lo entrevista a lo largo de la película, que la responsabilidad por lo ocurrido es compartida. Después de todo, quienes fueron afectados por sus actos ilegales apostaban a inversiones de alto riesgo, sobre las cuales, nos dice, nadie quería saber detalles.  


En una de las escenas, una de las empleadas de Madoff interrogada por la fiscalía cuenta, con cierta admiración, que mientras la gente contemplaba atónita las imágenes del derrumbe de las Torres Gemelas en la televisión durante el 11S,  Madoff seguía trabajando en su despacho. Era un trabajador incansable, buscando obsesivamente oportunidades para convencer a sus clientes que pusieran sus fortunas en sus manos. Podemos imaginar en qué honorables causas estas buenas personas invertían su dinero: ¿la industria de armamento
? ¿Bonos basura? ¿Reestructuraciones corporativas? ¿Obra pública corrupta en países periféricos? ¿Fondos buitres para esquilmar las economías más dependientes? ¿Desposesión criminal de poblaciones bajo el efecto de un shock traumático?

Pero nada de eso aparece en la película. Solo una referencia vaga a la codicia de los inversores, y un alegato a favor de la familia de Madoff, su pobre e inocente mujer, y sus pobres e inocentes hijos, quienes defienden su inocencia frente a los ataques «desalmados» de los afectados por la estafa que no entienden que su único pecado fue la ignorancia. 


Cuando la película llega a su fin, uno acaba preguntándose: ¿no es acaso la ignorancia, en ciertas circunstancias, moralmente reprochable?

Guerra de trincheras


Mientras los enfermos siguen llenando los hospitales, y nos llegan las primeras imágenes de una Italia desconocida, donde en barracones se acumulan enfermos, y en la que los familiares ya no pueden despedir a sus muertos, en España la confrontación política acapara una parte importante de la agenda periodística y enciende a los grupos de fanáticos, enfebrecidos cada uno bajo sus estandartes y fobias.

Hace unos años tuve un sueño que cambió mi manera de estar en el mundo. Era muy joven, viajaba por Asia desde hacía varios años, y acababa de entrar en contacto con las enseñanzas budistas a través del Dalai Lama, quien impartía en su templo, en McLeod Ganj, un comentario oral sobre el Ratnavali de Nagarjuna. 


Después de varios días escuchándolo, ocurrió en mis sueños lo siguiente. Viajaba en un barco de pasajeros. No era un crucero, sino uno de esos barcos que tanto había utilizado los años anteriores para moverme entre las islas de Indonesia, barcos en los que caben varios miles de viajeros. Yo estaba en la cubierta, paseando entre la gente, cuando empezamos a escuchar gritos que venían de la popa. Vi que la gente se agolpaba frente a una mesa y se peleaba por firmar un libro de gran tamaño. Por algún motivo, parecía imperativo que todos estampáramos nuestro nombre en el gran libro de abordo. Pero, ¿qué estaba pasando? Alguien me dijo que habían anunciado el hundimiento próximo de la nave y la imposibilidad de nuestro salvataje, todos moriríamos en cuestión de horas. En aquel momento, como el resto de los pasajeros, me lancé como un idiota a la batalla por abrirme camino y estampar mi firma en el libro. Pero, de pronto, mientras empujaba y golpeaba a mis vecinos intentando avanzar hacia la meta que me había propuesto (el libro), atisbé un grupo de monjes budistas sentados pacíficamente a cierta distancia, contemplándonos compasivamente. De inmediato comprendí el absurdo de mi comportamiento.

Una oportunidad única

El COVID-19 está poniendo a la vista todas nuestras limitaciones, y nos está ofreciendo la oportunidad de hacer un cambio radical en nuestras vidas individuales y colectivas. De pronto, el mundo se detiene. Lo que parecía impensable, utópico en el mal sentido del término, de repente es una realidad. Podemos, con los costos que sean, obligar a la economía a frenar su actividad para enfrentar una catástrofe. De pronto, sin previo aviso, los ciudadanos están dispuestos a cambiar sus costumbres, reducir sus movimientos, modificar sus hábitos de consumo, limitar sus movimientos, e imaginar nuevas formas de relación social. De pronto, los gobiernos pueden poner límites a los sacrosantos valores del capitalismo, y obligar al capital privado a ponerse al servicio del bien común. De pronto, lo que nos decían que era imposible, «cambiar radicalmente», resulta una posibilidad cierta y probada empíricamente. Lo que ayer era una ingenuidad, hoy es un hecho.

Vivimos una época que algunos de nosotros consideramos «terminal». Como nos recuerda Nancy Fraser, «lo viejo está muriendo, pero lo nuevo aún no puede nacer». Pero, ahora, es también una época de esperanza. Ningún objetivo es descabellado.

Hace unos años, sentado con unos amigos en un bar, mirábamos la final de la Copa del Mundo (2006) cuando se me ocurrió la siguiente idea al saber del número de personas que globalmente estaban mirando el partido en aquel momento: más de mil millones de personas. No solo había mil millones de personas que estaban mirando el partido de fútbol. Sino que, además, durante esos 90 minutos, mil millones de personas estaban dibujando mentalmente el mismo diagrama diacrónico siguiendo el recorrido de una pelota de fútbol. La energía psíquica de mil millones de personas concentrada de ese modo en un único objeto era tremendamente significativa. No pude eludir la analogía con la energía nuclear. La manipulación del átomo y la manipulación de las consciencias era capaz de producir una fuerza descomunal que era transformada instantáneamente en capital.

Contra el ruido y la furia

Pero, ¿qué podríamos hacer si fuéramos capaces de cambiar el objeto de nuestra atención, si pudiéramos modificar las intenciones y propósitos en nuestras mentes?

Este momento nos ofrece esta oportunidad. Los obstáculos son los de siempre. Las distracciones de la política superficial, los lobbies que representan los intereses particulares de las élites mundiales, siempre a la pesca de ventajas para expandir su ámbito de privilegios y el entretenimiento perpetuo.

En cada región y en cada Estado, la crisis se utiliza con fines estrechos. Hemos visto como los Estados Unidos lo utilizaba para ampliar su guerra comercial, primero contra China, y luego contra la Europa de la Unión. En el seno de la Unión, los países del norte han abandonado la solidaridad comunitaria y han vuelto a resolver los problemas comunes de manera particular, abandonando primero a Italia a su suerte, y luego poniendo límites a las medidas del ejecutivo español. En Catalunya y en Euskadi, los líderes políticos, enzarzados en sus propias luchas intestinas, intra-territoriales, no han podido eludir el papelón del enfrentamiento retórico contra el Estado, indiferentes a la realidad porosa, mestiza, interdependiente de los territorios afectados por la crisis.

Ahora bien, si hacemos oídos sordos al barullo mediático, a los enfrentamientos retóricos en las redes sociales, al oportunismo que impera entre quienes tuvieron que prever en primer lugar las consecuencias de la crisis y luego protegernos delegadamente frente a ella, podremos escuchar otro clamor, silencioso, pero omnipresente, que nos dice que no queremos seguir así, que no queremos que el mundo vuelva a ser lo que fue antes de la crisis. Queremos otro mundo, y ese otro mundo, ahora la sabemos, es posible. Está en nuestras manos. Solo hace falta que perseveremos y pongamos contra las cuerdas a quienes pretenden mantener sus privilegios.

La oportunidad

Después de la Segunda Guerra Mundial, los pueblos del mundo exigieron un cambio radical. En los Estados Unidos, Europa y muchos otros lugares del planeta, vivimos treinta años de bonanza económica y social. Pese a la Guerra Fría, sabíamos que la desigualdad era un pecado, y que el desarrollo de todos los pueblos del mundo era un imperativo. Fuimos capaces de imponer nuestras condiciones a la luz del fracaso que habían supuesto, primero, la crisis del 29 y todo lo que trajo consigo, el sufrimiento indecible de las clases populares y la tristeza infinita que invadió el mundo entero después de décadas de loca irresponsabilidad, y segundo, una Guerra fratricida que dejó cincuenta millones de muertos.

Venimos de la crisis del 2008, que supuso un timo fenomenal. El robo a plena luz del día de la riqueza colectiva de la humanidad, una transferencia inconmensurable de recursos económicos y financieros a la banca y las corporaciones privadas. Ese timo es el que está detrás de la última fase de desguace de los Estados de bienestar en las «sociedades centrales», y el derrumbe de los proyectos emancipadores en los Estados periféricos emergentes, conduciendo a miles de millones de personas a la exclusión y a la precariedad, dejándolas en manos de mecanismos perversos de explotación y expropiación.

El COVID-19 ha dejado a la vista las vergüenzas del sistema. Como en 1945, tenemos que asegurarnos un ciclo de bienestar futuro que no esté basado en la perversa ilusión del crecimiento ilimitado, la ganancia exclusiva de minorías oligárquicas, y la acumulación fetichista. Necesitamos una nueva economía, una nueva sociedad, una nueva política, basada, como dice el filósofo Enrique Dussel, en el principio vida, el principio crítico último de todo sistema económico y político éticamente responsable, que exige (1) la preservación de la vida, y (2) la promoción de la vida buena, la igualibertad, para todas y para todos.


LECCIONES DEL COVID-19

Dónde estamos

Quiero darle otra vuelta de tuerca al argumento que empecé a desarrollar en mi entrada anterior. Ahora tenemos tiempo para pensar qué hemos hecho y por qué estamos donde estamos. La fotografía es bastante deprimente. Y no me refiero al confinamiento, sino al caos reinante.


Hace unas horas bajé a comprar unas frutas y unos vegetales. La encargada estaba protestando por la actitud de muchos de los clientes que habían, literalmente, saqueado las reservas, llevándose todo lo que encontraban, pese a las advertencias del gobierno y la garantía del abastecimiento.

Ahora bien, resulta fácil, como hace hoy la prensa local, responsabilizar a los ciudadanos, y hacer un llamamiento al civismo y a la responsabilidad de los individuos. Sin embargo, hay algo que huele mal en este argumento cuando pensamos en la evolución de la crisis. No estamos hablando de un terremoto, ni de un ataque terrorista, estamos hablando de una de las crisis sanitarias más anunciadas de todos los tiempos. 

Los chinos

China anunció el comienzo de la crisis casi desde el comienzo (pese a las reiteradas denuncias en su contra por el establishment occidental, siempre en guerra abierta contra sus contrincantes geopolíticos), pero, además, se tomó en serio la crisis y logró ganar tiempo para que el resto del mundo se preparara. 

Eso fue lo que hizo China, le dio a Europa, a los Estados Unidos, y al resto del mundo, tres o cuatro semanas de ventaja. También le ofreció un laboratorio (su propia política de contención) que debería haber sido observada con cierta simpatía por parte de las autoridades occidentales, especialmente teniendo en cuenta los datos cuantitativos que nos llegaban, primero desde Wuhan, y luego del resto del territorio. 

Pero esto, como sabemos, no fue lo que ocurrió. Los europeos se dedicaron a hablar del autoritarismo chino, y se felicitaron a sí mismos por dos cosas. Primero, por la tradición democrática europea (que una vez más les permite demostrarse a sí mismos su superioridad moral sobre toda otra civilización). Y, segundo, el extraordinario sistema de salud que poseen.

Obviamente, ambos enunciados son controvertidos y discutibles, especialmente a la luz de lo que ha acabado ocurriendo y lo que puede ocurrir debido a la cadena de negligencias observadas.

La democracia europea

Comencemos por lo primero, el carácter democrático de la sociedad europea. A menos que nos refiramos a la cuestión formal, al tema de las papeletas y otras delicias del liberalismo político en su actual dispensación, no parece acertado sacar lustre a la pechera sobre esta cuestión. 

Democracia es, como suelo decir, «un nombre en disputa». No solo define la posibilidad de la ciudadanía de elegir periódicamente a sus representantes políticos, sino que se espera (y esto es lo más importante) que esos representantes políticos, esas autoridades delegadas del pueblo soberano, quieran y puedan resolver los problemas que enfrenta la ciudadanía, que estén a su servicio, y no al servicio de minorías privilegiadas. La democracia exige que las autoridades políticas electas cuenten con los instrumentos materiales y jurídicos para cumplir con el mandato popular. 

Como en otras crisis anteriores (la llamada crisis de la subprime es la primera que se nos viene a la mente) nuestros representantes políticos demuestran ser estériles. Su función es, aparentemente simbólica, y en ese sentido, están en línea de continuidad con las monarquías que colorean los territorios políticos en el mapa europeo. 

Símbolos, gestos, simulacros. En el caso concreto que nos concierne, cuando el COVID-19 se desató, no fueron los gobiernos los que lideraron los procesos, sino las grandes corporaciones que impusieron sus tiempos e iniciaron los procesos de respuesta con celeridad.

La salud pública española

Pasemos a la segunda cuestión, la aparente superioridad de la salud pública europea, específicamente española (y, por ende, catalana). 

En estos días nos hemos enterado de algo que debería habernos llamado a todos la atención. Nuestro sistema de salud puede colapsarse en cualquier momento. 

No solo no tenemos un plan de contingencia para el coronavirus. No tenemos plan de contingencia para ninguna de las amenazas que nuestros líderes políticos, nuestros funcionarios públicos, nuestros directivos de ONGs, nuestros periodistas de cabecera, diariamente utilizan en sus retóricas publicitarias o electorales. 

No estamos preparados para una catástrofe natural, por ejemplo, de esas que diariamente ocupan las pantallas de la televisión cuando quieren vendernos un escenario demoníaco basado en el cambio climático u otra distopía al uso. 

Y nuestras limitaciones son mucho mayores de lo que imaginábamos. En Madrid, capital del Estado español, un par de miles de afectados con necesidad de internación en una UCI, colapsarían el sistema. Y 10.000 infectados en todo el territorio español, ahora sabemos, es un número que hará tambalear la salud pública. 

Recordémoslo, 10.000 afectados no es un número inconmensurable. Si contamos por cada persona afectada un nombre y dos apellidos, estamos hablando de 30.000 palabras, unas 30 o 40 páginas, formato Times New Roman, tamaño 12, espaciado 1,5. Leer el nombre de todos los contagiados nos llevaría un par de horas. 

La escuela pública

Ahora pasemos a la microfísica del problema. Para ello, vuelvo a la escuela pública, donde siempre preparamos toda clase de actos a favor de toda clase de causas: la lucha contra el cambio climático, la igualdad de género;
 los derechos de refugiados y migrantes. Para demostrar nuestro «compromiso progresista» con esas causas hemos dedicado un porcentaje importante de los recursos de las familias a organizar toda clase de eventos lúdicos, artísticos y similares, con la idea de que, al hacerlo, ayudaremos a los chicos a tomar consciencia de las luchas a las que tendrán que enfrentarse en el futuro.

Pero, hete aquí que llega el COVID-19. Y lo hace con casi un mes de antelación a nuestras aulas, y uno supone que estaremos a la altura de nuestra autocomprensión. Pero nada de eso ocurre. 

Pese a toda la información recibida y la preocupación de los chicos y las chicas, en todo el tiempo de espera hasta la explosión de los contagios de manera masiva, nada hicimos para prepararnos, al menos retóricamente, para la potencial catástrofe que se avecinaba. Incluso cuando Italia entró en cuarentena, y con italianos en la escuela que podían dar cuenta de primera mano de lo que estaba ocurriendo en sus hogares en Milán o Nápoles, a ninguno de nosotros se nos ocurrió organizar un plan de choque para preparar a los niños y niñas o ayudar a las familias que lo necesitaran, a enfrentar lo que podía, casi necesariamente, ocurrir, a menos que un milagro detuviera la expansión del contagio.

Son innumerables las anécdotas que puedo relatar sobre estas semanas de silencio avergonzado por parte del personal escolar, directivos, profesores y padres. La negación fue absoluta. Como decía en la entrada anterior, cosas tan elementales como enseñar a los niños a lavarse las manos, no tocarse la cara, o dejar de utilizar servilletas de tela en el comedor, o reorganizar los cepillos de dientes, en contacto los unos con los otros para evitar contagios, se olvidaron enteramente. Incluso hubo profesores que sintieron que debían poner coto a las inquietudes de los niños que traían a colación el tema del coronavirus, como si enterrar la cabeza debajo de la arena pudiera servirnos para eludir el problema que enfrentábamos.

El rey está desnudo

Todo esto dice algo de nuestra sociedad, de nuestro fatalismo y nuestro moralismo. De alguna manera, nos entregamos atados de pies y manos al COVID-19, como nos estamos entregando atados de pies y manos a la catástrofe medioambiental o a la guerra posmoderna en la nueva geopolítica posdemocrática que estamos viviendo.

Ese fatalismo, como decía, viene acompañado de moralismo, un tipo de reacción emotivista que utiliza una retórica moral como estrategia para eludir todo tipo de responsabilidad individual y colectiva. Si al fatalismo y al moralismo sumamos el victimismo, y a esto el paternalismo de una sociedad que, al tiempo que combate el machismo, se aferra a relaciones de dependencia sistémica, el combo está servido.

¿Qué hacer?

Hace unas horas, en La Vanguardia leí una nota en la cual una de las residentes confinadas decía: «Estamos aquí encerrados, pero nadie nos dice qué es lo que tenemos que hacer». Tal vez ese sea nuestro problema, que nos hemos acostumbrado a un tipo de democracia que ha inhibido nuestra capacidad para decidir qué es lo que tenemos que hacer cuando nos enfrentamos a cosas que trascienden el funcionamiento normal de un sistema basado en la competencia y el consumo. El COVID-19 tiene mucha tela para cortar.

Las tradiciones religiosas suelen decir que una vida vivida sin consciencia de nuestra finitud acaba convirtiéndose en un desperdicio. Esto es así, tanto si creemos en algo más allá de esta vida, como si creemos que todo nos lo jugamos aquí y ahora. Lo importante es si proyectamos nuestra vida asumiendo de manera realista lo que somos, o vivimos, simplemente, porque el aire es gratis. 

Cuando sistemáticamente negamos lo que nos espera, el resultado suele ser catastrófico. Lo contrario consiste en hacer preparativos, enfrentar los desafíos inevitables. 

Sobre gestos y milagros

Es curioso que en una sociedad que, en gran parte, se ufana de su secularismo, los problemas se asuman de manera análoga al modo en el que los feligreses oran a sus dioses, esperando un milagro. La alternativa sería, por ejemplo, en vez de adorar a la naturaleza o hacer gestos de purificación ritual en forma de reciclaje u obsesión con el aire libre, modificar nuestra forma de vida. 

Pero, si no estamos dispuestos a interrumpir la cadena causal, lo cual conduce inevitablemente a una catástrofe medioambiental, lo mejor sería ser honestos, y empezar a prepararnos para lo que, eventualmente, acabará pasando. 

Tal vez no queríamos parar el país porque no estábamos dispuestos a poner en crisis la economía. Es una decisión legítima. Lo que no es comprensible es que, sabiendo lo que nos esperaba, nos hayamos puesto a rezar para que ocurriera un milagro, en vez de asumir los preparativos para enfrentar la crisis en cada uno de los hogares de una sociedad que se dice a sí misma democrática. 

Pero nuestra educación no va de esto. Al final, lo que hace es enseñarnos un sustituto de la oración con la esperanza del advenimiento providencial de un mundo sostenible. Lo que no parece enseñarnos es a vivir de otro modo, ni a prepararnos para enfrentar el precio de nuestro apego a una forma de vida que ha probado ser inconsecuente con las aspiraciones que supuestamente anhelamos realizar. 

En el espejo del «coronavirus»

El COVID-19 ha desvelado quiénes somos. No importa cómo interpretemos lo que nos está ocurriendo, si el virus es real o una construcción mediática, lo que importa es que estas sociedades democráticas y avanzadas en las que creíamos vivir, se sostienen sobre pies de arena.

El caso de Catalunya es un capítulo aparte. No porque sea muy diferente a otros lugares de España, sino porque es el lugar donde vivo. 

Más allá del autobombo de cada pueblo que pretende hacer de su propia diferencia un muro infranqueable, en los últimos tiempos, no en una, sino en incontables ocasiones, hemos visto que Catalunya es hermana gemela de esa España de la que tanto quiere distinguirse. 

En este caso, como ocurrió con el gobierno central, la gestión de la crisis, retórica y administrativamente, ha sido un verdadero despropósito, y este despropósito amenaza con profundizarse si el Govern, especialmente el President Torra, no es capaz de aparcar sus obsesiones ideológicas y asumir el costo de su errores. 

Lo que ahora toca es aunar fuerzas para una pronta resolución de la crisis, teniendo en cuenta que esa resolución solo puede lograrse en el marco de un entramado institucional en el cual están engranados todos los mecanismos locales, regionales, estatales, comunitarios y globales, no solo para resolver la crisis sanitaria, sino para empezar a construir un futuro, donde, una vez más, podamos soñar con otro mundo posible.  

COVID-19. La crisis en Catalunya

«Salut» informa

Hace unas semanas, cuando se anunció la primera rueda de prensa informativa sobre la epidemia por parte de la Generalitat de Catalunya, me senté frente a la televisión a escuchar el mensaje. Cuando el responsable acabó con su torpe alocución y sus alusiones veladas a la excelencia del servicio de salud catalán, tomé la decisión: mis hijos no concurrirían más a la escuela hasta que supiéramos qué estaba pasando. Los indicios mostraban que las autoridades no parecían querer entender la gravedad del problema al que nos enfrentábamos.

Un poco de memoria

Lo primero que quiero hacer en esta nota es recordarle a la gente que el sistema de salud catalán no es ya «excelente», pese al esfuerzo de los servidores públicos que diariamente trajinan en sus hospitales, centros de atención primaria, quirófanos, laboratorios y otros servicios afines. Es un sistema que ha sido sistemáticamente vaciado, saqueado, malversado, desfinanciado por los grandes defensores de la patria catalana [1]. 

En segundo lugar, recordarles que no hace mucho, cuando la espuma independentista se convirtió en cerveza tibia, los trabajadores de la salud salieron a la calle a protestar masivamente por las condiciones de trabajo y la escasez de recursos. 

Esto es importante, porque en este país de relatos fantasiosos, todo se olvida muy pronto, y los mismos que ayer nos metieron en problemas, hoy vuelven a presentarse ante las mismas audiencias como héroes nacionales. 

Lo cierto es que, en aquel momento, escuchando al responsable de la «operación maquillaje» de la Conselleria de Salut, comprendí lo que cualquier persona con dos centímetros de memoria debería haber recordado, que las élites políticas de este país no son, en modo alguno, dignas de nuestra confianza. 

El Mobile

Todo comenzó con las absurdas quejas de tertulianos, políticos y expertos de pacotilla que desfilaron por las televisiones y radios públicas del país indignados ante el golpe al bolsillo de los catalanes que suponía la embestida contra el Mobile. Y lo decían así: «embestida», porque era un complot contra «lo nuestro». 

Recuerdo de aquellos días haber sintonizado Betevé y encontrar a dos profesoras de la universidad pública protestando con estridencia en contra del director de la Organización Mundial de la Salud por haber utilizado palabras «catastrofistas» en su alocución de aquella tarde. Decían que Tedros Adhanos, el director de la OMS, había sido un «irresponsable».

Este tipo de argumentación desinformada, pretensiosa y emocionalmente desequilibrada es habitual entre los referentes comunicacionales del país. Yo lo denomino «el efecto Rahola», una periodista catalana que ha forjado su fama encarnando vulgaridad comunicacional e indignación intolerante que le ha valido numerosos imitadores y «celebrantes» [2].

La cultura del lugar común

Atrapados entre los inexpertos habituales, la sociedad catalana recibe sistemáticamente como alimento argumentativo una «batahola» de lugares comunes, que una parte de la ciudadanía repite como mantra, acostumbrada a análisis pre-digeridos, seguidismo obsecuente, y el temor a alejarse de la normalización cultural en la que ha sido organizada.

En este contexto, me pregunto: ¿por qué confiar en estas autoridades políticas, o en el sistema de comunicación que media entre nosotros? 

La hegemonía política del independentismo ha resultado en un verdadero fracaso para Catalunya en todas las dimensiones de su vida social, política, económica e, incluso, cultural. La prensa local, y la cultura crítica del país, se ha entregado enteramente a ese fracaso, abrazándose a los responsables de este retroceso notorio que todos percibimos con tristeza dentro y fuera del país. 

En estos momentos trágicos que vivimos (y el adjetivo no es casual), en los que además de los miles de muertos y cientos de miles de enfermos, la sociedad en su conjunto experimenta la angustia de un futuro incierto, la frivolidad política y cultural del país se vuelve más evidente. 

Pongamos un ejemplo: La decisión del Govern de transformar el 061 en un número telefónico gratuito después de haberlo privatizado.

La medida se tomó esta mañana, unas horas antes de que el gobierno reconociera oficialmente lo que era, a esas horas una evidencia: se ha perdido el control de la trazabilidad del contagio, y la proyección matemática augura en los próximos días un aumento exponencial de los afectados en el territorio.

Vale la pena tomar nota del contexto. La decisión del Govern sobre la gratuidad del 061 solo ocurrió, como es habitual, como reacción. Esta vez a la siempre oportunista denuncia de Ciudadanos ante las autoridades europeas por el tratamiento negligente de la crisis. Es más que significativo que un partido tan a la derecha como el que hoy preside Arrimadas, comprometido con la aplicación sin cortapisas de políticas neoliberales, pueda correr a los patriotas progresistas catalanes por izquierda.

Pero es que, la «Catalunya oficial», es un fracaso rotundo, que solo la riqueza circunstancial del territorio, las carambolas geopolíticas, un pueblo trabajador, formado también por una generosa inmigración que supo poner el «lomo», y ciudadanos venidos de los diez puntos cardinales del planeta que tiran del carro, permite sostener.

No confiar

Por lo tanto, mi respuesta es un «no» rotundo. No confío en las autoridades políticas y sanitarias catalanas, como tampoco confío en las autoridades políticas y sanitarias centrales y europeas, y quisiera convencer a mis conciudadanos de lo siguiente: volver a dar carta blanca a estas autoridades, movidos por las usuales razones emotivistas que explotarán estos días, es un despropósito, porque lo que estamos obligados a hacer es fiscalizar las medidas que se han tomado y se están tomando, con gesto señero y actitud exigente. Desde hace ya algunas horas ha comenzado el operativo de las TVs públicas para descalificar cualquier crítica dirigida a la gestión gubernamental de la crisis. 

En el caso de las autoridades catalanas, han dado prueba suficiente de sus negligencias durante los últimos años. El paternalismo que les ha valido el seguidismo popular no ha servido para gran cosa, excepto para arrastrar al país, una y otra vez, a abismos existenciales y estructurales que bien podrían haberse eludido. Si los mismos líderes políticos todavía están allí, aferrados a sus poltronas, es porque sus decisiones cotidianas están refrendadas por lo que yo denomino la «Stasi catalana», formada por intelectuales, académicos y periodistas del país que se han impuesto una tarea colosal: desarmar la crítica interna, achacándole todas las culpas a la fortuna o al enemigo exterior. 

Pero lo que ahora mismo está pasando es grave. Y la gravedad no se reduce al patógeno que nos invade, ni a la psicosis que nos afecta. Lo que hoy vuelve a ponerse en evidencia es la mediocridad notoria de los cuadros políticos y tecnocráticos que nos gobiernan, por un lado; y la falta de actitud crítica por parte de los sectores sociales que los acompañan, atrapados en sus contradicciones e hipocresías, hábitos de victimización, y un moralismo exacerbado que inquieta y amordaza a sus críticos. 

Narrativas en pugna

Mientras las autoridades mundiales alertaban hace pocas semanas sobre la gravedad de la crisis que se avecinaba, las autoridades políticas catalanas sacaban pecho, exigiendo que se respetaran sus protocolos, ufanándose de la superioridad de su sistema de salud. 

«Los chinos son los chinos, pero a nosotros, cómo podría pasarnos algo semejante», parecían decir. Ni siquiera el cierre a cal y canto de Italia les sirvió como escarmiento. Las autoridades locales y sus mandarines en los medios públicos se negaron a discutir abiertamente la cuestión. Se dedicaron a repetir como loros que todo estaba controlado, que el pánico era infundado, que la salud pública era sólida, y que había que confiar. 

Este contexto de mensajes cruzados es lo que explica la frivolidad de una sociedad civil que se autopercibe como militante y políticamente activa, pero que, una y otra vez, demuestra sus limitaciones críticas. 

Atrapados entre los severos avisos de alerta emitidos por las autoridades globales, y las excusas blandengues de los voceros locales, la ciudadanía se vio desarmada, obligada a enfrentar el período de crisis sin preparación alguna.

No se salva nadie

Por mi parte, inútilmente esperé que los directores de escuelas e institutos, los docentes, los responsables en las asociaciones de padres, o los encargados de las empresas subcontratadas que sirven al colectivo de niños y adolescentes emitieran una circular proponiendo alguna medida preventiva, sea para abordar cuestiones tan insignificantes y poco costosas como la higiene en las aulas, o los hábitos de los niños en los comedores. En un mes de crisis no recibí ni un solo mensaje. Y cuando se planteó el problema, la respuesta fue: «debemos esperar a lo que digan las autoridades sanitarias». Obviamente, esto resulta sorprendente si pensamos en la catarata de mensajes inútiles que diariamente se emiten promoviendo toda clase de causas simbólicas con gestos vacíos. 

Tampoco circularon mensajes de WhatsApp, ni se enviaron correos electrónicos entre los usuarios de esos servicios planteando alternativas o líneas de acción futura ante la crisis que se avecinaba. Ni padres, ni abuelos, ni docentes se preocuparon por pensar colectivamente los peligros a los que nos enfrentábamos o las respuestas que podíamos articular ante semejante desafío. Eso sí, hubo las bromas histéricas de turno, fruto de la impotencia que supone no poder expresar nuestras dudas y temores por miedo a ser criticados por la maquinaria de control social que nos envuelve.

Soy responsable también de tu contagio

Ahora sabemos que nos enfrentamos a algo serio. No se trata de una simple gripe y hay vidas en juego. Después de varias semanas frivolizando sobre el tema, ha llegado el momento de entender que, aún cuando muchos de los infectados experimentarán síntomas leves, la tasa de contagio gira en torno a 3.4. Es decir, cada infectado contagiará entre 3 y 4 personas de media. Eso significa que, si nosotros mismos somos contagiados (aunque nuestros síntomas sean leves), al menos 1 de las 4 personas que nosotros mismos contagiaremos podría experimentar síntomas graves, o incluso la muerte. Como diría Aristóteles, aquí quienes se ufanan de valentía no hacen otra cosa que conducirse de manera egocéntrica y temeraria. 

Aprovechando los días de receso que tenemos por delante, habrá que ir pensando qué repercusiones tendrá esta etapa en nuestras vidas futuras. Es indiscutible que no volveremos a ser los mismos. Lo cual no significa necesariamente que acabaremos siendo mejores o peores.  Dependerá de nosotros, del modo en que utilicemos las circunstancias, si avanzamos hacia una sociedad más solidaria, ecológicamente más sostenible y genuinamente democrática, o seguiremos profundizando en nuestra idiotez que, tanto aquí, en Catalunya, como en el resto de Europa, resulta cada día más amenazante. 

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[1] El caso madrileño probablemente sea aún más dramático. En un reportaje emitido por la Televisión española, un enfermero al que se le pedía que expusiera su experiencia de estos días de crisis denunciaba lo siguiente: 

«Ahora mismo, 1.388 casos de coronavirus confirmados en Madrid y la sanidad pública madrileña en el año 2008 tenía 2.100 camas más. Yo creo que con esto lo he dicho todo» (Fuente: Público)

Los recortes y la transferencia de recursos al sector privados son parte de la tragedia que vivimos. Probablemente, los retrasos a la hora de tomar decisiones más contundentes se haya debido, en parte, en la necesidad de descomprimir y evitar el colapso de una sanidad pública adelgazada por el saqueo perpetrados por las élites de ambos lados de la imaginaria frontera en disputa. Una vez más, comprobamos que para las élites locales, obsesionadas exclusivamente con sus privilegios, las cuestiones identitarias siempre han servido para esquilmar al pueblo. 

[2] Hoy, la periodista Pilar Rahola, en La Vanguardia, horas antes que el epidemiólogo Oriol Mitjà fulminara la gestión de la crisis por parte de la Generalitat explicando que lo que se estaba haciendo, se estaba haciendo muy mal, debido a que la reproducibilidad de la transmisión es muy elevada en Catalunya, y la situación exige medidas extraordinarias que nadie parece atreverse a tomar, la periodista nos sorprendió con una protesta:

¡Basta de hablar de Coronavirus!

Por ello, la columna que publicó está dedicada al «satisfyer», ese adminículo apasionante (para mi desconocido hasta esta mañana) al que dedicó su columna, explicando las ventajas y desventajas de esta nueva tecnológica al servicio del orgasmo femenino. 

Eso sí, lo hizo con clase, recordándonos en la primera línea del texto que su desliz hacia estos asuntos estaba plenamente justificado. Se trataba de «obediencia debida» a Quim Monzó, «cuyos deseos, como dice Rahola y todo cultureta del país bien sabe, son órdenes para todos nosotros. 

De estos héroes está hecha nuestra patria…

EL RUGBY Y LA LUCHA DE CLASES



Otro asesinato perpetrado por «rugbiers» 


La suma de crímenes asociados a la violencia, al machismo y al patoterismo que rodea al rugby, al menos en Argentina, apuntan a algo más que a circunstancias fortuitas. En esta ocasión, en la localidad balnearia de Villa Gesell, once individuos, autodefinidos como «rugbiers», asesinaron a un joven de 19 años a golpes de puños y patadas en la puerta de una discoteca. Las imágenes de la brutal paliza circulan por la web. El debate público está servido. De manera análoga a lo que ocurre cuando evaluamos los crímenes machistas, hay quienes disculpan el comportamiento o lo relativizan, y hay quienes, por el contrario, intuyen trasfondos más complejos y preocupantes detrás de los hechos puntuales. 

Con este nuevo caso de violencia protagonizada por gente asociada al rugby en el espacio público, da la impresión que estamos hablando ya de una «tendencia», reconocida, incluso (aunque cautamente), por sus propias asociaciones federadas, que señalan el cóctel explosivo que suponen: los hábitos patoteros + el consumo de alcohol + los patrones de agresividad social + la frustración y descontento que vive la sociedad argentina en su conjunto.  En síntesis, esos que llamamos «los rugbiers», en ciertas ocasiones y en ciertas condiciones, al menos en Argentina, matan. Hete aquí el problema. 

Los boxeadores tienen prohibido pelearse fuera del cuadrilátero, porque sus puños son considerados armas mortales. De manera análoga, la «patota» de rugbiers, convertida en manada, debería ser sometida a una caracterización penal semejante que hoy, sin embargo, no contemplan los códigos. Los ingredientes de este cóctel criminal deberían valorarse como un agravante del delito, y no como un atenuante, como algunos pretenden. 

Lo que se aplaude dentro del campo de juego y produce lealtades de por vida entre los miembros de un mismo equipo, se ha convertido en un peligro para la convivencia cuando se traslada fuera de su escenario. El problema no es nuevo. Está enquistado en los imaginarios que promueven algunos representantes de este deporte en Argentina. 

Un primer paso es exigir a «la gente del rugby» que deje de hacer falsas traducciones morales. De manera análoga al modo en que luchamos contra el machismo y sus falsas afirmaciones de supremacismo varonil, cabe preguntarse: ¿es verdad que el rugby crea valores apreciables para una sociedad igualitaria y democrática? No lo hace el rugby, tampoco el fútbol, ni el tenis, ni ningún otro deporte. Son mitos opacos que se asocian más a la propaganda que a la verdad. 

Los códigos militares y sacerdotales resultan perniciosos cuando se trasladan a la vida civil y secular. De igual modo, los códigos que gobiernan los comportamientos en el «cuadrilátero» que define el campo de juego en el rugby, no deberían trasladarse a los espacios de convivencia democrática, y si tienen un lugar en el mundo corporativo, es justamente por la crueldad de las prácticas que fomenta el capitalismo. 

Inglaterra versus Gales

En 2018, en ocasión del partido que enfrentaba a Inglaterra y a Gales en la Six Nations Championship, en una entrevista concedida The Times, el primer ministro galés Carwyn Jones señaló que la relevancia del partido trascendía lo meramente deportivo. Jones señaló: 

– Siempre ha habido un elemento de clase en estos partidos de rugby entre Inglaterra y Gales. Aunque todos los jugadores son en la actualidad profesionales (de modo que estamos lejos de la idea de que están jugando mineros contra corredores de bolsa, como ocurría en el pasado) siempre está presente una arista de este antiguo antagonismo. Nosotros somos una pequeña nación. Para nosotros el rugby es un juego comunitario en el que la clase trabajadora [nosotros] se enfrenta a «esa gente elegante» [de Inglaterra]. No digo que esto sea lo que realmente ocurra, pero ese es el modo en el cual se percibe comúnmente el asunto.

En Gran Bretaña nadie duda, ni siquiera el primer ministro galés, que haya una arista política, un conflicto de clases, escenificado en el rugby. Incluso dentro de la propia Inglaterra, señala Tony Collins, en The Struggle and the Scrum, los conflictos entre la Rugby League y la Rugby Union echan sus raíces en conflictos de clase. Para Collins, existe una estrecha correlación entre las ideologías políticas en pugna en Inglaterra en la época en que se produjo la escisión de estas dos federaciones, una época marcada por el recrudecimiento de la lucha de la clase trabajadora.

Rugby y pobreza en Argentina

Ahora bien, en Argentina, este antagonismo se manifiesta de otra forma. El machismo y el patoterismo que manufactura el rugby a través de sus liturgias, como las retorcidas lealtades que promueve, son el resultado de una traducción diferente de los conflictos sociales. El rugby en Argentina no ha sido históricamente un deporte transversal, un escenario en el cual, de manera ceremonial, las clases sociales escenificaran sus contradicciones, sus pugnas de intereses. En Argentina, lo que el rugby ha escenificado es «exclusión».

Recordémoslo: Argentina es ese lugar del mundo donde se marca como «negra» a la clase trabajadora, como «negro» al pobre. Lo que se enfatiza con ese nombre es una alteridad amenazante: es el otro que porta todos los males históricos que arruinan a la patria; el otro entendido como obstáculo para nuestra grandeza colectiva; el otro estigmatizado como lo despreciable frente al que debemos protegernos: el otro vago, el otro cobarde, el otro sucio, el otro ladrón, el otro que no merece «estar entre nosotros». 

Este imaginario es análogo al que subyace al antiperonismo (que podriamos definir como «antinegro»). Paradójicamente, es en este escenario donde el rugby argentino se autodefine como tradición formadora de hombres, como semillero de valores. 

Como ocurre con el antiperonismo, el trasfondo imaginario del rugby argentino es un anhelo sarmientino. Educar, para Sarmiento, significaba enfrentar civilización a la barbarie. El rugby pretende encarnar esa civilización, pero como ocurre con el propio paradigma sarmientino, está más cerca de la barbarie que pretende «exterminar» de lo que quisiera reconocer: puede ser brutal hasta la crueldad asesina de su otro.

Violencia y machismo sistémico

La pregunta, entonces, es qué hacer con la hermenéutica autoindulgente y sublimada del rugby, con su pretensión de ser civilización frente a barbarie. Qué hacer con sus liturgias machistas, con sus panegéricos de valentía, combinadas con un patoterismo engolosinado y chulesco. Qué hacer, en el mejor de sus casos, con sus máscaras paternalistas. Qué hacer con el tipo de lealtades perniciosas que, en ocasiones, se convierten en verdaderos «pactos de silencio» y complicidad frente a la desmesura colectiva, frente al machismo discriminador y homofóbico.  

Como el fútbol (y cualquier otra práctica social), el rugby porta, junto al estandarte de sus grandezas, el monedero de sus pecados escondidos, de sus vicios, de su propia pasión promiscua, insalubre y cruel. 

Se ha dicho mucho, por ejemplo, de los barras bravas del fútbol, de la corrupción en el fútbol, de la trampa que supone el matrimonio de fútbol y política. Pero, ¿qué decir del rugby, de sus excesos, de los efectos perniciosos de exclusión que promueve, de sus liturgias degradantes, de sus gestos despreciativos, de sus potenciales crueldades que los sanos hábitos que dice cultivar no han podido evitar? 

No estamos ante una excepción, ni lo ocurrido es fruto exclusivo de las transformaciones que vive la sociedad en su conjunto. Hay algo de fortuito, y algo generalizado en todo esto, quién podría negarlo. Pero los ejemplos de violencia ciega que protagonizan jóvenes rugbiers se multiplican. Esto exige por parte de todos los involucrados en su mundo, y en la sociedad en su conjunto, un compromiso que conduzca a un radical cambio cultural, primero, en el seno del rugby argentino, de su ideología, de sus liturgias, de sus narrativas de supremacismo moral, pero también en todo el país, acechado, desde su fundación, por los mismos mitos fantasmagóricos de civilización y barbarie. 

«SOCIALISMO O BARBARIE»


Aunque, para algunos, el lenguaje pueda resultar «arcaico», el siglo nos encuentra, otra vez, en una encrucijada análoga a la que nuestros antepasados definieron, a mi juicio acertadamente, con la expresión «socialismo o barbarie». Es posible que para muchos de nuestros contemporáneos la palabra «socialismo» resulte ambigua, o incluso tramposa, pero el lugar X que ocupó el «socialismo» en el pasado sigue siendo una opción incontestable: es la alternativa utópica a la barbarie que impera en el mundo. 

Hace ya mucho tiempo, en el Manifiesto comunista, Marx y Engels definieron la dinámica de conflicto que caracteriza la experiencia social de la humanidad, enumerando las diversas máscaras que en cada época histórica asumen opresores y oprimidos. También señalaron que ese constante y perpetuo conflicto que, oculta o abiertamente, producen las relaciones sociales de dominación, solo puede desembocar, o bien en la revolución, o bien en la ruina para todas las partes contendientes. 

Como revolucionarios, Marx y Engels cultivaron una visión optimista de la historia. Legaron a las generaciones futuras una narrativa esperanzada. Eso que ellos llamaron la «burguesía» (el rostro que había asumido el opresor en las sociedades capitalistas)  había creado a su propio enterrador, el proletariado, cuya victoria, como el advenimiento de cualquier otro salvador, pareció a muchos inevitable.

Pero la historia del siglo XX nos demostró con creces que las catástrofes, la violencia y el sufrimiento, son el pan nuestro de cada día. Cuando miramos atrás, como el ángel descrito por Walter Benjamin, solo vemos apilarse crímenes, cadáveres, víctimas de la injusticia, tierra arrasada. 

Frente a las repetidas derrotas, fueron muchos los que acabaron concluyendo que nada podía hacerse. El mal, parecían decir, es una realidad cósmica. El «progreso» que nos empuja hacia el futuro (aunque hoy parece más bien abocarnos sin desvío hacia la aniquilación) es imparable. De este modo, las Guerras mundiales, y las otras muchas que ha manufacturado el imperialismo en sus diversas formas, Hiroshima y Nagasaki, los campos de exterminio, y en nuestra época, la violencia y la crueldad sistémica que impone de manera quirúrgica, pero no por ello menos asesina, el orden neoliberal, no son más que los accidentes inexorables que exige el advenimiento del mejor de los mundos posibles. 

Sin embargo, aquí estamos, una vez más, una nueva generación obligada a mirar hacia atrás, contemplar el cúmulo de catástrofes que nos precede, conscientes de la ruina del «progreso», no solo para las víctimas directas e indirectas, sino también para los hipotéticos «triunfadores» de su ecuación suicida. Porque, pese a los esfuerzos denodados de los ricos y opresores por manufacturar paraísos privados donde poder esconderle la vista a la barbarie, la fealdad estética y moral lo invade todo.

La historia del capitalismo es una historia de aceleración, crisis y conflicto, guerras, insurrecciones y represión ininterrumpida. La historia del capitalismo es la historia de la barbarie en nuestra época. 
Como un mago experimentado, la propia vorágine de actividad incansable que promueve logra esconder su naturaleza provisional, finita, mostrándolo ilusoriamente como una eternidad objetiva. 

Sin embargo, las relaciones sociales que constituyen el «capitalismo» no están grabadas en nuestro ADN, ni nos definen desde el cielo de las ideas como la clase de homínidos que somos. El sistema capitalista fue en el pasado solo un futuro alternativo que acabó encarnándose en la historia como nuestro presente, pero por eso mismo, porque es el resultado de causas y condiciones determinadas, que son, a su vez, contingentes, está llamado a mutar y desaparecer. El capitalismo no es una «cosa» que exista por sí misma, sino un conjunto de relaciones sociales forjadas en la historia, y sostenidas en nuestro imaginario por su nombre en disputa. Hoy asistimos a su versión más extendida y extrema, definida por un anti-humanismo lacerante. 

El presente, sin embargo, es siempre tránsito entre el pasado y el futuro. En ese tránsito se manifiestan, como alucinaciones, como ensueños, las tendencias que pugnan por convertirse en futuro. Nuestra tarea consiste en descifrar en la inestabilidad inherente del orden vigente, la fugaz aparición y persistencia de una alternativa posible frente a la «repetición». 

Como en el pasado, hoy vuelve el eslogan «socialismo o barbarie» a definir claramente la naturaleza de nuestra encrucijada. Puede que, para algunos, la X y la Y de esta disyunción («socialismo» o «barbarie») deba redefinirse en vista de la historia que les precede, pero esta disyunción, como expresión de una realidad que nos provoca, es incontestable.

UTOPÍAS Y DISTOPÍAS EN LAS DOS ORILLAS

Destinos paralelos

Ni Argentina, ni España, tienen las cosas fáciles. En ambas orillas han triunfado en las urnas coaliciones de izquierda. En ambas orillas, quienes enfrentan a los nuevos gobiernos son oposiciones de «extrema derecha» y de «derecha extrema». Los desafíos que enfrentan son disímiles, pero la estructura retórica que teje alianzas y contraalianzas en ambos casos guarda similitudes notables. En una época de crisis de las «democracias realmente existentes» como en la que vivimos, la escenificación que se promueve de un lado y del otro de las bancadas en los parlamentos y los platós de televisión es la de utopías y antiutopías alternativas. 

La izquierda, en su mejor versión, sigue apostando a la formulación de utopías más o menos atrevidas. En países azotados por todas las clases posibles de desigualdad en distribución y reconocimiento, las izquierdas apuestan por la promoción de políticas positivas que achiquen los baremos, porque imaginan países y un mundo en cuyos espacios sea posible una convivencia más justa. En cambio, ante la desigualdad, las derechas proponen más desigualdad, y ante las fricciones y violencias que estas desigualdades producen, las derechas apuestan por seguridad y apartheid. 

De este modo, las derechas y las izquierdas son, en última instancia, respuestas de la imaginación política. Sin embargo, debemos estar atentos a las trampas retóricas que utiliza la derecha para impugnar el uso de la imaginación política tildándola de «infantil». La distopía es el resultado del aferramiento a la «política normal», antiutópica, gerencial, que enfrenta los desafíos de la convivencia desde el miedo y el prejuicio, pero es también imaginación política (eso sí, antiutópica). 

Utopia versus espiritualismo

Lo utópico, en cambio, implica resistirse ante el estado de cosas que impone el presente como verdad sustantiva. Cuando es verdaderamente fértil, se traduce en antimoralismo y antifatalismo, proclamando que otro mundo es posible. Cuando en ella anida el resentimiento, da lugar a la ciega violencia del acorralamiento. Mientras lo utópico nos hace caminar es saludable, porque nos permite estar en contacto con el mundo y con la gente que nos envuelve y nos hace posible. En cambio, cuando se teje en la oscuridad de una consciencia solipsista y monológica, se convierte en una enfermedad psíquica que dilata nuestra distancia con el mundo. Esa enfermedad se llama «espiritualismo». En su forma más perversa es una forma de negación o apatía ante el mundo, que acaba, por comodidad, al servicio de las tendencias políticas conservadoras. 

La «salud psicológica» de una sociedad se mide en función de la capacidad que tenga de soñar alternativas edificantes y emprender su realización. En contraposición, las sociedades enfermas tienen por objetivo exclusivo blindarse ante todo aquello que amenaza el status quo, con el fin de garantizar a cualquier precio los marcadores de privilegio.

En el primer caso, nos encontramos con ciudadanías atrevidas, que enfrentan los problemas del presente sin perder de vista los horizontes de bien que han elegido como destino. ¿En qué tipo de mundo queremos vivir? ¿Qué tipo de país queremos habitar? ¿Qué necesitamos cultivar para alcanzar nuestros objetivos? La educación que necesitan nuestras hijas y nuestros hijos es una educación «profundamente» política, moralmente «futurista». Para ello debemos ofrecerles herramientas que les permitan imaginar esos otros mundos posibles a este mundo presente que ahora mismo se consume a sí mismo, destruyéndose a sí mismo. Pero para ayudarlos, nosotros mismos debemos recuperar la imaginación política y moral, volver a preguntarnos ¿qué mundo, qué país nos merecemos?

Bienvenidas anomalías (o virtuosas persistencias)

Las coaliciones que conducen, desde hace un mes Alberto Fernández en Argentina, y desde hace unos días Pedro Sánchez en España, son, en los tiempos que corren, «anómalas» - como llamó Ricardo Forster a los gobiernos progresistas latinoamericanos en la pasada década, especialmente si tenemos en cuenta el Zeitgeist bajo el que vivimos. Pero también podemos pensar en estos gobiernos como reflejos de virtuosas «persistencias», como calificaría José Pablo Feinmann a esas tradiciones políticas empecinadas bajo la superficie del «mundo plano» que impone el neoliberalismo. Anómala y persistente es la voluntad de libertad e igualdad de los pueblos. 

Analizadas en términos absolutos, son discretísimas matizaciones al orden de injusticia sistémica que nos rodea. Sin embargo, analizadas en términos relativos, y en vista de las respuestas que producen sus respectivas oposiciones, son amenazantes terremotos políticos. La razón no está en las medidas puntuales que proponen, ni en las políticas que, finalmente, sean capaces de implementar. La razón está en el hecho de que han vuelto a poner a la imaginación política progresista en el escenario público. A estos gobiernos se les podrá tildar de falta de valentía en el futuro, o se los impugnará por no haber avanzado lo suficiente en sus programas de recuperación de derechos y construcción de alternativas incluyentes, pero no se les podrá negar que con su sola existencia nos autorizan a soñar, y hacen del sueño por un mundo más justo un ejercicio legítimo. 

Esta es la lección que debería asumir la izquierda radical que acompaña al baile del «cuanto peor mejor» al que invita la extrema derecha: las democracias siguen siendo el mejor trampolín para avanzar en las políticas radicales. Ceder el espacio democrático a las formas neofascistas que hoy disputan el alma de las clases populares, ofreciéndoles paliativos al resentimiento y al odio que engendra la precariedad a la que ellos mismos les han empujado, no es una opción legítima para las fuerzas del cambio. 

Urgencias y horizontes de sentido 

Por el momento, el principal proyecto del ejecutivo argentino es terminar con el hambre. Se trata de un modesto empeño si se lo mira a la luz de la desigualdad que impera en la Argentina posmacrista. Se trata de una política de emergencia que no admite segundos pensamientos. Sin embargo, la oposición no acompaña, o lo hace a regañadientes, midiendo a cada paso las consecuencias que supondrá regresar a millones de individuos alienados por la desesperación y la desesperanza de la pobreza extrema al orden social y a la política. Nadie que vuelve a comer aplaca su deseo, sino que lo multiplica. Los doce años kirchneristas lo demostraron, y la derecha macrista hizo bien en señalarlo, acusando a los pobres de querer disfrutar de aquello que es privilegio exclusivo de «las clases acomodadas».

Pedro Sánchez, atenazado, por encima, por el ordoliberalismo europeo, y por debajo, por los desafíos territoriales, apuesta a la sobriedad presupuestaria y al diálogo político, pero también a empezar a desarmar las políticas de austeridad que han convertido a España en otro país que multiplica millonarios al mismo ritmo que fabrica pobres. La idea, en ambos casos, es achatar la pirámide fiscal, para hacer que los ricos, esta vez, contribuyan para hacer que los de abajo vuelvan a respirar. Pero la distribución va acompañada de una firme apuesta por el reconocimiento que se traduce en un gobierno que se autodenomina como feminista y ecologista. 

¿Reforma o revolución?

Y aquí encontramos otra coincidencia. Ambas coaliciones combinan (1) elementos «socialdemócratas» (el Peronismo «tradicional» y el Partido Socialista Obrero Español) que aspiran a una gestión progresista y redistributiva, que reconozca y garantice derechos postergados, pero sin que ello implique una crítica profunda al capitalismo como modelo de relaciones sociales; y (2) un inconformismo «genuinamente» socialista, el de Unidas-podemos y el de un porción importante del kirchnerismo y otros aliados de izquierda, quienes no renuncian a la crítica profunda del status quo, animando de este modo a la imaginación política a mantener viva la utopía de otro mundo posible. 

Para sus respectivos críticos, estas coaliciones están llamadas al fracaso. Durante meses escuchamos al establishment argentino asustando al electorado esgrimiendo una incompatibilidad insuperable entre el «albertismo» y el «cristinismo». De igual modo, desde que se anunció el acuerdo de coalición entre el PSOE y Unidas-Podemos, la derecha extrema y la extrema derecha se han afirmado en su interpretación del «experimento Frankestein». 

Sin embargo, como señalaba Nathan Robinson recientemente sobre una cuestión análoga en los Estados Unidos acerca de Bernie Sanders y el creciente auge del socialismo entre la «generación Y» en el país del norte, las políticas socialdemócratas no están necesariamente en contradicción con un proyecto genuinamente socialista. Pueden ser un trampolín hacia formas más radicales de democratización que, necesariamente, implican una crítica radical del capitalismo, entendido como un modelo injusto de relaciones sociales. Por lo tanto, contrariamente a lo ocurrido en otras circunstancias, estas coaliciones pueden interpretarse como más equilibradas, en tanto contienen, en un marco de acción progresista social-demócrata, fuertes dosis de inconformismo que pondrán en cuestión cualquier tentación conservadora en su seno. 

Participación y movilización

El lenguaje, como siempre, no se dice solo. Exige, no solo un emisor, sino también un receptor. Cortazar fue el que dijo, acertadamente, que hay dos tipos de lectores. Por un lado, “el tipo que no quiere problemas sino soluciones, o falsos pro­blemas ajenos que le permitan sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser el suyo”. Por el otro, el «lector-cómplice», aquel que es capaz de participar y padecer la experiencia propuesta. 

Las derechas españolas y argentinas tienen miedo a que los gobiernos de izquierdas agiten lectores-cómplices, es decir, que las ciudadanías vuelvan creer que están autorizadas a imaginar un futuro mejor, un orden social más justo. Ante esa pretensión de los de abajo, las derechas alistan sus ejércitos, construyen sus muros, y combaten a quienes pretenden poner límite al carácter excluyente del reparto. En vez de preocuparse por multiplicar los peces y los panes para distribuirlos equitativamente entre todos, las derechas apuestan a la desposesión y la explotación. 

Las ciudadanías progresistas tiene que exigir a sus respectivos gobiernos que avancen, y tiene que hacerlo movilizándose, para contraponer a las distopías defendidas por los Abascal, las Bullrich, los Macri, los Casado, las Arrimadas y las Vidal, las utopías alternativas que, pese a las decepciones y los engaños, siguen animando el horizonte democrático.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...