HAPPY END

La gente elige cómo comportarse, vive la vida tal como eligió vivirla, y sufrirá tarde o temprano las consecuencias que traen consigo esas decisiones. Así de simple.

Después están las circunstancias que nos tocan vivir, que solo pueden explicarse aludiendo alternativamente a los misterios que encierran la parábola de los dones, la teoría del karma y la mera fortuna. Quién sabe…

Lo importante, sin embargo, sigue siendo lo primero, cómo elegimos comportarnos, porque es en nuestro comportamiento que definimos quiénes somos y en qué queremos convertirnos. Ya puede ponerse uno el traje y la corbata, o los hábitos de un monje, sacar pecho de gimnasio o hacer una mueca servil a las alturas trascendentales, pero lo que nos define es la conducta, lo que hacemos y lo que dejamos de hacer. 

Ahora bien, el problema que tenemos es que la apariencia de las cosas, el modo en el que se muestra la vida a la persona corriente es falsa como una moneda falsa: si lo único que podemos imaginar es el aquí y el ahora, la tentación del mal es cautivadora. El aquí y ahora es la prisión egocéntrica y egoísta que de manera retorcida repite hasta el hartazgo el mantra del ignorante: solo existo yo y mi mundo, el ojo y la imagen visual de mi ojo, mi felicidad y mi sufrimiento. 

En cambio, si puedo imaginar otros mundos, habitados por otros individuos como yo, que también aspiran a la felicidad y a poner fin al sufrimiento, el poder de la mirada egocéntrica disminuye, y con ello el egoísmo rampante que le va a la saga. 

Al problema de la autopercepción egocéntrica hay que sumar la complicidad social que festeja el arrebato prepotente y lo caracteriza como valor o inteligencia. Los cobardes se unen a los déspotas en busca de protección y alivio. El déspota perpetra el mal, destruye la lógica del amor, convirtiéndola en la lógica de la conveniencia, y pone a la comunidad en guerra consigo misma. 

Necesitamos una suerte de «tercer ojo», no solo para ver lo que es invisible a los ojos corrientes que solo ven colores y formas, sino para entender lo que nos deparan nuestras decisiones y lo que nos trajo hasta esta encrucijada. La persona despiadada, inescrupulosa, olvida este pequeño detalle: el tiempo no perdona. La verdad de tu pecado actual te espera irremediablemente en algún futuro inescrutable con su espada vengadora. 

Michael Handke es un director oscuro. Sus películas siempre nos dejan un sabor amargo y nos rodea con un halo de inquietud. En sus historias retrata brutalmente la decadencia de la vida burguesa europea (aunque es aplicable a las burguesías locales de otras latitudes) enfrentándonos a lo más horroroso: la naturalización del horror. 

En su último film, «Happy end», en uno de los nudos del entramado morboso que despliega para mostrar la pornográfica decadencia de una familia de Calais, nos presenta un personaje perturbador, una niña de doce años que ha descubierto que tiene el poder de matar, envenenando a sus víctimas: una compañera de curso, un hámster y su propia madre. En cada ocasión, después de envenenar a sus víctimas, filma con su móvil cómo se derrumban, agonizan y mueren. 

La monstruosidad inicial da paso a la perplejidad. En consonancia con los envenenamientos arbitrarios, monstruosos, y las relaciones familiares corrientes, se tiende un hilo de plata. La niña no es más monstruosa que su abuelo, ni más perversa que su tía, ni ningún otro personaje de esa «feliz familia» francesa, «normal». Bien mirado, el horror que nos transmite no desentona con un horror más profundo, una perversión moral que todo lo invade y, por eso mismo, se ha vuelto invisible para los ojos ordinarios. 

En un escena clave, la niña rompe a llorar frente a su padre, quien la había abandonado después de su separación. El espectador espera una confesión de la niña («Fui yo quien la envenené»), pero se encuentra con estas otras palabras: 

«Papá, no tienes que seguir fingiendo. Sé que no me quieres. Lo único que te pido es que no me abandones. No me internes en algún sitio, déjame quedarme aquí. No espero que me quieras, porque no puedes querer a nadie. No quisiste a mi madre; no quieres a tu mujer actual, a quien engañas con otra; no quieres a tu padre, al que solo soportas; no quieres a tu hermana; ni a tus sobrinos; ni a la gente que trabaja contigo. Ni siquiera a tu amante. Por lo tanto, deja de repetirme que me quieres, porque no es cierto. Solo te quieres a ti mismo».

Supongo que ese es nuestro mal. Fingimos que nos queremos, pero solo nos queremos a nosotros mismos, y lo demostramos cada día, socavando las condiciones de posibilidad de la felicidad de aquellos a quienes decimos querer. 

El final feliz de Handke es verdaderamente feliz, a la manera de Handke. Hay apenas un descubrimos fugaz del rostro detrás de la máscara. La mujer se da vuelta, mira a la niña atrincherada detrás de su móvil contemplando a su abuelo hundiéndose en el mar, y con los ojos y la boca abiertos de par en par en un gesto de sorpresa, comprendemos al mismo tiempo la futilidad y el engaño de toda una manera de vivir... y de morir. 

LOS PATOTEROS

Hay personas que creen que los seres humanos son fundamentalmente buenos. Es decir, que sus perversidades, sus maldades, sus hábitos negativos son el resultado de una educación errónea, pero que, al fin de cuentas, todos podemos convertirnos en personas éticamente responsables, políticamente comprometidas con el bienestar general. 

Otras personas, en cambio, creen que los seres humanos son fundamentalmente miserables, egoístas y peligrosos, y que la educación tiene como objetivo reprimir y subyugar las mentes y los cuerpos de la masa de los individuos, con el fin de favorecer y consolidar el gobierno (en el hogar o en la polis) de los pocos elegidos que, por variadas y siempre arbitrarias razones, tienen el privilegio de mandar.

Estas dos visiones antropológicas son, en general, los fundamentos de diversas teorías políticas, y la adscripción que hagamos a una u otra de estas concepciones del ser humano marcará, en buena medida, nuestra manera de entender la ética y la política. 

En la Argentina de hoy, las élites gobernantes desprecian a la ciudadanía. Para Macri y sus acólitos, el problema de la Argentina, como diría el chiste, son los propios argentinos. Como no es posible deshacerse de ellos, el plan de transformación que nos proponen está dirigido a controlarlos, manipularlos, someterlos y reprimirlos, si intentan rebelarse. 

Detrás de la visión mesiánica que el presidente nos comunica entre líneas en cada una de sus intervenciones y pone de manifiesto en cada uno de sus gesto,  descubrimos una voluntad arrogante y elitista. En el pasado, esta voluntad se manifestaba entre los adherentes de su ideario en una retorcida indignación ante la pretensión genuinamente democrática de las fuerzas populares. Ahora que han accedio al poder de mando, esta voluntad se manifiesta aterrada ante la posibilidad de que retornen «los de abajo». 

Este temor visceral de las fuerzas antiperonistas y antikircheristas, que en esencia responden a un profundo odio de clase, amenaza con convertirse en una fuerza destructiva e irracional que es capaz de dinamitar el propio orden democrático, si esto fuera necesario para impedir el retorno de eso que ellos llaman «el populismo».

Las próximas elecciones estarán, por lo tanto, marcadas por el «patoterismo». Este es el tono que le ha dado el presidente a la campaña en sus últimas intervenciones, en las que ha pretendido «golpear la mesa» y expresar, de una manera entre bufonesca y chabacana, que desprestigia la misma investidura que transitoriamente le fue concedida, su «calentura» (un término ambiguo que une de modo incómodo a la ira con el deseo).

Pero, también, estarán marcadas por otro elemento que identifica a quienes encarnan está visión mesiánica y apocalíptica: «Nosotros o nadie». Esa parece ser la consigna, y la estrategia conjunta del gobierno y el FMI parece confirmar esa decisión macabra. 

El macrismo y sus aliados funcionales a lo largo de estos años, están desesperados, y el peligro que eso conlleva es la creciente deriva prepotente y destructiva que muestra el gobierno en su empecinamiento. El macrismo parece preparado para asestar un golpe neroniano a la ciudadanía argentina en caso que las cartas que reciba en la repartida no sean de su agrado: que arda Roma, antes de permitir el regreso de gobiernos «populistas».

No obstante, como señalaba Eric Fassin recientemente, hablar de populismo en términos ideológicos parece una burrada. Más bien deberíamos hablar de «estrategias populistas». Y en este sentido, el macrismo, el radicalismo y los pseudo-peronistas que le hacen el juego, son tan populistas o incluso más populistas que sus detractados contrincantes. 

Basta con leer algunas líneas en los manuales o testimoniales de Durán Barba para entender de lo que hablo. Incluso sus confesiones «intelectuales» nos informan con meridiana claridad quiénes son sus héroes teóricos, sus mentores como gurú del marketing electoral en lo que concierne a las estrategias. 

Eso significa que no tiene ya sentido seguir insistiendo en la autoimagen que tiene el macrismo de opción republicana y liberal (un oximorón, dicho sea de paso) y mucho menos que tomemos en serio sus alardeos del pasado, cuando alzaba la bandera de la seguridad jurídica o la transparencia. ¿Se acuerdan?

Decenas de prisiones preventivas a opositores, una red de espionaje al servicio de la extorsión, la mano dura que conduce lisa y llanamente a la indefensión, la arbitrariedad y el abuso de la fuerza y la represión injustificada y concertada de la protesta social, además de un aparato de propaganda del que solo pueden encontrarse antecedentes en las épocas dictatoriales de nuestra historia, todo esto pone de manifiesto el caracter cuasi-fascista del actual gobierno del Ingeniero Macri.

Ante todo esto, debemos preguntarnos seriamente a quiénes votarán los argentinos. ¿Volverán a votar a los ricos y sus representantes, so pretexto de que sus riquezas personales nos garantizan honestidad («Macri no necesita robar, ya tiene dinero»)? 


Lo cierto es que los ricos tienen riquezas porque tienen en una muy alta estima el dinero y el poder. Son ricos porque les importa hasta el último centavo de su riqueza. Son, por lo general, tacaños, explotadores, y expropiadores seriales. Allí donde van, se creen portadores de un derecho inherente de apropiación. El dinero y el poder es lo que erotiza sus sueños. Si no fuera así, sus esfuerzos estarían dedicados a otros menesteres: la ciencia, el arte, la genuina política del bien común, la religión, el amor. Pero sus días se consumen pensando y repensando cómo hacer más dinero, como obtener más cuotas de poder, cómo acabar con sus competidores, cómo manipular, reprimir o incluso aniquilar física o civilmente a sus contrincantes en la lucha por el poder. Su pasión no es otra que defender sus privilegios de clase.

La prensa argentina oficialista ha hecho mucho durante estos últimos años para demostrar lo contrario: que la riqueza no es pecado y que los ricos tienen una cierta ventaja moral por sobre las clases medias venidas a menos y los pobres. 

Sin embargo, allí está el mismísimo presidente para desasnarnos.   La confesión que realizó en su momento de «calentura» (fingida o sentida) acerca de su padre, pone de manifiesto de dónde sale, al final (siempre), la riqueza de esta gente, cuál es el origen de esa «acumulación originaria». En la raíz de esa riqueza siempre hay sangre y pecado, crimen y corrupción, y la obsesión de estos hombres y mujeres inquebrantables en su voluntad de poder es esconder el carácter injusto de sus privilegios actuales. 

Macri y su familia son ricos porque su padre fue, sencillamente, un delincuente. Como otros ricos, la ley humana puede estar de su parte, pero la justicia a la que intuimos se refiere el «derecho natural», les contradice. 

En este caso específico, el de Macri y sus acólitos, podemos decir que ocurre lo opuesto a lo que anuncia en términos morales el existencialismo sartreano: «su esencia no es su existencia». Macri no es un «hombre nuevo». Macri es, sencillamente, su pasado. Es, enteramente, «el hijo de su padre», su heredero, pese a la pantomima de honestismo que teatraliza, y su fingida o sentida «calentura» duranbarbiana, con la cual pretende ocultar su verdad. 

HOOD ROBIN. CUNEO LIBARONA ENTRE LAS «MASCOTAS SUELTAS»



El abogado Mariano Cuneo Libarona defendió en la mesa del programa televisivo «Animales sueltos», conducido por Alejandro Fantino, los delitos de los empresarios en la llamada causa «Cuadernos». Lo hizo con este extraño argumento: 


1) El sistema político argentino es perverso.
2) Los empresarios que querían trabajar debían corromperse.
3) Por consiguiente, los delitos de corrupción de estos empresarios son enteramente comprensibles y justificados. 

De todo esto se sigue que los empresarios corruptos serían «inocentes» (el padre del presidente, para comenzar, y el propio presidente y sus familiares, a continuación), víctimas y no cómplices de la estafa al pueblo argentino. El pretendido «republicanismo» publicitado por el macrismo como hoja de ruta, como la «pobreza 0» y otras bondades duranbarbistas, brilla por su ausencia.


***

El gobierno de Cambiemos y sus socios mediáticos, afilan sus armas para una defensa sin cortapisas de los privilegios de clase.
El abogado Mariano Cuneo Libarona defendió en la mesa del programa televisivo «Animales sueltos», conducido por Alejandro Fantino, los delitos de los empresarios en la llamada causa «Cuadernos» con un extraño argumento que solo tiene validez como defensa arbitraria de los privilegios de clase. En el plató televisivo estaba Jorge Macri, al que, probablemente, Cuneo Libarona le hacía guiños desde el otro lado de la mesa de «Las mascotas sueltas»

Los delitos de los empresarios, decía Cuneo Libarona, son comprensibles si pensamos que lo hacían con el propósito de asegurarse el trabajo propio y asegurar el trabajo de sus empleados y sus familias. El sistema era perverso, por lo tanto, los empresarios deben ser considerados como víctimas y no como cómplices de los delitos investigados.

Además de lo falaz y oportunista de la argumentación del abogado ante las pruebas evidentes de sobreprecios, cartelización y un entramado mafioso organizado por las empresas que participaban gobierno tras gobierno, da que pensar la arbitrariedad de su justificación.

Imaginemos por un momento que utilizáramos un argumento semejante para defender el acto delictivo de una persona «pobre» que se ve obligado salir a delinquir para poder comer o mantener a su familia. Imaginemos que alguno de los otros participantes en la tertulia utilizara un silogismo análogo para justificar semejante extremo. El escándalo, efectivamente, estaría servido.

No se trata, por lo tanto, de doble vara, sino de algo más profundo. El gobierno de Cambiemos y sus socios políticos, jurídicos y mediáticos, afilan sus armas para lo de siempre: una defensa sin cortapisas de los privilegios de clase.

Cuando los votantes de la llamadas clases media y baja votan a los representantes de las clases privilegiadas o comulgan con sus idearios demuestran que son grupos o individuos cautivos del aparato ideológico de las oligarquías. Podemos pensar en este segmento de la población, sencillamente, como víctimas de una suerte de síndrome de Estocolmo.

En estas elecciones, el militante político que defiende las intereses populares debe salir, ni más ni menos, que a liberar el voto secuestrado.


EL PINCHE TIRANO


En mi adolescencia leí con asiduidad los libros de Carlos Castaneda, ese antropólogo de la Universidad de California que logró la fama gracias a su saga (probablemente imaginaria) como aprendiz de Don Juan Matus, el indio de Sonora que lo inició en la «brujería». 


En una de sus obras tardías, que ofrecen una suerte de reelaboración simbólica del camino iniciado con el consumo de peyote y el aprendizaje de una realidad perceptiva alternativa, Castaneda introduce la figura del «pinche» tirano como elemento clave para la educación de los brujos. Esta figura, con otros nombres, es universal. 


Los budistas, especialmente en el contexto del Mahayana, hablan también de la importancia del «enemigo» para avanzar en el camino de autotransformación que lleva a la liberación y a la omnisciencia de la Iluminación. El enemigo es aquel que, no solo está contra nosotros, sino que efectivamente se empeña en nuestra destrucción. El enemigo es el hostis del que nos hablaba Schmitt, y no el antagonista que merece nuestra consideración y respeto político. 

En el cristianismo, el mandamiento de poner la otra mejilla tiene un sentido análogo, especialmente cuando pensamos en aquellos que nos «crucifican», y la figura ocupa un rol central en el camino de salvación. Es el amor y el perdón dirigido hacia quienes me han crucificado lo que redime a la humanidad de su pecado original. 

La figura específica del «pinche» tirano, sin embargo, nos permite abordar reflexivamente una dimensión de la política contemporánea que permanece más bien a oscuras cuando nuestra atención está exclusivamente centrada en aspectos institucionales y estratégicos, olvidados de la impronta personal que contiene la historia y el lugar que tienen las emociones en la vida social.

El «pinche» tirano es, en primer lugar, alguien que detenta el poder. Puede ser un padre, o una madre, un marido o una esposa, un hijo o una hija, un hermano o una hermana, puede ser el jefe o jefa de tu oficina, puede ser un empresario mafioso, un funcionario, un mandatario político o un periodista. El «pinche» tirano es, sencillamente, alguien que, en algún momento, detenta el poder y, habiendo o no leído a Maquiavelo, comprende que ese poder, si se pretende personal y no delegado, solo es perdurable cuando se ejercita arbitrariamente e inyectando «inteligentemente» dosis de violencia y amedrentamiento.

El primer objetivo del «pinche» tirano es desorientar y humillar a sus potenciales contrincantes, con el fin de someter la voluntad de su entorno inoculando la desesperación, el odio y la indignación en sus corazones. De esta manera, el «pinche» tirano se asegura, ni más ni menos, que el control de sus mentes.

En la historia política, han sido muchos los rebeldes y revolucionarios que han comprendido que al «pinche» tirano solo le cabe la muerte. Franz Fanon es quizá el ejemplo más notorio de los teóricos que, dedicados a este desafío, han concluido acerca de la exigencia de matar al opresor para liberar al oprimido. Pero no es el único. Incluso un autor como Santo Tomás de Aquino tuvo tiempo para justificar el magnicidio en ciertas circunstancias. Los textos bíblicos, las enseñanzas budistas y sagas antropológicas como las de Castaneda, hacen referencia a esta solución radical, aunque sea simbólicamente, para liberar a los pueblos o a los individuos de sus manos.

¿Pero qué quiere decir en este contexto «matar» al «pinche» tirano? No pretendo con ello hacer apología de un crimen, en ninguna circunstancia. Lo que quiero es llamar la atención sobre un aspecto clave de lo que significa «cortarle la cabeza al rey», ese rey que ocupa el lugar simbólico del padre en nuestra mente y controla por eso mismo nuestra voluntad. 


El «pinche» tirano puede tener todo el poder del mundo, puede torturar los cuerpos de sus enemigos hasta aniquilarlos, puede encarcelarlos, maltratarlos y explotarlos e incluso matar a los individuos y a los pueblos que se le oponen, pero no por ello puede hacer que un hombre libre deje de serlo, a menos que su intimidad sea invadida por el terror y se lo quiebre en su voluntad.

En este sentido, tenemos que estar atentos a estas dos dimensiones de la tiranía política y personal que, en las sociedades contemporáneas, están asumiendo una dimensión desconocida hasta ahora: 


- la tiranía que se ejercita en el ámbito institucional, con toda la panoplia de corrupciones y violencias que la acompaña; 

- y la más sutil, la tiranía que se ejercita sobre el círculo virtual que la tecnología de la información ha convertido en entorno inmediato, haciéndonos de este modo blancos fáciles de la manipulación concertada, ejercitada directamente, sin mediación, sobre nuestras almas individuales y colectivas.

En este contexto, «matar al rey» implica reconocer su ilegitimidad constitutiva e institucional. Pero, también, ver su pretensión simbólica de poder y de gloria a la luz de su desnudez personal, vulnerable y mortal. 


El rey no existe por sí mismo. No tiene una existencia autónoma y autosubsistente. El rey solo tiene el poder que le permite ejercer el pueblo sobre el cual impone su soberanía. Durante siglos a ese poder delegado que el pueblo transfiere al rey se lo pretendió manifestación divina. La democracia moderna, como señala Claude Lefort, al cortarle la cabeza al rey dejó el lugar de la soberanía vacante. 

Hoy quien pretende ocupar el lugar del rey justifica su poder a través de mecanismos electorales que dicen traducir la voluntad popular. Sin embargo, cuando el mandato que ese voto representa es traicionado, la legitimidad del gobernante se pone en cuestión y la fragilidad de su «poder delegado» se transforma en el nerviosismo de un «poder personal» que se sabe acorralado por el pueblo que lo acecha. 

En estos días, quien ocupa transitoriamente el lugar que antaño se adjudicaba al rey dio muestras de haberse puesto nervioso. Gritó y pataleó para la tribuna de los suyos pretendiendo con ello recordarnos quién es él y a quién representa. Pero en el concurso de su histérico alegato, se lo vio como lo trajeron al mundo: desnudo y frágil, hijo también del dominio de la muerte. 

El rey está muerto. Ahora tenemos que lidiar con el pinche tirano. 

LA APROPIACIÓN

1

Entre las palabras y las cosas se tienden hilos invisibles. Cuando estos hilos se cortan, las palabras se convierten en sonidos incomprensibles y las cosas en presencias espectrales.

A esos espectros, que son las cosas para las que ya no tenemos palabras, nos las llevamos por delante en nuestro trato cotidiano con el mundo. Las experimentamos externamente como embates, sacudidas, atropellos, desencuentros, violencias e injusticias incomprensibles e irracionales. Dentro nuestro, son explosiones emocionales, paranoias, pulsiones irrefrenables y fantasías desbocadas.

Entre las sombras que habitan en el interior de las cuevas subjetivas, y los desencuentros, las violencias e injusticias que se reflejan en el mundo, existen vasos comunicantes que debemos descubrir y descifrar si queremos vivir bajo la guía auténtica de la razón.

2



Entre la esfera privada, en la que se despliegan y articulan las relaciones personales y tienen lugar las escenas íntimas que protagonizan los seres humanos frente a sí mismos y frente a sus congéneres, con toda la panoplia de promiscuidades, dominaciones, explotaciones, abusos y violencias criminales, y la esfera pública, donde se escenifican los entendimientos, los consensos, los antagonismos e incluso las guerras abiertas por el poder y la hegemonía en los ámbitos de la cultura, la economía y la política, con toda la variopinta colección de corrupciones, extorsiones, manipulaciones y tergiversaciones, existen también continuidades y correspondencias innegables.

La figura de un individuo desdoblado, que es justo y bondadoso en el hogar, aunque sea un agente frío, cruel, ventajista, calculador e inescrupuloso en el espacio público, es una ficción literaria o un caso tipológico para el tratamiento psiquiátrico o psicoanalítico.

La conducta psicótica, pese a estar cada vez más extendida, debido a la profundización de la alienación que producen las sociedades neoliberalizadas con sus demandantes exigencias de competencia y teatralización caricaturesca de porfolios personales, y con todo lo que ello supone en términos de escisiones cognitivas y desequilibrios afectivos de la personalidad, continúa siendo una experiencia patológica, y no un dato ontológico de la condición humana (lo que somos «verdaderamente»).

3

Existe, por lo tanto, una coherencia ineludible, que la cosmética de la civilidad, los protocolos que impone la socialización de los comportamientos, no pueden evitar.

La tergiversación, el engaño, la corrupción y el crimen cometidos en la esfera pública dejan su rastro indeleble en la vida privada de las personas que perpetran cotidianamente esos crímenes.


El desprecio y la humillación que ejercitan estos agentes de las ideologías de clase, los supremacistas de género, raciales o étnicos, tienen su traducción en el seno de las familias, y tarde o temprano se revelan en el corazón de las relaciones más íntimas. Si se es corrupto, mentiroso, oportunista e inescrupuloso como gerente, funcionario, periodista o político, nuestras relaciones personales estarán también marcadas por infidelidades, deslealtades, manipulaciones y violencias análogas.

La bondad y la maldad, cuando se adjetivan sobre una vida, no se predican de un fragmento de ella, sino de la totalidad. O como nos recuerda Aristóteles: «Una golondrina no hace la primavera», ni a una vida buena unos cuantos actos aparentemente virtuosos, sino el «hábito en la virtud» que se cultiva en todas las esferas (privada, económica, política y ecológica) de esa vida y a lo largo del tiempo.

4 


Hoy Argentina es, en muchos sentidos, un país agonizante sobre el cual, y a expensa de las mayorías, las élites políticas y económicas se disputan, en el marco de una guerra neoimperial, su apropiación. Un escenario de estas características da lugar a la putrefacción generalizada de los comportamientos públicos y privados.

Los D’Alessio, Stornelli, Bonadio, Durán Barba y compañía - los agentes que operan sobre este cuerpo agonizante en nombre de «valores» de manifiesta ambigüedad - infectan la vida pública en todas las esferas, desbordando en el espacio social su estilo de opereta permanente que convierte en sentido común la irracionalidad emocional y la lucha despiadada por el poder. 


Las violencias sutiles y burdas, los escraches y la difamación, las «fake news» y la tergiversación lisa y llana, la persecución mediática y jurídica, o el ostracismo puro y duro, son la marca de agua sobre la que escriben sus guiones, al tiempo que se presentan a sí mismos como encarnación de una «ética de la vida» que, pese a dignificarla en sus extremos, la desprecia en toda su extensión y continuidad, y una racionalidad que, pese a su habilidad instrumental, resulta estéril para el entendimiento mutuo. 

5

En la muy imperfecta organización democrática de la sociedad que habitamos, en la que el poder mediático y las estructuras institucionales juegan en nuestra contra, la decisión de creer o no creer en la realidad que nos proponen estos agentes, no por caricaturescos menos dañinos, corre por nuestra cuenta y cargo. 


Un hilo invisible se tiende, entonces, entre los delitos cometidos en la calle y en la intimidad de los hogares, y los crímenes cometidos por quienes hoy inciden de manera notoria en el destino del país y la sociedad en su conjunto. 

Para los primeros, los delincuentes comunes, una parte creciente de la sociedad pide, impiadosa y abiertamente, «mano dura». Para los segundos, los operadores y figuras públicas que promueven «la ley de la selva», en cambio, la impunidad parece asegurada, en parte gracias a la hábil manipulación de los corazones y las mentes impuesta como cultura contrahegemónica en esta fase regresiva en la larga historia de la lucha de clases y por el reconocimiento, y la indiferencia, pasividad e impotencia de una sociedad conmocionada por el sufrimiento al que se enfrenta.

¿MUROS O PUENTES?


A diferencia de lo que ocurre en Europa, donde la injerencia en Venezuela por parte del bloque geopolítico formado por Trump y varios países de la UE está decidida - sin reflexión mediante, y pese a las consecuencias sangrientas que supone - en América Latina es una línea roja que divide las aguas, y pone blanco sobre negro acerca del posicionamiento ideológico y geopolítico en pugna en la región.

Eduardo Valdés es el más fiel intérprete del Papa Francisco en la política argentina. En una entrevista televisiva, ante la pregunta del periodista Alejandro Bercovich sobre la situación en Venezuela y la posibilidad de que el Papa Francisco participe como mediador en una mesa de diálogo entre las partes en conflicto, Valdés ofreció caracterizaciones relevantes que pueden extrapolarse para entender las alternativas que tenemos a nivel global.

Recordemos, nos dice Valdés, que el Papa Francisco fue el «co-autor», en su todavía breve pontificado, de tres importantes hazañas diplomáticas: (1) las negociaciones de paz en Colombia; (2) el deshielo de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba; y (3) el acuerdo de París en base al cambio climático.

El restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba en la era Obama fue celebrado como un éxito por la comunidad internacional. 


De igual manera, el acuerdo de París, pese a sus evidentes imperfecciones, abrió  una ventana de esperanza después del fiasco de Copenhaguen. Ambas iniciativas fueron sepultadas por Donald Trump. 

Con respecto a la apuesta por la paz en América Latina que el caso colombiano pareció consolidar, ahora se ve seriamente amenazada por la agresiva agenda intervencionista de Trump y sus socios europeos. Las perspectivas, de continuar esta deriva, no son auspiciosas: una guerra civil, e incluso, a falta de contención, la posibilidad de una intervención multinacional que involucre a fuerzas militares de Estados Unidos, Colombia, Brasil (y, quién sabe, quizá incluso Argentina, si el presidente Macri continúa en funciones).

Estas tres «hazañas diplomáticas» se ven hoy opacadas por el restablecimiento de la lógica de la guerra fría, las exigencias de un «nuevo imperialismo», en una etapa de crisis del capitalismo que exige un nuevo ciclo de acumulación por «desposesión» para superar los límites inherentes a la mera explotación en el seno de las sociedades centrales.

En este contexto, la apuesta de Francisco sigue siendo consistente. Valdés la define del siguiente modo: «a la construcción de muros, hay que enfrentarse construyendo puentes».

Hace tiempo que la Europa que hoy justifica una intervención en Venezuela en términos humanitarios renunció a los puentes a favor de los muros. La catástrofe humanitaria a la que debería responder esta Europa está viviéndose en sus propias fronteras. Y es fruto también de su propia política belicista y su intransigencia geopolítica. Esta crisis humanitaria es infinitamente más preocupante que la que acontece en Venezuela. 

¿Cuál ha sido la solución europea? Blindar las fronteras, levantar muros (como hace el mismísimo Trump), enviar buques de guerra a las costas africanas y el medio oriente para contener el flujo de embarcaciones que se lanzan al Mediterráneo en busca de sus costas, y otorgar a sus socios periféricos las prerrogativas represivas que no puede acometer impunemente en su propio territorio contra las masas de migrantes y refugiados que se hacinan en sus campos vigilados.

El caso de España es especialmente revelador. En el mismo momento en el cual el gobierno de Sánchez reconoce a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela y propone ayudas humanitarias para palear las precarias condiciones de la crisis, el gobierno español bloquea las actividades de rescate que realizan las ONGs dedicadas a salvar vidas en el Mediterráneo, en clara continuidad con la opción elegida por la UE frente a su propia crisis humanitaria: «los muros».

Visto desde esta perspectiva, la pretensión de la UE de ser una alternativa al racismo belicista de Trump no es más que una pose vacía. La UE es Trump. Eso sí, con otros modales.

LA VIEJA EUROPA OPTA POR LA CIRUGÍA ESTÉTICA


Seis gobiernos europeos reconocerán hoy a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela. Entre ellos, el que preside Pedro Sánchez, quien llegó al poder a través del apoyo parlamentario de los opositores de Mariano Rajoy.

Detrás del reconocimiento de Guaidó se abre un abanico de incógnitas. La situación de Venezuela es de una inestabilidad evidente, y los antecedentes de los cambios de régimen en Siria y Libia patrocinados por Estados Unidos y la Unión Europea no auguran nada bueno, excepto para los «inversores», por supuesto.

Donald Trump quiere recuperar la región a cualquier costo. «Todas las opciones están sobre la mesa» - declaran sus funcionarios de primera línea. Y los gobiernos europeos, que en el pasado reciente (recordémoslo) denostaban el advenimiento de Trump, su racismo manifiesto, y su prepotencia diplomática, hacen fila para cumplir con su mandato.

No se trata de un movimiento aislado por parte de los Estados Unidos, sino de una estrategia global que empieza poco a poco a dibujarse con claridad frente a nuestros ojos. A pocas horas del reconocimiento europeo de Guaidó como presidente interino de Venezuela (todo un triunfo de la «diplomacia anti-diplomática» de Trump), el gobierno estadounidense anunció que desplegará en Iraq el dispositivo de control sobre Oriente medio, con los ojos puestos sobre Irán (otra de las patas del «eje del mal»). De este modo, la continuidad de la política exterior estadounidense queda ratificada. No importa cuán diferentes puedan ser los estilos y talantes de sus presidentes en la superficie de sus comportamientos, los Estados Unidos no renuncian a su vocación imperial.

La campaña humanitaria que proyectan los Estados Unidos en territorio venezolano se financiarán con los fondos «incautados» por el gobierno estadounidense a Venezuela, y como ocurrió con Iraq y con Libia, los juristas internacionales preparan ya los papeles para asegurar que los Estados Unidos controlen el petróleo tan codiciado y el resto de los abundantes recursos materiales del pueblo venezolano, a cambio de la liberación en marcha.

Un conflicto bélico en Venezuela no parece preocupar a los gobiernos europeos. Los esfuerzos por una mesa de diálogo que permita una salida alternativa a la crisis no ha merecido consideración alguna, pese a la disposición reiterada del gobierno de Maduro que ha llamado una y otra vez a algún tipo de conciliación, y pese a los buenos auspicios del Papa Francisco (el «Papa populista» o «peronista»- dicen algunos) por evitar el derramamiento de sangre y condenar la agresión imperial. Hace unas semanas, Francisco se refirió en Panamá a aquellos que pretenden volver a convertir la «Patria Grande» en el «patio trasero» de los Estados Unidos renovando la vigencia de la doctrina Monroe.

La prensa europea ha hecho sus deberes. La opinión pública ya tiene su «monstruo». Está convencida que la tragedia que se avecina tienen un único y exclusivo responsable: el presidente Maduro, el actual líder de la Revolución Bolivariana, embanderada tras el espectro de Hugo Chávez.

En las últimas horas, en una entrevista concedida al periodista catalán Jordi Évole, el presidente Maduro nos recordó la suerte de Saddam Hussein, ahorcado en Irán. Sabiéndose acarrolado y con la soga al cuello, repetía: «No nos rendiremos». «El pueblo venezolano no se rendirá».


La historia vuelve a repetirse. Como en otras ocasiones en el pasado, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas vuelve a reunirse para representar su pantomima habitual. La semana pasada, por petición de los Estados Unidos, y ante la indignación de la delegación rusa, el gobierno de Trump informó a la comunidad internacional su decisión de actuar con firmeza ante el «enemigo común de la humanidad» que es el dictador Nicolás Maduro. También recordó al mundo cuál es el criterio que utiliza para distinguir entre aquellos que «están con nosotros» (y aceptan sin chistar «nuestras decisiones») y aquellos que «están contra nosotros» (y tienen el tupé de «criticarnos»). Fiel a la venerable tradición excepcionalista de los Estados Unidos, el enviado de Washington en la ONU defendió en el seno del organismo multilateral el derecho unilateral de su país a cumplir con su rol de soberano global.  


El pretexto (como ocurrió con Bosnia, Iraq, Afganistán, Somalia, Siria, Libia, y en tantos otros escenarios) es la defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos. La verdadera razón, sin embargo, es la protección de los intereses de clase. 

Frente a estas agresiones al derecho internacional, Europa solía, no hace mucho, alzar débilmente su voz. Hoy permanece trémula y dividida. La «vieja Europa», que en en el pasado reciente se enfrentaba retóricamente a la prepotencia estadounidense, se presenta hoy «rejuvenecida», «aggiornada», gracias a la cirugía estética a la que ha sido sometida. El problema es que sus políticas neoliberales, su crisis institucional terminal y su creciente inclinación a responder contra el espíritu de su imaginaria constitución progresista, la han dejado más escuálida y más patética que nunca antes en su historia reciente. 

RAZÓN HUMANITARIA, DERECHOS HUMANOS Y NUEVO IMPERIALISMO


Estados Unidos y Gran Bretaña han bloqueado el acceso al gobierno de Maduro a sus depósitos soberanos. El bloqueo está en continuidad con una larga política de boicot a los gobiernos de Chávez y Maduro que se ha extendido durante las últimas décadas con el propósito de socavar su legitimación democrática y forzar un cambio de régimen. 


El antecedente del golpe de estado perpetrado en 2002 puso en evidencia que tanto la Unión Europea como los Estados Unidos están dispuestos a quebrar el orden constitucional venezolano para asegurar sus respectivos intereses en la región. Tanto Estados Unidos como España, en aquel momento presidida por José María Aznar, se apresuraron a reconocer a los líderes del golpe como legítimos gobernantes de Venezuela, en detrimento de Hugo Chávez, quien había accedido al poder a través de las urnas.

La prensa internacional informa hoy que los Estados Unidos inician un programa de «ayuda humanitaria» en el contexto de su compromiso con los «derechos humanos». Las agencias, organismos y organizaciones internacionales, en su inmensa mayoría, hacen oídos sordos a la utilización cínica que la administración Trump hace de la «retórica» que justifica su existencia. En Europa, la prensa oficial mira para otro lado, pese a que se trata de una flagrante violación al orden internacional que solo puede entenderse como un movimiento estratégico estadounidense y europeo en la nueva Guerra fría que impone el actual desequilibrio geopolítico en el mundo.

Los intelectuales europeos hacen silencio, como era de esperar. La disciplina neoliberal sirve como afilado mecanismo de autocensura.  Todos saben lo que debe y puede decirse para seguir chupando de la teta burocrático-corporativa que les da de comer. Nadie quiere saber nada con la Venezuela real en esta época de reflujo restaurador. 


En este contexto, el triunfo de la derecha española (y europea) sobre el imaginario internacional que cautiva a sus ciudadanos le asegura a la ideología imperante una larga vida, incluso si adopta las siglas del progresismo liberal. Cualquier referencia a políticas democráticas radicales (léase «populistas») están llamadas a ser quemadas en la hoguera de lo políticamente correcto.

Aunque las operaciones contra Venezuela son copia fiel de otras desplegadas en Oriente medio por Bush y Obama (estrategias que costaron la vida a millones de seres humanos, dejando tras de sí un reguero de refugiados que llegan a las costas europeas como cadáveres o desechos humanos, o inundan los campos de refugiados en la periferia de la Unión), solo un aceitado programa de desinformación puede hacer creer a los europeos y norteamericanos que se justifican medidas preventivas como las que en este momento están sobre la mesa.

El capitalismo neoliberal, como todas las formas del capitalismo, vive de las crisis, porque es en las crisis donde manufactura las circunstancias que le permiten reeditar ritualmente los sacrificios que supusieron su acumulación originaria en forma de «acumulación por desposesión». Las crisis en la periferia sistemáticamente se presentan en forma de conflictos bélicos, o se imponen como crisis humanitarias, para facilitar nuevas formas de expropiación y explotación.

En el pasado, este tipo de estrategias se realizaban secretamente, o permanecían ocultras gracias a los presupuestos racistas que justificaban el saqueo. Hoy, las sociedades estadounidense y europea asumen estas prácticas que se realizan «a plena luz del día» y con arbitrariedad evidente, porque han acabado por fin de comprender que su bienestar depende exclusivamente de esas prácticas de expropiación concertada en la periferia. 


La nueva derecha ha producido una alquimia en el corazón de Europa, y ha vencido por fin los almidonados resquemores de los liberales progresistas. Lo único que cuenta es ganar: cueste lo que cueste.

GLOBALIZACIÓN 4.0: ¡GUAIDÓ PRESIDENTE!

La maquinaria mediática no descansa. Los medios hegemónicos a un lado y al otro del Atlántico han convencido a una porción importante de la población de sus respectivas áreas de influencia que la cruzada contra Nicolás Maduro y la izquierda populista latinoamericana lanzada por parte del denostado Donald Trump es justa y necesaria. La tragedia se repite, de nuevo, como farsa. Solo que esta vez Europa aprendió la lección y no está dispuesta a quedarse fuera del negocio como ocurrió en la era Bush.

Las encuestas de los principales periódicos españoles, por ejemplo, demuestran que un porcentaje elevadísimo de sus lectores creen que el auto-instituido Juan Guaidó es ya el legítimo presidente de los venezolanos. No quieren oír hablar de «golpe de estado», «soberanía», «estado de derecho», «no intervención», «orden internacional». Ni están dispuestos a realizar análisis crítico alguno acerca de lo que ha venido pasando en Venezuela desde el frustrado golpe contra Hugo Chávez en 2002. Tampoco quieren escuchar las lecciones de la historia reciente. Se han olvidado de las políticas de «cambios de régimen» que han marcado la agenda imperialista estadounidense y europea a lo largo de toda la historia contemporánea. Lejos quedan, en las nebulosas memorias de los civilizados ciudadanos europeos y estadounidenses, las manifestaciones contra la Guerra de Iraq, las escandalosas consecuencias del intervencionismo Occidental en Siria, la catástrofe humanitaria producida por el empeño guerrero sobre Libia.

En este contexto, como otros líderes denostados por el poder corporativo, Maduro es retratado por la prensa hegemónica de manera sistemática como un dictador criminal que merece justamente lecciones análogas a las que recibieron Sadam Hussein , Gadafi, o que hubieran merecido también Kim Il-Sung y Kim Jong-Un sino hubieran contado con un arma de destrucción masiva para disuadir a sus enemigos.

El panorama es tan grotescamente evidente que los periodistas y comentaristas políticos privilegiados por el poder corporativo deben hacer verdaderos malabares para relativizar el golpe en marcha. La información acerca de las sanciones unilaterales emprendidas por los Estados Unidos contra Venezuela, la concertada financiación de los opositores o el bloqueo de sus cuentas soberanas se transmite a cuentagotas, sin producir sorpresa alguna. Mientras tanto, hacen fila los codiciosos emprendedores que la «libertad» prometida por la oposición al «régimen» ha puesto en movimiento, recordando las celebraciones de los contratistas que en los días de la «reconstrucción» de Iraq competían por su trozo del pastel en la fiesta del saqueo.

El petróleo venezolano y sus reservas minerales lo son prácticamente todo. En definitiva, se trata de otro capítulo anunciado de desposesión imperial que permitirá sobrellevar o soliviantar la nueva fase de recesión que anuncian con bombo y platillo los expertos en estos días, y que hasta los humanistas de papel maché hoy reunidos en Davos reconocen secretamente. 


Ante un nuevo ciclo de acumulación originaria: «Globalización 4.0» - dicen en Davos, otra marca registrada, otro eslogan de justificación como lo fueron la «Alianza para el progreso», los «Derechos humanos transnacionales», o el «Capitalismo con rostro humano», para maquillar con los cosméticos de la civilización, la pasión bárbara del capitalismo en su etapa desencarnada que es el fundamentalismo financiero.

Las periferias juegan ese rol desde el comienzo. Como señalaba Jason W. Moore sobre el capitalismo industrial: «Detrás de Manchester, estaba Mississippi», la condición necesaria para el desarrollo del centro: la esclavización, el saqueo, la expropiación y la desposesión violenta de la periferia.

El mundo está lleno de maldad. Venezuela no es el último agujero del infierno. El respeto por los derechos humanos no es precisamente una prioridad en el mundo en el que vivimos, y es posible que no lo haya sido en las décadas pasadas, cuando los países del centro se afanaban por mantenerlos en el candelero de las mesas de negociación internacional como carta triunfadora frente a sus oponentes geopolíticos. Sin embargo, hoy la retórica de los derechos humanos transnacionales, los discursos de la libertad y el progreso que articulan los poderosos, son claramente cáscaras vacías que esconden el caballo de Troya del «nuevo imperialismo».

Hay quienes celebran el renovado impulso de los hábitos imperiales de Estados Unidos y Europa en América Latina y lo justifican ante la evidencia de la nueva Guerra fría. Nos dicen que Rusia y China representan fuerzas mucho más peligrosas que las del Occidente aliado por la libertad, y vuelven a interpretar la coyuntura actual como otra cruzada democrática. Por ello se avienen sin complejos a la arbitrariedad manifiesta y al atropello sistemático que conduce a la manufacturación consensuada de una nueva catástrofe. 

OPERACIÓN SECUESTRO


Hace cuatro años nadie hubiera previsto la velocidad con la cual se está produciendo el giro neoconservador y neoliberal en América Latina. La tendencia era clara, pero la implantación del nuevo registro se está produciendo a través de mecanismos obscenos de autoritarismo y manipulación mediática, cuyos efectos en las poblaciones se traduce en una experiencia de vorágine, de «shock».

A esta obscenidad política y mediática se suman, sin temor, fuerzas aparentemente en pugna en el escenario mundial, redibujando las alianzas y los bloques confrontados. Trump encabeza la estrategia del bloque injerencista; Europa, vacilante, se lo permite. Lejos quedan los reproches de su populismo rapaz y racista. Hasta el «bueno» de Trudeau se suma a la cruzada y concita el aplauso de la prensa hegemónica que augura otro ciclo de expropiación y desposesión en la región.

Honduras y Paraguay marcaron el camino. Brasil, Ecuador y Argentina completaron el esquema. Venezuela es el último bastión de la frágil independencia política que la región intentó construir, después de una prolongada historia de intervenciones que culminó, en la década de 1990, con las llamadas «relaciones carnales», en la que la prostituida dirigencia local se arrodilló ante las fuerzas neoimperialistas, accediendo a iniciar un ciclo de reendeudamiento y privatizaciones de los recursos comunes que llevó a la quiebra económica, la descomposición social y el derrumbe institucional.

De ese proceso de saqueo y fracaso colectivo surgieron los movimientos progresistas que reconstruyeron el paisaje nacional y sentaron las bases para un nuevo regionalismo. Tanto Europa como América del Norte miraban con mala cara las pretensiones de autonomía de la dirigencia política latinoamericana. Venezuela fue incluido en el llamado «eje del mal» (las disputas entre Chávez y Bush en la sede de la ONU en New York son inolvidables), y los gobiernos «populistas» fueron denostados por los intelectuales y la prensa corporativa como expresiones antidemocráticas y autoritarias (pese a haber alcanzado los más altos índices de inclusión social, haber asumido los requerimientos formales más exigentes de toda nuestra historia, y haber logrado un apoyo electoral considerable durante todos los períodos de gobierno).

En los casos de Brasil y Argentina, las derrotas institucionales o electorales fueron el producto de aceitadas operaciones mediático-judiciales que facilitaron en muchos casos las nuevas tecnologías que, a través de las noticias falsas y la abierta mentira, corrompen  el espíritu y funcionamiento de los procesos electorales, y desorientan a la ciudadanía acerca de lo que está verdaderamente en juego.

La prensa global desconoce voluntariamente la significación geopolítica de lo que ocurre en Venezuela. La mirada miope y la hipócrita perspectiva humanitaria que invoca, justifican una nueva ofensiva de colonización y expropiación capitalista en la que se decidirá la suerte de nuestros países en esta fase crítica de la historia global.

Inmersos como estamos en una crisis multidimensional frente a la cual no se detectan signos de superación - una crisis que el sociólogo William I. Robinson denomina «crisis de la humanidad» - el control sobre los recursos naturales y la posibilidad de expansión y profundización de la explotación en la periferia son factores claves para contener los malestares societales que se manifiestan de manera creciente en el centro.

Rusia y Turquía advierten acerca del «baño de sangre» en el que amenaza convertirse Venezuela en el caso de que Estados Unidos continúe avanzando en su programa de injerencia. Las declaraciones de Trump y su vicepresidente, llamando a los opositores a las calles, y las torpes maniobras europeas que, a un mismo tiempo, animan el quiebre institucional y convocan al diálogo, auguran convertir al país sudamericano en una «zona de conflicto». Confirmando con ello la sospecha extendida que las élites políticas que representan al capital en la actual dispensación, pese a vestir la representación del demos, se sienten más cómodos en la guerra que en la paz.

Ante esta encrucijada, como señalaba recientemente Fernando Solanas, y ante la profunda división de los países americanos al «sur de la frontera» (México, Uruguay, Bolivia y Cuba rechazan de plano el intervencionismo norteamericano), las elecciones de este año en Argentina son claves para restablecer hasta cierto punto el equilibrio de fuerzas en la región.

Sin embargo, la tarea resulta titánica. Las amenazas que se ciernen sobre las fuerzas nacionales y populares son grotescas. 
La destitución de Dilma Rousseff, el encarcelamiento de Lula, la persecución judicial de Correa, preanuncian la carta que guarda en su magna la corporación transnacional para asegurar la derrota definitiva del llamado «populismo latinoamericano»: la detención de Cristina Fernández de Kirchner, cuyo encarcelamiento o proscripción marcará el final de una alternativa de cambio y el descalabro definitivo de las esperanzas de las clases populares de asegurar un futuro de dignidad en el horizonte que se asoma.

EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS


Éstas son las últimas cosas - escribía ella -. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo. No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginártelo. Estas son las últimas cosas... 

Paul Auster


Esta mañana, cuando comencé a leerles a mis hijos la novela de Auster cuyas primeras líneas son, justamente, el fragmento que utilizo como epígrafe para esta nota (un ejercicio que hacemos los fines de semana: sentarnos a leer en voz alta - acabábamos de terminar con El viejo y el mar de Hemingway), me corrió por el cuerpo una suerte de escalofrío. 

Al recordar el relato de Auster (que yo ya había leído hacía muchos años), pensé en el momento, en 2014, cuando me fui de la Argentina. Entonces, hacía 3 años y medio de mi regreso. 


El país con el cual me encontré en 2011 era muy diferente al que yo había conocido en mi niñez y adolescencia. Muy diferente al país al que regresé brevemente en 1995, cuando Menem ganaba la reelección y se preparaba para acabar su faena y terminar de liquidar los últimos resquicios de independencia económica que tenía el país. Y, obviamente, muy diferente al país por el cual «casualmente» pasé a finales del 2001, cuando las calles se incendiaban con el grito «¡Que se vayan todos!», que también vociferaban los mismos caceroleros que habían empoderado a De la Rúa, y habían festejado el regreso «meritorio» de Cavallo para que salvara el país. 

Evidentemente, la Argentina con la que me reencontré en 2011 no era un paraíso. Pero había signos evidentes de una sociedad que avanzaba, de una «vida que se dejaba vivir». Había pobreza, había corrupción, había lo que ustedes quieran, pero también había otras cosas, bastante extraordinarias, por cierto, que ahora se dirigen sin desvío a su desaparición. Entre esas cosas que parecen haber desaparecidos está la imaginación.  

Supongo que cualquiera de ustedes podría haberme escrito líneas semejantes a las que escribe el personaje de la novela de Auster, contándome acerca de lo que ha estado pasando en el país en los últimos años, contándome de las «desapariciones continuadas», de «las pérdidas sin fin», de las repetidas derrotas, de los retrocesos, de las injusticias, de los abusos, de la hipocresía, de la frivolidad, de la confusión y el estupor que vive hoy la sociedad argentina, más alienada y perdida que nunca.  

En ese contexto es en el cual me pregunto si entre las muchas cosas que han desaparecido en la Argentina actual, contrariamente a lo que pensaba Auster cuando comenzó a escribir su novela y puso en boca de su protagonista las líneas del epígrafe, no es la pérdida de la imaginación la peor de nuestras pérdidas, la más profunda, la más preocupante. 

Quizá, solo quienes son capaces de tomar distancia, preservando su capacidad de reflexión, pueden darse cuenta cabalmente de lo que está muriendo para siempre en el país, lo que significa haber perdido la imaginación. Porque lo que la Argentina de hoy parece no ser capaz de hacer es, justamente, imaginar una escapatoria al horror que se vive y el que aún estamos a la espera de vivir, a la catástrofe, al fracaso colectivo que significa el advenimiento del macrismo.

Como ocurre en las pesadillas, muchos argentinos parecen atrapados en el vértigo cotidiano, incapaces de responder con lucidez a la fiebre destructora de un movimiento que arrasa sin compasión y sin vergüenza todo «lo construido socialmente durante los últimos 70 años».

Entiéndase bien: la expresión «70 años» no es casual. La pesada herencia que el presidente Macri, sus acólitos y los falsos opositores ultraliberales publicitan con tenacidad y con la explícita complicidad de la corporación mediática, los «70 años de peronismo» a los que achacan el descalabro actual, es una construcción ideológica que debe ser puesta en evidencia. 

Detrás de esta tergiversación histórica, lo que se intenta es justificar la premeditada estrategia de devaluación del trabajo, el dinero y la naturaleza que las clases dominantes implementan sistemáticamente con un objetivo concertado: la «apropiación» a través de la explotación, el endeudamiento y la desposesión pura y dura. 

Como siempre, las víctimas son las grandes mayorías populares, y las clases medias, que una vez más han dado con su voto y su mendicidad, el visto bueno para la expoliación a mansalva. Los números no mienten: pobreza, indigencia, desempleo al alza, en perfecta sintonía con la acumulación exponencial que regala la especulación financiera y la creciente monopolización que eso permite a las corporaciones multinacionales y las grandes fortunas locales de los recursos naturales que en principio pertenecen a la sociedad argentina.

Ahora bien, no deberíamos olvidar que estos 70 años tan vilipendiados de decadencia de los que hablan los macristas confesos y los ideólogos neoliberales y conservadores utilizando las usinas mediáticas como cadena nacional, han sido también 70 años de esfuerzos colectivos y gobiernos populares en los que se han construido miles de quilómetros de carreteras, se han edificado infraestructuras, escuelas, hospitales, en los que se han tendido las redes eléctricas y telefónicas, en los que se han ayudado a millones de madres a parir a millones de niños, que se han vacunado, alimentado y vestido. 70 años en los que se han construido cloacas, se han encausado ríos, se han educado a millones de niños, adolescentes y jóvenes. 70 años en los que se han convertido a millones de argentinos en profesionales, trabajadores capacitados en toda clase de rubros. 70 años de programas nucleares, energéticos, de investigación en los ámbitos de la salud, las ciencias sociales, las artes y las humanidades, la técnología y el desarrollo. 70 años de cultura, de cine, de teatro, de literatura, de música, de periodismo bueno y no tan bueno. 70 años de luchas por los derechos humanos, de construcción de resistencias sociales y morales. 70 años de lucha frente a la opresión imperialista que ha esquilmado el mundo, invadiendo, torturando y matando sin tregua a quienes se oponen a la esclavitud del capitalismo impiadoso.

Sin embargo (y esto es lo que no dicen), también han sido 70 años de golpes militares e interrupciones mafiosas, democráticamente electas gracias al despiste concertado de la tilinga clase media argentina, en los que el objetivo principal fue siempre hacer retroceder en sus logros a la llamada «hora de los pueblos». 

El gobierno de Macri y los ultraliberales que dicen oponerse a sus políticas, pero que secretamente festejan su «destrucción creativa», que anuncian con estridencia su oposición al reendeudamiento enloquecido y la fuga de capitales, pero que secretamente sirven a quienes a través de la deuda imponen al país una hipoteca de hambre para un futuro de servidumbre, son herederos de estos 70 años de contrarrevoluciones liberales, neoliberales y neoconservadores diseñadas para «devolver a los ricos» aquello que los movimientos populares pretendieron redistribuir entre las grandes mayorías.

TECNOCRACIA, POPULISMOS, SOCIALISMO BUROCRÁTICO Y PERONISMO


En una reciente intervención en la televisión rusa, el filósofo esloveno Slavoj Žižek señalaba, comentando el impasse que vive Europa - el cual se manifiesta de manera patente en las protestas de los llamados «chalecos amarillos», que la respuesta a este «punto muerto» en el que nos encontramos no puede ser ni el populismo, ni la tecnocracia.

En el caso del populismo, dice Žižek, las soluciones que puede ofrecernos son contradictorias y en última instancia imposibles de cumplir. Pone como ejemplo las demandas de los manifestantes en París y otros lugares de Francia: no se pueden combinar las pretensiones de una política ecológica y una reducción de los costos de los combustibles; tampoco se pueden pretender mejoras en los servicios públicos (sanitarios, educativos, de transporte, vivienda pública, etc.) al tiempo que se insiste en reducir drásticamente los impuestos.

Obviamente, la solución tampoco puede venir de lo que él denomina «la tecnocracia» (la democracia formal cooptada por los tecnócratas neoliberales). Es justamente esta solución tecnocrática que está llegando a un punto muerto la que el populismo de izquierdad exige superar. 


Mientras tanto, el populismo de derechas se conforma con administrar los malestares generalizados manufacturando discursos que se enfoca en una diversidad de chivos expiatorios (migrantes, refugiados, feministas, musulmanes, corruptos, etc.). En este sentido, como bien señala Mouffe, el populismo de derechas es una de las formas que adopta el neoliberalismo en nuestros días, una vez se han agotado sus recursos en el terreno de la democracia formal.

La solución, nos dice el filósofo esloveno, pasa por restablecer el sueño «clásico» de un «socialismo burocrático», conducido por una élite ilustrada, cuyo objetivo es la provisión de los bienes que necesita la ciudadanía para poder, simplemente, dedicarse a su vida: no a la lucha por la mera vida, sino más bien al despliegue de una vida buena. La propuesta combina elementos de la filosofía política platónica, curiosamente también keynesiana (la reivindicación de una «élite ilustrada»), y la ética aristotélica de las «visiones del bien». En este sentido, la propuesta de Žižek contiene elementos conservadores y progresistas. Puede ser leída en clave pragmática, incluso en línea con algunos discursos políticos del difunto Richard Rorty, pero escapa enteramente a la glorificación de la democracia  popular, whitmaniana, que el filósofo estadounidense solía ensalzar.


Hasta cierto punto, el ciudadano no necesita entender de qué modo se realiza la milagrosa provisión que hace posible la mera vida. Los burócratas socialistas tienen la obligación profesional de fabricar las condiciones de posibilidad de la existencia individual y colectiva. Eso significa crear un marco socio-económico en el que sea posible verdaderamene el respeto pleno, integral, de los derechos humanos, entendidos en sentido amplio (no solo como protección de los derechos civiles y políticos). Es decir, no como un instrumento para contener el «mal mayor», sino como una política para promover positivamente los bienes a los que los individuos prometen su lealtad, siempre que estén en acuerdo con el proyecto común que implica justamente el pleno respeto de los derechos humanos entendidos integralmente.

Para Žižek, entonces, la pretensión de una democracia directa está enteramente desencaminada en las presentes circunstancias, aun cuando adopta, como ocurre en los llamados «populismos de izquierda» una forma anti-oligárquica, anti-capitalista.

Lo que se necesita, contra lo que promueve la posición tecnocrática que administra actualmente el sistema - cuyo objetivo es facilitar el flujo del capital, garantizando el mantenimiento de formas institucionales favorables para los negocios y la apropiación privada - es abocarse a lograr un nivel de bienestar colectivo que permita a los individuos esforzarse en sus propios proyectos existenciales. Para ello, de acuerdo con Žižek, la mejor respuesta coyuntural, la mejor forma de gobierno para el presente, es el socialismo burocrático.

Eso significa recuperar principios básicos de organización social que cancelen la ilusoria conceptualización oligárquica que asumen las formas neoliberales de organización social, disfrazadas con las vestimentas de la libertad y la igualdad de oportunidades, pero  en realidad comprometidas exclusivamente con la manufacturación de relaciones sociales basadas en la competencia como medio para la acumulación del capital a través de la explotación y desposesión de lo común, el disciplinamiento de las fuerzas del trabajo a través del autodisciplinamiento, y la monopolización.

El triunfo democrático de las opciones neoliberales y neoconservadoras en América Latina,
 que en muchos casos han llegado al poder gracias a poderosas campañas propagandísticas y un aceitado lobby institucional, nacional e internacional, debería permitirnos visualizar el desafío ante el cual nos encontramos, que pone en cuestión la democracia misma, entendida como mero mecanismo electoral para dirimir las contradicciones políticas que afloran en la sociedad. 

Necesitamos un nuevo movimiento «constitucional» que nos permita recuperar los principios elementales de libertad, igualdad y fraternidad, y articular una nueva dispensación de los derechos humanos que eluda enteramente las pretensiones postwestfalianas al servicio del imperialismo y el capital. Esto significa resignificar  los mandatos originales de los derechos humanos, rejuvenecidos con las luchas por el reconocimiento y la identidad que han marcado y están marcando nuestra actualidad, y las exigencias que exige un ecologismo socialista que eluda las nostalgia de un imaginario Edén precapitalista. 

Indudablemente, la propuesta coyuntural de Žižek es controvertida, y las objeciones que pueden desplegarse en su contra son numerosas y significativas. Sin embargo, tiene la virtud de llamarnos la atención acerca de lo que nos jugamos, primero, con la llegada al poder de los Bolsonaros, los Trumps y otros populistas de derecha en Europa, Estados Unidos y América Latina, con la evidencia creciente que la tecnocracia liberal ha alcanzado su límite y se encuentra en un punto muerto, y lo que todo esto supone en las actuales circunstancias de reflujo ideológico para los populismos de izquierda que insisten en la democracia directa y radical como solución a nuestros problemas. 

En este contexto, hay que releer la Apología de Sócratesy si uno, por esas casualidades de la vida es argentino y, tal vez, peronista (¿por qué no?), volver a preguntarse: «¿qué es eso de la democracia?»

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...