MACRI Y LA NATURALEZA HUMANA

El momento de la universalidad

En estos días de esperanza contenida, confusión, desengaño e ira, necesitamos, además de articular nuestra capacidad discursiva dirigida a volver a ganar en la próxima contienda electoral, reflexionar en profundidad el tiempo que se cierra frente a nosotros, para encarar el abismo que se abre a nuestros pies.


Las elecciones de las PASO, efectivamente, marcan un antes y un después. El gobierno derrotado se muestra iracundo, desorientado, ansioso y proclive a seguir cometiendo errores que empeoran nuestra situación. En algunos casos, la falta de templanza, sumada a la distorsión ideológica y la ausencia de «densidad moral» de sus referentes amenaza con convertir en catástrofe lo que debería ser, sin más, un traspaso de poder en el ciclo de alternancias que supone el ejercicio de las democracias modernas. 

Esta confusión no es fruto casual de las personalidades en pugna en la contienda electoral, ni es el resultado de la praxis política profesional. Tampoco es el fruto de una supuesta perversión o decadencia cultural de los argentinos, como se repite con demasiada asiduidad. Más bien es la expresión de una confrontación histórica, nunca saldada, entre diferentes «modelos de país». Los diversos hitos de esa historia deben leerse, primariamente (aunque no exclusivamente) en términos de «universalidades» en disputa. Por supuesto, los personajes no son irrelevantes. Los «próceres» que entroniza cada facción en su lucha por la hegemonía cultural encarnan dichas universalidades y las virtudes que supuestamente se promueven.

Pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de un «modelo de país»? Las coyunturas económico-financieras que atraviesa la Argentina cíclicamente invitan a pensar la cuestión de manera reduccionista. El nudo de la cuestión, nos dicen, gira en torno a la teoría económica que defienden los candidatos. De este modo, pertrechados con la argumentación consagrada globalmente para el caso, los economistas locales repiten sus razones para probar las bondades de sus propias recetas y las desdichas que causan (de maneras visibles o mediatas) las de sus contrincantes. Keynesianos, neokeynesianos, liberales clásicos, anarcoliberales, ordoliberales, marxistas y neoliberales de variados pelajes ocupan las pantallas televisivas explicando en lenguaje barrial para nuestras latitudes sus diagnósticos de época y las escasas recetas que en este presente incierto les es permitido delinear. 

Sin embargo, la cuestión del «modelo de país» queda oscurecida debido, entre otras cosas, a las fórmulas reduccionistas que imponen las ecuaciones económicas. Lo cierto es que, en el fondo, lo que se encuentra en disputa son «filosofías políticas y sociales» contradictorias, al borde de la inconmensurabilidad en algunos casos. 

Por consiguiente, lo que quiero defender es que lo que está en juego no son una serie de medidas económicas, ni siquiera concepciones económicas disímiles, sino que lo que disputamos es qué figura del Estado argentino imaginamos debería inspirar nuestras acciones políticas en el futuro que se abre ante nosotros. Y eso no significa, exclusivamente, pensar al Estado en el marco de su intervencionismo en el imaginario mercado que los liberales y neoliberales conciben como sagrado y exigen intocable. Implica también pensar el modo en el cual el Estado se entiende en relación a la sociedad civil de manera más amplia e incluyente. Entre otras cosas, cómo entender al Estado en relación a la ciudadanía y lo que implica ser ciudadano en términos de derechos y obligaciones en uno u otro Estado imaginado. 

En este sentido, el macrismo ha demostrado que la relación que imaginan entre el Estado y la población sobre la cual este ejerce su poder se da de bruces con nociones sustantivas de derechos de «ciudadanía». El macrismo concibe al Estado como instrumento al servicio de los mercados, y dentro de los mismos, como un instrumento al servicio de las corporaciones económicas. El macrismo llegó al poder con el propósito explícito de posicionar a sus electores («el mercado») en una posición estratégica para librar otras batallas, en otros escenarios, para los cuales los «accidentes» locales son insignificantes. La pasión macrista por «volver al mundo», por ejemplo, y la fascinación macrista por la figura del alto ejecutivo de multinacional (CEO) como paradigma de la nueva política dice mucho de la filosofía política y social que inspiró a este gobierno fallido.

Se non è vero, è ben trovato


Por ese motivo, tildar de necedad e insensibilidad a Macri y a su entorno resulta problemático, porque al hacerlo esquivamos el antagonismo ideológico. Los movimientos nacionales y populares en cualquiera de sus formas no son repudiados por la real o supuesta corrupción de sus líderes, sino que, por el contrario, la corrupción real o supuesta de esos líderes es bienvenida porque sirve para argumentar contra las posiciones ideológicas defendidas por los líderes de esos movimientos. Por ese motivo, suelo decir que, si un gobierno popular fuera inmaculado moralmente y tuviera éxito en sus políticas alternativas, habría que inventarle de todas maneras corrupciones y escándalos para desacreditarlo ideológicamente. Buena parte de la política internacional se justifica de este modo. Si los enemigos del capital no son corruptos, habrá que volverlos tales para beneficio del capital. 

En este sentido, el macrismo es una forma de «populismo», en contraposición de las «formas populares de hacer política» y, por consiguiente, promueve una forma de hacer política que es  profundamente «anti-popular»: es decir, está al servicio de intereses que perpetúan y extienden la explotación de los de abajo, utilizando estrategias discursivas e implementando políticas cuyo fin es manipular la voluntad popular para ponerla al servicio de los sectores oligárquicos.

Esto se ha puesto de manifiesto de manera reiterada en las expresiones de sus funcionarios, y en las expresiones del propio presidente en más de una ocasión a lo largo de toda su carrera como funcionario público, primero en la ciudad de Buenos Aires, como intendente, y luego como presidente de la República. Macri desprecia al pueblo argentino, como desprecian al pueblo argentino todos los representantes políticos al servicio de proyectos que dan la espalda a los intereses y necesidades de las grandes mayorías populares, que están preparados a hambrear y reprimir a esas mayorías en nombre de un ideal político que se basa, justamente, en imaginar nuestro país sin esas mayorías, o con esas mayorías «reconvertidas» para servir a los intereses de las minorías privilegiadas. 

Contra la justicia social

Hemos de ser claros en este asunto. Más allá de las alternancias circunstanciales y los «golpes» de efecto que han interrumpido cíclicamente la continuidad de los proyectos nacionales y populares con el fin de imponer la visión de una minoría y garantizar sus intereses de clase, la sociedad argentina se caracteriza por el persistente empeño en materializar un tipo de organización política basada en una noción muy peculiar de la «justicia social». Y con ello no me refiero exclusivamente al peronismo, aun cuando es evidente que es en el vocabulario «justicialista» que expreso en este contexto esa dimensión utópica de una «comunidad organizada» en la que se inspira la política popular en el ámbito local. Entre otras cosas, porque eso que llamamos peronismo o justicialismo es un movimiento diverso, que encuentra en su seno expresiones variadas, muchas veces en tensión antagónica, pero que en ocasiones es capaz de acomodar en su seno las más diversas expresiones dentro del espectro ideológico, especialmente cuando a lo que se enfrenta es a una concepción «neocolonial», si se me permite el vocablo, que en el presente adopta políticamente una forma cultural cosmopolita al servicio del capitalismo financiero y un acceso privilegiado a los mecanismos del Estado que facilita la apropiación y la monopolización de los recursos naturales y del trabajo humano.

Por consiguiente, cuando decimos que lo que está en disputa detrás de la ecuación de cada economista es una filosofía política y social, lo que estamos diciendo, en última instancia, es que los economistas responden implícitamente a una cierta concepción de la «naturaleza humana» o, al menos (y mayoritariamente en nuestras circunstancias locales), a una concepción de la naturaleza del «pueblo argentino». Cuando escuchamos a esos economistas y dirigentes políticos comparar a la sociedad argentina y a su gente con los llamados «países serios», estamos ante una descalificación en toda regla de las mayorías populares, y una distinción implícita de esa Argentina profunda con quienes emiten esos juicios despectivos respecto a los imaginarios y prácticas sociales del pueblo argentino, y se identifican con las minorías ilustradas. 

No se necesita demasiada perspicacia para identificar ese trasfondo en el macrismo. La derecha vernácula, tanto en sus formas neoconservadores como neoliberales, tiende a responsabilizar al pueblo y a sus líderes de todos nuestros fracasos, y se inclina por concebirlos como lo bajo, lo oscuro, lo corrupto, lo pecaminoso, la causa fundamental de nuestra frustración colectiva. En contraposición, identifica a las élites ilustradas como las portadoras de una verdad salvífica, conectada al mundo, sofisticada y civilizada. Es decir: sigue afirmando la concepción sarmientina de la antinomia «civilización y barbarie», lo cual le sirve de base, dicho sea de paso, para intentar imponer una nueva regla educativa que está enteramente al servicio del capital (en contraposición a una educación al servicio de la libertad) y un nuevo registro represivo (con el fin de contener los malestares que esta reconversión de «la gente» a mero instrumento produce). En síntesis: estas minorías están empeñadas y obsesionadas por superar las tradiciones políticas populares como el peronismo, a las que tildan de «populistas», al que acusan de supersticioso, y asocian a la fealdad moral y al oportunismo, y por medio del cual explican el fracaso histórico de la sociedad en la que vivimos: la famosa decadencia de los últimos 70 años de los que nos hablan personajes como José Luís Espert o Fernando Iglesias. 

Psicología y política

En este contexto, el enfado de Macri no es (o no es solo) una muestra de la debilidad moral del presidente frente a la adversidad de la derrota. Se trata más bien de la expresión de su fanatismo y su obsesión política. Macri es heredero de una tradición que tiene como principal objetivo contener las aspiraciones de las grandes mayorías populares, que desprecia sus reivindicaciones y considera a la patria como objeto de su exclusivo señorío. 

Como señalaba hace ya muchos años la filósofa política Ellen Meiksins Wood, los sistemas políticos de pensamientos institucionalizan específicas concepciones del ser humano que favorecen, premian, o privilegian ciertos tipos ejemplares de seres humanos. El macrismo pretendió convertir a figuras como Juan José Aranguren, Luís Caputo o Carolina Stanley, entre otros, en paradigmas de la nueva política argentina. El CEO, el especulador financiero, y la directora de ONG, imitando la estética de la gobernanza neoliberal, se unieron durante cuatro años con el fin de materializar el sueño cosmopolita de las élites argentinas para el siglo XXI. El resultado: un fracaso rotundo que, una vez más, los sectores populares tendrán la responsabilidad de subsanar.

«SI NO GANAMOS, LA GUERRA...»



Los senderos no se bifurcan


Macri eligió a los generales que librarán la batalla final por «el alma de los argentinos»: Marcos Peña y Elisa Carrió arengan a la tropa para que se inmolen por la República de Mauricio. 

La épica es mentirosa y berreta a esta altura del partido. No es solo la economía (¡Estúpido!), la sociedad está en terapia intensiva y las mismas instituciones de la patria republicana que el macrismo con aspavientos reclama como propia se han convertido en una caja de herramientas al servicio de la manipulación política, judicial y mediática. 

Una oscura conexión existe entre (1) los asesinatos a sangre fría perpetrados por las fuerzas policiales que la ministra Patricia Bullrich defiende a capa y espada, (2) las tramas corruptas que involucran a funcionarios de inteligencia, espías y periodistas en causas como las que investiga el Juez Ramos Padilla en Dolores, (3) las operaciones financieras al servicio de familiares y amigos, y las cuentas off-shore de funcionarios y (4) las declaraciones de guerra que el presidente Macri y sus secuaces pronuncian desatinadamente en estos días para revertir (dicen) el «palazo» de las últimas elecciones que (sin embargo) «no existieron»: extraña paradoja que expresa el maestro Zen devenido primer mandatario.

También existe un hilo invisible entre la catástrofe medioambiental en la Amazonia que mantiene en vilo a la opinión pública mundial en estas horas y la política de «tierra arrasada» que practica el gobierno y quienes con sus políticas se benefician: agroexportadores, compañías mineras y energéticas. 

¿Quién se acuerda hoy de las banderolas que Greenpeace desplegó en la exposición de la Rural hace unas semanas denunciando las practicas sistemáticas en el monte argentino que anuncian catástrofes análogas en nuestro territorio a lo que ocurre en la Amazonia? Macri, como Bolsonaro, reaccionó de manera análoga ante la denuncia: le inició una causa judicial penal contra la ONG internacional. Y Greenpeace respondió de manera análoga al modo en que lo hizo ante las denuncias de Bolsonaro, tildando las denuncias de ridículas y malintencionadas. 

¿Todos somos Amazonia?

Definitivamente, de poco sirve publicar mensajes en las redes sociales llamando la atención sobre la tragedia que los incendios suponen, al tiempo que hacemos oídos sordos o practicamos la equidistancia de los santos frente a los reclamos de justicia que apuntan a las causas profundas (políticas e ideológicas) de esas catástrofes naturales que todos repudiamos.

Sabemos que entre Bolsonaro, Trump y Macri existen coincidencias ideológicas notables, intimidades inconfesables y proyectos estratégicos convergentes. 


  • Los tres promueven y justifican la violencia (material y simbólica) como prerrogativa exclusiva y herramienta central de sus políticas sociales.
  • Los tres promueven el hambre, la opresión y la exclusión como método de control social y garantía de acumulación y monopolización de todas las riquezas a su alcance.
  • Los tres comparten alguna forma de desprecio moral hacia migrantes, minorías sociales o políticas, y apuestan por la confrontación como método de acumulación de poder.
  • Los tres han promovido a un mismo tiempo el desguace sistemático de cualquier política progresista promovida por el Estado y una generosa legislación a favor de los grandes capitales. 
  • Los tres han profundizado o facilitado las prácticas que ahondan el deterioro medioambiental, tanto en el ámbito urbano como rural, que en algunos casos (la Ciudad de Buenos Aires es un caso ejemplar) camuflan con «estética verde de ciudadanía responsable», dejando intacto el fondo del problema. 

El nuevo día de la marmota: 24A

El apoyo que su electorado brindó al gobierno de Macri en la jornada de ayer es encomiable en términos democráticos. Los porteños que apoyan a Macri salieron a la calle con sus banderas y vitorearon a su líder, y como en otros actos de signo contrario, dedicaron expresiones de oprobio a sus contrincantes. Nada que objetar, más allá de algunos gestos y actos de intolerancia que se viven en todas las marchas. 

En tiempos de crisis como los que vive el país, y con la encerrona en la que ha quedado atrapado debido a las «poco inteligente», tal vez «oportunistas» políticas desplegadas por el gobierno con la intención explícita de llevarnos a un nuevo idilio con el mundo que se traduciría en felicidad local para cada uno, sino colectiva, individualmente, las propuestas positivas que puede desplegar a esta altura son escasas. 

La oposición hace bien en señalar que a lo que se enfrenta son las políticas neoliberales promovidos por el gobierno, heredero del caudal ideológico y simbólico construido por el delarruismo, el menemismo, el ucederreismo, la dictadura militar y la llamada «Revolución Libertadora» y sus proles durante los 18 largos años de proscripción peronista. También hace bien en recordar que a sus espaldas, la coalición que lidera Fernández tiene una tradición y una historia de resistencias que ha dado muestras de firmeza frente a los descalabros que produjo esa otra Argentina que hoy representan las fuerzas conservadoras del PRO aliadas al mediopelo del radicalismo antipopular. 

Sin embargo, en este contexto, las definiciones respecto al futuro gobierno en términos de medidas son precavidas y se dejan caer con cuentagotas. Sabemos que estamos hablando de dos países que son como gemelos que se miran de uno y otro lado del espejo. Son el mismo país, pero uno es diestro y el otro «siniestro», como nos recordaban las señoras y los señores encendidos por la ira en el centro de la capital porteña en estas horas. En cualquier caso, Alberto Fernández se atiene a una obviedad, el saldo positivo de doce años de gobierno kirchnerista en términos de inclusión social y desarrollo que se ven resaltados si se aprecia el hundimiento «neoliberal» causado por la progenie macrista. 

El macrismo solo tiene para mostrar al «cuco populista». Paradójicamente, el propio Macri y algunos de su funcionarios parecen atraídos por el discurso neofascista de personajes como Bolsonaro y Trump, y en los últimos días han dado muestras que han elegido como estrategia electoral seguir profundizando la brecha entre los argentinos. Lugartenientes como Bullrich y Carrió audazmente admiran y emulan a estos influencers del radicalismo político. 

Razones y sinrazones

La razón de esta estrategia del odio es evidente. El listado de logros que el macrismo tiene para ofrecer a su electorado es etéreo y no admite chequeos o repreguntas: cloacas, baches e institucionalidad. 

Los datos no acompañan el empeño que intenta transmitir el latiguillo de moda en los medios con el cual se pretende minimizar la mala praxis y el dolo de este gobierno en lo que concierne a lo más básico (la alimentación, la salud y la educación de los argentinos). El latiguillo dice que «con las obras públicas no se come», dando a entender que se ha hecho mucho, pero se ha descuidado la heladera. 

El argumento es falaz, porque los datos autorizados desmienten la extensión de las obras, y la escasez en la heladera es mucho más grave que lo que que denota la palabra «ajuste». Estamos hablando de millones de nuevos pobres e indigentes. Estamos hablando de una crisis de desnutrición infantil que avergonzaría a los gobernantes de otras latitudes más desfavorecidas. Estamos hablando de un país que, en el mismo período en el que manufacturaba la miseria generalizada de la población local recibía préstamos astronómicos del mercado financiero internacional, y luego un salvataje del FMI que se encuentra ya en los anales de la institución como el más cuantioso de su historia. Estamos hablando de un «miseria planificada», basada en el endeudamiento y la fuga. 

Efectivamente, decenas de miles de millones de dólares se fugaron al exterior, mientras los niños y las niñas argentinas acababan en comedores abarrotados, obligadas a alimentarse con dietas de escaso valor nutricional, forzadas a regresar a la mendicidad, y por ello expuestas, otra vez, a la corrosiva, morbosa, desempoderadora caridad que las «damas» y los «damos» argentin@s del PRO, muchos de ellos adeptos a la espiritualidad reconvertida cool,  «socialmente responsable», ofrecen como sustituto de los difamados derechos que un gobierno peronista (ese demonio nacional tan denostado) se ocupó de reconocer a las mayorías populares y que un gobierno neocon y neoliberal se aplicó a recortar, para convertir a la patria, eso dicen, «en un país serio». 






EL YOGUI TONTO Y LA PATRIA FINANCIERA

El macrismo se presentó ante la sociedad argentina como una comunidad aggiornada de gente cosmopolita que valora la expertise y el esfuerzo personal por sobre todas las cosas, y cultiva formas cool de trato personal inspiradas en la cultura corporativa. El cambio que propuso estuvo basado en una reevaluación de la educación, en el desprecio hacia las formas críticas de pensamiento, y la exaltación del pragmatismo y la eficacia que son exigidas en las esferas transnacionales donde la habilidad financiera y la estética de la firmeza inescrupulosa frente al infantilismo popular y el sentido común de las poblaciones prima por sobre la compasión concreta hacia el otro de carne y hueso que padece nuestros triunfos.

El macrismo llevó como uno de sus estandartes más elevados el compromiso con el diálogo abierto, franco, constructivo, y salpimentó sus performances discursivas en el espacio público-mediatizado con metáforas extraídas de los libros de autoayuda que sus gurús le inculcaron para triunfar y asegurar su continuidad en la victoria, convirtiendo a su electorado en una masa acrítica de votantes que asumieron su heredada pureza histórica y reinterpretaron el desquicio socio-económico e institucional como un antídoto necesario para embarcar de una vez por todas a la Argentina en una senda de progreso. «Argentina tiene que convertirse, por fin, en un país serio». Y eso significa deshacerse de ese sector del pueblo, mediocre y oportunista, que aún confía en el peronismo, entendido como una banda de corruptos audaces. 

Estas fueron las marcas de identidad de una política que, como ocurrió con los representantes de la llamada «Revolución Libertadora», el onganiato, los militares genocidas, el menemismo y el delarruismo, tuvieron su tiempo de gloria, para regresar a los anales del despropósito en los que cíclicamente se repite la sociedad argentina, conduciéndola de regreso a sus acontecimientos catastróficos. 

Los números estadísticos son inimpugnables. Sin embargo, el heredado antiperonismo no conoce de razones. El fracaso del gobierno, pese a la apabullante realidad que las urnas dejaron a la vista de todos, no alcanza para sofocar el odio y el miedo que alimenta al núcleo duro de una ciudadanía que se empeña en su moralismo hipócrita y su discriminación sistemática de aquellos a quienes juzga diferentes. 

Las redes sociales no son una medida fiable, pero en estos días proliferan expresiones eugenésicas que explican, pese a la evidencia de la mala praxis de sus referentes gubernamentales, y el fracaso evidente del modelo promovido, los votos que aún conserva la coalición derrotada. Un militante de este espacio exigía de este modo a su círculo de contactos en las redes la necesidad de no dar el brazo a torcer en las elecciones de octubre: «El macrismo no será abono para nuestra tierra, pero es el pesticida que necesita el país para sacarse de encima a los parásitos que habitan en ella». 

Macri conquistó el gobierno con tres propósitos como banderas: (1) reducir la inflación y alcanzar el equilibrio fiscal, (2) pobreza 0, y (3) terminar con la grieta. Ninguna de estas promesas se cumplió. 

La inflación es hoy muchísimo más alta que en 2015, y el peligro de espiralización de la misma se encuentra latente, pese a la profunda recesión que vive la economía argentina. El desequilibrio fiscal ha crecido al ritmo del achicamiento de la economía en términos absolutos. 

En este contexto, la situación social es muy delicada. No solo han aumentado los índices de la indigencia y de la pobreza, sino que la totalidad de la sociedad argentina se ha visto empobrecida de manera alarmante, elevándose de modo preocupante los datos de la desigualdad. El endeudamiento a nivel nacional y provincial (especialmente la provincia de Buenos Aires que gobierna María Eugenía Vidal con cara de «yo no hice nada») es exorbitante. También las familias han debido hipotecar su futuro para subsistir en este presente de «crisis terminal». 

Finalmente, el desencuentro de los argentinos es hoy más profundo que el de ayer, debido, paradójicamente, al anti-republicanismo y a la inseguridad jurídica promovidos por el gobierno del Ingeniero Macri, quien ha elegido la estrategia de la persecución judicial y mediática, las prisiones preventivas, la opacidad frente a la transparencia, las operaciones de inteligencia, la extorsión y el escrache, en síntesis, el juego sucio, para enfrentar a una oposición que, contrariamente a lo que se predica, ha actuado durante estos cuatro años con mesura democrática y apego a la institucionalidad del país, aún en el descalabro y pese a las reiteradas muestras de autoritarismo del gobierno en funciones.  

Mientras una parte del electorado macrista, a pesar de la derrota de las PASO, vuelve a encender su discurso victimista y retoma la campaña, ahora más radicalizada que nunca entre sus bases, asumiendo sin miramientos formulaciones que en otras latitudes serían consideradas como «de extrema derecha», otra parte del electorado que en el 2015 apoyó su candidatura se esconde detrás de esa nueva cultura, indiferente políticamente, abocada a las prácticas onanistas de la espiritualidad posmoderna que ha inundado a la Argentina prometiendo apaciguar la zozobra que supone nuestro hipotético fracaso colectivo. 

El yogui tonto, el ciudadano políticamente indiferente y el macrista militante coinciden en un punto. Todos ellos juzgan que el país está cautivo de una supuesta obstinación populista. Anhelan trascender las vecindades de pobres que los rodean, el país «peronista» y sus modales poco sofisticados, los conflictos de clases, la miseria y la queja de la gente cualquiera. Para ello se imaginan volviendo al «mundo de los países serios», a la aventura del desarraigo cosmopolita, o a las purezas de sus inventados templos interiores. Todos ellos conforman el potencial mercado electoral donde se nutre y pesca votos Cambiemos para asegurarse algún tipo de supervivencia después del 10 de diciembre. 

Lo paradójico del asunto es que tanto uno como otro (el militante macrista y el yogui tonto) basan sus aspiraciones políticas en un axioma peligroso e imposible: que la Argentina real es una Argentina ilusoria que es posible reinventar desde cero. Digo que este axioma es «peligroso» porque todo proyecto que exija «tierra arrasada» para concretarse acaba sacrificando a las grandes mayorías populares a la exclusión y al olvido; y digo, además, que es «imposible» porque esas mayorías despreciadas no permanecerán pasivas y en silencio mientras las minorías iluminadas pretenden reconvertirlas. En una democracia sustantiva, como la argentina, estas mayorías, entre otras cosas, votan, defienden sus derechos, se movilizan. Y la historia nos cuenta que frente al poder autoritario se resisten, se rebelan y luchan. 

La tarea que tenemos por delante consiste en explicarle al yogui tonto y al ciudadano indiferente que no basta con descubrir o inventar nuestro Shambala personal en medio del descalabro, sino que debemos asumir el fracaso del país como una derrota y un fracaso propio, propiciando con ello la autocrítica, para empezar a construir una nueva visión para el futuro de la patria de todos.

EN EL ESPEJO «TRUMP». LECCIONES LOCALES

La discriminación no tiene dueño. Se manifiesta de muchas y variadas maneras. En nuestra época, la ejercita especialmente el rico contra el pobre, pero ha tenido históricamente innumerables iteraciones: religión, género, origen étnico, nacional, usos lingüísticos, costumbres, etc. Es fácil ver la paja de la discriminación en el ojo ajeno, pero más difícil asumir la barra que ciega nuestro propio aparato ocular. 

Hace un par de años pasé unos días en un pequeño pueblo de las Alpujarras, en la provincia de Granada: Capileira. Allí conocí a una madrileña que vive en la zona desde hace más de cuarenta años. Mientras me paseaba por los bares de la localidad, fue deshilvanando su historia personal. Un día, como muchos, la vida dio un vuelco. Dejó su piso en el centro de la capital y se mudó a un cortijo para ayudar a una amiga holandesa que estaba montando un emprendimiento equino para excursionista. Lo que se anunciaba como un evento efímero, se convirtió en la pasión de toda una vida por la Sierra Nevada y sus entornos. 

Entre copa y copa, me confesó que ella siempre será para la gente del lugar una madrileña, incluso para los capilurros y capilurras migrantes que han inventado sus vidas en otras latitudes de la península ibérica o más allá, que hoy solo pasan en el pueblo unas pocas semanas al año, y para sus hijos, que al llegar a la adolescencia empiezan a distanciar aún más sus visitas debido a la somnolencia pueblerina. 

Cuando en los veranos llegan los de «Barcelona», capilurrios y capillurias que migraron hace décadas a Catalunya para buscarse la vida, la tratan a ella como una extranjera. Llegan a la localidad como los dueños de la tierra. La gente del lugar los llama, sencillamente, «los de Barcelona», pero ellos mismos se reconocen como los verdaderos y genuinos herederos del pueblo. 

Pese a que ella ha hecho más por Capileira en todos estos años que cualquiera de ellos, que ha contribuido con sus emprendimientos cotidianos al mantenimiento de los tejidos sociales que hacen posible la existencia de la localidad, ella sigue siendo la de Madrid, y siempre será la de Madrid, con los derechos de opinión solapadamente coartados por la tácita discriminación de origen que imponen las reglas del juego. 

El cuento tiene miga, si uno se imagina el modo en el cual los capilurrios y capilurrias expresan sus indignaciones ante los catalanistas más fundamentalistas que, como ellos, establecen criterios de genuinidad y legitimidad entre los habitantes del país. Por más que lo nieguen las usinas mediáticas al servicio de la causa, es un lugar común la discriminación explícita o solapada basada en la cultura, la lengua o el origen de los ciudadanos. 

Sin embargo, como ocurre con el capilurro y la capilurra de mi anécdota es más fácil ver la semilla xenófoba o racista en el otro que ser capaz de identificarla en uno mismo. Como los peces, uno vive su atmósfera sin tener que pensar en ella. 

En cierta ocasión, el novelista estadounidense David Foster Wallace, hablando de la educación liberal, contó una anécdota sobre dos peces jóvenes que se encontraban animadamente discutiendo los acontecimientos de su arrecife coralino, cuando un pez adulto pasó a su lado y los saludos preguntándoles: «¿Cómo la están pasando en el agua esta tarde?» Una vez el pez adulto siguió su camino, los peces jóvenes se miraron atónitos preguntándose: «¿El agua? ¿Qué es eso?»

No cuesta mucho imaginarse a esos capilurros y capilurras despotricando contra la discriminación catalanista que les afecta, pero también imaginar a muchos de ellos coqueteando con las fórmulas xenófobas de Vox para afianzar sus privilegios locales. De igual modo, es habitual escuchar a muchos votantes de la ANC despotricando contra la xenofobia y el fascismo que anima a los votantes de Vox, pero más difícil que asuman su propia pasión como sujetos de privilegio en sus tierras.

Algo de eso nos pasa a todos cuando escuchamos a personajes como Trump, Salvini, Bolsonaro, Modo o Macri lanzando sus dardos envenenados contra minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, afirmando una esencia nacional o un pedigrí histórico que permite distinguir entre ciudadanos de primera y de segunda clase. Siempre hay alguien frente a quien nuestros compromisos democráticos parece poder suspenderse justificarse en vista de las siempre sospechosas razones que aducimos. 

Como hemos visto, entre algunos capilurros y capilurras de Granada y algunos catalanistas de fuste que ondean las banderas de sus privilegios, no parece que podamos establecer una diferencia sustantiva, sino más bien reconocer en ambos una común pasión humana: la de querer ser más que nuestro vecino a cualquier costo, incluso si para ello tienes que abrazarte a tu explotador o romper las lanzas con quien te ha ayudado a construir tu casa. Donald Trump acaba de mandar a varias congresistas a sus «países de origen». No es algo frente a lo que deberíamos indignarnos. Sería mejor aprender la lección en su espejo y actuar en consecuencia. 

NO HACEN POLÍTICA... JUEGAN AL FÚTBOL

La política argentina, me dijo un analista colombiano, se ha vuelto una mariconada. Le perdoné el exabrupto, inadvertidamente discriminatorio, y le pedí que me explicara a qué se refería. Entonces, me retrucó: «No hacen política. Se dedican al fútbol».

Según el colombiano, el mayor logro de Macri ha sido convertir los asuntos graves en meras contiendas tácticas en el campo de juego, y en chicanas mediáticas para ablandar a sus competidores. Marcos Peña y Durán Barba son la expresión más acabada de esta representación reduccionista de la política. 

En este marco, excepto unos pocos medios y contados periodistas, la mayoría ha abandonado la seriedad que merece la política a cambio de la sorna, la mala educación, o el talante futbolero cool para comentar los destinos de la patria.

Alguien podría pensar que la Argentina tiene una larga tradición en este rubro de espectáculos. Tato Bores sería un emblema de ese linaje satírico. El problema es que en nuestra época nadie ve estos programas y los juzga como parte del género humorístico. Todo lo contrario. Entrevistadores y tertulianos se presentan como expertos periodistas, cuando en realidad son operadores puros y duros, sin escrúpulos ni límite deontológico alguno respecto a la profesión que dicen representar. 

Escuchar a los Carnota, Leuco, Majule, Lanata, o incluso Tenenbaum (o peor aún, a un Santoro – a quien el sindicato mediático salió a bancar sindicalizadamente cuando se descubrieron sus operaciones ilegales) autoendilgándose el mote de "periodista", resulta bochornoso por la obviedad de la hipérbole. 

Pero en Argentina nos acostumbramos a todo, incluso a esta casta mediática que, desde hace décadas, desde los encumbrados registros a los que han sido ascendidos por los dueños de sus empresas, apabullan a la gente con sus mentiras sistemáticas o sus silencios cómplices. El caso D’Alessio y la persecución al juez Ramos Padilla es la muestra más evidente de esta perversión de los periodistas que, decían, "querían preguntar". 

Obviamente, estamos hablando de un signo de época, que se asemeja al Zeitgeist menemista. ¿Quién podría olvidar las pantomimas del patilludo afeitado y saqueado con las hombreras de entonces? Con menos intrepidez (Macri no jugó en River, ni cerró la ruta 2 para conducir un automóvil de carreras, ni piloteó un caza, ni nada que se le parezca), el presidente aporta su granito de arena a esta tradición chabacana. 

Es cierto que la Argentina es un país futbolero por donde se lo mire, pero Macri ha llevado al fútbol argentino, especialmente a su Boca Juniors, al bochorno de las relaciones internacionales, por ejemplo. Macri juega en otra liga, muy superior a la de su antecesor en el mando como capataz del imperio en tierras argentinas.

Presidentes y primeros ministros brasileros, franceses, españoles, colombianos, rusos y otros tantos, se han quedado boquiabiertos ante el ridículo de un presidente que, como el jardinero de Jerzy Kozinski, pero con desigual fortuna, repite sus licencias futboleras como si se trataran de sabias metáforas florales con la pretensión inconfesada de ser un "canchero". 

Esto no sería nada si el entramado institucional estuviera consolidado en firmes cimientos. Pero lo cierto es que Argentina se hunde en la mayor inseguridad jurídica jamás experimentada durante gobiernos democráticos desde el comienzo mismo de nuestra historia republicana.

Ya no se trata de aprietes, se trata de extorsión lisa y llana, llevada a cabo por el poder ejecutivo, a través del poder judicial, y con el aparato mediático como ejecutor necesario. Un Estado sin garantías fundamentales es, sencillamente, un Estado tiránico. Y en eso es precisamente en lo que se ha convertido la Argentina: un régimen capitalista que impone sus prerrogativas a través de un poder judicial-mediático-policial antidemocrático que se asume como normalidad necesaria para sanear al país de su herencia populista.

Yo me atrevo a preguntar si a esta época deplorable seguirá otra mejor, y cuánto tiempo tendremos que esperar para el “Nunca más” aplicado al periodismo y la justicia actual. 

Pero esto es solo la cara visible de la luna. Hay otro lado, oscuro, criminal, al que no prestamos suficiente atención, pero que lo ilustra el goteo de asesinatos cotidianos, la mugre criminal en los barrios, el miedo que carga la gente en el alma cuando sale a la calle, la inseguridad, la deslealtad, la traición y el escrache como método de comunicación diaria, que es el efecto inmediato de esta payasada institucional que es el republicanismo de Cambiemos y sus boinas blancas y peronchos vendidos, bajo cuyas alas se esconden la mediocridad intelectual y moral, el origen de resentimiento y odio que mantiene abierta esa herida llamada "grieta" por los publicistas de la derecha argentina, inventada para esconder con ella su desprecio y su codicia insaciable. 

Todo esto da qué pensar. Uno se pregunta entonces: ¿qué quiere decir, verdaderamente, ser argentino? Tal vez, no significa nada. Tal vez sea solo nombre, una marca en la frente, una maldición que uno carga consigo. Si es así, y “Argentina” no es más que un nombre vacío que pretende acomodar una contradicción irreconciliable, tal vez sea cierto y no entremos todos en eso que llamamos "patria" (como piensan ellos, quienes han estado empujándonos a los abismos de la exclusión política y social) y va llegando la hora de pensar en clave de supervivencia de las grandes mayorías, antes de tentarnos con servir a los nuevos eugenistas sociales que hoy gobiernan el país desde los ministerios ejecutivos o sus oficinas en Nueva York, la City de Londres o Berlín. 

Si es así, el llamado a la unidad no puede leerse en clave futbolera, sino que debemos hacer un esfuerzo por hacer una lectura eminentemente política de la unidad. Con toda la pesadez, con toda la gravedad, con toda la sustantividad que tiene el término "política" para nosotros, quienes no nos sumamos a la euforia de la información digital, pese a la convicción posmoderna que promueve el realista duranbarbiano que trata el poder como una mercancía y al ciudadano como un mero consumidor. 

Nosotros creemos que la política genuinamente democrática no es únicamente un medio, sino un fin en sí misma. O mejor dicho, que en la política genuinamente democrática los medios y los fines confluyen, de tal modo que la política es, a un mismo tiempo, una manera de organizarnos y una manera de vivir. En ese sentido, somos de aquellos que creemos que el nombre "república" con el cual adornamos nuestro nombre colectivo no es un título vacío que acompaña nuestro nombre propio "Argentina", sino el imaginado horizonte de libertad y fraternidad que el macrismo insiste en pervertir. 

En este sentido, la política que hoy se exige es, ineludiblemente, la de la unidad, pero no cualquier tipo de unidad, por supuesto, sino una unidad de La Política ( con mayúscula), es decir, una unidad de aquellos que están dispuestos a ir a la guerra "por otros medios", contra aquellos que atentan, una vez más, contra la democracia. 

Una guerra sin armas, por supuesto, pero una guerra al fin y al cabo, en la que nos jugamos la supervivencia y la sustantividad de esos nombres, tan pisoteados por la coalición Cambiemos, que son  "República" y "Argentina".  

¿UN NUEVO AMANECER?



La respuesta resultó desconcertante, tanto para el oficialismo «oficial», como para el disfrazado oficialismo que le hace la pelota a Cambiemos. Para la oposición fue un elixir de esperanza y un espaldarazo para la ciudadanía que hoy vuelve a creer que es posible recuperar el poder popular y echarse al hombro la recuperación del país. 


La reacción individual tuvo gestos de grandeza que parecían olvidados en la sociedad. La aprobación fue unísona. Hubo toses, como la de Duhalde, y silencios elocuentes, como los de ese sector del peronismo federal que parece querer hundirse con Cambiemos en el agujero de la historia antes que dar el brazo a torcer. 

Massa, en cambio, mostró inteligencia y aplaudió la jugada de unidad dejando la puerta abierta para llegar a un acuerdo en los próximos días. Si los pronósticos no son errados, en función del amanecer que se asoma luminoso, pese a la tormenta nocturna, Argentina se enfila hacia un nuevo comienzo. 

Si finalmente la fórmula Fernández-Fernández de Kirchner tiene el éxito que se espera y se reordenan las prioridades de gobierno en función de las lealtades patrióticas que demanda el pueblo y las urgencias que exige la encrucijada, «la catástrofe» política y moral que han supuesto estos cuatro años de gobierno macrista podrán reescribirse en la historia popular como una oportunidad. 

En este sentido, el mandato es claro: todas las acciones deben ir encaminadas hacia la consolidación de la unidad. Cristina señaló el camino, Fernández aceptó con humildad el encargo. El pueblo, que confía en su líder, parece dispuesto a darle su voto. 

En los últimos meses, la figura de Alberto Fernández ha ido creciendo sin pausa. Sus dotes comunicacionales en un escenario polarizado como el que vive el país lo han terminado por convertir en la opción elegida. Eso no significa que el kirchnerismo, y el peronismo en general, no tuviera otros cuadros ejemplares. Kicillof, Solá y Rossi, por ejemplo, han dado sobradas muestras en los últimos años de una capacidad dialogante que no va en desmedro de sus convicciones, y no se altera pese a los golpes bajos, las trampas y la mentira sistemática que usa como arma de guerra el oficialismo acorralado. Pero Alberto Fernández suma a ese talante, imprescindible para el nuevo período, otros rasgos que justifican con creces el lugar que hoy ocupa: no es menor el acceso que tiene a sectores de la sociedad históricamente vedados al kirchnerismo.

Por otro lado, no es menor la presencia de Cristina en la fórmula. Pese a las acusaciones de «extravagancia» con la que se juzga la fórmula en los medios oficialista, Cristina da solidez y gobernabilidad al proyecto de recuperación que propone el país. Eso no significa, como pretende la oposición más vociferante, que Fernández será «el chirolita» de Cristina. Quiere decir, más bien, que el lugar vacante, que en la democracia ocupa el representante del pueblo en su función ejecutiva, tiene la venía y confianza del poder popular. 

El futuro inmediato exige compromisos incluyentes y grandeza de espíritu. A Cristina le gusta hablar de la historia y eso resulta desconcertante para los «vecinos», la mera «gente», a la que le habla el macrismo, pero resulta profundamente significativo para la ciudadanía. 

El imaginario programático al que se refirió Cristina al hablar en la Sociedad Rural de «ciudadanía responsable» pone en evidencia la arbitrariedad de las adjetivaciones de la política argentina en los últimos años. El pretendido «republicanismo» de Cambiemos acabo siendo, como el resto de sus promesas de campaña, palabra hueca. La decadencia institucional (especialmente en el ejecutivo y en el poder judicial) y la militancia represiva son lo más alejado que uno pueda imaginar de esas banderas levantadas en lógica maquetinera.

Finalmente, la palabra «traición» es un vocablo que tendremos que guardar en el trastero en esta nueva etapa. El macrismo fue arrollador, se presentó a sí mismo como «fin de la historia». Fueron muchos los que se dejaron arrastrar, seducir, apretar, por la inevitabilidad de la nueva dispensación de los globos amarillos y el regreso al mundo. 

Aún así, excepto para los más recalcitrantes, el mal perpetrado durante este período ha sido tan profundo, la ineficiencia ejercitada por las estrellas oscuras del equipo conductor tan notoria, y el egoísmo del presidente y su círculo íntimo tan evidente, que hoy la coyuntura exige que dejemos atrás los rencores para reconstruir otra Argentina posible.

RAHOLA EN BUENOS AIRES. SÍNTOMAS DE LA ESQUIZOFRENIA CATALANA


Argentina, otra vez saqueada

Argentina (y América Latina en general) transita una de las épocas más oscuras de su historia de sangre y de fuego. A la profunda crisis regional, se suma el embate impiadoso de las derechas del subcontinente y la nueva política injerencista de Washington. En Brasil y Argentina, el retroceso en términos sociales es notorio. La velocidad del deterioro institucional no tiene precedentes, pese a la propaganda mediática internacional que ha querido acusar a los llamados gobiernos progresistas de la última década de «populistas» (y, por ende, «antidemocráticos»). Los golpes de Estado, los golpes judiciales y los golpes mediáticos se han sucedido sin pausa en América Latina a lo largo de estos últimos años, comenzando por el golpe militar a Zelaya en Honduras, pasando por Paraguay, Brasil o Argentina, donde el poder mediático y judicial ha condicionado las últimas elecciones presidenciales y amenaza las próximas con una sucesión interminable de operaciones antidemocráticas e ilegales. 

La catástrofe social en Argentina es profunda. En tres años, el gobierno de Mauricio Macri ha logrado incrementar la pobreza de manera exponencial, lanzando a millones de personas a la pobreza  y a la indigencia, ha quebrado el tejido industrial, abocando a cientos de miles al desempleo, y ha acelerado los procesos inflacionarios hasta posicionar al peso en el podio de las monedas más depreciadas del mundo, tras Venezuela, Sudán y Zimbawe. El re-endeudamiento del país es astronómico, como es astronómica la fuga de capitales. La Argentina de Mauricio Macri ha logrado el glorioso récord de haber recibido el desembolso más abultado en toda la historia del Fondo Monetario Internacion, condicionando de este modo a las generaciones futuras.

Lawfare y fake news

De acuerdo al New York Times, Macri llegó al poder gracias a las denuncias sistemáticas de corrupción al gobierno de los Kirchner, denuncias que —dicho sea de paso, hasta el momento no han podido demostrarse. Ni las bóvedas, ni la llamada ruta del dinero K, ni las supuestas cuentas bancarias en el exterior de los Kirchner han podido encontrarse. Pese a la avalancha de operaciones mediáticas, la evidente arbitrariedad de muchos jueces y fiscales comprometidos ideológicamente con el proyecto macrista, el apriete desvergonzado de  hipotéticos arrepentidos que son amenazados con prisión preventiva si no incriminan a los Kirchner, y una abierta y frenética actividad por parte del ejecutivo operando sobre la justicia por medio de periodistas, espías y mafiosos, las causas de corrupción contra el kirchnerismo no prosperan, y muchas de ellas sencillamente se caen, pese al esfuerzo notorio por seguir explicando que el problema del país es que los Kirchner se robaron un PBI. Una verdadera osadía, una hipérbole digna de los tiempos de Trump, indudablemente. 

Muy diferente es la situación de Macri, sus familiares y funcionarios. El blanqueo de capitales para familiares y funcionarios promovido por el ejecutivo a través de un decreto presidencial y en contra de la ley emanada de las cámaras legislativas, ha beneficiado a todo el funcionariado que ha saneado su estafa al Estado argentino por cientos de millones de dólares. 

La familia Macri ha blanqueado millones de dólares que permanecían resguardados en sus paraísos fiscales. El copamiento de la magistratura, la remoción de jueces y fiscales, el nombramiento a dedo de las nuevas figuras de la justicia (incluido el nombramiento de un miembro de la Corte Suprema por decreto presidencial a comienzo de su mandato) es otra prueba de la falta de seguridad jurídica que impera en el país para los ciudadanos de a pie. 

Más grave es el desguace de la llamada oficina anticorrupción, dirigida por Laura Alonso (una abogada con estrechos vínculos con Paul Singer, un multimillonario, propietario de un fondo buitre con el cual el Estado argentino libró una batalla judicial extenuante durante décadas en el distrito de Nueva York) quien ha confesado públicamente hace algunas semanas (y por ello hoy está imputada) que no ha emprendido  investigación alguna contra el actual gobierno del que forma parte, sino que se ha dedicado de manera exclusiva a probar la corrupción kirchnerista. 

Estas son algunas de las estrategias que utiliza el gobierno del empresario Macri para blindarse frente a la escandalosa evidencia de su actividad delictiva. Desde la aparición de 50 cuentas off-shore a su nombre en los famosos Panama Papers, y los escándalos en torno a Oberdrecht que afecta a su grupo empresarial, a algunos de sus familiares más directos, e incluso al hombre del fútbol y amigo del presidente, Gustavo Arribas, hoy a cargo, nada más y nada menos, que de los servicios de inteligencia,  el presidente no ha dejado de ser sospechado de notorias actividades ilegales.

Hoy sabemos que Macri ganó las elecciones gracias a la falsa denuncia del asesinato del fiscal Nisman. También sabemos, a ciencia cierta, que Nisman se suicidó, y que las personas involucradas en lo que desencadenó la decisión del fiscal de quitarse la vida son las mismas personas que han conducido la guerra sucia, mediático-judicial, que envuelve al país en una atmósfera asfixiante de incertidumbre y desconfianza. 

Otra de las denuncias que le valieron el triunfo a la coalición Cambiemos, específicamente, la gobernación de la provincia de Buenos Aires que hoy conduce la aspirante a reemplazar a Macri, María Eugenia Vidal, fue la que le endilgaron por narcotráfico al entonces candidato Anibal Fernández. Hoy Fernández se pasea por las calles del país y los platós de televisión sin problemas, porque la denuncia era, efectivamente y como cabía suponerse, falsa. Incluso los propios protagonistas de la trama policíaca, que junto con una diputada de la nación (Elisa Carrió) y un periodista estrella (Jorge Lanata), llevaron a las pantallas de la corporación mediática los falsos testimonios de tres asesinos brutales para involucrar al político.

Las cruzadas de Rahola

Pilar Rahola tiene un lugar en este entramado de corrupción política y mediática. En 2015, en el principal programa televisivo de chimentos del país, conducido por una señora que recuerda a la Ana Rosa española (Mirtha Legrand) y al que habitualmente la periodista catalana asiste durante sus visitas a Buenos Aires, atacó de manera impiadosa a la pareja del candidato kirchnerista y apostó su reputación por el gobierno de extrema derecha, neoliberal, que hoy conduce el ingeniero Macri. Rahola es en Argentina una representante vociferante de la derecha argentina. Ocupa como intelectual extranjera un lugar análogo al que tiene Vargas Llosa entre los «ciudadanos» y «populares». Se codea con la crema de los reaccionarios y sonríe a diestra y siniestra a los adalides del revisionismo conservador y liberal, obsesionados con los movimientos populares del país. 

Ninguna de las pruebas de la corrupción económica y la corrupción institucional del macrismo le ha hecho moverse un ápice de su posicionamiento en estos años. La semana pasada no llegó a Buenos Aires para criticar el hambre y la miseria que las políticas de Macri han incrementado de manera notoria, ni las persecuciones  a líderes políticos, sindicales y sociales. No ha hecho mención alguna de la aplicación sistemática de prisiones preventivas a los opositores políticos. No tiene mucho que decir sobre la estrategia de desmantelamiento y desfinanciación de las organizaciones de defensa de los derechos humanos, ni del endeudamiento confiscador que ha regresado a la Argentina a las épocas más difíciles de su democracia, poniendo la soberanía nacional bajo el yugo de eso que llamamos «mercado». Rahola no tiene nada que decir sobre la amistad de Macri y Trump, sobre el desmantelamiento de los organismos regionales, promoviendo de manera solapada la injerencia estadounidense en el subcontinente. Y no tiene nada que decir por la sencilla razón de que Rahola es una defensora a ultranza de la contrarrevolución conservadora en América Latina.

Su odio contra aquellos que llama «populistas» no tiene límites morales. Apoya el intervencionismo estadounidense y hace lobby abiertamente en el país en defensa de la derecha israelí, llegando al absurdo de promover una versión desacreditada del supuesto asesinato del fiscal de la Nación (Nisman) que, hoy se sabe de manera incontrovertibles, fue un corrupto concertado, operó y cobró dinero sucio por parte de fondos buitres en conflicto con Argentina desde el 2003, en detrimento de los reclamos de justicia de los familiares y amigos de casi un centenar de víctimas mortales y más de 300 heridos producidos en los atentados a la AMIA.  

En Argentina, la patina sensible de Rahola se desdibuja hasta dejar expuesto su esperpéntico talante reaccionario. Apuesta por la mano dura, y sirve a los intereses de los negacionistas del genocidio y a los herederos de las riquezas saqueadas a las clases populares del país. De republicanismo no tiene mucho, porque es una fervorosa militante de la oligarquía local, cuyos representantes la invitan asiduamente agradecidos por sus bufonescas diátribas contra el populismo, a través de las cuales aseguran los votos de las clases medias xenófobas que han sabido construir a partir del odio a las clases populares, una identidad histórica en el país. 

En su última intervención en la Feria del Libro, haciéndose eco de los periodistas de la derecha liberal argentina, Rahola condenó la presentación que hizo la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner de su libro. Los periódicos catalanes independentistas festejaron de manera obsecuente los aplausos de la penalista de TV3, sin pararse a pensar quiénes estaban atrás de esos aplausos, sin caer en la cuenta que lo que une a Rahola con su fiel público porteño es análogo a lo que une a Vargas Llosa con la derecha española. 

El libro de Cristina Fernández de Kirchner es, efectivamente, un libro político, como otros muchos libros políticos que son presentados, con pretensión política (a quién puede caberle alguna duda de ello) en las ferias, librerías, foros públicos de todo tipo, universidades, sin que nadie se rasgue las vestiduras. La diferencia, evidentemente, es que el libro de Cristina Fernández de Kirchner ha vendido cientos de miles de ejemplares en unas pocas semanas, convirtiéndolo en un verdadero fenómeno editorial sin precedentes en el país en las últimas décadas.  

Aliada a los más conspicuos admiradores del escritor peruano Vargas Llosa, la ex-ERC repite las mismas razones que el peruano publicita desde su púlpito en el diario El País a la hora de vomitar su anti-latinoamericanismo. El diario La Nación, un emblema periodístico de la dictadura militar, comprometido con una visión negacionista de la historia argentina, se desvive en cada una de las visitas de la periodista «española» (Pilar Rahola), en difundir su mensaje antipopulista y antipopular. Porque es cierto que en Argentina Rahola es, si se me permite, muy española, muy hispánica, muy hiperbólica. Es más parecida a sus contrincantes políticos en España de lo que a ella le gustaría reconocer. 

De acuerdo con Rahola, la fundación del Libro no debería haber permitido la presentación de la publicación de Cristina Fernández de Kirchner, en complicidad evidente con el periodista Jorge Lanata, quien llamó abiertamente al boicot de la feria. En estas defensas de la libertad de expresión encontramos a la enconada «libertaria» catalana. En una muestra de arbitrariedad y en un desafío a los supuestos valores que ella misma dice encarnar en Catalunya, acusó a la Feria de rebajarse por permitir que Cristina Fernández presentara su obra ante un público militante.

Obviamente, si se midieran los criterios que utiliza para juzgar a sus contrincantes, con los que utiliza para valorar su propio comportamiento, Rahola sería considerada muy argentina. El ingenio popular dice que si compras a un argentino por lo que vale, y lo vendes por lo que dice que vale, te harás millonario. Evidentemente, con Rahola pasa algo semejante. Lo que da un poco de «yuyu» —como dicen mis hijos, es la cantidad de seguidores que tiene la panelista en Catalunya, y el espacio que ocupa en la esfera pública.  

Dime con quién andas y te diré quién eres

Unos días antes de la presentación del libro de Cristina, algunos simpatizantes de Macri llenaron otro foro donde se presentaba una obra dedicada a probar la inexistencia de campos de exterminio y tortura durante la dictadura militar. El autor es un genocida condenado por crímenes de lesa humanidad, y el presentador de la obra, un periodista ultramacrista que defiende a capa y espada la figura del fallecido dictador Jorge Rafael Videla. La feria del libro se desmarcó abiertamente de la promoción de ese libro negacionista, pero se felicitó por el éxito editorial del libro de Cristina, aclamada por una multitud dentro y fuera de la feria. Pilar Rahola, encendida y aplaudida por los mismos negacionistas que habían vociferado su indignación por el repudio social a un libro con el cual concuerdan explicita o veladamente, condenó furiosamente el libro de Cristina, su odiada populista.

Entre los presentes en el foro en el que habló Cristina Fernández de Kirchner estaban los más destacados referentes de los movimientos locales de defensa de los derechos humanos, acosados por el gobierno macrista desde el primer día de su mandato. El premio Nóble de la paz Adolfo Pérez Esquivel ha sido taxativo respecto a la falta de compromiso con los derechos humanos del gobierno de Macri, denunciando las muchas detenciones ilegales que se han sucedido a lo largo de su mandato contra referentes sociales y opositores políticos. De manera semejante se ha pronunciado Estela de Carlotto, la presidente de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, quien ha descrito la relación con el gobierno de Macri con los derechos humanos y las organizaciones que los defienden como difícil e incluso antagónica. Son muchos los ministros de Macri que han defendido posturas relativistas frente al genocidio, y unos cuantos que abiertamente militan por el negacionismo. 

En Catalunya, Rahola es una figura respetada y hegemónica. Los políticos y los periodistas le temen como a la lepra. Su mala educación es consentida de manera obsecuente, aún cuando sus argumentos, en muchas ocasiones, son pobres y «trumpeanos». Se la considera progresista debido a un dudoso pasado, hoy irrelevante, pero sus posiciones son claramente reaccionarias, excepto en aquellos temas ambiguos que producen rédito entre su público recalcitrante.

Los múltiples rostros de Catalunya

Rahola es un síntoma de Catalunya. Las próximas elecciones europeas y municipales deben decidir muchas cosas. Para empezar, la nueva hoja de ruta respecto al encaje o desencaje de Catalunya en España. Sin embargo, no menos importante es algo de lo que se ha discutido menos: ¿De qué hablamos cuando hablamos de Catalunya? ¿Quién o qué pretende ser Catalunya en el mundo? ¿Apuesta Catalunya por ser un socio incondicional de la política de Netanyahu y Trump en Medio Oriente? ¿Se aliará con los Guaidó, los Macri y los Bolsonaro (a cualquier precio) para perseguir y aniquilar a los «populistas» latinoamericanos, utilizando los mismos métodos de persecución que con tanta estridencia ella misma denuncia en España? 

Porque va llegando la hora de dejar de pensar en este país (Catalunya) como si fuera una entidad una y trina, y verlo como lo que es, con sus notables grandezas y sus numerosas flaquezas, en su finitud y en su humana imperfección histórica. Rahola es un personaje que empobrece el país. Y lo empobrece de un doble modo, por lo que dice y por el lugar que ocupa en su esfera pública. 

Su proverbial arrogancia multiplica sus rostros en todos los medios. Su estridencia verbal no tiene límites. No solo ocupa los espacios que se le ofrecen, sino que se inmiscuye en aquellos donde no ha sido invitada. Hace unos días, en el programa televisivo «Preguntes freqüents» en la televisión pública catalana, Joan Tardà y Xavier Domènech conversaban en el plató cuando Rahola «invadió» la mesa (con beneplácito de la conductora) gesticulando y haciendo aspavientos. Domènech estaba en medio de una idea, importante, esperada por los espectadores y el periodista que había preguntado. Domènech en varias ocasiones pidió que le permitieran terminar, pero no hubo manera. Rahola ya había ocupado todo el espacio, con sus comentarios entre dientes, con su risa bufonesca. De este modo, Rahola se convierte en un obstáculo, un obstáculo que representa a una parte importante del independentismo catalán que en los próximos días deberá decidir qué quiere ser Catalunya, una Catalunya más amplia y plural, más atenta a las idiosincracias y los matices que la conforman, más tolerante, como les gusta repetir a muchos en estos días, a lo que significan las sociedades actuales, en el siglo XXI, como dice el estribillo indignado de todo aquel que pretende ser moderno, pese a la diferencia. 

Rahola se presenta como la «fiscal de la república catalana». Para ello exige una suerte de impunidad ejecutiva, tolerancia frente a su propia intolerancia y prepotencia. Eso le permite pasearse por el mundo con su plasticidad oportunista, escudada en el supuesto destino incólume de su causa nacional, pese a las contradicciones evidentes de su contorsionismo ideológico. 

Rahola, en muchos sentidos, es la imagen refleja de Vargas Llosa en su espejo. Los separa (apenas) una bandera. Viven ambos de su izquierdismo de juventud, pero se alimentan del odio y el resentimiento que les produce su propia decepción, sin avergonzarse de haber optado por ponerse al servicio de aquello que juzgaron injusto cuando eran mejores. 

La cobardía tiene muchos rostros, entre ellos la máscara que utilizan los que no quieren ver lo evidente por miedo a que se les acuse de «no ser de los nuestros». Esta frase es triste en boca de políticos y periodistas. 

El periodismo catalán, la política catalana, la cultura catalana, se debe a sí misma una seria investigación acerca de sus voceros más enfervorizados. Los gritos de Rahola en los platós de televisión, y su presencia omnipresente en el foro público, su grupo de forofos encendidos, y el temor en la piel de quienes se atreven alguna vez a osar contradecirle, demuestra que en esto también nos jugamos la madurez democrática. 

HAPPY END

La gente elige cómo comportarse, vive la vida tal como eligió vivirla, y sufrirá tarde o temprano las consecuencias que traen consigo esas decisiones. Así de simple.

Después están las circunstancias que nos tocan vivir, que solo pueden explicarse aludiendo alternativamente a los misterios que encierran la parábola de los dones, la teoría del karma y la mera fortuna. Quién sabe…

Lo importante, sin embargo, sigue siendo lo primero, cómo elegimos comportarnos, porque es en nuestro comportamiento que definimos quiénes somos y en qué queremos convertirnos. Ya puede ponerse uno el traje y la corbata, o los hábitos de un monje, sacar pecho de gimnasio o hacer una mueca servil a las alturas trascendentales, pero lo que nos define es la conducta, lo que hacemos y lo que dejamos de hacer. 

Ahora bien, el problema que tenemos es que la apariencia de las cosas, el modo en el que se muestra la vida a la persona corriente es falsa como una moneda falsa: si lo único que podemos imaginar es el aquí y el ahora, la tentación del mal es cautivadora. El aquí y ahora es la prisión egocéntrica y egoísta que de manera retorcida repite hasta el hartazgo el mantra del ignorante: solo existo yo y mi mundo, el ojo y la imagen visual de mi ojo, mi felicidad y mi sufrimiento. 

En cambio, si puedo imaginar otros mundos, habitados por otros individuos como yo, que también aspiran a la felicidad y a poner fin al sufrimiento, el poder de la mirada egocéntrica disminuye, y con ello el egoísmo rampante que le va a la saga. 

Al problema de la autopercepción egocéntrica hay que sumar la complicidad social que festeja el arrebato prepotente y lo caracteriza como valor o inteligencia. Los cobardes se unen a los déspotas en busca de protección y alivio. El déspota perpetra el mal, destruye la lógica del amor, convirtiéndola en la lógica de la conveniencia, y pone a la comunidad en guerra consigo misma. 

Necesitamos una suerte de «tercer ojo», no solo para ver lo que es invisible a los ojos corrientes que solo ven colores y formas, sino para entender lo que nos deparan nuestras decisiones y lo que nos trajo hasta esta encrucijada. La persona despiadada, inescrupulosa, olvida este pequeño detalle: el tiempo no perdona. La verdad de tu pecado actual te espera irremediablemente en algún futuro inescrutable con su espada vengadora. 

Michael Handke es un director oscuro. Sus películas siempre nos dejan un sabor amargo y nos rodea con un halo de inquietud. En sus historias retrata brutalmente la decadencia de la vida burguesa europea (aunque es aplicable a las burguesías locales de otras latitudes) enfrentándonos a lo más horroroso: la naturalización del horror. 

En su último film, «Happy end», en uno de los nudos del entramado morboso que despliega para mostrar la pornográfica decadencia de una familia de Calais, nos presenta un personaje perturbador, una niña de doce años que ha descubierto que tiene el poder de matar, envenenando a sus víctimas: una compañera de curso, un hámster y su propia madre. En cada ocasión, después de envenenar a sus víctimas, filma con su móvil cómo se derrumban, agonizan y mueren. 

La monstruosidad inicial da paso a la perplejidad. En consonancia con los envenenamientos arbitrarios, monstruosos, y las relaciones familiares corrientes, se tiende un hilo de plata. La niña no es más monstruosa que su abuelo, ni más perversa que su tía, ni ningún otro personaje de esa «feliz familia» francesa, «normal». Bien mirado, el horror que nos transmite no desentona con un horror más profundo, una perversión moral que todo lo invade y, por eso mismo, se ha vuelto invisible para los ojos ordinarios. 

En un escena clave, la niña rompe a llorar frente a su padre, quien la había abandonado después de su separación. El espectador espera una confesión de la niña («Fui yo quien la envenené»), pero se encuentra con estas otras palabras: 

«Papá, no tienes que seguir fingiendo. Sé que no me quieres. Lo único que te pido es que no me abandones. No me internes en algún sitio, déjame quedarme aquí. No espero que me quieras, porque no puedes querer a nadie. No quisiste a mi madre; no quieres a tu mujer actual, a quien engañas con otra; no quieres a tu padre, al que solo soportas; no quieres a tu hermana; ni a tus sobrinos; ni a la gente que trabaja contigo. Ni siquiera a tu amante. Por lo tanto, deja de repetirme que me quieres, porque no es cierto. Solo te quieres a ti mismo».

Supongo que ese es nuestro mal. Fingimos que nos queremos, pero solo nos queremos a nosotros mismos, y lo demostramos cada día, socavando las condiciones de posibilidad de la felicidad de aquellos a quienes decimos querer. 

El final feliz de Handke es verdaderamente feliz, a la manera de Handke. Hay apenas un descubrimos fugaz del rostro detrás de la máscara. La mujer se da vuelta, mira a la niña atrincherada detrás de su móvil contemplando a su abuelo hundiéndose en el mar, y con los ojos y la boca abiertos de par en par en un gesto de sorpresa, comprendemos al mismo tiempo la futilidad y el engaño de toda una manera de vivir... y de morir. 

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...