UN SOLO CORAZÓN


Iberoamérica

Existen vínculos estrechos, históricos, políticos, socioeconómicos y culturales, entre «Iberia» y América Latina. Para bien o para mal, entre un lado y otro del Atlántico se tejen relaciones que desnudan los lineamientos y las simpatías disimuladas de los grupos políticos y corporativos en los dos continentes. 

Se ha hablado mucho, durante años, y se ha enfatizado en tono de denuncia, las conexiones de la izquierda española con los progresismos latinoamericanos de la última década. Marcado a fuego en la memoria de la sociedad española a través de una desgastante campaña mediática hecha a la medida de los prejuicios de la población, la asociación de Errejón, Iglesias y Monedero con la izquierda bolivariana se ha convertido en el signo de su identidad histórica. 

Pero también hemos sido testigos de las revelaciones incriminatorias del ala dura del aznarismo con los elementos «golpistas» en América Latina que han protagonizado la ola de oposición antidemocrática de los últimos años.

Desde aquellos días aciagos posteriores al 11S, cuando Aznar se daba el lujo de posar con los pies sobre la mesa, fumando un puro junto a George W. Bush, porque se había convertido en una pieza clave para el presidente estadounidense en la Cumbre de las Azores; pasando por los ominosos días del golpe de Estado a Hugo Chávez, que el monarca español intentó, tiempo después, silenciar con su famoso «¿Por qué no te callas?»; la derecha española (política o corporativa) ha estado presente detrás de los eventos más oscuros que ha vivido la región: comenzando con el golpe militar a Zelaya en Honduras, el reciente golpe a Evo Morales en Bolivia, el golpe institucional a Dilma Rousseff y el encarcelamiento a Lula Da Silva en Brasil. En Argentina, la candidatura de Mauricio Macri fue apoyada abiertamente por el Partido Popular. El gobierno de Macri dio lugar a la persecución y el encarcelamiento masivo de líderes opositores. 

En todos estos casos, el rol de la prensa española ha sido clave a la hora de legitimar estas estrategias antidemocráticas en la región. 

Menos se habla, sin embargo, de los vínculos entre la derecha catalana y la derecha latinoamericana. Algunos de sus periodistas y tertulianos más prominentes, además de cultivar y expresar abierta o veladamente un «anti-latinoamericanismo militante» (asociado en parte por su desprecio por la izquierda española y local, a la que tildan de «españolista»), forman parte del coro mediático en la región que estimula la idea de que, en ocasiones, es necesario forzar un «cambios de régimen para garantizar la libertad».

Es aquí donde las derechas de Iberia tienen «un solo corazón». No importa si hablamos de Madrid o Barcelona, las derechas comparten una misma agenda geopolítica, y un mismo afán de acumulación.   

La periodista del «poble»

Alguien podría pensar que estoy obsesionado con Pilar Rahola. He escrito varias notas sobre sus intervenciones públicas fuera de España, en las que asocio el trasfondo ideológico de la periodista independentista con la ultraderecha latinoamericana. 

Sin embargo, contra la persona de Pilar Rahola no tengo nada. El problema lo tengo con su «avatar mediático», que representa a un sector de la ciudadanía catalana que «echa espuma por la boca», muy a la manera de los seguidores más radicalizados de la «entente Vox-PP», y sus homólogos en América Latina, pero envuelta en sus esteladas.   

Las razones que aduzco «contra» Rahola (el avatar) no son banales, o fruto de un disgusto arbitrario por mi parte. En Cataluña, Rahola es una vaca sagrada con «voz y veto» en los medios públicos y privados. Como Feinmann, Leuco o Lanata en Argentina, representa la indignación moralista de la derecha local. 


El extremismo «indepe-conserva» la festeja. La pretendida «izquierda de gomaespuma del país», le teme. Para entender este intríngulis, hay que prestar atención a la recepción de su mensaje por parte de las audiencias extranjeras a sus intervenciones. Porque fuera de España, sus palabras siempre son aplaudidas con gran algarabía por los sectores más radicalizados de la derecha pura y dura. 

 

Veamos el caso de Argentina. Allí sus numerosas apariciones públicas acaban siempre alegrando la vida de quienes ocupan el «lado oscuro» de la grieta política. Negacionistas variopintos de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, libertarios obsesivos, lobistas neoliberales y periodistas extorsionadores, adictos al lawfare e invitados de honor de «la Embajada», incluso militantes nostálgicos de las monarquías europeas que hoy sueñan, gracias a «Máxima», la reina de Holanda, con recuperar el «linaje de nobleza» perdida con la independencia, todos ellos quieren a Pilar Rahola. Y la quieren, y la admiran, y la veneran como un oráculo transatlántico, porque Pilar Rahola les da lo que ellos quieren oír: los condimentos necesarios para poder «escupir espuma por la boca». 


Isabel y Pilar en las Américas


Siempre he creído que los viajes pueden expandir nuestras perspectivas. Esto no es siempre el caso. Hay viajeros a los que les produce el efecto inverso: anquilosamiento en la cerrazón, engreimiento tozudo, etnocentrismo malsano. En el caso de Rahola es evidente su distorsión provinciana, que le ha hecho comprometer su palabra en los más peliagudos asuntos de la agenda internacional con el paso cambiado, asociándola, curiosamente, con quienes, en su patria catalana, son sus explícitos enemigos. 


Ayer, uno de los periodistas que con más entusiasmo viene recogiendo las opiniones de la tertuliana catalana sobre el «populismo latinoamericano», sirviendo de foro para publicitar sus «fobias antiizquierdistas» y «antiprogresistas» (al mejor estilo de otro dechado de «virtudes conversas», Mario Vargas Llosa), recibió a través de video-conferencia a la estrella del momento: Isabel Díaz Ayuso.


Una visita rápida a Youtube para contrastar las respectivas apariciones de Pilar e Isabel en los programas del periodista Eduardo Feinmann y otros de su estirpe, nos permitirá constatar lo habitualmente impensado: si hablamos de ideología, Isabel y Pilar son más próximas de lo que pensábamos. Sus opiniones y sus provocaciones, excepto en aquello que tiene que ver con las banderas a las cuales devotamente rinden, cada una, sus respectivas lealtades, son una «copia fiel» de dos almas gemelas. 


Como ocurrió en los años previos con Rahola, aplaudida a rabiares por su apoyo explícito del presidente Mauricio Macri, su desprecio fóbico por el populismo, y su sorna hacia los progresismos de todos los colores, Díaz Ayuso recibió su premio. Una periodista local llegó a gritar frente a cámara emocionada: «Yo quiero una líder como Ayuso». 


No hace falta mucho esmero periodístico para encontrar expresiones análogas respecto a la terturliana catalana que ElNacional.cat ha convertido en la heroína del momento por usar a los de ERC como punching balls, exigiéndoles la cuota de humillación imprescindible que demanda la República. 


En los siguientes apartados en política internacional (con las implicaciones que ello conlleva en el terreno ideológico), las opiniones de la tertuliana y la política son indistinguible:


- La denuncia reiterada sobre el peligro que suponen los «populismos» o «progresismos» latinoamericanos. La antipatía contra los líderes populares latinoamericanos es notoria y manifiesta en ambos casos. 


- En contraposición, las muestras explícitas de simpatía y apoyo a los líderes políticos de la región que defienden políticas neoliberales tras la máscara de una defensa de la justicia, entendida exclusivamente en términos de libertad. 


- La parcialidad manifiesta en el tratamiento del conflicto israelí-palestino y atisbos claros de islamofobia en sus respectivos discursos.

 

- La explícita o sugerente estigmatización de los grupos considerados foráneos en sus respectivas circunscripciones en sus discursos. 


- La manía manifiesta contra UP y En Comú Podem. En ambos casos, estas formaciones merecen un tratamiento despectivo (o bien como «comunistas contra la libertad» - en el caso de Díaz Ayuso; o bien como secretos «españolistas» contra la única y genuina posición política que puede defender un catalán de verdad: la independencia).



La spoof comedy del procés 

 

Todo esto, por lo tanto, ilustra lo que viene pasando en Cataluña de un tiempo a esta parte. Y permite, además, entender el Spoof Comedy del procés que hoy interpretan los líderes de ERC y JxC.  Entre estas dos formaciones políticas no debería existir una brecha programática, ni una diferencia táctica o estratégica, sino un verdadero abismo ideológico.


JxC representa, ni más ni menos, que la derecha rancia neoliberalizada, conservadora y moralista, la que exige privilegios y defiende prebendas históricas a todo o nada. Una derecha cuyo extremismo es contenido, exclusivamente, por los límites que le impone una situación de sub-alternidad política, en el marco de un Estado autonómico. 


Por el otro lado, tenemos a ERC, una formación con olfato oportunista, pretendidamente de centro izquierda, como el ala conservadora del Partido Radical argentino que, en coalición con el PRO gobernó nuestra república durante los cuatro años infaustos de Mauricio Macri. 


Como esa ala conservadora del Partido Radical argentino, los sectores de ERC que han participado en el zurcido entente con los exconvergentes, no pueden esconder sus inclinaciones neoliberales. Su republicanismo ha dejado de ser izquierdista, para mutar en conservadurismo de andar por casa. 


Todo esto, como nos decían los mayores, se explica de manera sencilla, acudiendo a los dichos populares: «Dime con quién andas, y te diré quién eres». En esa relación de «discipulado» que, durante tantos años ha mantenido con su alter-ego independentista, ERC ha acabado convirtiéndose en su «idéntico en la diferencia». 


Y, si quedaba alguna duda: ERC y JxC han anunciado en las últimas horas un principio de acuerdo que desnuda todo esto de lo que venimos hablando. 


El nuevo gobierno es la vieja película de siempre. ERC mantendrá la «presidencia simbólica» de la Generalitat, y entregará  JxC la presidencia del Parlament y la Conselleria de Economia. De este modo «el realismo político» sigue estando al servicio de los intereses de clase.


Una vez más, contemplamos la «entente» entre los «progresistas neoliberales», representados por ERC, y la «derecha excluyente», que además de cuidar de la riqueza colectiva, garantizará que el orden jurídico mantenga engrasado su sistema de acumulación y preserve sus privilegios históricos. 


Mientras tanto, «haciendo el tonto», va la CUP, una vez más, como en tiempos de David Fernández, dándose abrazos con los «amos». 

LA MALA EDUCACIÓN


 

El triunfo de Díaz Ayuso en Madrid estaba cantado. No obstante, unas horas antes de la debacle, un simpatizante de Pablo Iglesias me telefoneó desde Pamplona y, en medio de la conversación, ante mis críticas a la estrategia de Podemos, me espetó: ¿Es qué lo das por perdido? ¿Ya has tirado la toalla? Le expliqué que, si bien es cierto que hasta el cierre de las urnas nada puede darse por descontando, a menos que ocurriera algo extra-ordinario en el escenario (y no parecía que ese fuera el caso horas antes de las elecciones), la suerte estaba echada. 

 

Díaz Ayuso arrasó. Los madrileños le dieron al Partido Popular su tan ansiada victoria, y ahora tienen los ojos puestos en Moncloa. El Partido Socialista recibió un varapalo que será difícil de encajar. Se esperan horas aciagas. El líder de Podemos, a poco de conocerse la derrota, renunció a todos sus cargos, habiendo preparado y anunciado previamente con las encuestas en la mano su EXIT profesional. Vox (pese a perder los votos reciclados del PP de la última contienda electoral) se convirtió en el «amo de llaves» de la señora Ayuso. Mientras tanto, Ciudadanos, de manera contorsionista, despegaba hacia la dimensión desconocida. La única alegría para la izquierda fue Más-Madrid, que hizo una campaña digna y exitosa en términos electorales, en no menor medida, gracias a la lealtad de Iñigo Errejón al espíritu original del movimiento que lo catapultó a la escena pública. 

 

Ahora bien, todo este asunto me hizo pensar acerca del lugar de las emociones en la política. Y, especialmente, en nuestras frágiles democracias neoliberales. Uno está tentado a decir que vivimos en «democracias psico-emocionales». Es decir, que lo que la mayoría de los ciudadanos verdaderamente quieren ver representado con su voto, no son políticas (estrictamente hablando), sino «satisfactores» emocionales.  

 

Queremos líderes que expresen nuestros sentimientos y emociones, que los cristalicen, que ejecuten nuestra turbulencia interior, sea en la forma de la vendetta, la humillación o incluso la violencia, retórica o material. Y aunque, de boquilla rechazamos la «política de los símbolos y los gestos», anhelamos que representen gestos humillantes que perturben la existencia emocional de aquellos a quienes hemos identificado como nuestros «enemigos públicos», esos personajes que detestamos desde las entrañas, para poder experimentar, justamente, la satisfacción compensatoria que tanto ansiamos. 

 

A esta altura, no importa si nos referimos a la Catalunya de Puigdemont; a la Buenos Aires de Rodríguez Larreta; o a la Madrid de Díaz Ayuso. En todos estos sitios, lo que motiva las voluntades de manera hegemónica son los «satisfactores emocionales». 

 

Ahora bien, esto no es nuevo. Solo que estamos presenciando la compleción de ese giro copernicano que inauguró la posmodernidad: una ciudadanía que exige a la razón una sumisión completa a nuestra vida emocional: las emociones lo son todo; la razón parece ser «menos que nada».

 

Uno está tentado a ilustrar la cuestión aludiendo al famoso debate en torno a la relación entre fe y razón que desveló a los santos medievales, y que Juan Pablo II, de la mano de su más fiel colaborador, el cardenal Ratzinger, reflotó para alegría de muchos, e indiferencia de otros cuantos. 

 

En su encíclica Fides et Ratio, publicada cuando la cultura posmoderna y el capital financiero copulaban para concebir el engendro que es hoy nuestra herencia, el Santo Padre nos recordó la importancia de una razón militante en la fe. 

 

Ahora bien, para nuestra discusión, en el lugar de la fides (la fe) pongamos al corazón. No el corazón abierto y generoso donde pueden cultivarse actitudes bondadosas, compasivas y justas. Sino el corazón contaminado con nuestras emociones morbosas, algunas de ellas ocultas bajo el disfraz del moralismo, y otras entregadas sin cortapisas a nuestros más bajos instintos. 

 

Ante nuestras miserias y nuestras adicciones emocionales, la razón es débil. Enceguecida por una fe obtusa y criminal, la razón se convierte en sierva de las patologías del alma, en mera escribiente de nuestros más retorcidos caprichos y prejuicios.  En este contexto de dominio casi absoluto de las emociones sobre la razón, la verdad se vuelve, sencillamente, impotente. 

 

Dicen algunos que en 1936, Miguel de Unamuno, ante la inminencia de la catástrofe que se avecinaba, pronunció ante los fascistas en la Universidad de Salamanca, la celebérrima frase: «Venceréis, pero no convenceréis». Sea cierta o no, la frase tiene tirada para estos días aciagos que transitamos. 


Sin embargo, 
como señala Marx en las primeras líneas de El 18 de brumario de Luís Bonaparte: «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa». 

 

Esto nos deja en una posición incómoda. Repetir hoy a Unamuno (haya sido su gesto real o imaginario) sería en toda regla una farsa. De modo que solo nos queda, por el momento, la pregunta: ¿Qué hacer? 

 

 

MADRID-BUENOS AIRES: LAS DERECHAS EN PIE DE GUERRA

 

Vivimos una época difícil. La pandemia ha causado un verdadero estrago en la vida psíquica de los ciudadanos, y ha llevado a la convivencia al límite de la tolerancia (ese antídoto efímero – como dice W. Brown – que los liberales inventaron para eludir el compromiso con el genuino reconocimiento del otro). 

 

En este contexto, más allá de las respuestas histéricas de una parte (importante) de la población que hoy se afirma en toda clase de negacionismos militantes – pese a la extenuante exigencia cognitiva que supone un negacionismo de este tipo ante el tamaño de la evidencia que tenemos por delante – el grueso de la población responde a los graves trastornos emocionales que padece alineándose a la política belicosa en la que cosechan votos los desalmados, quienes no le hacen asco a las irracionalidades y a las mentiras, quienes ejercen sin prevenciones la arbitrariedad y el patoteo. 

 

Las elecciones madrileñas que en los próximos días decidirán la suerte de la capital española, y la gravísima crisis institucional que vive la Argentina ante el desacato de las autoridades municipales a las medidas federales impuestas con fuerza de ley por el gobierno nacional, y justificadas por el ascenso exponencial de los contagios y las muertes, son un ejemplo de lo que se cuece de un lado y del otro del Atlántico. 

 

Sin embargo, no hay que exagerar. El fenómeno es global. La caída en desgracia de Donald John Trump, y la creciente impopularidad de Jair Messias Bolsonaro, no son los signos de un cambio de época. Muy por el contrario, el odio y el resentimiento son los marcadores principales de la política en nuestros días. No hay rincón en el planeta donde, aparentemente, eso que llamábamos alegremente «crispación» hace unos años, no se haya convertido en un verdadero «hervidero» de prejuicios y aversiones intestinales que animan los más bajos impulsos. En este contexto, todas las relaciones personales quedan marcadas por la irracionalidad, la violencia y un autoritarismo creciente que cotiza en bolsa. 


Frente a todo esto, no parece servir de mucho rasgarse las vestiduras, ni jugar a la indignación moral. La ley del valor ha acabado de dar su giro copernicano. No hay lugar ni siquiera para el famoso «poder blando» al que con tanto empeño se dedicaron los dueños del hambre y de la muerte para ocultar sus vergüenzas. Eso significa que los signos del zodiaco apuntan directamente a Marte, el dios de la guerra. 

 

En este sentido, el victimismo y el sentimiento de ofensa, especialmente cuando lo articulan las izquierdas progresistas, feministas y ecologistas, esas izquierdas fetichizadas que la derecha utiliza como muñeco de trapo donde disparar sus dardos envenenados, no solo parecen actitudes que delatan impotencia, sino que parecen contener en su tejido, el desatinado moralismo que los condena a su perdición. 

 

El hecho es que hay una parte de la sociedad civil (una gran parte de la sociedad civil) que pide sangre, consume circo romano y anhela ver en sus canales de televisión y en los dispositivos a través de los que consumen la programación continuada de tertulias, debates e informes engañosos y subidos de tono, los cadáveres ultrajados de sus contrincantes. 

 

En este marco, la tarea fatigosa, obsesiva, recurrente (y uno quisiera sumar «necesaria») de denunciar las fechorías de las derechas locales con la complicidad de las izquierdas neoliberales (no es un oximorón), no hace más que multiplicar en la cacofonía que producen los insultos lanzados de un lado y otro de los estudios televisivos o los hemiciclos donde se teatraliza la guerra por otros medios, la desafección de la población (ya no ciudadanía) con la política. El resultado es un regreso al aturdimiento, al desamparo, al miedo, a la anarquía donde la única estabilidad la impone el capital y el cuerpo policial al servicio de la propiedad privada de quienes verdaderamente «cuentan en el mundo». 

 

En ese momento de desamparo moral, de guerra de todos contra todos, es cuando, el pobre (y aún más el empobrecido de reciente data), despojado de las condiciones para ejercer sus derechos, mendiga al poderoso magnanimidad y se esclaviza. Los discursos recurrentes que en estos días escuchamos, aquí y allá, sobre la necesidad de garantizar esas condiciones de posibilidad de la democracia, a través de un golpe autoritario (material o retórico) que retorne a su senda el ethos pervertido de la patria, ejemplifica el momento hobbesiano. 

 

El interrogante ante esta encrucijada, ante la impotencia que inspira una democracia sitiada por el capital, afanoso por impulsar estrategias de confusión y desorden para evitar que las miradas se vuelvan sobre sí, es: ¿qué hacer?

 

Si la democracia, efectivamente, ya no nos brinda los recursos que exige el momento de crisis. Si sus procedimientos están viciados por el simulacro de igualdad que oculta la asimetría creciente. Y si la arbitrariedad sedimentada en sus instituciones por la lealtad de clase en su origen, y la injusticia y la humillación moral se inyecta metódicamente en el cuerpo social para producir un estado de parálisis en el músculo que debe ejercitar la resistencia, ¿qué nos queda? ¿la violencia?

 

Buenos Aires y Madrid se miran en el espejo y se reconocen como amantes de un mismo dios belicoso y arrogante. Sus votantes, enfurecidos, llaman a la rebelión para defender a sangre y fuego sus privilegios. 


Hoy, Isabel Díaz Ayuso y Horacio Rodríguez Larreta son los abanderados de esta política del desprecio moral que ejercitan las derechas desinhibidas. 


Sin embargo, lo peor está por verse. Porque bajo la sombra de estos personajes caricaturescos de las derechas iberoamericanas que concitan el aplauso animado de sus votantes más enfebrecidos, agradecidos por preservar sus derechos de libertad y propiedad ante la horda de hambrientos que se asoman en el horizonte, esperan su turno personajes aún más siniestros. 

 

 

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 Introducción

 

La rebelión de un sector de la sociedad porteña frente a la decisión del gobierno nacional de imponer nuevas restricciones ante el crecimiento exponencial de contagios y muertes durante las últimas semanas, además de la amenaza de colapso sanitario, no ha dejado a nadie indiferente. Especialmente, debido al sesgo político y la utilización partidaria de la oposición más visceral, que ha acabado llevándose por delante a los «moderados», imponiendo una estrategia de sangre y fuego para desgastar al oficialismo, acosado por el descalabro planetario de una vacunación fallida, escasos recursos, y una indisciplina insolidaria de gran parte de la población que, como es nuestra costumbre, vive en ocasiones de espaldas al mundo, aunque empujada por sus vientos y tormentas. 

 

Lo cierto es que Argentina, mal que nos pese a unos y a otros, no es un caso especial en el mundo. Hacen mal quienes piensan que en nuestras venas corre sangre privilegiada, como quienes suponen que hay un mal argentino que nos condena irremediablemente. Argentina es solo un lugar en el mundo periférico, acosado por los mismos fantasmas que atormentan a la mayor parte de la población mundial. 


El capital es impiadoso, aquí y allá. Es racista, por definición, aunque ahora se esfuerce por reconocer a quienes meritocráticamente, pese a su color, se hacen un lugar entre los privilegiados. 


El capital es machista, por definición, aunque ese machismo se vea morigerado por el empeño corporativo y estatal de ofrecer a algunas mujeres privilegiadas un lugar en la tarea de explotación y desposesión sistémica que exige para su perpetuación. 


El capital es antiecológico, por definición, aunque las odas a la economía verde inunden nuestro mercado con sus pegatinas «Eco» y los ingenuos se sumen al conservacionismo light, o al «ecologismo espiritual» (que es aún peor). A fin de cuentas, eso que llamamos la naturaleza, para el capital, no es más que un cadáver donde rapiñar recursos, y un retrete donde deshacerse de sus desperdicios. 


Argentina, como el resto del planeta, no es más que un capítulo en esa tragedia planetaria que nos afecta a todos. 

 

En ese marco es donde tenemos que situar la discusión sobre la educación que ha planteado la crisis sanitaria. Sin esa contextualización, los arrebatos histéricos de las asociaciones de madres y padres, enervadas por los medios de comunicación afines a la oposición y consecuentes con sus propios intereses corporativos, y la familia política del ala más extremista de la derecha argentina, no parece comprensible. 


Por ese motivo, he pensado que vale la pena apuntar un par de cuestiones que pueden ayudarnos a clarificar lo que «verdaderamente» está en juego, más allá de la contienda electoral que parece nutrir las pasiones, y los arrebatos moralistas de las madres y los padres que en estos días vociferan a favor de una imaginaria educación impoluta amenazada por la perversidad peronista que, primero, quiso envenenar a la población con las vacunas rusas, y ahora se empeña, por decretar dos semanas de confinamiento parcial que afecta la circulación y la presencialidad en las escuelas, se dice, quiere «cargarse la educación y el futuro de nuestros hijos». Incluso un, aparentemente, moderado, como Facundo Manes, salió con los tapones de punta con una consigna indigestible: «No les fallemos a nuestros hijos». 


La conmoción, sin embargo, no tiene nada que ver con la falsa dicotomía entre salud y educación, como tampoco tenía nada que ver con la dicotomía entre economía y vida. Lo que ocurre es que una ciudadanía alienada por las circunstancias, azuzada por una clase política irresponsable e inescrupulosa, se aferra a la figura de un gobierno diabólico como expresión de su frustración creciente y su falta de resiliencia emocional, pese a ser, por lo general, la parte de la población mejor posicionada materialmente frente a la crisis. 

 

No son cientos, ni miles, sino millones

 

Alguien en Argentina, hace meses, twitteó una frase vergonzante cuando las víctimas del Covid-19 en el país alcanzó la cifra de 30.000. Dijo algo del estilo: «Ahora sí son 30.000», refiriéndose a los desaparecidos por la última dictadura militar. 


La indignación por la bravuconada negacionista fue momentánea, sumándose a la pila de agravios que la derecha argentina se ufana continuamente de reiterar con el fin de imponer a través de la tergiversación o la mentira sistemática, su verdad sobre la historia.


Envalentonada por el giro global neofascista que afecta a todas las sociedades a lo largo y ancho del planeta, producto del fracaso del «neoliberalismo progresista» y antídoto elegido por las élites globales para contener la ola de indignación planetaria, reinterpretándola en clave racista, machista y etno-nacionalista, no solo se escuchan estos arrebatos indecentes en la intimidad de los conciliábulos donde nunca cejó este desprecio, sino que ahora, a plena luz del día, y con insistencia sintomática, son los comunicadores mediáticos elegidos para hacer el trabajo sucio, y algunos políticos delirantes, quienes han comprendido el potencial electoral de encender y gestionar las miserias emocionales de los ciudadanos.

 

Ahora, sin embargo, esa frase cobra otra dimensión que, adrede, quiero incorporar irreverentemente para sacudir las consciencias. No son 30.000, son 3.000.000. 


3.000.000 de hermanas y hermanos que han sido aniquilados por el virus, en el marco de una reiterada impotencia y negligencia gubernamental y corporativa globalmente, que no ha sabido prevenir, ni contener la amenaza mortífera, tironeadas una y otra vez por las falsas dicotomías entre economía y vida. 

 

Pero no son solo 3.000.000. Uno debe sumar al menos 4 familiares directos que han sido conmovidos por cada una de esas muertes. Lo cual lleva la cifra de 3.000.000 a 12.000.00 de personas que están intentando gestionar la pérdida y atraviesan un duelo difícil.

 

Obviamente, 12.000.000 es un número conservador. Hay otros millones de personas, amigos y amigas del difunto, familiares no tan próximos, pero igualmente relevantes, colegas, vecinos, etc., que han debido enfrentarse directamente al azote de la tragedia.


No descontemos quienes han padecido durante semanas o incluso meses los efectos dañinos del virus y que aún padecen los efectos secundarios, las secuelas de la enfermedad. Un cálculo conservador de contagios confirmados de contagios sitúa el número 140.000.000 de personas. De los cuales, 18.000.000 siguen activos. 

 

Este es el otro dato que no puede faltar si queremos leer inteligentemente el pataleo histérico de políticos, comunicadores y ciudadanos radicalizados llamando a la rebelión. 

 

Como estamos hablando de América Latina, y como los datos que tenemos a nuestra disposición son incontestables respecto a los peligros crecientes que suponen las nuevas cepas en esta segunda ola de contagios para la región, la interpretación debe estar liberada de cualquier indignación moral y, por ello, debe tratarse como lo que verdaderamente es: un síntoma claro de una patología social. 

 

De qué educación estamos hablando

 

La palabra «educación», como la palabra «felicidad», están fetichizadas. La derecha, por ejemplo, utiliza el primer término como un marcador de privilegio, y la hipotética «falta de educación» de las clases empobrecidas, como una explicación del fracaso de nuestra sociedad. 


Sin embargo, ni «educación», ni «felicidad» son conceptos transparentes, entre otras cosas, porque están cargados de presupuestos ideológicos que, por definición, son invisibles en su mayor parte para quienes los utilizan. 

 

«El problema de la Argentina, decía un exministro de Educación de la coalición Cambiemos, es la educación». 


El estribillo es usual entre las clases privilegiadas, Pese a que es incontestable que en las ocasiones en las que (a sus representantes políticos) les ha tocado administrar el Estado, el esfuerzo ha estado enfocado, precisamente, en lo contrario: desfinanciar el sistema educativo; atacar al personal docente; cerrar escuelas, universidades, proyectos de investigación; reducir a niveles de pobreza los salarios de los educadores en todos los niveles de la educación pública; realizar abultadas transferencias de recursos a la educación privada en desmedro de la educación pública; etc. Pese a esta evidencia, sin embargo, el estribillo sigue repitiéndose sin que nadie se sonroje al hacerlo. 

 

De modo que debemos preguntarnos de qué educación estamos hablando nosotros y de qué educación están hablando ellos. 

 

Como nos recuerda la pensadora estadounidense Nancy Fraser, citando a Gramsci para ilustrarlo, vivimos un tiempo de crisis, caracterizado por que «lo viejo se está muriendo, pero lo nuevo no puede nacer».

 

La crisis actual no puede leerse como una mera crisis económica, debe interpretarse como una crisis multidimensional que algunos autores, como el sociólogo William I. Robinson, denominan «una crisis de la humanidad», que afecta todos los vectores de nuestra existencia social, política y medioambiental, fundamentalmente, porque estamos cautivos de una «figura», como decía Wittgenstein, «que nos mantiene cautivos». 


Esa «figura» es la de completa separación de la mente y el mundo en el ámbito epistemológico, pero también, en el ámbito de la filosofía política, la de un individualismo atomista, que concibe a la sociedad como una amenaza y, por ello, exacerba los ideales de la libertad en detrimento de los ideales de la igualdad y la fraternidad. Y en el orden ecológico, acaba convirtiendo a la naturaleza en un mero recurso que, excepto en la jerga esteticista de las clases medias empalagadas con una supuesta «naturaleza virginal» que merece preservación y protección frente a lo humano, en caso de conflicto, debe sacrificarse, como la salud y la vida, a las prerrogativas del mercado. 

 

Frente a estas circunstancias, eso que llamamos «educación» puede tener dos significaciones opuestas. 


Hay una educación diseñada para la perpetuación de la realidad agónica en la que estamos viviendo. En este caso, la tarea de los educadores es manufacturar administradores y soldados que mantengan vivo, a cualquier costo para nosotros mismos y para las generaciones futuras, un orden institucional y una forma de vida que amenaza con su defunción, llevándonos a todas y a todos con ello. 

 

La alternativa es una educación comprometida con el mundo que pugna por nacer, un mundo que se resiste a la explotación, a la dominación, a la destrucción medioambiental. 


Eso significa defender una educación que ponga por delante la vida, la salud, la preservación de las comunidades (sin olvidar sus pecados de dominación). Una educación para un mundo donde las condiciones de la libertad de unos pocos, no exija para su realización el sacrificio de los muchos. Y, viceversa, una educación para un mundo en el cual la igualdad no se construye mutilando los anhelos de libertad. 


En definitiva, una educación para un mundo fraterno, donde todas las vidas cuenten. Donde la educación misma no se imagine exclusivamente como un recurso para promover «oportunidades y sueños personales», o que se alimente exclusivamente de la pasión individualista por la felicidad individual. Una educación que sepa inspirarnos para lograr bienes sustantivos. Una educación que sea capaz de ofrecer nuevos horizontes de sentido colectivo. 


Una educación que nos enseñe, por ejemplo, la virtud de estar preparados, llegado el caso, para sacrificar unos pocos días de clase si eso es necesario para proteger a los más vulnerables. Una educación que nos ayude a cultivar un verdadero sentido de amor al prójimo. Una educación que promueva la responsabilidad ciudadana, las virtudes del cuidado y, sobre todo, un sentido íntimo de gratitud. 


Porque mientras discutimos la «perdida» de estos cinco o seis días de clase que, para los pocos que cuentan con instalaciones educativas de calidad, parece un desperdicio insoportable,  en el mundo jodido en el que vivimos, son millones los seres humanos que, diariamente, se exponen al peligro del virus para cumplir con tareas esenciales que preservan y protegen nuestras vidas y, por ello, merecen una consideración de nuestra parte.  


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Al cierre de esta nota, The Times of India informa que en el país se han producido 14.790.000 contagios, de los cuales, 261.500 se produjeron ayer. El virus se ha cobrado hasta la fecha 177.150 muertes. 1.500 de esos decesos ocurrieron en el día de ayer. 


Mientras tanto, los números de contagio en Brasil alcanzaron ayer los 13.900.000, entre los cuales se cuentan 371.899 fallecimientos hasta la fecha. 


Finalmente, en los Estados Unidos, el número de contagios se eleva a 32.374.572 casos, mientras los fallecimientos alcanza la cifra de 580.871 personas. 

CARTOGRAFIAR EL PRESENTE. El problema de lo real

 

Introducción

 

Uno de los principales problemas que enfrentaremos en nuestro futuro inmediato (lo que algunos denominan «la pospandemia») es que los mapas con los que contábamos puede que se hayan vuelto obsoletos. Por ese motivo, quisiera hablar en este artículo acerca de los «mapas» y los «territorios».  

 

Comencemos con lo más básico: un mapa solo tiene utilidad para nosotros si sabemos dónde estamos ubicados en un territorio. 


Imaginemos que habitamos en una isla en medio del océano. Vivimos felizmente, en armonía con nuestro entorno natural, totalmente ignorantes acerca de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Ni siquiera sabemos muy bien qué es ese derredor nuestro más allá del dibujo en el horizonte. 


Resulta que un buen día, unos extranjeros aparecen en nuestras costas, con espadas, fusiles y cañones, y desbaratan nuestra existencia apacible, matándonos o convirtiéndonos en esclavos. Los imaginarios conquistadores tienen una ventaja enorme sobre nosotros. Son los poseedores de mapas sofisticados que les han permitido llegar hasta nuestra isla, conquistarla y saquearla. 

 

Sin embargo, imaginemos un segundo caso. Aquí nos encontramos con el superviviente de un accidente marítimo, un náufrago que ha podido alcanzar una pequeña isla después de semanas a la deriva aferrado a los restos de la nave en la que viajaba. Entre los objetos que ha logrado rescatar de la catástrofe, hay un mapa.  Sin embargo, debido a que no logra saber dónde se encuentra en el territorio, el mapa tiene para él escasa utilidad práctica. 

 

Esto significa que la tarea de orientarnos exige, por un lado, un conocimiento encarnado de nuestra situación en el territorio y, por el otro lado, representaciones que nos permitan orientarnos a partir de esa situación en nuestro entorno.

 

Mi primera reflexión a partir de esta ilustración cartográfica es que, para enfrentar la llamada «pospandemia», lo primero que tenemos que constatar es adónde nos ha dejado «en el territorio» esta nueva crisis del capitalismo. Porque la pandemia, como todos sabemos, además de ser una crisis sanitaria, es también una crisis del capitalismo y una crisis de representación política, además de un terremoto social y cultural cuyas consecuencias son aún difíciles de discernir. 

 

En este contexto, uno puede preguntarse: ¿a qué islas nos ha arrojado esta tragedia global a cada uno de nosotros? Pero, además, necesitamos saber si los mapas que tenemos a nuestra disposición servirán para orientarnos, teniendo en cuenta de que existe la posibilidad (como ocurre en las películas de ciencia ficción) de que la catástrofe que hemos vivido haya trastocado el eje del planeta y con ellos todas nuestras coordenadas.  

 

En cualquier caso, no sería la primera vez que ocurre algo semejante. Muy por el contrario, la historia de la humanidad puede leerse como la historia de la configuración y reconfiguración de cartografías a través de las cuales los seres humanos individual y colectivamente intentan encontrar su lugar en el mundo y desarrollar estrategias para garantizar la provisión de sus necesidades, y dar forma a una vida

 

El mapa y el territorio

 

El problema filosófico que plantea la cartografía se encuadra en la cuestión general de la «representación».  Este es uno de los problemas centrales de la filosofía. Es más, uno está tentado a decir que es EL problema central de la filosofía. Una manera ilustrativa de explicar esta afirmación es diciendo que las ciencias humanas, sociales y naturales se dedican a cartografiar lo real desde diversas perspectivas, prestando atención a diversos territorios, mientras que la filosofía problematiza dichos mapas, preguntándose, por ejemplo, de qué modo los mapas (las representaciones) existen en lo real, y qué relación tienen unos mapas con otros. 

 

Pero incluso dentro de la propia filosofía, el tema de la representación puede abordarse desde muy diversas perspectivas. La metafísica y la ontología, cuando abordan lo relativo al ser y el ente, están hablando de la representación. La filosofía del lenguaje y la filosofía de la mente, cuando abordan la cuestión del sentido y la referencia, o la relación del sujeto y el objeto, están hablando de la representación. En la estética o en la filosofía de la naturaleza ocurre algo semejante. Y obviamente, en la filosofía práctica, especialmente en la política, el tema de la representación tiene un lugar destacado, como demuestra todo el universo de problemas alrededor de la autoridad y la representación política.  

 

Ahora bien, el sentido primario lo encontramos en la epistemología o teoría del conocimiento. ¿Qué relación existe entre la mente y el mundo? ¿Qué relación podemos establecer entre las palabras y las cosas? ¿Se adecuan nuestros pensamientos a lo real, es decir, nos sirven nuestros pensamientos para descubrir lo real, o son instrumentos que inventan realidades diversas sobre un trasfondo que nos es desconocido y es en sí mismo incognoscible? ¿Tienen las palabras y las cosas una relación de adecuación, o las palabras flotan a la deriva de un universo informe que las palabras moldean arbitrariamente? ¿Estamos como sujetos en contacto directo con el mundo, o solo nos vinculamos a través de nuestras representaciones? ¿Hay un trasfondo común en el cual todas las representaciones pueden conmensurarse, o las realidades representadas que habitamos, puramente convencionales, acaban siendo inconmensurables?

 

Las respuestas a este tipo de interrogantes no solo tienen consecuencias para nuestra comprensión del conocimiento o nuestra teoría de la verdad, sino que tienen consecuencias también a la hora de definir cuestiones teóricas en otros ámbitos. Por ejemplo: en la política o en las ciencias jurídicas, el modo en el cual interpretemos al sujeto político y al sujeto jurídico está estrechamente relacionado al modo en el cual concebimos la relación entre la mente y el mundo. De igual modo, la relación entre capital y trabajo está estrechamente vinculada a nuestra comprensión de la mercancía, o la manera en la cual concibamos la noción de valor o el dinero. Y esto, una vez más, está vinculado con el modo en el cual aprehendemos nuestras relaciones sociales y los procesos de producción, distribución y realización del capital. Lo cual depende, a su vez, de nuestra manera de aprehender en general los fenómenos sociales, es decir, la manera en la que conocemos y actuamos sobre el mundo natural y social, como nos enseña Marx. De manera análoga, cuando prestamos atención críticamente a nuestra relación con la naturaleza, la clave, como señala el filósofo noruego Arne Naess, la encontramos en la dimensión epistemológica, el modo en el cual aprehendemos lo real, o bien de manera atomista o sustancialista, animando un modo instrumental de relación, o bien en el marco de una noción de radical interdependencia, que anima la adopción de un modelo gestáltico que promueve el cuidado. En todos estos casos, la cuestión de fondo es el modo en el cual cartografiamos lo real, el tipo de perspectiva que adoptamos, y la manera que entendemos la relación entre el mapa y el territorio. 

 

A continuación, me valdré de un fragmento literario muy conocido del escritor argentino Jorge Luís Borges que dice así: 

 

“En aquel imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisfacieron y los Colegios de cartógrafos levantaron un mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas.”

 

El fragmento no tiene desperdicio. Me conformo con apuntar dos cuestiones y ofrecer un corolario.

 

Comienzo con lo más obvio: el tema de las escalas. Un mapa debe graficar de manera simplificada un territorio. El imaginario mapa del imperio cuyo tamaño coincide puntualmente con el mismo es inútil. Al final, nos dice el imaginario autor a quien Borges hace reseñar este asunto, solo quedan fragmentos y ruinas del mapa despedazado, habitados por animales y por mendigos. 

 

El segundo aspecto es filosófico. Si los mapas y los territorios fueran equivalentes, no estaríamos hablando de mapas y territorios, porque las representaciones no pueden ser jamás lo representado. Y lo que decimos de los mapas, lo decimos también de las ideas, las palabras, los conceptos, los esquemas, las llamadas «sentencias con pretensiones de verdad», etc. 

 

Ahora bien, esta inadecuación entre las representaciones y lo representado no es accidental. Es un aspecto constitutivo de la cognición y el lenguaje humano. Si la relación entre las representaciones y lo representado fuera absoluta (como ocurre en el imperio imaginado por Borges) no estaríamos hablando en modo alguno del lenguaje humano. Porque lo que caracteriza al lenguaje humano es justamente que, sobre un mismo referente, caben diversas referencias. Sobre el territorio pueden dibujarse infinidad de mapas.  

 

Sin embargo, uno de los ensueños que animó a la razón moderna fue, justamente, encontrar una representación que fuera capaz de subsumir dentro de sí misma todos los objetos relevantes de lo real. Incluso Einstein batalló denodadamente para formular una teoría unificada en su disciplina. Einstein, pese a sus descubrimientos revolucionarios, era un hijo de la razón cartesiana, un socialista, como él mismo se definía. Como Descartes, aunque a su manera, deseaba encontrar un fundamento para el conocimiento; como Kant, que quiso cartografiar un territorio donde fundar su ciencia unificada del conocimiento; y como Hegel, que intentó articular una historia unificada a través de la cartografía del espíritu en evolución, Einstein y todos los modernos creían en lo real, y anhelaban cartografiarlo descubriendo una fórmula paradigmática o maestra. 

 

¿Qué significa ser moderno? ¿Y posmoderno?

 

Durante las últimos últimos dos siglos, más o menos, hemos discutido qué significa ser moderno (Hegel, según nos cuenta Habermas, fue quien convirtió en problema la noción misma de modernidad).

 

A partir de la década de 1980, comenzamos a discutir la posmodernidad. 

 

La «Guerra contra el terror», primero; la crisis de las subprime, después; y la década de descalabro social producido por las políticas de austeridad que siguieron a la crisis financiera, convirtieron en (aparentemente) anacrónicos esos debates. 

 

Hoy nos enfrentamos a la pandemia y a la pospandemia con el regreso consolidado de Marx al debate público, y profundas dudas sobre la relevancia del carácter genuinamente emancipatorio de las políticas de la identidad cuando éstas se encuentran desvinculadas de una crítica sustantiva del capitalismo. 

 

Pasaré de puntillas sobre estos asuntos. Me referiré únicamente a la modernidad y a la posmodernidad desde la perspectiva que me interesa explorar en esta presentación, que no es otro que el tema de la «representación», en términos epistemológicos y políticos. 

 

Como el tiempo es tirano y el formato de este seminario no permite que me extienda, presentaré el tema de manera sucinta e ilustrativa, como si estuviera contándole una historia a mis hijos. Eso significa que la explicación contendrá imprecisiones, pero intentará aprehender lo más esencial. La metáfora del mapa y el territorio me permitirá abordar el tema de manera sencilla. 

 

Comencemos con la experiencia de las sociedades premodernas después de la revolución axial. Es decir: las sociedades que vivieron bajo el influjo o el imaginario de las grandes tradiciones filosóficas clásicas, como las que articularon Sócrates, Platón o Aristóteles, o las grandes religiones mundiales, como el budismo. 

 

Para los budistas tradicionales el Dharma existe, es real. La prueba de esta creencia es que el Buda no inventó el Dharma, sino que lo descubrió, y sus seguidores llaman al Dharma «la verdad última», más allá de las apariencias convencionales en las que están cautivos los no iluminados, los no despiertos. En este contexto, los budistas sostienen que todas las cartografías son relativas, incluso las que el propio Buda articuló para conducirnos a lo real de suyo más allá de las palabras. Hay una famosa parábola que ilustra a la perfección esta relación entre los mapas y el territorio. 

 

“Un grupo de ciegos escuchó que un animal extraño, llamado elefante, había sido llevado a la ciudad, pero ninguno de ellos conocía su contorno y forma. Curiosos, dijeron: «Debemos inspeccionar y conocerlo a través del tacto, del que somos capaces». Por ello, lo buscaron, y cuando lo encontraron lo rodearon. La primera persona, cuyas manos tocaron la trompa, dijo: «Este ser es como una serpiente gruesa». Para otra persona, cuyas manos tocaron sus orejas, parecía una clase de abanico. Para otra persona, cuyas manos tocaron sus piernas, dijo, el elefante es un pilar, como el tronco de un árbol. El ciego que puso sus manos en el costado del elefante dijo: «Es una pared». Otro que palpó la cola, lo describió como una cuerda. El último, que tocó su colmillo, dijo que el elefante es duro, suave al tacto y como una lanza.”

 

He escuchado muchas interpretaciones contemporáneas de esta parábola. Incluso algunos expertos budistas occidentales suelen prestar atención exclusivamente a la relatividad de todas las representaciones a partir del ejemplo de los ciegos. Sin embargo, lo interesante es que en la parábola hay un elefante que todos los ciegos intentan describir. El elefante es el Dharma, aquello que es el caso, la verdad última. Las representaciones de los ciegos, la verdad convencional, relativa, que articulan las palabras. 

 

En el caso de Platón ocurre algo semejante. En el famoso símil de la caverna, Platón nos dice que unos hombres están encadenados observando las sombras de unas figuras proyectadas contra el fondo de la caverna. Liberado, uno de los habitantes ascenderá hasta el exterior donde podrá vislumbrar la verdad y el bien con sus ojos desnudos. Después regresará a la cueva, para comunicar a sus compañeros lo que ha descubierto. 

 

De modo que, en ambos casos, los mapas no corresponden a los territorios. En el mejor de los casos, como ocurre en la filosofía platónica, o en las enseñanzas budistas, los mapas orientan a sus usuarios para salir de la cueva o recuperar la vista y contemplar directamente lo real. 

 

A continuación, echemos un vistazo superficial a nuestra herencia posmoderna. Como los modernos, pese a haber decretado el fin de todos los metarrelatos, la posmodernidad está apasionada con los suyos propios: tópicos como «el fin de la historia», «la muerte del sujeto» o «el choque de las civilizaciones», alientan secretamente la articulación de una representación totalitaria, incluso cuando insisten en la fragmentación y la pluralidad de los relatos. Son, en última instancia, metarrelatos, pero fundados en la experiencia de la estafa que supuso la modernidad (la promesa incumplida de libertad y progreso que acabó convirtiéndose en un orden totalitario y campos de concentración). Sin embargo, a diferencia del imaginario moderno, el posmoderno solo acepta un lado de la ecuación. Para los posmodernos, en palabras de Derrida, todo es intepretación, y para Foucault, toda verdad es un dispositivo de poder. Es decir: existen los mapas, las cartografías, las representaciones, pero no existe lo real. Los mapas inventan, no descubren realidades posibles. De modo que el mundo se convierte en una agregación de inconmensurables burbujas. 

 

Ahora sabemos, como nos enseñó Marx, que, a igual derecho, lo que define una circunstancia es el poder. De modo que el orden moral del posmodernismo ha acabado, como dice Samuel Moyn, convirtiéndose en el compañero de viaje, tal vez involuntario de eso que en su momento David Harvey llamó el «nuevo régimen de acumulación flexible», el neoliberalismo, que ha acabado convirtiendo nuestras realidades en tierra arrasada. 

 

A finales de la década de 1960 y comienzos de la década de 1970 el proceso de globalización capitalista inició una mutación paradigmática en la esfera socio-económica, con profundas implicaciones en las esferas de la política y la cultura, y consecuencias determinantes para nuestro medioambiente. Como señala Harvey en La condición posmoderna (1990):

 

“Aunque la simultaneidad no constituye, en las dimensiones cambiantes del tiempo y el espacio, una prueba de conexión necesaria o causal, pueden aducirse sólidos fundamentos a priori para abonar la afirmación según la cual existe alguna relación necesaria entre la aparición de las formas culturales posmodernistas, el surgimiento de modos más flexibles de acumulación del capital y un nuevo giro en la «comprensión espacio-temporal» de la organización del capitalismo.”



Por mi parte, yo interpreto la emergencia de las nuevas espiritualidades, asociadas especialmente a las sabidurías de Oriente, como por ejemplo el budismo, estrechamente vinculadas al ethos posmodernista, en tanto reinterpretan las enseñanzas tradicionales del Buda, acomodándola a la nueva cultura y facilitando la expansión y consolidación de los regímenes de acumulación flexible o neoliberalismo, e interpreto a algunos movimientos sociales como el feminismo o el ecologismo, en la línea de lo argumentado por Nancy Fraser, como movimientos cooptados involuntariamente por esos regímenes de acumulación al desvincular sus respectivas reivindicaciones identitarias, de una crítica sustantiva del capitalismo. 

 

En el caso del budismo, pensemos que, si en el pasado sus primeros estudiosos e intérpretes asociaban la figura de Buda a la de Sócrates o la de Kant, por ejemplo, y lo consideraban un caballero ilustrado; ahora la asociación se hacía a los imaginarios nietzscheanos, heideggerianos, foucaultianos o derridianos. De este modo, el budismo coqueteaba con el nihilismo, aunque continuara promoviendo una ética burguesa, imprescindible para domesticar la negatividad aniquiladora que postulaban sus distorsionadas fórmulas argumentativas. 

 

A finales de la década de 1990, el proyecto neoliberal comienza a mostrar su rostro más oscuro. A la creciente desigualdad, producto de los nuevos regímenes de acumulación asociados al capital ficticio, la deslocalización, la flexibilización laboral, los ajustes y políticas de austeridad genocida, hay que sumar la beligerancia extrema, la guerra sistemática como herramienta de acumulación por desposesión, y la destrucción medioambiental. 

 

Es en este contexto que propongo, como hace Nancy Fraser, volver a los metarrelatos. Porque detrás de su bandera emancipadora, el posmodernismo ha acabado desarmándonos, fragmentándonos, cooptando nuestras estrategias de resistencia y distorsionando hasta la inocuidad nuestras rebeliones.

 

En este sentido, coincido con muchas otras personas, en que necesitamos un Dharma o un bien sustantivo para salir de la encrucijada en la que nos encontramos. Eso no significa que podamos privilegiar un mapa sobre otros mapas, sino que debemos volver a darle a lo real la última palabra. Nuestros mapas no pueden flotar en la nada, como realidades virtuales articuladas exclusivamente para nuestro entretenimiento y buena consciencia. Necesitamos determinar cuál es el territorio que queremos representar y poner a prueba la utilidad de nuestras cartografías en la praxis política, ecológica y espiritual. 

 

 

La felicidad subjetiva y el bien sustantivo

 

La felicidad es el fetiche de nuestra época. El dinero no puede comprar la felicidad, nos dicen, pero definitivamente ayuda. La espiritualidad posmoderna combina ambas facetas. Está entregada enteramente a la promoción del bienestar superficial del sujeto y a la justificación meritocrática de los privilegios, al tiempo que niega cualquier bien sustantivo que ponga en entredicho el goce narcisista. 

 

La felicidad subjetiva es a lo que el sujeto accede implementando una disciplina inteligente que le permite maximizar beneficios y minimizar pérdidas en un escenario que admite flexiblemente adaptarse sin límites a las necesidades del agente: su consciencia desnuda, descarnada. La felicidad subjetiva no necesita de lo real para lograrse. La meditación se adapta a nuestros simulacros. 


En este contexto, el problema lo plantea el bien sustantivo, que pone en entredicho a la felicidad manufacturada. El bien sustantivo es un incordio que exige al agente piruetas morales para evitar las contradicciones en las que se ve envuelto. El bien sustantivo llama a la puerta del agente y exige compromisos que desestabilizan la trabajada armonía dispuesta para el goce. El bien sustantivo no admite excusas: la felicidad espiritual y el placer material deben rendirse ante sus prerrogativas.  

 

Los escenarios de miseria y contaminación medioambiental son paradigmáticos en este sentido. Perturban a la espiritualidad posmoderna obligada a mantenerlos a distancia o a transmutarlos para evitar su efecto dañino sobre la felicidad buscada. ¿Cómo ser feliz en medio de tanto sufrimiento infligido con alevosía y codicia insaciable? La fiesta gnóstica no admite las trivialidades de la justicia, se conforma con una ecuanimidad que convierte en inocuas todas las reivindicaciones. 

 

El mundo debe ser bello, armonioso, sagrado. La naturaleza virgen, inhumana, representa el símbolo más acabado de esa pureza que el agente reclama. En cambio, el pobre, la víctima, el desposeído, en cualquier caso, responsables secretamente de sus propias caídas en desgracia, deben ser tratados exclusivamente como objetos de devoción distante. La felicidad, después de todo, está al alcance de la mano. Basta con trazar una nueva cartografía, dibujar una nueva representación de la experiencia vivida, para que la liberación esté al alcance de la mano. 

 

Por ese motivo, el bien sustantivo es negado con militancia férrea. No existe lo real. Solo representaciones. La injusticia distributiva, el desprecio moral, o la exclusión jurisdiccional del inmigrante o el refugiado acaba siendo también un problema de representaciones. Basta visualizar a los sujetos bajo una luz favorable en nuestra imaginación o en la cosmética mediática humanitaria que trafica con sus imágenes, para que la falta sea redimida. Para el sujeto basta un vuelco en el alma para evitar la catástrofe. El precio a pagar es lo real, que debe ser cancelado como posibilidad, porque pone límites a nuestra práctica edificante. 

 

Frente a la injusticia sistémica, la desigualdad lacerante y el tsunami de destrucción medioambiental. Frente a la crueldad que ilustran los campos de tortura y los regímenes de explotación laboral que alienan a los trabajadores esenciales, incluso en plena pandemia, con jornadas extenuantes y horarios rotatorios, y la abrumadora batalla cultural que se libra en la intimidad de las consciencias gracias al penetrante poder de la digitalización planetaria, necesitamos regresar al realismo, a ser orientados por el Dharma, por el bien sustantivo. 

 

Para ello debemos escapar de esa «figura que nos tiene cautivos», como decía Wittgenstein, impuesta por la epistemología moderna y posmoderna, que insiste con la idea descabellada de que existen los mapas, pero que los territorios, o bien no pueden ser conocidos, o simplemente no existen. Esa epistemología representacionalista, desencarnada, instrumentalista, en ocasiones proclama odas a favor de una pluralidad solipsista que convierte en un manicomio el espacio común donde deberíamos estar discutiendo lo real, y poniendo en cuestión nuestras innumerables narrativas. 


«Capitalismo» es el nombre de la cartografía con la cual tenemos que descifrar lo real en nuestra época de globalización y exclusión. La razón es sencilla. Como explica la pensadora estadounidense Nancy Fraser, todas las esferas de nuestra existencia, las esferas de la reproducción social, de la política y de la ecología, están subsumidas bajo las prerrogativas destructivas del mercado capitalista. 


Yo agregaría, para aquellos que intentan encontrar su liberación personal en las islas felices que nos ofrece la espiritualidad posmoderna, que no olviden las lecciones de la historia. Si no estamos atentos, alguien tocará a la puerta, o la derrumbará, y acabaremos muertos o esclavos. 

 

 

 

 

 

 

 

 

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