MÁS ALLÁ DE LA OPORTUNIDAD Y EL PELIGRO


La exterioridad

«Afuera» está el virus. Eso dicen. Las calles están vacías. Los signos del peligro, además del silencio que nos envuelve, y la distancia que hemos establecido entre nosotros son las mascarillas (compradas o improvisadas). Como los lazos amarillos, negros, morados o de otro signo en la era pre-pandémica, las mascarillas definen a los crédulos frente a los incrédulos y a los agnósticos:

«¿Es real la pandemia o se trata de otra cosa: una estrategia de dominio, por ejemplo?»


La discusión, a esta altura, ya no tiene sentido. Con el paso de los minutos y las horas, las estadísticas globales han acabado derrumbando el imaginario conspiranoide. Hemos de enfrentar la verdad: nuestra vulnerabilidad y finitud.

Más allá de las redes sociales: la exterioridad de los cuerpos. Más allá de nuestros hogares: esa otra exterioridad que es el mundo, en la que todavía transitan servidores públicos (sanitarios, policías, militares), trabajadores que brindan servicios esenciales (transportistas, repartidores, comerciantes), poniendo en riesgo su salud y su vida para garantizar la salud y la vida al resto de la población.

Pero hay otras exterioridades.

1. Los subsaharianos sin papeles, que deambulan como cuerpos espectrales por nuestras calles, o los que se «acumulan» en los campos de refugiados en Líbano, Turquía, Jordania o en esa no man’s land en la que se ha convertido la frontera entre Grecia y Turquía.

2. Los «chinos», «coreanos» y otros pueblos asiáticos, quienes siguen siendo nuestra exterioridad política y cultural (pese a toda la alharaca multicultural y las odas retóricas a la tolerancia de las últimas décadas).

3. Y las poblaciones de las sociedades menos desarrolladas tecnológicamente, subsumidas a las lógicas de desposesión y explotación del capital (África, América Latina, las sociedades asiáticas más atrasadas) que se enfrentan a la pandemia con la desnudez de su condición paupérrima. 


Finalmente, la exterioridad biológica, la no-humanidad. La naturaleza en su faceta «cruel», puras garras y colmillos: el virus. Aunque el virus esté hecho con el material de nuestros propios cuerpos y acabe habitando en nosotros como en su propia casa.

El mundo que nos sobreviva

El presidente español, Pedro Sánchez, se dirigió hoy a la ciudadanía para pedirle que se prepare: los datos que recibiremos en los próximos días serán psicológica y emocionalmente devastadores. La tristeza y la angustia acompañará nuestra reclusión colectiva. Pero, ¿qué quiere decir prepararse en estas circunstancias?

No se trata únicamente de los números: 30.000 infectados, 2.000 muertos, y las cifras van en ascenso, sino de la microfísica de la catástrofe. 


Las autoridades sanitarias nos dicen que, como ocurrió con el hundimiento del Titanic, no alcanzan los botes para salvar a todos. No hay suficientes recursos. En Italia, leemos consternados, se desconecta de los respiradores a los ancianos para salvar a los más jóvenes. Y en las UCIs españolas solo se atienden a aquellos cuya salvación es viable. Mientras tanto, se improvisan hospitales de campaña y se refuerza con residentes y estudiantes de medicina las adelgazadas tropas sanitarias. Pero todo esto no es gratis: 3500 de esos sanitarios están a día de hoy infectados con el virus.

Mientras tanto, otra fotografía da cuenta del peligro que acecha a la humanidad en su conjunto. En las portadas de los diarios argentinos, el presidente Alberto Fernández recorre en helicóptero el espacio aéreo de la capital del país con el propósito de comprobar el cumplimiento estricto de la cuarentena decretada hace unos días. 


En Europa, llega en medio de la tristeza omnipresente, la primavera. Desde la ventana de mi apartamento, veo el Mediterráneo, e imagino las playas desiertas. El cielo está muy azul, el aire limpio. Pero el brillo del sol de este día de domingo no disuelve la tristeza del luto que envuelve a todo el país. 

En América Latina, en cambio, llega el otoño, y con ello, el frío y la humedad. Si el proceso se repitiera como en Europa, el pico de la epidemia encontrará a millones de latinoamericanos que viven en chabolas precarias, en los barrios pobres y abarrotados, en el peor escenario. Es urgente frenar el contagio.

Pero la crisis sanitaria solo es el comienzo de una larga crisis: recesión, desempleo, pobreza, y amenazas de populismos xenófobos y nacionalismos enfermos.

Más allá de la oportunidad y el peligro

Los ortodoxos neoliberales se han quedado sin argumentos. El BCE ha sido contundente: barra libre para inyectar dinero con el fin de afrontar la crisis, y luz verde a los Estados miembros (pese a la reticencia alemana) para flexibilizar sus políticas fiscales con el objetivo de emprender sus planes de reconstrucción futura.

Por su parte, el FMI ha sido taxativo respecto a sus programas de re-endeudamiento y ajuste estructural, como el que propiciaron en la Argentina Mauricio Macri y sus «Newman’s boys». Hay que deshacer el desaguisado, asumir la responsabilidad del organismo, promover una quita entre los tenedores de deuda y reordenar los cronogramas de pago por razones que podríamos llamar «humanitarias», pero que implican, en cualquier caso, un cambio de ciclo ideológico.

Sin embargo, ni el entusiasmo por la oportunidad que escondería supuestamente la crisis, ni el pesimismo que delatan los relatos más catastrofistas, hacen justicia con la situación que enfrentamos. Avanzamos hacia territorio desconocido, inexplorado. La crisis de legitimidad que afecta a todos los órdenes institucionales de nuestras sociedades capitalistas se ha visto confirmada por la incapacidad de las élites globales de afrontar de manera mancomunada la tragedia.

La reconstrucción social, económica y política del mundo exigirá un talento que no está a la mano de nuestros líderes actuales, ni es parte de su know-how basado en prácticas destructivas, la glorificación de la competencia, y el crecimiento a cualquier precio. Un hecho que ponen en evidencia las lealtades políticas e institucionales en este país, y el ventajismo inherente de aquellos que no le hacen asco a las muertes que se multiplican, ni a la tragedia personal de millones ante el miedo y la angustia que atenaza sus corazones.

Re-educación emocional

En este punto lo objetivo-institucional confluye con lo subjetivo-imaginario. Necesitamos reeducarnos psicológica y emocionalmente para afrontar el futuro inmediato y el futuro posible que se abre ante nosotros más allá de la oportunidad y el peligro.

Reeducarnos psicológica y emocionalmente conlleva, en primer lugar, volver a aprender a discernir, individual y colectivamente, entre lo urgente, lo importante y lo superfluo en todas las dimensiones de nuestras relaciones sociales: las de la producción, la circulación y el consumo, como diría Marx.

En segundo lugar, volver a pensar esa palabra que con tanta ligereza evocamos para exigir derechos, pero que en raras ocasiones tiene tiempo para el otro: «libertad» 


Los individuos somos libres en la medida que seamos capaces de enfrentar nuestros miedos. Algo semejante ocurre con las sociedades, que deben ser valientes sin ser temerarias. Nuestra reacción ante la crisis ha pecado de ambos extremos: la falta de coraje y la temeridad acrítica y frívola. El futuro exige que transitemos caminos oscuros, con precaución, es cierto, pero con valentía para encontrar la luz que todos añoramos iluminará a las generaciones futuras.

Finalmente, reeducarnos en un nuevo sentido de la responsabilidad, que esté basado, no solo en el ideal de igualdad y fraternidad, sino en un genuino compromiso por una nueva construcción institucional que haga de esos ideales abstractos, experiencias concretas de todas y de todos. 


Los límites de este mundo 

Líderes religiosos como el Dalai Lama o el Papa Francisco han insistido durante muchos años en este punto: el único mundo viable o sostenible es uno construido sobre el amor incondicional y la responsabilidad universal, entendidas estas como formas perfeccionadas de los «derechos humanos» abstractos. El amor, el anhelo genuino de contribuir a la felicidad concreta (material, psicológica y espiritual) de todas y de todos, y la responsabilidad universal frente al sufrimiento y la finitud que somos, que incluye también el cuidado de la casa común.

Frente a esta pasión responsable se alzan las respuestas que articulan quienes defienden perspectivas estrechas, xenófobas y excluyentes, exacerbadas por los usos y abusos de una globalización oligárquica, neoliberal y guerrera, que ha profundizado la desigualdad y ha convertido a la violencia en el pan nuestro de cada día.


La clave, entonces, más allá de las oportunidades y los peligros que se dibujan dentro del mundo conocido que habitamos, está en las «exterioridades» que nos negamos a reconocer, en los límites de alteridad que definen nuestras identidades fetichizadas. Atrincherados frente a los peligros que nos acechan, exigimos una inmunidad biológica y una impunidad moral que no son cosas de este mundo. 

¿ESTADO DE EXCEPCIÓN?


La tercera ola 


Tedros Adhanom Ghebreyesus, el presidente de la Organización Mundial de la Salud, ha advertido que la «tercera ola» de la pandemia será especialmente agresiva con las personas más vulnerables del planeta. Si en los países ricos de la Unión Europea la pandemia se ha desatado con los gobiernos con el paso cambiado, con escasez de recursos, y una desorganización y des-coordinación que está haciendo estragos, la falta de previsión en los países más pobres, y la des-coordinación a la hora de implementar las estrategias de contención o destinar recursos, puede hacer que la tragedia se vuelva aún más letal.

La decisión del gobierno de Alberto Fernández de imponer una cuarentena obligatoria a toda la población es una buena noticia. El ejemplo italiano y español demuestran que las dilaciones se pagan caro. Los muertos se multiplican exponencialmente con el correr de los días, y los costos socio-económicos se acumulan con cada día que pasa sin tomar medidas contundentes para contener la expansión de un virus que, repitámoslo, no es una gripe, ni se transmite como una gripe, además de haber dado muestra de un nivel muy alto de contagio, especialmente cuando no se hace nada para interrumpir la cadena de transmisión. El caso español, una vez más, es una evidencia de lo que no se debe hacer. El gobierno argentino ha tomado buena nota, y está haciendo sus deberes. La oposición, por el momento, acompaña.

Sin embargo, como advierte el presidente de la OMS, la amenaza letal que afecta «teóricamente» a todos por igual, se cebará con mayor violencia sobre las poblaciones vulnerables. Para empezar, cuando dibujamos con trazo grueso el mapa del mundo, para las regiones pobres, como África, se prevé una catástrofe humanitaria de dimensiones colosales, a menos que se logre articular una respuesta. Hasta el momento, África ha detectado solo 600 casos en todo su territorio, lo cual representa un número insignificante si se lo compara con los miles con los que cuenta cada uno de los países europeos. Sin embargo, debido a la escasez de pruebas a la población, el dato no resulta verdaderamente significativo. 

El centro y la periferia

Ahora bien, un dibujo más detallado nos obliga a trazar otras líneas de vulnerabilidad. Efectivamente, la desigualdad mata. Incluso en una ciudad como Barcelona, en épocas de «normalidad», la esperanza de vida difiere de un barrio a otro entre 5 y 8 años. Las razones son obvias. Si esto es así sin una amenaza global en el horizonte, se potenciará en momentos en los que vivimos. 


En este contexto, cobra significación la afirmación de Pedro Sánchez, presidente de la coalición de gobierno PSOE-Unidas Podemos, de que «no se abandonará a nadie». Lo cual, bien visto, pone en evidencia el abandono sistemático de amplios sectores de la ciudadanía que ha caracterizado a todos los gobiernos españoles (y aquí incluyo a los gobiernos autonómicos) en las últimas décadas, obedientes con los axiomas de la ortodoxia neoliberal.

En América Latina, el trazo grueso de la desigualdad es sistémico, aún cuando es justo reconocer que el gobierno de Macri y sus aliados radicales han hecho estragos en la población más vulnerable, extendiéndola cuantitativamente, y debilitándola cualitativamente hasta convertir las cifras de pobreza e indigencia en números vergonzantes. En estos sectores, la pandemia, en caso de no contenerse, producirá también una tragedia. 


¿Qué implica un estado de alarma?


Por otro lado, mientras las corporaciones farmacéuticas compiten por encontrar una respuesta contra el virus y el diseño de una vacuna, los Estados y las organizaciones humanitarias se enfrentan a un desafío desconocido. Para los sectores más vulnerables el confinamiento es más difícil o incluso imposible de implementar sin un cambio de paradigma. En las últimas horas hemos sabido, por ejemplo, que la policía local en Catalunya, ha multado a personas en situación de calle (indigentes) por incumplir el decreto de confinamiento. El absurdo de la noticia pone al descubierto la complejidad a la que nos enfrentamos. Estamos hablando también de sectores de la población que sufren profundas carencias previas, y que, por ello mismo, además de la asistencia sanitaria, exigen, ahora mismo,
 la implementación de políticas de integración que hagan viable las estrategias de contención que afectan a la sociedad en su conjunto

El gobierno español ha dado muestras de que es posible poner en cuarentena al sacrosanto derecho de la propiedad privada. El ejecutivo se ha hecho, en un parpadeo, con el control de los servicios de sanidad privada para enfrentar la crisis y ha confiscado recursos en manos de especuladores por razones de salud pública. 


También ha impuesto una moratoria hipotecaria a los bancos, además de prohibir a las empresas de servicios la interrupción de suministros esenciales para la población. En momentos en los que recibimos noticias de la extensión de facto del período de cuarentena por parte del gobierno, que en las últimas horas ha ordenado el cierre de todos los alojamientos hosteleros del país y avanza sobre algunos de ellos para recluir a los contagiados ante el colapso del adelgazado sistema hospitalario, resulta de sentido común garantizar un ingreso básico a las familias para que puedan enfrentar lo que se viene. 

¿Para qué sirve la democracia?

Pero medidas de este tipo exigen otra mirada por parte de la sociedad. Como señala el filósofo argentino Ricardo Forster, “los mitos fundamentales de nuestro imaginario contemporáneo se derrumban estrepitosamente junto con la expansión de la pandemia”. Y se interroga:

«¿Quién nos protege ahora que el Estado ha sido jibarizado con la anuencia de los mismos que hoy le exigen a los gobernantes que se hagan cargo de subsanar lo que ellos desarticularon?»

No se pueden exigir medidas de crisis, sin conceder poderes extraordinarios que pongan en entredicho los fundamentos míticos de nuestras sociedades neoliberalizadas. El desafío consiste, como señala Mario Wanfield en Página12, en encontrar el equilibrio entre decisionismo y diálogo, pero sabiendo que ese equilibrio es visualmente asimétrico. El Estado debe imponer su respuesta con la legitimidad que exige la supervivencia de su población, especialmente, la de los estratos más vulnerables.

En ese sentido, tanto en España como en América Latina, la presencia policial y militar debe disuadir, no solo ni especialmente a los ciudadanos de a pie, quienes, como hemos visto, son propensos a desoír las advertencias de las autoridades sanitarias, sino y con mayor énfasis, a los sectores privilegiados de la sociedad que se resisten, no solo a quedarse en casa, sino a desatener su responsabilidad social, aferrados a una visión hoy ya caduca de lo que implica ser una persona en un mundo integrado e interdependiente en peligro, y la responsabilidad que ello supone. 


El poder del ejecutivo, y del sistema democrático en su conjunto, debe mostrar su fuerza y su determinación frente al poder corporativo, cuando este intenta, como ocurrió en el pasado reciente, sacar tajada de la crisis o eludir la responsabilidad que supone para ellas su integración en una economía que, por vez primera en las últimas décadas, debe priorizar la integridad de la ciudadanía por sobre los intereses del capital. 

Wolfgang Streeck explicaba recientemente, y así lo hemos comentado en algún post anterior, que en las sociedades contemporáneas se enfrentan por hacerse con el poder de decisiones (1) la democracia del pueblo vs (2) la democracia del mercado. En un momento de crisis como el que vivimos, la democracia del pueblo debe prevalecer, y las élites que toman decisiones a espaldas de las mayorías, deben ser forzadas, si es necesario, a obedecer el mandato soberano, especialmente cuando lo que está en juego es la vida misma.

Habrá quienes piensen que afirmaciones de este tipo animan a un autoritarismo desbocado. Lo cierto es 
que la democracia, entendida como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, exige en estos momentos un cambio de rumbo, una reorganización de nuestras prioridades, acentuar el cuidado de los más débiles, los abandonados, y no solo por ellos, sino por el bien de todos. Y eso significa dejar atrás una época atrapada en el malsano ensueño de una libertad arbitraria, reservada exclusivamente para los dueños del dinero.

¿VOLVER A LA NORMALIDAD?


Aunque la pandemia está aún en curso, sabiendo como sabemos que todos los fenómenos son transitorios, hemos de pensar a qué mundo «queremos regresar». Ahora bien, tenemos que ser conscientes que no se vuelve para atrás en la historia, que la idea misma de «volver a la normalidad» está desencaminada. Esconde dos falacias que es preciso identificar si queremos avanzar en una agenda solidaria e incluyente de futuro que sea capaz de poner límite, e incluso superar, la lógica del capital, y que eluda las tentaciones nacionalistas fóbicas y excluyentes que se multiplican en toda la geografía del planeta.

Primera falacia sobre el pasado

La pretensión de que el orden capitalista es la «normalidad». Es decir, la creencia de que el capitalismo es el orden natural que refleja fielmente la ontología y el desenlace teleológico de lo humano.

Comencemos, por lo tanto, con una breve caracterización del capitalismo, y a partir de allí, intentar entender su carácter anómalo. Habría muchas maneras de plantearlo. En esta entrada me ceñiré a una dimensión que considero especialmente sugerente.

Uno de los pilares categoriales del análisis de Marx del capital es la distinción entre el valor de uso y el valor de cambio. Describamos el asunto con una ilustración. Pensemos en el lugar que habitamos con nuestra familia. El valor del inmueble en este caso se refiere a la utilidad que tiene para nosotros como lugar de refugio y convivialidad. La casa es el hogar. En las sociedades tradicionales, como explicaba Heidegger, el lugar de encuentro de los dioses, los seres humanos, el cielo y la tierra.

Por el contrario, ese mismo objeto, que para nosotros es el lugar donde vivimos nuestra vida común, es para el capitalista una inversión, con un cierto valor de cambio, que invita a su apropiación con el fin de producir ganancia y acumulación en su realización. Obviamente, señala Marx, el valor de cambio de una entidad (física o inmaterial) depende en última instancia del valor de uso que este tenga para alguien en algún momento y en algún lugar.

Ahora bien, las sociedades capitalistas, a diferencia de otras sociedades, no están organizadas para satisfacer primariamente las necesidades de los individuos. El telos o fin último del capital es la ganancia. Eso significa que nuestras relaciones sociales de producción, circulación y consumo solo secundariamente están motivadas para cubrir las necesidades de los individuos y los pueblos, porque lo que se prioriza, como hemos dicho, es la valorización del propio capital.


En el caso concreto que nos interesa en esta crisis, la sanidad, lo que se discuten son dos visiones de los servicios de salud. Un servicio de salud que prioriza las necesidad de los individuos, es decir, la sanidad como un valor de uso que prodiga el bien de la salud a la población, en contraposición a un servicio de salud cuyo propósito es la ganancia, y por eso mismo, excluye, discrimina, calcula, abandona a la población que no le sirve al capital para realizar su ganancia. El resultado está a la vista de todos, especialmente en aquellos países que han sufrido el flagelo de la «destrucción creativa» del sector público, y la consecuente privatización de los servicios. Sin embargo, tengamos en cuenta que esto vale tanto para la salud, como para la educación o la vivienda. 


Si bien es cierto que el capitalismo ha sido capaz de producir toda clase de bienes, que ha logrado generalizar el consumo de innumerables servicios, y con ello ha mejorado la existencia material de numerosos individuos, también es cierto que su ceguera inherente e ineludible (fruto de su propia lógica interna) ha acabado conduciendo al sistema al muro de sus propios límites: (1) la sobreexplotación y la desigualdad creciente de sectores cada vez más extensos de la sociedad; y (2) la destrucción de las condiciones de posibilidad de la vida humana en la Tierra.

Como el propio Marx reconoce, no cabe negar el «poder civilizador» del capitalismo. Pero es urgente interrogar sus presupuestos y comprender su efectividad a largo plazo. El orden capitalista no es un fenómeno natural o el telos hacia el cual se dirigía la humanidad ineludiblemente en su proceso evolutivo. El capitalismo no es el fin de la historia. Y cada crisis nos pone frente a la oportunidad de sopesar sus alternativas. Nuestra aprehensión ideológica, fetichista del capitalismo como un orden natural es el efecto, en primer lugar, del olvido de su carácter histórico y, por ende, el olvido de su continua e inexorable mutación y eventual discontinuidad.

Segunda falacia sobre la historia

El tiempo histórico tiene una dirección definida e inexorable. No podemos volver atrás. La ilusión conservadora es tan perversa teóricamente como la pretensión de dar saltos revolucionarios al abismo de la historia. Ningún acontecimiento surge de manera arbitraria. La voluntad no es suficiente (aunque sí necesaria) para cambiar o sostener nuestras alternativas en el devenir histórico. Son inexcusables sus causas y condiciones.

Ahora bien, sembradas esas causas y condiciones, sus efectos, a menos que estas sean radicalmente exterminadas, se manifestarán necesariamente. También sabemos que los asesinatos de los hijos de Belén por Herodes no bastaron para impedir la promesa del Mesías.

Por lo tanto, la historia no vuelve para atrás, aunque nunca abandona enteramente lo que ha dejado en el pasado, e incluso cuando lo olvida, no puede evitar sus efectos. La crisis del 2008-2009 no salió de la nada, aunque todos los economistas ortodoxos fueran incapaces de predecirla, ni los atentados del 11S fueron exclusivamente el resultado arbitrario de un grupo terrorista comandado por Osama Bin Laden. Tampoco la caída del muro de Berlín fue fruto de la espontánea voluntad popular de los alemanes del Este. Cada uno de estos eventos, como otros que le precedieron, fueron el resultado de precisas causas y condiciones que le antecedieron haciéndolos posibles. Cada uno de estos eventos representa, además, el final de un ciclo histórico corto en el cual cierta presumida normalidad se vio trastocada.

Sobre el futuro

Después de esta crisis no volveremos a la imaginaria normalidad que algunos añoran. No volveremos impunemente a las injusticias que hoy se ocultan detrás del temor a los contagios del COVID-19 y las cifras de víctimas que crecen con el correr de los días.

Aquí en España, la ciudadanía le dijo ayer de manera fuerte y clara a la monarquía que la crisis sanitaria no será una excusa, no servirá como borrón y cuenta nueva frente a las ignominias y engaños del monarca del «¡¿Por qué no te callas?!».

Pero eso no significa que permitiremos que los nacionalismos excluyentes que promueven las élites locales, como aquí en Catalunya, roben a sus ciudadanos el derecho al reconocimiento de su propia diferencia y al trato igualitario, pretendiendo imponer en nombre de una ideología conservadora una ingeniería social de normalización.

Como señala el filósofo Slavoj Zizek, al comienzo de la crisis, el COVID-19 se interpretó exclusivamente como un acontecimiento que estaba poniendo contra las cuerdas al gobierno chino y anunciaba, más temprano o más tarde, un cambio de régimen. Sin embargo, las cosas parecen estar tomando otra dimensión. A esta altura, el virus se está convirtiendo en algo mucho más profundo, una amenaza al sistema capitalista global, un síntoma de que no podemos seguir el camino en el que estamos, que necesitamos un cambio radical.

Efectivamente, el mundo está patas arriba, y nosotros tenemos que ser implacables con nuestras demandas. Lo mínimo en España es lograr de inmediato una renta básica. Pero no debemos conformarnos con ello: necesitamos más libertad, más igualdad, y más solidaridad en todas las esferas, locales, regionales, estatales y globales.

En España, se equivocan quienes interpretan el malestar terminal contra la monarquía como un signo del triunfo de su lucha por el reconocimiento de sus privilegios. Nuestra batalla tiene dos frentes: contra el capitalismo salvaje, y contra las falsas promesas que encarnan los nacionalismos excluyentes de variados colores. 


Como señala Naomi Klein, momentos de shock como el que estamos viviendo son tremendamente volátiles y peligrosos. La retórica del COVID-19 esta al servicio de numerosas, solapadas y contradictorias agendas. Debemos estar atentos y estar convencidos de nuestros principios ético-políticos para que estos nos guíen en la oscuridad de la reconstrucción que nos proponen. Es cierto que no podemos volver al pasado, pero también es cierto que el futuro es hoy.

RATTAZZI Y EL TONTO DE OLIVOS


Sobre el COVID-19 y la doctrina del shock

Cada país manifiesta sus propios síntomas culturales cuando le toca enfrentarse a la pandemia. En las últimas entradas he hablado de España, en donde, junto con Italia, el COVID-19 se está cebando de manera agresiva con los ancianos.

Algunos epidemiólogos e infectólogos, como Oriol Mitjà, han sido contundentes. La epidemia podría haberse evitado, pero la falta de previsión está haciendo estragos. A esta hora, las proyecciones son preocupantes. Los casos confirmados ascienden a casi 12.000, pero no hay dispositivos disponibles para realizar pruebas masivas a la población, por lo que, se calcula, deben haber cerca de 100.000 infectados bajo la punta del iceberg. Mientras tanto, las UCIs del país se preparan para recibir una oleada de casos graves, con escasez de recursos y personal. La sanidad española está reclutando residentes y estudiantes. 


En este escenario de catástrofe, no faltan los darwinistas sociales que reclaman que los Estados dejen de intervenir y permitan que la «mano invisible» de la biología descarte a los más débiles y el resto continúe con sus vidas normalmente. En Linkedln, la plataforma laboral corporativa, he leído a numerosos usuarios defendiendo la política de Boris Johnson de permitir que el virus campe a sus anchas con argumentos análogos: el remedio es peor que la enfermedad, «la sensatez consiste en permitir la autorregulación económica y sanitaria». Neoliberalismo a tope.

La posición no es minoritaria. Son muchos los que creen, pese a las advertencias de la mayoría de los expertos de que lo que estamos viendo está lejos de ser el climax de la epidemia, que la reacción social es exagerada, y muchos otros los que ven en la ingeniería social diseñada por los gobiernos en todo el globo signos de una voluntad política autoritaria.

Indudablemente, el COVID-19 nos enfrenta a cuestiones de este tipo: (1) ¿qué relación existe entre la realidad, lo imaginario y lo ficticio de la pandemia?; o (2) ¿No son las prácticas de control de seguridad, territorio, población, como dice Foucault, una prueba de la dimensión biopolítica de la crisis?



Por otro lado, acecha el peligro de que la retórica estatal y los paquetes de medidas que comienzan a articularse para paliar la crisis en el terreno económico y social muestren otra vez la asimetría oligárquica que ha prevalecido en las últimas décadas en el mundo y la crisis se convierta en otra oportunidad para el saqueo de lo común. 

A estas horas, sin embargo, el gobierno de Pedro Sánchez en España, está lanzando un «programa de reconstrucción» que podría suponer un golpe sustantivo a la ortodoxia neoliberal en el país. Veremos qué pasa. Mientras tanto, en Argentina, el gobierno de Alberto Fernández abandona definitivamente cualquier miramiento hacia las obsesivas exigencias heredadas de intransigencia fiscal, pone en cuarentena la discusión sobre la deuda, y se embarca en un programa de inversión social de gran envergadura que pone nuevamente la agenda «keynesiana» en el orden del día. 

Sin embargo, más allá de todas estas cuestiones concretas relativas al COVID-19 que hemos de enfrentar con urgencia para evitar que el estado de shock se convierta en otra ocasión de vampirismo capitalista, tenemos que enfrentar la retórica cultural que nutre los imaginarios sociales neoliberales en los que (1) la pseudo-ciencia de la economía ortodoxa, esa extraña combinación de ética hiper-individualista y neoconservadurismo, (2) la meritocracia corporativa y (3) el darwinismo social que asoma la nariz promoviendo exclusiones masivas y eugenesia social en cada crisis, obstaculizan una política que ponga fin al ajuste y reemprenda un modelo económico inclusivo.

Rattazzi

Cristiano Rattazzi es un personaje conocido en la Argentina. Bufonesco y obcecado en su ideología, el presidente de la FCA Automóviles Argentina es la cara más visible y «resistente» del empresariado macrista en los medios y de los patoteros mediáticos que le hacen coro. 

Defiende a capa y espada, pese a la evidencia que supone la catástrofe económica y social que vive el país, y el endeudamiento astronómico que constriñe los horizontes de crecimiento futuro creado por la negligencia «cambiemita», las medidas promovidas por el anterior gobierno, respondiendo a las denuncias de corrupción sistemática que acechan judicialmente a la mayor parte de los funcionarios de la coalición PRO-Cambiemos con la excusa de una «legalidad» construida a base de testaferros y triquiñuelas jurídicas de escasa o nula moralidad.

En su alegato contra el gobierno de Alberto Fernández, Rattazzi exige compensaciones para sus empresas, al tiempo que patalea por la «montaña» de impuestos que pesan sobre las mismas. En un caso evidente de falta de lógica formal, los silogismos de Rattazzi, como los datos arbitrarios a los que se refiere para defender sus tesis, ni siquiera son dignos de refutación, especialmente cuando sus afirmaciones ya han sido rebatidas en numerosas ocasiones por los especialistas
. Él insiste en esgrimir sus argumentos en todos los foros a los que se lo convoca invocando datos falsos, estadísticas revueltas y fraudulentas, y afirmando axiomas alejados de cualquier criterio moral sustantivo.

Sin embargo, para Rattazzi, el coronavirus también es una oportunidad. El problema es que él cree, como en la crisis del 2008, que la pandemia tiene que servir al capital para imponer otro ciclo de autoexpansión basado en la sobreexplotación y la profundización del ajuste. 


Para el empresario, el COVID-19 tiene que traducirse en una bajada de impuestos a los más ricos entre los ricos, la eliminación de subsidios, recorte en el gasto social, todo esto - nos dice - para emprender una transformación épica del país que permita «a la gente (finalmente) ganar plata haciendo cosas útiles, para ellos y el país». Por ese motivo celebra al coronavirus concibiéndolos como un momento excepcional para hacer las cosas de un modo diferente, «porque así - sentencia - no vamos a ningún lado». 

Cara oscura del shock, Rattazzi vuelve a insistir con el vetusto discurso del cambio que propusieron en su momento Macri y sus aliados, el cual, al traducirse en medidas concretas, nos condujo al descalabro en el cual vive actualmente el país. 


Lo cierto es que, una y otra vez, enfrentados a las consecuencias regresivas que imponen los saqueos y la sobreexplotación que promueven los gobiernos neoliberales, la solución que se exige, de un lado y otro de la frontera ideológica, es más intervención estatal, políticas expansivas e inversión. 

La diferencia, en todo caso, es que los Rattazzi de turno que publicitan las usinas comunicacionales de la derecha económica y política del país, quieren convencernos de que la obligación de contención del Estado debe estar dirigida exclusivamente a garantizar, por medio de pingües ayudas y subsidios, a las élites empresariales y corporativas, a expensas del resto.

Y el tonto

Leí la noticia en La Vanguardia de Barcelona. Un preparador físico argentino de 40 años, quien había regresado al país de EE.UU. unos días antes, le dio una golpiza al guardia de seguridad del edificio del barrio de Olivos donde vive cuando el vigilante le reprochó que no había respetado la cuarentena.

Las imágenes de la cámara de seguridad capturaron la brutal agresión del individuo, que acabó quebrándole la nariz al guardia y enviándolo al hospital. Horas después, por iniciativa del propio ministro del Interior, la policía dio con el hombre, quien fue, primero, detenido
 y, luego, confinado en su casa bajo custodia policial, sujeto en el futuro a la condena correspondiente por los delitos de agresión y haber infringido el decreto del poder ejecutivo que exige la cuarentena obligatoria a todos los individuos llegados desde el exterior, especialmente procedentes de zonas de riesgo. 

El presidente Alberto Fernández fue contundente con el preparador físico. En una entrevista se refirió al «cheto» («pijo» en España) y aseguró que sería inflexible con todo aquel que violase la cuarentena. Concluyó:

«Estoy buscando donde vive ese señor para ir a encerrarlo personalmente, para que todos entiendan que no se puede jugar de ese modo, no se puede ser tan estúpido y no darse cuenta del riesgo en el que ponen a la gente».

Un hilo invisible se tiende entre personajes bufonescos como Rattazzi y el tonto de Olivos. Los une un desprecio similar por la vida del prójimo, y la prepotencia que les otorgan sus respectivos privilegios. Uno es millonario y el otro es musculoso. Ambos explotan su poder circunstancial despreciando los anhelos y necesidades del resto. Ambos, Rattazzi y el tonto, comparten una visión del mundo en la cual lo único que cuenta son ellos mismos.

La sociedad tendrá que decidir qué tipo de oportunidad supone la pandemia: 


1. La que nos propone Rattazzi y los neodarwinistas sociales del sálvese quien pueda, quienes exigen subvenciones y ayudas para sus empresas, al tiempo que desprecian los derechos y necesidades de los trabajadores y los millones de excluidos que el propio sistema, ineludiblemente, fábrica; 

2. O, por el contrario, la que defienden aquellos que imaginan, al decir «otro mundo es posible», una sociedad en la que no sobra absolutamente nadie.

COVID-19. OTRO MUNDO ES POSIBLE

Las pandemias no vienen solas 

Especialmente cuando se convierten, de manera imprevista, en el signo global de una crisis de legitimidad que afecta todas las esferas de la vida social, política, económica y medioambiental del planeta. Nadie está libre de culpas en este trance. Aqueos y troyanos en cada región del globo se echan los trastos a la cabeza inculpando a sus enemigos de los males que nos aquejan a todos.


El COVID-19, como me dijo un amigo, es democrático. No reconoce identidades superficiales. Sin embargo, las condiciones materiales y formales con las cuales enfrentamos este y otros desafíos, no tiene nada de democrático, especialmente si pensamos la democracia, no solo como el reino de la libertad, sino también como el reino de la igualdad. Me quedo entonces con el pertinente análisis de Etienne Balibar, quien define el anhelo genuino de la democracia como empecinamiento fraterno por construir el «reino de la igualibertad». No hay libertad sin igualdad, como no hay igualdad sin libertad. Ese es el desafío al que debemos rendir nuestros esfuerzos.

El reino y la gloria


En España, el Estado de derecho tiembla. La aplicación de medidas extraordinarias para enfrentar la expansión de los contagios en todo el territorio coincide con el terremoto político en la casa real. Felipe VI renuncia simbólicamente a su herencia, y «despoja» a su padre de las asignaciones que por ley le corresponden como monarca emérito.


La jugada mediática tiene tela. En pleno ascenso de la crisis sanitaria, con casi una decena de miles de infectados, y casi medio millar de víctimas mortales, la noticia no puede más que diluirse. La estafa sistemática de Juan Carlos de Borbón durante su reinado, nos enfrenta al dilema «Madoff», ¿es posible que Felipe y el resto de la familia real no supiera nada del entramado solitario utilizado por el monarca emérito para recibir fondos sospechosos de Arabia Saudita? Todos los datos apuntan a que esto no es así, y existen documentos que incriminan al actual monarca. 

Sin embargo, esta no es la cuestión en la que quiero detenerme.

Madoff y compañía


Ayer por la noche volví a ver la película 
«The Wizard of Lies»,  protagonizada por Robert De Niro y Michel Pfeiffer, basada en la historia de Bernard Madoff, fundador de un fondo de inversiones en Wall Street. 

Madoff, como la mayoría de ustedes recordarán, fue un reputado financista, además de un reconocido filántropo, que en 2008 se convirtió en noticia global cuando se descubrió que durante 16 años había defraudado a sus clientes con la más extensa pirámide financiera de la historia. Madoff acabó en la cárcel, condenado a 150 años de prisión por una estafa de decenas de miles de millones de dólares perpetrada contra cientos de sus clientes.

Ahora bien, la película no trata únicamente sobre Madoff, sino también sobre los principios o valores básicos sobre el cual se basa el capitalismo: (1) la propiedad privada; y (2) la sacralidad de los contratos. No hay duda que Madoff fue un estafador, además de un padre irresponsable, un tramposo, pero también es cierto, como el propio Madoff expresa en su alegato frente a la periodista que lo entrevista a lo largo de la película, que la responsabilidad por lo ocurrido es compartida. Después de todo, quienes fueron afectados por sus actos ilegales apostaban a inversiones de alto riesgo, sobre las cuales, nos dice, nadie quería saber detalles.  


En una de las escenas, una de las empleadas de Madoff interrogada por la fiscalía cuenta, con cierta admiración, que mientras la gente contemplaba atónita las imágenes del derrumbe de las Torres Gemelas en la televisión durante el 11S,  Madoff seguía trabajando en su despacho. Era un trabajador incansable, buscando obsesivamente oportunidades para convencer a sus clientes que pusieran sus fortunas en sus manos. Podemos imaginar en qué honorables causas estas buenas personas invertían su dinero: ¿la industria de armamento
? ¿Bonos basura? ¿Reestructuraciones corporativas? ¿Obra pública corrupta en países periféricos? ¿Fondos buitres para esquilmar las economías más dependientes? ¿Desposesión criminal de poblaciones bajo el efecto de un shock traumático?

Pero nada de eso aparece en la película. Solo una referencia vaga a la codicia de los inversores, y un alegato a favor de la familia de Madoff, su pobre e inocente mujer, y sus pobres e inocentes hijos, quienes defienden su inocencia frente a los ataques «desalmados» de los afectados por la estafa que no entienden que su único pecado fue la ignorancia. 


Cuando la película llega a su fin, uno acaba preguntándose: ¿no es acaso la ignorancia, en ciertas circunstancias, moralmente reprochable?

Guerra de trincheras


Mientras los enfermos siguen llenando los hospitales, y nos llegan las primeras imágenes de una Italia desconocida, donde en barracones se acumulan enfermos, y en la que los familiares ya no pueden despedir a sus muertos, en España la confrontación política acapara una parte importante de la agenda periodística y enciende a los grupos de fanáticos, enfebrecidos cada uno bajo sus estandartes y fobias.

Hace unos años tuve un sueño que cambió mi manera de estar en el mundo. Era muy joven, viajaba por Asia desde hacía varios años, y acababa de entrar en contacto con las enseñanzas budistas a través del Dalai Lama, quien impartía en su templo, en McLeod Ganj, un comentario oral sobre el Ratnavali de Nagarjuna. 


Después de varios días escuchándolo, ocurrió en mis sueños lo siguiente. Viajaba en un barco de pasajeros. No era un crucero, sino uno de esos barcos que tanto había utilizado los años anteriores para moverme entre las islas de Indonesia, barcos en los que caben varios miles de viajeros. Yo estaba en la cubierta, paseando entre la gente, cuando empezamos a escuchar gritos que venían de la popa. Vi que la gente se agolpaba frente a una mesa y se peleaba por firmar un libro de gran tamaño. Por algún motivo, parecía imperativo que todos estampáramos nuestro nombre en el gran libro de abordo. Pero, ¿qué estaba pasando? Alguien me dijo que habían anunciado el hundimiento próximo de la nave y la imposibilidad de nuestro salvataje, todos moriríamos en cuestión de horas. En aquel momento, como el resto de los pasajeros, me lancé como un idiota a la batalla por abrirme camino y estampar mi firma en el libro. Pero, de pronto, mientras empujaba y golpeaba a mis vecinos intentando avanzar hacia la meta que me había propuesto (el libro), atisbé un grupo de monjes budistas sentados pacíficamente a cierta distancia, contemplándonos compasivamente. De inmediato comprendí el absurdo de mi comportamiento.

Una oportunidad única

El COVID-19 está poniendo a la vista todas nuestras limitaciones, y nos está ofreciendo la oportunidad de hacer un cambio radical en nuestras vidas individuales y colectivas. De pronto, el mundo se detiene. Lo que parecía impensable, utópico en el mal sentido del término, de repente es una realidad. Podemos, con los costos que sean, obligar a la economía a frenar su actividad para enfrentar una catástrofe. De pronto, sin previo aviso, los ciudadanos están dispuestos a cambiar sus costumbres, reducir sus movimientos, modificar sus hábitos de consumo, limitar sus movimientos, e imaginar nuevas formas de relación social. De pronto, los gobiernos pueden poner límites a los sacrosantos valores del capitalismo, y obligar al capital privado a ponerse al servicio del bien común. De pronto, lo que nos decían que era imposible, «cambiar radicalmente», resulta una posibilidad cierta y probada empíricamente. Lo que ayer era una ingenuidad, hoy es un hecho.

Vivimos una época que algunos de nosotros consideramos «terminal». Como nos recuerda Nancy Fraser, «lo viejo está muriendo, pero lo nuevo aún no puede nacer». Pero, ahora, es también una época de esperanza. Ningún objetivo es descabellado.

Hace unos años, sentado con unos amigos en un bar, mirábamos la final de la Copa del Mundo (2006) cuando se me ocurrió la siguiente idea al saber del número de personas que globalmente estaban mirando el partido en aquel momento: más de mil millones de personas. No solo había mil millones de personas que estaban mirando el partido de fútbol. Sino que, además, durante esos 90 minutos, mil millones de personas estaban dibujando mentalmente el mismo diagrama diacrónico siguiendo el recorrido de una pelota de fútbol. La energía psíquica de mil millones de personas concentrada de ese modo en un único objeto era tremendamente significativa. No pude eludir la analogía con la energía nuclear. La manipulación del átomo y la manipulación de las consciencias era capaz de producir una fuerza descomunal que era transformada instantáneamente en capital.

Contra el ruido y la furia

Pero, ¿qué podríamos hacer si fuéramos capaces de cambiar el objeto de nuestra atención, si pudiéramos modificar las intenciones y propósitos en nuestras mentes?

Este momento nos ofrece esta oportunidad. Los obstáculos son los de siempre. Las distracciones de la política superficial, los lobbies que representan los intereses particulares de las élites mundiales, siempre a la pesca de ventajas para expandir su ámbito de privilegios y el entretenimiento perpetuo.

En cada región y en cada Estado, la crisis se utiliza con fines estrechos. Hemos visto como los Estados Unidos lo utilizaba para ampliar su guerra comercial, primero contra China, y luego contra la Europa de la Unión. En el seno de la Unión, los países del norte han abandonado la solidaridad comunitaria y han vuelto a resolver los problemas comunes de manera particular, abandonando primero a Italia a su suerte, y luego poniendo límites a las medidas del ejecutivo español. En Catalunya y en Euskadi, los líderes políticos, enzarzados en sus propias luchas intestinas, intra-territoriales, no han podido eludir el papelón del enfrentamiento retórico contra el Estado, indiferentes a la realidad porosa, mestiza, interdependiente de los territorios afectados por la crisis.

Ahora bien, si hacemos oídos sordos al barullo mediático, a los enfrentamientos retóricos en las redes sociales, al oportunismo que impera entre quienes tuvieron que prever en primer lugar las consecuencias de la crisis y luego protegernos delegadamente frente a ella, podremos escuchar otro clamor, silencioso, pero omnipresente, que nos dice que no queremos seguir así, que no queremos que el mundo vuelva a ser lo que fue antes de la crisis. Queremos otro mundo, y ese otro mundo, ahora la sabemos, es posible. Está en nuestras manos. Solo hace falta que perseveremos y pongamos contra las cuerdas a quienes pretenden mantener sus privilegios.

La oportunidad

Después de la Segunda Guerra Mundial, los pueblos del mundo exigieron un cambio radical. En los Estados Unidos, Europa y muchos otros lugares del planeta, vivimos treinta años de bonanza económica y social. Pese a la Guerra Fría, sabíamos que la desigualdad era un pecado, y que el desarrollo de todos los pueblos del mundo era un imperativo. Fuimos capaces de imponer nuestras condiciones a la luz del fracaso que habían supuesto, primero, la crisis del 29 y todo lo que trajo consigo, el sufrimiento indecible de las clases populares y la tristeza infinita que invadió el mundo entero después de décadas de loca irresponsabilidad, y segundo, una Guerra fratricida que dejó cincuenta millones de muertos.

Venimos de la crisis del 2008, que supuso un timo fenomenal. El robo a plena luz del día de la riqueza colectiva de la humanidad, una transferencia inconmensurable de recursos económicos y financieros a la banca y las corporaciones privadas. Ese timo es el que está detrás de la última fase de desguace de los Estados de bienestar en las «sociedades centrales», y el derrumbe de los proyectos emancipadores en los Estados periféricos emergentes, conduciendo a miles de millones de personas a la exclusión y a la precariedad, dejándolas en manos de mecanismos perversos de explotación y expropiación.

El COVID-19 ha dejado a la vista las vergüenzas del sistema. Como en 1945, tenemos que asegurarnos un ciclo de bienestar futuro que no esté basado en la perversa ilusión del crecimiento ilimitado, la ganancia exclusiva de minorías oligárquicas, y la acumulación fetichista. Necesitamos una nueva economía, una nueva sociedad, una nueva política, basada, como dice el filósofo Enrique Dussel, en el principio vida, el principio crítico último de todo sistema económico y político éticamente responsable, que exige (1) la preservación de la vida, y (2) la promoción de la vida buena, la igualibertad, para todas y para todos.


LECCIONES DEL COVID-19

Dónde estamos

Quiero darle otra vuelta de tuerca al argumento que empecé a desarrollar en mi entrada anterior. Ahora tenemos tiempo para pensar qué hemos hecho y por qué estamos donde estamos. La fotografía es bastante deprimente. Y no me refiero al confinamiento, sino al caos reinante.


Hace unas horas bajé a comprar unas frutas y unos vegetales. La encargada estaba protestando por la actitud de muchos de los clientes que habían, literalmente, saqueado las reservas, llevándose todo lo que encontraban, pese a las advertencias del gobierno y la garantía del abastecimiento.

Ahora bien, resulta fácil, como hace hoy la prensa local, responsabilizar a los ciudadanos, y hacer un llamamiento al civismo y a la responsabilidad de los individuos. Sin embargo, hay algo que huele mal en este argumento cuando pensamos en la evolución de la crisis. No estamos hablando de un terremoto, ni de un ataque terrorista, estamos hablando de una de las crisis sanitarias más anunciadas de todos los tiempos. 

Los chinos

China anunció el comienzo de la crisis casi desde el comienzo (pese a las reiteradas denuncias en su contra por el establishment occidental, siempre en guerra abierta contra sus contrincantes geopolíticos), pero, además, se tomó en serio la crisis y logró ganar tiempo para que el resto del mundo se preparara. 

Eso fue lo que hizo China, le dio a Europa, a los Estados Unidos, y al resto del mundo, tres o cuatro semanas de ventaja. También le ofreció un laboratorio (su propia política de contención) que debería haber sido observada con cierta simpatía por parte de las autoridades occidentales, especialmente teniendo en cuenta los datos cuantitativos que nos llegaban, primero desde Wuhan, y luego del resto del territorio. 

Pero esto, como sabemos, no fue lo que ocurrió. Los europeos se dedicaron a hablar del autoritarismo chino, y se felicitaron a sí mismos por dos cosas. Primero, por la tradición democrática europea (que una vez más les permite demostrarse a sí mismos su superioridad moral sobre toda otra civilización). Y, segundo, el extraordinario sistema de salud que poseen.

Obviamente, ambos enunciados son controvertidos y discutibles, especialmente a la luz de lo que ha acabado ocurriendo y lo que puede ocurrir debido a la cadena de negligencias observadas.

La democracia europea

Comencemos por lo primero, el carácter democrático de la sociedad europea. A menos que nos refiramos a la cuestión formal, al tema de las papeletas y otras delicias del liberalismo político en su actual dispensación, no parece acertado sacar lustre a la pechera sobre esta cuestión. 

Democracia es, como suelo decir, «un nombre en disputa». No solo define la posibilidad de la ciudadanía de elegir periódicamente a sus representantes políticos, sino que se espera (y esto es lo más importante) que esos representantes políticos, esas autoridades delegadas del pueblo soberano, quieran y puedan resolver los problemas que enfrenta la ciudadanía, que estén a su servicio, y no al servicio de minorías privilegiadas. La democracia exige que las autoridades políticas electas cuenten con los instrumentos materiales y jurídicos para cumplir con el mandato popular. 

Como en otras crisis anteriores (la llamada crisis de la subprime es la primera que se nos viene a la mente) nuestros representantes políticos demuestran ser estériles. Su función es, aparentemente simbólica, y en ese sentido, están en línea de continuidad con las monarquías que colorean los territorios políticos en el mapa europeo. 

Símbolos, gestos, simulacros. En el caso concreto que nos concierne, cuando el COVID-19 se desató, no fueron los gobiernos los que lideraron los procesos, sino las grandes corporaciones que impusieron sus tiempos e iniciaron los procesos de respuesta con celeridad.

La salud pública española

Pasemos a la segunda cuestión, la aparente superioridad de la salud pública europea, específicamente española (y, por ende, catalana). 

En estos días nos hemos enterado de algo que debería habernos llamado a todos la atención. Nuestro sistema de salud puede colapsarse en cualquier momento. 

No solo no tenemos un plan de contingencia para el coronavirus. No tenemos plan de contingencia para ninguna de las amenazas que nuestros líderes políticos, nuestros funcionarios públicos, nuestros directivos de ONGs, nuestros periodistas de cabecera, diariamente utilizan en sus retóricas publicitarias o electorales. 

No estamos preparados para una catástrofe natural, por ejemplo, de esas que diariamente ocupan las pantallas de la televisión cuando quieren vendernos un escenario demoníaco basado en el cambio climático u otra distopía al uso. 

Y nuestras limitaciones son mucho mayores de lo que imaginábamos. En Madrid, capital del Estado español, un par de miles de afectados con necesidad de internación en una UCI, colapsarían el sistema. Y 10.000 infectados en todo el territorio español, ahora sabemos, es un número que hará tambalear la salud pública. 

Recordémoslo, 10.000 afectados no es un número inconmensurable. Si contamos por cada persona afectada un nombre y dos apellidos, estamos hablando de 30.000 palabras, unas 30 o 40 páginas, formato Times New Roman, tamaño 12, espaciado 1,5. Leer el nombre de todos los contagiados nos llevaría un par de horas. 

La escuela pública

Ahora pasemos a la microfísica del problema. Para ello, vuelvo a la escuela pública, donde siempre preparamos toda clase de actos a favor de toda clase de causas: la lucha contra el cambio climático, la igualdad de género;
 los derechos de refugiados y migrantes. Para demostrar nuestro «compromiso progresista» con esas causas hemos dedicado un porcentaje importante de los recursos de las familias a organizar toda clase de eventos lúdicos, artísticos y similares, con la idea de que, al hacerlo, ayudaremos a los chicos a tomar consciencia de las luchas a las que tendrán que enfrentarse en el futuro.

Pero, hete aquí que llega el COVID-19. Y lo hace con casi un mes de antelación a nuestras aulas, y uno supone que estaremos a la altura de nuestra autocomprensión. Pero nada de eso ocurre. 

Pese a toda la información recibida y la preocupación de los chicos y las chicas, en todo el tiempo de espera hasta la explosión de los contagios de manera masiva, nada hicimos para prepararnos, al menos retóricamente, para la potencial catástrofe que se avecinaba. Incluso cuando Italia entró en cuarentena, y con italianos en la escuela que podían dar cuenta de primera mano de lo que estaba ocurriendo en sus hogares en Milán o Nápoles, a ninguno de nosotros se nos ocurrió organizar un plan de choque para preparar a los niños y niñas o ayudar a las familias que lo necesitaran, a enfrentar lo que podía, casi necesariamente, ocurrir, a menos que un milagro detuviera la expansión del contagio.

Son innumerables las anécdotas que puedo relatar sobre estas semanas de silencio avergonzado por parte del personal escolar, directivos, profesores y padres. La negación fue absoluta. Como decía en la entrada anterior, cosas tan elementales como enseñar a los niños a lavarse las manos, no tocarse la cara, o dejar de utilizar servilletas de tela en el comedor, o reorganizar los cepillos de dientes, en contacto los unos con los otros para evitar contagios, se olvidaron enteramente. Incluso hubo profesores que sintieron que debían poner coto a las inquietudes de los niños que traían a colación el tema del coronavirus, como si enterrar la cabeza debajo de la arena pudiera servirnos para eludir el problema que enfrentábamos.

El rey está desnudo

Todo esto dice algo de nuestra sociedad, de nuestro fatalismo y nuestro moralismo. De alguna manera, nos entregamos atados de pies y manos al COVID-19, como nos estamos entregando atados de pies y manos a la catástrofe medioambiental o a la guerra posmoderna en la nueva geopolítica posdemocrática que estamos viviendo.

Ese fatalismo, como decía, viene acompañado de moralismo, un tipo de reacción emotivista que utiliza una retórica moral como estrategia para eludir todo tipo de responsabilidad individual y colectiva. Si al fatalismo y al moralismo sumamos el victimismo, y a esto el paternalismo de una sociedad que, al tiempo que combate el machismo, se aferra a relaciones de dependencia sistémica, el combo está servido.

¿Qué hacer?

Hace unas horas, en La Vanguardia leí una nota en la cual una de las residentes confinadas decía: «Estamos aquí encerrados, pero nadie nos dice qué es lo que tenemos que hacer». Tal vez ese sea nuestro problema, que nos hemos acostumbrado a un tipo de democracia que ha inhibido nuestra capacidad para decidir qué es lo que tenemos que hacer cuando nos enfrentamos a cosas que trascienden el funcionamiento normal de un sistema basado en la competencia y el consumo. El COVID-19 tiene mucha tela para cortar.

Las tradiciones religiosas suelen decir que una vida vivida sin consciencia de nuestra finitud acaba convirtiéndose en un desperdicio. Esto es así, tanto si creemos en algo más allá de esta vida, como si creemos que todo nos lo jugamos aquí y ahora. Lo importante es si proyectamos nuestra vida asumiendo de manera realista lo que somos, o vivimos, simplemente, porque el aire es gratis. 

Cuando sistemáticamente negamos lo que nos espera, el resultado suele ser catastrófico. Lo contrario consiste en hacer preparativos, enfrentar los desafíos inevitables. 

Sobre gestos y milagros

Es curioso que en una sociedad que, en gran parte, se ufana de su secularismo, los problemas se asuman de manera análoga al modo en el que los feligreses oran a sus dioses, esperando un milagro. La alternativa sería, por ejemplo, en vez de adorar a la naturaleza o hacer gestos de purificación ritual en forma de reciclaje u obsesión con el aire libre, modificar nuestra forma de vida. 

Pero, si no estamos dispuestos a interrumpir la cadena causal, lo cual conduce inevitablemente a una catástrofe medioambiental, lo mejor sería ser honestos, y empezar a prepararnos para lo que, eventualmente, acabará pasando. 

Tal vez no queríamos parar el país porque no estábamos dispuestos a poner en crisis la economía. Es una decisión legítima. Lo que no es comprensible es que, sabiendo lo que nos esperaba, nos hayamos puesto a rezar para que ocurriera un milagro, en vez de asumir los preparativos para enfrentar la crisis en cada uno de los hogares de una sociedad que se dice a sí misma democrática. 

Pero nuestra educación no va de esto. Al final, lo que hace es enseñarnos un sustituto de la oración con la esperanza del advenimiento providencial de un mundo sostenible. Lo que no parece enseñarnos es a vivir de otro modo, ni a prepararnos para enfrentar el precio de nuestro apego a una forma de vida que ha probado ser inconsecuente con las aspiraciones que supuestamente anhelamos realizar. 

En el espejo del «coronavirus»

El COVID-19 ha desvelado quiénes somos. No importa cómo interpretemos lo que nos está ocurriendo, si el virus es real o una construcción mediática, lo que importa es que estas sociedades democráticas y avanzadas en las que creíamos vivir, se sostienen sobre pies de arena.

El caso de Catalunya es un capítulo aparte. No porque sea muy diferente a otros lugares de España, sino porque es el lugar donde vivo. 

Más allá del autobombo de cada pueblo que pretende hacer de su propia diferencia un muro infranqueable, en los últimos tiempos, no en una, sino en incontables ocasiones, hemos visto que Catalunya es hermana gemela de esa España de la que tanto quiere distinguirse. 

En este caso, como ocurrió con el gobierno central, la gestión de la crisis, retórica y administrativamente, ha sido un verdadero despropósito, y este despropósito amenaza con profundizarse si el Govern, especialmente el President Torra, no es capaz de aparcar sus obsesiones ideológicas y asumir el costo de su errores. 

Lo que ahora toca es aunar fuerzas para una pronta resolución de la crisis, teniendo en cuenta que esa resolución solo puede lograrse en el marco de un entramado institucional en el cual están engranados todos los mecanismos locales, regionales, estatales, comunitarios y globales, no solo para resolver la crisis sanitaria, sino para empezar a construir un futuro, donde, una vez más, podamos soñar con otro mundo posible.  

COVID-19. La crisis en Catalunya

«Salut» informa

Hace unas semanas, cuando se anunció la primera rueda de prensa informativa sobre la epidemia por parte de la Generalitat de Catalunya, me senté frente a la televisión a escuchar el mensaje. Cuando el responsable acabó con su torpe alocución y sus alusiones veladas a la excelencia del servicio de salud catalán, tomé la decisión: mis hijos no concurrirían más a la escuela hasta que supiéramos qué estaba pasando. Los indicios mostraban que las autoridades no parecían querer entender la gravedad del problema al que nos enfrentábamos.

Un poco de memoria

Lo primero que quiero hacer en esta nota es recordarle a la gente que el sistema de salud catalán no es ya «excelente», pese al esfuerzo de los servidores públicos que diariamente trajinan en sus hospitales, centros de atención primaria, quirófanos, laboratorios y otros servicios afines. Es un sistema que ha sido sistemáticamente vaciado, saqueado, malversado, desfinanciado por los grandes defensores de la patria catalana [1]. 

En segundo lugar, recordarles que no hace mucho, cuando la espuma independentista se convirtió en cerveza tibia, los trabajadores de la salud salieron a la calle a protestar masivamente por las condiciones de trabajo y la escasez de recursos. 

Esto es importante, porque en este país de relatos fantasiosos, todo se olvida muy pronto, y los mismos que ayer nos metieron en problemas, hoy vuelven a presentarse ante las mismas audiencias como héroes nacionales. 

Lo cierto es que, en aquel momento, escuchando al responsable de la «operación maquillaje» de la Conselleria de Salut, comprendí lo que cualquier persona con dos centímetros de memoria debería haber recordado, que las élites políticas de este país no son, en modo alguno, dignas de nuestra confianza. 

El Mobile

Todo comenzó con las absurdas quejas de tertulianos, políticos y expertos de pacotilla que desfilaron por las televisiones y radios públicas del país indignados ante el golpe al bolsillo de los catalanes que suponía la embestida contra el Mobile. Y lo decían así: «embestida», porque era un complot contra «lo nuestro». 

Recuerdo de aquellos días haber sintonizado Betevé y encontrar a dos profesoras de la universidad pública protestando con estridencia en contra del director de la Organización Mundial de la Salud por haber utilizado palabras «catastrofistas» en su alocución de aquella tarde. Decían que Tedros Adhanos, el director de la OMS, había sido un «irresponsable».

Este tipo de argumentación desinformada, pretensiosa y emocionalmente desequilibrada es habitual entre los referentes comunicacionales del país. Yo lo denomino «el efecto Rahola», una periodista catalana que ha forjado su fama encarnando vulgaridad comunicacional e indignación intolerante que le ha valido numerosos imitadores y «celebrantes» [2].

La cultura del lugar común

Atrapados entre los inexpertos habituales, la sociedad catalana recibe sistemáticamente como alimento argumentativo una «batahola» de lugares comunes, que una parte de la ciudadanía repite como mantra, acostumbrada a análisis pre-digeridos, seguidismo obsecuente, y el temor a alejarse de la normalización cultural en la que ha sido organizada.

En este contexto, me pregunto: ¿por qué confiar en estas autoridades políticas, o en el sistema de comunicación que media entre nosotros? 

La hegemonía política del independentismo ha resultado en un verdadero fracaso para Catalunya en todas las dimensiones de su vida social, política, económica e, incluso, cultural. La prensa local, y la cultura crítica del país, se ha entregado enteramente a ese fracaso, abrazándose a los responsables de este retroceso notorio que todos percibimos con tristeza dentro y fuera del país. 

En estos momentos trágicos que vivimos (y el adjetivo no es casual), en los que además de los miles de muertos y cientos de miles de enfermos, la sociedad en su conjunto experimenta la angustia de un futuro incierto, la frivolidad política y cultural del país se vuelve más evidente. 

Pongamos un ejemplo: La decisión del Govern de transformar el 061 en un número telefónico gratuito después de haberlo privatizado.

La medida se tomó esta mañana, unas horas antes de que el gobierno reconociera oficialmente lo que era, a esas horas una evidencia: se ha perdido el control de la trazabilidad del contagio, y la proyección matemática augura en los próximos días un aumento exponencial de los afectados en el territorio.

Vale la pena tomar nota del contexto. La decisión del Govern sobre la gratuidad del 061 solo ocurrió, como es habitual, como reacción. Esta vez a la siempre oportunista denuncia de Ciudadanos ante las autoridades europeas por el tratamiento negligente de la crisis. Es más que significativo que un partido tan a la derecha como el que hoy preside Arrimadas, comprometido con la aplicación sin cortapisas de políticas neoliberales, pueda correr a los patriotas progresistas catalanes por izquierda.

Pero es que, la «Catalunya oficial», es un fracaso rotundo, que solo la riqueza circunstancial del territorio, las carambolas geopolíticas, un pueblo trabajador, formado también por una generosa inmigración que supo poner el «lomo», y ciudadanos venidos de los diez puntos cardinales del planeta que tiran del carro, permite sostener.

No confiar

Por lo tanto, mi respuesta es un «no» rotundo. No confío en las autoridades políticas y sanitarias catalanas, como tampoco confío en las autoridades políticas y sanitarias centrales y europeas, y quisiera convencer a mis conciudadanos de lo siguiente: volver a dar carta blanca a estas autoridades, movidos por las usuales razones emotivistas que explotarán estos días, es un despropósito, porque lo que estamos obligados a hacer es fiscalizar las medidas que se han tomado y se están tomando, con gesto señero y actitud exigente. Desde hace ya algunas horas ha comenzado el operativo de las TVs públicas para descalificar cualquier crítica dirigida a la gestión gubernamental de la crisis. 

En el caso de las autoridades catalanas, han dado prueba suficiente de sus negligencias durante los últimos años. El paternalismo que les ha valido el seguidismo popular no ha servido para gran cosa, excepto para arrastrar al país, una y otra vez, a abismos existenciales y estructurales que bien podrían haberse eludido. Si los mismos líderes políticos todavía están allí, aferrados a sus poltronas, es porque sus decisiones cotidianas están refrendadas por lo que yo denomino la «Stasi catalana», formada por intelectuales, académicos y periodistas del país que se han impuesto una tarea colosal: desarmar la crítica interna, achacándole todas las culpas a la fortuna o al enemigo exterior. 

Pero lo que ahora mismo está pasando es grave. Y la gravedad no se reduce al patógeno que nos invade, ni a la psicosis que nos afecta. Lo que hoy vuelve a ponerse en evidencia es la mediocridad notoria de los cuadros políticos y tecnocráticos que nos gobiernan, por un lado; y la falta de actitud crítica por parte de los sectores sociales que los acompañan, atrapados en sus contradicciones e hipocresías, hábitos de victimización, y un moralismo exacerbado que inquieta y amordaza a sus críticos. 

Narrativas en pugna

Mientras las autoridades mundiales alertaban hace pocas semanas sobre la gravedad de la crisis que se avecinaba, las autoridades políticas catalanas sacaban pecho, exigiendo que se respetaran sus protocolos, ufanándose de la superioridad de su sistema de salud. 

«Los chinos son los chinos, pero a nosotros, cómo podría pasarnos algo semejante», parecían decir. Ni siquiera el cierre a cal y canto de Italia les sirvió como escarmiento. Las autoridades locales y sus mandarines en los medios públicos se negaron a discutir abiertamente la cuestión. Se dedicaron a repetir como loros que todo estaba controlado, que el pánico era infundado, que la salud pública era sólida, y que había que confiar. 

Este contexto de mensajes cruzados es lo que explica la frivolidad de una sociedad civil que se autopercibe como militante y políticamente activa, pero que, una y otra vez, demuestra sus limitaciones críticas. 

Atrapados entre los severos avisos de alerta emitidos por las autoridades globales, y las excusas blandengues de los voceros locales, la ciudadanía se vio desarmada, obligada a enfrentar el período de crisis sin preparación alguna.

No se salva nadie

Por mi parte, inútilmente esperé que los directores de escuelas e institutos, los docentes, los responsables en las asociaciones de padres, o los encargados de las empresas subcontratadas que sirven al colectivo de niños y adolescentes emitieran una circular proponiendo alguna medida preventiva, sea para abordar cuestiones tan insignificantes y poco costosas como la higiene en las aulas, o los hábitos de los niños en los comedores. En un mes de crisis no recibí ni un solo mensaje. Y cuando se planteó el problema, la respuesta fue: «debemos esperar a lo que digan las autoridades sanitarias». Obviamente, esto resulta sorprendente si pensamos en la catarata de mensajes inútiles que diariamente se emiten promoviendo toda clase de causas simbólicas con gestos vacíos. 

Tampoco circularon mensajes de WhatsApp, ni se enviaron correos electrónicos entre los usuarios de esos servicios planteando alternativas o líneas de acción futura ante la crisis que se avecinaba. Ni padres, ni abuelos, ni docentes se preocuparon por pensar colectivamente los peligros a los que nos enfrentábamos o las respuestas que podíamos articular ante semejante desafío. Eso sí, hubo las bromas histéricas de turno, fruto de la impotencia que supone no poder expresar nuestras dudas y temores por miedo a ser criticados por la maquinaria de control social que nos envuelve.

Soy responsable también de tu contagio

Ahora sabemos que nos enfrentamos a algo serio. No se trata de una simple gripe y hay vidas en juego. Después de varias semanas frivolizando sobre el tema, ha llegado el momento de entender que, aún cuando muchos de los infectados experimentarán síntomas leves, la tasa de contagio gira en torno a 3.4. Es decir, cada infectado contagiará entre 3 y 4 personas de media. Eso significa que, si nosotros mismos somos contagiados (aunque nuestros síntomas sean leves), al menos 1 de las 4 personas que nosotros mismos contagiaremos podría experimentar síntomas graves, o incluso la muerte. Como diría Aristóteles, aquí quienes se ufanan de valentía no hacen otra cosa que conducirse de manera egocéntrica y temeraria. 

Aprovechando los días de receso que tenemos por delante, habrá que ir pensando qué repercusiones tendrá esta etapa en nuestras vidas futuras. Es indiscutible que no volveremos a ser los mismos. Lo cual no significa necesariamente que acabaremos siendo mejores o peores.  Dependerá de nosotros, del modo en que utilicemos las circunstancias, si avanzamos hacia una sociedad más solidaria, ecológicamente más sostenible y genuinamente democrática, o seguiremos profundizando en nuestra idiotez que, tanto aquí, en Catalunya, como en el resto de Europa, resulta cada día más amenazante. 

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[1] El caso madrileño probablemente sea aún más dramático. En un reportaje emitido por la Televisión española, un enfermero al que se le pedía que expusiera su experiencia de estos días de crisis denunciaba lo siguiente: 

«Ahora mismo, 1.388 casos de coronavirus confirmados en Madrid y la sanidad pública madrileña en el año 2008 tenía 2.100 camas más. Yo creo que con esto lo he dicho todo» (Fuente: Público)

Los recortes y la transferencia de recursos al sector privados son parte de la tragedia que vivimos. Probablemente, los retrasos a la hora de tomar decisiones más contundentes se haya debido, en parte, en la necesidad de descomprimir y evitar el colapso de una sanidad pública adelgazada por el saqueo perpetrados por las élites de ambos lados de la imaginaria frontera en disputa. Una vez más, comprobamos que para las élites locales, obsesionadas exclusivamente con sus privilegios, las cuestiones identitarias siempre han servido para esquilmar al pueblo. 

[2] Hoy, la periodista Pilar Rahola, en La Vanguardia, horas antes que el epidemiólogo Oriol Mitjà fulminara la gestión de la crisis por parte de la Generalitat explicando que lo que se estaba haciendo, se estaba haciendo muy mal, debido a que la reproducibilidad de la transmisión es muy elevada en Catalunya, y la situación exige medidas extraordinarias que nadie parece atreverse a tomar, la periodista nos sorprendió con una protesta:

¡Basta de hablar de Coronavirus!

Por ello, la columna que publicó está dedicada al «satisfyer», ese adminículo apasionante (para mi desconocido hasta esta mañana) al que dedicó su columna, explicando las ventajas y desventajas de esta nueva tecnológica al servicio del orgasmo femenino. 

Eso sí, lo hizo con clase, recordándonos en la primera línea del texto que su desliz hacia estos asuntos estaba plenamente justificado. Se trataba de «obediencia debida» a Quim Monzó, «cuyos deseos, como dice Rahola y todo cultureta del país bien sabe, son órdenes para todos nosotros. 

De estos héroes está hecha nuestra patria…

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...