ALEMANIA, LOS MERCADOS Y LA ARROGANCIA DE LA DESMEMORIA




Hace unos días, el secretario de Estado español para la Unión Europea, Iñigo Méndez de Vigo, pidió solidaridad a Alemania para enfrentar la crisis del euro y recordó los beneficios que ese país tuvo tras la II Guerra Mundial gracias al Plan Marshall.

Mucho se habló en su momento del  llamado “milagro alemán”. Sin embargo, es necesario hacer historia. La geopolítica de la guerra fría exigía una Alemania poderosa que sirviera como tapón ante el avance incontenible del comunismo ruso. La mega-inversión de Estados Unidos para recuperar a Alemania de la catástrofe de la guerra y el hundimiento político y moral que significó el nazismo fue el verdadero artífice de la viabilidad de la Alemania de hoy, además del consentido olvido que sufragó la posguerra para que la sociedad alemana se desentendiera de la responsabilidad que le cupo en el más espantoso crimen colectivo de la historia contemporánea.

La crisis financiera es, en primer lugar, una crisis humana. Decenas de millones de vidas humanas están siendo arrastradas al desánimo y a la desesperanza, por no hablar de los miles de excluidos a los que las crisis les costará la vida, por lo ocurrido y por lo que se asoma en el horizonte a partir de las decisiones que están tomando las élites ante la bancarrota económica y social.

Alejados de la ingenuidad, concluimos que la llamada crisis financiera y la obstinación política en la Eurozona y en los Estados Unidos por no cambiar de rumbo,  pese a las señales de fracaso de las medidas de ajuste dispuestas, tienen como razón de ser, más la voluntad de poder, que la ignorancia producida por un marco teórico inadecuado.

Con respecto a la inadecuación teórica, no debería sorprendernos. La modernidad se inició con el ejemplo paradigmático de una revolución epistémica que le dio la vuelta a todas las prácticas conocidas hasta entonces. Pasamos del geocentrismo, al heliocentrismo. De la ontología del ser, a la epistemología del sujeto. De una política fundada en la trascendencia, a una política desfundamentada o ejercida desde el puro decisionismo.

Sin embargo, como bien comprobamos en las disputas que caracterizaron esas épocas de cambio, los motivos por los cuales se aferraban los ortodoxos a sus doctrinas y recetas no estaban justificados por las convicciones de verdad de sus protagonistas. En la mayoría de los casos, lo que estaba en juego era el poder.

Ajustando la mirada, comprobamos que la crisis beneficia a ciertos actores en detrimento de otros. Pensar que los mercados, por ejemplo, mantienen una postura pasiva ante lo que ocurre es desconocer las verdades elementales del poder financiero que actúa de manera dinámica con el fin de producir sus propias condiciones de ganancia, incluso en medio de la debacle, o mejor aún, gracias a ella.

De manera semejante, la extensión del proceso de privatizaciones de las naciones "residuales" de Europa, que se viene cumpliendo de manera concertada desde el comienzo mismo de la crisis, se sostiene gracias a la voluntad política de los países centrales por eludir los compromisos comunitarios con los ciudadanos de los países del sur y en detrimento explícito de los mismos.

Ya al comienzo de la crisis se puso en evidencia la actitud oportunista de Alemania, por ejemplo, cuando falseó las cuentas españolas con el fin de salir beneficiado con la depreciación de sus bonos y forzarlo a tomar medidas de ajuste reforzando su autoridad política en el concierto comunitario.

O el modo en el cual se articuló el primer “salvataje” a Grecia, forzado a aceptar tasas usureras de interés y comprometer la mayor parte del paquete en la compra de armamentos a las fábricas francesas y alemanas.

La negativa y ninguneo por parte de las élites europeas de  la voluntad popular, al no reconocer o travestir el resultado de las diversas consultas electorales que se hicieron en vista al rumbo que estaba tomando el proyecto comunitario antes que se manifestara la crisis, nos demostró en su momento hasta qué punto esta  Europa de los mercados no era una Europa pensada para sus ciudadanos, sino más bien una Europa ideada en detrimento de ellos.

En vista de todas estas cuestiones, la expresión del secretario del Estado español se torna comprensible y pone en evidencia la crisis moral que acompaña la crisis financiera y social de la eurozona.

Desde Alemania nos llega la justificación discursiva de las presentes circunstancias. En última instancia, se nos dice, existe una superioridad cultural (cuasi biológica, aunque no se la exprese) de las sociedades del norte frente al talante caprichoso, desprolijo, derrochador y perezoso de la población meridional.

Aunque el giro xenófobo de estos discursos no es comparable al racismo de la Alemania nazi, quienes se apresuran a explicar las razones de la crisis con estas paupérrimas expresiones de pseudo-antropología práctica deberían hacer memoria. No vaya a ser cierto que la historia, como decía Marx, se repita primero como tragedia, para luego hacerlo como comedia.


LOS DESARMES


En entradas anteriores constatamos que la violencia delincuencial que sostiene el llamado estado de “inseguridad” que define nuestro ánimo socio-cultural, se encuentra estrechamente relacionado con ciertas prácticas de exclusión ideadas, en principio, para la superación del miedo.

Evidentemente, vivimos en sociedades medrosas. Pero dicha medrosidad no tiene una causa exclusivamente coyuntural. Es necesario recordar que el miedo es un estado afectivo constitutivo de la existencialidad humana. No voy a elaborar una fenomenología del miedo. Me remito a los capítulos de Ser y Tiempo en los cuales Heidegger rastreó estas cuestiones y las expuso a nuestra consideración. Lo que quiero, en cambio, es mostrar de qué modo el miedo, al ser un constitutivo existencial del ser humano, se exacerba cuando se asume una versión hiperindividualista (y, por ende, distorsionada) de nuestra condición.

En segundo término, quiero referirme a la temporalidad, y con ello al carácter impermanente o transitorio de todas nuestras experiencias. No cabe duda que en la era de la técnica, como la llamaba Heidegger, la experiencia de la temporalidad adquiere una característica distintiva que se funda en una concepción espacializada del tiempo, como nos enseñó Walter Benjamin en sus “Tesis sobre la filosofía de la historia”, que tiene un impacto decisivo en los modos de autocomprensión del hombre moderno.

Sin embargo, como ocurre con el miedo y lo que el miedo dice acerca del modo de nuestra autoaprehensión como entidades autónomas, además de la caracterización epocal es necesario recurrir a la investigación ontológica para acceder al modo constitutivo de nuestra existencialidad en este respecto. No es mi intención progresar en estos análisis ahora mismo. Me basta con dejar sentada la necesidad de una reflexión en esta dirección. Lo que pretendo, en cambio, es echar luz sobre dos anhelos religiosos que pueden ayudarnos a comprender la naturaleza de nuestros padecimientos y comprender el verdadero sentido de ciertas prácticas contemporáneas que nos asombran o nos indignan.

Los budistas, como los adherentes religiosos de otras tradiciones, hablan de un estado absoluto sin miedo. En el caso budista, esta condición es ejemplificada por Buda. Ahora bien, al contrario de lo que ocurre con nuestras apuestas armamentistas con las cuales pretendemos proveernos de la seguridad que requerimos, Buda adoptó una solución inversa: el desarme.

En una de sus acepciones se dice que armar se refiere “a vestir o a poner a alguien armas defensivas u ofensivas”. En otra de sus acepciones se refiere a las acciones dirigidas a concertar o juntar varias piezas a la hora de la composición de un artefacto. Lo que pretendo a continuación es establecer la relación interna entre estas dos acepciones de modo que podamos echar luz a las cuestiones que nos incumben desde el comienzo.

En primer lugar, es un hecho preocupante e incontestable que existe una estrecha conexión entre la exacerbada sensación de inseguridad que viven los individuos y las colectividades, por un lado, y el avance incontenible de la aplicación de tecnologías y políticas de la seguridad. Lo que debemos establecer es (1) cuál es la relación existente entre esas experiencias de inseguridad y las prácticas que se les contrapone en términos ontológicos, lo cual nos permitirá (2) elaborar sobre ese perenne anhelo de paz que alimenta a los seres humanos.

A partir de las enseñanzas budistas podemos inferir dos modos de “desarme”. Por un lado, el desarme puede referirse a la renuncia a las prácticas belicistas, como cuando mentamos el desarme armamentista o la renuncia a la carrera armamentista en el ámbito de la política internacional. De modo análogo, podemos referirnos al desarme en términos individuales como una renuncia explícita de cualquier modo de protección o estrategia violenta a la hora de lograr nuestros objetivos. Sin embargo, esta no es la única acepción de la palabra armar que nos incumbe. Hemos visto que armar puede referirse a la acción de concertar o juntar piezas a la hora de dar forma a un conjunto, es decir, a la acción de totalizar. En este sentido, podemos hablar de desarme cuando nos referimos a las prácticas deconstructivas de nuestras identidades entendidas como surgidas de la actividad totalizadora del sujeto respecto a sí mismo y a sus comunidades de pertenencia.

Ahora bien, comencemos exponiendo una advertencia. En otras entradas de este blog puede constatarse que el autor se resiste de manera concertada a las concepciones posmodernas que aun hegemonizan la cultura contemporánea. En este sentido, el erudito tibetano Tsong-Kha-pa sostenía que no es posible la “desconstrucción” que pretende el “yoga de la vacuidad” que promueve la filosofía madhyamika para un individuo que todavía no ha establecido su identidad relativa. De manera semejante, como ha advertido el filósofo argentino José Pablo Feinmann, es necesario, antes de matar al sujeto, construirlo. Las modas postmodernas han infectado nuestra cultura con un afán nihilizante que elude la acuciante necesidad constructiva que antecede cualquier práctica filosófica seria. La maestría de la subjetividad es un a priori ineludible antes de cualquier práctica deconstructiva. La cultura de masas dificulta la asunción de esta responsabilidad insoslayable. O incluso más, sus mecanismos sociales contribuyen a la disolución de cualquier construcción identitaria auténtica.

Dicho esto, pasemos a la cuestión que nos interesa ahora mismo. Las apuestas de desarme en su acepción común (renunciar a las armas), sólo pueden tener éxito si van acompañadas por un desarme identitario. En este sentido, consideramos a las identidades como el emergente de una práctica de armado, como la concertación o conjunción de rasgos sedimentados de nuestra personalidad en equilibrio y consonancia con las aspiraciones que dan sentido teleológico a nuestra actividad existencial.

Somos un carácter, una condición relativa y un conjunto de fines que nos definen. Al tiempo que definen a los otros (potenciales antagonistas y enemigos) quienes no comparten algunos de dichos caracteres con nosotros. De este modo, el desarme bélico debe estar acompañado o fundado en un desarme identitario. Cuando reconocemos nuestra común humanidad, o nuestra común condición sufriente vamos en esa dirección. Lo mismo ocurre cuando relativizamos, utilizando un análisis genético o estructural, nuestra condición identitaria. O cuando enfatizamos la dependencia conceptual de dichos constructos. En todo caso, lo importante es que no podemos reducir la violencia sin hacer esfuerzos en el desarme de nuestras identidades. Lo constatamos en todos los niveles de las relaciones interhumanas y en el modo en el cual establecemos nuestra relación con el resto de la naturaleza sentiente.

Una herramienta eficaz que puede ayudarnos a disminuir nuestra fijación identitaria son aquellas reflexiones en torno a nuestra temporalidad. La conciencia de que somos, como decía Heidegger, seres-para-la-muerte, puede ayudarnos a disminuir nuestra obstinación y recurrencia en lo que somos. De manera análoga, la conciencia de las ineludibles pérdidas que hemos sufrido y nos depara el futuro. Lo perderemos todo. Aquello que con esfuerzo acaparamos esta llamado a la dispersión. Aquellos reunidos por el afecto, de manera análoga, están llamados a la despedida.

En este sentido, las prácticas budistas se distinguen de nuestras habituales formas de alienación. Mientras nosotros enfatizamos el ocultamiento de nuestra condición finita y la inmortalidad que provee la experiencia acelerada que anula la temporalidad, el realismo budista nos convoca a una experiencia no censurada del sufrimiento como presupuesto ineludible para alcanzar la anhelada paz.

PAUL KRUGMAN EN BUENOS AIRES






 Hace un par de días terminé con la lectura del último libro del economista y premio Nobel Paul Krugman.  Lleva como título ¡Acabemos ya con esta crisis! y hay que leerlo con la vista puesta en los últimos datos que nos llegan de España, por ejemplo, y la sumisa política que ejecuta su gobierno ante el autoritarismo de los “mercados” y sus representantes institucionales.

Krugman apunta de manera rotunda contra los ortodoxos, a quienes el establishment mima, bien por su obsecuencia y recaudo oportunista, o por su obstinada fe en un modelo caduco. El "neoliberalismo" ha dado muestras de estar fundado en una cosmovisión reduccionista de la actividad económica. Su terminología cientificista ya no deja perpleja a la gente de a pie. Todo lo contrario. Debido a la obstinada negación de la realidad de los antiguos gurúes, la gente hace bien en sospechar que detrás del fanatismo y la petulancia de estos personajes almidonados que ya no cuadran con la experiencia de la época, se esconde una ignorancia grosera o un perverso oportunismo. Estos expertos, que fallaron todos los pronósticos, o a sabiendas recitaron sus falsas promesas acompañando todos los procesos de empobrecimiento popular, siguen parloteando con arrogancia su hipotético expertise de un lado y otro del océano, mientras sus castillos de naipes se derrumban dejando en el tendal a las grandes mayorías en Europa, o pretendiendo aquí torcer la voluntad popular con el fin de aplicar sus recetas recesivas para beneficiar el enriquecimiento de los menos, en desmedro de las mayorías.

El libro de Krugman pretende historiar, diagnosticar y ofrecer una alternativa a los problemas mundiales de la economía planetaria, atendiendo especialmente a la situación estadounidense y europea. Pero nosotros deberíamos leerlo con los ojos puestos en el debate interno que de manera sesgada acontece en Argentina.

Y digo que ese debate se lleva a cabo de manera sesgada porque no caben ya muchas dudas respecto a la incomodidad de la derecha ante la magnitud empírica de la refutación que le atañe.  Por lo tanto, insisto en leer a Krugman con la vista puesta en la encrucijada local, intentando, como debe hacer cualquier persona de inteligencia mediana, extraer de lo particular lo que nos concierne por universal. Aquellos que se resisten a establecer analogías no deberían leer a Dostoievski ni escuchar a Beethoven, ni practicar el yoga, el kung-fu o la meditación. Porque es bien sabido que cada una de esas manifestaciones culturales echa raíces en su propia tierra. El empeño por nulificar parentesco entre las diversas situaciones, en todo caso, apunta a otra cosa. Pone en evidencia cierta incomodidad. Son un acuse que no debería perderse de vista. 

Pero esta discusión sobre la economía tiene que estar ceñida a la cuestión política de fondo. Porque la alternativa a la propuesta “germana” en Europa, o al modo timorato con el cual los demócratas enfrentaron la recuperación en los Estados Unidos, debe ser interpretada, en primer lugar, en términos políticos.

Porque lo que no se dice. Lo que se empeña en ocultar, es que la situación relativamente contenida que vive la Argentina es producto, fundamentalmente, de voluntad política. Por lo tanto, volvemos a la ya ajada, aunque no por ello menos relevante discusión acerca de la necesidad de privilegiar lo político por sobre lo económico, que fue, al fin y al cabo, el gran redescubrimiento keynesiano que, sin embargo, los ortodoxos insisten en ocultar leyendo a Keynes en registro pura y exclusivamente cientificista.

Habría que tomarse el trabajo de establecer empíricamente hasta qué punto las políticas económicas, en términos de su eficacia material, y el “placebo” que imprime la voluntad política de resistencia y transformación,  colaboran en el sostenimiento de un modelo sociopolítico y cultural.

Ahora bien, todas estas cuestiones tienen que ayudarnos a pensar el otro punto en la balanza del poder que son los medios masivos de comunicación, que responden de manera hegemónica al poder económico y disputan al poder político su voluntad de acción soberana. Es allí donde se pone de manifiesto de manera grotesca a aquellos que se mantienen atentos al intríngulis del momento, el empeño concertado por torcer dicha voluntad por medio del ataque vil y la mentira. Hemos tenido muchas pruebas de ello esta última semana. Indiferentes a la violencia que generan, al malestar que producen en la población, los medios que responden al poder corporativo, con voz unánime, proceden a desvirtuar todo aquello que pueda beneficiar la valoración popular del gobierno, aún cuando ese programa de quiebre vaya en detrimento de los intereses nacionales. 

Mientras tanto, siguen apareciendo en el horizonte investigaciones históricas que corroboran hasta qué punto la estrategia resulta conocida y lo que podemos esperar en un futuro en vista a los intereses que se ha puesto en entredicho la actual política de transformación.

En los últimos meses, algunos movimientos dentro de las propias filas kirchneristas muestran que el sostenimiento de dicha voluntad siempre está amenazada, no sólo por la acción de los “enemigos” declarados y los antagonistas naturales, sino también, por aquellos que circunstancialmente pertenecen a la tropa, pero que lo hacen debido al oportunismo exacerbado que se practica en esta época desideologizada que transitamos.

Pero no se malinterprete esta última frase. Lo que pretendo, en última instancia, es que tomemos consciencia de la fragilidad de nuestras circunstancias, de la gran oportunidad que tenemos entre manos, y el tamaño de la amenza que enfrentamos. Quienes practican el travestismo, lo hacen, en primer lugar, porque desconocen el desafío que nos impone la historia, la posibilidad de cumplir con el anhelo aún vigente de hacer posible un sueño: crear las condiciones para una vida decente para todos. ¿Qué otra cosa necesitamos para practicar una ética? Al fin y al cabo, la educación comienza ayudando al educando a descubrir e inventar un futuro. Asistiéndolo en la comprensión de lo que es necesario para alcanzar sus anhelos. Nuestra política se ocupa del sueño popular (he aquí nuestra democracia) y la efectivización de ese sueño por medio de la gestión y la resistencia ante quienes pretenden torcer la voluntad popular. 

Mientras tanto, habrá que seguir calibrando los discursos, analizando con esmero el modo en el cual se construyen los relatos, estableciendo con especial énfasis los bienes a los que apuntan, en última instancia, cada uno de los actores enredados en la pugna por el sentido. 

La insistencia por desligar, en estos tiempos de cerrada oscuridad planetaria, los discursos locales de la derecha nativa, de otros discursos "internacionales" que hasta ayer formaban parte del acervo ideológico de estos mismos actores, empecinados en ensalzar las bondades de una lógica construida sobre un pretendido realismo, imperturbable ante el sufrimiento extenso de los muchos, pone en evidencia la necesidad de insistir en la labor hermenéutica, con el fin de articular, con espíritu emancipatorio, los trasfondos que sostienen la cosmovisión de nuestros antagonistas.

Hay que leer y escuchar a nuestros oponentes, y a partir de allí, sacar a la luz lo que verdaderamente quieren. Para ello es indispensable de-contruir el maquillaje publicitario con el cual se presentan. Bajo las luces de neón, esas caras lavadas tienen otra apariencia.

HORACIO GONZÁLEZ: ¿QUÉ SIGNIFICA PENSAR (EN POLÍTICA)?




En el programa 6-7-8 de ayer, el sociólogo y actual director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, participó de un debate en el cual salieron a la luz algunas cuestiones que nos interesan.

Efectivamente, como enunciaba González, de un tiempo a esta parte viene evidenciándose una suerte de agotamiento en el arsenal discursivo entre los defensores del actual modelo. Este agotamiento, nos dice González, es producto de una inercia en la confrontación como trampolín para la construcción de identidad. De esa confrontación con sus otros más significativos en cada etapa de su despliegue y desarrollo fueron surgiendo diferentes kirchnerismos. En su ADN, esta "anomalía" (Forster) que nació en el 2003 de la mano de Néstor Kirchner, tiene entre sus caracteres la agudeza ante la contingencia radical, lo cual le ha permitido, pese a las permanencias incuestionables de algunas de sus apuestas, y la explícita anunciación por parte de sus líderes de su empeño en los ideales que orientan al movimiento, explotar circunstancias adversas como si se tratara de magníficas oportunidades para su crecimiento. 

Sin embargo, de acuerdo con González, la mecánica confrontativa como modelo de construcción identitaria está llegando a un punto muerto. De acuerdo con el sociólogo, la disputa en la Argentina está en empate técnico (pese al tan mentado éxito kirchnerista en la batalla cultural que Beatriz Sarlo anunció hace largo, y los logros eleccionarios indiscutibles). Lo que necesitamos, nos dice González, es volver la mirada sobre nosotros mismos, ejercitar el autodiscernimiento. Lo cual, se apura a decirnos el director de la Biblioteca Nacional, no significa eludir el compromiso que implica la lucha política, ni menospreciar la capacidad ofensiva de nuestros antagonistas. Si algo es seguro en estos días, es que la derecha no se amilana ante nada. Paraguay y las repercusiones que el golpe tuvo en Argentina, auguran dificultades que nos tendrán que mantener alerta. No es teatral la preocupación de los mandatarios de la región ante los eventos.

Parte de la preocupación de González surge, en lo inmediato, a partir de los acontecimientos de la semana pasada en torno a la convocatoria de Moyano al paro y la movilización. Sería fácil, como se ha hecho, que el abracadabra del dirigente sindical, quien ayer mismo exaltaba el proceso histórico abierto en el 2003 con la llegada de Néstor Kirchner al poder y ahora se alinea con los más férreos e intransigentes opositores al gobierno, sea interpretado en clave maniquea. El problema está, sin embargo, en la significación que tiene la dislocación en sí, más allá del contenido de dicha dislocación.

Moyano se convirtió en opositor. Ahora dice de este gobierno lo que dijeron en semanas anteriores las caceroleras y los caceroleros de Recoleta, que este gobierno es peor que la dictadura y cosas por el estilo, para juntar voces al griterío de su protesta. Pero lo interesante no es su oposición, sino que un juego de malabares de estas características sea posible en la Argentina. Hemos visto otros casos, pero lo de Moyano, pese a los antecedentes de la ruptura por todos conocidos (recordemos ese fin de semana incierto en el cual el dirigente de la CGT amenazó con un paro general y movilización debido al exhorto judicial que llegaba de Suiza), parece ponernos sobre la evidencia de una política de la inmediatez que permite cualquier travestismo.

Es ahí donde González apunta cuando nos llama a un discurso en el que además del afrontamiento a los poderosos de turno, señalados (con razón) como enemigos públicos del proyecto nacional y popular que se invoca, debemos afilar nuestra tarea autorreflexiva para constatar los motivos que subyacen a nuestra movilización política. Está demás decir que no pretendemos diluir u ocultar el carácter agonístico que define lo político. Pero está claro que el peligro del moralismo en política no sólo atañe a las derechas liberales en su empeño por desmovilizar las colectividades. Hay un moralismo de signo progresista que impide una discusión seria acerca de algunas cuestiones centrales del proceso. Por ejemplo: sabemos que el énfasis de Moyano en cuestiones como la del mínimo no imponible y la ampliación del derecho a la AUH fue una mascarada que escondía intenciones plebiscitaria frente al proceso eleccionario en el que se disputa su liderazgo frente a la CGT. También sabemos que el apoyo tácito de Scioli y el reacomodamiento del rompecabezas opositor están atados a las dificultades que conlleva el tránsito sucesorio del 2015. Tres años es mucho, pero también un suspiro, especialmente cuando hay limitaciones que avivan las esperanzas de muchos que pretenden quedarse con la jefatura de gobierno o aspiran a ver a sus fuerzas políticas encabezando el proceso futuro.

José Pablo Feinmann, hace pocos meses, habló del asunto de manera desacertada cuando lo entrevistaron para La Nación. Pese a que el medio elegido para decir lo que dijo y el modo en el cual lo dijo acabaron en un escándalo de pasillos y la turbación de sus fieles, lo interesante fue la advertencia: cuidado con una política que no se ocupa de las ideas y los argumentos, y en cambio se empeñe exclusivamente en la difícil e ineludible tarea de posicionar en el tablero sus fichas y reagrupar sus fuerzas. En el TEG las ideologías (como bien se sabe) no cuentan: basta con distinguir los colores y recordar la misión que se nos encomienda. 

Un argumento semejante fue el que ofreció González anoche, lo cual produjo un revuelo entre los contertulios que salieron a defenderse como si el director de la Biblioteca Nacional hubiera ido "a por ellos". Se lo acuso de tibio, de sutil, de generoso (peyorativamente), razonando que las épocas eran demasiado peligrosas para andarse con remilgos. El golpe de Estado en Paraguay y el alineamiento ideológico que produjo entre los representantes de la derecha nacional, no son cuestiones baladíes. Tampoco son intrascendentes las operaciones mediáticas que están a la orden del día con su cuota inflada de mentiras y tergiversaciones. El fichaje oportunista de Moyano y cia abre una puerta a un escenario al que hay que permanecer muy atento. El populismo reaccionario es un fenómeno universal y exitoso. La posibilidad de reconducir a una parte de los trabajadores a una realineación ideológica está siempre latente. La xenofobia y el individualismo militante de las clases en ascenso no son característica exclusiva de las clases medias acomodadas. Todo lo contrario. 

El kirchnerismo supo unir al desarrollo y la expansión económica, y al proyecto redistribucionista, bienes que no son inherentes a esos posicionamientos socioeconómicos: ejemplo de ello son el énfasis en los derechos humanos, lo cual incluye una solidaridad desconocida con propios y extraños. La afrenta de Moyano hace temer muchas cosas, especialmente si prestamos atención al discurso emblemático de su hijo Pablo, quien representa una buena parte de la sensibilidad de base. Creer que la derecha no puede capitalizar la bronca y hacerse con esos apoyos y votos en un futuro no tan lejanos, es desconocer nuestra historia y la historia en general.

Los llamados de González y de Feinmann en su momento, tienen un común denominador. Hay que parar la pelota y pensar, no sólo estratégicamente, instrumentalmente, sino con "prudencia”. Lo de Moyano no tendría que haber pasado. Hay que hacerse cargo.

LA FICCIÓN DE CARRIÓ Y LA LEY DEL KARMA


En un programa televisivo de la cadena TN, la legisladora opositora Elisa Carrió fue entrevistada por el periodista Santos Biasati. A la pregunta del entrevistador acerca de la situación que transita el país, la política respondió refiriéndose a la Argentina como un “país kármico” y con escasos conocimientos pretendió apropiarse del sentido budista del término para explicar algunos de los problemas que aquejan a la patria. El cronista apuntó de manera apurada los términos de la intervención y propone en esta nota una interpretación alternativa. 

De acuerdo con la Dra. Carrió, los budistas explican el karma como la ley de “causa y efecto”. Según esto, nos dice, es posible concluir que todos los males argentinos (verdaderos e imaginados) son el fruto de la corruptela del actual gobierno. Con aires de suficiencia nos informa que 1 + 1 es 2 y que ella ha venido a traernos la buena nueva. No hay porque inquietarse, nos comunica de manera socarrona. Tenemos entre nosotros a alguien que es capaz de vislumbrar con claridad de qué se trata todo este lío. A otros puede haberles pasado desapercibido, pero ella conoce el arcano de la existencia y ha venido a transmitírnoslo.

Por supuesto, Karma es la ley de causa y efecto. Con ella se mienta que todas las acciones producen consecuencias a menos que nos aboquemos concienzudamente a transformar nuestras actitudes y purificar nuestros comportamientos pasados de manera eficiente. Pero el concepto de karma es amplio y peliagudo para el pensamiento. En líneas generales no es díficil mentar una formula generalista: todas nuestras experiencias individuales y colectivas son efecto conmensurado de acciones pasadas. Ninguna de ellas surge de la nada o es producto de una intervención milagros desde otro mundo. Pero hasta allí podemos acompañar en nuestras coincidencias las declaraciones de la calórica opositora.

De acuerdo con el budismo, nada hay más atrevido que intentar interpretar el karma de un individuo o colectividad. Se dice que cualquier otro objeto de conocimiento resulta de fácil acceso si lo comparamos a lo que implica la dilucidación concreta de las errancias a la que nos somete el karma.

En el Dhamapada se dice, por ejemplo, que el presente no es un misterio, como tampoco lo es el futuro. Las experiencias felices son el resultado de acciones virtuosas realizadas en el pasado, y los comportamientos negativos están llamados, necesariamente, a una precisa consecuencia de sufrimiento futuro. Otros textos realizan correlaciones entre diversas acciones no virtuosas y determinados padecimientos. Pero Buda no ha dejado de reiterar, que el asunto del karma, en lo que se refiere a su intríngulis concreto, sólo es jurisdicción de un ser iluminado. 

Parte del problema en la argumentación de la Dra. Carrió pasa por la utilización sofística que hace de los antiguos. No es la primera vez que hace alarde de un método "pseudo-straussiano" al aproximarse a las coyunturas políticas. Como otro articulista afamado del matutino mitrista, se esmera en sus citas prolegomenales para encubrir la vulgaridad de sus opiniones. En ambos casos, pese a lo entrañable de algunas de sus referencias, éstas no deberían engañar a sus escuchas porque pretenden artificiosamente deslumbrar a los desprevenidos sin producir una pizca de auténtico conocimiento. 

Cuando hace algunos meses, la señora Beatriz Sarlo la elogió como una de las grandes luminarias del pensamiento político argentino, este cronista se quedó perplejo. Tomó las palabras de Sarlo como un desafío y se dedicó durante sus horas libres a perseguir en la web las intervenciones de la autointerpretada pitonisa. Ninguna de sus puestas en escena es digna de mención en lo que se refiere a profundidad y contenido. La Dra. Carrió sostiene con esmero su creación político-teatral, pero no ofrece una alternativa creativa a la hora de la verdad. Su labor discursiva se vuelca con ahínco a un expresivismo catastrofista que es moneda de cambio entre la intelectualidad ufanada de sí que se pasea por las calles de Recoleta con aire de sobrada experiencia pese a sus arraigados vicios rioplatenses.  

Ahora bien, volviendo al Karma, la Dra. Carrió  sostiene que lo que ocurre a la Argentina hoy es el producto de lo que se ha hecho de ella durante los últimos ocho años. Sin embargo, nada es más ajeno a la doctrina del karma que el cortoplacismo y el ombliguismo que traslucen estas palabras. En todo caso, muchos de los problemas que aquejan a la Argentina de hoy son el producto de una larga historia de injusticias, ignorancias y maldades que continúan y continuarán dando fruto por mucho tiempo y que el presente está llamando a subsanar.

El juicio que hagamos sobre nuestras acciones presentes debe hacerse, en todo caso, proyectando hacia el futuro las apuestas actuales. Cuando en otras épocas pretendíamos, por medio de las milagrosas políticas del establishment neoliberal, subsanar las iniquidades de nuestro modelo tradicional, condenábamos el futuro de millones. La apuesta de hoy, quién puede dudarlo, es una apuesta de futuro. Pese a la fanática oposición que manifiestan los pretendidos sabios de la república, las generaciones que hoy acceden a una alimentación y una salud más digna, a una educación de mayor calidad y a un horizonte de limitada prosperidad, se encuentran en mejores condiciones para enfrentar los desafíos que les correspondan. En cambio, la inseguridad y el miedo es el producto de un largo y tortuoso camino en el que sembramos violencia  empeñándonos en el abandono de las mayorías. Se necesita mucha ignorancia para no ver lo que hicieron por nosotros las apuestas anarco-capitalistas y neoconservadoras de las últimas décadas. Habría que ser muy cretino para endilgarle al presente lo que es el resultado de la insensibilidad autoritaria y xenófoba que aún articula su discurso en nuestros comedores diarios. Este país no lo hizo el Kirchnerismo. Este país es el producto de toda su historia. 

Debemos aprender a juzgar el presente como dicen los budistas, mirando hacia el futuro de manera integral. Los ajustes caníbales, producen desnutrición, disminuyen las capacidades de nuestros niños, generan odio y resentimiento, lo cual se traduce a la larga en delincuencia e inseguridad. En cambio, la asignación universal por hijo, el aumento de la inversión pública en educación, la apuesta por una política fiscal con intención redistributiva, y una recuperación de la dignidad identitaria, ofrece a los hijos del presente esa oportunidad que a otros muchos le arrebataron algunos de los que hoy se rasgan las vestiduras hablando de libertad y justicia. 

En la Divina Comedia, Dante Alighieri ofrece una cuidadosa ilustración de los castigos a los que son sometidos quienes adoptan diversos comportamientos pecaminosos. De manera análoga, los budistas ofrecen a sus adherentes una pormenorizada ilustración de las consecuencias que pueden resultar de sus acciones negativas. La charlatanería y el discurso divisivo no se encuentra entre los más graves de los pecados per se, pero todos los sabios de la tradición concuerdan que son los que tiene mayor alcance.

LOS INDIGNADOS DE BARRIO NORTE Y LAS CACEROLAS DE PANDO


Hace unos días empezaron otra vez las marchas “contra la dictadura K” en los barrios más coquetos de Buenos Aires, intentando reeditar las jornadas campestres del 2008. No es casual que las cacerolas de estos días coincidan con los insólitos reclamos del sector agropecuario por la reevaluación fiscal de sus tierras en la provincia de Buenos Aires. De todos modos, la gota que colmó el vaso, según nos dicen, es la preocupación que produce en los acomodados manifestantes la incertidumbre de la política cambiaria oficial, junto con las consecuencias que la especulación trae aparejada en ciertos rubros de la economía.

En las redes sociales hay llamamientos continuados a sumar presencia y cacerola en los próximos días. Sin embargo, harían bien quiénes se vean impelidos a participar en los actos, a prestar oídos a las voces que se empachan con rabia en estas convocatorias. No sea el caso, como en otras ocasiones, que nuestra impensada firma en un acontecimiento acabe propiciando por nuestra parte una desdichada coyuntura. Sin más, recuerdo al lector que una de las apologetas más decididas del genocidio, la señora Cecilia Pando, sostuvo hace algunas horas que ella fue la autora material de la convocatoria. Ello explicaría el tenor de algunos dichos que vertieron sin pudor  los asistentes de la congregación cívica ante las cámaras.

Con el propósito de ilustrar lo que tengo entre manos, permítanme hablar de una de esas reuniones en la cual, la semana pasada, unos trabajadores de prensa del programa 678 fueron agredidos verbal y físicamente. Ocurrió en la esquina de la avenida Callao y la avenida Santa Fe. Las cámaras de la TV pública grabaron dichas agresiones de manera pormenorizada después de haber dado micrófono y pantalla a los participantes para que ofrecieran sus testimonios.

El espectáculo patotero fue bochornoso, y quienes participaron en el mismo deberían llamarse a la vergüenza. Sin embargo, me abstendré de adjetivar lo visto y lo oído en los documentos audiovisuales que tenemos a la mano. Dejo al lector de esta página que juzgue por sí mismo el modo en el cual los más decentes entre los indecentes actúan cuando, desquiciados, se permiten castigar a quienes consideran culpables de su indignación.

Pero no es de este asunto en concreto al que quiero referirme. Lo que llama la atención de quien escribe estas líneas es el discurso al que adhieren muchos de los participantes, la enajenación que se vislumbra en algunas de sus aseveraciones y las incontables referencias a la dictadura militar que la verborragia de los susodichos utiliza para descalificar al actual gobierno. Entre los que se atrevieron a dejar sus pareceres, abundaron referencias respecto al hipotético carácter dictatorial de los actuales gobernantes, a quienes se califica, sin filtro, como nazis, fascistas y "peores que los milicos".

En democracia, las diferencias políticas se dirimen en las urnas. Allí se establece, imperfectamente, la voluntad popular. Si la modalidad democrática nos resulta indeseable, o creemos que el pueblo argentino, en su gran mayoría, no merece elegir a sus gobernantes (por su ignorancia o su connivencia con los “populistas” de turno, como pretenden algunos), o creemos de manera llana que sólo nosotros y los nuestros (por razones ambiguas pero explicitadas en nuestro trato con el resto) merecemos dicho privilegio, nuestras asunciones se dan de narices con los imaginarios sociales que son el trasfondo de nuestra realidad histórica presente.

Argentina es hoy día un país democráticamente organizado. La pugna política y la extendida práctica de protesta ponen de manifiesto que las libertades políticas están aseguradas en su mayor parte. Ningún participante habría ejercido su derecho a dar vos a su indignación abiertamente, ni hubiera permitido que se lo identificara si hubiera temido una persecución como la que sufrían aquellos que se oponían al régimen durante aquellas épocas oscuras de la patria. Por lo tanto, podemos afirmar cómodamente que los argumentos testimoniales de los indignados caceroleros de barrio norte ponen de manifiesto una aguda distorsión cognitiva.

Todos aquellos que nos dedicamos de un modo u otro a cuestiones relativas a la cognición sabemos del efecto distorsionante que produce en la aprehensión de lo real el desbordamiento de las emociones. El odio y sus diversas variantes, tiene un efecto perverso a la hora de captar la realidad de lo dado. El objeto odiado se transmuta de manera brutal, se convierte en una perversa caricatura de sí misma. El objeto odiado es un objeto simple, llano, al cual se le han exorcizado todos los claroscuros, toda ambigüedad. De seguro que la señora Presidenta no es tan perversa como se la pinta, ni los jóvenes K son lo que se empeñan en hacernos creer quienes se afanan por descubrir en ellos la corrupción encarnada. Como bien dice el dicho: en todos lados se cuecen habas. La disputa por el sentido no puede reducirse a una disputa moral, porque nadie en su sano juicio puede pretender que en su bando habitan los santos en lucha con el demonio al que representan nuestros enemigos políticos. 

La política debe eludir este tipo de enfrentamiento. Y debe hacerlo porque la experiencia nos ha mostrado que las demonizaciones quebrantan cualquier entendimiento y nos conduce de trompas hacia el horror y la violencia. Lo que se discuten son modelos, proyectos de país. Lo que se pone en la mesa del debate son concepciones diversas que entrañan, no sólo cierta concepción acerca de lo que somos, sino que además, adelantan una interpretación del mundo en el que vivimos. Interpretaciones, valga recordarlo, que son complejas y que nos comprometen a diversas relaciones con la historia global a la que estamos dando forma en esta época de cambio. 

Uno de los rasgos de la argumentación opositora es la inarticulación de los reclamos. Como decía uno de los participantes, “no estamos en contra de algo puntual, estamos en contra de todo. Se tienen que ir.” La indignación de los caceroleros de hoy se emparenta en su formalidad a la de los caceroleros del “que se vayan todos” que en el 2001 irrumpieron en las calles inaugurando una nueva época. Sin embargo, existe un desfasaje entre la facticidad de aquellos días y lo que en el país verdaderamente se vive en estos días que transitamos. La catástrofe es hoy solo un imaginario, un escenario desplegado ante nosotros proféticamente, una suerte de sino ineludible que los testimoniales ofrecen como si se tratara de una realidad palpable para todos. 

Sin embargo, muchos de lo que hoy se anudan al discurso catastrofista, comparten en sus reuniones familiares un bienestar impensable en otras épocas de mayores premuras. Eso no significa que Argentina se encuentre flotando en una nube de incienso, alejada de las perturbadoras circunstancias planetarias. Lo que se pretende, en todo caso, es la necesidad de adoptar ante la realidad una actitud más comprensiva, que sepa dilucidar las necesidades colectivas a cada paso, intentando ofrecer recetas que no perviertan de manera definitiva los logros socio-políticos, indudables pese a sus limitaciones, también evidentes, que se han alcanzado en los últimos diez años de estabilidad institucional. 

Eso significa, en breve, aprender a leer los asuntos colectivos desde la categoría de la propia colectividad, y nuestros intereses individuales y sus limitaciones desde una perspectiva generosa que no se alinee a estrategias que al fin de cuentas llaman a pervertir de manera definitiva el curso de una convivencia sustentable en libertad.

YPF: VUELTA DE PÁGINA


(1)

Como era de esperar, la decisión de la Dra. Cristina Fernández de Kirchner de renacionalizar YPF trajo consigo de todo. Lo más importante, los debates y encendidos festejos que congregaron a la ciudadanía. Pero además, la posibilidad de constatar la argumentación que sostiene la perspectiva de nuestros contrincantes en la disputa por el sentido. 

Tres asuntos llaman la atención del cronista y lo acicatean a volver a las lides. Lo primero, recordar la cuestión material, es decir, la experiencia que justifica con creces la intervención estatal en el asunto que nos incumbe. En segundo término, la cuestión formal, la tan mentada “seguridad jurídica” que (se dice) vuelve a ser vapuleada por el gobierno en ejercicio. Finalmente, la cuestión de la factibilidad. Es decir, por qué ahora y no antes, que es uno de los argumentos predilectos utilizado por los más recalcitrantes, pero también por quienes acompañaron en general la iniciativa, sumándose con recaudos, pero con firmeza, al hecho consumado de la expropiación y la intervención decretada.

(2)

Comencemos por la cuestión material. Para dar cuenta de ella me remitiré a la experiencia común del último año: el desabastecimiento continuado. Basta con echar una mirada distraída a nuestro entorno para comprender la importancia que tiene para la económica del país el consumo de energía. Aquí, cuando decimos “económico” no hacemos referencia a un subsistema abstracto, autónomo, como el que pretende teorizar el neoliberalismo. Aquí, cuando decimos “económico” queremos decir, en primer lugar, y fundamentalmente, lo que hace posible la vida de la gente, la reproducción de la vida, eso precisamente de lo que fuimos largamente despojados a lo largo de nuestra historia. La energía es el alimento básico de nuestra dieta cotidiana. Todos nuestros quehaceres económicos dependen de este alimento. 

Y aún hay más: porque, como decíamos, lo económico no es un subsistema autónomo como pretenden los neoliberales. Lo económico, lo político y lo social-cultural se encuentran estrechamente interrelacionados. El fracaso económico trae consigo desgobierno y fractura socio-cultural. Por lo tanto, nuestra supervivencia como sociedad depende estrechamente de nuestro libre acceso y disponibilidad de energía. Si nos amenazan con el desabastecimiento energético, nos amenazan “mortalmente”. 

Las grandes potencias van a la guerra para hacerse con las reservas petroleras de otras naciones soberanas. Se ha masacrado y se masacra para tomar posesión de esos recursos de manera escandalosa. La soberanía y los derechos humanos son moneda de cambio que las grandes corporaciones están dispuestas a pagar sin pestañar cuando se trata de asegurar contratos provechosos. Las mismas empresas que se rasgan las vestiduras aludiendo a la inseguridad jurídica son las que aceptan de buena gana la violencia militar inescrupulosa sobre la población indefensa para asegurarse jurídica y fácticamente el acceso al recurso. 

En este contexto debe entenderse la disputa con REPSOL. Si esta hubiera cumplido con el país al que pertenecen en última instancia los recursos usufructuados, la situación actual no hubiera acontecido. La decisión no es fruto de una voluntad caprichosa. Con una pizca de honestidad intelectual pueden rastrearse los antecedentes en la prensa local, donde se verifica que la empresa mantuvo una actitud amenazante ante el Estado con el propósito de torcer su voluntad por medio de una estrategia de desabastecimiento que mantuvo en vilo a la ciudadanía durante meses. La peligrosidad para la salud social de prácticas de esta índole es evidente. Bloquear el acceso al alimento a una persona durante un tiempo prolongado es intolerable. Las prácticas de REPSOL fueron análogas en muchos sentidos a dicha ilustración. Las crónicas de la prensa extranjera de manera persistente eluden ese aspecto del conflicto que enmarca la decisión a favor de la renacionalización.

(3)

La segunda cuestión que se ha puesto en la palestra es la “informalidad” de la medida adoptada. Esto no es cierto, porque existen sólidos fundamentos jurídicos que respaldan el procedimiento, pero dejemos oír las voces que claman en el desierto para sacar a la luz lo que ocultan. Ciertas expresiones del vice-ministro de economía Axel Kicillof han dado ímpetus a una menguada oposición político-mediática y encendido la indignación de la prensa nacionalista española que ha vuelto a agitar los fantasmas del populismo para contrarrestar la “impopularidad” del neoliberalismo practicado en casa. 

El núcleo de la crítica de Kicillof, que el establishment insiste en no querer entender o malentender, sin embargo, resulta interesante y contundente. Deberíamos tomar nota y reflexionar con más inteligencia que pasión lo que se dice y lo que se pretende en sus palabras. En breve, la mención reiterada a los constructos jurídicos establecidos en circunstancias de radical asimetría resulta un obstáculo para el logro de la justicia “material”, que es al fin de cuentas la tierra firme del derecho. 

En este contexto es comprensible que se haya reflexionado abiertamente acerca de la hipocresía detrás de la apelación a la “seguridad jurídica”. Se trata, en última instancia, de la necesidad de cambiar el mazo cuando las cartas están marcadas. Quienes insisten en desconocer la gravedad de la situación material y se reafirman en el procedimentalismo jurídico, a viva voz reconocen (aunque indirectamente) que no es el contenido de sus reclamos lo que convencerá, sino los subterfugios emplazados en la legislación para preservar el derecho al saqueo impidiendo la intervención del Estado para defender a la ciudadanía de sus codiciosas empresas. La prudencia nos conmina a dar a la materialidad un lugar privilegiado cuando las formalidades han sido precisamente dispuestas para impedir la justicia (en este caso la supervivencia, cuya condición de posibilidad no es otra cosa que el éxito societario). 

(4)

 Finalmente, digamos dos palabras sobre la factibilidad. Lo que olvidan los ajetreados voceros de verbosidad antikirchnerista cuando hacen mención de la “biografía” del actual gobierno, es que entre el deber ser y la realización de cualquier logro hay algo que se llama “factibilidad”. 

En la política, como ocurre en la vida individual de las personas, no todo lo que se quiere o se debe puede realizarse aquí y ahora. Es necesario contar con las condiciones de posibilidad que dan a la voluntad ocasión de ejercer el poder. Por lo tanto: no está demás echar un vistazo al apoyo popular que concitó la medida, porque en ese apoyo popular se concentra buena parte del poder a la mano que facilitó la acción decisiva.

Pero es necesario, también, prestar atención a otras circunstancias que han dispuesto el escenario de manera constructiva para nuestros fines. El panorama internacional, pese a las altisonantes amenazas que la prensa liberal hace resonar con insistencia, con la intención reiterada (se sospecha) de acechar la conciencia de la ciudadanía con nuevas versiones de esa película catastrofista que se empeñan en reeditar cada día con empecinamiento ya cansino, no es asunto menor. 

Mientras en la cancha de Vélez, Cristina Fernández se daba un baño de multitudes, el gobierno de Rajoy se aprestaba a recibir una cumbre europea cerrando sus fronteras para impedir las protestas de hordas juveniles “radicales”. Al mismo tiempo, casi un centenar de intelectuales europeos llamaban a esa misma juventud desilusionada y traicionada, a ofrecer un año de “trabajo voluntario” para salvar a Europa. En ese gesto de buena voluntad, sin embargo, se ponía de manifiesto una de las causas más profundas de la actual crisis europea, el miedo que han inculcado los socialdemócratas y todos los que de un modo u otro se le parecen, a esas malditas palabras que se dicen “política” y “militancia”.

GRECIA: ¿"SYMTHOME" O ANOMALÍA?




Dejemos la disputa en torno a la descripción de los hechos a los profesionales del asunto. Concentrémonos en lo que creemos es el aspecto determinante de los sucesos. Para ello, comencemos con una breve ilustración que puede clarificar nuestra perspectiva.

Si llegamos a un pequeño pueblo en una mañana de luto en la cual sus habitantes acompañan a los familiares y amigos de un difunto al camposanto, la falsa impresión que la imagen transmite es que el difunto es una suerte de anomalía en el curso cotidiano de los hechos.

Los propios protagonistas se enfrentan al cadáver de ese modo, reverenciándolo como a un rey. Sin embargo, una breve reflexión sobre el suceso pone de manifiesto la universalidad que oculta la falsa excepcionalidad. Todos y cada uno de los partícipes del acto funerario ocuparán en su momento el lugar privilegiado del muerto actual. La distorsión epistemológica oculta la verdad de nuestra finitud al convertir en extraordinario un suceso que forma parte constitutiva de nuestra naturaleza humana. La cosmética funeraria nos permite continuar con nuestra vida diaria como si nada “fundamental” hubiera pasado.

Lo cierto es que la muerte del otro debería ser un espejo en el cual se reflejara nuestra propia muerte. Esta, a su vez, debería servir como acicate para reordenar nuestras prioridades en vista a nuestra auténtica realidad. Pero bien sabemos que, después de una breve conmoción, la mayoría de nosotros olvidamos el acontecimiento para continuar bregando con nuestros asuntos más o menos importantes.

Sabemos que la muerte forma parte de la vida (y en eso consiste la otra estrategia habitual frente a la misma: reducirla a mero suceso biológico), pero acertadamente sospechamos que la muerte irrumpe con la nada en el ser, amenazando con nihilizarlo enteramente. Frente a la muerte, las cosas “valen” bien poco o casi “nada”.

La muerte amenaza la totalidad de las relaciones sociales. Reduce peligrosamente la legitimidad del orden constituido haciendo caducas las jerarquías que sostienen la ficción comunitaria (frente a la muerte todos somos peligrosamente iguales). En la muerte la individualidad se cancela. El cadáver (el regreso al polvo indiferenciado de la carne), trastorna el orden de los nombres. Los nombres humanos están asociados a los rostros que los portan. La muerte transfiere las nominaciones a las efímeras construcciones imaginativas que habitan la memoria. El esfuerzo colectivo, el ritual conmemorativo, consiste en realizar dicha transferencia desde lo físico-material a lo psíquico. La vida anterior de los muertos se condensa en un relato que intenta vanamente rescatar su “haber sido” del incontenible poder destructor de la nada.

Sea como sea, la muerte es nuestro destino común e inescapable. Ningún esfuerzo nos ahorrará el trance. Nuestra individualidad en el sistema-mundo está condenada a su irreversible desaparición.

De manera análoga, los esfuerzos mediáticos que acompañan a la troika oficiante en el funeral griego están dirigidos a aplicar una cosmética que contenga las amenazas nihilizantes que trae consigo el acontecimiento. La función de la labor es doble y aparentemente contradictoria. Sin embargo, resulta eficaz para contener el verdadero “sentido” de la crisis a la que nos enfrenta el descalabro.

Por un lado, se trata de naturalizar la catástrofe aduciendo mecanismos inherentes del sistema. Desde esta perspectiva, los “ajustes” forman parte de la dinámica correccional que exige el capitalismo para lograr su propia continuidad. De este modo, los agentes sociales son “convencidos” que la amenaza no debe impactar de modo alguno en las estructuras que sostienen el orden social. Se trata de hacer el luto y continuar como si nada hubiera ocurrido.




La segunda estrategia consiste en apelar a la extraordinariedad de los sucesos de un modo perverso. El tipo se murió, pero dicen que lo que causó la muerte es que fumaba mucho, era un bebedor empedernido o tenía un mal talante (lo cual – explican – es causa de cáncer). Cualquiera sea el veredicto que el peritaje popular haga del asunto, lo cierto es que el tipo se murió porque los tipos y las tipas se mueren, independientemente de sus estilos de vida.




Ahora bien, de manera análoga a lo que ya hemos dicho, los sucesos pueden llevarnos a comprender el “acontecimiento-crisis” como un “symthome” que revela la constitución y sentido último del capitalismo; o bien puede llevarnos a adoptar una perspectiva superficial sostenida por una estrategia de ocultamiento que nos evite una “transvaloración de los valores” imperantes.




Grecia es un cadáver en la mesa del capitalismo. Echado el muerto, cabe reflexionar qué deseamos hacer (nosotros los vivos) con el tiempo que nos queda.




La “troika” pretende obligarnos a olvidar el verdadero sentido de esta muerte. Los ajustes, como las prácticas de luto, son un llamado a continuar transitando el mismo rumbo. Nuestra tarea, para muchos incomprensible, es permitir que la nihilidad que el acontecimiento-muerte inyecta en el actual sistema-mundo se expanda hasta alcanzar los límites de esa esfera de la realidad epocal que es el capitalismo. El propósito, como decíamos en entradas anteriores, es permitir que el acontecimiento-Grecia, entre otros, muestren en su desnudez la brutalidad esencial que oculta el rostro amable que el capitalismo se esfuerza en transmitir a sus víctimas, acompañado en su tarea por la publicidad, los mass-media y la expertise académica.

LAS DOS VERDADES DEL CAPITALISMO


En la entrada anterior planteamos la necesidad de rearticular el ideario izquierdista con el propósito de aventurar un desafío ideológico a la actual hegemonía capitalista que, con diversos matices, reina a sus anchas en el sistema-mundo. En este artículo vamos a llamar la atención sobre los descalabros argumentales a los que son propensos algunos actores, fundamentalmente, debido a una confusión categorial.

Para ello podemos remitirnos a dos distinciones. Una de ellas (ambiguamente platónica pese a todo) es aquella que el heideggerianismo enalteció durante las última décadas en torno a la diferencia ontológica.

La segunda, análoga, pero esta vez de raíz budista, enfrenta dos categorías de verdad: (1) la verdad última referida al estatuto absoluto de los entes en cuanto tales, en el que se deconstruye la aparente esencialidad de los entes, a través de un análisis genético, estructural y conceptual que conduce a una noción de radical relatividad, correlativa con la siguiente conclusión: el vacío de existencia intrínseca de los entes, la otra cara de (2) la verdad convencional, en la cual los entes son referidos en su funcionalidad, en su particularidad en relación a un todo significativo. Aunque la definición provisoria de esta última distinción resultará problemática para cualquier conocedor medianamente informado de la tradición en cuestión, es adecuada para los propósitos de esta entrada.

De nuevo, con propósitos meramente explicativos, podemos referirnos a la categorización de Alain Badiou que distingue entre el Ser y el Acontecimiento. Como señala el filósofo esloveno Slavoj Zizek, "el “ser” es el orden ontológico positivo accesible al saber, la multiplicidad infinita de lo que “se presenta” en nuestra experiencia, categorizado en géneros y especies de acuerdo con sus propiedades". Mientras el acontecimiento, continúa Zizek, “surge ex-nihilo: no es posible explicarlo en términos de la situación, pero esto no significa sencillamente que sea una intervención desde afuera o desde más allá, sino que está ligado precisamente al vacío de toda su situación, a su inconsistencia, a su exceso intrínseco.” De manera análoga, el “ser” (lo óntico, la convencionalidad), corresponde a la verdad relativa al capitalismo, mientras el “acontecimiento” hace referencia a su inconsistencia, a su “exceso intrínseco”, a la negatividad manifiesta de su condición interna.

En las últimas semanas, los ánimos han vuelto a exaltarse en la República Argentina. Esta vez frente a dos cuestiones que aciertan al corazón de nuestros contemporáneos en todas las latitudes. El conflicto diplomático y la militarización/nuclearización del Atlántico Sur vuelve a poner sobre el tapete el tema del nacionalismo. Mientras que los conflictos en torno a la llamada “minería a cielo abierto” han reactivado los conflictos en torno a lo “ecológico” o medioambiental.

La coincidencia de estas dos cuestiones es bienvenida a la hora del análisis, porque nos permite ilustrar de manera fructífera las confusiones reinantes, al tiempo que ofrecen la ocasión para presentar un instrumento argumental que nos saque del atolladero en el que parecen quedar presos algunos debates. La inconmensurabilidad es el verdadero desafío a los que debe enfrentarse la política democrática. La inconmensurabilidad no puede resolverse, como pretende la política liberal, por medio de meros consensualismos parlamentarios. Hay que enfrentarse a las tensiones inherentes en todo proyecto político acertando a habitar sus contradicciones y antagonismos que reflejan en muchos casos, como nos enseñó Hegel, algo más que la insuficiencia epistemológica, la incongruencia ético-política de sus postulados, sino también la complejidad misma de la realidad con la cual pugna y crece.

El conflicto con Gran Bretaña en torno a las islas Malvinas nos obliga a una reflexión en torno al nacionalismo. Los discursos hacen hincapie en la construcción de un imaginario social y a la herida histórica que dicho imaginario sufrió por parte del poder imperial. La alusión al derecho de autodeterminación de los pueblos para el caso de los isleños por parte de la diplomacia británica resulta congruente con la perspectiva universalistas de los conquistadores.

Por otro lado, la renuencia de algunos intelectuales argentinos que han ejercitado sus plumas y sus laringes en las últimas semanas a dar argumentos a favor de la “soberanía” territorial transparenta, no sólo la “colonización” de las subjetividades de dichos intelectuales, como se ha denunciado con sarcasmo por parte de sus contrincantes en el debate, sino también, la estrecha continuidad de dichos discursos con el talante posmodernista, aterrado ante los grandes relatos y las reacciones particularistas que siguieron al tirunfo de la versión globalizada de nuestra humanidad. Detrás de este continuismo cosmovisional pueden identificarse (1) el consecuente antihegelianismo que resulta en la incapacidad de reconocer el antagonismo inherente entre la totalidad y el individuo que constituye a la sociedad per se; y (2) un positivismo nominalista al que resultan traumáticas las exposiciones y prácticas utópicas encarnadas.

La disputa interna entre “malvinistas” y “antimalvinistas”, por lo tanto, pertenece al mismo escenario de disputa donde se confrontan esos enunciados. De un lado están aquellos que se alinean con el universalismo abstracto por el cual abogan coincidentemente los globalizadores (defensores a ultranza del derecho de las individualidades sobre las particularidades nacionales). Del otro lado, aquellos que abogan por la expresión de una particularidad encarnada, la cual en este contexto conlleva una resistencia del Estado-nación y la defensa del aun vigente (aunque siempre amenazado) derecho internacional.

La segunda cuestión, como dijimos, gira en torno a la disputa entre “productivistas” y “ecologistas”. Las variantes más pobres en esta disputa son incapaces de distinguir los escenarios del debate actual. Por un lado, tenemos la discusión “óntica” respecto al tipo de capitalismo al cual nos adherimos (en la entrada anterior distinguimos el capitalismo neoliberal, el capitalismo bienestarista, el capitalismo con valores asiáticos y el capitalismo populista). Por el otro lado, tenemos la disputa “ontológica” que, hoy podemos decir, se encarna en una “critica del capitalismo” en sus tres variantes: (1) la de los antimodernismos religiosos; (2) la de los “neomarxismos; y (3) la de los diversos ecologismos.

En el caso que nos atañe, tanto el gobierno como los actores sociales deben cuidarse de confundir la arena del debate. Las pretensiones estrictamente ecologistas se enfrascan en una crítica ontológica que pone en cuestión el “ethos” de nuestra época, y por ello forman parte de lo mejor de la crítica anticapitalista actual, de lo mejor de nuestra resistencia emancipadora.

Lo que ocurre es que el escenario de administración gubernamental y la militancia política que da sustento al proyecto productivista y redistribucionista surge, como no podía ser de otro modo, en el seno del propio sistema capitalista y como respuesta a otras versiones del mismo.

El gobierno deberá eludir la tentación de confrontar con los movimientos ecologistas, empeñándose en la tarea explicativa que pone de manifiesto las contradicciones del status quo y apoyándose en la voluntad popular a la hora de decidir el precio que deseamos pagar por nuestro desarrollo y nuestra responsabilidad en una cuestión indudablemente “meta-nacional” como es la cuestión medioambiental. Por su parte, los medioambientalistas deberán contar a estas alturas con un claro posicionamiento diferencial respecto a los trasfondos política y socialmente asimétricos de cada una de sus luchas puntuales.

De este modo, la tensión inherente, la discontinuidad irresoluble entre las dos verdades puede ser mediada únicamente por mayor participación democrática, lo cual no ofrece demasiados reaseguros, por supuesto, pero es lo único que tenemos a la mano en esta época posfundacional.

CAPITALISMO: Entre la resignación y la utopía.




En esta entrada continúo explorando la cuestión de la exclusión. Esta vez desde una perspectiva analítica diferente.

Comienzo con una experiencia muy personal. Las circunstancias: un regreso a la Capital Federal a través de la autopista Illia. La visión: la villa miseria conocida como “la 31”.

Dos lecturas contrapuestas: para una de ellas, la que pretendo desplegar en las líneas que siguen a continuación, se necesita un vuelco de la conciencia, una suerte de conversión. De pronto, la Villa 31 deja de ser producto de las ineficiencias gubernamentales (erradas políticas públicas o corrupción) y se convierte en “signo” de la verdadera “constitución” del sistema: las villas del conurbano, como las favelas de Río o los slums de Mumbai son el capitalismo.

Esta conversión categorial viene acompañada de una mutación epistemológica, análoga a la que ocurre con la enfermedad cuando la pensamos a la luz de nuestra finitud constitutiva. Visto de este modo, la enfermedad no es un accidente, sino un signo de nuestra auténtica condición. En este sentido, la Villa 31, enclavada en el corazón de Buenos Aires, es el molesto recordatorio de lo que verdaderamente implica nuestra frenética acumulación de capital.


Frente a esto cabe articular una serie de interrogantes que justifiquen una perspectiva alternativa a la actual hegemonía de las “culturas” capitalistas, una alternativa de resistencia que, como señalaba no hace mucho el excomunista, devenido comunitarista católico, Alasdair MacIntyre, nos permita preservar/transmitir nuestras tradiciones auténticamente universalistas. O como dice Zizek: nuestra auténtica tradición europea.

Tres asuntos son relevantes en este contexto:

1. Con respecto a la motivación subjetiva y las actitudes elementales de los agentes, preguntamos: ¿Por qué deberíamos prestar atención a la suerte de otros seres humanos, o incluso a la suerte de otros animales no humanos? Una de las respuestas dice: porque los seres humanos son criaturas divinas; o, porque la vida sentiente es sagrada; o porque todos somos iguales en
lo que concierne al hecho de que deseamos ser felices y evitar todo padecimiento; o porque debemos actuar de tal modo que la acción resulte universalizable, o cualquiera de las versiones de la regla de oro que uno quiera articular. El problema es que el contrincante nos dice: ¿Qué pasa si a mi no me convencen tus razones? ¿Por qué razón no voy a actuar con indiferencia a las necesidades de mis congéneres o incluso en detrimento de ellos? Por lo tanto, la primera cuestión es una discusión acerca de la motivación básica, nuestra disposición subjetiva elemental. 

2. Con respecto a la crítica social, nos preguntamos: ¿Qué tipo de sociedad debemos esmerarnos en construir? ¿Una sociedad cuyo propósito sea la promoción de una existencia “digna” de todas sus partes; o bien, una sociedad cuyo funcionamiento asegure la actualización y despliegue de los potenciales de unos pocos individuos humanos en detrimento de la inmensa mayoría de otros humanos, y la naturaleza sentiente en general? En este sentido, la crítica al capitalismo: la cuestión de la exclusión, la marginalidad, la alienación de las masas no es un fenómeno contingente, un accidente dentro del sistema capitalista, sino más bien un factor constitutivo, estructural del sistema.

3. Con respecto a la praxis revolucionaria, nos preguntamos: ¿Existen condiciones objetivas y subjetivas para una transformación radical de la sociedad? En esta pregunta anida varias cuestiones:

a. O bien creemos que el capitalismo (el actual modo hegemónico de organización de la sociedad) es:

i. Un desarrollo natural de la especie humana en su larga búsqueda de su propia esencia.

ii. Un fenómeno histórico contingente que ha probado su superioridad respecto a otras formas de organización de la sociedad, pero que está llamada a ser necesariamente superada.

iii. Un modo de organización de la sociedad, peculiar del Occidente moderno que se ha planetarizado, y frente al cual debemos resistirnos.

b. Si creemos que el capitalismo es un modo de organización insuperable, cabe interrogarse:

i. Si debemos, de todos modos, resistirnos al mismo.

ii. Si debemos acomodarnos de  modo más eficiente a su funcionamiento.

iii. Si debemos desarrollar una praxis capitalista que encuentre un lugar para las peculiaridades culturales propias de cada región del planeta (ejemplo: el capitalismo con valores asiáticos; el capitalismo neoliberal estadounidense; el capitalismo bienestarista europeo; el capitalismo populista latinoamericano)

4. Si nuestra decisión, en cambio, está marcada por una voluntad de rotunda resistencia a la resignación reinante, al tiempo que rechazamos el utopismo milenarista determinista del marxismo clásico, la pregunta es: ¿De qué modo articular una utopía izquierdista que vuelva a movilizar a las conciencias en su lucha emancipatoria? Dos fragmentos argumentales análogos pueden ayudar a echar luz sobre este extremo:

a. La premisa marxista que sentencia que hay que sumar a la opresión la conciencia de la opresión; y

b. La premisa budista que sostiene que el camino de la liberación comienza con la conciencia de la omnipresencia del sufrimiento y sus causas.

LA ALAMBRADA


Hace unos meses, unos amigos nos invitaron a su casa donde ofrecían una fiesta con motivo de su aniversario. El lugar al que fuimos convidados está ubicado a cuarenta minutos de la capital, en un de los llamados “barrios privados” o “barrios cerrados” que han sido construidos en los últimos años, fruto del “terror” que produce la “inseguridad” entre las capas medias de la población que han logrado acceder a los privilegios de la modernización y la pujanza de los últimos años.

Como ocurre en muchos casos, la fastuosidad interior de estos barrios linda con la más brutal indigencia. Hasta el punto que los kilómetros finales de la carretera pública que sucesivamente nos acerca a los portales de seguridad de los emprendimientos habitacionales acomodados de la zona están flanqueados por altas alambradas que impiden a los “villeros” (los habitantes de las llamadas “villas-miseria”) acceder a la carretera, ofreciéndoles de este modo a los propietarios privilegiados que deben transitar por esos territorios abyectos una sensación extra de seguridad.

La elección del adjetivo “ab-yecto” no es casual. Lo que pretendo en esta entrada es pensar la condición de aquellos que han sido echados fuera, los excluidos del sistema, desde la perspectiva de la violencia. Pero quiero, para ello, fijar mi atención en un conjunto de fenómenos paralelos que evidencian una faceta de la violencia que en muchas ocasiones no es tenida en cuenta. Me refiero a ciertos hábitos que promueve la inclusión social en los que se refleja la contingencia de nuestra condición.

El asunto es de una complejidad asombrosa. Y esto debido a que, a partir de la dicotomía inclusión/exclusión (que ha venido a suplantar la dicotomía marxista opresor/oprimido) puede elaborarse una entera antropología filosófica (como bien nos enseñó Hegel en su Fenomenología y en sus escritos de juventud). Una antropología que sepa eludir, por un lado, el reduccionismo materialista que promueve el marxismo vulgar, y las muchas versiones idealistas que conciben la historia como una mera evolución de las subjetividades.

No podemos situarnos fuera del marxismo, porque es bien sabido que la premisa elemental que propuso Marx (aunque modificada en su formulación debido a las peculiaridades de nuestra época) continúa vigente: la historia humana está surcada de cabo a rabo por las luchas de los individuos y las colectividades por el reconocimiento de si, por la superación de la opresión. Lo cual equivale a su contracara: la historia que habitamos puede interpretarse también como la aspiración al dominio, al poder, sobre los cuerpos y las almas de los otros.

Pero la peculiaridad de nuestra época no es la opresión, sino la exclusión, la producción de “desperdicios humanos”. En esta línea, constatamos un conjunto de autores y tendencias enfocados en una suerte de “medioambientalismo” social que proponen reciclar la “basura humana”, recuperándola para hacerla “económicamente” beneficiosa. Bienvenidos sean todos las empresas que se lleven a cabo para meter dentro del sistema a los desplazados/excluidos, pero eso no nos exime de la crítica al proyecto de la globalización capitalista. Es decir, estamos obligados a volver a Marx después de su larga ausencia (convertida en espectro, según nos mostrara plásticamente Derrida), estamos obligados a recuperarlo como presencia. Es decir, necesitamos repensarlo desde el presente. El cual evidencia sus excesos, sus equívocos, sus errores, pero también, las dolorosas verdades conquistadas en sus textos.

Sin embargo, Marx no es suficiente. Porque además de una interpretación de las condiciones objetivas de la crueldad imperante, necesitamos una teoría de la subjetividad que nos permita poner en evidencia (fenomenológicamente, digamos), los mecanismos que sostienen la aberración de la exclusión. Eso significa echar luz sobre la violencia concertada que se promueve desde el núcleo duro de la ignorancia (la asunción de una ontología fundada en la falaz aprehensión de una autonomía absoluta que nos permite trazar una frontera radical entre “nosotros” - los que contamos – y ellos, cuya suma se acerca a 0).

Volvamos, por lo tanto, a las alambradas que flanquean las carreteras, las garitas y las cámaras de vigilancia y el resto de la tecnología al servicio de la seguridad y volvamos a pensar la violencia. ¿Qué es la violencia después de todo? ¿Dónde está la violencia?

La brutalidad naturalizada que promueve el ejercicio exclusivista y excluyente en raras ocaciones se percibe como tal. La obsena coreografía del despilfarro se despliega frente a la miseria sin miramientos. La cualidad pornográfica de nuestra cultura perturba, demoraliza y paraliza a los individuos sometidos a la vulgaridad de lo explícito. Una ola de impotencia y brutalidades coincide con la morbosidad que producen las imágenes de los órganos y la mecánica reiterada del acotado imaginario que permite lo porno.

De manera análoga, el sufrimiento de la indigencia es acompañado sin prurito por la exhibición morbosa del lujo en las páginas de información, que en una ecuación macabra resuelven en la violencia delincuencial, fruto maduro de la indecente exposición del privilegio y su contrario (la exclusión/expulsión).

Cuando el crimen se acrecienta, cuando las estadísticas sociopoliciales encumbran la inseguridad como variable determinante en la percepción ciudadana, hay que preguntarse: ¿Qué estamos haciendo mal? ¿En qué estamos fallando?

A menos que pretendamos una reformulación cuasi calvinista de la democracia, debemos sincerarnos y preguntarnos a nosotros mismos: ¿dónde está la violencia?

No está demás, por lo tanto, recordar el anhelo marxista de la igualdad, la utopía de una sociedad sin clases, a la hora de pensar la democracia, al tiempo que sumamos a nuestro análisis del capitalismo una fenomenología del sujeto (siempre atento a las peculiaridades de la historia) que eche luz sobre la causa primera y última del sufrimiento: la ignorancia respecto a nuestra verdadera condición. No somos entidades autónomas, como pretendemos (aunque es indispensable asumir una autonomía ética – no otra cosa es la libertad). Somos entidades radicalmente interdependientes. Nuestros alambrados, nuestros muros, nuestra tecnología al servicio del privilegio están en la base de la exclusión que aniquila los cuerpos y reduce los espíritus a la brutalidad. A ambos lados de la cerca, por cierto.

LA VIRTUD DEL PENSAMIENTO


Quiero volver a unas líneas escritas hace unas semanas e incluidas en una entrada del blog. Lo que quiero es volver a aproximarme a esas líneas para sacarles punta.

Entonces me preguntaba: ¿A qué debemos atender para que nuestro pensamiento no sea presa de la frivolidad acechante que nos rodea? La respuesta, aunque obvia, merece articularse más plenamente: el objeto primario del pensamiento, decíamos, debe ser el sufrimiento. Pero el término “sufrimiento” debe entenderse de manera adecuada, porque una comprensión limitada, estrecha, del mismo, no resultará convincente.

Por esa razón voy a acudir a un fragmento de sabiduría budista que nos permita alumbrar la cuestión.

Entre las muchas clasificaciones y distinciones en las doctrinas budistas sobre el sufrimiento, atenderemos a aquella a la que los textos se refieren con el humilde título de “los tres tipos (o clases) de sufrimiento.”

Veamos: con el primer tipo de sufrimiento, que se conoce como “sufrimiento del sufrimiento”, los budistas se refieren a los padecimientos e insatisfacciones evidentes que incluso los animales no humanos son capaces de reconocer como tales en sus respectivas experiencias. Los dolores y malestares físicos y psicológicos forman parte de esta categoría. Cuando prestamos atención a la marcha del mundo constatamos que en el orbe, mal que nos pese, reina a sus anchas el dolor: las guerras, las enfermedades, las mil formas que adopta la opresión, los conflictos interhumanos en toda su variedad, las diversas patologías psicológicas y las angustias existenciales que padecen los individuos humanos pertenecen a este conjunto. Pero también los padecimientos de otros individuos no humanos, sujetos a sus sufrimientos peculiares y a la prepotencia de los hombres.

Sin embargo, además de estas experiencias en las cuales es posible constatar de manera inmediata el carácter indeseable de los mismos, existen otras experiencias de placer y bienestar que los budistas clasifican entre las formas de sufrimiento. Los placeres y las satisfacciones condicionados, sujetos a los avatares de la temporalidad, ocultan tras de sí lo que los budistas llaman “el sufrimiento del cambio”. La belleza, las riquezas, la fama, las “buenas” compañías, los placeres sensoriales, incluso los llamados “placeres cultos”, producen experiencias contingentes, transitorias, que dejan tras de sí, el sufrimiento del cambio. A la juventud sigue ineludiblemente la senectud y la muerte. A toda compañía, tarde o temprano, sigue la separación. A toda acumulación, la dispersión. Este es el carácter ineludible de nuestra condición finita.

Pero aún hay más, nos dicen los budistas, porque nuestra condición finita, nuestra estructura psicofísica, nuestra historicidad constitutiva, nos hace sujetos potenciales de cualquier padecimiento. Todos tenemos dentro de nosotros, de manera latente, la posibilidad de padecer un ataque cardíaco, de padecer un cáncer, de ser engañados en nuestras relaciones, de ser víctimas de una catástrofe medioambiental, o de la violencia en general. Nuestra condición finita se define, desde cierta perspectiva, por los sufrimientos potenciales a los que estamos sujetos.

Ahora bien, ¿Por qué resulta tan importante comenzar ahondando en esta reflexión? Porque esto concede seriedad al pensamiento. Nos permite alumbrar el verdadero sentido de la existencia humana que es la búsqueda de la felicidad individual y colectiva.

Pero además, hay una justificación circunstancial que no debemos perder de vista. Vivimos una época de múltiples verdades. Una época en la cual las diversas verdades están empeñadas en anularse las unas a las otras. En definitiva, una época de no-verdad, fragmentada, explosionada, en lo que respecta ella. Una época que, con o sin razones, desconfía de las metafísicas y las teologías, incluso de los grandes relatos antropológicos y sociológicos en boga en el pasado. Una época que se empeña en las peculiaridades, que se resiste a las determinaciones ontológicas.

Pero podemos constatar conceptual y empíricamente la verdad del sufrimiento, la verdad que anida en la insatisfacción que padecemos superficial y profundamente. También podemos constatar lo inadecuadas que resultan nuestras estrategias a la hora de enfrentar el miedo, y la banalidad de nuestros logros y disfrutes cotidianos a la luz de los desafíos que tenemos delante.

Por lo tanto, contamos con esta primera verdad que los budistas llaman "noble", a partir de la cual asegurar nuestro pensamiento en "la virtud del pensamiento". Una verdad que nos permite enfrentar con seriedad la orgía de lo vacuo que nos circunda.

LA SABIDURÍA SECRETA


Nuestra pertenencia a un lugar determinado, a una tierra, a una nación, es un producto cultural. Quienes se adhieren firmemente a estas imaginaciones sociales pretenden, consciente o inconscientemente, naturalizar su pertenencia. Sin embargo, la elección de una ruptura, la discontinuación de dicha pertenencia, no implica en modo alguno la desnaturalización del individuo en cuestión. Los seres humanos pueden, y en algunos casos están compelidos, a romper con sus lazos familiares, sociales y nacionales, con el fin de su preservación.

En esta entrada voy a referirme, superficialmente, a esta cuestión. Voy a hacerlo sin eludir el desafío que ello implica personalmente, ni los conflictos identitarios que ello suscita.

En buena medida, lo que pretendo es ofrecer algunos apuntes que me ayuden en un posible futuro a desarrollar una fenomenología del desarraigo y la marginación. Quién puede dudar que el “exilio”, el “destierro”, la expulsión del individuo de la Polis, y el temor a ser expuesto a las calamidades de estas condiciones ha jugado un rol crucial en la construcción de nuestros imaginarios sociales. O estamos dentro o estamos fuera. Si estamos dentro, nos aterra la posibilidad de ser arrojados más allá de los lindes que definen lo humano. El expulsado, el in-mundo (aquel falto de mundo, a quien se le ha arretado la mundanidad o se ha precipitado casi voluntariamente a la in-mundicia), yerra a través de los espacios marginales donde podrá, eventualmente, fabricar una nueva pertenencia, imaginar una nueva identidad. Como me explicó Juan Carlos Arbolé a través de una comunicación personal, la utilización que yo hago del término in-mundo implica lo contrario del uso que puede constatarse etimológicamente. De acuerdo con Arbolé, en el contexto de la ética platónica y judeo-cristiana, inmundo se refiere a aquello que se encuentra "demasiado" en el mundo. El estado caído consistía precisamente en ser de este mundo. Ser salvado, por el contrario, implicaba escapar a la mundanidad. De todas maneras, es posible, por medio de una imaginativa transvaloración darle al vocablo el sentido opuesto. En el contexto del marco inmanente, el inmundo es aquel que ha perdido el mundo, que ha sido desterrado del mismo. Es inmundo en el sentido ordinario que le damos en la actualidad, porque se encuentra más allá de los confines de lo establecido. En nuestra jerga rioplatense, el inmundo es el bárbaro, en contraposición al civilizado, es aquel que habita más allá de los confines de la decencia. Aquí decencia, de nuevo, debe entenderse de manera amplia y ordinaria a un mismo tiempo. Lo indecente es no estar a la altura de lo convenido.

Ahora bien, pensemos en la ordenación de las llamadas "villas miseria". En este caso, la marginalidad inicial acaba produciendo un orden de inclusiones y exclusiones propias que se ciñe a las formalidades de toda construcción social. Sin embargo, antes que esto ocurra, antes que el desterrado, el in-mundo, sea capaz de fabricar una nueva identidad, antes que los márgenes se transformen en una nueva centralidad con sus propias marginalidades, el in-mundo no pertenece a ningún sitio. No es ni siquiera un “judío” o un “gitano”, debido, por ejemplo, a la ausencia de una filiación étnica particular que lo identifique. El inmundo habita en la inmundicia, en la basura, tal como esta es definida por la centralidad.

El in-mundo, el desplazado, ese “daño colateral” que fabrican las construcciones sociales, sólo puede definirse en función del rechazo que lo constituye como tal. Ni siquiera su humanidad está asegurada. Es menos que no-humano, como ocurre con un animal, con una mascota que merece nuestra atención pese a que su pertenencia es una gracia que le concede el hombre al elegirlo como animal de compañía. No, aquí el in-mundo, el desterrado, es menos que un animal de compañía. Es invisible o debe ser invisibilizado para preservar al círculo de los justos (la decencia).

En su peregrinaje en busca de un sentido, el desplazado, el desterrado, el expulsado, no puede apropiarse de la historia imaginada comunitariamente para decirse quién es. Se define a sí mismo negativamente a partir de aquello que ha dejado de ser y de aquello que no podrá ser nunca. Se define a partir de lo perdido y lo inalcanzable. Es decir, el desterrado es convertido, por la fuerza de las circunstancias en una mera negatividad. No es el cosmopolita, que se ha inventado (imaginado) un lugar que alcanza todos los rincones del planeta, porque pertenece al círculo de aquellos que tienen poder sobre todo el planeta (los triunfadores de la globalización capitalista, por ejemplo). El desterrado, desplazado o in-mundo, es la contracara del cosmopolitismo. El in-mundo es aquel que ha sido despojado de mundo, aquel que no pertenece a ningún lado. Para el cosmopolita, en cambio, todo el mundo entero es su hogar, ejercita su soberanía sobre la entera orbe. Él pertenece a los que poseen la totalidad de la mundanidad en toda su variedad. Por ello, el cosmopolita es felizmente multiculturalista. Al ser dueño del orbe en toda su variedad y su diversidad, se convierte en un dotado y exquisito amante de lo exótico.

En ese sentido, el in-mundo, el falto de mundo, es un perdedor. Para él no existe un orbe. Habita extra-muros. Lo define la fealdad, la inconveniencia, el error, el aspecto ineficaz del sistema-mundo al que se le exige que integre o erradique lo que obstaculiza la salud de la totalidad producida. El in-mundo no es otra cosa que el desperdicio que la comunidad ha fabricado en su tarea de totalización, de sentido y cohesión. El in-mundo es aquel al que se le niega un lugar dentro del círculo de las particularidades que conforman la totalidad. Porque es bien sabido que el acto de totalización conlleva constitutivamente exclusión. En ese sentido, la identidad se transforma siempre en una forma de negación absoluta del otro.

En esta época nihilista en la cual el ser ha sido reducido a mera voluntad de poder y la técnica se ha convertido en su más acabada expresión, el no-poder, la im-potencia, es el modo más abyecto del ser. Vivimos en una época pornográfica, una época obsesionada por el tamaño de los órganos y las protuberancias mamarias, una época en la que contrasta la pobreza abyecta y la descarnada exposición del privilegio.

Sin embargo, no desesperemos, en esa impotencia relativa del in-mundo, en su penuria asfixiante, hay un poder que aterroriza a quienes viven ocultándose a su verdadera condición: el in-mundo, el marginado, se encuentra mucho más cerca de la verdad que concede la impotencia absoluta y universal de la muerte. Allí reside el poder del in-mundo, en el trato cotidiano con la muerte, que lo acecha de manera punzante sin darle coartada, que se expresa en todas las formas de finitud que la impotencia patenta. El in-mundo habita los charnel-grounds, los cementerios, puede convertirse en un yogui, aquel que al no tener nada que ganar y nada que perder, al ser menos que nada, se ha convertido en totalidad de totalidades.

Por supuesto, la condición marginal surge como contracara de las centralidades. Por otro lado, es condición de posibilidad de las centralidades que a través del sacrificio establecen lo que pertenece y lo que no pertenece al centro y trazan la frontera con las periferias. Este tipo de análisis se encuentra estrechamente relacionado con estudios como los de Mijail Bajtin, Victor Turner y René Girard. En el caso de Turner, especialmente la noción de estructura y antiestructura merece una especial atención.

Por lo tanto, la marginación no puede entenderse como una condición o estado absoluto. Sin embargo, es importante caracterizarla de manera adecuada. En la marginalidad reina la crisis. La conmoción del marginado gira, como decíamos, alrededor del hecho de que a éste se le ha negado el ser: el marginado se debate entre el ser y el no ser. El ser lo constituye la centralidad. El no ser se define a partir de dicha centralidad. Pero, pese a que el marginado ha perdido su condición original de pertenencia que le otorgaba su ser [pensemos en el caso del esclavo], es impotente a la hora de imaginar un sentido futuro.

Pero es justamente esta encrucijada la que permite vislumbrar el carácter imaginario/arbitrario de nuestros órdenes existenciales al tiempo de su necesidad ontológica. Por lo tanto, pese a que no podemos hacer de la marginalidad absoluta nuestro hogar (marginal es aquel que ha sido arrancado de su hogar), ella es la que nos permite una ruptura con nuestro hogar original para inventar una nueva forma de vida. Como bien enfatizaba Castoradis, la imaginación es el motor de toda constitución social. La imaginación permite la irrupción de la novedad, es lo que hace al anthropos un ser constitutivamente histórico.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...