CARTOGRAFIAR EL PRESENTE. El problema de lo real

 

Introducción

 

Uno de los principales problemas que enfrentaremos en nuestro futuro inmediato (lo que algunos denominan «la pospandemia») es que los mapas con los que contábamos puede que se hayan vuelto obsoletos. Por ese motivo, quisiera hablar en este artículo acerca de los «mapas» y los «territorios».  

 

Comencemos con lo más básico: un mapa solo tiene utilidad para nosotros si sabemos dónde estamos ubicados en un territorio. 


Imaginemos que habitamos en una isla en medio del océano. Vivimos felizmente, en armonía con nuestro entorno natural, totalmente ignorantes acerca de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Ni siquiera sabemos muy bien qué es ese derredor nuestro más allá del dibujo en el horizonte. 


Resulta que un buen día, unos extranjeros aparecen en nuestras costas, con espadas, fusiles y cañones, y desbaratan nuestra existencia apacible, matándonos o convirtiéndonos en esclavos. Los imaginarios conquistadores tienen una ventaja enorme sobre nosotros. Son los poseedores de mapas sofisticados que les han permitido llegar hasta nuestra isla, conquistarla y saquearla. 

 

Sin embargo, imaginemos un segundo caso. Aquí nos encontramos con el superviviente de un accidente marítimo, un náufrago que ha podido alcanzar una pequeña isla después de semanas a la deriva aferrado a los restos de la nave en la que viajaba. Entre los objetos que ha logrado rescatar de la catástrofe, hay un mapa.  Sin embargo, debido a que no logra saber dónde se encuentra en el territorio, el mapa tiene para él escasa utilidad práctica. 

 

Esto significa que la tarea de orientarnos exige, por un lado, un conocimiento encarnado de nuestra situación en el territorio y, por el otro lado, representaciones que nos permitan orientarnos a partir de esa situación en nuestro entorno.

 

Mi primera reflexión a partir de esta ilustración cartográfica es que, para enfrentar la llamada «pospandemia», lo primero que tenemos que constatar es adónde nos ha dejado «en el territorio» esta nueva crisis del capitalismo. Porque la pandemia, como todos sabemos, además de ser una crisis sanitaria, es también una crisis del capitalismo y una crisis de representación política, además de un terremoto social y cultural cuyas consecuencias son aún difíciles de discernir. 

 

En este contexto, uno puede preguntarse: ¿a qué islas nos ha arrojado esta tragedia global a cada uno de nosotros? Pero, además, necesitamos saber si los mapas que tenemos a nuestra disposición servirán para orientarnos, teniendo en cuenta de que existe la posibilidad (como ocurre en las películas de ciencia ficción) de que la catástrofe que hemos vivido haya trastocado el eje del planeta y con ellos todas nuestras coordenadas.  

 

En cualquier caso, no sería la primera vez que ocurre algo semejante. Muy por el contrario, la historia de la humanidad puede leerse como la historia de la configuración y reconfiguración de cartografías a través de las cuales los seres humanos individual y colectivamente intentan encontrar su lugar en el mundo y desarrollar estrategias para garantizar la provisión de sus necesidades, y dar forma a una vida

 

El mapa y el territorio

 

El problema filosófico que plantea la cartografía se encuadra en la cuestión general de la «representación».  Este es uno de los problemas centrales de la filosofía. Es más, uno está tentado a decir que es EL problema central de la filosofía. Una manera ilustrativa de explicar esta afirmación es diciendo que las ciencias humanas, sociales y naturales se dedican a cartografiar lo real desde diversas perspectivas, prestando atención a diversos territorios, mientras que la filosofía problematiza dichos mapas, preguntándose, por ejemplo, de qué modo los mapas (las representaciones) existen en lo real, y qué relación tienen unos mapas con otros. 

 

Pero incluso dentro de la propia filosofía, el tema de la representación puede abordarse desde muy diversas perspectivas. La metafísica y la ontología, cuando abordan lo relativo al ser y el ente, están hablando de la representación. La filosofía del lenguaje y la filosofía de la mente, cuando abordan la cuestión del sentido y la referencia, o la relación del sujeto y el objeto, están hablando de la representación. En la estética o en la filosofía de la naturaleza ocurre algo semejante. Y obviamente, en la filosofía práctica, especialmente en la política, el tema de la representación tiene un lugar destacado, como demuestra todo el universo de problemas alrededor de la autoridad y la representación política.  

 

Ahora bien, el sentido primario lo encontramos en la epistemología o teoría del conocimiento. ¿Qué relación existe entre la mente y el mundo? ¿Qué relación podemos establecer entre las palabras y las cosas? ¿Se adecuan nuestros pensamientos a lo real, es decir, nos sirven nuestros pensamientos para descubrir lo real, o son instrumentos que inventan realidades diversas sobre un trasfondo que nos es desconocido y es en sí mismo incognoscible? ¿Tienen las palabras y las cosas una relación de adecuación, o las palabras flotan a la deriva de un universo informe que las palabras moldean arbitrariamente? ¿Estamos como sujetos en contacto directo con el mundo, o solo nos vinculamos a través de nuestras representaciones? ¿Hay un trasfondo común en el cual todas las representaciones pueden conmensurarse, o las realidades representadas que habitamos, puramente convencionales, acaban siendo inconmensurables?

 

Las respuestas a este tipo de interrogantes no solo tienen consecuencias para nuestra comprensión del conocimiento o nuestra teoría de la verdad, sino que tienen consecuencias también a la hora de definir cuestiones teóricas en otros ámbitos. Por ejemplo: en la política o en las ciencias jurídicas, el modo en el cual interpretemos al sujeto político y al sujeto jurídico está estrechamente relacionado al modo en el cual concebimos la relación entre la mente y el mundo. De igual modo, la relación entre capital y trabajo está estrechamente vinculada a nuestra comprensión de la mercancía, o la manera en la cual concibamos la noción de valor o el dinero. Y esto, una vez más, está vinculado con el modo en el cual aprehendemos nuestras relaciones sociales y los procesos de producción, distribución y realización del capital. Lo cual depende, a su vez, de nuestra manera de aprehender en general los fenómenos sociales, es decir, la manera en la que conocemos y actuamos sobre el mundo natural y social, como nos enseña Marx. De manera análoga, cuando prestamos atención críticamente a nuestra relación con la naturaleza, la clave, como señala el filósofo noruego Arne Naess, la encontramos en la dimensión epistemológica, el modo en el cual aprehendemos lo real, o bien de manera atomista o sustancialista, animando un modo instrumental de relación, o bien en el marco de una noción de radical interdependencia, que anima la adopción de un modelo gestáltico que promueve el cuidado. En todos estos casos, la cuestión de fondo es el modo en el cual cartografiamos lo real, el tipo de perspectiva que adoptamos, y la manera que entendemos la relación entre el mapa y el territorio. 

 

A continuación, me valdré de un fragmento literario muy conocido del escritor argentino Jorge Luís Borges que dice así: 

 

“En aquel imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisfacieron y los Colegios de cartógrafos levantaron un mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas.”

 

El fragmento no tiene desperdicio. Me conformo con apuntar dos cuestiones y ofrecer un corolario.

 

Comienzo con lo más obvio: el tema de las escalas. Un mapa debe graficar de manera simplificada un territorio. El imaginario mapa del imperio cuyo tamaño coincide puntualmente con el mismo es inútil. Al final, nos dice el imaginario autor a quien Borges hace reseñar este asunto, solo quedan fragmentos y ruinas del mapa despedazado, habitados por animales y por mendigos. 

 

El segundo aspecto es filosófico. Si los mapas y los territorios fueran equivalentes, no estaríamos hablando de mapas y territorios, porque las representaciones no pueden ser jamás lo representado. Y lo que decimos de los mapas, lo decimos también de las ideas, las palabras, los conceptos, los esquemas, las llamadas «sentencias con pretensiones de verdad», etc. 

 

Ahora bien, esta inadecuación entre las representaciones y lo representado no es accidental. Es un aspecto constitutivo de la cognición y el lenguaje humano. Si la relación entre las representaciones y lo representado fuera absoluta (como ocurre en el imperio imaginado por Borges) no estaríamos hablando en modo alguno del lenguaje humano. Porque lo que caracteriza al lenguaje humano es justamente que, sobre un mismo referente, caben diversas referencias. Sobre el territorio pueden dibujarse infinidad de mapas.  

 

Sin embargo, uno de los ensueños que animó a la razón moderna fue, justamente, encontrar una representación que fuera capaz de subsumir dentro de sí misma todos los objetos relevantes de lo real. Incluso Einstein batalló denodadamente para formular una teoría unificada en su disciplina. Einstein, pese a sus descubrimientos revolucionarios, era un hijo de la razón cartesiana, un socialista, como él mismo se definía. Como Descartes, aunque a su manera, deseaba encontrar un fundamento para el conocimiento; como Kant, que quiso cartografiar un territorio donde fundar su ciencia unificada del conocimiento; y como Hegel, que intentó articular una historia unificada a través de la cartografía del espíritu en evolución, Einstein y todos los modernos creían en lo real, y anhelaban cartografiarlo descubriendo una fórmula paradigmática o maestra. 

 

¿Qué significa ser moderno? ¿Y posmoderno?

 

Durante las últimos últimos dos siglos, más o menos, hemos discutido qué significa ser moderno (Hegel, según nos cuenta Habermas, fue quien convirtió en problema la noción misma de modernidad).

 

A partir de la década de 1980, comenzamos a discutir la posmodernidad. 

 

La «Guerra contra el terror», primero; la crisis de las subprime, después; y la década de descalabro social producido por las políticas de austeridad que siguieron a la crisis financiera, convirtieron en (aparentemente) anacrónicos esos debates. 

 

Hoy nos enfrentamos a la pandemia y a la pospandemia con el regreso consolidado de Marx al debate público, y profundas dudas sobre la relevancia del carácter genuinamente emancipatorio de las políticas de la identidad cuando éstas se encuentran desvinculadas de una crítica sustantiva del capitalismo. 

 

Pasaré de puntillas sobre estos asuntos. Me referiré únicamente a la modernidad y a la posmodernidad desde la perspectiva que me interesa explorar en esta presentación, que no es otro que el tema de la «representación», en términos epistemológicos y políticos. 

 

Como el tiempo es tirano y el formato de este seminario no permite que me extienda, presentaré el tema de manera sucinta e ilustrativa, como si estuviera contándole una historia a mis hijos. Eso significa que la explicación contendrá imprecisiones, pero intentará aprehender lo más esencial. La metáfora del mapa y el territorio me permitirá abordar el tema de manera sencilla. 

 

Comencemos con la experiencia de las sociedades premodernas después de la revolución axial. Es decir: las sociedades que vivieron bajo el influjo o el imaginario de las grandes tradiciones filosóficas clásicas, como las que articularon Sócrates, Platón o Aristóteles, o las grandes religiones mundiales, como el budismo. 

 

Para los budistas tradicionales el Dharma existe, es real. La prueba de esta creencia es que el Buda no inventó el Dharma, sino que lo descubrió, y sus seguidores llaman al Dharma «la verdad última», más allá de las apariencias convencionales en las que están cautivos los no iluminados, los no despiertos. En este contexto, los budistas sostienen que todas las cartografías son relativas, incluso las que el propio Buda articuló para conducirnos a lo real de suyo más allá de las palabras. Hay una famosa parábola que ilustra a la perfección esta relación entre los mapas y el territorio. 

 

“Un grupo de ciegos escuchó que un animal extraño, llamado elefante, había sido llevado a la ciudad, pero ninguno de ellos conocía su contorno y forma. Curiosos, dijeron: «Debemos inspeccionar y conocerlo a través del tacto, del que somos capaces». Por ello, lo buscaron, y cuando lo encontraron lo rodearon. La primera persona, cuyas manos tocaron la trompa, dijo: «Este ser es como una serpiente gruesa». Para otra persona, cuyas manos tocaron sus orejas, parecía una clase de abanico. Para otra persona, cuyas manos tocaron sus piernas, dijo, el elefante es un pilar, como el tronco de un árbol. El ciego que puso sus manos en el costado del elefante dijo: «Es una pared». Otro que palpó la cola, lo describió como una cuerda. El último, que tocó su colmillo, dijo que el elefante es duro, suave al tacto y como una lanza.”

 

He escuchado muchas interpretaciones contemporáneas de esta parábola. Incluso algunos expertos budistas occidentales suelen prestar atención exclusivamente a la relatividad de todas las representaciones a partir del ejemplo de los ciegos. Sin embargo, lo interesante es que en la parábola hay un elefante que todos los ciegos intentan describir. El elefante es el Dharma, aquello que es el caso, la verdad última. Las representaciones de los ciegos, la verdad convencional, relativa, que articulan las palabras. 

 

En el caso de Platón ocurre algo semejante. En el famoso símil de la caverna, Platón nos dice que unos hombres están encadenados observando las sombras de unas figuras proyectadas contra el fondo de la caverna. Liberado, uno de los habitantes ascenderá hasta el exterior donde podrá vislumbrar la verdad y el bien con sus ojos desnudos. Después regresará a la cueva, para comunicar a sus compañeros lo que ha descubierto. 

 

De modo que, en ambos casos, los mapas no corresponden a los territorios. En el mejor de los casos, como ocurre en la filosofía platónica, o en las enseñanzas budistas, los mapas orientan a sus usuarios para salir de la cueva o recuperar la vista y contemplar directamente lo real. 

 

A continuación, echemos un vistazo superficial a nuestra herencia posmoderna. Como los modernos, pese a haber decretado el fin de todos los metarrelatos, la posmodernidad está apasionada con los suyos propios: tópicos como «el fin de la historia», «la muerte del sujeto» o «el choque de las civilizaciones», alientan secretamente la articulación de una representación totalitaria, incluso cuando insisten en la fragmentación y la pluralidad de los relatos. Son, en última instancia, metarrelatos, pero fundados en la experiencia de la estafa que supuso la modernidad (la promesa incumplida de libertad y progreso que acabó convirtiéndose en un orden totalitario y campos de concentración). Sin embargo, a diferencia del imaginario moderno, el posmoderno solo acepta un lado de la ecuación. Para los posmodernos, en palabras de Derrida, todo es intepretación, y para Foucault, toda verdad es un dispositivo de poder. Es decir: existen los mapas, las cartografías, las representaciones, pero no existe lo real. Los mapas inventan, no descubren realidades posibles. De modo que el mundo se convierte en una agregación de inconmensurables burbujas. 

 

Ahora sabemos, como nos enseñó Marx, que, a igual derecho, lo que define una circunstancia es el poder. De modo que el orden moral del posmodernismo ha acabado, como dice Samuel Moyn, convirtiéndose en el compañero de viaje, tal vez involuntario de eso que en su momento David Harvey llamó el «nuevo régimen de acumulación flexible», el neoliberalismo, que ha acabado convirtiendo nuestras realidades en tierra arrasada. 

 

A finales de la década de 1960 y comienzos de la década de 1970 el proceso de globalización capitalista inició una mutación paradigmática en la esfera socio-económica, con profundas implicaciones en las esferas de la política y la cultura, y consecuencias determinantes para nuestro medioambiente. Como señala Harvey en La condición posmoderna (1990):

 

“Aunque la simultaneidad no constituye, en las dimensiones cambiantes del tiempo y el espacio, una prueba de conexión necesaria o causal, pueden aducirse sólidos fundamentos a priori para abonar la afirmación según la cual existe alguna relación necesaria entre la aparición de las formas culturales posmodernistas, el surgimiento de modos más flexibles de acumulación del capital y un nuevo giro en la «comprensión espacio-temporal» de la organización del capitalismo.”



Por mi parte, yo interpreto la emergencia de las nuevas espiritualidades, asociadas especialmente a las sabidurías de Oriente, como por ejemplo el budismo, estrechamente vinculadas al ethos posmodernista, en tanto reinterpretan las enseñanzas tradicionales del Buda, acomodándola a la nueva cultura y facilitando la expansión y consolidación de los regímenes de acumulación flexible o neoliberalismo, e interpreto a algunos movimientos sociales como el feminismo o el ecologismo, en la línea de lo argumentado por Nancy Fraser, como movimientos cooptados involuntariamente por esos regímenes de acumulación al desvincular sus respectivas reivindicaciones identitarias, de una crítica sustantiva del capitalismo. 

 

En el caso del budismo, pensemos que, si en el pasado sus primeros estudiosos e intérpretes asociaban la figura de Buda a la de Sócrates o la de Kant, por ejemplo, y lo consideraban un caballero ilustrado; ahora la asociación se hacía a los imaginarios nietzscheanos, heideggerianos, foucaultianos o derridianos. De este modo, el budismo coqueteaba con el nihilismo, aunque continuara promoviendo una ética burguesa, imprescindible para domesticar la negatividad aniquiladora que postulaban sus distorsionadas fórmulas argumentativas. 

 

A finales de la década de 1990, el proyecto neoliberal comienza a mostrar su rostro más oscuro. A la creciente desigualdad, producto de los nuevos regímenes de acumulación asociados al capital ficticio, la deslocalización, la flexibilización laboral, los ajustes y políticas de austeridad genocida, hay que sumar la beligerancia extrema, la guerra sistemática como herramienta de acumulación por desposesión, y la destrucción medioambiental. 

 

Es en este contexto que propongo, como hace Nancy Fraser, volver a los metarrelatos. Porque detrás de su bandera emancipadora, el posmodernismo ha acabado desarmándonos, fragmentándonos, cooptando nuestras estrategias de resistencia y distorsionando hasta la inocuidad nuestras rebeliones.

 

En este sentido, coincido con muchas otras personas, en que necesitamos un Dharma o un bien sustantivo para salir de la encrucijada en la que nos encontramos. Eso no significa que podamos privilegiar un mapa sobre otros mapas, sino que debemos volver a darle a lo real la última palabra. Nuestros mapas no pueden flotar en la nada, como realidades virtuales articuladas exclusivamente para nuestro entretenimiento y buena consciencia. Necesitamos determinar cuál es el territorio que queremos representar y poner a prueba la utilidad de nuestras cartografías en la praxis política, ecológica y espiritual. 

 

 

La felicidad subjetiva y el bien sustantivo

 

La felicidad es el fetiche de nuestra época. El dinero no puede comprar la felicidad, nos dicen, pero definitivamente ayuda. La espiritualidad posmoderna combina ambas facetas. Está entregada enteramente a la promoción del bienestar superficial del sujeto y a la justificación meritocrática de los privilegios, al tiempo que niega cualquier bien sustantivo que ponga en entredicho el goce narcisista. 

 

La felicidad subjetiva es a lo que el sujeto accede implementando una disciplina inteligente que le permite maximizar beneficios y minimizar pérdidas en un escenario que admite flexiblemente adaptarse sin límites a las necesidades del agente: su consciencia desnuda, descarnada. La felicidad subjetiva no necesita de lo real para lograrse. La meditación se adapta a nuestros simulacros. 


En este contexto, el problema lo plantea el bien sustantivo, que pone en entredicho a la felicidad manufacturada. El bien sustantivo es un incordio que exige al agente piruetas morales para evitar las contradicciones en las que se ve envuelto. El bien sustantivo llama a la puerta del agente y exige compromisos que desestabilizan la trabajada armonía dispuesta para el goce. El bien sustantivo no admite excusas: la felicidad espiritual y el placer material deben rendirse ante sus prerrogativas.  

 

Los escenarios de miseria y contaminación medioambiental son paradigmáticos en este sentido. Perturban a la espiritualidad posmoderna obligada a mantenerlos a distancia o a transmutarlos para evitar su efecto dañino sobre la felicidad buscada. ¿Cómo ser feliz en medio de tanto sufrimiento infligido con alevosía y codicia insaciable? La fiesta gnóstica no admite las trivialidades de la justicia, se conforma con una ecuanimidad que convierte en inocuas todas las reivindicaciones. 

 

El mundo debe ser bello, armonioso, sagrado. La naturaleza virgen, inhumana, representa el símbolo más acabado de esa pureza que el agente reclama. En cambio, el pobre, la víctima, el desposeído, en cualquier caso, responsables secretamente de sus propias caídas en desgracia, deben ser tratados exclusivamente como objetos de devoción distante. La felicidad, después de todo, está al alcance de la mano. Basta con trazar una nueva cartografía, dibujar una nueva representación de la experiencia vivida, para que la liberación esté al alcance de la mano. 

 

Por ese motivo, el bien sustantivo es negado con militancia férrea. No existe lo real. Solo representaciones. La injusticia distributiva, el desprecio moral, o la exclusión jurisdiccional del inmigrante o el refugiado acaba siendo también un problema de representaciones. Basta visualizar a los sujetos bajo una luz favorable en nuestra imaginación o en la cosmética mediática humanitaria que trafica con sus imágenes, para que la falta sea redimida. Para el sujeto basta un vuelco en el alma para evitar la catástrofe. El precio a pagar es lo real, que debe ser cancelado como posibilidad, porque pone límites a nuestra práctica edificante. 

 

Frente a la injusticia sistémica, la desigualdad lacerante y el tsunami de destrucción medioambiental. Frente a la crueldad que ilustran los campos de tortura y los regímenes de explotación laboral que alienan a los trabajadores esenciales, incluso en plena pandemia, con jornadas extenuantes y horarios rotatorios, y la abrumadora batalla cultural que se libra en la intimidad de las consciencias gracias al penetrante poder de la digitalización planetaria, necesitamos regresar al realismo, a ser orientados por el Dharma, por el bien sustantivo. 

 

Para ello debemos escapar de esa «figura que nos tiene cautivos», como decía Wittgenstein, impuesta por la epistemología moderna y posmoderna, que insiste con la idea descabellada de que existen los mapas, pero que los territorios, o bien no pueden ser conocidos, o simplemente no existen. Esa epistemología representacionalista, desencarnada, instrumentalista, en ocasiones proclama odas a favor de una pluralidad solipsista que convierte en un manicomio el espacio común donde deberíamos estar discutiendo lo real, y poniendo en cuestión nuestras innumerables narrativas. 


«Capitalismo» es el nombre de la cartografía con la cual tenemos que descifrar lo real en nuestra época de globalización y exclusión. La razón es sencilla. Como explica la pensadora estadounidense Nancy Fraser, todas las esferas de nuestra existencia, las esferas de la reproducción social, de la política y de la ecología, están subsumidas bajo las prerrogativas destructivas del mercado capitalista. 


Yo agregaría, para aquellos que intentan encontrar su liberación personal en las islas felices que nos ofrece la espiritualidad posmoderna, que no olviden las lecciones de la historia. Si no estamos atentos, alguien tocará a la puerta, o la derrumbará, y acabaremos muertos o esclavos. 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA CULTURA DE LA MENTIRA

 

Vivimos en una época en la cual la verdad está acorralada bajo el fuego cruzado de la publicidad (ese monstruo amable), las campañas partidistas que sirven variados intereses de clase, y los hábitos en las relaciones interpersonales que la asimilación de los modelos del mercado capitalista y la política mediatizada imponen a los comportamientos individuales. 

 

Contrariamente a lo que usualmente se cree, la verdad es poderosa y se manifiesta con contundencia. Lo real se impone siempre con una pasmosa evidencia. Nuestros cuerpos no mienten: nacen, se unen y se separan unos de otros, envejecen, enferman y mueren. La naturaleza es tirana: de las semillas de arroz no nacerán durazno por mucho que insistamos. Nuestra consciencia moral tampoco miente: nuestras comportamientos producen siempre consecuencias análogas para nuestra vida interior. La crueldad no puede esculpir personalidades bondadosas, y el amarrete y codicioso jamás gozará como quien, consciente del carácter efímero y vulnerable de la existencia, se orienta apasionadamente hacia el bien propio y ajeno. 

 

Sin embargo, la evidencia exige videncia, y en un mundo de ciegos, la mentira florece y se multiplica hasta convertirse en una flora endémica que amenaza la biodiversidad. Aquí la biodiversidad se refiere a los puntos de vista y a las variadas perspectivas a través de las cuales los humanos expresamos el misterioso contacto que individualmente tenemos con lo real.

 

Por supuesto, no existe una verdad absoluta. Incluso el ojo de Dios es diverso, trinitario, plural. Sin embargo, existen verdades relativas cuyas hermenéuticas, no relativas son menos sustantivas, aunque reflejen en su expresión una relación dialógica, amorosa o conflictiva. El reconocimiento y el desacuerdo gozan ambos de su cuota de verdad, siempre que al articularse respondan a lo que genuinamente ocurre en el inasible contacto donde nacen las apariencias que somos y en las que participamos.

 

No obstante, este relativismo perspectivista y pragmático no debe confundirse con el «todo vale» del cual algunos se valen para dominar y explotar. 

 

En la verdad que expresa un punto de vista es posible constatar lo real. El reflejo de un rostro en el espejo, o el retrato fotográfico se refieren a un objeto real: la persona reflejada o retratada. Estos reflejos y retratos son siempre parciales, el espejo no puede captar la totalidad de la persona, su delante y su revés, su interioridad, mucho menos su historia o sus pensamientos. Lo mismo ocurre con la cámara que, como mucho, debe conformarse con un gesto sugerente y revelador. La razón de esta finitud de la mirada no es un misterio: la mirada es circunstancial, depende del ojo que mira y lo que el ojo ve.  

 

Ahora bien, en la mentira lo que sucede es que no hay un rostro reflejado en el espejo, ni imagen capturada por el ojo de la cámara. No hay perspectiva ni opinión. Solo fabricación.

 

Podemos discutir sobre perspectivas encontradas, puntos de vista parciales, ideas contrarias, pero no podemos, ni debemos discutir sobre fabricaciones. 

 

El problema que tenemos, por lo tanto, es asumir que una parte de la población se ha vuelto invidente, que vivimos en medio de un sonambulismo extendido, en un planeta de zombis. Da la impresión que la mayoría no puede o no quiere distinguir entre las mentiras y las genuinas opiniones que merecen participar del foro en el cual la cultura debate el alcance y relevancia de las verdades en disputa. 

 

El mentiroso, instalado en la relatividad incuestionable de todas las verdades, introduce prepotentemente su mentira contra toda evidencia, y la impone haciéndola pasar como opinión genuina y respetable. 

 

La pregunta es entonces, ¿por qué el mentiroso logra su cometido de engañarnos? Tal vez porque hemos perdido la pasión por la verdad. Esa pasión es la que garantiza que las opiniones deban enfrentarse al rasero de lo real antes de encontrar cabida en las discusiones en las que decidimos nuestro destino.  

 

Cuando hablamos de «justicia corrupta», «periodismo de guerra», «farsa publicitaria» y «marketing político», no estamos hablando de otra cosa sino de una crisis de las verdades, fruto de nuestro olvido y nuestra falta de pasión por volver a encontrarnos con lo real. 

ARDE BARCELONA

La política es asunto de sujetos, o más bien de modos de subjetivación. 

J. RANCIÈRE


El título es una exageración, evidentemente. Pero el malestar es real y la desorientación palpable.

 

Las elecciones del 14F dejan un escenario pobre y con las fracturas visibles. Independentistas, antiindependentistas, dialoguistas, rupturistas, ricos, pobres, catalanes de toda la vida, catalanes españolistas, “colonos”. 

 

Todas las identidades amontonadas: fascistas y antifascistas, en un popurrí indistinguible más allá de las consignas. Demócratas, liberales, republicanos, conservadores, ecologistas, radicales derechistas e izquierdistas, todos unidos, mal que les pese, bajo la misma estrategia policial de gestión poblacional. 

 

Por el otro lado, los «de afuera», los que utilizan sus banderas como provocación, pero les da lo mismo la estelada o la preconstitucional, los que buscan con sus "expresiones groseras" y sus "destrozos callejeros" y "vandalismos" que tanto escandalizan, simplemente, que se los tenga en cuenta. 

 

Por consiguiente, en Catalunya parece estar en juego algo más que la identidad. Después de todo, la identidad es siempre policial. Policía judicial, policía cultural: 2 caras de la misma moneda (vertical u horizontal, da lo mismo). 

 

Lo que en verdad está en juego es el sujeto: el «yo soy» y el «nosotros somos» de los que no cuentan, porque se niegan a participar de la farsa coercitiva a la que parece abocarnos reiteradamente la pantomima de la política de la identidad y la diferencia. 

 

Dime quién eres, de qué lengua estás hecho, bajo qué bandera echas tu siesta. Pero ni se te ocurra parafrasear a Descartes, o a Ortega, para el caso: «Pienso, luego existo», «Soy yo, y mis circunstancias». Premisas prohibidas, para evitar conclusiones distorsionantes en tiempos de estricta ordenación policial (jurídica y cultural). 

 

El Parlament acepta en su seno toda clase de banderas (es la democracia representativa de los intereses en pugna). En su sagrado habitáculo conviven hooligans de todos los colores: los amables, los menos amables, los violentos, los despreciables, los entrañables, los bonachones. Lo que no se aceptan son «sujetos». El sujeto, como diría Rancière, mantiene un litigio irresoluble contra la identidad, incluso cuando se envuelve en una bandera para expresar su descontento. 

 

Sin embargo, para un régimen policial (jurídico-cultural) los sujetos no cuentan. No cuentan (de contar): uno, dos, tres, cuatro. 


Solo cuentan los que votan. Y los que votan, en este caso, y en estas elecciones, solo querían garantizar o instaurar sus propios órdenes policiales, jurídicos o culturales. 

 

«Arde Barcelona» - dice el título. Evidentemente, se trata de una exageración. Y, por qué no, también, de una provocación.  



 


(DES)OBEDIENCIAS. Dialéctica de la libertad, la igualdad y la fraternidad

 Introducción 

 

No podemos hablar de la desobediencia sin hablar de la obediencia. No solo porque lo que distingue a los dos términos es un prefijo de negación en uno de ellos que hace evidente su intrínseca relación, sino porque, por eso mismo, ni la obediencia, ni la desobediencia son nociones absolutas. Obedecer significa, negativamente, desobedecer otras demandas que reclaman autoridad sobre nosotros. De la misma manera, que desobedecer implica rendir nuestra obediencia a otras banderas o principios que pugnan o reclaman igual o superior autoridad sobre nosotros. 

 

Ahora bien, para explicar mi perspectiva sobre este asunto, debo comenzar contextualizándola. De otro modo, mi reflexión será necesariamente superficial. ¿Qué quiero decir con esto? Que, de lo contrario, mi propia reflexión no será otra cosa que una rendición obediente (aunque inarticulada) a ciertas autoridades epistemológicas y normativas que hemos fetichizado, naturalizado. 

 

Lo que quiero decir es que este «desvío» es obligatorio. Si no lo hacemos, no hay mucho que agregar excepto volver sobre los típicos lugares comunes que escuchamos diariamente sobre el tema, que al fin y al cabo se reducen a tratar la cuestión en términos «cuantitativos» o «moralistas»: «A igual derecho – diría Marx – la fuerza (el poder) prevalece». En este marco, desobediencia es la acción del agente que no tiene el poder. Lo cual nos deja desnudos ante la denuncia nietzscheana. El problema gira en torno a la voluntad de poder. El desobediente es aquel que, circunstancialmente, for the time being, no empuña el cetro del poder. En breve, el asunto se reduce a la cantidad de tanques o votos que respaldan a la voluntad del agente. 

 

Por ese motivo, para evitar la perspectiva superficial, me permito articular algunos temas preliminares que considero indispensables para fijar mi posición. 

 

Sobre la comunidad futura

 

Lo primero es explicitar mi motivación de fondo. Quiero ser claro, incluso si lo que digo a continuación pueda sonar banal. Como vivimos en una época en la que, cuando no pecamos de moralismo y fatalismo (indignación y pesimismo), nos inclinamos de manera recurrente a un esteticismo vacío y autocentrado, debemos ser precavidos. Por ello, comencemos preguntándonos: ¿a qué viene esta discusión sobre la obediencia y la desobediencia en estos momentos? Si acepto el desafío de pensar sobre esta cuestión es porque creo que tiene una estrecha relación con tres interrogantes que ocupan recurrentemente mi preocupación.

 

Igualdad

 

¿Cómo avanzar hacia una comunidad planetaria que garantice las condiciones materiales, intelectuales y espirituales para la realización de los individuos humanos y no humanos que la conforman? 

 

Es decir: ¿Qué perspectivas, actitudes y acciones que cultivamos en el presente pueden conducir, en el futuro, a ese tipo de comunidad y, por tanto, debemos esforzarnos en promoverlas e implementarlas? ¿Qué perspectivas, actitudes y acciones nos alejan o ponen en entredicho la viabilidad de una comunidad de este tipo, y por ello, debemos evitarlas?

 

A la hora de pensar una comunidad futura inspirada en el principio de igual dignidad para todas y todos, un elemento clave que hemos de tener en cuenta es la finitud. En primer lugar, la finitud del propio orden social (incluso si lográramos realizar una sociedad de ese tipo en algún momento de la historia, nada nos garantiza que las generaciones siguientes no se rebelarán contra dicho orden y lo trastocarán enteramente convirtiéndolo en un orden de desigualdad e injusticia). En segundo lugar, la finitud de cada uno de sus miembros, su vulnerabilidad y contingencia intrínseca. La finitud pone en evidencia el carácter transitorio de toda experiencia colectiva y, por tanto, su irreductibilidad a la historia como totalidad, y la irreductibilidad de los individuos al todo social. 

 

Libertad

 

La finitud, en ambos casos, nos invita entonces a reflexionar sobre el principio de la libertad. Pero, ¿qué es la libertad? Negativamente, se reduce a no ser coaccionado a hacer lo que uno no desea, o ser impedido a hacer lo que uno desea. Sin embargo, el deseo no ocurre en el vacío, sino que forma parte de una red de pulsiones: otros deseos, aversiones, anhelos, expectativas, temores, etc. El deseo y la aversión, se manifiestan en un horizonte u orden de sentido en el cual pugnan por su autoridad diferentes objetos de deseo y aversión no siempre visibles para el agente. 

 

Por ese motivo, si no queremos que nuestra visión de la libertad sea superficial, debemos introducir su dimensión positiva: no se trata de hacer lo que uno quiere, sino de hacer lo que uno «verdaderamente» quiere. La finitud exige el ejercicio de la libertad. 

 

Ahora bien, ¿qué puede querer decir «verdaderamente» en la frase anterior? Aquí lo verdadero está relacionado con lo auténtico, con lo genuino, en contraposición a lo inauténtico y falsificado. 

 

Esto conlleva reconocer una escisión en el agente, quien debe descubrir qué es lo que verdaderamente quiere, más allá de la pulsión inmediata que se manifiesta en la dimensión de la libertad negativa, y decidir como responde a ese deseo privilegiado por la verdad. Lo cual, a su vez, exige que el agente decida qué hacer con los deseos sacrificados, como responder a la frustración que ese sacrificio supone, etc. Todo esto pone en evidencia el carácter contradictorio del propio estatuto del sujeto, y con ello, la ambigüedad de la obediencia y la desobediencia misma, como veremos. 

 

Más allá de la libertad y la igualdad

 

La tensión entre igualdad y libertad es inherente a nuestra condición humana. Somos animales lingüísticos, y por ello, animales sociales, políticos. Sin embargo, en nuestras sociedades contemporáneas, la tensión entre igualdad y libertad parece haberse tornado irresoluble. Una libertad absoluta solo sería concebible para un ser absoluto cuya voluntad no tuviera que enfrentarse a exterioridad o alteridad alguna, lo cual, entre otras cosas, convierte en incomprensible la noción misma de voluntad para la cual la exterioridad y la alteridad es constitutiva. Sin un otro que nos enfrente, ni alternativas entre las que elegir, la noción de voluntad se vuelve vacua. 

 

De igual modo, una igualdad absoluta resulta incomprensible, porque solo en la diferencia pueden establecerse criterios de analogía o identidad. Por lo tanto, solo los seres lingüísticos, finitos y vulnerables, como nosotros, debemos negociar «libertad» e «igualdad», porque la libertad y la igualdad nos definen como seres lingüísticos, finitos y vulnerables. 

 

Fraternidad

 

Ahora bien, las sociedades contemporáneas oscilan pendularmente entre modelos de relaciones sociales que priorizan alternativamente uno de estos principios en detrimento del otro. 

 

En este contexto, mi punto es el siguiente: el carácter aparentemente irreconciliable de estos principios, más allá de la retórica complaciente que imponen las democracias liberales, que establecen como antídoto una abstracta «igualdad de derechos» que la economía de mercado convierte en simulacro, es el fruto de la ontología subyacente, en su mayor parte tácita, que informa el orden moral de nuestras sociedades contemporáneas. 

 

Esta ontología, incluso en su versión más rudimentaria, como imaginario social, nos conduce a una auto-comprensión de nosotros mismos como entidades absolutas, autosuficientes, independientes. Lo cual da lugar a una demanda moral de autonomía que, o bien fetichiza la libertad negativa, convirtiendo sus imperativos en absolutos – lo cual conduce a una frustración e insatisfacción lacerante que solo puede ocultarse detrás de prácticas sociales marcadas por la aceleración y alienación que acaban banalizando a la libertad misma; o a una exaltación de la libertad positiva que conduce a diversas formas de autoritarismo, xenofobia, racismo o chauvinismo, a través de las cuales se intenta cancelar la exterioridad o la diferencia que amenaza la libertad. 

 

A esta encrucijada entre la libertad y la igualdad respondo con mi interpretación del principio «fraternidad», cuya importancia no se encuentra en la imposición de una exigencia normativa de caridad o solidaridad compensatoria que suavice el hiper-individualismo, la atomización social, la desigualdad y la violencia ejercida contra los de abajo a través de mecanismos jurídico-administrativos de inspiración progresista comprometidos con asistencialismo, o el mero reconocimiento de las diferencias. 

 

Aquí la fraternidad, cuando la asumimos en su significación profunda, cumple el rol último de refutación de la distorsión a la que nos conduce la libertad absolutista, con su exigencia de autonomía radical. Y lo hace promoviendo un concepto de interdependencia a partir del cual, la suerte de uno es, en última instancia, la suerte de todos. 

 

A las puertas de una crisis de legitimidad

 

Sin embargo, permítanme justificar esta primera caracterización del problema echando un vistazo a la aparente crisis de legitimidad que viven las sociedades modernas capitalistas actuales. 

 

Lo primero que hay que aclarar es que esa crisis de legitimidad precede la crisis sanitaria producida por la pandemia y la crisis socioeconómica aparentemente derivada de ella. 

 

Se trata, en realidad, de una crisis de legitimidad del orden moral y de todas las prácticas y formas institucionales fundadas sobre dicho orden que la pandemia solo ha acabado de desnudar. Eso no significa que los nombres como «libertad», «igualdad», «solidaridad», «cuidado», «armonía» y «sostenibilidad» hayan perdido relevancia. Lo que significa es que todos estos términos son «nombres en disputa», que hoy buscan una re-significación. Es decir, que los agentes sociales continúan evocándolos para expresar sus ideales, valores y principios, pero se los utiliza de una manera diferente a la instituida en tiempos «normales», convirtiéndolos, en ocasiones, en portadores de un sentido «explosivo» y altamente «inestable» en su significación. 

 

Ahora bien, (1) la creciente y endémica violencia que afecta las mentes, los cuerpos y el tejido social; (2) la miseria lacerante que ahonda la desigualdad y la experiencia de injusticia; y (3) el deterioro medioambiental que amenaza incluso con una extinción de la especie; son los signos de una profunda crisis, cuyas fuentes deben rastrearse en el orden moral de la modernidad capitalista, y en los imaginarios a los que ha dado lugar. En ese contexto quisiera analizar la cuestión de la obediencia y la desobediencia para la cual se me ha convocado. 

 

Para ello dividiré mi análisis en tres partes: (1) comenzaré hablando del orden de representación en la dimensión epistemológica y ontológica; (2) Continuaré traduciendo dicho fundamento en el orden ético-político; y (3) concluiré haciendo referencia a la dimensión del sentido, donde encuentran su justificación, tanto el orden moral vigente, como una alternativa transmoderna y transcapitalista. 

 

En este contexto, toda forma de desobediencia que se articule sobre el trasfondo de sentido que legitima el orden epistémico y ético-político actual, es una desobediencia superficial, y por ello mismo, solo puede aspirar a una resolución cuantitativa, basada en la voluntad de poder (tanques o votos, como decía más arriba). 

 

Representación epistemológica

 

Comencemos con la primera cuestión. En el orden del conocimiento, la modernidad se caracteriza por haber impuesto una escisión aparentemente irremediable entre el sujeto y el objeto, entre la mente y el mundo. Dicha escisión facilitó la multiplicación y pluralización del orden de la representación. Cuanto más distante e inconquistable es la realidad (cuanto más relativa se vuelve la verdad en relación con lo real), mayor es la tendencia a quedar prisioneros en la «jaula de representaciones». 

 

«Una figura nos mantuvo cautivos», decía Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas. Esa figura nos ha convencido de que no tenemos acceso a lo real, sino tan solo a las mediaciones manufacturadas que se nos ofrece de ellas. 

 

La apoteosis de la epistemología moderna la encontramos en el mundo tecnológico que habitamos, un mundo que fabrica para nosotros una realidad alternativa que nos disculpa de lidiar con el mundo en el cual nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro entorno existen de manera carnavalesca, sudorosa y embriagadora. 

 

En este contexto, el capital impone en el mercado, caracterizado por la competencia desenfadada de representaciones en las que los individuos invierten su libertad, su panteón politeísta. Obedientes a dicho orden, nuestras banales desobediencias no afectan el fundamento del orden de relaciones sociales. Nuestra experiencia alienada se convierte en alimento del capital. 

 

Representación política

 

Existe una muy estrecha relación entre epistemología, filosofía de la mente, teorías del sujeto, por un lado, y la filosofía política. En Sócrates, Platón y Aristóteles, esa vinculación es explicita, en los pensadores modernos, como Hobbes, Locke o Hegel, también resulta patente, hasta el punto que, en ocasiones, para entender un fragmento epistemológico, debemos recurrir a la filosofía política, y viceversa. 

 

De igual manera, existe una vinculación entre las teorías del conocimiento y la filosofía política contemporánea. Von Mises, Popper o Hayek son ejemplares prominentes de esta vinculación, también Foucault, Habermas o Taylor. El feminismo y el ecologismo son, además de filosofías políticas, epistemologías profundas. En Marx encontramos explicitada esta relación. 

 

En este marco, el fetiche es el individuo y sus derechos inalienables, su representación abstracta en el marco westfaliano o cosmopolita. Mientras nos movamos en ese marco, el llamado «derecho a decidir», junto a la noción misma de «desobediencia» se convierten en un fetiche que, como decíamos más arriba, solo encuentra justificaciones moralistas o cuantitativas para defenderse. 

 

Sin una crítica real al orden de la representación política, sin la deconstrucción de la fetichización del individuo y la totalidad jurisdiccional donde define su identidad, la desobediencia se convierte en un fenómeno compensatorio que obstaculiza el verdadero cambio.

 

 

Más allá de la modernidad y del capitalismo

 

«Capitalismo» y «democracia» (en su versión liberal) son los nombres que los «desobedientes al uso» articulan con esmero en estos días, pese a la vocación de transformación radical que dicen representar. Los «progresistas neoliberales», como los llama Nancy Fraser, se afanan por convencernos de que todo puede volver a ser justos sin necesidad de cambiar el esquema de relaciones sociales y el constructo jurídico institucional que nos tiene cautivos. 

 

Obedientes al orden vigente de las representaciones (capitalismo y democracia liberal), las «desobediencias» acaban convirtiéndose en señales de identidad sin mayores consecuencias, atrapadas en la jaula de hierro que garantiza nuestro contacto directo con lo real que nos interpela. 

 

En este marco, la «verdadera» desobediencia es negarle a la representación epistemológica y política la última palabra. Y eso significa devolver a lo real el rol de «tribunal supremo» de la realidad. 

 

Pero, ¿qué es lo real? Lo real es «el otro» que, al interpelarnos con la injusticia a la que se ve sometido, pone en jaque la totalidad del orden vigente que habitamos. 

Lo real es «lo otro», la naturaleza sangrante, en la cual saciamos nuestros deseos.

Los rostros de lo real son innumerables. En todos los casos, esos rostros acusan a la «democracia realmente existente», la democracia subsumida a los imperativos del capital, de las mayores atrocidades, ocultas bajo su descarada decencia. 

UN VIEJO CHISTE JUDÍO. LA ESCOLA Y EL PALAU


La escola y el palau

Mientras ERC abandona intempestivamente una reunión del Comitè Executiu de Crisi per la Covid-19 por supuestas filtraciones llevadas a cabo por JxC en su afán de sacar rédito electoral de cada decisión política que se toma o no se toma (incluso si esas decisiones tienen el objetivo de abordar cuestiones relativas a la pandemia, que a fecha de hoy está causando estragos y promete una carnicería para el invierno) la Escola continúa avasallándonos, con el objetivo de desligarse de sus responsabilidades y convertir nuestro caso en un problema «social», y a nosotros mismos en una familia «problemática socialmente». 

Triste realidad: tantos años de postureo identitario y luchas por el reconocimiento, tanta alharaca superficial realizando absurdos eventos simbólicos para defender el derecho de cada cual a ser lo que es, todo tirado a la basura ante la primera crisis significativa.


El chiste judío

Ayer, la directora de la Escola nos citó para el día 26 de noviembre a las 9.30 h. a una reunión en la que estamos llamados a participar, siempre con el objetivo retórico de ayudarnos, la responsable del EAP, la misma responsable del centro, una persona de servicios sociales, y nosotros. 

 

La reunión se convocó sin consulta previa. Es decir, se estableció la fecha y la hora sin preguntarnos acerca de nuestra disponibilidad, como si se tratara de una citación de la policía judicial.

 

Casualmente, esa era la fecha que habíamos elegido para esparcir los restos de mi madre traídos desde Buenos Aires en el cementerio del Montjuic. Le expliqué, sin darle detalles de mis motivos personales, que debía reprogramar la fecha y hora del encuentro (nunca consultada con nosotros), debido a nuestra falta de disponibilidad. Me respondió que la reunión era inamovible, y literalmente, señaló que si no estábamos presentes era problema nuestro. 

 

Volví a escribirle diciéndole que por favor propusiera otra fecha y hora, pero volvió a decirme que la fecha era inamovible de cualquier modo, que se realizaría incluso sin nuestra presencia, dando claras muestras de que el objetivo último es cumplir con las fases administrativas que permitirán, en un futuro próximo, penalizarnos.

 

Ante su empecinamiento, tuve que justificarme explicando que teníamos agendada esa fecha para esparcir los restos de mi madre. Al día siguiente (hoy), me escribió que lamentaba que coincidieran las fechas, pero que, de todos modos, la reunión se produciría sin nuestra presencia, «porque nosotras solo queremos ayudar». 



Cortocircuito: la Catalunya real

 

Alguien puede preguntar entonces: ¿qué tiene que ver que ERC y JxC no sepan como tomar decisiones razonables sobre la crisis sanitaria sin echarse los platos encima, con el hecho de que la directora de la Escola y algunos de los docentes que la acompañan sean unos incompetentes, y hayan asumido una actitud autoritaria y represiva?  

 

Supongo que tenemos que enfrentarnos al tema como hacen los lacanianos, produciendo una suerte de cortocircuito que nos permita vislumbrar las conexiones a primera vista invisibles entre fenómenos   cotidianos.

 

Evidentemente, ni Pere Aragonès, ni Meritxell Budó, ni Miquel Sàmper, ni Alba Vergès, ni Josep Bargalló, ni Damià Calvet saben de «nosotros»: una familia periférica de la sociedad catalana que se niega a cumplir con su normalització administrativa y cultural, resistiéndose al afán de convertirse en parte de ese engranaje geométrico al que aspiran en Catalunya quienes invocan la «libertad jurisdiccional», traicionando con ello, día tras día, el republicanismo que proclaman en la microfísica institucional que les toca gobernar. 

 

Jesús de Nazareth enseñó que es en la periferia, fuera de los despachos y los cafés donde se juntan los intelectuales de moda, o los periodistas del establishment, lejos del batiburrillo cultureta de quienes administran el buen pensar que los privilegiados fomentan, donde encontraremos la verdad del mundo en el que vivimos. No será en el Palau donde encontraremos las respuestas que buscamos si queremos entender cómo funciona la Catalunya real, sino en la Escola.

 

Y eso es así porque la Escola y el Palau están imbricados en una red  de hilos invisibles en el territorio, de vasos comunicantes que dan vida a esa inmensa red burocrática que es la porción autonómica catalana del Estado español. 


En estos momentos, ERC y JxC están abocados a un enfrentamiento electoral que decidirá, finalmente, quien conducirá ese enorme y apetecido aparato administrativo, con sus prebendas y privilegios, en las próximas décadas, quién asumirá el liderazgo, quién repartirá los cargos, quién será el «Señor de la tierra» y gozará con las prerrogativas extraeconómicas que le permitirá habitar con más comodidad, como árbitro o policía, nuestra explosiva sociedad de mercado. 


La directora de la Escola es una funcionaria de ese enorme aparato burocrático, una parte de ese complejo entramado administrativo que rige nuestras vidas con mano de hierro. En consonancia con lo dispuesto en otros despachos, actuará taxativamente contra los padres rebeldes, y en virtud de su obediencia debida, les hará pagar con su sangre la arrogancia de pretender ejercer un «derecho a decidir» que nadie les ha reconocido. 



Entonces, quién tiene derecho a decidir...


Cuenta Slavoj Zizek un viejo chiste judío que, según el pensador esloveno, era uno de los favoritos de Jacques Derrida, en el que un grupo de judíos que está en una sinagoga admite públicamente su nulidad a los ojos de Dios. 


Primero, un rabino se pone en pie y dice: «¡Dios mío, sé que no valgo nada! ¡No soy nada!» Cuando ha terminado, un rico hombre de negocios se pone en pie y dice, dándose golpes en el pecho: «¡Dios mío, yo tampoco valgo nada, siempre obsesionado con la riqueza material! ¡No soy nada!» Tras este espectáculo, un judío pobre, común, corriente, se pone en pie y proclama: «¡Dios mio, no soy nada!» El rico hombre de negocios le da una patadita al rabino y le susurra al oído con desdén: «¡Mira qué insolencia! ¿Quién es este tipo que se atreve a afirmar que él tampoco es nada?»


Algo semejante pasa con el derecho a decidir. Imagino que son varios los que se dan pataditas por debajo de la mesa y se susurran al oído con desdén: «¡Mira qué insolencia! ¿Quiénes son estos tipos que se atreven a afirmar que ellos también tiene "derecho a decidir"?»

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS

Y parirás con dolor la sociedad del futuro…

Han pasado nueve meses desde que, en marzo, se desató la pandemia en Europa. Dos metáforas podrían utilizarse para analizar lo ocurrido. Podemos pensar en la pandemia como un emblema de la agonía y la muerte de un orden social, pero también podemos hablar en términos del nacimiento de un mundo nuevo. Combinadas, estas dos metáforas nos ofrecen un emblema para pensar lo que nos está pasando. 

 

Si pensamos en la metáfora de la muerte, estos nueve meses (y los que sigan) podrían analizarse teniendo en cuenta el esquema de Elizabeth Kübler-Ross sobre los estadios de la agonía: negación, ira, negociación, depresión, aceptación. La pugna social es, en buena medida, entre individuos y grupos sociales que se encuentran en diferentes fases de su proceso de aceptación de que hay algo que está definitivamente acabado. 

 

Eso que está terminado definitivamente no es otra cosa que la «normalidad» a la que nos aferramos con uñas y dientes esperando que el espectro que alimenta nuestra nostalgia pueda volver a materializarse. 

 

En cambio, si utilizamos la metáfora del nacimiento, debemos recordar que, pese a ser nosotros los causantes del mundo que se asoma, no están en nuestras manos los efectos que se produzcan. No somos los dueños del futuro, aunque seamos los progenitores del mundo que se avecina. 

 

Al comienzo pensamos que la pandemia traía consigo, no solo peligros, sino también oportunidades para que vieran la luz sociedades más justas, libres, igualitarias, fraternas. Pero a medida que avanzaban los días fuimos cayendo en la cuenta que no estábamos a la altura de nuestras pretensiones. El limitado descanso que nos ofreció la pandemia al final de la primera ola no sirvió para prepararnos frente a la carnicería que se avecinaba y de la que todos estábamos debidamente informados. Salimos a la calle hambrientos de normalidad, dejando en manos de los políticos, los burócratas locales y globales, los popes del mundo corporativo y las fuerzas del orden el diseño de la batalla que se avecinaba. 

 

Llegamos a septiembre con los deberes mal hechos. Ni la salud, ni la educación recibieron la atención que todos esperábamos. Pese a las muertes de ancianos y el desbarajuste en la vida de los niños y jóvenes, se decidió lo más fácil. Para los mayores, cuenta la ley de la aleatoriedad que convierte la muerte de cada uno de ellos en un caso individual, hurtando u ocultando la responsabilidad criminal, cuasi genocida del Estado. Para los pequeños y los jóvenes, la ley marcial, como ha sido siempre en nuestra historia de guerras intra-continentales y coloniales. 

 

Se asoma el nuevo mundo. No es lo que esperábamos ingenuamente. Vivimos tiempos de oscuridad que amenazan con volverse más oscuros a medida que avancemos hacia el futuro. 

 

El Estado es el Estado 

 

La pandemia ha traído otras sorpresas interesantes. Algunos han descubierto, de cop i volta, que el Estado es el Estado, no importa la bandera que cuelgue de los mástiles de sus ayuntamientos. Aquí, en Catalunya, lo que ha sido siempre una evidencia para quienes quieren ver, se ha vuelto transparente incluso para los ciegos que ahora pueden sentirlo cuando atenazan sus cuellos hasta asfixiarlos. 

 

Hay que remontarse a Baruch Spinoza para entender lo que el independentismo del carrer parece no haber entendido: que la libertad que exigen los propietarios de las jurisdicciones en pugna no se traducirá jamás en una genuina república de iguales. 

 

En una sociedad mercantil como la de las Provincias Unidas de los Países Bajos, que en mucho se asemeja en su ethos a la Catalunya contemporánea, Spinoza recordaba a sus ciudadanos que su pacto de independencia suponía el abandono de todos sus derechos previos, entre los cuales estaba el disenso ante el poder supremo. Enemigo es ahora el que vive fuera del estado, a quien no se le reconoce soberanía, ni confederación, ni estatuto siquiera de súbdito. El eco de estas palabras de Spinoza, resuenan en el presente: 

 

«Síguese de ello que, si no queremos ser enemigos del Estado y obrar contra la razón que nos conduce a defenderle con todas nuestras fuerzas, estamos obligados absolutamente a efectuar todos los mandatos del poder soberano, aún aquellos más absurdos». 


La educación pública no es un «sacrosanto» orgullo, es, en primer lugar, la educación del Estado

 

Cada sociedad alimenta su propia mitología. En Catalunya, el mito de la educación pública tiene un lugar destacado. El problema de los mitos es que convierten en fetiche sacrosanto e impune lo que debería ser objeto continuo de crítica y construcción comunitaria. 

 

La educación pública es un servicio que ofrece el Estado. Esta administrada por el Estado, y está gestionada por funcionarios del Estado. 

 

Lo que en la educación pública se enseña es cómo funcionar dentro de dicho Estado o lo que el Estado considera parte de su totalidad social. Sus trabajadores concursantes han accedido a sus puestos debido a los méritos de haber asumido la normativa estatal y haber demostrado su capacidad de adaptación en un escenario geométrico al que han rendido sus esfuerzos y obsecuencias. En su propio seno, la jerarquización laboral, con su escala de garantías y privilegios, se ha convertido en una ventana indiscreta de la desigualdad que defiende y promueve en su ejercicio vicario del poder real. 

 

La educación pública puede ser un orgullo, pero en las presentes circunstancias no es otra cosa que un aparato más del Estado neoliberal que nos gobierna, que se caracteriza por ofrecernos con la mano derecha, lo que nos quita con la izquierda.  

 

Funcionariado: policía burocrática 

 

En este contexto, el funcionariado cumple un rol de gestión de la totalidad social, pero también un rol represivo ante la amenaza de la exterioridad cuando esta no puede acomodarse a su orden geométrico. 

 

El maestro, el médico, el catedrático, son como el juez y el policía, custodios del orden vigente instituido con la forma del Estado moderno o contemporáneo. Cuando el orden se encuentra en cuestión, cuando su legitimidad se pone en entredicho, cuando el mapa ya no concuerda con el territorio, cuando el orden de las palabras ha dejado de expresar la realidad de las cosas, cuando se asoma, aunque sea tímidamente, el tiempo de la revolución, el maestro, el médico y el catedrático dejan de ser gestores para convertirse en parte del aparato represivo del Estado, porque son parte del Estado, sirven al Estado, y han sido educados para hacer que ese Estado perpetúe su poder. 

 

El silencio de los corderos

 

El problema, como siempre, es que a las revoluciones en raras ocasiones las bautizan los de abajo. El capital ha sido más revolucionario que el proletariado. El capital financiero y monopólico es quien hoy porta la bandera de la revolución, fascinada con su propio despliegue de poder biotecnológico, acumulación y capacidad de control social. 

 

Mientras los poderosos diseñan nuestra «salvación», nosotros asistimos a nuestro propio funeral, sorprendidos ante el cadáver que fue nuestro cuerpo en vida. El cadáver son las instituciones públicas que supimos defender que hoy, primero con sigilo, pero luego con franca impudicia, han comenzado a ejercer sin miramiento su función eugenésica y represiva en todas sus instancias. 

 

Cuando el funcionario público se enfundan el sayo de la ley injusta y del orden de los privilegios, el escenario se ha vuelto transparente: el rey está desnudo. 

 

 

 

 

 

 

 

 

DENUNCIA CONTRA UNA ESCOLA PÚBLICA CATALANA


Me dirijo a usted con mi mayor consideración. Mi nombre es JMC. Soy argentino, residente en Barcelona, padre de X, Y y Z, los tres de nacionalidad italiana y argentina, aunque nacidos en Barcelona en 2006, 2008 y 2010 respectivamente. 

 

Le escribo con el propósito de iniciar un trámite de denuncia contra la dirección de la Escuela X, en el barrio de Gracia de Barcelona y, puntualmente, contra el docente J.M, y otros profesionales de soporte que han participado en la incidencia que explicaré a continuación. 

 

El 14 de septiembre de 2020, envié la carta que adjunto, en la que expliqué con detalle nuestra situación familiar y solicité a la dirección de la escuela que me proveyera de información sobre la existencia de cualquier protocolo alternativo a la asistencia presencial de los niños, ante la falta de garantías sanitarias suficientes ofrecidas por parte del Estado – insuficiencias que, en los meses siguientes, pese al esfuerzo de la maquinaria mediática por demostrar lo contrario, se ha puesto de manifiesto.  

 

Durante un mes, entre la fecha en la cual el mensaje fue enviado y el 14 de octubre, en el que obtuve una primera respuesta telefónica por parte de la Escuela, mantuve comunicaciones con diferentes profesionales, y propuse, por sugerencia de los especialistas y en diálogo con ellos, un protocolo de trabajo para nuestro hijo mayor que asiste al Instituto.

 

Mientras el Instituto encontró una respuesta adecuada para nuestra situación familiar, la Escuela optó por ignorarla enteramente. Pese a nuestros esfuerzos denodados por obtener mecanismos de seguimiento que permitieran a los niños avanzar en sus estudios y sentirse acompañados por la comunidad escolar en un período de emergencia y alarma social como el que vivimos, que exige, además de «circulares», prudencia, racionalidad práctica, capacidad para valorar de manera concreta y sensible las circunstancias particulares de los ciudadanos en cada uno de los ámbitos de competencia en los cuales los profesionales se desempeñan, lo que nos encontramos fue un sistemático programa de «desprecio moral», de violencia simbólica y «represión solapada». 

 

Para empezar, la Escuela se negó a entregar el material didáctico a mis hijos. Para ello, la primera estrategia, cuando después de un mes aún no habíamos recibido respuesta a nuestra solicitud, y la fecha de entrega se dilataba con excusas incomprensibles, fue afirmar que el material didáctico, los códigos de acceso al aula virtual, etc., no se habían repartido.

 

Unos días después, a través de otros padres, supimos que la dirección había mentido, y que el material didáctico se había distribuido durante la primera semana. Las niñas y niños estaban trabajando con ellos en casa desde el comienzo. 

 

La siguiente estrategia fue recurrir a la AFA (asociación de familias). La responsable nos informó que no podíamos recibir los manuales de textos porque no habíamos pagado la cuota correspondiente. Una estratagema que pronto se vio desmentida por los hechos. 

 

Ante mi queja telefónica, la persona a cargo me confesó que la decisión de escatimar el material y bloquearles el acceso a los niños había sido del inspector, quien había informado a la Escuela, después de haber leído la carta y haberse interiorizado con mi petición que, aunque había que tratar el asunto con discreción y «sensibilidad», las autoridades recomendaban evitar a toda costa que los niños tuvieran una opción alternativa, para forzarlos a asistir de manera presencial. 

 

De modo que la estrategia de las autoridades frente a nuestra demanda fue coaccionarnos, privándoles a los pequeños de sus derechos, con el fin de forzar el cumplimiento de una normativa que, pese a su legalidad, resulta claramente arbitraria en las presentes circunstancias, y contradictoria con otras normativas de prohibición vigentes.


Lo que demandamos es el derecho a decidir en vista a lo que consideramos más adecuado frente la situación sanitaria, emocional y convivencial que vivimos. Una situación que está exigiendo, paradójicamente, por un lado, toques de queda, perímetros de confinamiento, confinamientos forzosos, clausura de actividades, reducción en los aforos, etc., y por el otro, la obligatoriedad de la escolarización presencial, acompañada de amenazas penales o simple desprecio ante las alternativas educativas centradas en el cuidado de algunos miembros de la comunidad escolar que no comulgan con la estrategia actual. 

 

Esta premeditación de las autoridades escolares para torcer nuestra voluntad, en un contexto como el que vivimos, utilizando los propios derechos de los niños como moneda de cambio, resulta en una forma de «tortura moral», injustificable desde todo punto de vista.

 

No expondré las circunstancias personales que justificarían mi decisión ante las autoridades porque no creo que se necesiten circunstancias excepcionales para que las familias, en una situación de alarma declarada y con las prohibiciones vigentes, ejerzan su «derecho a decidir» la modalidad educativa que consideran más apropiada.


Las razones que esgrime la administración para negarnos ese derecho se explican con la normativa en la mano, pero de espaldas a las circunstancias concretas del caso. Circunstancias que exigen inteligencia y sensibilidad prudencial. Como es habitual, las estrategias que tienen a la mano son las mentiras, los subterfugios, los abusos de autoridad, las trampas administrativas, la dejadez democrática. Pese a la tragedia que vivimos, da la impresión que, para este funcionariado lo único que cuenta son las obsecuencias a circulares abstractas, inspecciones desalmadas, y normativas sacralizadas.  

 

De modo que, efectivamente, mis hijos no recibieron por parte de la Escuela ningún apoyo educativo entre el 14 de septiembre y 14 de noviembre de 2020. Se les negó de manera terminante el acceso al material didáctico, se bloqueó su ingreso a la plataforma virtual, se les escatimaron las respuestas a sus preguntas vía internet. En síntesis, se les hizo «desaparecer», como hacen los regímenes totalitarios con los individuos que no encajan en sus pretensiones geométricas.  

 

Durante el último mes, entre el 14 de octubre y el 14 de noviembre, nuestros intentos por establecer una relación más estrecha entre nuestros hijos y sus docentes se vio abocada una y otra vez al fracaso. Nos encontramos con un muro de hierro, una muralla de obstinación y obsecuencia. Como la responsable de la escuela reconoció en alguna de las comunicaciones telefónicas que mantuvimos, «no podemos hacer nada», la normativa es terminante, los niños tienen que asistir al aula, y si no asisten, se les debe negar toda asistencia virtual para obligarlos a regresar a ellas, no importa la situación sanitaria en la que se encuentre el país o el centro mismo. 

 

En estas semanas se han multiplicado los contagios, se han declarado en varias ocasiones confinamientos puntuales en el centro. Se han cometido errores groseros que demuestran el desorden reinante y la arbitrariedad entre las consejerías, pero ni siquiera en los momentos de confinamiento hemos logrado que el centro preste atención a nuestros hijos. 

 

Hoy, el profesor J.M. no solo se negó durante el encuentro virtual que mantuvo con la clase confinada a entregarle los códigos de acceso a uno de mis hijos, sino que, abiertamente y con el objetivo de avergonzarlo y criminalizarlo, con total desprecio moral por su persona de 12 años, le dijo que no le correspondía tenerlos y que, si los quería, debía volver al aula presencial. Además, se negó a atender todas sus solicitudes de consulta, mientras le daba al resto de los niños ocasión para expresarse libremente. Un comportamiento de este tipo es injustificable, y está en consonancia con la estrategia general implementada «en nuestra contra». 

 

El Estado, a través de sus agentes, nos ha acusado, estigmatizándonos como «padres absentistas», de violar los derechos fundamentales del niño en lo que respecta a la educación. Nosotros, en cambio, hemos propuesto un plan alternativo y circunstancial para el tiempo que dure el peligro evidente de la pandemia, a la que nadie puede exigirnos exponernos sin violentarnos, un protocolo de trabajo del todo razonable que la escuela se ha «abstenido» siquiera a considerar, exponiendo a nuestros hijos a un abandono evidente, vejatorio y claramente violatorio de los derechos del niño. Como expliqué en su momento en la carta enviada el 14 de septiembre, y como volví a hacer en las cartas posteriores enviadas al Instituto contamos con los recursos y el tiempo para implementar dicho protocolo en casa. 

 

Las razones de mi solicitud conciernen (1) a mi desconfianza justificada ante la falta de respuesta coherente y garantizada ante la pandemia demostrada por la administración, y la evidencia de descoordinación en los centros mismos y entre las estructuras de Estado abocadas a responder conjuntamente a la pandemia; (2) la situación de vulnerabilidad objetiva y subjetiva en la que nos encontramos; y (3) la convicción de que podemos, de manera excepcional, acompañar el proceso educativo de los niños si la administración se digna a considerar al menos un protocolo alternativo para nuestro caso.

 

No está de más recordarle que en el Estado español han muerto ya 63.000 personas, cientos de miles padecen los efectos colaterales provocados por el virus, y millones deben enfrentar sus pérdidas emocionales, frustraciones y angustias. La obstinación de las autoridades educativas echa por tierra cualquier consideración virtuosa que pueda justificar el comportamiento de sus agentes públicos. 

 

Por todas estas razones, si el «derecho a decidir» es considerado razonable en épocas de «relativa» normalidad, incluso hasta el punto de poder invocarse contra las normas constitucionales, más razonable aún es invocarlo en un momento de excepcionalidad como el que vivimos, cuando a las normas que nos oponemos tienen visos de arbitrariedad evidente: se cierran bares, restaurantes, vivimos toques de queda, perímetros confinados, control poblacional, pero a nuestros hijos se les exige, con carácter de obligatoriedad irrevocable, cueste lo que cueste, pase lo que pase, y en contra de nuestra voluntad y consideración, que asistan a la escuela. 

 

En cambio, no es de recibo que el Estado, a través de su administración, de manera sistemática y premeditada, se niegue a atender a las necesidades básicas de los menores, hurtándoles el derecho a la educación, en cualesquiera sean las circunstancias que esta se demande, incumpliendo de ese modo la obligación de atenerse a la legislación internacional de derechos humanos, que en primer lugar y primordialmente concierne al comportamiento de los Estados en relación a sus ciudadanos y sus poblaciones en general, siempre teniendo en cuenta, como todo lo que ocurre bajo la órbita del derecho, no solo la validez de la ley, sino su razonabilidad en tiempo y circunstancia. 

 

Exigimos que la Escuela cumpla con su deber, que el profesor J.M.  sea advertido de lo intolerable de su comportamiento respecto al menor, que los inspectores sean a su vez monitorizados y se les exija un cumplimiento estricto de la deontología que debería regir los comportamientos de todos los servidores públicos, y a la Conselleria d’Educació, para que haga efectivo, de manera inmediata, protocolos alternativos para aquellos padres que no se sientan satisfechos con las medidas de seguridad sanitaria y el bienestar emocional de los niños y sus familias durante todo el tiempo que dure la amenaza de la pandemia. 


Sin más, le ruego tenga a bien realizar los trámites adecuados para llevar a buen puerto nuestra denuncia y petición, sin que ello suponga nuevas amenazas para nosotros, resulte en un nuevo período de acoso emocional, o se traduzca en represalias administrativas por parte del Estado o alguno de sus agentes. 

 










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