UNA VEZ MÁS: EL LABORATORIO CHILENO: CON UNA CODA DIRIGIDA A LOS ENACTIVISTAS


Este texto se escribe el día de las elecciones presidenciales en Chile. El resultado aún no es conocido. Lo que aquí se examina no depende de ese desenlace, sino de las transformaciones estructurales del sistema político chileno y del contexto internacional en el que se inscriben.

Primera parte

El escenario político chileno ha cambiado de manera significativa durante los últimos años. La posibilidad real de que José Antonio Kast llegue a la presidencia no puede interpretarse como un fenómeno estrictamente electoral. Indica un desplazamiento más profundo que afecta al modelo institucional heredado de la dictadura, al modo en que la transición configuró la gobernabilidad democrática y a la capacidad del sistema político para procesar conflictos estructurales. Este desplazamiento se inscribe además en un entorno internacional caracterizado por tensiones geopolíticas que impactan sobre las opciones políticas disponibles en la región.

La transición chilena estableció un régimen democrático condicionado por enclaves autoritarios: una Constitución diseñada para limitar la acción del gobierno civil, un sistema electoral que favorecía la continuidad de los pactos institucionales y un conjunto de dispositivos destinados a restringir la intervención política sobre el modelo económico. Este diseño produjo una forma de estabilidad basada en el consenso. Las diferencias existían, pero se organizaban dentro de un marco que privilegiaba acuerdos amplios y evitaba modificaciones de fondo. Mientras el crecimiento económico permitió sostener expectativas de movilidad y protección social, este modelo funcionó con relativa eficacia.

El deterioro de las condiciones materiales y la persistencia de desigualdades profundas tensionaron progresivamente este equilibrio. La política de consensos no estaba preparada para abordar conflictos que no podían resolverse mediante negociación. En ese contexto, el estallido social de 2019 reveló que había una parte significativa de la sociedad situada fuera del marco institucional. No se trataba de un déficit de representación ni de una demanda susceptible de canalización mediante procedimientos participativos. Expresaba un desacuerdo estructural sobre el orden político y económico que la transición había consolidado.

La respuesta institucional fue convocar un proceso constituyente. Esta decisión buscaba reconducir el malestar hacia un procedimiento capaz de producir un acuerdo renovado. Sin embargo, la magnitud del conflicto excedía las capacidades del mecanismo. La primera Convención incorporó una diversidad amplia de demandas, pero enfrentó límites derivados tanto de su diseño como de la distancia entre las expectativas sociales y el alcance real del proceso. Su rechazo mostró que el conflicto no podía traducirse sin revisar los fundamentos del modelo de gobernabilidad que había guiado la vida política desde 1990.

El gobierno de Gabriel Boric asumió el poder en medio de este cuadro. Su estrategia se apoyó en el diálogo, el gradualismo y la ampliación de la participación. Esta orientación era coherente con la lógica de la transición, que había interpretado los problemas sociales como déficits de representación o como fallas de comunicación. Pero el conflicto presente no respondía a esa estructura. No era un desacuerdo programático susceptible de ser procesado mediante reforma progresiva, sino una disputa sobre los límites de la acción política, sobre el rol del Estado y sobre la capacidad del sistema para modificar condiciones materiales ampliamente percibidas como injustas.

Las dificultades económicas, la percepción de inseguridad y el deterioro de la confianza en las instituciones reforzaron la idea de que los mecanismos tradicionales carecían de eficacia. En este escenario, Kast emergió como una figura capaz de canalizar la demanda por orden y control. Su discurso no requiere ofrecer un proyecto detallado. Su fuerza proviene de su capacidad para alinearse con una percepción social extendida: que el sistema político no está en condiciones de responder a los problemas cotidianos ni de ofrecer estabilidad en un entorno incierto.

Este fenómeno no es exclusivamente chileno. Se inscribe en un contexto global en el que la rivalidad entre Estados Unidos y China redefine las alianzas, en el que proliferan discursos que privilegian la seguridad sobre la deliberación y en el que proyectos autoritarios han regresado con fuerza en países centrales y periféricos. El ascenso de Javier Milei en Argentina y el retorno de Donald Trump en Estados Unidos muestran que este clima político no es local, sino parte de una reconfiguración más amplia. En este marco, la deriva autoritaria chilena no representa una excepción, sino la convergencia entre condiciones internas y un entorno internacional que favorece opciones orientadas al control.

El punto central es que la democracia chilena enfrenta un límite estructural: su modelo participativo, diseñado para gestionar diferencias moderadas, no puede procesar conflictos que cuestionan el marco institucional en su totalidad. Cuando la participación se concibe como mecanismo de integración y no como reconocimiento de desacuerdos no integrables, pierde capacidad para responder a situaciones en las que el sistema mismo es objeto de disputa. La encrucijada actual no consiste únicamente en determinar quién gobernará, sino en establecer si las instituciones existentes pueden sostener la tensión constitutiva que hace posible la vida democrática.

Segunda parte

Las transformaciones que atraviesan la democracia chilena pueden situarse dentro de un marco teórico más amplio que permite comprender por qué ciertos conflictos no pueden procesarse mediante participación ampliada ni mediante reformas institucionales incrementales. Las teorías contemporáneas del reconocimiento, del desacuerdo y de la representación ofrecen tres modos de aproximarse a esta cuestión. Su contraste ayuda a identificar los límites de los modelos participativos y a precisar las condiciones necesarias para sostener la tensión constitutiva de la vida democrática.

La teoría del reconocimiento, representada de manera destacada por Charles Taylor, parte de la premisa de que las identidades individuales y colectivas requieren validación. La estabilidad social depende de que las instituciones sean capaces de reconocer el valor y la dignidad de los sujetos. En este marco, los conflictos aparecen cuando las prácticas o estructuras vigentes denigran, invisibilizan o subordinan a ciertos grupos. La respuesta consiste en ampliar los mecanismos jurídicos y simbólicos de reconocimiento. Se trata de integrar a quienes han sido excluidos mediante reformas que fortalezcan la igualdad y la participación (Taylor, 1992).

Axel Honneth desarrolla esta perspectiva al sostener que las luchas sociales son luchas por reconocimiento en distintos niveles: afectivo, jurídico y social. Cuando el reconocimiento falla o se distribuye de manera desigual, surgen conflictos que pueden resolverse si el sistema incorpora las demandas de aquellos que han sido vulnerados. Desde este prisma, la democracia se concibe como un proceso continuo de expansión del reconocimiento, en el que la legitimidad proviene de la capacidad del orden institucional para integrar nuevas formas de identidad y reparar injusticias simbólicas (Honneth, 1995).

Este enfoque ha permitido comprender la importancia de la dignidad y de la igualdad en sociedades plurales. No obstante, presenta límites cuando se enfrenta a conflictos que no buscan integración ni ampliación de derechos dentro del marco vigente, sino transformación del marco mismo. En estos casos, el conflicto no surge solo del déficit de reconocimiento. Surge porque la estructura que organiza la vida social distribuye posiciones de manera tal que algunas voces no pueden ser incorporadas sin modificar los criterios que definen quién puede hablar y qué asuntos se consideran relevantes.

Aquí se vuelve pertinente la perspectiva de Jacques Rancière. Para él, la política no surge como proceso de reconocimiento, sino como irrupción de quienes no estaban incluidos en el reparto institucional desde el cual se decide quién pertenece, quién puede intervenir y cuáles son los términos del debate. El desacuerdo no es una diferencia de opinión. Es una ruptura en la distribución de posiciones. La política aparece cuando quienes no tienen parte en el orden existente se presentan como sujetos capaces de intervenir. Este tipo de conflicto no puede resolverse mediante participación ampliada, porque cuestiona la base misma del orden político (1999).

La perspectiva de Nancy Fraser introduce un tercer elemento. Para ella, la injusticia se despliega en tres dimensiones: la desigualdad económica, el menosprecio cultural y la exclusión política. No basta con redistribuir bienes materiales si persisten formas de estigmatización; tampoco es suficiente con ampliar el reconocimiento simbólico si mantienen estructuras de desigualdad; y, sobre todo, no es posible resolver injusticias profundas si el marco que define quién pertenece al demos y quién tiene capacidad de decisión permanece intacto. Fraser subraya que la representación —entendida como la estructura que delimita la comunidad política y organiza su espacio de intervención— es una dimensión central del conflicto contemporáneo (Fraser, 2008).

La integración de estas perspectivas permite comprender un punto fundamental: no todos los conflictos son integrables. Hay situaciones en las que la disputa afecta al propio marco que organiza la vida política. En estos casos, ampliar la participación no es suficiente, porque el conflicto no se sitúa en el nivel de las demandas, sino en el de los criterios que determinan quién puede hacerlas valer (Dussel, 1998; Fanon, 2004; Ambedkar, 2014; Federici, 2004).

Esto conduce a una cuestión más amplia relativa a la democracia. La vida democrática se sostiene sobre una tensión entre individualidad y totalidad. Esta tensión no debe resolverse. Si la totalidad absorbe a las partes, se elimina la autonomía y la diferencia. Si las individualidades se vuelven autosuficientes, se pierde el espacio común. La democracia requiere mantener abiertos ambos polos. Esta apertura es la condición para que exista desacuerdo real y para que posiciones no integrables puedan sostener su lugar.

En el contexto actual, algunas corrientes del pensamiento sistémico, de las ciencias cognitivas y de la inteligencia artificial conciben a los sujetos como nodos de procesos colectivos. Desde este prisma, el conflicto tiende a interpretarse como perturbación del sistema. Si estas categorías se trasladan al campo político de manera directa, el riesgo es reducir la democracia a un problema de coordinación y ajuste. Sin embargo, la democracia no consiste en la preservación de una coherencia sistémica. Consiste en la capacidad de las instituciones para sostener desacuerdos que no se resuelven mediante interacción cooperativa.

El punto crucial es que las diferencias no solo deben poder expresarse. Deben poder modificar el estado de cosas, cuestionar los criterios de decisión y, llegado el caso, sostener una posición que no se deje absorber por el marco vigente. Esta posibilidad es incompatible con modelos que interpretan el conflicto como desajuste o desviación. La democracia exige reconocer la legitimidad de posiciones que no buscan integración, sino revisión del orden.

Este marco teórico permite comprender por qué ciertos conflictos, como los que atraviesa Chile, no pueden procesarse mediante ampliación participativa ni mediante reformas graduales. También permite entender por qué los modelos orientados a la coordinación, la interacción o la regulación sistémica resultan insuficientes para capturar la dimensión estructural de la disputa política contemporánea. La estabilidad democrática depende de instituciones capaces de sostener la tensión constitutiva entre partes y totalidad, y de reconocer la legitimidad de quienes no pueden o no quieren participar en los términos establecidos.

Con este trasfondo teórico, las limitaciones del modelo participativo chileno se comprenden no como anomalías, sino como expresión de la incapacidad del sistema para sostener conflictos que afectan su estructura básica. El desafío no consiste en ampliar la participación, sino en revisar el marco que determina sus posibilidades. Esto requiere pensar la democracia no como un mecanismo de integración, sino como un régimen que reconoce la exterioridad y sostiene la tensión que hace posible la vida común.

Coda dirigida a los enactivistas

La teoría enactivista, en sus diversas formulaciones, surgió parcialmente en el contexto intelectual chileno. Primero con la autopoiesis de Maturana y Varela (1980), luego con la expansión fenomenológica y budista impulsada por Varela, Thompson y Rosch (1991), y más recientemente con los intentos de Di Paolo, De Jaegher y Thompson (2018) por elaborar un enfoque capaz de abordar la dimensión social y política de la vida humana. Esta genealogía otorga al caso chileno un valor particular: el país donde nació la noción de clausura operativa es también el país donde sus límites se vuelven más visibles.

El enactivismo parte de la idea de que los sistemas vivos constituyen su propio dominio de sentido mediante dinámicas de autonomía, acoplamiento y regulación. Esta ontología, fértil para la biología y para la fenomenología, adquiere complejidad adicional cuando se proyecta sobre la vida social. La propuesta de «participatory sense-making» sostiene que las normatividades colectivas emergen de prácticas de coordinación entre agentes autónomos. Bajo esta perspectiva, el conflicto se entiende como desajuste en las dinámicas interactivas, algo que puede ser corregido mediante reconfiguración o ampliación de la participación.

Sin embargo, cuando se analizan situaciones políticas concretas —como el estallido social chileno de 2019, la persistencia de desigualdades estructurales o la actual polarización— resulta evidente que muchos conflictos no pueden describirse como fallas de coordinación. Son expresiones de estructuras históricas que no se ajustan porque fueron diseñadas para no hacerlo. El conflicto no surge de la interacción, sino de la posición que ciertos actores ocupan en una arquitectura institucional que distribuye las posibilidades de acción de manera desigual. En estos casos, la autonomía no es recíproca y la participación no constituye un espacio común.

El marco enactivista enfrenta aquí un límite ontológico. Su noción de clausura operativa tiende a disolver la exterioridad. La relación con el entorno —biológico o social— aparece siempre mediada por las dinámicas internas del sistema. Cuando esta idea se traslada a la política, el resultado es una tendencia a interpretar las tensiones sociales como perturbaciones internas que deben ser reabsorbidas mediante ajustes en la interacción. Esta neutralización del conflicto impide reconocer la existencia de posiciones que no pueden ser integradas sin alterar los fundamentos del orden vigente.

La democracia, sin embargo, requiere exactamente lo contrario. Necesita instituciones capaces de sostener la tensión entre totalidad e individualidad, así como la presencia de sujetos que no buscan ser integrados en los términos existentes. La política aparece cuando quienes no tienen parte interrumpen el marco vigente y obligan a reconsiderar los criterios de pertenencia. Esta exterioridad —ética, material, histórica— no puede ser reducida a una dinámica de coordinación sin perder su significado.

Los intentos recientes de los enactivistas por abordar la dimensión social, especialmente en Linguistic Bodies, elaboran una teoría según la cual la normatividad surge del ajuste entre cuerpos lingüísticos que co-constituyen sus mundos. Aunque esta propuesta describe con precisión fenómenos de interacción cotidiana, presenta dificultades cuando se enfrenta a conflictos estructurales. La presuposición de un horizonte lingüístico compartido es insostenible allí donde el problema político consiste precisamente en que no existe lenguaje común posible dentro del marco vigente.

El caso chileno muestra esta insuficiencia con claridad. La protesta social de 2019 no buscaba integración ni ajuste. Señalaba la existencia de una exterioridad que no podía traducirse sin transformar la arquitectura institucional establecida. La respuesta no podía consistir en ampliar la participación, porque el conflicto afectaba a los criterios que definían quién podía participar y en qué condiciones. El enactivismo, tal como está formulado, carece de una ontología adecuada para reconocer estos fenómenos.

El desafío teórico es evidente: si el enactivismo pretende ofrecer un marco para comprender la vida social, debe abandonar la suposición de que el sentido es siempre co-constitutivo y reconocer que existen conflictos en los que no hay coordinación posible. La autonomía puede ser asimétrica. La normatividad puede ser impuesta. La exterioridad no es un déficit de interacción, sino una condición irreductible de la vida política.

Si el enactivismo no incorpora esta dimensión, seguirá siendo útil para describir dinámicas cooperativas, pero permanecerá inoperante frente a situaciones políticas reales como las que hoy atraviesan Chile y buena parte del mundo. La democracia exige una ontología del conflicto que reconozca la posibilidad de sujetos no integrables. Esta exigencia es incompatible con un modelo que entiende la vida social únicamente como coordinación y ajuste. Una reconsideración profunda de los presupuestos ontológicos del paradigma es necesaria si se pretende que tenga alcance más allá del ámbito fenomenológico y biológico.

Bibliografía

Ambedkar, B. R. (1936/2014). Annihilation of Caste (A. Roy, Ed.). Navayana.

Di Paolo, E. A., Cuffari, E., & De Jaegher, H. (2018). Linguistic Bodies: The Continuity Between Life and Language. MIT Press.

Cincunegui, J. M. (2019). Miseria planificada. Derechos humanos y neoliberalismo. Dado Ediciones.

Cincunegui, J. M. (2024). Mente y política. Dialéctica y realismo desde la perspectiva de la liberación. Dado Ediciones.

Cincunegui, J. M. (2026). La vida en la historia. Más allá de la biología, la fenomenología y las ciencias cognitivas. (En prensa).

Dussel, E. (1998). Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión. Trotta.

Fanon, F. (1961/2004). The Wretched of the Earth. Grove Press.

Federici, S. (2004). Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation. Autonomedia.

Fraser, N. (2008). Scales of Justice: Reimagining Political Space in a Globalizing World. Polity Press.

Honneth, A. (1995). The Struggle for Recognition: The Moral Grammar of Social Conflicts. MIT Press.

Maturana, H., & Varela, F. J. (1980). Autopoiesis and Cognition: The Realization of the Living. D. Reidel.

Rancière, J. (1999). Disagreement: Politics and Philosophy. University of Minnesota Press.

Taylor, C. (1992). Multiculturalism and The Politics of Recognition”. Princeton University Press.

Varela, F. J., Thompson, E., & Rosch, E. (1991). The Embodied Mind: Cognitive Science and Human Experience. MIT Press.

SOBRE EL IMPERIALIMSO EN EL SIGLO XXI

La palabra imperialismo vuelve a tener vigencia descriptiva. El ejercicio del poder sobre los territorios que definía originalmente el vocablo hoy se desplaza hacia las mediaciones que hacen pensable ese poder. La prensa internacional lo presiente: habla del retorno de las esferas de influencia, de la pugna entre Estados Unidos y China, del control de los minerales estratégicos o de la geopolítica de los datos. Sin embargo, sólo en contadas ocasiones se refiere a la forma más insidiosa que adopta este poder. Los titulares muestran la superficie visible del conflicto; nosotros debemos descender hasta su lógica subterránea. Lo que está en juego no es únicamente el reparto del poder mundial, sino la reconfiguración de las condiciones mismas de nuestra existencia: la transformación de la vida humana en campo universal de extracción y de cálculo.


El siglo XIX fue el del imperialismo industrial; el XX, el del imperialismo financiero; el nuestro, el del imperialismo algorítmico. En apariencia, las potencias ya no se disputan colonias, sino mercados y flujos de información. En realidad, los nuevos imperios —Google, Amazon, Apple, Meta—, cada vez más en control de los Estados a través de la apropiación de su inteligencia estructural, reproducen la misma matriz de dominación que un día legitimó la conquista y la explotación, sólo que bajo una forma más sutil: la de la dependencia tecnológica y la captura de la atención. Quien controla los algoritmos controla las posibilidades y los límites del mundo: decide qué se ve, qué se dice, qué se ignora. El dominio ya no opera por fuerza, sino por diseño de realidad.

Esta lectura prolonga, en clave contemporánea, el debate que Néstor Kohan (2022) reunió en Teorías del imperialismo y la dependencia desde el Sur Global. Allí, David Harvey (2003) y John Smith (2016) confrontan dos modos de pensar la expansión del capital: la acumulación por desposesión, que expropia lo común y mercantiliza lo vital, y la superexplotación del trabajo, que transfiere valor del Sur al Norte mediante la degradación sistemática de las condiciones de vida. En el mundo digital, ambos procesos convergen: las plataformas despojan a los usuarios de sus datos y a los trabajadores del Sur Global de su tiempo y de su cuerpo. La nube, celebrada como metáfora del progreso, descansa sobre un subsuelo de extracción, precariedad y desecho.

Lo que se anuncia, por lo tanto, no es un tecno-feudalismo, como propone Varoufakis (2023), sino una intensificación del capitalismo bajo formas rentistas y digitales. No asistimos al retorno del feudo, sino a la expansión del capital más allá de sus límites clásicos. Como ha advertido Morozov (2022) en Critique of Techno-Feudal Reason (New Left Review), hablar de feudalismo digital corre el riesgo de oscurecer la continuidad histórica del capital, que no ha sido abolido sino reconfigurado en su modo de acumulación y en su infraestructura tecnológica. Cada interacción en línea es una transacción encubierta; cada gesto, una contribución involuntaria a la maquinaria del valor. Las plataformas ya no producen mercancías: mediatizan la producción del sentido. Convierten la vida en fuente de renta. El trabajo, reducido a dato, se invisibiliza; la dominación, disfrazada de conexión, se naturaliza.

En este contexto, la crítica de Nancy Fraser (2022) adquiere una resonancia particular. En Cannibal Capitalism, la autora sostiene que el capitalismo devora las condiciones de su propia existencia: la naturaleza, el cuidado y la legitimidad. Pero su diagnóstico, aunque lúcido, queda incompleto si no se reconoce que esa voracidad adopta una forma estructuralmente imperial. Lo que ella denomina capitalismo caníbal es, en el plano geopolítico, imperialismo del Norte sobre el Sur, y en el plano cognitivo, imperialismo de la mediación digital sobre la vida. La expansión del capital no sólo atraviesa fronteras: borra las diferencias que le daban sentido al mundo.

Por esa razón consideramos —como hemos desarrollado en un estudio reciente— que toda formulación teórica en el ámbito de la filosofía y las ciencias sociales que reproduzca, de modo explícito o implícito, la estructura sesgada de las ciencias cognitivas y de la inteligencia artificial, herederas todas ellas de la cibernética, exige máxima cautela por nuestra parte. En tales marcos, la noción misma de conocimiento aparece confundida con los principios de control y de cálculo que organizaron el pensamiento técnico del siglo XX. Lo que se presenta como una teoría del conocer es, en realidad, la prolongación epistémica de un artefacto cultural de dominio, cuya función consiste en modelar nuestra autointerpretación como agentes —individuales y colectivos— según los parámetros de la eficiencia y la adaptación (Cincunegui, 2026).

Desde América Latina, la filosofía de la liberación ha pensado este fenómeno con una radicalidad distinta. Enrique Dussel (1974, 1998, 2007) nos enseñó que toda totalidad se funda en una exclusión, y que el punto de partida del pensamiento no puede ser el sistema, sino la herida que este produce en la carne del mundo: las vidas negadas que sacrifica en nombre de su autonomía. En este sentido, el imperialismo —industrial, financiero o algorítmico— no es sólo una estructura económica, sino una forma de negación ontológica. El otro no es reconocido como interlocutor, sino absorbido como recurso. Frente a esa clausura, pensar desde la exterioridad significa restituir la dignidad de aquello que no tiene voz: las víctimas, los trabajadores invisibles, la naturaleza violentada.

Franz Hinkelammert (1984, 1995), por su parte, habló de la idolatría del mercado como de una nueva teología inhumana. Hoy podríamos hablar de la idolatría del algoritmo, esa instancia que promete reordenar el mundo y reobjetivarlo, respetando el borramiento de los sujetos y legitimando la primacía del cálculo como sello de la forma ontológica de la mercancía. En nombre de una eficiencia abstracta se sacrifica la vida; en nombre de un progreso inanimado se destruye la memoria, y con ella, la vida misma; en nombre de la innovación se clausura la posibilidad de otro mundo. La técnica digital, en maridaje con la tecnología armamentística a la que sirve como su inteligencia, se ha vuelto el fetiche del poder imperial del siglo XXI. Resistir a ese fetiche no significa negar la tecnología, sino desactivar su lógica sacrificial: volver a ponerla al servicio de la vida.

Desde esta perspectiva, eso que llamamos el Sur no es un lugar geográfico, sino un posicionamiento ético-político. Es el punto desde donde se revela la mentira de la neutralidad tecnológica y la continuidad de la dominación cruel del centro sobre las periferias. El Sur piensa y vive aquello que el sistema excluye como no valuable para poder valorizarse a sí mismo. Por ello, el Sur no puede ser nunca —y erramos rotundamente cuando lo hacemos— una reivindicación identitaria, sino una rebelión existencial ante la expropiación del sentido mismo de la dignidad humana y de las condiciones materiales que hacen posible su realización.

Así entendido, el imperialismo contemporáneo no consiste sólo en la apropiación de recursos, sino en la expropiación del sentido. No se impone ya sobre la materia, sino sobre la posibilidad misma de lo real. Como ha ocurrido siempre, es aquí donde se juega la partida filosófica y política de nuestro tiempo: en desenmascarar la teología secular del algoritmo y restituir a la vida su primacía frente a un poder que, una vez consumado el cribado violento que hoy presenciamos, se presentará bajo la forma de una nueva armonía sistémica y de una totalización participativa, donde la exclusión adopta una deriva eugenésica. Nos dirán quiénes de nosotros merecemos vivir y quiénes, en cambio, no merecemos seguir viviendo.

Referencias


Benjamin, W. (1940/2008). Tesis sobre la filosofía de la historia. En Iluminaciones (trad. J. Aguirre). Taurus. 

Cincunegui, J. M. (2019). Miseria planificada. Derechos humanos y neoliberalismo. Dado Ediciones.

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Dussel, E. (1974). Método para una filosofía de la liberación. Superación analéctica de la dialéctica hegeliana. Sígueme.

Dussel, E. (1998). Ética de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión. Trotta.

Dussel, E. (2007). Política de la liberación. Historia mundial y crítica. Trotta.

Fraser, N. (2022). Cannibal capitalism: How our system is devouring democracy, care, and the planet—and what we can do about it. Verso.

Harvey, D. (2003). The new imperialism. Oxford University Press.

Hinkelammert, F. (1984). Crítica a la razón utópica. DEI.

Hinkelammert, F. (1995). El grito del sujeto: Del teatro-mundo del evangelio de Juan al proyecto de una sociedad de vida. DEI.

Kohan, N. (Comp.). (2022). Teorías del imperialismo y la dependencia desde el Sur Global. CLACSO.

Levinas, E. (1971). Totalité et infini: Essai sur l’extériorité. Martinus Nijhoff.

Morozov, E. (2022). Critique of techno-feudal reason. New Left Review, 133-134, 67–98.

Smith, J. (2016). Imperialism in the twenty-first century: Globalization, super-exploitation, and capitalism’s final crisis. Monthly Review Press.

Varoufakis, Y. (2023). Technofeudalism: What killed capitalism. The Bodley Head.


© 2025 Juan Manuel Cincunegui
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NOSOTROS, ESOS DESCONOCIDOS

 En Quién sabe dónde vive, publicado en El País el 31 de octubre de 2025, Martín Caparrós convierte el desconcierto político en una reflexión sobre la imposibilidad de conocernos como comunidad. El texto sugiere que toda nación se construye sobre una ficción compartida: una imagen del “nosotros” que nunca coincide con su realidad múltiple. Esto no es una novedad —Benedict Anderson lo señaló hace más de cuatro décadas en Comunidades imaginadas—, pero adquiere hoy una nueva fuerza en un tiempo en que las ficciones nacionales ya no logran sostener la experiencia común.

Caparrós reactualiza así una intuición que atraviesa toda la teoría moderna de la nación: la comunidad política no se funda en un vínculo real, sino en la creencia compartida de pertenecer a un mismo relato. En mi propia experiencia, esa tensión entre relato y realidad adopta otra forma. Pertenezco a una generación distinta, marcada por la violencia estatal y por la complicidad civil que la sostuvo, pero obligada a vivir esa violencia sin cita previa. Cuando se produjo el golpe no era siquiera un púber; y no solo crecí bajo el peso de la historia, sino que la violencia, el ocultamiento y la hipocresía fueron el pan nuestro de cada día de mi niñez. Comprendí más tarde que mi grupo social no solo había legitimado discursivamente la dictadura, sino que había integrado el aparato burocrático que hizo posible la desaparición y el expolio de miles de personas. Esa conciencia me expulsó del país y definió mi vida entera. Pero la distancia no borra la pertenencia: uno sigue siendo del lugar donde aprendió a callar. Desde entonces mi relación con Argentina es la de una lealtad quebrada, una pertenencia en disputa entre la memoria y el desencanto.

Esa experiencia temprana me hizo comprender, años después, lo que Caparrós expresa con agudeza: que la imagen que cada uno tiene de su país no coincide con lo que ese país es. Todos proyectamos nuestra parte —nuestro entorno, nuestras lecturas, nuestros valores— sobre una totalidad imaginaria que llamamos “Argentina”. Pero esa totalidad es contingente: una composición inestable de instituciones, lenguas, territorios, burocracias y afectos sostenida apenas por un nombre. En esa palabra se condensa una aspiración de unidad que nunca se cumple y que, sin embargo, necesitamos creer posible para seguir habitando juntos una ficción de comunidad.

Y el nombre es el problema. Todo nombre produce una totalidad: un círculo de sentido que delimita lo que pertenece y lo que queda fuera. “Argentina” designa una comunidad, pero también excluye todo lo que no encaja en el imaginario que la nombra. La identidad nacional no es un hecho sino una operación: una frontera trazada con palabras. Cada nombre encierra su negación constitutiva: afirmar lo argentino es negar lo que queda fuera de lo argentino.

El problema, sin embargo, no se limita, como nos gustaría creer, al caso argentino. Remite a una cuestión más amplia: la relación entre las palabras y las cosas, entre los signos y aquello que pretenden nombrar. Los nombres, y especialmente los nombres colectivos —“pueblo”, “nación”, “identidad”—, no describen una realidad previa: la producen. En ese sentido, todo discurso sobre la identidad está ya implicado en una forma de poder. De ahí la pregunta que recorre, explícita o implícitamente, este texto: ¿podemos seguir haciendo política de identidad de manera significativa o coherente cuando el propio acto de nombrar constituye la exclusión que dice combatir?

De ahí que la nación sea, por definición, una dialéctica entre totalidad y parte. La totalidad aspira a englobar la diversidad bajo un mismo signo —una bandera, una lengua, una memoria—, mientras las partes resisten o exceden esa integración. Los autoritarismos intentan realizar la unidad suprimiendo la diferencia; las democracias la administran, tolerando su conflicto sin resolverlo. Cada elección nos lo recuerda: el todo al que creíamos pertenecer nunca fue homogéneo. Lo que llamamos “nosotros” no es una esencia, sino una coincidencia transitoria de intereses y expectativas, una ficción de unidad que solo se sostiene mientras nadie pregunta demasiado por sus límites.

El ascenso de Milei no crea esa fractura: la exhibe. Su discurso de odio y exclusión reactualiza una vieja pulsión argentina —la fascinación por la fuerza, la búsqueda del enemigo interno— que atraviesa nuestras instituciones desde su origen colonial. Pero esa lógica ya no proviene del poder hacia abajo; se reproduce desde abajo, entre iguales, cuando una parte del pueblo se levanta contra otra parte del pueblo. En esa inversión del conflicto —cuando los excluidos reproducen el lenguaje del amo— se revela el colapso del lazo simbólico que alguna vez sostuvo la idea de comunidad nacional.

Pero a esto hay que agregar un elemento inédito en su explicitación, aunque constitutivo de nuestro ser colonial. Por primera vez, la subordinación histórica de la Argentina —esa mezcla de fascinación y obediencia ante el poder imperial— se declara sin disimulo. La explicitación es “nuestra”: la de una sumisión voluntaria al proyecto imperialista y colonial estadounidense e israelí. El presidente Milei lo dijo con todas las letras mientras “negociaba” un salvataje financiero diseñado a la medida de la voluntad imperial: su compromiso con Estados Unidos e Israel es incondicional, porque esa es nuestra voluntad e identidad geopolítica y civilizatoria. En esa confesión, que adopta el tono de una entrega orgullosa, se manifiesta la forma contemporánea de nuestra dependencia: no ya impuesta, sino asumida como identidad.

Hace años intento comprender, desde la filosofía política latinoamericana, qué significa hoy la palabra pueblo. En nuestra tradición —de Mariátegui a Dussel, de Fanon a Rodolfo Kusch— el pueblo no es un dato demográfico ni una categoría sentimental, sino una forma de conciencia histórica: el sujeto de los excluidos, la negatividad viva de la nación. El pueblo nombra la herida de la totalidad, no su cumplimiento.

Por eso lo que vivimos no es solo la derrota del peronismo, sino algo más profundo: la fractura del pueblo mismo. Los excluidos se enfrentan entre sí. Hay una parte del pueblo que celebra la crueldad contra otra parte del pueblo, que aplaude la violencia verbal y simbólica dirigida a quienes comparten su misma precariedad. Cuando los pobres se odian entre sí, el lazo moral que sostenía la palabra pueblo se disuelve, y el poder ya no necesita reprimir: le basta con administrar el odio.

Esta lógica del enfrentamiento social no es un accidente argentino; forma parte de una racionalidad política más amplia. Como han mostrado Christian Laval, Pierre Dardot, Pierre Sauvêtre y Haud Guéguen en La opción por la guerra civil. Otra historia del neoliberalismo (Traficantes de Sueños, 2024), el neoliberalismo se funda en la elección deliberada de la guerra civil como forma de gobierno. No se trata de una metáfora: la guerra, en su acepción neoliberal, es el dispositivo que permite organizar la sociedad desde el conflicto permanente, convertir la competencia en virtud y la enemistad en motor de la vida social. La paradoja, señalan los autores, es que el neoliberalismo, mientras proclama la libertad individual y el mercado como horizonte de emancipación, necesita del Estado y de su poder de coerción para sostener esa guerra interna.

La crisis actual revela así los límites del imaginario político que organizó nuestra vida democrática. No basta con denunciar el neoliberalismo ni con añorar un pasado de justicia social: ambos gestos permanecen presos del mismo horizonte agotado. Necesitamos nuevas categorías para pensar la comunidad, la justicia y la exclusión. Tal vez haya llegado el momento de aceptar que la totalidad no puede volver a unirse, y que la política ya no puede fundarse en la promesa de reconciliación. Una democracia viva debería reconocer la disonancia como condición, no como error: aprender a habitar el conflicto sin convertirlo en enemistad, a sostener un nosotros fracturado sin buscar su falsa unidad.

Si el nombre “Argentina” ha dejado de designar un vínculo real, no es porque el país haya cambiado de esencia, sino porque nunca tuvo una. Las naciones son invenciones que se sostienen en pie mientras creemos en ellas. Pero ese fracaso del nombre no es necesariamente una tragedia: puede ser la oportunidad de pensar otra forma de comunidad. Una comunidad que no se funde en la identidad sino en la responsabilidad; que no busque unidad, sino hospitalidad; que sepa convivir con su propia fractura.

Quizás ese sea el sentido más hondo de la frase final de Caparrós: “no sabemos quiénes somos ni dónde vivimos”. No saber puede ser una forma de saber: la conciencia de que toda identidad es contingente, de que todo nombre encubre una exclusión, de que el “nosotros” es siempre incompleto. Tal vez el futuro de la democracia —y, con ella, el de la esperanza— dependa de asumir esa ignorancia sin miedo. Solo renunciando a la ilusión de unidad podremos empezar, por fin, a pensar en serio la justicia.


© 2025 Juan Manuel Cincunegui
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MÁS ALLÁ DE LA DEFINICIÓN: SOBRE EL FASCISMO Y LA CLAUSURA DEL SENTIDO

 El fascismo no vuelve. En realidad, nunca se ha ido. Cambia de rostro, de léxico y de escenario, pero mantiene intacta su estructura moral: la negación organizada de la alteridad.

Frédéric Lordon publicó recientemente en Le Monde Diplomatique un artículo titulado “Fascismo, una definición” (abril de 2025), en el que propone devolver al término su fuerza conceptual. Frente a quienes lo reducen a una reliquia histórica, o a una caricatura estética —uniformes, brazaletes, desfiles—, Lordon recuerda que el fascismo no es una imagen del pasado, sino una forma recurrente de organización del miedo y de movilización del resentimiento. Su advertencia es imprescindible: sin palabras precisas no hay resistencia posible.

Pero el mérito de su texto no oculta la paradoja que lo atraviesa. Lordon busca definir el fascismo desde dentro del mismo horizonte racional que lo engendra. Cree que una definición puede salvarnos del caos, cuando, tal vez, lo que necesitamos es salir del marco que hace del caos una amenaza. El fascismo no es sólo una crisis política: es el síntoma de una civilización agotada, de una “organización del sentido” que se repliega sobre sí hasta asfixiar todo lo que no cabe en su forma.

Lordon distingue tres elementos: un Estado autoritario que monopoliza la producción simbólica y refuerza la represión; una manipulación de las “angustias identitarias” de los dominados, que vuelven su frustración contra otros aún más dominados; y una doctrina jerárquico-civilizatoria, de tono apocalíptico, que legitima la violencia en nombre de la supervivencia. Es un esquema tan preciso, como inquietante. Describe con exactitud el escenario del presente. Sin embargo, lo decisivo no es la descripción, sino lo que esta revela: el cierre histórico de la racionalidad moderna en torno a sí misma, el enroque ante el fin del relato.

En el primer elemento —el Estado autoritario— se manifiesta la conversión del poder en administración total de la vida. No se trata sólo de control político, sino de captura del pensamiento. Educación, investigación, cultura, medios. El aparato se orienta a la uniformización de todos los criterios del sentido. En nombre de la neutralidad liberal, se impone una despolitización generalizada que hace imposible cualquier juicio exterior al sistema. Lo que aparece como libertad de opinión es, en realidad, una homogeneidad sin fisuras. La clausura del lenguaje adopta la forma distópica de la tolerancia.

El segundo rasgo —la manipulación de las pasiones— es el núcleo afectivo del fascismo. Donde el sufrimiento social podría devenir conciencia, resulta en resentimiento. Las masas heridas son convocadas a recomponerse movilizándose contra un enemigo interior: el migrante, la feminista, el disidente, el pobre —pero también el “comunista”, el “populista”, el “zurdo”. El malestar se vuelve odio y el odio, pertenencia. Esa inversión afectiva —el dolor que se transmuta en exclusión— es el mecanismo que sostiene la maquinaria fascista. No hay ideología que se imponga sin antes haber colonizado el cuerpo y sus emociones.

El tercer rasgo —la doctrina de la amenaza existencial— culmina el proceso. El fascismo es una “teología del miedo” que deriva, casi inevitablemente, en una “teología de la crueldad”. Todo se justifica en nombre de la supervivencia —no de la mera vida, sino de un privilegio imaginario del que se cree despojado—: deportaciones, guerras preventivas, genocidios. La mera vida deja de ser lo que se defiende para convertirse en aquello que se impone frente a la vida del otro, para poder seguir llamándose verdaderamente humana. La humanidad se divide entre quienes merecen vivir humanamente y quienes encarnan el peligro mismo para la vida humana. De ahí su carácter religioso: no hay política más teológica —ni teología más política— que la que decide quién es humano y quién no.

Ahora bien, en este punto conviene dar un paso más allá de Lordon. El fascismo no es un retorno del pasado, sino la persistencia de una lógica civilizatoria: la de un mundo que sólo supo constituirse y afirmarse negando al otro. La modernidad colonial, el racismo estructural y el patriarcado fueron sus laboratorios históricos. Lo que hoy se presenta como “crisis de identidad” liberal es, en realidad, la crisis de un sistema que ha agotado su capacidad de afirmarse mediante el “reconocimiento” y se preserva, cada vez más, en la apoteosis del desprecio moral. Cuando todo lo que es exterior se percibe como amenaza, la historia se convierte en paranoia.

La definición de Lordon puede, por tanto, leerse como el diagnóstico de una razón que se ha vuelto contra sí. Su llamado a pensar el fascismo conceptualmente es legítimo, pero tal vez insuficiente. No basta con definir: hay que desactivar la matriz que produce las condiciones del fascismo. Esa matriz es la clausura del sentido moderno, la pretensión de que el mundo puede comprenderse y gobernarse desde un único centro —sea el Estado, la Nación o el Mercado—. El fascismo no inventa esa clausura: la hereda y la lleva a su extremo.

Frente a ello, la tarea política y ética consiste en derrumbar los muros que pretendidamente nos protegen, pero que en verdad nos aprisionan; sin que ello suponga, en modo alguno, pretender un regreso a la tolerancia liberal —demasiado complaciente con el orden que la engendra—, sino una conversión del sentido. Significa, en un primer nivel, escuchar a los cuerpos y a las voces que la historia ha excluido: los pueblos colonizados, las víctimas de la guerra, los cuerpos explotados o racializados no son los márgenes de la historia, sino su condición de posibilidad. Allí donde la modernidad ve peligro, hay fuente de sentido. Pero también debemos aprender a escuchar a nuestros propios cuerpos que se pudren y se mueren, invisibilizados por una cultura que niega la vida vulnerable, el sufrimiento ontológico y existencial ineludible, en nombre de lo etéreo y lo insignificante.

Nombrar el fascismo es, antes que cualquier otra cosa, una operación ética. Consiste en reconocer que toda clausura frente a la alteridad es el inicio de la barbarie. De nada sirve multiplicar diagnósticos si no se transforma la relación entre saber-conocer y vida, entre política y vulnerabilidad. El antifascismo no puede limitarse a una defensa institucional; ha de convertirse en una forma de sensibilidad lúcida, en una disposición interior a reconocerse afectado y ser afectado.

Lordon tiene razón en que sin definición no hay acción. Pero sin una apertura existencial radical, sin una ontología de la vulnerabilidad, no hay humanidad. El fascismo, en su raíz, es la negación del afuera. Por eso, la resistencia comienza por restaurar ese afuera: por volver a sentir la vida como presencia compartida, por aprender a decir “nosotros” sin borrar la diferencia. Pero también en reconocer que ese “nosotros” es siempre provisional, porque la separación y la muerte nos acechan desde el mismo día en que ingresamos en ese mundo del “nosotros” familiar que hoy nos define.

Tal vez el antifascismo del siglo XXI consista menos en erigir muros conceptuales que en aprender a escuchar el silencio que viene del más allá. Allí donde el poder político grita “amenaza existencial”, comienza el espacio de la responsabilidad. Sin responsabilidad sólo queda el miedo. Y el miedo, como bien sabemos por la historia, siempre termina organizándose en connivencia con la barbarie.

El reciente triunfo electoral de Javier Milei en Argentina, pese a los escándalos de corrupción, a los estallidos de violencia y a un entreguismo colonial ya sin disimulo, confirma hasta qué punto la maquinaria afectiva que Lordon describe está plenamente activa. El resentimiento se ha transformado en programa de gobierno y la crueldad en espectáculo. El mismo dispositivo que moviliza el miedo en Europa bajo consignas xenófobas opera en el Sur global como una sumisión voluntaria a las potencias económicas, acompañada del desprecio de los más débiles. El pueblo, despojado de horizontes, en una guerra de todos contra todos, en una suerte de revival hobbesiano, ha sido inducido a confundir la destrucción creativa con la libertad —la receta es bien conocida—. En esa destrucción creativa, sin miramientos ni escrúpulos, se revela la dimensión global del fascismo contemporáneo: una alianza entre desesperación y cinismo que ya no necesita brazaletes ni marchas, sino pantallas y mercados.

La verdadera pregunta, más urgente que nunca, no es cómo definir el fascismo, sino cómo reaprender a sentir la vida antes de que todo significado haya sido reemplazado por su caricatura digital. Eso significa que el problema ya no está simplemente allí fuera, en las palabras y en las cosas, sino en nosotros, en cada uno de nosotros, como agentes involuntarios de la barbarie. Garantizar que esto no ocurra forma parte de la educación de la militancia del siglo XXI. No podemos enfrentar la barbarie con barbarie, ni someternos a las exigencias de un liberalismo político de cuyo seno emerge cíclicamente eso que llamamos fascismo.

© 2025 Juan Manuel Cincunegui
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NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO


Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez. Las derechas no tienen patria ni corazón. Odian a sus conciudadanos, aunque prometan perseguir a los inmigrantes para protegerlos de un mal imaginario. Son prisioneros del deseo egotista que, en nuestra época, se traduce en una cuenta bancaria abultada y en pasearse por los salones de los malos de turno.

Argentina, una vez más, es un laboratorio social. Lo fue durante el maldecido kirchnerismo, cuando todavía se podía decir «Patria Grande» sin ser perseguido. Hoy estamos en cuenta regresiva. La derecha crece a golpe de efectos, alimentada por la enloquecida psiquis de jóvenes hambrientos de ilusiones manufacturadas en la web, soñando con ser el próximo Elon Musk.

Con una mano en el corazón, confieso que parece difícil sostener la esperanza. Pero no hay que perderla: cuando eso ocurra, estaremos definitivamente perdidos.

Mientras Milei golpea a los jubilados, se ríe de los discapacitados e insiste en su batalla cultural contra esa «podredumbre» que llaman la justicia social, al tiempo que desprecia el hambre de su propio pueblo, en Israel votan mayoritariamente (casi unánimemente) por seguir patando y hambreando a los palestinos, indiferentes a las decenas de miles de niños que nos ofrecen cada día en el altar de su imaginario sionista. Argentina e Israel se miran en el mismo espejo: quieren un territorio vaciado para llenarlo con los suyos. La derecha siempre sueña con montañas nevadas y campos pelados. Locke decía que América era un territorio inhabitado, en el que sus pobladores eran entonces «menos que nada». 

La bandera celeste y blanca debe ser manchada. No hay pureza en este paño que alzaron dictadores, villanos, ricachones colonizados y oligarcas traidores. Hay que crear otra patria. Dejar de pensar en «nosotros» como un solo pueblo con un solo destino. Hay que dejar de festejar goles y cantar el himno emocionado.

Argentina tiene que ser otra que sí misma, o ser nada... menos que nada. 

© 2025 Juan Manuel Cincunegui
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¿QUÉ HACER?

Una entrevista con el filósofo Juan Manuel Cincunegui, autor de «Miseria planificada: Derechos humanos y neoliberalismo» (Dado Ediciones, 2019)

Por Josu Azcona Latasa

El colapso de la globalización neoliberal ha dado paso a una nueva era de fragmentación y competencia imperial. En este mundo «posglobal», las antiguas categorías del pensamiento político y filosófico resultan insuficientes para captar la magnitud del cambio. Los derechos humanos, concebidos como un lenguaje universal de emancipación, han perdido su poder movilizador, cooptados por las estructuras de poder y transformados en instrumentos de gobernanza más que de resistencia. Mientras tanto, el pensamiento político contemporáneo parece atrapado entre dos extremos: un relativismo paralizante que disuelve cualquier horizonte normativo y un cientificismo determinista que reduce la agencia humana a meros mecanismos biopolíticos. Este escenario ha allanado el camino para un conservadurismo reaccionario, que canaliza el malestar social a través de narrativas autoritarias y excluyentes.

En este contexto, el filósofo Juan Manuel Cincunegui ha desarrollado un diagnóstico crítico del presente, integrando dimensiones políticas, epistemológicas y existenciales. En sus libros Miseria Planificada: Derechos Humanos y Neoliberalismo (Madrid: Dado Ediciones, 2019) y Mente y Política: Dialéctica y Realismo desde la Perspectiva de la Liberación (Madrid: Dado Ediciones, 2024), sostiene que la crisis que enfrentamos no es solo política o institucional, sino también una crisis del pensamiento mismo: de las formas en que el pensamiento crítico ha sido absorbido por las mismas estructuras de poder que debería cuestionar.

Hablamos con él sobre la era posglobal, el colapso de la democracia formal, la crisis de los derechos humanos como dispositivo de legitimación del orden neoliberal y el problema del burocratismo como una estructura que paraliza la acción política y bloquea la imaginación de alternativas. Discutimos la necesidad de recuperar una filosofía de la liberación que no solo desafíe la lógica de la globalización y la exclusión, sino que también explore nuevas estrategias de resistencia que nos permitan salir de las órbitas de confrontación predeterminadas y abrir espacios donde lo inesperado pueda emerger. Todo esto en un contexto donde el pensamiento crítico se enfrenta al reto de reinventarse en un mundo donde el horizonte de universalidad parece haberse desmoronado.

El fin de la globalización neoliberal y los derechos humanos transnacionales

Tus dos últimos libros parecen responder al mismo diagnóstico del presente, pero desde ángulos distintos. ¿Cómo definirías el momento actual?

Estamos en una era posglobal, un momento en el que la globalización neoliberal ya no es el horizonte inevitable de la política y la economía. Hasta hace algunos años, se asumía que el mundo avanzaba hacia una integración creciente, con mercados libres, democracia liberal y derechos humanos como lenguajes universales.

Eso ha colapsado. La globalización ha dado paso a un mundo de fragmentación y competencia imperial, donde los Estados han recuperado un papel central y las grandes potencias —Estados Unidos, China, Rusia, la Unión Europea, India, Brasil— compiten por consolidar sus esferas de influencia.

Este cambio ha desorientado tanto a la derecha como a la izquierda. La derecha, que durante décadas defendió los mercados libres, ahora se inclina hacia el proteccionismo y el nacionalismo. La izquierda, que se había acomodado a la idea de que los derechos humanos y el orden internacional eran herramientas de justicia, ahora enfrenta un escenario en el que esas instituciones han sido absorbidas por las estructuras de poder global.

Este es el punto de partida de mis últimos dos libros: analizar cómo esta transformación ha reconfigurado la política y el pensamiento crítico, y qué posibilidades quedan para la emancipación en este nuevo escenario.

En Miseria Planificada, argumentas que los derechos humanos han sido cooptados por el neoliberalismo. ¿Cómo ocurrió esto?

El problema de los derechos humanos es que fueron diseñados para operar dentro del sistema, no en su contra. Desde los años 70, su institucionalización ha coincidido con la expansión del neoliberalismo, y en lugar de desafiar las estructuras de poder, se han convertido en una herramienta para gestionar la miseria dentro de los márgenes permitidos por el sistema.

Esto se hizo evidente en los años 90: los derechos humanos se presentaban como el lenguaje moral de la globalización, pero en la práctica se usaban para justificar guerras, intervenciones económicas y sanciones que beneficiaban a las potencias occidentales.

Ahora que este orden global está en crisis, los derechos humanos caen con él. Por un lado, han perdido legitimidad entre amplios sectores de la población, que los ven como un discurso burocrático sin impacto real. Por otro lado, la extrema derecha ha sabido apropiarse del descontento público y presentar los derechos humanos como una herramienta de las élites globalistas.

El desafío es desligar los derechos humanos del orden neoliberal y reconstruirlos como un lenguaje de lucha, no como un instrumento de gestión del poder.

Pero en Mente y Política amplías esta crítica y preguntas cómo ha sido posible esta captura ideológica. ¿Cómo se vincula la crisis de los derechos humanos con una crisis epistemológica?

Porque el problema no es solo político, sino también epistemológico. Nos han convencido de que no hay alternativa al sistema porque hemos aceptado marcos de pensamiento que bloquean la posibilidad de imaginar algo distinto.

En las últimas décadas, hemos oscilado entre dos extremos igualmente paralizantes. Por un lado, el relativismo posmoderno nos dice que todo es una construcción discursiva, que no hay estructuras reales que podamos transformar. Por otro lado, el cientificismo determinista nos reduce a meros engranajes de sistemas impersonales, sin agencia real.

Ambas posiciones han debilitado nuestra capacidad de pensar la transformación. Si todo es solo un relato infundado, la lucha política no es más que un juego de palabras. Y si todo está determinado por estructuras inmutables, la acción política es inútil.

Lo que propongo en Mente y Política es recuperar una dialéctica realista, que reconozca la existencia de estructuras materiales que moldean nuestras vidas, pero que también entienda que estas estructuras no son absolutas y pueden transformarse.

En la era posglobal, pensar la emancipación significa reconstruir una filosofía de la liberación que no sea solo política, sino también epistemológica y existencial.

En el libro tomas la noción de exterioridad de Enrique Dussel y la desarrollas contrastando el concepto de «figuras del límite» con «figuras de la liberación». ¿Cómo funciona esta idea en tu diagnóstico del presente?

El pensamiento moderno siempre ha operado bajo la idea de «totalidad», el supuesto de que el mundo puede entenderse como un sistema cerrado. Desde Hegel hasta el marxismo vulgar, esta lógica ha dominado nuestra forma de pensar la historia y la política.

Pero el problema de la idea de totalidad es que borra la posibilidad de exterioridad. Si todo está determinado desde dentro del sistema, ¿de dónde puede surgir la transformación? Hoy, esta lógica de la totalidad ha alcanzado su apoteosis epistemológica con la inteligencia artificial, y su traducción sociopolítica en el feudalismo tecnológico del que habla Yannis Varoufakis.

Dussel nos muestra que la verdadera crítica no proviene desde dentro de la totalidad, sino desde los márgenes, desde aquellos sujetos que han sido excluidos de su lógica. En Mente y Política, desarrollo esta idea contrastando el concepto de «figuras del límite» —un concepto negativo que señala instancias que no encajan dentro de la estructura dominante pero cuya mera existencia la desestabiliza— con las «figuras de la liberación», que nos invitan a imaginar otro mundo posible.

Un ejemplo de una figura del límite se encuentra en lo que Wendy Brown describe como «Estados amurallados»: entidades políticas que, mientras afirman protegernos de amenazas externas, simultáneamente nos convierten en prisioneros de su propia lógica de clausura y exclusión. Estas estructuras no resuelven las contradicciones del sistema; más bien, exponen sus límites al revelar la imposibilidad de alcanzar la seguridad y soberanía que prometen.

En contraste, las figuras de la liberación emergen en espacios que apuntan hacia una imaginación y una acción comunitaria alternativa. Ejemplo de ello son las experiencias comunitarias —religiosas o no religiosas— que, en lugar de alterar directamente las estructuras del capitalismo y la burocracia, crean espacios de solidaridad donde otro mundo se vuelve imaginable. Estas experiencias sugieren formas de organizar la vida más allá de las restricciones impuestas por la racionalidad mercantil y burocrática, abriendo fisuras en el sistema a través de prácticas que encarnan valores y relaciones sociales diferentes.

En este sentido, la idea de exterioridad no es solo una cuestión estructural y política, sino también epistemológica e incluso existencial. Como ha mostrado Charles Taylor en su análisis de la modernidad secular, el marco inmanente —es decir, la estructura cerrada y autosuficiente de significado que caracteriza la modernidad— tiende a oscurecer la posibilidad de la trascendencia. Sin embargo, mantener este marco abierto a la trascendencia es crucial para resistir el cierre del significado impuesto por las ideologías dominantes.

Por lo tanto, si queremos una transformación política y económica de nuestras formas de vida, necesitamos nuevas maneras de comprendernos a nosotros mismos y al mundo, lo que implica estar abiertos a lo inesperado, a aquello que está más allá de lo conocido.

Así, pensar la liberación en la era posglobal no significa solo rechazar sistemas políticos y económicos cerrados, sino también resistir clausuras epistémicas y existenciales, manteniendo abierta la posibilidad de formas alternativas de ser, conocer y actuar. Implica dejar de buscar soluciones dentro de los marcos tradicionales y, en su lugar, aprender a pensar desde la exterioridad, desde las fracturas que disrumpen la totalidad y permiten que surjan nuevos horizontes.

La consolidación de Estados amurallados en todo el mundo y el surgimiento de nuevos imperialismos son respuestas puramente negativas ante los malestares producidos por el propio orden moderno-capitalista. No ofrecen alternativas reales, sino que refuerzan las mismas estructuras de dominación contra las que pretenden protegernos. Nuestra propia supervivencia depende de nuestra capacidad para ir más allá de estas respuestas reaccionarias, para imaginar y poner en práctica formas de vida que no estén dictadas por el miedo, el control o la exclusión, sino por nuevas posibilidades de liberación.

La crisis de las democracias liberales

Dado el colapso del horizonte de la globalización neoliberal y la crisis de legitimidad de sus formas institucionales, ¿cómo ves el futuro de nuestra democracia? ¿Cuál sería, a tu entender, la estrategia política que debemos adoptar?

Es difícil imaginar en este momento una respuesta electoral viable. Tampoco parece posible lograr un consenso amplio que no esté marcado o influenciado por el impulso de la agenda reaccionaria. Las fuerzas reaccionarias han sabido capitalizar el fracaso de la democracia formal y han entendido que la verdadera disputa no es solo electoral o institucional, sino cultural y simbólica. No buscan simplemente gestionar el orden existente, sino una reconfiguración institucional de raíz, lo que les permite operar con una visión estratégica más amplia que sus adversarios.

Han logrado construir un sentido común alternativo, sustentado tanto en una crítica, legítima a mi entender, a la tecnocracia neoliberal, como en un aparato mediático-tecnológico que refuerza esta nueva hegemonía cultural y política. Esta batalla cultural no es un fenómeno espontáneo, sino el resultado de una intervención sistemática en los imaginarios colectivos, donde los marcos de referencia neoliberales han sido desplazados por narrativas autoritarias que ofrecen certezas frente a la crisis del orden liberal.

Frente a este escenario, la estrategia no puede depender únicamente de alternativas electorales, ni del intento vano de recuperar las instituciones tal como las concebimos, ya que estas últimas han sido vaciadas de contenido democrático real. El problema del burocratismo es central en este sentido.

¿A qué te refieres con «burocratismo»?

Cuando hablo de burocratismo, no me refiero solo a la existencia de trámites o regulaciones, sino a una lógica de gestión que ha invadido todas las esferas de la vida y que ha vaciado de contenido la política, la democracia y hasta la propia experiencia humana. Es lo que ocurre cuando las instituciones dejan de estar al servicio de la sociedad y se convierten en estructuras cerradas que funcionan más para autopreservarse que para resolver problemas reales. Es lo que pasa cuando la democracia ya no es un espacio de disputa y decisión, sino un entramado de reglas y procedimientos diseñados para que nada cambie, donde cada problema se gestiona sin que nunca se resuelva.

El burocratismo ha convertido la política en una administración de lo posible, donde los gobiernos ya no gobiernan, sino que gestionan lo que el mercado o las instituciones supranacionales les permiten. Se toman decisiones en comités técnicos, en despachos cerrados, en reuniones con expertos que no responden ante nadie, mientras la ciudadanía apenas juega el papel de espectador. No hay deliberación real, no hay margen para la transformación, solo una maquinaria que mantiene el sistema en funcionamiento, aunque ese sistema esté en ruinas.

Pero esta lógica no solo atraviesa la política, sino que también se ha vuelto el modelo organizativo del capitalismo contemporáneo. Lejos de ser un mercado libre, el capitalismo de hoy funciona como una gigantesca burocracia privada, donde los bancos, las corporaciones y las plataformas digitales establecen sus propias normativas y procesos, muchas veces más rígidos y opacos que los de cualquier Estado. El feudalismo tecnológico, como lo llama Varoufakis, es eso: un sistema de control basado en algoritmos, plataformas y burocracias invisibles que regulan nuestra vida sin que podamos intervenir en ellas. Hoy no tenemos soberanía sobre nuestra economía ni sobre nuestra información; todo pasa por estructuras de poder que nadie eligió y que se presentan como inevitables.

Lo mismo ocurre en el mundo del conocimiento. El pensamiento crítico ha sido sofocado por métricas, índices de impacto y normativas administrativas que han convertido la producción de ideas en una carrera de acreditaciones y publicaciones. No importa qué se piensa o qué se descubre, sino cuántos papers publicas, en qué revistas y con cuántas citas. Las universidades, que deberían ser espacios de pensamiento libre y formación crítica, se han transformado en fábricas de datos donde la reflexión está subordinada a procedimientos burocráticos.

Y esto se refleja también en la vida cotidiana. Cada vez más trámites, más regulaciones, más protocolos absurdos que convierten cualquier actividad en un proceso interminable. Pedir un turno médico, resolver un problema con un banco, incluso hacer una compra online—todo está mediado por formularios, contraseñas, contratos llenos de letra chica y respuestas automáticas que no solucionan nada. Es un modelo de organización que consume nuestro tiempo, nuestra energía y nuestra paciencia, y que, al final del día, solo genera frustración y desamparo.

Pero lo más peligroso del burocratismo es que despolitiza y paraliza. Cuando todo se reduce a procesos administrativos, la gente deja de creer que es posible cambiar algo, deja de ver la política como un espacio de transformación y empieza a buscar salidas en discursos más radicales, en quienes prometen romper con todo. Y ahí es donde entran las fuerzas reaccionarias. Han sabido canalizar la rabia contra este sistema inoperante y convertirla en una ofensiva contra la democracia misma. La gente está harta de que todo sea un trámite sin sentido, de que cada problema se disuelva en un mar de procedimientos sin resultados, y es ahí donde el discurso autoritario encuentra terreno fértil.

¿Eso significa que debemos abandonar la contienda electoral?

No, lo que significa es que tenemos que reconocer que una renovación democrática a esta altura exige mucho más que un triunfo electoral de las llamadas «fuerzas progresistas». En primer lugar, hoy la izquierda y la derecha operan en el mismo espacio de sentido, aunque sus órbitas parezcan radicalmente opuestas. De hecho, operan en una misma órbita, y por ello están necesariamente destinadas a colisionar. Lo que necesitamos entender es que tenemos que salir de esta órbita, que debemos dejar de operar dentro de este espacio aparentemente predeterminado.

Por ese motivo, como decía más arriba, es imprescindible que busquemos respuestas en lo desconocido. Déjame que te cuente una historia. A comienzos de la década de 1990 tuve la fortuna de conocer a los tibetanos en McLeod Ganj, India. Compartí con ellos, y con muchos occidentales conversos al budismo, casi diez años de mi vida. Conoces la historia, seguramente. En la década de 1960, una gran ola de exiliados tibetanos migró a Nepal, India y los países occidentales con la invasión china de Tíbet que trajo consigo el exilio del Dalai Lama.

Lo que más me sorprendió de ese exilio fue la decisión de las autoridades religiosas tibetanas. Se dieron cuenta de que no podían luchar contra las fuerzas chinas, de modo que se concentraron en preservar su tradición. No es que dejaran de denunciar la invasión y los abusos de la ocupación, que fue, por cierto, brutal, pero el corazón de su trabajo como exiliados fue convertir la cultura religiosa tibetana en su fuerza y sustento.

Aquí lo que me interesa remarcar es el modo en el cual una derrota puede servir para reformular una identidad, eludiendo el peligro de ser cooptado por nuestros antagonistas y enemigos al ser forzados a adoptar su propia lógica. Es un poco lo que ocurre con artes marciales como el yudo: en lugar de enfrentarse directamente a la fuerza del adversario, se aprende a redirigir su energía, aprovechando su propio impulso para desestabilizarlo. Para ello, es imprescindible renunciar a responder frontalmente al ataque y, en cambio, encontrar un punto de apoyo en su propia fuerza para hacer que caiga por su propio peso.

¿No crees que este llamado al repliegue puede interpretarse como una apuesta resignada frente a una derrota en toda regla?

No, en absoluto. Lo primero que tenemos que entender es que estamos operando en el tiempo, en la historia. No somos los primeros ni seremos los últimos en enfrentarnos a ciclos de regresión y progreso, y si algo nos enseña la historia es que la derrota solo es definitiva para quien la acepta como tal. La idea de repliegue no es un acto de resignación, sino una estrategia consciente. No se trata de abandonar la lucha, sino de no malgastarla en un terreno donde estamos en desventaja absoluta.

En segundo término, el sufrimiento no se reducirá porque reaccionemos con desesperación, con gestos vacíos o con enfrentamientos que solo refuerzan la lógica del enemigo. No necesitamos más respuestas viscerales, sino racionalidad estratégica. Tenemos que seguir cultivando la forma democrática en la construcción de sentido, manteniendo viva la posibilidad de otros horizontes sin perder de vista el sentido último que inspira nuestra concepción de la vida y la política. No es solo una cuestión de resistencia, sino de preservación y regeneración.

Y tercero, debemos asumir que nuestras identidades políticas no son fijas, que la historia es un proceso abierto y que los roles pueden cambiar. Los enemigos de hoy pueden ser aliados mañana, del mismo modo que los aliados pueden volverse traidores. La historia nos lo muestra una y otra vez. En la tradición cristiana, Pablo de Tarso pasó de ser perseguidor de cristianos a uno de sus principales apóstoles, mientras que Judas Iscariote, que estuvo entre los más cercanos, terminó traicionando. Esto nos obliga a pensar la política con mayor complejidad, más allá de oposiciones rígidas y relatos simplistas.

Por eso, el repliegue no es una renuncia ni una capitulación. Es una forma de resistencia estratégica que busca evitar ser absorbidos por la lógica de confrontación que nos impone el adversario. No es una retirada sin más, sino la construcción de un espacio donde podamos recuperar fuerza, claridad y sentido, para volver con mayor profundidad y capacidad de transformación cuando el momento lo exija.

La «batalla cultural»

Para terminar, me gustaría que comentaras la idea que han planteado algunos analistas, como Pérez-Reverte entre otros muchos, de que la deriva autoritaria que estamos viviendo es, en gran medida, una reacción a una década de wokismo. Se argumenta que el exceso de corrección política, la radicalización de las luchas identitarias y la intolerancia al disenso dentro de ciertos espacios progresistas han generado un clima de polarización que ha terminado por fortalecer las respuestas reaccionarias. ¿Crees que esta lectura es acertada, o estamos ante un fenómeno más complejo?

No, creo que un análisis de este tipo es superficial y peca de una suerte de idealismo culturalista, es decir, de la idea de que los cambios históricos están determinados exclusivamente por transformaciones en el ámbito de las ideas, sin considerar las condiciones materiales que los hacen posibles. Creer que la deriva autoritaria es el resultado directo de eso que llamamos wokismo supone desconocer los factores estructurales y materiales que han moldeado la crisis actual, reduciendo un fenómeno complejo a una mera reacción cultural sin atender a las dinámicas económicas, políticas y sociales que han generado este escenario.

Si por wokismo entendemos un conjunto de movimientos identitarios que han centrado su activismo en la interseccionalidad y la política de reconocimiento, entonces es cierto que su presencia en el debate público ha sido significativa. Sin embargo, reducir la crisis democrática a una reacción contra estos movimientos es una simplificación extrema.

Lo que estamos viviendo no es solo un ajuste cultural, sino un reacomodo estructural del capitalismo global. La deriva autoritaria no surge simplemente como un rechazo al wokismo, sino como una respuesta a la descomposición del orden neoliberal, a la incapacidad de las instituciones democráticas para canalizar el malestar social y al ascenso de nuevas formas de poder económico y tecnológico que buscan redefinir las reglas del juego.

Como ha ocurrido con los regímenes de derechos humanos, el problema no es únicamente la radicalidad de ciertas luchas identitarias, sino su asociación con el establishment neoliberal, que ha instrumentalizado estas reivindicaciones mientras consolidaba un modelo económico excluyente. Este vínculo ha convertido al wokismo en un blanco fácil para la reacción, al ser percibido no como una fuerza de transformación social, sino como un dispositivo legitimador del statu quo. Nancy Fraser advirtió sobre esto hace casi una década al hablar del «progresismo neoliberal», es decir, un progresismo que enarbola causas culturales mientras sostiene la lógica de acumulación del capital, generando un profundo rechazo en sectores que han visto frustradas sus expectativas económicas y políticas.

Por supuesto, hay una parte de verdad en la teorización de estos autores. No cabe duda de que la polarización es real y atraviesa profundamente el orden social. Sin embargo, cuando el conflicto se reduce únicamente a cuestiones culturales e identitarias, sin considerar su dimensión material, se vuelve ineficaz e incluso funcional al sistema. La fragmentación de la lucha política en identidades aisladas impide construir un proyecto de transformación estructural, facilitando que el neoliberalismo incorpore demandas simbólicas sin alterar las relaciones de poder económico.

Un ejemplo claro de esto es el «capitalismo woke», donde grandes corporaciones adoptan discursos progresistas sobre diversidad e inclusión mientras mantienen prácticas económicas explotadoras. Empresas que celebran el mes del orgullo con campañas publicitarias, pero al mismo tiempo precarizan a sus trabajadores, tercerizan su producción en países con condiciones laborales inhumanas y evaden impuestos. Esto demuestra que la reivindicación de derechos sin un cuestionamiento del sistema económico puede ser fácilmente asimilada y neutralizada por el mercado.

Esto no significa que género y raza no sean cuestiones fundamentales. Lo son, y deben ser abordadas con toda su complejidad. Pero si se tratan de forma desligada de las estructuras económicas que las perpetúan, corren el riesgo de convertirse en demandas domesticadas, absorbidas por el mercado y utilizadas como herramientas de legitimación del sistema. La cuestión central no es sustituir unas luchas por otras, sino comprender cómo las desigualdades de género, raza y clase están entrelazadas y se refuerzan mutuamente.

Más que oponer una lucha a otra, lo que se necesita es una perspectiva que permita entender la relación entre estas opresiones y construir un horizonte político que no solo responda a la exclusión simbólica, sino también a las condiciones materiales que la sostienen. Esta es la perspectiva marxista en su mejor versión: no una visión reduccionista de la clase como única estructura de dominación, sino una herramienta para comprender cómo las desigualdades sistémicas se entrecruzan y se refuerzan dentro del capitalismo.

Por lo tanto, el wokismo no puede interpretarse como la causa sustancial del giro autoritario. A lo sumo, es un elemento cultural más dentro de un proceso mucho más amplio, cuyo origen real se encuentra en la crisis estructural del capitalismo global y en la crisis de legitimidad que atraviesan las instituciones liberales, cada vez más desacreditadas y percibidas como instrumentos que protegen intereses corporativos y tecnocráticos en lugar de representar a la ciudadanía.

La reacción contra el wokismo no es causal, sino sintomática; es decir, refleja un malestar más profundo que ha encontrado en estos discursos una excusa conveniente, pero que en realidad está ligado a la incapacidad institucional para gestionar la creciente incertidumbre social. Esta crisis no es meramente de gobernabilidad, sino el resultado de un proceso en el que el propio liberalismo ha erosionado su legitimidad al desligarse de cualquier horizonte de justicia material y al priorizar la estabilidad del mercado sobre la democracia.

En este contexto, la deriva autoritaria no es simplemente una reacción cultural, sino una reestructuración del orden político para administrar un capitalismo en crisis, donde el control social y la represión suplen la falta de respuestas materiales para las mayorías.

Como señala la pensadora marxista Ellen Meiksins Wood, si las democracias liberales realmente existentes han sido los vehículos institucionales del capitalismo neoliberal, entonces una crisis de este último supone necesariamente una crisis de las democracias liberales. Dicho de otro modo, la quiebra del modelo económico que sustentaba el consenso liberal no solo ha deslegitimado el proyecto neoliberal, sino que ha arrastrado consigo a las instituciones democráticas que lo administraban. La creciente deriva autoritaria es menos una reacción a los excesos de los movimientos progresistas y más el efecto de un reacomodo estructural, en el que el Estado se reconfigura para gestionar una crisis sistémica que no puede resolverse dentro de los marcos tradicionales de la gobernabilidad liberal.

O, para decirlo de otro modo, si el wokismo fuera realmente el factor clave, entonces deberíamos poder explicar fenómenos como el giro mercantilista y proteccionista, el resurgimiento del nacionalismo económico o el desmantelamiento del Estado social en función de su influencia. Pero ¿qué relación tiene el wokismo con los nuevos aranceles, la guerra comercial entre China y Estados Unidos, o el avance de los conglomerados tecnológicos en la regulación de nuestras vidas? Ninguna. Estos procesos obedecen a dinámicas estructurales mucho más profundas, vinculadas a la crisis del capitalismo global y a la reconfiguración del poder en la era posneoliberal.

El relato de que «el wokismo provocó el autoritarismo» es, en el mejor de los casos, una distracción conveniente, y en el peor, una coartada ideológica que desvía la atención de las verdaderas fuerzas económicas y políticas que están moldeando el mundo posglobal. En lugar de analizar las fracturas reales del capitalismo contemporáneo, se nos ofrece una narrativa que culpa a las luchas culturales por una crisis que tiene raíces mucho más profundas.

«Pese a todo, el futuro aún está en nuestras manos»

Para terminar, me gustaría que reflexionaras sobre «lo que viene después». Dada la profundidad de la crisis actual—del capitalismo, de la democracia, e incluso de los marcos mismos con los que damos sentido al mundo—¿qué crees que se necesita para salir de este estancamiento? ¿Qué tipo de transformaciones intelectuales, políticas y éticas serían necesarias para imaginar y construir un horizonte diferente?

Primero, creo que debemos tomarnos en serio los desafíos que plantea la extrema derecha, o como queramos llamarla. No basta con descartarla como un simple fenómeno irracional, una manipulación mediática o un resurgimiento de fuerzas reaccionarias del pasado. Necesitamos entender por qué su discurso resuena tan profundamente en una parte significativa de la población. Esto significa identificar qué elementos de verdad hay en su narrativa, qué malestares y frustraciones está canalizando. La extrema derecha capitaliza problemas reales: la erosión de la representación democrática, la precariedad de la vida bajo el neoliberalismo, la desconexión entre las élites políticas y la ciudadanía. Si nos negamos a reconocer esto, quedaremos atrapados en una condena moralista que no hace nada por contrarrestar su atractivo.

Segundo, creo que es evidente que la solución no puede ser volver al orden anterior. La agenda progresista neoliberal está muerta, para bien o para mal. Intentar revivir el gobierno tecnocrático, el globalismo basado en el mercado y el liberalismo institucional que dominaron las últimas décadas no solo es inviable, sino que también es indeseable. Ese modelo no resolvió las crisis materiales y existenciales que afectan a la mayoría de la población y, de hecho, contribuyó a generar las condiciones del actual giro autoritario.

El desafío no es restaurar un consenso roto, sino forjar uno nuevo, uno que supere las contradicciones del neoliberalismo y las insuficiencias de sus justificaciones progresistas. Esto implica repensar la democracia, la economía y la vida en común de una manera que no sea solo una reacción defensiva ante la extrema derecha, sino una auténtica reimaginación de lo que podría ser un mundo justo y habitable. La crisis de legitimidad que enfrentamos no es solo sobre las instituciones, sino sobre el fracaso de un sistema político y económico para proporcionar sentido, seguridad y dignidad.

Tercero, esto nos lleva al punto más difícil. La seguridad, la dignidad y el sentido, en términos absolutos, no están a nuestra disposición dentro de un marco inmanente cerrado. La modernidad tardía ha convertido la seguridad en un bien escaso: la inestabilidad económica, la precarización del trabajo, el colapso ecológico y el giro autoritario han generado un estado de incertidumbre permanente, donde la sensación de desprotección es cada vez más profunda. Pero la crisis no se detiene ahí. No basta con garantizar la seguridad si la dignidad se ve erosionada. Un mundo en el que las personas son tratadas como medios y no como fines, donde los individuos son reducidos a su función dentro del mercado o de la burocracia, es un mundo que ha perdido el reconocimiento del valor intrínseco de la existencia humana.

Sin embargo, incluso si se restauraran ciertas condiciones de seguridad y dignidad, la crisis del sentido persistiría. No se trata solo de aceptar los límites de nuestra existencia, nuestra finitud y la incertidumbre que nos define, sino de abrirnos a lo desconocido, de permitir que nos interpele aquello que aún no podemos comprender. La crisis de sentido que atraviesa nuestra época no es simplemente una falta de relatos colectivos, sino la incapacidad del propio sistema para ofrecer algo que trascienda su lógica interna. Se trata, entonces, de responder a la invitación de una novedad radical, de una posibilidad que no está determinada por el presente ni atrapada en la racionalidad instrumental que nos ha traído hasta aquí.

Abrirse al otro significa reconocer nuestra vida más allá de nosotros mismos, su continuidad más allá de nuestro tiempo y nuestro mundo. Y abrirse a lo otro—al más allá de esta vida—es abrirse a la posibilidad de otra vida, de otro horizonte, de otro sentido aún por descubrir.

En definitiva, una civilización como la nuestra, que tiene en sus manos tanto su propia autodestrucción como la de otras especies que habitan este hermoso planeta, debe comenzar por asumir su propia finitud. Sin esta conciencia, seguimos avanzando hacia un posible colapso nuclear o medioambiental, guiados por la ilusión de que podemos sostener indefinidamente nuestro modelo de dominio y expansión. Pero reconocer nuestra finitud no es rendirse, ni resignarse al declive, sino aceptar que el futuro no nos pertenece en exclusiva, que nuestra historia es solo una parte dentro de una trama más amplia, donde otras formas de vida y otros tiempos futuros se despliegan con independencia de nuestra voluntad.

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Juan Manuel Cincunegui es Licenciado y Doctor en Filosofía por la Universitat Ramon Llull, Doctor en Ciudadanía y Derechos Humanos por la Universitat de Barcelona, y Doctor en Sociología por la Universitat de Barcelona. Es autor de Miseria planificada: Derechos humanos y neoliberalismo (Madrid: Dado Ediciones, 2019) y Mente y política: Dialéctica y realismo desde la perspectiva de la liberación (Madrid: Dado Ediciones, 2024), y Constelaciones de la identidad. Charles Taylor y sus interlocutores (en prensa).

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