CAMBIAR EL MUNDO

I

 

La primera tarea de la política es entender extensa y profundamente la realidad. Esto no significa exclusivamente entenderla racionalmente – es decir, ser capaces de manufacturar una idea clara y distinta del mundo, una idea que sea fruto del análisis metódico, ocupado en rastrear el presente en el pasado, distinguir las partes que lo constituyen, y categorizar sus funciones, con el fin último de dominar, actuar sobre la realidad, instrumentalizarla. 

 

Nuestra visión de la política es diferente. Exige más que la razón. Involucra también al cuerpo y al corazón. Por eso decimos que la realidad política no puede articularse a partir de un documento de Excel, ni las decisiones políticas pueden formularse a partir de mediciones estadísticas. Tampoco puede concebirse a la política como un «campo de juego» donde la propaganda ejerce su astucia y manipulación. Todas estas son expresiones policiales, administrativas, de eso que llamamos «política», pero no son la política misma. 

 

La política es siempre revolucionaria, radical, o no es política. Y esto es así porque la acción política siempre va más allá del orden impuesto por la razón «policial-administrativa», con el intento de hacer visible y expresar sus olvidos, sus ocultamientos, el trasfondo de exclusiones e injusticias subyace al orden social vigente. En este contexto, la política mayúscula no puede aprenderse en una escuela de gobierno, que aspira es producir cuadros burocrático-administrativos, en la actual dispensación encargados de defender el orden constituido frente a los desafíos de la política. 

 

II

 

La política se caracteriza fundamentalmente por su vocación transformadora. Esa transformación comienza en el agente político, en la consciencia individual. La mente, las actitudes, los comportamientos del agente político son los objetos primarios donde la política ejerce su transformación. 

 

Ahora bien, cuando decimos que el punto de partida de la transformación individual es «entender la realidad», lo que estamos diciendo es que la transformación individual está al servicio de la transformación del mundo. 

 

Ante el problema del sentido del mundo, la política no propone a los individuos las vías «estoicas» de aceptación del mundo, o las vías gnósticas de huida del mundo (o «sálvese quien pueda»); aunque no se oponga a dichas fórmulas o disciplinas privadas de autorrealización. 

 

Para la política, como decíamos más arriba, la transformación personal está al servicio de la transformación del mundo. En este sentido, el agente político, el militante político, es un «agente religioso» en sentido sustantivo, superior a aquellos enfocados exclusivamente en la salvación personal, aun cuando el horizonte del agente político sea secular y sus anhelos secularizantes.  

 

De este modo, es cierto que el militante o agente político actúa en primer lugar en su psique y en su escenario emocional, modificando sus comportamientos individuales, pero la meta no consiste en forjar una identidad personal, sino encarnar a un agente universal. Todo esto explica la importancia de la «crítica de la religión», que no puede ser nunca antirreligiosa, porque es expresión de la más alta religiosidad, en tanto subsume en dicha crítica a todas las vías privadas de autorrealización al anhelo de transformación de la realidad del mundo. En breve, necesitamos cambiar individualmente para transformar la realidad, porque percibimos la injusticia del mundo en el que vivimos, la violencia, la opresión, la explotación, la miseria, la desigualdad, la indiferencia, la explotación destructiva de nuestro mundo común. 

 

En este marco, deberían tratarse como parte de un único corpus, entre otras, las enseñanzas de Buda, Jesús y Marx, porque, efectivamente, para cambiar el mundo debemos cambiarnos a nosotros mismos, pero solo podemos cambiarnos a nosotros mismos si cambiamos el mundo. Esta es la perspectiva dialéctica, que como una forma de koan, une de manera intrínseca nuestra suerte personal con la suerte de los otros, exigiendo nuestro compromiso con la libertad, la igualdad y la fraternidad. 

 

III 

 

Cada uno de nosotros está llamado a contribuir a cambiar el mundo, porque es un mundo cruel e injusto. Quienes buscan la plena realización de sus existencias individuales (eso que llamamos «el sentido de la vida»), tarde o temprano llegan a comprender que esa vida plena de sentido que tanto anhelan no puede realizarse dándole la espalda al problema del mundo y a la responsabilidad que dicho problema supone.

 

No obstante, debido a la «lógica de la división del trabajo» y «la mecanización de la imagen del mundo», hemos acabado creyendo que no tenemos la responsabilidad de cambiar el mundo entero, sino que debemos enfocarnos exclusivamente en el pequeño patio o jardín que es nuestra propiedad, para cultivar una vida de intimidad con las pequeñas cosas que nos rodean. 

 

Esta actitud es completamente errónea y nefasta. De la misma manera que no lograríamos tener la casa que habitamos limpia enfocándonos exclusivamente en mantener aseado el retrete, no crearemos una sociedad justa ocupándonos exclusivamente de nuestros asuntos e intereses, y olvidando por ello las condiciones de posibilidad que hacen nuestra vida posible: las clases subalternas, las minorías excluidas, la naturaleza no humana de donde extraemos nuestros recursos y nos deshacemos de nuestros desechos, otros animales no humanos. 

 

Una sociedad injusta no permite que los individuos puedan expresar la justicia. Una sociedad injusta obliga al justo a actuar injustamente (convirtiéndolo en su cómplice). 


IV


Aquí es donde la distinción entre la política profunda y la política superficial cobra sentido. La política profunda no cede ante la injusticia. Busca adecuar a la sociedad a la justicia, y no al revés, como hace la política superficial (a la que Rancière reduce a mera agencia policial, y nosotros asociamos a la «administración» o burocracia), cuya tarea consiste en educar u obligar coercitivamente a los individuos a pensar y actuar injustamente para perpetuar el orden vigente.

 

De este modo, si lo que queremos es verdadera, genuinamente, vivir en la justicia y en el bien, estamos obligados a cambiar la realidad cruel e injusta que hemos construido. No hay alternativa. ¿Cómo podría ser de otro modo? El santo budista Shantideva, al dedicar sus esfuerzos pedagógicos, lo expresó del siguiente modo:

 

«Mientras dure el espacio y mientras dure el mundo, que viva disipando las miserias del mundo».

 

Lo cual está en perfecto acuerdo con la Tesis 11 sobre Feuerbach en la que el joven Marx denunciaba a los filósofos por no haber hecho otra que interpretar de diversos modos el mundo, cuando en realidad, de lo que se trata, es de transformarlo. 

 

Como señala Francisco en su carta encíclica Fratelli Tutti refiriéndose a la solidaridad, está expresa mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad:

 

«Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares».

 

 

 

«COOPERACIÓN O EXTINCIÓN»


I

Comencemos formulando dos preguntas fundamentales que debe responder hoy la política, local y globalmente.

(1) ¿Por qué razón, pese a las coincidencias de las “fuerzas progresistas” en lo que respecta al diagnóstico y etiología – las causas últimas detrás de nuestra situación, como también respecto al tipo de transformaciones básicas que debemos llevar a cabo para superar los peligros que nos acechan, parecemos no poder llevar a la práctica dichas trasformaciones? 

O, para decirlo de otro modo: ¿qué tipo de obstáculos impiden que salgamos del atolladero en el que estamos cautivos, que nos amenaza incluso con la posibilidad cierta de nuestra extinción como especie, y en el ínterin, con el caos, la guerra, la miseria y los crecientes efectos devastadores que produce el deterioro del medioambiente para nuestra existencia sobre la Tierra?

(2) ¿Qué «mitologías», qué imaginarios, qué horizontes de sentido, qué nuevas narrativas debemos cultivar que sirvan como combustible para movilizar a las fuerzas sociales para llevar a cabo esa transformación radical que exigen las circunstancias dramáticas que enfrentamos? 

El segundo tema al que quiero referirme es a las curiosas y esperanzadoras coincidencias entre creyentes religiosos progresistas y cosmopolitas, y corrientes políticas y movimientos populares inspirados por la tradición socialista internacionalista, que ponen en evidencia una creciente crisis de legitimidad del actual sistema de relaciones sociales impuesto por el capital por medio de la violencia legitimada de los Estados al servicio del poder corporativo, y los medios de comunicación que realizan las tareas de propaganda en su guerra contra los pueblos y los individuos.

Los discursos del Papa Francisco, el Dalai Lama y Noam Chomsky pueden servirnos como ejemplos de tres de estas «tradiciones» de pensamiento, acción social y política. Como ejemplos, no pretenden ser exhaustivos, sino indicativos de una alternativa frente a la hegemonía cultural de la ontología liberal (frente a la ontología socialista), y su deriva neoliberal (paradójicamente totalitaria y eugenésica, en línea de continuidad con el racismo que definió la acumulación originaria del capital y su sistémica estrategia de desposesión). 

Las intervenciones públicas de estos tres referentes, en las que ofrecen los lineamientos de sus perspectivas sobre la realidad actual, nos permiten identificar las coincidencias básicas entre ellos, al tiempo que nos informan de las diversas «mitologías» que movilizan a sus seguidores de manera distintiva. 

En los tres casos, los principios de la libertad, la igualdad y la fraternidad (solidaridad) son reafirmados como constituyentes: (1) la libertad como base de toda acción social y política conducente a la plena realización de la existencia humana; (2) la igualdad como camino de autoconocimiento y construcción colectiva; y (3) la fraternidad como promesa originaria o fundacional, y fin último de la acción política, subsumida, junto con los efímeros órdenes y leyes que impone la existencia de la Polis, al Amor (mayúsculo, incondicional, que no conoce de fronteras, razas, clases o géneros).

II

Lo primero que llama la atención en estas intervenciones es la coincidencia en los diagnósticos de estas tres «cosmovisiones» en las que se reconocen millones de personas a lo largo y ancho del planeta. Para los tres referentes, la guerra, la desigualdad y la destrucción medioambiental son los males que enfrenta la humanidad en nuestras horas, haciendo peligrar incluso la existencia humana en la Tierra. 

Por ese motivo, Francisco, Dalai Lama y Chomsky coinciden en que nuestros mayores esfuerzos deben estar dirigidos a dar respuesta a estos desafíos, en contraposición a quienes defienden que la tarea a la que tenemos que abocarnos consiste en remover (a cualquier costo) los obstáculos que ponen en riesgo la continuidad del actual sistema de relaciones sociales y de explotación de la naturaleza. Para estos últimos, de lo que se trata es de volver a la «normalidad» impuesta por el sistema vigente. 

Mientras que para los primeros nuestro actual sistema está, de hecho, finiquitado, y lo que estamos viviendo es una suerte de agonía, una época de colapso civilizacional. Para los segundos, en cambio, más allá del capitalismo no hay nada, «no hay alternativa», es el capitalismo o la muerte, y por ello mismo son incapaces de imaginar «otro mundo posible». 

De más está decir que el anunciado colapso civilizacional no augura necesariamente buenas noticias. Los signos de deterioro de la democracia,  el advenimiento de nuevas expresiones de racismo, y xenofobia, el resurgimiento del chauvinismo y una diversidad de fundamentalismo, algunos de ellos promovidos por los sectores reaccionarios de la sociedad al servicio de los intereses del capital, que aprovecha la desesperación y la frustración imperante en los sectores más vulnerables para cerrarle el paso a una alternativa progresista, todo esto puede acabar convirtiendo nuestro futuro en un escenario aún más oscuro del que hoy nos toca vivir.  

Sin embargo, pese a los peligros, resulta imprescindible analizar nuestra situación actual, identificar las causas próximas y profundas de la misma, bosquejar las alternativas y emprender el camino hacia una salida de la crisis terminal en curso.  

En este marco, las narrativas (religiosas o seculares) de los autores citados coinciden en las causas que explican nuestras circunstancias. El trasfondo de confusión o ignorancia básica que aliena nuestro orden moral explica los comportamientos cuasi-suicidas que informan las políticas públicas al servicio de los instereses corporativos, inspirados en la lógica de matar o morir. El resultado es una creciente balcanización social y política, enroques culturales y geopolíticos, violencia intrasocial inspirada en reivindicaciones culturales, étnicas o raciales, o compromisos de clase (especialmente entre las élites y las clases medias co-optadas por el poder mediático), y la posibilidad cierta de una «guerra planetaria total» que, para algunos, como el propio Francisco o Noam Chomsky, ya está en marcha, aunque se despliega en fases. 

III

El Papa Francisco se refiere a la causa subyacente de nuestro desbarajuste actual, como a un olvido de nuestra condición de «criaturas fraternas». Somos criaturas, nos dice Francisco, porque somos hijas e hijos de Dios. Nuestra existencia, por tanto, es un don, fruto de un acto gratuito de amor que exige por nuestra parte una respuesta de gratitud. No somos hijas e hijos de nosotros mismos, sino fruto del amor. La respuesta que exige la verdad de nuestro origen se expresa de manera sustantiva cuando reconocemos y apostamos por la fraternidad en nuestra existencia individual, y construimos órdenes sociales y políticos inspirados en esta verdad fundamental. Es decir, cuando nos reconocemos unas y otros como constitutivamente hermanados por nuestro origen y nuestro destino,  habitantes de un mundo entendido como «casa común». 

Ahora bien, como representante de la «Iglesia del pueblo», la Iglesia de los pobres, lo distintivo de la visión de Francisco frente a otras formas de conservadurismo cristiano (o incluso de moralismo cristiano neoliberal) es la denuncia que hace de la injusticia inherente del sistema vigente, basado en la acumulación inescrupulosa y la competencia desalmada. El hiperindividualismo, la razón instrumental, que se traduce en una cultura del descarte y la atomización social, que caracteriza a las sociedades actuales, se traducen a nivel planetario en un desorden global en el cual el militarismo (y, por ende la guerra) se convierte en la única manera efectiva de resolver nuestros conflictos, donde la extensión exponencial de la pobreza y la brecha creciente de la desigualdad es el precio que paga la humanidad para coronar la riqueza de sus minorías privilegiadas, junto al riesgo de una modificación radical de las variables medioambientales que termine convirtiendo en insostenible la vida humana en el planeta. 

Su articulada respuesta, frente a esta desvinculación histórica de las élites en su afán de autopreservación y autoafirmación expansionista a cualquier costo, es que el sistema de acumulación capitalista profundiza y conduce hasta el paroxismo el olvido de la gratuidad y fraternidad constitutiva de nuestra existencia. Esto ha conducido en nuestra época, primero, a la apuesta «totalitaria» de la pretendida globalización neoliberal durante el período de decadencia de la hegemonía estadounidense que (siguiendo a Giovanni Arrighi) podemos situar entre mediados de la década de 1970 y la crisis de 2008-9 (período definido por la financiarización de la economía global y el posmodernismo cultural), pero que, a partir de entonces, parece estar mutando hacia un tecnofeudalismo corporativo. 
 

IV

De manera análoga, el Dalai Lama ha manifestado su preocupación por las amenazas que suponen para nuestro futuro la guerra, la desigualdad y la creciente destrucción medioambiental. No solo condena la violencia y la guerra en términos generales como expresiones de nuestra ignorancia y emociones destructivas, sino que las condena en términos particulares como expresiones históricas de una época marcada por el poder de la tecnociencia, la cual ha facilitado la fabricación de armas de destrucción masiva, especialmente el armamento nuclear, capaz de borrar de la faz de la Tierra todo signo de vida. 

De igual modo, ha condenado en reiteradas ocasiones la lógica inherente de acumulación y competencia febril del capitalismo, en líneas que él mismo ha definido como «neomarxistas», en consonancia con su perspectiva comunitarista, multicultural y globalmente dialógica. 

Finalmente, como su par cristiano, el Dalai Lama ha puesto en entredicho la viabilidad ecológica del proyecto capitalista y su concepción de progreso en términos meramente materiales, apuntando a los límites inherentes de un sistema social basado en la explotación creciente de los seres humanos y el saqueo irracional de los recursos naturales. 

En la base de la lógica que guía el proyecto de acumulación del capital, el Dalai Lama, como budista, identifica también a la ignorancia o confusión primordial, como causa primaria. Aquí el olvido o ignorancia se refiere a la distorsionada aprehensión de nosotros mismos como seres independientes y autónomos, que contradice nuestra efectiva condición de interdependencia y, por ende, de vulnerabilidad constitutiva. 

Desde la perspectiva budista, lo que nos caracteriza no es la sustantividad de nuestras identidades, ni la legitimidad de nuestras apropiaciones. Somos, fundamentalmente, relaciones, que deben estar definidas por la gratitud en relación con otros seres vivientes, en tanto y en cuanto nuestra propia existencia individual depende directa o indirectamente de lo que ellos nos proveen voluntaria o involuntariamente. La realización plena de nuestra existencia individual solo puede lograrse a través de la promesa de un genuino sentido de responsabilidad universal, basado en la ecuanimidad y la justicia (que debería asumir también en su versión progresista una opción por los pobres, por los más vulnerables), la bondad, el cuidado, y la celebración de aquellas virtudes e iniciativas que se oponen a las tendencias egocéntricas y egoístas que caracterizan el actual modelo meritocrático de éxito económico y social.

V

Noam Chomsky es un crítico lúcido del «imperialismo» estadounidense y del capitalismo global. En sus obras ha echado luz sobre la injusticia inherente del sistema de acumulación, el militarismo despiadado que facilita la desposesión y explotación de los individuos y los pueblos, el rol emponzoñado del poder mediático, cuyo objetivo a través de la información sesgada, la descontextualización, o la simple desinformación que hoy se manifiesta en la forma de operaciones mediáticas o fake news, consiste en boicotear y obstruir cualquier tipo de cambio que ponga límites a los intereses de las élites, y garantizar los conflictos culturales, sociales y partidarios que impidan la unidad de las mayorías oprimidas y dominadas por dichas élites. 

Como ha señalado recientemente, el mundo se enfrenta actualmente a un dilema de vida o muerte, que él traduce en términos de «cooperación o extinción». De nuevo, la amenaza de la guerra, con el consiguiente peligro de una conflagración nuclear, la creciente desigualdad, pobreza y exclusión, y la destrucción medioambiental, todo ello motivado por el afán insaciable de acumulación y la competencia que anima el actual orden capitalista, obliga a los movimientos sociales a adoptar una estrategia de cooperación basada en una interseccionalidad que privilegie la lucha anticapitalista y antiimperialista como marcador central, y sus implicaciones y condiciones de posibilidad en las esferas de la reproducción social (las discriminaciones en base al género o la raza), la política (el vaciamiento de la democracia) y la ecología (el uso indiscriminado de la naturaleza como fuente de recursos baratos y vertedero). 

Sobre la base de un imaginario secular, en el cual la historia de las luchas de los de abajo ocupa un lugar preponderante, al tiempo que anima una utopía de liberación y realización basada en la solidaridad, Chomsky identifica en la «propaganda política y cultural» (que tiene en los medios de comunicación, hoy intensificado su poder por la extensión creciente de los mecanismos de vigilancia digital) el principal obstáculo para unir a las fuerzas sociales y políticas, con el fin de crear la masa crítica necesaria para forzar un cambio de paradigma y una revolución institucional que nos permita una nueva forma de vida para el planeta. 

VI

Nuestra primera tarea, a nivel local, es identificar entre las alternativas políticas que disputan nuestra voluntad en las democracias liberales, aquellas que estén dispuestas a comprometerse con este cambio global, al tiempo que lo articulan localmente, y están dispuestos a sostener dicha transformación en el contexto de la despiadada guerra sucia de quienes, con uñas y dientes, defienden el sistema de dominación imperante. 

Nuestra segunda tarea consiste en mantener, aun en la disidencia puntual, nuestra lealtad a las fuerzas de cambio que nos acompañan en la tarea de transformación, conscientes de la pluralidad de perspectivas e imaginarios que informan la acción, de modo de evitar que nuestras diferencias más superficiales sean utilizadas como caballos de Troya de nuestros contrincantes. 

En tercer lugar, pese a la crueldad e irracionalidad de nuestros contrincantes, la evidencia del egoísmo que informa sus prácticas políticas y la crueldad con la que tratan a sus enemigos, utilizando estrategias de estigmatización, persecución, exclusión e incluso la muerte, no debemos permitirnos «caer en la tentación del mal», definido aquí como el abandono o traición al horizonte último que nos impone el compromiso con una política basada en la justicia, el amor y la esperanza, un horizonte que, pese a ser una línea en los confines del mundo, lo contiene todo, indiscriminadamente, porque siempre se mueve por delante de nosotros, y seguirá moviéndose por siempre, para que nunca nadie se quede fuera del proyecto de fraternidad, de justicia, de solidaridad, de cooperación, que aspiramos a encarnar. 

VII

De este modo, a las dos preguntas formuladas al comienzo de este artículo, podemos responder del siguiente modo.

(1) El principal desafío que enfrentamos consiste en lograr construir una hegemonía cultural, una masa crítica, que se convierta en un movimiento político lo suficientemente poderoso como para forzar el cambio de paradigma que exige nuestra situación. Para ello es imperativo que logremos una coalición de los afines, que sea leal a los compromisos que exigen los peligros que nos acechan, y no se deje arrastrar por la apariencia de diferencias inconmensurables entre nosotros.

(2) Para ello debemos aprender a reconocer en las mitologías religiosas y seculares que informan los imaginarios y la acción política de nuestros aliados, más allá de las diferencias, los recursos que en sus narrativas nos ayudan a sostener y expandir nuestra causa común.  

 

¿EL FIN DEL NEOLIBERALISMO? EL NUEVO REALISMO Y LA ÉTICA DE LA FRATERNIDAD

Joe Biden. Presidente de los Estados Unidos de América. 


Introducción

El neoliberalismo, no como sistema económico, sino como expresión epocal del capitalismo, entendido este último como forma institucional y como forma de vida (N. FRASER), no está muerto y no morirá mientras el capitalismo continúe modelando nuestras relaciones sociales.

Nuestro mundo social, como la Roma descrita por Freud, está conformado por diversas capas geológicas e históricas que son su trasfondo. Ni el esclavismo, ni el feudalismo, ni las formas tempranas y previas que definieron al capitalismo han desaparecido. Muy por el contrario, todos estos modelos de relaciones sociales, que encarnan diversos modos de explotación, dominio y desposesión, forman parte del tejido de nuestras relaciones sociales en el presente. Por lo tanto, ni de lejos defiendo que estemos en un tránsito hacia el fin del neoliberalismo, su ethos y su filosofía política. Sin embargo, la pandemia parece haber servido, entre otras cosas, para justificar un giro en la visión política a nivel global.

El retorno, al menos retórico, a los imaginarios keynesianos y westfalianos resulta más o menos evidente a todos los analistas. Obviamente, este retorno es imposible en los términos imaginarios que algunos actores políticos pretenden. La historia, pese a mirarse en el espejo del pasado, como en el famoso cuadro de Paul Klee al que Walter Benjamin dedicó sus reflexiones filosóficas, la flecha del tiempo la empuja inexorablemente hacia el futuro.

En nuestro caso concreto (es decir, para nuestra generación), el futuro inmediato está marcado por la posibilidad de una catástrofe que nos acerca peligrosamente hacia una «extinción». Como ha señalado recientemente Noam Chomsky: la destrucción medioambiental causada por la locura del capitalismo y su lógica de acumulación irracional (Harvey); y el peligro cada vez más cierto de una confrontación fratricida entre los bloques en pugna, con los peligros que ello conllevaría para la supervivencia de la vida en el planeta, teniendo en cuenta nuestra capacidad tecnológica de destrucción masiva, definen un escenario que inclina la balanza hacia el pesimismo.

En este marco, quisiera ofrecer unas pocas palabras de reflexión sobre un tema que considero crucial ante los desafíos que enfrentamos. El problema gira en torno a nuestra posibilidad de articular alternativas frente a este escenario cierto de posible extinción. Para ello, quiero centrarme en esta entrada en la relación entre mente y política. Más específicamente, quiero centrarme en lo que hemos denominado «el problema de lo real» y, a través de ello, a la posibilidad de articular una ética (pos)posmetafísica.

¿Un nuevo realismo?

Las razones que me llevan a plantear la cuestión de este modo son las siguientes. Si aceptamos la premisa de que el neoliberalismo como forma institucional obtuvo su legitimación cultural a través de las iteraciones posmodernistas e hiperindividualistas basadas en la afirmación de identidades porosas y un gnosticismo tecno-espiritualista, el giro (por el momento, fundamentalmente retórico, y tímidamente institucional, debido a la debacle a la que nos ha conducido la crisis sanitaria), necesita una legitimación cultural alternativa, que hoy encarna eso que se ha dado en llamar «un nuevo realismo».

Sin embargo, aquí, al hablar de «nuevo realismo», no estoy refiriéndome (aunque no lo excluyo) al grupo de filósofos europeos y angloestadounidenses que se autodefinen con esta expresión. El nombre «nuevo realismo», en esta ocasión, se refiere a un universo más extenso y variado.

Incorpora, para empezar, (1) a lo mejor de la tradición socialista y marxista; (2) al catolicismo de izquierdas, el que hace honor a sus fuentes primitivas optando por los pobres, el catolicismo que se resistió, y fue «perseguido» por ello, al furioso anticomunismo del Papa Woktila y a la moral de su más grande obispo, el Cardenal Ratzinger; (3) a las tradiciones religiosas no occidentales en sus versiones encarnadas y socialmente responsables, cuando se convierten en límites, en vez de cómplices, de la fragmentación social, el hiperindividualismo y la razón instrumental; (4) al conservadurismo comunitarista e indigenista, en sus más variadas versiones, cuando no han quedado cautivos del chauvinismo, o la lógica impuestas por las políticas de la diferencia y la identidad fetichizadas; (5) al feminismo que ha perseverado, pese a la debacle del comunismo y el olvido de Marx iniciado con la caída del muro, en el socialismo, en el que encontró su impulso ideológico inicial; (6) en todas las formas liberacionistas en los cinco continentes, comenzando con el liberacionismo latinoamericano, que se esmeran por articular teorías y praxis de transformación social revolucionarias; y (7) los ecologismos integrales, realistas, humanistas, que no se dejan embelesar con las imágenes manufacturadas por quienes pretenden convertir «nuestra casa común» en un paisaje narcisista a disposición de las minorías privilegiadas, y que utilizan la retórica de la preservación como arma de destrucción masiva para su apropiación.

Representación e hiperindividualismo 

Todas estas posiciones teóricas y prácticas comparten un sentido común que se da de bruces con la epistemología subyacente que alienta a quienes defienden el capitalismo en todas sus formas, y muy especialmente, a quienes promueven sus formas institucionalizadas neoliberalizadas, aún cuando estén disfrazadas convenientemente con los ornamentos del progresismo en cualquiera de sus vestimentas, chauvinistas o identitarias.

Todas estas posiciones teóricas y prácticas se enfrentan culturalmente al posmodernismo, en tanto y en cuanto ponen en cuestión las conclusiones ético-políticas que se derivan de su epistemología subyacente, la cual puede definirse sucintamente a través de dos características: 
  • Un representacionalismo omnímodo, que lo abarca todo sin residuo, es decir, la defensa a ultranza del axioma central del nietzscheanismo, que reduce la totalidad a mera representación, mentira al servicio de la voluntad de poder, desanclándonos de lo real de suyo, y con ello promoviendo un solipsismo y un individualismo radical, cuya contracara es la cultura de masas y el totalitarismo; 
  • y una «flexibilización» de las identidades relativas, con el fin de cancelar el potencial de resistencia de los grupos subalternos. 

En este último caso, es interesante constatar que, al ritmo en el que se multiplicaban las reivindicaciones identitarias, se diluyeron durante la época posmoderna las identidades hegemónicas del período precedente, aquellas alrededor de las cuales se articularon las luchas sociales y políticas durante el período keynesiano-westfaliano, en contraposición al período de la globalización neoliberal. 

Me refiero (1) a los binomios que giran en torno a las identidades que definen, por un lado, a los capitalistas y a los trabajadores y, por el otro, a los trabajadores formales y aquellos que están excluidos del reparto (pese a ser condición de posibilidad de la viabilidad del sistema de acumulación). 

Y, (2) aquellos otros que se articularon en torno a las nociones de emancipación y liberación de los pueblos, es decir, en torno a la exclusión y la desposesión, sobre la base de una «constatación realista» de la existencia de un centro con su periferia, y de diversas totalidades amurallada con sus exterioridades amenazantes.

En ambos casos, la cultura posmoderna y neoliberal nos ha acostumbrado a confundir los roles del capital y el trabajo. Ahora el capital aparece como el trabajo, y el trabajo como capital, facilitando de este modo la explotación de los trabajadores a través de la autoexplotación. Este es el sentido último del emprendedurismo o la figura trabajador-capitalista (W. Brown).

De igual manera, nos ha acostumbrado a pensar en un mundo plano (Th. Friedman). A partir de deslocalizaciones masivas y nuevas formas de explotación y esclavitud se ha achicado la distancia de aquellos «hipotéticamente incluidos» en el centro, con aquellos «definitivamente excluidos» en las periferias, facilitando con ello la emergencia de nuevos resentimientos y el avance de una respuesta neofascista entre las víctimas del sistema ante la crisis que vivimos.

La ética de la fraternidad

Independientemente de la pluralidad de reivindicaciones de los diferentes grupos que enfrentan el sistema de privilegios y dominio que encarna el orden vigente, todos ellos defienden – a diferencia de los neoliberales posmodernistas y, posiblemente, los accidentales y oportunistas defensores de un «keynesianismo neoliberal», preparados para asaltar el Estado en su nueva estrategia de acumulación a la medida de las circunstancias (como ha ocurrido, en primer lugar, con las corporaciones farmacéuticas y tecnológicas, pero a la que pronto seguirán otros sectores de la economía cada vez más monopolizada) – una epistemología realista.

Aquí el realismo tiene una variedad de nombres, pero un único apellido, lo cual da lugar a la posibilidad de articular una bandera común de fraternidad basada en la defensa de las víctimas de la opresión, del dominio, de la explotación en todas sus formas. Y digo que es realista, porque está basada en la constatación innegable de los cuerpos apropiados, violados, torturados, hambreados, abandonados, vejados, asesinados de a millones. Los cuerpos innegables de las víctimas, de las vidas desperdiciadas, que en las pateras encuentran su símbolo más impactante, pero que se multiplican, invisibles, entre los pobres de todas las naciones, entre los explotados de todos los colores, entre los excluidos, aquellos que habitan las periferias o, incluso, la exterioridad que ha impuesto nuestra totalidad social, «la exterioridad de los que no cuentan» (Rancière), de aquellos que son menos que nada, los no representados e «irrepresentables» en sí mismos.

El individualismo y la lógica de acumulación como patologías sociales

Para llegar a la monstruosidad de la víctima debemos comenzar reconociendo la patología del actual orden social y sus causas. Los síntomas evidentes son, hoy, las miles de millones de víctimas que la padecen. Pero su expresión más acerada, es la posibilidad cierta de una extinción masiva que afecta a la vida misma en el planeta, debido a la destrucción medioambiental, el deterioro de las condiciones socioeconómicas para la vida de grandes porciones de la población, y la posibilidad de un enfrentamiento bélico que conduzca a un holocausto nuclear. 

La causa principal de esta patología es un tipo de distorsión epistemológica y metafísica, con consecuencias éticas y políticas perniciosas, basadas en un sistema de relaciones sociales que entroniza el egoísmo como motor fundamental de la innovación y el progreso societal, en contraposición a una genuina cooperación y cuidado mutuo. Esta ignorancia es la ontología individualista, que da lugar a una ética de la libertad sin cortapisas.

Frente a esto no necesitamos acudir a «ideales igualitaristas», sino promover un realismo militante que nos permita superar la pesada herencia de estos imaginarios narcisistas y constatar nuestra radical interdependencia, hasta el punto de descubrir la enloquecida ensoñación que supone la pretensión de una individualidad subsistente como ladrillo primario de toda construcción social (Nāgārjuna).

Un realismo de estas características encuentra en la víctima el signo de la nueva epistemología (E. Dussel), en el intocable en un sistema de castas, su expresión determinante (B. R. Ambedkar, A. Roy).

Una ética (pos)posmetafísica debe ser, primero y fundamentalmente fraterna. Esa fraternidad, como dice E. Del Percio, no puede reducirse a mera norma, sino que debe entenderse como una constatación de lo ineludible que somos. «No puede ser lo mandado, sino lo dado en nuestra existencia desde el origen». Pero no puede tampoco, como bien señala Del Percio, ser el mero fundamento de un buenísmo estéril.

En la historia de Caín encuentra la fraternidad uno de sus «mitos» fundantes. Caín representa la caída en la confusión y el engaño. La condena de Dios representa la espada correctiva a la mayor aberración. 

En la herencia cainita de la guerra perpetua, descubrimos la necesidad del «internacionalismo paulista», compañero de viaje de la fraternidad genuina. Una fraternidad que no admite el chauvinismo o la xenofobia, garantizando de este modo, que no será apropiada por las élites privilegiadas de cada comunidad para garantizar sus prerrogativas jurisdiccionales. 






EL ODIO


Todos conocemos la historia de Caín y Abel. Crecimos con esta historia. Cuando éramos pequeños, nuestras catequistas nos la contaron una y mil veces. No podíamos eludir el asombro al escucharla. ¿Acaso es posible que algo así haya sucedido? 

Caín y Abel eran los hijos de Adán y Eva. Los primeros humanos nacidos fuera del paraíso. Caín era un granjero. Abel un pastor. Aunque ambos hermanos dedicaban sus días a alabar a Dios y a hacerle sacrificios, Abel era el preferido de Dios. De modo que, un día, lleno de celos y de odio, Caín mató a su hermano. 

El texto del Génesis, pese a su concisión, es rico en detalles. En pocas palabras comprendemos lo que motiva el crímen: la envidia, los celos. Yahvé sentía satisfacción por los sacrificios que Abel le hacia, pero no hizo lo mismo respecto a los esfuerzos de Caín. Esto enfureció a Caín, el granjero, hasta el punto de irritarse contra Dios. Estaba tan abatido e irritado que, un día, viéndolo con el rostro desfigurado por el odio, Yahvé le preguntó: «¿Por qué estás tan irritado, y por qué se ha abatido tu rostro?»


La furia de Caín era tan profunda que no podía esconderla a los ojos de Dios. Entonces, Yahvé le advirtió: «Si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar». Pero Caín era débil. Su ira lo dominaba completamente. Lo volvía loco. Era incapaz de dominarse a sí mismo. El pecado era su dueño, lo controlaba enteramente. De modo que otro día le dijo a su hermano:  


«Vamos fuera. Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató». 

 

La escena es estremecedora. El fragmento nos conmueve hasta los cimientos de nuestro ser. Ahí está el hermano envidioso, celoso, que, al no poder enfrentarse a Dios, al no poder reconocer su irritación por no haber sido reconocido como lo fue su hermano, incapaz de volverse contra Dios (Yahvé), se vuelve contra su hermano inocente para buscar venganza. Entonces, Yahvé dijo a Caín: «¿Dónde está tu hermano Abel?» 

 

Y al leer la línea, uno escucha en su propio corazón el eco de esa pregunta condenatoria que se repite una y mil veces: ¿Dónde esta tu hermano Abel? ¿Dónde está? Caín contestó: «No sé».  A lo cual Yavhé, dijo: «¿No sabes?» ¿No sabes lo que has hecho a tu hermano? ¿No lo sabes? 


Caín intenta engañar a Yavhé, quiere excusarse: «¿Soy yo (acaso) el guardián de mi hermano?» Pero la excusa misma de Caín lo condena, porque, efectivamente, era su guardián y se ha convertido en su asesino. A esto, Yavhé replicó: 

 

«Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo». La sangre del hermano muerto pide justicia. «Pues bien (continúa diciendo Yahvé): maldito seas»

 

En la tradición budista, el origen de todos los sufrimientos que padecemos los seres vivientes tiene su origen en la ignorancia y las emociones perturbadoras. La ignorancia puede asociarse a esa pregunta que formula Caín para excusarse: «¿Soy yo (acaso) el guardián de mi hermano?» 


Por supuesto. Tú eres el guardián de tu hermano. Sin embargo, la codicia (tus celos, tu envidia) te ha nublado la razón, y has acabado odiándolo con todo tu ser hasta el punto de asesinarlo. 

 

Sin embargo, el odio de Caín es solo indirectamente odio a su hermano. El verdadero destinatario de su odio es el propio Yavhé. Caín está ofendido porque no ha recibido de Dios el reconocimiento que esperaba. Arrogante, ofreció sus servicios a Dios de manera torcida, y ante la evidencia de ello, Dios lo ignoró y, al contrario, celebró y agradeció los servicios de su hermano Abel. 


El asesinato de Abel, entonces, es la expresión del pecado original, de la confusión mayúscula, primordial. Es la ruptura con Yavhé: la perdición por los siglos de los siglos del hombre que mató a su hermano para vengarse de Dios.

UN SOLO CORAZÓN


Iberoamérica

Existen vínculos estrechos, históricos, políticos, socioeconómicos y culturales, entre «Iberia» y América Latina. Para bien o para mal, entre un lado y otro del Atlántico se tejen relaciones que desnudan los lineamientos y las simpatías disimuladas de los grupos políticos y corporativos en los dos continentes. 

Se ha hablado mucho, durante años, y se ha enfatizado en tono de denuncia, las conexiones de la izquierda española con los progresismos latinoamericanos de la última década. Marcado a fuego en la memoria de la sociedad española a través de una desgastante campaña mediática hecha a la medida de los prejuicios de la población, la asociación de Errejón, Iglesias y Monedero con la izquierda bolivariana se ha convertido en el signo de su identidad histórica. 

Pero también hemos sido testigos de las revelaciones incriminatorias del ala dura del aznarismo con los elementos «golpistas» en América Latina que han protagonizado la ola de oposición antidemocrática de los últimos años.

Desde aquellos días aciagos posteriores al 11S, cuando Aznar se daba el lujo de posar con los pies sobre la mesa, fumando un puro junto a George W. Bush, porque se había convertido en una pieza clave para el presidente estadounidense en la Cumbre de las Azores; pasando por los ominosos días del golpe de Estado a Hugo Chávez, que el monarca español intentó, tiempo después, silenciar con su famoso «¿Por qué no te callas?»; la derecha española (política o corporativa) ha estado presente detrás de los eventos más oscuros que ha vivido la región: comenzando con el golpe militar a Zelaya en Honduras, el reciente golpe a Evo Morales en Bolivia, el golpe institucional a Dilma Rousseff y el encarcelamiento a Lula Da Silva en Brasil. En Argentina, la candidatura de Mauricio Macri fue apoyada abiertamente por el Partido Popular. El gobierno de Macri dio lugar a la persecución y el encarcelamiento masivo de líderes opositores. 

En todos estos casos, el rol de la prensa española ha sido clave a la hora de legitimar estas estrategias antidemocráticas en la región. 

Menos se habla, sin embargo, de los vínculos entre la derecha catalana y la derecha latinoamericana. Algunos de sus periodistas y tertulianos más prominentes, además de cultivar y expresar abierta o veladamente un «anti-latinoamericanismo militante» (asociado en parte por su desprecio por la izquierda española y local, a la que tildan de «españolista»), forman parte del coro mediático en la región que estimula la idea de que, en ocasiones, es necesario forzar un «cambios de régimen para garantizar la libertad».

Es aquí donde las derechas de Iberia tienen «un solo corazón». No importa si hablamos de Madrid o Barcelona, las derechas comparten una misma agenda geopolítica, y un mismo afán de acumulación.   

La periodista del «poble»

Alguien podría pensar que estoy obsesionado con Pilar Rahola. He escrito varias notas sobre sus intervenciones públicas fuera de España, en las que asocio el trasfondo ideológico de la periodista independentista con la ultraderecha latinoamericana. 

Sin embargo, contra la persona de Pilar Rahola no tengo nada. El problema lo tengo con su «avatar mediático», que representa a un sector de la ciudadanía catalana que «echa espuma por la boca», muy a la manera de los seguidores más radicalizados de la «entente Vox-PP», y sus homólogos en América Latina, pero envuelta en sus esteladas.   

Las razones que aduzco «contra» Rahola (el avatar) no son banales, o fruto de un disgusto arbitrario por mi parte. En Cataluña, Rahola es una vaca sagrada con «voz y veto» en los medios públicos y privados. Como Feinmann, Leuco o Lanata en Argentina, representa la indignación moralista de la derecha local. 


El extremismo «indepe-conserva» la festeja. La pretendida «izquierda de gomaespuma del país», le teme. Para entender este intríngulis, hay que prestar atención a la recepción de su mensaje por parte de las audiencias extranjeras a sus intervenciones. Porque fuera de España, sus palabras siempre son aplaudidas con gran algarabía por los sectores más radicalizados de la derecha pura y dura. 

 

Veamos el caso de Argentina. Allí sus numerosas apariciones públicas acaban siempre alegrando la vida de quienes ocupan el «lado oscuro» de la grieta política. Negacionistas variopintos de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, libertarios obsesivos, lobistas neoliberales y periodistas extorsionadores, adictos al lawfare e invitados de honor de «la Embajada», incluso militantes nostálgicos de las monarquías europeas que hoy sueñan, gracias a «Máxima», la reina de Holanda, con recuperar el «linaje de nobleza» perdida con la independencia, todos ellos quieren a Pilar Rahola. Y la quieren, y la admiran, y la veneran como un oráculo transatlántico, porque Pilar Rahola les da lo que ellos quieren oír: los condimentos necesarios para poder «escupir espuma por la boca». 


Isabel y Pilar en las Américas


Siempre he creído que los viajes pueden expandir nuestras perspectivas. Esto no es siempre el caso. Hay viajeros a los que les produce el efecto inverso: anquilosamiento en la cerrazón, engreimiento tozudo, etnocentrismo malsano. En el caso de Rahola es evidente su distorsión provinciana, que le ha hecho comprometer su palabra en los más peliagudos asuntos de la agenda internacional con el paso cambiado, asociándola, curiosamente, con quienes, en su patria catalana, son sus explícitos enemigos. 


Ayer, uno de los periodistas que con más entusiasmo viene recogiendo las opiniones de la tertuliana catalana sobre el «populismo latinoamericano», sirviendo de foro para publicitar sus «fobias antiizquierdistas» y «antiprogresistas» (al mejor estilo de otro dechado de «virtudes conversas», Mario Vargas Llosa), recibió a través de video-conferencia a la estrella del momento: Isabel Díaz Ayuso.


Una visita rápida a Youtube para contrastar las respectivas apariciones de Pilar e Isabel en los programas del periodista Eduardo Feinmann y otros de su estirpe, nos permitirá constatar lo habitualmente impensado: si hablamos de ideología, Isabel y Pilar son más próximas de lo que pensábamos. Sus opiniones y sus provocaciones, excepto en aquello que tiene que ver con las banderas a las cuales devotamente rinden, cada una, sus respectivas lealtades, son una «copia fiel» de dos almas gemelas. 


Como ocurrió en los años previos con Rahola, aplaudida a rabiares por su apoyo explícito del presidente Mauricio Macri, su desprecio fóbico por el populismo, y su sorna hacia los progresismos de todos los colores, Díaz Ayuso recibió su premio. Una periodista local llegó a gritar frente a cámara emocionada: «Yo quiero una líder como Ayuso». 


No hace falta mucho esmero periodístico para encontrar expresiones análogas respecto a la terturliana catalana que ElNacional.cat ha convertido en la heroína del momento por usar a los de ERC como punching balls, exigiéndoles la cuota de humillación imprescindible que demanda la República. 


En los siguientes apartados en política internacional (con las implicaciones que ello conlleva en el terreno ideológico), las opiniones de la tertuliana y la política son indistinguible:


- La denuncia reiterada sobre el peligro que suponen los «populismos» o «progresismos» latinoamericanos. La antipatía contra los líderes populares latinoamericanos es notoria y manifiesta en ambos casos. 


- En contraposición, las muestras explícitas de simpatía y apoyo a los líderes políticos de la región que defienden políticas neoliberales tras la máscara de una defensa de la justicia, entendida exclusivamente en términos de libertad. 


- La parcialidad manifiesta en el tratamiento del conflicto israelí-palestino y atisbos claros de islamofobia en sus respectivos discursos.

 

- La explícita o sugerente estigmatización de los grupos considerados foráneos en sus respectivas circunscripciones en sus discursos. 


- La manía manifiesta contra UP y En Comú Podem. En ambos casos, estas formaciones merecen un tratamiento despectivo (o bien como «comunistas contra la libertad» - en el caso de Díaz Ayuso; o bien como secretos «españolistas» contra la única y genuina posición política que puede defender un catalán de verdad: la independencia).



La spoof comedy del procés 

 

Todo esto, por lo tanto, ilustra lo que viene pasando en Cataluña de un tiempo a esta parte. Y permite, además, entender el Spoof Comedy del procés que hoy interpretan los líderes de ERC y JxC.  Entre estas dos formaciones políticas no debería existir una brecha programática, ni una diferencia táctica o estratégica, sino un verdadero abismo ideológico.


JxC representa, ni más ni menos, que la derecha rancia neoliberalizada, conservadora y moralista, la que exige privilegios y defiende prebendas históricas a todo o nada. Una derecha cuyo extremismo es contenido, exclusivamente, por los límites que le impone una situación de sub-alternidad política, en el marco de un Estado autonómico. 


Por el otro lado, tenemos a ERC, una formación con olfato oportunista, pretendidamente de centro izquierda, como el ala conservadora del Partido Radical argentino que, en coalición con el PRO gobernó nuestra república durante los cuatro años infaustos de Mauricio Macri. 


Como esa ala conservadora del Partido Radical argentino, los sectores de ERC que han participado en el zurcido entente con los exconvergentes, no pueden esconder sus inclinaciones neoliberales. Su republicanismo ha dejado de ser izquierdista, para mutar en conservadurismo de andar por casa. 


Todo esto, como nos decían los mayores, se explica de manera sencilla, acudiendo a los dichos populares: «Dime con quién andas, y te diré quién eres». En esa relación de «discipulado» que, durante tantos años ha mantenido con su alter-ego independentista, ERC ha acabado convirtiéndose en su «idéntico en la diferencia». 


Y, si quedaba alguna duda: ERC y JxC han anunciado en las últimas horas un principio de acuerdo que desnuda todo esto de lo que venimos hablando. 


El nuevo gobierno es la vieja película de siempre. ERC mantendrá la «presidencia simbólica» de la Generalitat, y entregará  JxC la presidencia del Parlament y la Conselleria de Economia. De este modo «el realismo político» sigue estando al servicio de los intereses de clase.


Una vez más, contemplamos la «entente» entre los «progresistas neoliberales», representados por ERC, y la «derecha excluyente», que además de cuidar de la riqueza colectiva, garantizará que el orden jurídico mantenga engrasado su sistema de acumulación y preserve sus privilegios históricos. 


Mientras tanto, «haciendo el tonto», va la CUP, una vez más, como en tiempos de David Fernández, dándose abrazos con los «amos». 

LA MALA EDUCACIÓN


 

El triunfo de Díaz Ayuso en Madrid estaba cantado. No obstante, unas horas antes de la debacle, un simpatizante de Pablo Iglesias me telefoneó desde Pamplona y, en medio de la conversación, ante mis críticas a la estrategia de Podemos, me espetó: ¿Es qué lo das por perdido? ¿Ya has tirado la toalla? Le expliqué que, si bien es cierto que hasta el cierre de las urnas nada puede darse por descontando, a menos que ocurriera algo extra-ordinario en el escenario (y no parecía que ese fuera el caso horas antes de las elecciones), la suerte estaba echada. 

 

Díaz Ayuso arrasó. Los madrileños le dieron al Partido Popular su tan ansiada victoria, y ahora tienen los ojos puestos en Moncloa. El Partido Socialista recibió un varapalo que será difícil de encajar. Se esperan horas aciagas. El líder de Podemos, a poco de conocerse la derrota, renunció a todos sus cargos, habiendo preparado y anunciado previamente con las encuestas en la mano su EXIT profesional. Vox (pese a perder los votos reciclados del PP de la última contienda electoral) se convirtió en el «amo de llaves» de la señora Ayuso. Mientras tanto, Ciudadanos, de manera contorsionista, despegaba hacia la dimensión desconocida. La única alegría para la izquierda fue Más-Madrid, que hizo una campaña digna y exitosa en términos electorales, en no menor medida, gracias a la lealtad de Iñigo Errejón al espíritu original del movimiento que lo catapultó a la escena pública. 

 

Ahora bien, todo este asunto me hizo pensar acerca del lugar de las emociones en la política. Y, especialmente, en nuestras frágiles democracias neoliberales. Uno está tentado a decir que vivimos en «democracias psico-emocionales». Es decir, que lo que la mayoría de los ciudadanos verdaderamente quieren ver representado con su voto, no son políticas (estrictamente hablando), sino «satisfactores» emocionales.  

 

Queremos líderes que expresen nuestros sentimientos y emociones, que los cristalicen, que ejecuten nuestra turbulencia interior, sea en la forma de la vendetta, la humillación o incluso la violencia, retórica o material. Y aunque, de boquilla rechazamos la «política de los símbolos y los gestos», anhelamos que representen gestos humillantes que perturben la existencia emocional de aquellos a quienes hemos identificado como nuestros «enemigos públicos», esos personajes que detestamos desde las entrañas, para poder experimentar, justamente, la satisfacción compensatoria que tanto ansiamos. 

 

A esta altura, no importa si nos referimos a la Catalunya de Puigdemont; a la Buenos Aires de Rodríguez Larreta; o a la Madrid de Díaz Ayuso. En todos estos sitios, lo que motiva las voluntades de manera hegemónica son los «satisfactores emocionales». 

 

Ahora bien, esto no es nuevo. Solo que estamos presenciando la compleción de ese giro copernicano que inauguró la posmodernidad: una ciudadanía que exige a la razón una sumisión completa a nuestra vida emocional: las emociones lo son todo; la razón parece ser «menos que nada».

 

Uno está tentado a ilustrar la cuestión aludiendo al famoso debate en torno a la relación entre fe y razón que desveló a los santos medievales, y que Juan Pablo II, de la mano de su más fiel colaborador, el cardenal Ratzinger, reflotó para alegría de muchos, e indiferencia de otros cuantos. 

 

En su encíclica Fides et Ratio, publicada cuando la cultura posmoderna y el capital financiero copulaban para concebir el engendro que es hoy nuestra herencia, el Santo Padre nos recordó la importancia de una razón militante en la fe. 

 

Ahora bien, para nuestra discusión, en el lugar de la fides (la fe) pongamos al corazón. No el corazón abierto y generoso donde pueden cultivarse actitudes bondadosas, compasivas y justas. Sino el corazón contaminado con nuestras emociones morbosas, algunas de ellas ocultas bajo el disfraz del moralismo, y otras entregadas sin cortapisas a nuestros más bajos instintos. 

 

Ante nuestras miserias y nuestras adicciones emocionales, la razón es débil. Enceguecida por una fe obtusa y criminal, la razón se convierte en sierva de las patologías del alma, en mera escribiente de nuestros más retorcidos caprichos y prejuicios.  En este contexto de dominio casi absoluto de las emociones sobre la razón, la verdad se vuelve, sencillamente, impotente. 

 

Dicen algunos que en 1936, Miguel de Unamuno, ante la inminencia de la catástrofe que se avecinaba, pronunció ante los fascistas en la Universidad de Salamanca, la celebérrima frase: «Venceréis, pero no convenceréis». Sea cierta o no, la frase tiene tirada para estos días aciagos que transitamos. 


Sin embargo, 
como señala Marx en las primeras líneas de El 18 de brumario de Luís Bonaparte: «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa». 

 

Esto nos deja en una posición incómoda. Repetir hoy a Unamuno (haya sido su gesto real o imaginario) sería en toda regla una farsa. De modo que solo nos queda, por el momento, la pregunta: ¿Qué hacer? 

 

 

MADRID-BUENOS AIRES: LAS DERECHAS EN PIE DE GUERRA

 

Vivimos una época difícil. La pandemia ha causado un verdadero estrago en la vida psíquica de los ciudadanos, y ha llevado a la convivencia al límite de la tolerancia (ese antídoto efímero – como dice W. Brown – que los liberales inventaron para eludir el compromiso con el genuino reconocimiento del otro). 

 

En este contexto, más allá de las respuestas histéricas de una parte (importante) de la población que hoy se afirma en toda clase de negacionismos militantes – pese a la extenuante exigencia cognitiva que supone un negacionismo de este tipo ante el tamaño de la evidencia que tenemos por delante – el grueso de la población responde a los graves trastornos emocionales que padece alineándose a la política belicosa en la que cosechan votos los desalmados, quienes no le hacen asco a las irracionalidades y a las mentiras, quienes ejercen sin prevenciones la arbitrariedad y el patoteo. 

 

Las elecciones madrileñas que en los próximos días decidirán la suerte de la capital española, y la gravísima crisis institucional que vive la Argentina ante el desacato de las autoridades municipales a las medidas federales impuestas con fuerza de ley por el gobierno nacional, y justificadas por el ascenso exponencial de los contagios y las muertes, son un ejemplo de lo que se cuece de un lado y del otro del Atlántico. 

 

Sin embargo, no hay que exagerar. El fenómeno es global. La caída en desgracia de Donald John Trump, y la creciente impopularidad de Jair Messias Bolsonaro, no son los signos de un cambio de época. Muy por el contrario, el odio y el resentimiento son los marcadores principales de la política en nuestros días. No hay rincón en el planeta donde, aparentemente, eso que llamábamos alegremente «crispación» hace unos años, no se haya convertido en un verdadero «hervidero» de prejuicios y aversiones intestinales que animan los más bajos impulsos. En este contexto, todas las relaciones personales quedan marcadas por la irracionalidad, la violencia y un autoritarismo creciente que cotiza en bolsa. 


Frente a todo esto, no parece servir de mucho rasgarse las vestiduras, ni jugar a la indignación moral. La ley del valor ha acabado de dar su giro copernicano. No hay lugar ni siquiera para el famoso «poder blando» al que con tanto empeño se dedicaron los dueños del hambre y de la muerte para ocultar sus vergüenzas. Eso significa que los signos del zodiaco apuntan directamente a Marte, el dios de la guerra. 

 

En este sentido, el victimismo y el sentimiento de ofensa, especialmente cuando lo articulan las izquierdas progresistas, feministas y ecologistas, esas izquierdas fetichizadas que la derecha utiliza como muñeco de trapo donde disparar sus dardos envenenados, no solo parecen actitudes que delatan impotencia, sino que parecen contener en su tejido, el desatinado moralismo que los condena a su perdición. 

 

El hecho es que hay una parte de la sociedad civil (una gran parte de la sociedad civil) que pide sangre, consume circo romano y anhela ver en sus canales de televisión y en los dispositivos a través de los que consumen la programación continuada de tertulias, debates e informes engañosos y subidos de tono, los cadáveres ultrajados de sus contrincantes. 

 

En este marco, la tarea fatigosa, obsesiva, recurrente (y uno quisiera sumar «necesaria») de denunciar las fechorías de las derechas locales con la complicidad de las izquierdas neoliberales (no es un oximorón), no hace más que multiplicar en la cacofonía que producen los insultos lanzados de un lado y otro de los estudios televisivos o los hemiciclos donde se teatraliza la guerra por otros medios, la desafección de la población (ya no ciudadanía) con la política. El resultado es un regreso al aturdimiento, al desamparo, al miedo, a la anarquía donde la única estabilidad la impone el capital y el cuerpo policial al servicio de la propiedad privada de quienes verdaderamente «cuentan en el mundo». 

 

En ese momento de desamparo moral, de guerra de todos contra todos, es cuando, el pobre (y aún más el empobrecido de reciente data), despojado de las condiciones para ejercer sus derechos, mendiga al poderoso magnanimidad y se esclaviza. Los discursos recurrentes que en estos días escuchamos, aquí y allá, sobre la necesidad de garantizar esas condiciones de posibilidad de la democracia, a través de un golpe autoritario (material o retórico) que retorne a su senda el ethos pervertido de la patria, ejemplifica el momento hobbesiano. 

 

El interrogante ante esta encrucijada, ante la impotencia que inspira una democracia sitiada por el capital, afanoso por impulsar estrategias de confusión y desorden para evitar que las miradas se vuelvan sobre sí, es: ¿qué hacer?

 

Si la democracia, efectivamente, ya no nos brinda los recursos que exige el momento de crisis. Si sus procedimientos están viciados por el simulacro de igualdad que oculta la asimetría creciente. Y si la arbitrariedad sedimentada en sus instituciones por la lealtad de clase en su origen, y la injusticia y la humillación moral se inyecta metódicamente en el cuerpo social para producir un estado de parálisis en el músculo que debe ejercitar la resistencia, ¿qué nos queda? ¿la violencia?

 

Buenos Aires y Madrid se miran en el espejo y se reconocen como amantes de un mismo dios belicoso y arrogante. Sus votantes, enfurecidos, llaman a la rebelión para defender a sangre y fuego sus privilegios. 


Hoy, Isabel Díaz Ayuso y Horacio Rodríguez Larreta son los abanderados de esta política del desprecio moral que ejercitan las derechas desinhibidas. 


Sin embargo, lo peor está por verse. Porque bajo la sombra de estos personajes caricaturescos de las derechas iberoamericanas que concitan el aplauso animado de sus votantes más enfebrecidos, agradecidos por preservar sus derechos de libertad y propiedad ante la horda de hambrientos que se asoman en el horizonte, esperan su turno personajes aún más siniestros. 

 

 

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...